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Published by Embajada de la República Dominicana en Brasil, 2017-07-12 14:01:11

Maria Ugarte

Historia, diplomática y archivística.
Contribuciones dominicanas

María Ugarte

Archivo General de la Nación
Volumen CII

Historia, diplomática y archivística.
Contribuciones dominicanas

María Ugarte

Santo Domingo
2010

Archivo General de la Nación, volumen CII
Título: Historia, diplomática y archivística. Contribuciones dominicanas
Autor: María Ugarte

Cuidado de edición: Jacqueline Abad Blanco
Diagramación: Harold M. Frías Maggiolo
Diseño de cubierta: Esteban Rimoli

De esta edición:
© Archivo General de la Nación, 2010
Departamento de Investigación y Divulgación
Área de publicaciones
Calle Modesto Díaz 2, Zona Universitaria,
Santo Domingo, Distrito Nacional
Tel. 809-362-1111, Fax. 809-362-1110
www.agn.gov.do

ISBN: 978-9945-020-92-2

Impresión: Editora Búho, C. por A.
Impreso en República Dominicana / Printed in Dominican Republic

Prólogo

María Ugarte era una joven profesora de la Cátedra de Historia de
la Universidad Central de Madrid cuando, después de muchos avatares,
llegó en el año 1940 a Santo Domingo. Eran los difíciles tiempos de lo que
después se llamó Guerra Civil española. En el verano de 1937, María
Ugarte salió del norte de España hacia Francia con su hija recién naci-
da, y una vez terminadas las hostilidades retornó a la patria. En el viaje
de regreso residió unos días en la casa de Pío Baroja, en Vera de Bidasoa,
en los Pirineos vascos. Tras permanecer un tiempo, primero en Galicia y
luego en Madrid, pudo salir de nuevo de la península, en esta ocasión
hacía la República Dominicana. Desde que llegó a Santo Domingo se
involucró, con el entusiasmo que la caracteriza, en la vida intelectual del
país y como lo hicieron, en ese momento, todos los inmigrantes españoles;
se enroló, pues, por su formación en actividades de historia. Era paleó-
grafa, discípula de Agustín Millares Carlo, y trabajó en la transcripción
de una de las relaciones más importantes sobre La Española de mediados
del siglo xvii, debida a una de las primeras plumas criollas de la isla, el
canónigo Luis Jerónimo de Alcocer, la cual se dio a conocer en el Boletín
del Archivo General de la Nación y publicó poco después don Emilio
Rodríguez Demorizi en el primer tomo de las Relaciones históricas de
Santo Domingo, lectura obligada para cualquiera que desee conocer la
historia colonial de nuestro país.

Trabajó, además, en la investigación histórica sobre el origen de la
propiedad comunera en el archivo del Tribunal de Tierras, colaborando

–7–

8 María Ugarte

con el Lic. José Ortega Frier, rector de la Universidad de Santo Domingo.
Mientras realizaba esta labor, descubrió el Archivo Real de Bayaguana,
el cual estudió, y dio a conocer una cantera de informaciones hasta en-
tonces desconocidas por los historiadores dominicanos. Dicho archivo fue
trasladado más adelante al Archivo General de la Nación, donde reposa
hoy en día. Ese hallazgo abrió también las puertas al descubrimiento de
otros dos importantes archivos coloniales (el Archivo Real de Higüey y
el Archivo Real de El Seibo). Anteriormente había realizado un informe
de investigación sobre el origen de los títulos universitarios, en el que
demostraba el profundo conocimiento de la diplomática histórica, trabajo
que se publicó entonces en los Anales de la Universidad de Santo
Domingo.

Casi en forma concomitante con estas labores mencionadas, ya en
el año 1943, le tocó ser la persona que tuvo a su cargo la formación de
la primera generación de archivistas con criterio profesional que hemos
tenido en República Dominicana. Ella es la pionera en la enseñanza de
esta especialidad en el país; en nuestros anales están las firmas de más de
treinta personas que participaron en el primer cursillo que organizara el
Archivo General de la Nación, cuando estaba en la calle Arzobispo Nouel.
Allí dictó estas materias y con ellas se formó el naciente grupo grupo de ar-
chiveros profesionales o por lo menos con noción clara de lo que podía ser
esta profesión. Así, en el año 1943, con los fundamentos que proporcionó
esa formación, se comenzaron a preparar inventarios, catálogos e índices,
algunos de los cuales se fueron publicando poco a poco en el Boletín
del Archivo General de la Nación. No todos fueron hechos por ella,
comenzó, asesoró, apoyó. María nos cuenta: «Yo te puedo decir mucho de
esos cursos», pero del trabajo dice: «Lo hizo la gente del Archivo, la gente
que participó en esos cursos». Entonces ahí tenemos la avanzada de los
archiveros dominicanos, formada con sus enseñanzas.

Este libro reúne esos trabajos iniciales que muestran la valiosa labor
histórica y archivística realizada por doña María Ugarte durante sus
primeros años en la República Dominicana. Hoy dichos aportes cobran
un nuevo brillo debido al esfuerzo que realiza el Estado dominicano por

Historia, diplomática y archivística. Contribuciones dominicanas 9

rescatar los archivos y justo cuando se forma una nueva generación
de archivistas profesionales que recoge con amoroso agradecimiento su
legado. Constituyen también una contribución de primer orden para el
conocimiento de las fuentes documentales de nuestra historia y el estudio
científico de la misma.

Raymundo González
Santo Domingo, 2009



Contenido

Origen de las universidades y de los títulos académicos
Advertencia / 15
Origen de las universidades / 17
Origen de los títulos académicos / 39

Publicación de la Ley en Santo Domingo durante el
período de la dominación española

Antecedentes / 63
Comunicación de la Ley por medio de

copias manuscritas / 68
Etapa de transición (1809-1814) / 79
Comunicación de la Ley por medio de

impresos (1814-1821) / 83

El Archivo Real de Bayaguana
Antecedentes / 91
Documentos emanados de los poderes centrales / 94
Documentos emanados del Cabildo / 98
Documentos emanados de los alcaldes ordinarios / 101
Documentos emanados de los escribanos públicos

o alcaldes ordinarios como jueces cartularios / 103
Documentos sobre el Archivo Real de Bayaguana / 105

– 11 –

12 María Ugarte

Curso sobre técnica de archivos y bibliotecas
Antecedentes / 117
Documentos relacionados con el curso de Técnica de archivos y

biblioteca / 118

Anexos
A mis alumnos de «Introducción a la historia»

Por Máximo Coiscou Henríquez / 171
Exactitudes. Por Máximo Coiscou Henríquez / 174
Demorizi los papeles viejos y el «téque-que-téque»

de Coiscou Por Bienvenido Gimbernard / 177

Apéndices
Carta de César Herrera al Presidente de la República / 183
Memorándum / 185
Índice onomástico / 189

Origen de las universidades
y de los títulos académicos

Título de Doctor en Teología de Bernardo Cruzada de la Real Universidad del
doctor Angélico Santo Tomás de Aquino, ciudad de Santo Domingo, en fecha
20 de junio de 1782. Actual Universidad Autónoma de Santo Domingo.

Advertencia

No es el presente estudio un trabajo de investigación en el ver-
dadero sentido de la palabra. Se trata solo de una breve síntesis de
determinados aspectos de la historia de la enseñanza universitaria
en la Edad Media que han sido ya expuestos, entre otros con ellos
relacionados, en diferentes obras maestras de asunto más amplio.
El fin perseguido estriba en un afán de divulgación de hechos histó-
ricos que, en evolución constante, han llegado a la época presente
cristalizados en instituciones harto conocidas. Se enfoca de un modo
concreto el problema de los orígenes de los centros superiores de
instrucción y, sobre todo, el germen de los títulos académicos en
contacto con la formación y desarrollo de las universidades.

Como fuente principal para la elaboración del trabajo se ha
utilizado la obra de Hasting Rashdall The Universities of Europe in
the Middle Ages, Oxford, 1936. De ella se han desglosado y siste-
matizado los datos referentes a estos temas. Sus conclusiones han
sido adoptadas sin reservas. El estudio de Schachner The Medieval
Universities, New York, 1938, que en su espíritu coincide con el
anterior, ha sido también consultado. Se han ampliado detalles so-
bre varios trabajos relacionados con las universidades medioevales
o enseñanza en general y sobre algunos cuyos asuntos se restrin-
gen a la historia de determinados centros de cultura de fundación
remota. Se incluye al efecto una bibliografía detallada.1

1 Esta bibliografía no se publicó en Anales de la USD.

– 15 –

16 María Ugarte

No han podido ser examinados, pese al enorme interés de su
contenido, el discurso de Bonilla San Martín, pronunciado en la
apertura del curso 1914-1915 en la Universidad de Madrid («La
vida corporativa de los estudiantes españoles en su relación con
la Historia de las Universidades») y el de Eduardo Ibarra Rodrí-
guez en su recepción en la Academia de la Historia («Origen y
vicisitudes de los títulos profesionales», 1920).

Origen de las universidades

I
Ideas generales sobre la universidad medioeval

Es necesario, antes de entrar de lleno en el estudio del origen
y evolución de las universidades y títulos académicos, aclarar el
sentido de algunos términos fundamentales y examinar, incluso,
los cambios que fueron adoptando a través de los siglos.

Dos vocablos, al parecer semejantes, pero que en su principio
tuvieron significado muy diferente, son universitas y studium generale.

Universitas

Etimológicamente –y en su aplicación al ser vinculada a los
elementos escolares– la palabra universitas indicaba agrupación,
conjunto de todos. Un gremio de artesanos, de mecánicos, toda
asociación de hombres reunidos en una empresa común, era una
universitas. La universitas suponía la ayuda y la comodidad mutuas,
la seguridad de un entierro decente en países extraños y a menu-
do hostiles, y la unión que hace la fuerza. Al brotar los gremios de
escolares –en París fueron los maestros los que se organizaron y en
Bolonia, los estudiantes–, recibieron las denominaciones de univer-
sitas magistrorum y universitas scholarum o discipularum. Es un mero
accidente que este término se haya convertido, restringiéndose
gradualmente, en una clase particular de gremio o corporación y
más tarde, una vez que su aplicación se redujo al elemento acadé-
mico de estudios superiores, se extendiera a toda la organización
escolar, incluyendo hasta el propio edificio destinado a servir de
sede a la vida universitaria. El caso es semejante al de los vocablos

– 17 –

18 María Ugarte

«convento», «congregación», «colegio», que sufrieron, a través del
tiempo, una transformación similar limitándose a denotar cierta
clase específica de asociaciones.

La palabra universitas aplicada a los gremios escolares no apa-
rece hasta el siglo xii. Estas corporaciones surgieron en la vida
del mismo modo que los demás gremios, sin una autorización
expresa de un papa, de un rey, de un prelado o de un príncipe.
Fueron producto espontáneo del instinto de asociaciones que
dominaba en Europa en el curso de los siglos xi y xii.

Studium generale

El concepto de studium generale sí que se aproxima mucho
más al de la universidad moderna. Fue un verdadero organismo
docente de enseñanza superior, pero la idea de generale no supo-
nía un lugar donde se cursaban todas las materias, sino donde
los estudiantes de todas partes eran recibidos. Esta afirmación se
basa en el hecho de que muy pocos estudios medioevales poseían
todas las facultades. Aun París, en los días de mayor esplendor y
renombre, no contaba con la Facultad de Leyes Civiles.

Según Rashdall, el término parece haber implicado tres
características:

1ª Que la escuela atrajera, o al menos invitara, a estudiantes de
todos los países.

2ª Que fuera un lugar de alta cultura, donde, como mínimum,
una de las facultades superiores, Teología, Leyes, Medicina,
se cursara además de los estudios básicos de artes.

3ª Que algunas materias se explicaran por una pluralidad de
maestros.

La primera de estas ideas fue fundamental; studium generale
suponía siempre una escuela de general concurrencia.

Historia, diplomática y archivística. Contribuciones dominicanas 19

El término no se hace común hasta principios del siglo xiii,
y en su origen la expresión fue popular y no sancionada por las
leyes.

Universidades espontáneas

La cuestión sobre si una escuela particular era o no un stu-
dium generale fue en los primeros tiempos sentada por costumbre,
no por autoridad alguna. París, Bolonia y Salerno se consagra-
ron como estudios generales debido únicamente a la fama que
adquirieron en toda Europa.

En los comienzos del siglo xiii, otras muchas escuelas, en su
mayoría fundadas por maestros que habían ejercido la enseñan-
za en París y Bolonia, reclamaron el rango de studia generalia
esforzándose en demostrar que en ellas se daba una educación
semejante a la de dichas universidades tipo.

Pero en la segunda mitad del siglo xiii, se restringe la libertad
de crear escuelas con carácter de estudios generales.

Universidades de creación papal o imperial

La intervención del imperio y del papado arrogándose el
derecho de erección de tales organismos fija el sentido del
término.

Desde entonces, para que un estudio fuera «general» pre-
cisaba la sanción legal del papa o emperador. Incluso aquellos
estudios como los de París y Bolonia, que poseían por costumbre
la categoría de «generales», consideraron conveniente legalizar
su situación y recibieron sendas bulas pontificias concediéndoles
de derecho las prerrogativas que de hecho disfrutaban ya.

Los juristas del siglo xiv, a quienes principalmente se debe la
formulación de las ideas medioevales acerca de las universidades,
excluyen del rango de generales a todos aquellos estudios que
no fueran fundados por el papa o el emperador o que, siendo de

20 María Ugarte

creación espontánea no se hubieran procurado su legalización
por bulas posteriores.

Pero se encontraron ante dos casos especiales:

Universidades ex consuetudine

Había, a la vez que estudios generales de creación o reco-
nocimiento pontificio, algunos antiguos y prestigiosos estudios
que, sin haber sido erigidos ni reconocidos por el papa o el em-
perador, disfrutaban de una posición demasiado segura para ser
atacados en lo sucesivo. Tal el caso de Oxford o Padua.

Los juristas, con su respeto habitual hacia los hechos esta-
blecidos, declararon que tales estudios generales lo fueron por
costumbre, ex consuetudine.

Universidades respectu regni

El otro caso anormal se dio en las universidades españolas.
En España los reyes erigían studia generalia sin consultar al
papa o al emperador. Bien es cierto que no reclamaban para
ellos un reconocimiento ecuménico de sus derechos, cosa a la
que no podían aspirar unas corporaciones privilegiadas por un
poder solo local, como lo era el rey. Pero su categoría docente les
hacía ocupar un puesto entre las organizaciones de enseñanza
de la época, y los juristas, teniendo esto en cuenta, las clasifica-
ban como studia generalia respectu regni.
Es preciso observar, sin embargo, que tales studia se procu-
raban siempre una bula posterior del papa que convirtiera en
universales sus derechos limitados.

Resumen

En resumen, cuatro son los tipos de universidades en la Edad
Media:

Historia, diplomática y archivística. Contribuciones dominicanas 21

1ª De erección espontánea con reconocimiento posterior del
papa: París y Bolonia, por ejemplo.

2ª De erección imperial o pontificia: Nápoles, Toulouse y, en
general, la mayor parte de las existentes.

3ª De creación espontánea, acreditadas en Europa entera, pero
sin reconocimiento oficial del papa o emperador: studia gene-
ralia ex consuetudine. El caso de Padua y de Oxford.

4ª De erección real con carácter puramente local o studia gene-
ralia respectu regni, propio de las universidades españolas.

Los tipos normales, los más numerosos, son los dos primeros.
El tercero es excepcional y los studia generalia respectu regni modi-
ficaron casi siempre su posición –según hemos visto– por medio
de bulas papales que les concedían una validez ecuménica.

En consecuencia, el factor esencial en el desarrollo de las
universidades desde el siglo xiii fue la bula pontificia de erección
o reconocimiento. Características predominantes que dejará su
marca en la historia de la cultura superior hasta los primeros
siglos de la Edad Moderna.

Concepto de studium generale y universitas en la Edad Media

Al final de la Edad Media, el término studium generale viene
a denotar prácticamente, no solo una escuela con el privilegio
ecuménico del ius ubique docendi, aunque en esto reside su dife-
rencia técnica y legal, sino una organización escolar de un tipo
especial dotada de privilegios más o menos uniformes.

En el siglo xv se pierde un tanto la distinción entre studium
generale y universitas, y esta última se convierte gradualmente en
un sinónimo de studium generale, es decir, abandona su sentido de
federación, gremio o asociación, para adquirir el de organismo
docente o institución de enseñanza.

El cambio para la identificación fue preparado por el térmi-
no intermedio de universitas studii, muy usado en el siglo xiv y
cuyo empleo se conservó hasta en los siglos xvi y xvii.

22 María Ugarte

Diferencias entre «magíster», «doctor» y «professor»

Como en toda la evolución de la historia de las universidades,
es preciso establecer, en la cuestión de los títulos concedidos a
los graduados, una separación entre los estudios al norte de los
Alpes y los situados al sur.

En París –tomaremos siempre esta universidad como modelo
de las de su clase– se empleó como regla general la denomina-
ción de «magíster» en las facultades de Teología, Medicina y
Artes. A veces, pero menos frecuentemente, se utilizaba la de
«professor», y el título de «doctor», bajo la influencia de Bolonia,
se redujo a designar a los maestros en Leyes Canónicas. De esta
forma, cuando las cartas son dirigidas Rectori, Magistris, Doctoribus
et Scholaribus, el orden explica claramente que con la denomina-
ción de magistri se conocía a los profesores de Teología, los de
mayor categoría en la universidad parisién, y con la de doctoribus
a los de Leyes Canónicas.

En Italia el título de «doctor» saltó pronto de la Facultad de
Leyes, en donde comenzó a emplearse, a las otras Facultades. Sin
embargo, los graduados en la Facultad menor de Artes y Gramá-
tica fueron llamados magistri y con frecuencia también, magistri
grammaticae para diferenciarlos así de los magistri puerorum.

En Oxford, al llegar el siglo xv, se observó igual distinción
que en Bolonia: «doctor» fue el diplomado en las facultades su-
periores, «magíster» el que concluía los estudios en la menor de
Artes y Gramática.

Solo en Germania el título de «doctor» fue empleado hasta
por los graduados en Artes, y no es raro encontrar diplomas donde
aparecen denominados «Doctores en Filosofía y Maestros en Ar-
tes».

Historia, diplomática y archivística. Contribuciones dominicanas 23

II
Evolución de la enseñanza en la Edad Media

Edad Antigua

Nada hay en la enseñanza de la Edad Media que recuerde
al mundo antiguo. Grecia y Roma conocieron, en verdad, la
alta educación, pero no estuvo nunca organizada, no existió un
cuerpo de maestros licenciados, no hubo exámenes formales ni
grados académicos con los que sus poseedores acreditaran por el
mundo su suficiencia intelectual y pudieran pretender enseñar a
su vez a los sedientos de sabiduría.

En Grecia, Pitágoras, seis siglos antes de Cristo, sentado en
un trono de maestro y envuelto en lujosas vestiduras, aparece pe-
rorando sin que sus discípulos tuvieran el derecho de interrum-
pirle. Es él el prototipo del profesor universitario. Sócrates, el
maestro demócrata, se paseaba a través de las avenidas de Atenas
arguyendo e inquiriendo, y Protágoras, por ciertos honorarios,
enseñaba las sutilezas de la Lógica.

Los romanos poseyeron escuelas públicas, pero no formaron
gremios ni corporaciones. Bajo la república romana estas escue-
las fueron libres. El imperio creó las escuelas del Estado, dirigió
la municipal y vigiló la privada. La cultura de los romanos tiene
un carácter más práctico que la helénica.

Alta Edad Media

En los siglos iv y v hordas bárbaras se vuelcan sobre el Im-
perio Romano. En el siglo vi Europa es todavía un desierto en-
sangrentado. La civilización parecía extinguida, destrozada; la
enseñanza de Grecia y Roma, hundida y olvidada en un mundo
ruinoso. Se iniciaba la noche de la alta Edad Media.

De este espíritu de destrucción se salvaron las escuelas de
Italia, confirmadas en sus tradiciones derechos.

24 María Ugarte

El Imperio Bizantino conservó en Oriente la cultura y la ci-
vilización clásicas. Durante cuatro siglos se mantuvo aislado del
resto de Europa, guardando entre sus límites la preciosa reliquia
del conocimiento del pasado. Y más tarde, mucho más tarde,
pero antes de iniciarse el Renacimiento, habría de volver esta
cultura a Occidente por vehículos no cristianos: por medio de
los sabios judíos y musulmanes.

Durante el período comprendido entre los siglos vi y viii, el
Occidente está sumido en la oscuridad más absoluta. El concepto
clásico de instruir –docere– se funde gradualmente en el religioso
de predicar y propagar la fe. Hasta las hordas salvajes terminaron
rindiendo culto al Cristianismo. La Iglesia era la única organiza-
ción de aquel tiempo.

No había educación digna de tal nombre porque la Iglesia
miraba con desagrado la enseñanza secular. Suponía por parte
de un laico un verdadero alarde de valor el mostrar interés por
aprender a leer y escribir. Más al fin y al cabo, era esencial el
conocimiento para el propio clero. Pese a sí misma, la Iglesia
tuvo que tomar por su cuenta el proceso de la enseñanza. Los
sacerdotes, los frailes, necesitaban aprender, para preparar a sus
legos a la salvación, las escrituras de los Santos Padres, las oracio-
nes, las reglas de la orden. Cuando Benedicto dictó su famosa
«Regula» y ordenó a los frailes una hora de lectura y ocupar la
mayor parte de su tiempo en la enseñanza, echó las bases de
la escuela monacal. Pero la instrucción de estos organismos fue
exclusivamente religiosa y elemental en extremo; la suficiente
para que los monjes pudieran musitar sus oraciones y obedecer
las reglas.

El que los monasterios de la alta Edad Media fueran focos
de luz en la oscuridad de la ignorancia, no deja de ser una her-
mosa leyenda, pero solo una leyenda. Cualquier insinuación de
enseñanza secular tenía un carácter diabólico. La excepción la
constituían algunos monasterios, como el de Saint Gall, donde
se facilitaba a los alumnos laicos un pequeño porcentaje de
instrucción.

Historia, diplomática y archivística. Contribuciones dominicanas 25

Los obispos fundaban también en sus diócesis escuelas en las
que se enseñaba Teología al alto clero, y gramática, a un alumna-
do mixto: eclesiástico y laico. Pero cuando la gramática dejó de
ser una materia árida e inofensiva y volvió sus ojos a los autores
clásicos, adquiriendo la cultura pagana un valor literario digno
de tenerse en cuenta, los papas, con extraordinaria prontitud, la
proscribieron como algo muy peligroso para la mente cándida
de los escolares.

La enseñanza anterior a Carlomagno se hallaba, según pue-
de verse, monopolizada por la Iglesia. Escuelas catedralicias y
monacales administraban la cultura con un sistema religioso y
estrecho. Solo en Italia, las ciudades longobardas mantenían
también escuelas laicas, a pesar de que hasta la época de Lotario
no fueron por completo independizadas de la Iglesia.

Este exclusivismo religioso en la enseñanza produjo conse-
cuencias de mucho alcance: canalizó las mentes en los límites de
la especulación; encerró el conocimiento dentro de las normas
e intereses de la Iglesia; la filosofía, las ciencias todas, las institu-
ciones sociales, políticas y económicas, fueron determinadas por
factores puramente religiosos. Y fue entonces, en las tinieblas de
la alta Edad Media, cuando se fundieron los moldes en que un
día la institución universitaria sería vertida.

Época de Carlomagno

Y de este modo se llega a finales del siglo viii y principios del ix:
la época de Carlomagno. En su reinado la enseñanza sufre una re-
acción evidente. Un soplo de cultura cubre la faz de Europa. Entre
los períodos bélicos, el emperador encontró tiempo para organizar
las instituciones pedagógicas; su corte fue abierta de par en par a
los intelectuales de todas partes. El famoso Alcuino enseñó en la
Escuela Palatina, creación típicamente real, cuya sede estaba donde
se encontraba el monarca. Pero de mucha mayor importancia que
esta escuela, fue la insistencia de Carlomagno en elevar a un nivel
decoroso las normas de enseñanza del clero francés. La capitular

26 María Ugarte

dada por Carlomagno al obispo Bangulf, de Fuldas (778), fue el
punto de partida de la reorganización de las escuelas monacales
y episcopales. En principio el propósito fue puramente eclesiástico,
para sacar al clero de su ignorancia abismal, de los dogmas de su
buena fe. Pero el movimiento sale de sus estrechos límites. En las
escuelas monacales, empiezan a ser admitidos alumnos laicos; en
ellas se forma una sección claustral, reservada a la educación de
los religiosos, y otra exterior, en la que se consiente la entrada a los
seculares. La cultura empezó a ser apreciada como algo inherente
a la propia consideración.

Retroceso cultural

Pero el renacimiento carolingio no iba a sobrevivir largo
tiempo. En los últimos años del siglo ix el imperio se vio envuelto
en luchas intestinas que terminaban en una fatal desmembra-
ción. La juventud luchaba en los campos de batalla; la escuela
palatina se hallaba desierta. La enseñanza fue relegada a algunos
monasterios cuyos abades solo pensaban en conseguir pingües
rentas a expensas del desastre general. Únicamente en Germa-
nia, donde Otón el Grande ponía un cierto freno al desastre, la
enseñanza halló un pequeño lugar de reposo.

El siglo x fue un siglo de enervamiento en toda Europa, de
luchas y conflictos, de angustia y ansiedad religiosas. La cultura
ingresa en un período de verdadera quietud mortal.

La baja Edad Media

Al llegar al siglo xi, la vida toma un curso ascendente. Una
paz relativa sucedió a los terribles choques de las épocas prece-
dentes. El sistema feudal se consolida. La movilidad exagerada
de los hombres de todas profesiones es una nota típica de este
siglo. Las naciones hacen su aparición de un modo vago aún. Las
ciudades, unidas política y económicamente, se vuelven fuertes.
La verdadera Edad Media da comienzo.

Historia, diplomática y archivística. Contribuciones dominicanas 27

En el progreso intelectual de Europa existen dos clases de
evolución basadas sobre una división geográfica. En el norte
la educación se desarrolló sobre la Iglesia. La nobleza feudal
despreciaba el saber. Reyes y ciudades no eran todavía más que
instituciones subordinadas al feudalismo. Por esto, las escuelas,
la enseñanza toda, era eclesiástica, y el primordial objeto de es-
tudio lo constituía la Teología.

En el sur –sobre todo en Italia– la perspectiva era diferente.
Italia era esencialmente pragmática y secular. La educación no
fue objeto del interés y el control clericales. Existían, es cierto,
escuelas eclesiásticas, pero en menor cuantía. Las escuelas en las
que en el siglo siguiente se desenvolvieron las universidades fue-
ron estrictamente libres y laicas, y las materias predominantes,
los estudios prácticos y lucrativos de Leyes y Medicina.

Pero este siglo xi que inicia la salida del obscurantismo prece-
dente no cuenta aún con un profundo caudal de conocimientos.
La espléndida vida intelectual y artística de Grecia había des-
aparecido sin dejar huella. Nada quedaba, a no ser el recuerdo
superficial y equivocado que los médicos tenían de las teorías
de Hipócrates. En cambio, la cultura latina no se había borrado
radicalmente: el latín era la lengua de la Iglesia, de las leyes,
de los hombres cultos. Las leyes romanas sobrevivieron en los
códigos bárbaros. La literatura latina, aunque apenas estudiada,
se conservó por los copistas de la época de Carlomagno.

El conocimiento de esta edad está reducido a las recopilacio-
nes, poco originales y bastante inexactas de los siglos v y vi, de
Boecio, Marciano, Isidoro, Drosio y Casiodoro.

Las materias se encerraban en el cuadro del Trivium y el Qua-
drivium: Gramática, Retórica y Lógica; Aritmética, Geometría,
Astronomía y Música. Había además, por supuesto, Filosofía,
basada en los escritos de Lógica de Aristóteles y en un fragmento
del Timacus de Platón, y Teología, limitada a la Biblia y a los pri-
meros Padres.

Llegamos a los momentos de gestación de la institución uni-
versitaria. Es el siglo xii. El imperio cobra gloria y esplendor con
Federico I. El papado, en la persona de Inocencio III, ascendía

28 María Ugarte

en los últimos años del siglo al pináculo de su curva espectacular.
Los reyes de Europa, sobre todo el de Francia, fueron vencidos
gradualmente por el influjo centrífugo del feudalismo y echaron
las bases de los futuros reinos coherentes; los gremios se fortale-
cían al unirse. Las ciudades de Italia se convierten prácticamente
en repúblicas independientes. Se descubren las Pandectas de
Justiniano y se traduce, por judíos y árabes, a Aristóteles.

La corte se fija en París y es en esta ciudad donde las escuelas
alcanzan mayor importancia; pero son las escuelas catedralicias.
Las monásticas, en plena decadencia, excepto notables excep-
ciones, se convierten en un factor insignificante en el progreso
intelectual de la época y no tienen interés para el estudio del
origen de las universidades.

De nuevo es preciso diferenciar el norte del sur de Europa
para la perfecta comprensión del doble proceso de formación
de los studia generalia. En el sur seguían siendo las enseñanzas
preferidas el Derecho y la Medicina. Organismos laicos preparan
las universitas o gremios. Maestros seculares autorizan la compe-
tencia de sus discípulos. En el norte se enseña sobre todo Teo-
logía Lógica y Filosofía. Las escuelas catedralicias, aumentadas y
multiplicadas, atraían más y más a los estudiantes de fuera, hasta
llegar a adquirir una potente fuerza intelectual. Los obispos
hicieron de la enseñanza un verdadero monopolio. De lejanos
rincones de Europa afluían estudiantes a París, Rheims, Chartres
y Tours.

Abelardo

Una gran figura –la más totalmente representativa de la Edad
Media– aparece en escena. Abelardo fue el tipo de maestro sin
escuela –en el sentido moderno de la palabra– que arrastraba
tras él a sus alumnos anhelantes de escuchar su palabra. Todo
lo que era grato a la Edad Media estaba personificado en él: la
didáctica brillante, la fe razonadora, el ardor religioso y el entu-
siasmo científico. Su fama llevó a París durante la primera mitad

Historia, diplomática y archivística. Contribuciones dominicanas 29

del siglo xii, olas de estudiantes y maestros y estos elementos
son, precisamente, los que darán vida a la universidad. Es en
el único sentido en que esta puede ser conectada y relacionada
con el nombre y la época de Abelardo. Es cierto que por ello la
universidad le debe una tremenda deuda de gratitud, pero su
existencia efectiva no la tiene este organismo hasta dos genera-
ciones después de su muerte. Nada se había oído en su tiempo
respecto a una universidad o a una sociedad de maestros. Pero,
eso sí, su presencia llevó a París a una posición de preeminencia
intelectual que hace posible la gestación de una universidad. El
campo trillado, la semilla cultural sembrada, el fruto no se ha de
hacer esperar.

III

Proceso de formación de las universidades

Una evolución lenta formó los primeros studia generalia. El
acta de nacimiento de las universidades de París y Bolonia no fue
jamás levantada; no se fundaron en un momento preciso, en un
instante determinado. Y es interesante destacar que las primeras
universidades espontáneas –París y Bolonia–, cuyas característi-
cas son tan dispares, tienen, sin embargo, en su origen un punto
de contacto: su procedencia corporativa.

Dondequiera que los escolares se congregaban alrededor de
un famoso profesor, crecía el número de aquellos ambiciosos
que deseaban convertirse en profesores. Y dondequiera que los
maestros se multiplicaban, crecían, como es natural en edad de
asociación, ciertas costumbres profesionales que en algunos ca-
sos se cristalizaban ampliamente dentro de unos estatutos de un
gremio organizado o universitas.

En efecto, antes de que un plan de enseñanza se compu-
siera, antes de que el sistema cultural tomara cuerpo, los esco-
lares se organizaron para garantizar sus derechos, para aunar
sus esfuerzos. Era la influencia de la época la que llevaba a

30 María Ugarte

formar gremios de todos los oficios y menesteres, y fueron los
extranjeros, personas poco gratas al país, cuyas patrias no eran
lo bastante fuertes para protegerles, quienes tuvieron la idea
de unirse para asegurarse. De este modo, en París los maestros,
que eran los extranjeros, se asociaron, y en Bolonia, en cambio,
los estudiantes venidos de Francia, de Germania, de Inglaterra
y de España se agruparon, primero en naciones –teniendo en
cuenta el lugar de procedencia–, más tarde en universitas, si-
guiendo el género de estudios que cursaban. Los profesores
boloñeses, naturales de la ciudad y de categoría social elevada,
no precisaban defensa alguna.

París

En la edad que sucede casi inmediatamente a la época de
Abelardo, París se convierte en una sociedad de profesores; la
primera de este tipo conocida en el mundo.

El proceso del desenvolvimiento del gremio se inicia con la
salida de la enseñanza de la catedral (1127), cuando por orden
episcopal los miembros que no pertenecían al cuerpo catedra-
licio se alejaron del claustro. De este modo, los licenciados de
Notre Dame empiezan a enseñar fuera del control eclesiástico. Y
a mediados del siglo xii se multiplican los maestros alrededor de
la Catedral y en el Monte de Santa Genoveva.

El alumnado y el profesorado van gradualmente seculari-
zándose y, poco a poco, escapan de la organización eclesiástica.
Sin embargo, siempre mantuvo la universidad parisién el sello
imborrable de su procedencia religiosa, dándose incluso el caso
de que sus concurrentes eran considerados, desde un punto de
vista social, como clérigos.

No se puede dar la fecha exacta de la creación del gremio.
La universidad no fue hecha, se produjo. Pero puede fijarse más
o menos la época en que se reconoce como un hecho la asocia-
ción de maestros. Su existencia antes de iniciarse el siglo xiii esta
comprobada por un solo documento, el que facilita Mateo París

Historia, diplomática y archivística. Contribuciones dominicanas 31

en la vida del Abad de San Albán, personaje que muere cargado
de años a principios del siglo xiii. El autor medioeval nos dice
refieriéndose a su biografiado:

hic in iuventute scolarum Parisiensium frequentatur assiduus
ad electorum consortium magistrorum meruit attingere.

Durante el siglo xiii se da el nombre de consortium al gremio,
palabra esta última no usada hasta que lo hace Inocencio III en
1208-1209. El gremio hubo de surgir de una manera rudimen-
taria, indefinida, entre los años 1150-1170. Prueba de que este
gremio brotó espontánea y hasta inconscientemente, es que has-
ta alrededor de 1208 no tuvo la universidad estatutos escritos.
Solo algunos años después del principio del siglo xiii, asume esta
sociedad la categoría de una corporación legal con privilegios y
reconocimiento de las autoridades eclesiásticas.

Cartas y privilegios formales fueron concedidos casi siempre
para confirmar o extender una corporación existente, estableci-
da ya de hecho.

De tan modesto origen nace la famosa universidad francesa.

Bolonia

No puede atribuirse el origen de la universidad de Bolonia
–como se ha pretendido– a determinada disposición imperial,
o a una bula del papado o a un decreto de la Comuna. En
todo caso, cualesquiera de las formas empleadas para reco-
nocerla, otorgarle garantías, incorporar sus estatutos a los de
la ciudad, no hicieron otra cosa que legalizar un conjunto de
hechos que de antemano habían cobrado fuerza e importan-
cia. La universidad italiana, como la de París, es un organismo
que sufre un proceso y participa de todas sus fuerzas conco-
mitantes en un período histórico dado. Es absurdo atribuir su
origen a un documento del emperador Teodosio (433); o a la
influencia de la condesa Matilde de Toscana, que el año 1102

32 María Ugarte

llamó a Irnerio, célebre jurisconsulto, para enseñar Derecho
Romano; o al emperador Lotario que donó a los pisanos el
famoso manuscrito de la Pandecta y obligó el estudio del De-
recho Romano.

En Bolonia, ciudad floreciente y rica, sobrevivían los estu-
dios del Derecho Romano. La Comuna giraba alrededor de un
formulismo jurídico. La influencia romana era más intensa que
la que irradiaba del papado. Las personas encargadas de estu-
diar y aplicar el derecho comenzaron a enseñarlo de un modo
privado. Afluían los alumnos de todos los países de Europa. La
corporación de los estudiantes extranjeros surge de una nece-
sidad del medio. La ciudad medioeval recibía con cautela a los
extraños; no les concedía derecho alguno, garantía de ninguna
clase. Los maestros se asocian también y conservan una estrecha
cohesión con los gremios de estudiantes. Gremios de estudiantes
y collegia de maestros preceden a la formación de los studia y son
los elementos que los integran al producirse como lógica conse-
cuencia de tales asociaciones escolares. Mas es preciso observar
que siempre en Bolonia fueron los estudiantes quienes dieron la
pauta y los que dominaron en todos los órdenes de la vida esco-
lar, excepto en la concesión de grados, privilegio gozado por los
collegia de doctores con las reservas eclesiásticas que, a su tiempo,
impuso el papa y que más adelante serán objeto de examen.

El hecho de que en sus comienzos los gremios tuvieran profe-
sores que les enseñaran, no significaba la existencia de un estudio.
El profesor era un lector privado a quien se le contrataba para
enseñar. Solo después de cristalizarse en un todo homogéneo la
universitas escolar, es cuando el studium aparece representando
un esfuerzo espiritual subsiguiente al esfuerzo material realizado
al constituirse el gremio. En Bolonia no se tiene comprobación
documental de la existencia de un gremio de estudiantes hasta el
año 1215, pero es indudable que su formación debió producirse,
como en París, en la segunda mitad del siglo xii.

Antes de que las corporaciones de estudiantes en Bolonia
adoptaran el término universitas, se denominaban simplemente
«naciones». Su independencia respecto a la Iglesia fue, a dife-

Historia, diplomática y archivística. Contribuciones dominicanas 33

rencia de París, absoluta en la primera época. Maestros y estu-
diantes resistieron durante un tiempo a la Comuna, a la Iglesia y
al emperador. El origen laico de las corporaciones contribuía a
mantener este carácter.

Los gremios escolares, sea cual fuere la categoría de sus
componentes, son, pues, la base sobre la que se levanta el com-
plicado organismo universitario. La institución social es anterior
a la puramente cultural. Es más, sin las corporaciones jamás hu-
bieran podido desarrollarse las universidades en aquella época
de absorción y monopolio eclesiástico en todos los órdenes de
la vida. La Iglesia por sí sola nunca se hubiera lanzado a formar
tales focos de saber. Solo cuando se apercibió de la imposibilidad
de ignorar la existencia de estos centros es cuando intervino,
volviendo en beneficio propio el esfuerzo de los gremios. Es
absurdo sostener la teoría de que los papas, o al menos los obis-
pos, controlan el nacimiento de las primeras universidades; tan
absurdo como negar la constante ingerencia de los pontífices en
el desarrollo posterior de tales instituciones.

Influencia de París y Bolonia sobre
las universidades posteriores

Las universidades de París y Bolonia son los dos arquetipos y,
puede decirse, las únicas originales –ambas espontáneas–, brotadas
alrededor de la misma época, durante los últimos cincuenta años
del siglo xii, como consecuencia del espléndido movimiento cultu-
ral de entonces, aunque con características especiales cada una.

La de París proporciona el modelo de las universidades de
maestros, y la de Bolonia, el de las de estudiantes.

Este renacimiento del siglo xii halló en Italia su expresión
más brillante por medio de una restauración de leyes romanas
que arrancó de Bolonia. Y en Francia tomó la forma de una gran
explosión de especulación dialéctica y teológica que encaja de
un modo perfecto en la universidad parisién.

Todas las universidades posteriores son, en su forma de
desenvolverse, una imitación más o menos cerrada de uno u

34 María Ugarte

otro de estos dos tipos, aunque en algunos pocos casos la base
de la organización pueda ser independiente. Pero ya pierden
su característica esencial: la espontaneidad de su desarrollo, la
independencia casi absoluta de otros organismos.

En el caso de las primeras universidades, la imitación de las
de París y Bolonia fue, con cierta adaptación a las circunstancias
locales, conscientes y deliberadas. Las nuevas universidades guar-
dan rasgos constitutivos o usos que son explicados únicamente
por las costumbres o instituciones de los estudiantes de Bolonia
o de los maestros de París.

Casi todos los estudios generales secundarios que aparecen
espontáneamente, sin documento pontificio o imperial, fueron
establecidos por maestros o estudiantes de París o Bolonia que
llevaban consigo las costumbres de las universidades de donde
procedían. Aun en los pocos casos en que los gérmenes de una
universidad o colegios de doctores puedan haberse originado
independientemente de la influencia de París o Bolonia, su des-
envolvimiento posterior fue debido a la mayor o menor dirección
consciente de los gremios escolares de estos dos grandes centros.
Muchas universidades fueron influenciadas por las de París y Bo-
lonia a la vez. Aun más, algunas se aproximaban en un período
de su historia a la de París, en otros a la de Bolonia. Y entre ellas
mismas hubo una mutua influencia, siendo tal vez mayor la de
Bolonia sobre la de París que la de esta sobre aquella. En esta
primera época las universidades están desvinculadas de cualquier
otro organismo, aparte de una cierta pequeña protección dada
por el obispo y canciller de las catedrales en el norte, y por las
municipalidades en el sur.

Historia, diplomática y archivística. Contribuciones dominicanas 35

IV
El imperio y el pontificado intervienen

en la historia de las universidades

El papa, el emperador y los reyes vieron con interés estos
asombrosos crecimientos, y, cada uno por su parte, pensó en
hacer redundar este fenómeno en beneficio propio.

El Habita

El que tomó la iniciativa de su creación, aun antes de que los
primeros gremios escolares se hubieran definido, fue Federico
Barbarroja, rey de Sicilia y Nápoles y emperador de Alemania. En
1158, para animar a los estudiantes a reunirse en sus dominios,
promulgó en Roncaglia su famosa Habita, redactada con interven-
ción de cuatro profesores de Bolonia, la primera carta general
de privilegios para los estudiantes de todas partes. En este docu-
mento quedaron establecidas las siguientes garantías: la seguridad
personal de maestros y estudiantes, incluyendo a sus familias; la
exención total de todo derecho de represalia y, por último, la crea-
ción de un fuero. «Es nuestro deseo, decretó, que los estudiantes,
y sobre todo los profesores de leyes divinas y sagradas, puedan
establecerse y residir con completa libertad y seguridad en las
ciudades donde los estudios de letras son practicados…»

Fue este el origen legal de una larga serie de privilegios que
en el siglo xii formaban un verdadero cuerpo de doctrina.

El comienzo del siglo xiii contempla el florecimiento de las
universidades de París y Bolonia. Numerosos studia generalia bro-
tan aquí y allá pretendiendo imitar la formidable actividad de
aquellas.

Para el imperio y el papado había dos procedimientos de inter-
venir en la vida escolar: uno, proteger los organismos existentes;
otro, crear nuevas instituciones de igual tipo que pudieran eclipsar
las primitivas o, al menos, consiguieran competir con ellas.

36 María Ugarte

Y emplearon ambos sistemas: erigieron universidades a su
hechura y se dedicaron a conceder privilegios a las creadas de
un modo espontáneo y evolutivo para, de este modo, encajarlas
en el cuadro de su influencia.

Nápoles

El nieto de Federico Barbarroja había de extender la idea
de su abuelo con la creación de una universidad por un decreto
especial, el primero de su clase en toda Europa, si exceptuamos
la abortada Universidad de Palencia, fundada localmente algu-
nos años antes por el rey de Castilla. Nápoles recibió su carta en
1224 y Federico intentó darle un monopolio de enseñanza en
sus dominios; con este procedimiento atraía a los estudiantes
de Bolonia, que en aquel entonces eran un peligro por estar
dentro de la circunscripción de la Liga Lombarda, hostil al
imperio.

Protección de los papas a las universidades

Los papas no tardaron en seguir el ejemplo del empera-
dor. Se dieron pronto cuenta de la tremenda importancia del
crecimiento de las universidades. Por supuesto que no les hizo
muy felices esta pasión de los fieles por la cultura. Mas el movi-
miento estaba muy arraigado para pararlo en seco; era conve-
niente emplear métodos más diplomáticos para vincularlas al
Pontificado. Y de este modo, con beneficios desbordantes y con
inmensos favores, protegiéndolas incluso contra la ambición
de hombres de la Iglesia –tal el canciller–, los papas sujetaron a
los agradecidos escolares con lazos de acero. Y no se detuvieron
ahí. No dieron únicamente privilegios a las universidades ya
existentes.

Imitando el ejemplo del emperador, empezaron a fundar
universidades para sí donde no habían existido antes.

Historia, diplomática y archivística. Contribuciones dominicanas 37

Universidades pontificias

En 1229 Gregorio IX erigía la de Toulouse y en 1244-1245
Inocencio IV establecía un studium generale en la misma corte
pontificia.

En el mismo siglo xiii, otras ciudades, ansiosas de colocar sus
escuelas al nivel de estas universidades privilegiadas, se esforza-
ron en obtener, y algunas lo consiguieron, bulas del papa o cartas
del emperador constituyéndolas en studia generalia.

Las primeras bulas confieren simplemente la posición de stu-
dium generale sin definición más amplia, o los privilegios de alguna
universidad especial, tal como las de París o Bolonia. En otras se
puntualiza el privilegio del derecho ecuménico de enseñanza –que
por costumbre disfrutaban las universidades tipos– concedido por
el canciller a sus maestros: el ius ubique docendi.

Y gradualmente se insinuó la idea de que una nueva universi-
dad no sería studium generale con el derecho al ius ubique docendi
para sus profesores, si no poseía una bula pontificia de fundación
o, al menos, una carta del emperador que, teóricamente, era un
poder universal.

El imperio se fue apartando de un modo paulatino de la
cuestión universitaria, dejando al papa el campo libre.

Ante esta situación, instituciones tan antiguas y reconoci-
das como las universidades de París y Bolonia no se sintieron
completamente cómodas hasta que no fueron convenientemen-
te encerradas en la armadura de una bula papal y, en efecto,
sendas cartas pontificias fueron extendidas respectivamente en
1292 y 1291 por Nicolás IV, reconociendo el derecho, creado por
ellas por costumbre, del valor ecuménico de la enseñanza de sus
maestros.

Y así el Pontificado se arroga, de ahora en adelante, el dere-
cho exclusivo de crear nuevos studia generalia, prerrogativa que
nadie va a discutirle, puesto que aunque algunos monarcas –el
caso de España– o municipalidades funden universidades por
su cuenta, no podrán disfrutar tales instituciones de un reco-
nocimiento universal si no son respaldadas por una bula papal,

38 María Ugarte

documento que, a poco de ser erigidas, se apresuran a solicitar.
Esto supone, naturalmente, que reyes y papas cooperaban con
frecuencia en el impulso dado al movimiento cultural.

El primer ejemplo de ello está en la confirmación extendida
por Alejandro III al Habita de Federico I. Del mismo modo que
los dos poderes se asociaban para la represión de la herejía, com-
binaban también sus esfuerzos en la protección de la enseñanza.
A través de la Edad Media se hallan numerosos documentos
pontificios reconociendo y ayudando a universidades fundadas
por leyes laicas.

Una vez que el sistema fue puesto en marcha hubo un verda-
dero furor de fundar universidades. Los papas las creaban para
hacer más fuerte a la Iglesia: Toulouse, por ejemplo, se erigió en
el país donde acababa de extirparse la herejía albigense. Pío V
ayudó a establecer las universidades de Nantes y Bourges, en el
siglo xv, para evitar que los estudiantes locales llegaran a la de Pa-
rís, cuando esta institución se volvió contra Roma. Para apoyarse
contra el papa o la nación, los reyes de Francia concedieron favo-
res a la Universidad de París. Durante la guerra de los Cien Años,
los reyes de Francia e Inglaterra fundaron universidades en sitios
estratégicos para despertar sentimientos a su favor. Las ciudades
las solicitaban para establecer fuentes lucrativas de entradas y
se llegó a dar el caso de que Florencia la reclamó como medio
eficaz de repoblación después de una plaga devastadora.

Origen de los títulos académicos

I
Las licencias en el Norte de Europa

Del mismo modo que el origen de las universidades no fue
un acto llevado a cabo por el capricho o la conveniencia de algún
príncipe de la Iglesia o de cualquier soberano secular, tampoco los
grados académicos surgieron de un modo brusco por la decisión
de autoridades determinadas. Cuando aparecen leyes o decretos
reglamentado y disponiendo sobre tal materia, no hacen más que
reconocer de derecho instituciones y costumbres en vigor.

Las licencias anteriores a la universitas

El origen de los grados es algo anterior al nacimiento de las
universidades escolares. Mientras el gremio se produjo por una
secesión laica de los claustros –en París– o por una consecuencia
de la enseñanza privada laica –en Italia–, los diplomas de los
maestros salen de las escuelas catedralicias y la cabeza de estas
–el Canciller– los monopoliza a través de toda la Edad Media,
pese a las protestas de los organismos universitarios, que tratan
de arrancar de sus manos tan precioso privilegio.

Las licencias en el norte y en el sur

En el caso del norte, la línea de la historia de las licencias
puede seguirse fácilmente. El proceso es claro y sencillo.

En el sur, donde la existencia de verdaderos grados en un
principio es, incluso, dudosa y donde, más tarde, al desarrollarse

– 39 –

40 María Ugarte

la Universidad de Bolonia, se inició la práctica –disfrutada poco
tiempo– de otorgar licencias sin intervención alguna de la Igle-
sia, las huellas están más borrosas.

Pero es muy probable que, según se deduce de los documen-
tos conservados, sea Francia precisamente la que inició el sistema
de licencias. Por eso será estudiada en primer lugar y con mayor
amplitud, la trayectoria histórica de la licencia en el norte.

Etapas de la historia de las licencias en el norte

Las etapas por las que pasa el proceso de los títulos son las
siguientes:
1ª El canciller de la Catedral se arroga, por costumbre, sin

ampararse en derecho alguno, el monopolio de conceder el
consentimiento para enseñar.
2ª Este privilegio se hace objeto de simonía.
3ª Alejandro III en 1170-1172 prohíbe la simonía y establece el
sistema de prueba para conceder la licencia.
4ª Inocencio III, en 1212, da intervención a los maestros de la
universidad en los exámenes para otorgar licencias.
5ª Gregorio IX restringe un tanto la intervención de los maes-
tros universitarios (1231).
6ª Gradualmente, sin que se produzcan decretos especiales, el
poder del canciller se convierte en un privilegio solo nomi-
nal.

Es también preciso anticipar, para poder comprender mejor
la evolución de los grados académicos, que la licencia docendi y el
ius ubique docenti no son en esencia dos diferentes títulos, sino
uno mismo con aplicación distinta.

Es decir, el ius ubique docendi es la licencia docendi con carácter
ecuménico, privilegio reservado a los graduados que procedían
de los studia generalia.

La generalización del ius ubique docendi y la preferencia que se
les concedía a los que lo ostentaban sobre los que no poseían sino

Historia, diplomática y archivística. Contribuciones dominicanas 41

la licencia local, hizo que esta última fuera desapareciendo paula-
tinamente, dejando el campo libre a los títulos universitarios.

Primera etapa

La Iglesia durante la alta Edad Media se había visto obligada
a tomar el control de la educación en el norte. Pero no había
una autoridad centralizadora: cada obispo en su diócesis actuaba
de un modo independiente y desglosado. La educación, desde
su renacimiento bajo Carlomagno, fue en la práctica confinada
de tal forma a las catedrales y monasterios que era innecesaria
una legislación expresa que decretara como obligación para el
maestro la sanción de la Iglesia. El estado de cosas existentes la
imponía por sí sola.

En los días en que la escasez de alumnos no exigía en cada
escuela episcopal o monasterio más que un maestro, este podía
ser un miembro cualquiera de la Iglesia, el propio obispo o el
abad, o algún otro eclesiástico de menor categoría, si es que por
desidia o incompetencia no se hallaban aquellos en condiciones
de ejercer la enseñanza.

Si tampoco los canónigos o monjes podían desempeñar las
clases, tomaban los servicios de un hombre cualquiera de letras,
a quien, por un salario, le encomendaba la educación de los
estudiantes.

Y al mismo tiempo, con esa habilidad práctica que hace
parecer tan moderna la Edad Media, el obispo normalizaría la
situación del maestro haciéndole que actuara como su secretario
y guardador de sellos –oficio muy semejante al de canciller real.
Su título oficial fue el de canciller o scholasticum y su posición
eclesiástica se vio asegurada. Es posible también que el cargo de
«canciller» fuera anterior al de magiscola y que, precisamente por
tratarse de un funcionario con cierto bagaje intelectual, se le
encomendara –al llegar la necesidad– la enseñanza en la escuela
y el cuidado de la biblioteca.

42 María Ugarte

Sea simultánea la creación del oficio de maestro con la del
canciller o esta procediera a aquella, la cuestión es que en el
siglo xi ambas funciones se asociaban en el mismo individuo,
y este, a medida que el número de alumnos crecía, buscaba
otros profesores que enseñaran bajo su dirección, reservándose
probablemente para sí la enseñanza de la Teología –como asig-
natura primordial– y delegando en los otros la explicación de la
Gramática y la Dialéctica. A través del tiempo, la instrucción ele-
mental de los niños del coro y otros escolares pobres recayó en
manos de maestros seculares asalariados, que enseñaban bajo la
vigilancia del canciller, convertido ya en un burócrata opulento,
en una especie de superintendente de enseñanza.

En un principio, cuando la escasez de maestros era extraor-
dinaria, es preciso suponer que el canciller buscaba profesor sin
exigirle requisito alguno. Pero al aumentar el número de hom-
bres de letras por la rápida corriente de educación del siglo xii,
creció también alrededor de las más famosas iglesias catedrales
un número cada vez mayor de maestros que deseaban enseñar
fuera de los muros sagrados, para su provecho propio.

En los primeros momentos ninguna licencia o autorización
oficial era necesaria para hacerse profesor o maestro. Cualquier
hombre de letras que se consideraba a sí mismo capacitado po-
día poner escuela en su propia casa, en la plaza del mercado o
en un lugar alquilado para tal propósito. Abelardo, por ejemplo,
no poseía licencia.

Pero al convertirse por evolución el canciller en un funcio-
nario de alta categoría escolar, se levantó en Francia el mito de
que, como representante de la Iglesia, los maestros que desearan
para su lucro particular enseñar fuera de los muros catedralicios
debían obtener de él un consentimiento que, más tarde, se cono-
ció con el nombre de licencia docendi. Es decir, que los maestros
libres requerían un permiso semejante al de sus colegas que, por
un sueldo, daban clases en la escuela episcopal: el visto bueno
del canciller.

Fue esto una clara usurpación de poder, pero la Iglesia era
lo bastante sagaz para fomentar la creencia y, finalmente, para

Historia, diplomática y archivística. Contribuciones dominicanas 43

hacerla cumplir. Las ideas medievales suponían que cualquier
cosa que fuera a ser hecha –o, incluso, a ser pensada– requería la
autoridad de un poder superior, en este caso la Iglesia.

Y así surgió la costumbre de que el canciller concediera un
permiso formal a los maestros que, por su cuenta, abrían escuela
en la vecindad de la iglesia catedral.

Segunda etapa

El camino más fácil y práctico para obtener este consenti-
miento era sobornar al canciller. Este aprovechó la oportunidad
para lucrarse. Si el maestro iba a ser pagado por sus alumnos:
¿por qué no cobrar él a su vez por la concesión de la licencia? La
simonía fue institución francamente reconocida por la jerarquía
medioeval de la Iglesia, a pesar de las violentas reacciones de la
Santa Sede. Si el canciller poseía conciencia podía exigir la evi-
dencia de que el pretendiente tenía algún conocimiento de las
materias que se proponía enseñar. Tal prueba revistió usualmen-
te la forma de un testimonio del maestro bajo el cual el antiguo
estudiante –entonces candidato a profesor– se había preparado.
Pero con frecuencia la única garantía exigida era el pago del
derecho a la enseñanza.

Gradualmente, en el norte de Europa tomó cuerpo la cos-
tumbre de optar a la licencia y se hizo fija. Los hombres que
deseaban enseñar encontraron ventajoso poseer tal autoriza-
ción. Era un sello, una marca, y además les permitía situarse en
el plano de los maestros de la escuela catedrática y poder atraer a
algunos alumnos de los que, en cantidad, se precipitaban a tales
centros docentes.

En el siglo xii los cancilleres se van enriqueciendo al multi-
plicarse el número de maestros y, con eso, el de autorizaciones
expedidas. Pero los profesores de aquel tiempo no contaban
entre sus alumnos más que con pobres muchachos famélicos
de quienes poco provecho económico podía sacarse y, en cam-
bio, el canciller elevaba los honorarios para la concesión de la
licencia.

44 María Ugarte

Los maestros empezaron a quejarse. Otros, a quienes el
canciller, por arbitrariedad o por razones privadas, rechazaba la
licencia, se unieron a los descontentos. El clamor llegó a Roma.

Tercera etapa

La venta de permisos para enseñar tomó proporciones ver-
gonzosas. Esto está demostrado por las prohibiciones proceden-
tes de los altos poderes eclesiásticos. Ya en 1138 encontramos
que en un Concilio celebrado en Londres se prohíbe la crecien-
te práctica de vender tales licencias. (Sancimus praeterea, ut si
magistri scholarum aliis scholas suas locaverint «regendas» pro precio,
eclesiasticae vindictae subiaceant).

Obsérvese que no se emplea aún la palabra licencia. El
primero que denomina así al permiso de enseñar fue el papa
Alejandro III, precisamente en el documento dirigido a todos
los cancilleres de las escuelas de Francia en 1170-1172,en el que
prohíbe, bajo pena de castigos eclesiásticos, solicitar cualquier
clase de honorarios en relación con la concesión de una licencia.
(Subanathematis interminatione hoc inhibere curetis ne qui dignitate illa
si dignitus licentia docenti alios ab aliquo quidquam amodo exigere
audeant vel extorquere; sed eis districte precipiatis ut quicumque vir ido-
nei et litterati volueront regere studia litterarum, sine molestia et exactio-
ne qualibet scolas regere patiantur, ne scientia de cetero pretio viadeatur
exponi, que singulis gratis debet impendi).

El papa Alejandro III fue un reformador genial con ideas
poco comunes, en la época, sobre el pecado de la simonía. Claro
es que esta costumbre de exigir honorarios era tan inveterada
que se dio el caso de que el canciller de París extendió una pro-
testa en la que pedía respeto para sus derechos creados.

Algo más tarde, en el tercer Concilio de Letrán, en 1179,
fue dado un importante paso más, consecuencia del anterior,
en el proceso de la historia de la licencia. No solo se prohibió
a los maestros directores de las escuelas eclesiásticas –los canci-
lleres– tomar honorarios por la expedición de la licentia docendi,

Historia, diplomática y archivística. Contribuciones dominicanas 45

sino que, además, se les exigió de un modo absoluto conceder
licencia a cada candidato preparado convenientemente. (Pro
licentia vero docendi, nullus omnino pretuim exigat, vel su obtenter
alicuis consuetudinis ab eis qui docent, aliquid querat, nec docere que-
mquam qui sit idoneus, petita licentia interdicat. Qui autem contra
hoc venire presumserit, ab ecclesiastico fiat beneficio alienus. Dignum
quippe esse videtur, ut in Ecclesia Dei fructum sui laboris non habeat,
qui cupiditate animi dum vendit docendi licentiam ecclesiasticum pro-
fectum nititur impedire).

De este modo se impuso la idea de una prueba de competen-
cia –seguramente un examen– que sustituyó la simple compra
del derecho a ejercer la enseñanza.

Se le quita al canciller el negocio lucrativo de vender licen-
cias, pero se le concede de un modo legal la completa dirección
sobre todas las escuelas de la diócesis y el derecho a juzgar la
aptitud de los candidatos a maestros. Privilegio este último de
enormes consecuencias, pues motivó una lucha entre el canciller
y el gremio de maestros, lucha que da el ímpetu final y necesario
para el desarrollo de la universidad. Estas disidencias fueron
hábilmente dirigidas por los papas en beneficio propio –según
veremos– pues al conceder su protección a los gremios escolares
los ponían más y más bajo el control pontificio.

El propósito de Alejandro III al extender los decretos cita-
dos fue, sin duda, además de impedir la simonía, mantener la
libertad de la licencia y el derecho de los estudiantes pobres a la
instrucción y, en general, establecer el control del canciller en
las escuelas catedralicias, diocesanas y de las iglesias. La acción
de estas determinaciones pontificias se hallaba dentro del radio
de influencia del canciller, pero solo afectaba de un modo indi-
recto a la creciente corporación de maestros. Estos no estaban
autorizados todavía a tomar parte alguna en la concesión de la
licencia. Su preponderancia posterior les impulsa a solicitar una
intervención, por lo menos parcial.

Desde ahora, el control del canciller, por una parte, y el de-
recho del maestro competente a una licencia gratuita, por otra,

46 María Ugarte

forman las bases del sistema educativo francés. La universidad
fatalmente ha de estar supeditada a ellas.

Cuarta etapa

A finales del siglo xii y principios del siglo xiii se produce
el fenómeno de la aparición de las universidades. Los gremios
escolares habían adquirido por sí solos una fuerza y un desen-
volvimiento extraordinarios. Pero la posición del Canciller en
cuanto a la concesión de la licencia mediatizaba su absoluta
independencia. La situación se presentaba así:

Los studia generalia, creados por las universidades o gremios
escolares, preparaban a sus alumnos para futuros maestros. Mas
para ejercer la enseñanza era requisito indispensable poseer la
licencia docendi, diploma –como llamaríamos hoy– que solo los
cancilleres podían otorgar. (No hay que olvidar que en la Edad
Media el hecho de obtener un grado académico en cualquier
ramo de la enseñanza significaba poseer capacidad para enseñar
y tener derecho a ejercer el magisterio).

Es decir: no solo no dependía de la universidad la concesión
de los títulos académicos, sino que hasta 1212 no se permite al
cuerpo magisterial del studium intervenir en lo más mínimo en la
prueba de competencia necesaria para dar remate a los estudios
con la obtención de la licencia.

La universidad surgió sin otras ambiciones que las pura-
mente culturales; no trató de conceder títulos por su cuenta –la
tradición del monopolio del canciller estaba ya demasiado arrai-
gada–, sino que, a medida que el tiempo pasaba, exigía que el
voto de los profesores tuviera fuerza en el momento del examen
para la obtención del grado.

Es lógico que se produjera una lucha entre el canciller y la
universidad. No fue únicamente la cuestión de la licencia lo que
creó la enemistad entre ambos poderes, aunque sí la que la pro-
longó. El control que el canciller ejerció sobre los maestros antes
de crearse la universidad y en algunas décadas después de su

Historia, diplomática y archivística. Contribuciones dominicanas 47

surgimiento, no estaba limitado, como en tiempos posteriores, a
conferir los grados académicos. Con los privilegios eclesiásticos
que le asistían podía no solo conceder o rechazar la licencia a su
propia discreción, sino también despojar a un maestro de ella
o a un escolar de su escolaridad. Fue, tanto como el jefe de las
escuelas, un juez eclesiástico. Se consideraba el iudex ordinarius
de los escolares, reforzaba sus juicios con la excomunión y po-
seía una prisión especial para los díscolos. Reclamaba, incluso,
el derecho a redactar ordenanzas para el gobierno y disciplina
de la universidad. Y, sin embargo, no tenía posición en el gremio
magisterial. Como canciller nunca fue miembro de la universi-
dad. Ejercía sus poderes al margen de la misma institución. Y su
ambición le llevó al extremo de exigir a los maestros un juramen-
to de obediencia a su persona.

Los escolares, ante tal estado de cosas, apelaron de nuevo
a Roma. Y sucedió que el papa, con el instinto infalible que se
marca en esta época de su historia, ayudó a la universidad de
maestros y se volvió contra los esfuerzos del canciller por obsta-
culizar el crecimiento del naciente organismo. Inocencio III en
1212, en una bula dirigida al obispo, al deán y al archidiácono
de Troyes, les requiere a obligar al canciller de Nuestra Señora,
por medio de su autoridad eclesiástica, a reparar las injusticias
hechas a los maestros. Relaja las obligaciones impuestas por
los juramentos tomados y los prohíbe en el futuro. Volvió a
insistir sobre el deber de conceder gratuitamente la licencia
–lo que demuestra que la práctica de la simonía no había des-
aparecido– y ordenó al canciller, sin perjuicio a su derecho de
graduar por su propia discreción, que otorgara licencia a todos
los candidatos recomendados por una mayoría de maestros en
las facultades superiores de Teología, Derecho Civil y Canónico
y Medicina, o por una selección de sus maestros para la Facul-
tad de Artes. De estos, tres eran escogidos por la facultad y tres
por el Canciller. En este documento el papa restringía además
los poderes judiciales del canciller.

La ayuda de la Santa Sede fue, sin embargo, incapaz de
prevenir la renovación de los intentos del obispo y el canciller

48 María Ugarte

para ahogar a la universidad en sus comienzos. Siguieron en
pie las viejas injusticias: se daban las licencias sin consultar a
los maestros, se hacía caso omiso de la opinión de ellos cuando
recomendaban a sus alumnos, se encarcelaba de un modo veja-
torio, etc. Volvió a quejarse el gremio escolar y de las bulas de
1219 y 1222 se desprende que los obispos y el canciller forzaban
todos los resortes para evitar que el formidable desarrollo de la
universidad destruyera la autoridad de la antigua Iglesia de París
sobre los escolares en general. Los papas, de nuevo, apoyan a las
universidades y atacan la política obstaculizadora de las dignida-
des eclesiásticas.

El abad de Santa Genoveva concede licencias

El hecho de que el canciller de Notre Dame fuera el único
poder capacitado para otorgar licencia de enseñanza era un
perjuicio enorme para la independencia de la universidad. Todo
el gremio escolar dependía de la arbitrariedad de un solo in-
dividuo. Por eso tuvo gran trascendencia la innovación de que
en París existiera otra fuente de la que los maestros pudieran
obtener su título.

En efecto, a principios del siglo xiii se abrieron escuelas al otro
lado del Sena, fuera de la jurisdicción del canciller de la Catedral y
dentro de la iglesia de Santa Genoveva. Gregorio IX en 1227 reco-
noció el derecho del abad y de sus canónigos a licenciar maestros
en Teología, Leyes Canónicas y Artes. Sin embargo, está compro-
bado –aunque se desconocen las causas– que tal prerrogativa no
tomó incremento más que en la Facultad de Artes. Así, en caso
de disputa con el canciller de Notre Dame, los «artistas» podían
acudir a Santa Genoveva en busca de licencias. En un principio los
títulos de Santa Genoveva fueron concedidos por el abad; en 1255
encontramos una cancillería abacial, a imitación de la de Notre
Dame, siendo su canciller un canónigo nombrado por el abad con
la aprobación de la Facultad de Artes.

Historia, diplomática y archivística. Contribuciones dominicanas 49

Quinta etapa

En el año 1229 los maestros de la Universidad de París se dis-
persaron como protesta por ciertos incidentes de orden público,
en los que se ejercieron represalias sobre las personas de varios
estudiantes. El obispo se puso frente a los intereses de la uni-
versidad y aceptó con satisfacción los procedimientos violentos
llevados a cabo contra los escolares.

Pero el papa, a la sazón Gregorio IX, vuelve a intervenir a
favor de la universidad por medio de una bula expedida en el
mes de abril de 1231. Este documento pontificio que, en los
demás aspectos, es enormemente favorable a los escolares, no
lo es, sin embargo, en la cuestión de las licencias. En efecto, las
disposiciones en vigor daban mayores poderes a los maestros
que los estipulados en tal bula por la que el canciller debía úni-
camente consultar a los maestros antes de conceder una licen-
cia, habiendo jurado, al tomar posesión de su cargo, ejercer sus
poderes de «buena fe y de acuerdo con su conciencia», mientras
que en los tiempos pasados estaba obligado a expedirla siempre
que ello fuera solicitado por una mayoría de la facultad o de los
examinadores.

Realmente, en esta bula los estatutos anteriores no fueron ni
expresamente confirmados ni expresamente abolidos, y la ambi-
güedad en la cual quedó el asunto dio amplio campo a diferentes
interpretaciones y disputas.

Esta lucha entre el canciller y la universidad solo termina al fi-
nalizar el siglo xiii. Entre los episodios más salientes está el conflic-
to entre la universidad y el canciller Felipe de Thori (1280-1290),
quien renovó la petición ilegal de un juramento de respeto a las
prerrogativas de la Iglesia de París. Además había licenciado a un
candidato regio, el hermano del rey de Aragón, sin consultar a los
maestros, y de un modo arbitrario rechazaba la licencia a los estu-
diantes debidamente preparados. Sobre esto, el canciller, en vez
de escoger para la asistencia a los exámenes a maestros regentes
acreditados por su antigüedad, seleccionaba los más jóvenes por-
que, según él, los ancianos desconocían «las modernas opiniones

50 María Ugarte

y habían olvidado las viejas». El canciller se defendía acusando a su
vez a los maestros de resistirse a su autoridad judicial, de prohibir
a los alumnos asistir a sus clases de Teología y de encaminarles a
Santa Genoveva para la obtención de la licencia.

Y en el curso de esta lucha la universidad llegó a un extremo
de audacia que no había tenido precedentes: en esta ocasión,
y solo en esta, intentó hacer caso omiso del canciller de París y
eligió un canciller propio para expedir las licencias. No se posee
el juicio final de la Santa Sede sobre todos los puntos de tal plei-
to entre el canciller Thori y la universidad, pero en este último
extremo, el referente a la concesión de las licencias, los derechos
del canciller fueron absolutamente vindicados: se anularon o
invalidaron los grados dados por la universidades y el hecho no
sirvió de precedente en lo sucesivo.

Sexta etapa

El sucesor de Thori, canciller Bertrand de Saint-Denis,
mantuvo la discordia con la universidad. Según acusación de los
maestros, persistió en rechazar a los candidatos que, a juicio del
veredicto de los examinadores, estaban debidamente calificados
y continuó sin admitir a examen a los candidatos que los desea-
ban. Y, entre otras irregularidades de menor importancia, había
llevado a cabo un gran tráfico de licencias.

No hay documentos que precisen cuál fue el juicio definitivo
del papa, pero se conoce que en aquel tiempo el canciller deja
de ser el iudex ordinarius de los escolares y la intervención de los
maestros en la concesión de las licencias se establece como un
hecho real.

Al iniciarse el siglo xiv su posición seguía siendo la de una
gran dignidad, aunque más y más eclipsada por las crecientes
pretensiones del rector. Su poder substancial desapareció. Con-
servó únicamente su misteriosa prerrogativa de conferir la licen-
cia y este poder permaneció de aquí en adelante casi tan sagrado
como el del obispo de ordenar sacerdotes; pero se convierte


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