Miedos
Transitorios
(De a uno, de a dos, de a todos)
PÍA BARROS
A ti, por que Abril llegó en febrero
Miedos transitorios
(De uno, de a dos, de a todos)
© Pía Barros, 1986
Derechos Reservados Nº 63.910
ISBN Digital: 978-956-7281-93-0
Diseño de portada:
Hernán Venegas / Patricio Andrade
Diagramación digital:
María Eugenia Morales L.
Editorial Asterión
Fono: (56-2) 22261468
[email protected]
www.asterionediciones.cl
Taller Ergo Sum
2da Edición digital
Santiago, Chile
agosto 2020
Se prohíbe la reproducción de este libro en Chile
A todas las mujeres de mi vida.
Las de mi sangre y las de mi corazón.
Esas que me dieron cobijo y me regalaron
sus idiomas y sus países en tiempo de destierro.
Otras me recibieron con amor,
amistad y trabajo a mi retorno.
Demasiadas ya cerraron sus ojos para siempre
pero aún caminan conmigo.
Ellas saben quienes son.
I PARTE
(De a uno)
1 Abelardo
2 Historias para ventanas
3 Estanvito
4 Apreciaciones
5 Golpe
ABELARDO
A José Randolph Segovia
Se escarbó la muela con el cuchillo de punta fina
con el que cortaba los cueros, el mismo con el que
limpiaba las cañas huecas y delgadas para insertarlas
con mano rápida y segura en los vientres inflados de
las ovejas cuando se metían al campo de alfalfa y se
empastaban. Las ovejas caían de espaldas, inflamadas,
agónicas, pero Abelardo estaba alerta y corría pin-
chándolas una a una, y ellas semejaban globos blan-
cos sin amarras que perdían el aire de repente con un
silbido profundo, salpicándose de la sustancia espesa
del pasto masticado.
Poco a poco fue soltándola por las orillas, con pa-
ciencia, atento a los crujidos leves y cortos, premuni-
do de la misma decisión con que volteaba a los ter-
neros para aplicarles el hierro candente. Adelantó
algo más la punta del cuchillo haciendo palanca hacia
abajo. La cara tendió a crispársele, pero él era hom-
bre y no se quejó.
La boca se le llenó de sangre dulzona y escupió en
el suelo. El irregular círculo rojo con bolsas de saliva
le atrajo y se quedó mirando la lentitud de la tierra
para absorber la mancha. Luego, sólo fue visible la
circunferencia húmeda.
Estaba observándolo cuando escuchó el ruido de
ramas y el tono de amenaza de los dos hombres que
empujaban al muchacho aunque no pudo descifrar
las palabras.
Entonces, respiró hondo y contuvo el aliento
mientras iniciaba el ascenso del cuchillo por el lado
opuesto al anterior. Apretó los ojos y manipuló sua-
vemente. Baba y sangre empezaron a deslizársele por
las comisuras. Abrió los ojos y distendió los múscu-
los para descansar un instante. Abajo, los dos hom-
bres golpeaban al muchacho que intentaba defender-
se buscando la posición fetal.
La muela estaba suelta y ya podía moverla con la
lengua. Quedaba poco. Él lo sabía porque el último
año había usado el mismo procedimiento otras cua-
tro veces. Puso el cuchillo vertical tratando de encon-
trar una de las raíces. Esperó. Respiró hondo un par
de veces, aguardando el valor que reconocía en el la-
tido apresurado del pecho. La mano callosa se le
humedeció.
Inspiró profundo, conteniendo, pero el grito ajeno
le sobresaltó y sin darse cuenta, la muela le hizo peso
sobre la lengua.
Abajo, el muchacho debilucho se encorvó para
caer lento, como en esas películas que viera cuando
podía bajar a pueblo. El más alto lo empujó con el
pie para verle la cara. Recogió la gorra que se había
caído con el gesto.
Abelardo escupió en su mano izquierda y con la
derecha separó la muela de la saliva y la sangre y la
sostuvo entre sus dedos. Era grande, de las de más
atrás, de esas no se había sacado nunca, por eso le
costó tanto que el grito del muchacho y el crujir del
maxilar y la raíz se habían mezclado. Ahora tendría
que succionar la herida con la lengua hasta que la
sangre perdiera el gusto agridulce, porque tenía pus,
eso Abelardo lo sabía.
Los hombres de abajo gritaban algo al muchacho
encorvado en el suelo, pero este no se movía. El de
la gorra bajita le dio un par de patadas en las nalgas.
El muchacho no se movió. Los dos hombres conver-
saron algo y el más alto lo cogió por los sobacos y el
otro por los talones. Lo cargaron por la colina hacia
la playa.
Abelardo pensó en los huachos de la medialuna,
cuando se ponían difíciles él
les ensartaba la picana en el culo y se paraban lige
rito. Pero no era asunto suyo.
Succionó nuevamente y escupió apuntando hacia
el arbusto de cicuta, observando el deslizarse del es-
cupitajo hacia la tierra.
Ya habían llegado las tres figuras hasta las rocas y
mojados hasta la cintura empujaban al muchacho. Se
les devolvía flotando, extrañamente boca arriba…Por
fin una ola lo arrastró mar adentro.
Abelardo escupió por última vez y se encaminó al
rancho.
Para la mañana, tenía el rostro inflamado, un ojo a
medio cerrar y la fiebre le hacía ver borroso el con-
torno de la mesa y la montura. Los adobes de la pie-
za amenazaban aproximándose y alejándose.
En la tarde, el paso tambaleante y el miedo ensilla-
ron la yegua que lo llevó hasta el pueblo. En la entra-
da del policlínico un niño trató de venderle un diario
en donde la fotografía de un joven se le desdibujaba
con los latidos del hueco dejado por la muela. El dia-
rio decía que el cadáver había aparecido en la playa,
un suicidio.
Pero Abelardo ponía la punta de la lengua en el
orificio y el grito le hacía perder la compostura, él era
hombre, bien macho, qué iba a decir la gente en la
sala de espera… La pus y la fiebre le hacían latir el
rostro adolorido. No compró el diario, porque ade-
más, Abelardo no sabía leer.
HISTORIA PARA LA
VENTANA
“Tomémoslos en su oficio,
en su familia, en su clase,
en su país y midamos
con ello su servidumbre…”
JEAN PAUL SARTRE
Hay que ir, rápido, pronto estará oscuro del todo y
no podrá ver el acercamiento del cigarrillo y el color
de la camisa limpia que trae puesta.
Empezó hace mucho, cuando se desvestía presu-
rosa intentando no romper la secuencia lunes-vier-
nes. Lo vio aunque fuese sábado y las monjas no es-
tuvieran y sólo su padre y el resto de la familia conti-
nuaran esa alicaída ritual sobremesa de campo en el
verano. (¿Seguirá subiendo el dólar?... Ese cuento de
los desaparecidos me tiene hasta la coronilla...).
Lo vio desde lejos y se zambulló en las sábanas
con el temor de que descubriera el recién estrenado
sostén que se quitó bajo las ropas de la cama sin
apartar los ojos de esas pupilas que se le adherían a
través del vidrio.
Ha aprendido el lenguaje silencioso de sábado a
domingo, verano a verano, quitándose las ropas len-
ta, (un verano hasta el sostén) y a espiar curiosa la
reacción del muchachito que crece tras el cristal
siempre manchado por las últimas lluvias.
Luego ha sido desnudarse por entero y quedarse
así, a merced del desconocimiento y el temor. Otro
verano, adivinarse centímetro a centímetro la piel que
le escuece al sentir que la observan y palparse con
deleite la curva del seno ante la brasa del cigarrillo
adolescente.
En el colegio acostumbraba sonreír sin motivo,
lejana, con la sensación de que todo podría sospe-
charse y ya no le pertenecería. Deambulada nuevas
caricias, innovaba para llegar el sábado hasta los ojos
que se acercaban cada vez más, porque ahora mucha-
cho, brasa y cigarrillo se apoyaban sobre los palos de
la verja. Ella descendía los dedos, paseaba sobre el
borde del calzón y jugaba a inventarse, a ser cabalga-
da por esa tácita convención de silencio en la venta
na.
Ha visto el pantalón tensarse una vez y esa ha sido
la recompensa esperada cada sábado, lo soñado de
lunes a viernes entre hábitos negros y pasos sigilosos,
entre genuflexiones y cruces aterradoras a la cabece-
ra de la cama.
Su yegua ha tratado de encontrarlo entre las espi-
gas y ese vaho deformador del horizonte que ostenta
enero como un símbolo. Siempre está lejos, rodeado
de otros peones que palean el trigo o encierran las
vacas. En la distancia, sus ojos la retenían la replega-
ban a su sitio tras la ventana y la oscuridad.
Silvia come poco y rápido. Espera luego en su
cuarto las pisadas que harán crujir las ramas. Lo ve
apoyarse, buscar en los bolsillos, encender un cigarro
y ella entonces puede empezar a desnudarse, esta vez
incluir el calzón, los dedos rozando el vello del pubis,
los ojos aferrados al cristal esperando los pequeños
movimientos de los músculos faciales que la harán
detenerse, continuar o languidecer.
Un gesto nuevo la hizo tenderse en la cama, las
piernas abiertas al cristal, los dedos temblorosos…
Un asentimiento enérgico la obligó a explorarse por
primera vez (monjas-cruces-internado-infierno), y
ahora no importó. Un gemido débil se le escapaba, y
él, al otro lado, se llevó un dedo a los labios adivi-
nando el error. Ella calló ante el mandato. Unas go-
tas minúsculas resbalaban por sus sienes. El la obligó
a proseguir entre recuerdos de cruces delatoras y
monjas devastadoramente negras. Lo vio y se vio es-
tremecer en la retina negra a través de la ventana,
con el pitillo colgando de los labios y las manos
fimemente asida a la cerca.
Mamá pregunta si ha pasado mala noche. No, es
que como se acercan los exámenes… Si, ya serás
toda una señorita, hasta irás a la Universidad…
No había contado con eso. Un año fuera, sin la
ventana, sin el cigarrillo, sin esa presencia que la re-
trocede al secreto de su fuerza. Papá dice que marzo
se acerca y que tiene una sorpresa… Ella tiene ganas
de gritarle que no se moverá de la casa sin la ventana,
porque ahora los días son augurios de la noche tibia
y soñarse el peso de un cigarrillo que trae todo…
Los primos, su cumpleaños y reunidos en el living,
con esa enervante costumbre de alargar la sobremesa
aferrando hasta el último hálito de los invitados, por-
que todos serán el obligado comentario de los atar-
deceres en que no hay más que cerros y verde, hasta
que algo los vuelve a atraer y se truequen los hechos,
por otros “¿Te acuerdas…?”
El primo Alberto la ha seguido hasta el cuarto y la
sorprende desvistiéndose ante la ventana. Le besa los
pechos y ella horrorizada abraza los ojos al cristal y la
brasa que desciende un poco en la comisura, sor-
prendida como ella, estática, vejada… Es el primo
que recorre con los dedos el borde de su ropa inte-
rior y abre sus pantalones para mostrarle algo que la
asusta y desconcierta… Lo aparta, porque él no es el
muchacho del cigarrillo, “Se lo diré mañana a papá”.
“Total no importa, dice tu papá que tomarás el avión
mañana en la noche, es una sorpresa que te hace fal-
ta, eres tan niña y no tienes mundo… se lo vas a
agradecer después, cuatro años en Europa para estu-
diar…” Pero el primo Alberto es empujado hasta la
puerta.
Aterrada, sin ventana, sin el cristal manchado de
lluvias anteriores… Un nuevo cigarrillo se enciende
tras el vidrio. Cuatro años es toda una vida, casi
como si nunca más…
Desnuda, sin el breve calzón se recorre con ur-
gencia. Los pezones le arden…Se acerca al cuadrado
transparente y lo abre de par en par. El mira pregun-
tando en la espera con los ojos y ella asiente.
Entonces, con dos zancadas, brasa, cigarrillo y mu
chacho llegan hasta su piel. De cerca tiene un vago
olor a cebollas, ajo y sudor, pero no importa: cada de
talle lleva años de suposiciones y atisbos de certeza.
El cubre su boca al penetrarla para ahogar el queji
do.
Por la mañana, revolviendo con desgano la taza de
café de su desayuno, dice:
-Papá, creo que deberías despedir a Juan Avellane-
da…Lo sorprendí espiándome.
–¿Estás segura?
(Aprieta los labios, quiere llorar…).
–Sí, estoy segura.
Mientras cierra las maletas mira el cigarrillo que se
consumió y dejó su rastro de ceniza y surco negro en
la madera de la mesita de la noche.
Toma las maletas y sale.
La ventana la deja abierta.
ESTANVITO
A Estanvito se le juntan los dedos de os pies, me-
jor dicho se le pegan y cuando se saca las botas, utili-
za un cuchillo para despegarlos. Cuidadoso, separa el
pulgar del índice y así sucesivamente raspando los
residuos blancos que a su vez se cuelgan al cuchillo
que él limpia con la uña para después oler o lamérse-
la. Estanvito piensa que total es transpiración de su
cuerpo, un poco sólida, pero suya, eso sí.
Se llama Estanvito porque en la única película que
vio su madre había un actor de nombre Stan y una
vez escuchó hablar del Baile de San Vito y aunque no
tenía ninguna estampita, ella le rezó mucho porque
anhelaba tener un hijo bailarín.
Estanvito es un hombre grande, tanto que cuando
acaricia a los niños se le pierden los rostros bajo las
manazas.
Estanvito fue a la Básica y punto, y no pasó a ma-
yores porque no pudo hacer el servicio militar.
Su trabajo consiste en cuidar el jardín y otras ta-
reas menores. El esmero lo pone en las flores amari-
llas, porque el hombre dice que traen buena suerte y
“Hoy tengo algo entre manos, así es que dame una
flor amarilla”. Los otros colores no le preocupan, es
por eso que las rosas blancas se ha puesto algo opa-
cas, pero ya lo va a remediar.
Los muchachos son buenos, aunque hagan bro-
mas a veces. Todos sonríen, le dan palmetazos en la
espalda y cuando algo sale mal, confían en él y Es-
tanvito se lleva el problema atravesando la calle hasta
el depósito. Siempre usa la carretilla grande y lo cu-
bre de flores rojas, blancas y de las otras: las amarillas
no, las reserva para él y los muchachos, y algunas
especiales para el hombre grande. A Estanvito le dan
las bolsas selladas y e gusta su trabajo y algunas veces
los muchachos lo invitan a andar en las camionetas y
se siente importante y va muy derechito, con los ojos
fijos en la ciudad interminable. Una vez ayudó a su-
bir un problema, pero le dio despacito en la nuca y se
hizo el frágil y quedó en calidad de problema defini-
tivo sobre el piso de la camioneta. Los muchachos se
reían y también hicieron bromas, pero le ayudaron a
cargar la carretilla.
Estanvito a veces escucha gritar a los problemas
dentro de la casa, porque las bromas de los mucha-
chos se ponen pesadas. Pero siempre es cuando se
está haciendo tarde y él no puede quedarse porque
tiene que ir a casa a preparar la comida. A él le gus-
tan mucho los bistec con arroz y en la época del to-
mate, hace grandes fuentes para agregarle al bistec.
Estanvito va al parque los domingos y aunque no
hay muchas flores amarillas, le gusta jugar con los ni-
ños y subirlos a sus hombros, y cuando está su cole-
ga, puede pedirle la carretilla y subir a todos los ni-
ños que quepan y correr de un extremo a otro del
parque con su carga risueña y alborotada. Los niños
lo quieren mucho y le esperan sentados en el primer
banco de la plaza tempranito cada domingo.
A él no le cansan los niños y esa carretilla no pesa
nada, no como cuando lleva problemas, que le trans-
piran tanto los dedos de los pies y debe separarlos.
Los despega con el cuchillo. A veces también le su-
dan las manos cuando las bolsas se rompen y algo
escapa por los huecos abiertos, y el los cubre con
macetas de flores.
Los niños lo aman. Son tan hermosas las flores.
Estanvito nunca fue bailarín, pero no se arrepiente.
Con la sonrisa abierta, cruza hasta el depósito.
Luego va al parque con los niños.
Estanvito no pasó a mayores porque no pudo ha-
cer el servicio militar.
APRECIACIONES
“Fuchá pun Ngenechen Mapuche fuchá pun
ká kimlafui feisshi relosh
kuifiki Mapuche huelén huinca yen”
ANELAMAPUNTRAUN – Fragmento – Bruno Serrano
“Los antiguos Mapuches eran libres
No necesitaban el reloj
ni el dolor que el extranjero trajo”
(Parlamento para Recuperar la Tierra
Fragmento- Bruno Serrano)
No hubo grito, sólo el chasquido, o tal vez ese su-
surro de carne abriéndose, de entraña receptando a
la intrusa con el estupor de lo inesperado.
Creo que en ese instante que la vimos.
Era un punto a lo lejos, algo oscuro deslizándose
por el cerro hacia abajo, algo negro con estropajos
coloridos en el pelo, resaltando entre el amarillo des-
ganado del trigo en verano.
Nos quedamos quietos, acechantes, aguardando
sin miedo a que fuese distinto, a que el trigo se cerra-
ra y fuera otra vez la masa ondulante al calor, el in-
menso lago dorado en el que se pudría la mirada.
Ella bajaba en una línea que parecía trazada desde
hace mucho, conocedora de cada declive, de cada te-
rrón oculto.
Pensé en las arañas, las del poto colorado, las del
peligro y la leyenda, las de las brujerías y el filtro p’al
amor de la Ermina acuclillada sobre el brasero mi-
rando quemarse el futuro con ojos lagrimeantes.
Pensé en las arañas agarrándose a sus faldas, o tal vez
agazapadas en el temor, o cómplices ancestrales de
sus manos cobrizas engavillando.
Le clavamos el desconcierto desde lejos, sintiendo
que el calor producía desfiladeros en las frentes por
donde corrían las gotas que pegaban el polvillo
cosquilleante a la piel. Los hombres se rascaron la
transpiración.
Caminaba en un deslizarse breve entre trecho y
trecho, sin pausas, rápida silueta perfilándose en el
calor que derretía el paisaje.
Pensé también en los piojos que siempre tenía esta
gente, resbalándose sobre el sudor, achicharrados en-
tre el pelo y el pañuelo que le cubría la cabeza.
Avanzaba erguida. No sé, pero creí en ese instante
que la hosquedad de sus ojos sometía al trigo que se
abría y se inclinaba para darle paso.
Fue llegando, los hombres se miraron las manos,
las botas, cualquier cosa que los apartara de allí. Tuve
que recordar a la fuerza la infancia que se desprendía
de la lluvia en el amplio verde del sur.
La visita prohibida por la fusta de mi padre a “esa
gente sucia y de mala vida”, la atractiva mala vida de
la Ermina insondable junto a su brasero portador de
futuros y males de ojo…
Ya estaba sobre nosotros. Depositó su mirada ho-
rizontal sobre mí. Adiviné el odio resignado, ances-
tral. Minutos antes, la misma hondura en el indio,
esta certeza irritante de que traía las distancias clava-
da en las pupilas.
Después, ella quitó la manta de su hombro y la
desdobló en el suelo, junto al cuerpo del indio. Lo
giró para que quedara boca arriba sobre la manta.
(Recuerdo que tenía tierra entre los dientes). Luego,
lo envolvió en la tela de dibujos geométricos negros
y blancos y amarró las dos puntas con un cáñamo
fuerte. Anudó ambos extremos del cordel y los cruzó
sobre su pecho, como si se atara con correas al ara
do… Empezó el ascenso arrastrando el bulto peno-
samente a través del trigo.
Ni una sola vez se dio vuelta.
Se fue convirtiendo en un punto acarreando el ca-
dáver del indio por la lejanía amarilla.
Los hombres no hablaron hasta mucho tiempo
después, en el cuartel.
Observé las espigas del sendero dejando, algunas
manchadas por las gotas que se filtraban de la manta.
Las delgadas cañas, trabajosamente fueron vol-
viendo a su posición vertical.
El calor deshizo el punto negro. Volvía a ondular
el lago amarillo.
El sol, descolgándose afilado, convirtió las man-
chas de las espigas en una estela difusa.
Se lo prometo, mi capitán, Ninguna huella.
GOLPE
–Mamá, dijo el niño, ¿qué es un golpe?
–Algo que duele muchísimo y deja amoratado el
lugar donde te dio.
El niño fue hasta la puerta de la casa. Todo el país
que le cupo en la mirada tenía un tinte violáceo.
II PARTE
(De a dos)
A mamá, Helena, Natalia, Abril…
1 Sin ojeras
2 Acechos
3 Los veranos Provisorios
4 La tarde del niño
5 Ventanas
6 Los caballos son invento de los gringos
7 Zaguán
SIN OJERAS
A Oscar Vega en Chacabuco.
Sin ojeras, te dije que sin ojeras Amalia, te dije que
fueras linda sólo un día, que me hicieras el favor, que
se iban a juntar todos, los del campamento, no, no
los del verano, los del campamento de allá en el nor-
te, te acuerdas, qué sabes tú Amalia, no sabes nada,
no sabías nada, seguro que por joder no más no sa-
bías nada, te dije que sin ojeras, que bonita, que hi-
cieras como que era algo cotidiano, como comprar el
pan y la leche o el diario bajo la puerta, pero que pa-
reciera sencillo y fueran los panqueques con esa salsa
rara que te queda tan bien, nada complicado, una en-
salada surtida, platos de greda, los amigos de allá y
juntos los dos y sin ojeras, porque ya nadie sigue jun-
to, sabes Amalia, la cárcel, el estadio, el eufemismo
de llamarlo campamento, hacen que las cosas sean
otras cosas, que la rutina no sea lavarse los dientes y
al trabajo, sino una hazaña conseguir pasta de dientes
o algo en que mantenerse ocupados para no sucum-
bir al entorno, como el viejo, sin ojeras, te lo pedí por
favor Amalia, no tienes derecho a ellas porque no te
quedas desnuda y boca arriba mirando pasar por el
techo los gritos que arrebataba cada culatazo, no
despiertas a saltos soñando que es otra noche más y
uno menos, porque somos hombres y estábamos
juntos y yo leía el Reader’s Digest que no era digesti-
vo precisamente, yo sé Amalia que el niño, que los
platos, que el teléfono y este modo que tienen nues-
tras pieles de ya no sorprenderse la una en la otra, lo
sé, ven, deja que te abrace, yo sólo decía, no sé, yo
sólo…es que el viejo era salitrero y el norte y el cam-
pamento que era un pueblo abandonado donde nos
hacinaron como se esconde al hijo tonto de la casa,
él había sido de allí antes, cuando antes era ser joven
y aprender a leer balbuceante mientras se afeitaba los
primeros pelos de la futura barba, y el viejo de nuevo
allí, recordando sindicatos y luchas, incapaz de luchar
contra la humillación de ser prisionero en su antiguo
hogar de reuniones y libros a escondidas, siguiendo
cada letra con el dedo hasta que el tiempo le ayudó a
juntarlas, sí, Amalia, ya sé que se dice práctica, y le
quedó la costumbre de empujar las palabras con el
índice, no sé, Amalia y tu estuviste ojerosa y cansada
y eran mis amigos, tal vez los únicos amigos que he
tenido en realidad, la casa de la viga la llamamos des-
pués, no sé cómo explicarte, era tan duro y a la vez
tan lindo ahora desde el tiempo, y las mujeres em-
pezaron a llegar después, en caravanas atravesando el
desierto con paquetes y cartas y comida y el pan en-
durecido, los ojos de ellas que rara vez vimos, las
manos, la aspereza de un nombre gritado por el uni-
forme y el designio hermoso de que fuera al compa-
ñero porque el compañero necesitaba la visita de a
segundos a través de la alambrada, al viejo no lo fue
a ver nadie, Amalia, era muy viejo tal vez, o sus ami-
gos estaban muertos, siempre me lo he preguntado,
Amalia, qué pensó cuando se encaminaba a la casa
de la viga que aún no era la casa de la viga hasta des-
pués del viejo, cómo se le habrán ido deslizando por
las arrugas las imágenes anteriores, tal vez estaba
cansado de ser viejo y prisionero, te lo pedí por fa-
vor, Amalia, linda, sin ojeras, juntos los dos, los otros
están dispersos, no llores, nosotros tampoco lo hici-
mos cuando lo encontramos en la mañana, no llores,
deberíamos hablar más, crecer juntos, compartir este
silencio y tus manos callosas de pañales, este silencio
que nos carcome, el mismo que recorrió ese día las
calles del pueblo cuando descubrimos al sindicalista,
al minero, al viejo, colgando de la viga rota de la que
había sido su casa, en la que había aprendido a leer y
hacer el amor, no sé, Amalia por qué es hoy que te lo
cuento, debe ser que vinieron todos y sin decirlo
ninguno dejó de recordar la casa de la viga rota, no
sé, es que en el campamento pasaron muchas cosas y
ahora, después de los años… y yo te había pedido
que estuvieras sonriente y bonita. Sin ojeras, y por
favor.
ACECHOS
A Skármeta
El hombre recoge pausado los platos mientras ella
prepara el café. Es un problema de espacio, piensa,
crear un espacio, falta el aire, te digo que hay que
crear un espacio… Es lo mismo, dice él y la abraza
por detrás y ella deshace el nudo para mirarle de
frente porque tiene miedo y nunca le gustó esperar,
llegaba cinco minutos antes a todas partes, el temor
de ser impuntual, ahora verse a los ojos y darse las
caras y los mitos y los prejuicios y darse tiempo,
Vamos a acostarnos…
¿Podrás dormir?
No importa, vamos a acostarnos…
El apaga la luz de la cocina y las que siguen hasta
el segundo piso. Las sombras se van comiendo los
pasos que dejaron atrás. Tan vez deberíamos dejarle
encendida. No hay para qué allanar caminos, ¿no
crees?... Tienes razón.
Si me desvisto… Hazlo, no podrás dormir si no te
quitas la ropa.
Bruno… no me explicó cómo pasó, esto, si no era
nada, o tal o tal vez mucho, no entiendo, créemelo…
Nunca se entiende, a veces se cree que es grave y
no llegan, a veces no es nada y las calles empiezan a
crujir y las ventanas se invaden de hermetismo y
desencanto…
Abrázame, Bruno… Todo huele a eso, a culpa, y
no sé si está bien así, si lo conseguimos, o qué que-
ríamos conseguir, qué pensamos, Bruno, escucha el
aire, escúchalo, trae sonido ahora, no podría prome-
ter no volver a hacerlo, en realidad, no sé bien qué
hicimos… Tu respiración se oye a tres kilómetros,
creo, la mía debe ser igual…
No te lo dije nunca, pero me gustaban tus pasos
en la cocina y esa forma particular de observarme
mientras hablaba… déjame que quite el brazo, se me
acalambra… nunca explicaste los silencios largos,
pero no lo hagas ahora, no hace falta, ya no… baje-
mos, creo que es mejor…
Haré café…
Está bien, ya se abre la primera puerta, escucha al
barrio despertando al cuestionario seco, no le pongas
azúcar, estuvo bien quemar los poemas… siempre
fuimos los dos en esto… los poemas ¿todos?
No pude hacerlo con todos, guardé el que me es-
cribiste… Deberíamos… no, tienes razón, Bruno,
hay que ejercer solos…
Habla más fuerte, me cuesta oírte.
Una taza se derrama sobre la mesa y el líquido os-
curo deja un reguero humeante hacia el piso.
Estaba recién encerado…
Deja, no limpies, para qué…
La ciudad se calla, las puertas comienzan a ce-
rrarse, los tacones se aproximan. Ella lo mira de
frente. El aire se torna espeso, indeclinable, las gotas
de la mesa audibles una a una sobre la poza del suelo.
Te quiero, dice ella.
No hacía falta, son… No importa, ya están aquí
no pensé…
El sonido irrumpe con estrépito de puertas y vo-
ces descerrajando.
El rostro de ella sobre la mancha de café. Las pre-
sencias dan vuelta los cuerpos boca arriba. El im-
permeable oscuro arroja un papel sobre ellos.
Ustedes se lo buscaron, dice el impermeable.
Nadie cierra la puerta.
LOS VERANOS PROVISORIOS
El tiempo se ha ido agrupando alrededor de sus
ojos. Lo descubre allí, a través de la mesa, en el espe-
jo cruzqueño de la pared. Definitivamente, el tedio
tiene forma de rectas.
Los ojos se empequeñecen hasta formar dos casi
imperceptibles líneas azul-grisáceas. “Como el
acero”, había dicho cuando aún no era tiempo de
finales, frases solemnes, no distancias exactas.
Por entonces los cuerpos estaban hinchados de
niñez y a veces, muy pocas, se escondían tras la leñe-
ra para tocarse los pechos, en busca de ese delirio de
muerte que parecían tener los mayores, cuando se
buscaban para acoplarse bajo el caliente sol del
verano.
Francisco era el más hermoso, con su pelo y mira-
da negros internándose en el bosque. Le gustaba mi-
rarlo cuando por la tarde se descolgaba del cerro a
lomos de su caballo. La nana Carola la dejaba jugan-
do con él, mientras ella se entretenía en corretear con
animal instinto por los corredores de la casona. Luisa
había visto a su hermano perseguirla y tomarla ja-
deante en la sala chica, sitio donde se apilaban los
muebles en desuso. Pero eso no le importaba, prefe-
ría esperar el regreso de Francisco luego de encerrar
las vacas, para ir juntos al lago, retroceder por los
sauces, perseguir conejos, dejar que el tiempo pasara.
El viejo sirviente pone por la derecha (nunca ha
aprendido), el plato con la carne y la ensalada. Luisa
vuelve la mirada al espejo para observar sus propias
rectas, las canas que se reúnen una tras otra en su
cabeza.
Esa tarde, la de la caída, se revolcaron juntos cerro
abajo, rasmillándose los codos, las rodillas, hasta
quedar detenidos entre las espigas. En entreabrió su
blusa y pasó la palma extendida rozándole los pezo-
nes. Sintió que le dolían los pechos y un calor que la
asustaba descendía por su estómago hacia abajo, tan-
to que tuvo que separar los muslos para sentir el
cuerpo de Francisco y la sabiduría del instinto la em
pujó a desnudarlo y se juntaron mucho mientras la
piel se le erizaba para que él, sin jadear, sólo mirán-
dola, mirándola fijo a las pupilas aceradas, la penetra-
ra hasta lo más hondo de sus raíces, allí donde se for-
jaron los gritos que no quiso dar y le crisparon el rostro
con el dolor de comprender y la obligaron a clavar
las uñas en la espalda oscura del hombre con fuerza,
hasta que las misma raíces la hicieron aferrarle el ca-
bello para atraerlo más, porque parecía que se iba a
morir y no quería hacerlo sola, quería que a él le bro-
taran lágrimas para abrazarlo allí, sobre la hierba,
como todos los que habían espiado antes, bajo el sol
enervante de enero, y con una sensación extraña que
le reventaba el pecho y la hacía reír atropellada, ron-
camente…
Las arrugas han descendido de los ojos a las ma-
nos con el paso del tiempo. Extiende una a través de
los cubiertos y platos para tocar la también ajada piel
de su marido. Tiembla su pulso y derrama un vaso
sobre el mantel. Al contacto, él sonríe y entrecruza
sus dedos. Luego se levanta a buscar el periódico.
Luisa siente que se está bien en casa, cuando el cam-
po acecha tras la puerta y las ventanas dejan que se
cuele el aroma aquietador de los naranjos.
“El café, por favor” dice su voz cascada enron-
quecida por el tiempo y los veranos.
“Aquí está, señora”, El mozo encorvado deja una
taza para ella y se acerca con la otra a su marido que,
acomodado en la mecedora lee distraídamente.
Luisa, con gratitud, se devuelve hacia el criado de
chaqueta blanca, para decirle sin recuerdos: “Es todo.
Muchas gracias, Francisco”.
LA TARDE DEL NIÑO
La tarde se vino roja y espesa sobre los techos. La
mujer desabotonó las vestiduras de niño en la cuna y
lo fue despojando lenta, hasta que sólo quedó con el
pañal, pesado de orinas. Ella también abrió un poco
más su blusa. El hombre limpió con el dorso de la
mano el sudor grasiento de su cuello y frente.
Es cuestión de esperar –dijo él observando la acti-
tud extraña de las palomas que empezaron a posarse
una a una y a quedarse inmóviles con el vientre en la
tierra. El perro gimió con la cola enredada en las
corvas.
Nos iba a alcanzar hasta acá dijo la mujer con la
certeza tiznada en la voz desvaída. Luego quitó el
pañal al niño y con una de las puntas secas le limpió
el excremento de las nalgas.
Déjalo así –dijo el hombre.
Ella fingió no oír y siguió pausada la tarea de en
volverlo en un pañal seco.
Tiempo atrás, el hombre hubiera querido hacer
algo, cambiar las cosas, no enfrentar el aire enrareci-
do con la apatía de ahora. Pero el hombre de negro
djo que no, y llamó a las alturas y los miró con miedo
antes de que sus gritos los expulsaran a pasos aver-
gonzados del recinto.
Tiempo atrás, ella hubiera querido ser redimida,
huir hacia lo lejos, empezar, empezar, empezar siem-
pre, hasta que no le quedase ninguna huella de lo he-
cho, nada que persistiera sobre la línea de las distan-
cias. Pero se fue quedando, dejándolo para mañana,
poniendo los cubiertos en la mesa, apagando la luz
para escabullirse cabeza baja en la cama de hombre al
que recorría apurada, quemándose los dedos y la
culpa. Hasta que se le hinchó el vientre y los vecinos
escupieron a su paso persignándose y hubo que es-
capar lejos, siempre más lejos, sabiendo que ningún
lejos sería suficiente.
Después vino el niño, sin dolor, sin gritos, sin co-
madrona. El hombre esperó tras la puerta hasta que
ella dijo “Ven” y él entonces hundió el rostro en el
niño ensangrentado, cortó el cordón con los dientes
y los envolvió en su camisa vieja. Y cuando quedó
tiempo para pensar, cayó en la cuenta de que el niño
no había llorado, que ella no gritó, que casi que el si-
lencio escoltaba cada uno de los pasos que daban a
diario con la intención de perderse uno del otro, con
las ganas de no enfrentar los cuerpos hasta que no
estuviese oscuro y se tragara hasta los gemidos que
no daban por temor a asumir que no era un mal sue-
ño solamente.
El niño no lloró ni cerró nunca los ojos y la mujer
revisó los genitales, entreabrió sus pliegues, contó los
dedos, observó cada recodo de las orejas, las pesta-
ñas, los ojos, buscó una mancha en la espalda, algo
que presagiara lo que ya sabían. Nada. El niño de los
grandes ojos abiertos era normal y sano y la mujer
sonrió a escondidas, porque tal vez no lo seguían a él,
tal vez había sido olvidado y no necesitaría redimirse.
Si tan sólo llorara, ella estaría segura y podría me-
terse en el lecho del hombre sabiendo al niño dor-
mido por primera vez en casi diez meses, con los
ojos cerrados y no necesitaría vendárselos en la oscu-
ridad.
Apenas puedo respirar –dijo ella y el hombre la
miró extrañado de que hablase tanto esa tarde.
El aire rojo impregnó las ropas y los muebles y fue
agrietando los rostros, silenciando las cosas de la tie-
rra. Después el bramido opaco y alargado, y el vaho
viscoso del miedo.
Lo último que vio la mujer del hombre antes de
que las vigas y el muro lo sepultaran, fue la brasa del
cigarrillo acercándose a los labios.
Luego el niño empezó a llorar con un sonido cris-
talino y reivindicador y ella se apartó de la cuna son-
riendo.
Sonriendo salió del cuarto con un paso incierto y
los muros se arrojaron sobre ella.
La noche fue diluyendo el aire, lo hizo suave, lige-
ro. Llegaron los hombres en camiones. Las palas
empezaron a remover los escombros de la ciudad
destruida.
Fue el llanto del niño lo que guió al viejo paso a
paso en la oscuridad de la noche. Tomó al niño y lo
puso entre su piel y la casaca, y volvió al camión se-
gundos antes de que la tierra vengativa se tragara la
casa de los dos hermanos,
En el camión, el hombre vio que el niño cerraba
los ojos y se dormía.
Después, el silencio abrevió nuevamente el espacio.
VENTANAS
Ella se fuma la ventana al anochecer, con la frente
pegada al vidrio y dejando rastro del humo, un largo
olor a nicotina que al descorrer los géneros, parecie-
ra venir de la calle.
Él abre la puerta y la sorprende otra vez, fumán-
dose las noches y las ventanas y ella dice cómo te fue
hoy.
El responde todo está bien.
Ella enciende el fósforo de la comida recalentada y
sonríe y pregunta si prefieres con salsa o sin.
Por la noche, el cigarrillo abre un espacio rojo en
el negro y ella lo presiente. Quiere acariciarlo, volcar-
lo dentro de su vientre, observar el gesto de lejanía
en la convulsión última de la boca entreabierta que se
vendrá a su cuello esperador de ese gesto, porque tal
vez el orgasmo sea ese acariciar poseedora de la nuca
descansando. Pero él dormido, ella en la vigilia
humeante de su más leve gesto.
Luego, ella se duerme.
Antes de que aclare, él despierta, la contempla
aparecer de a segundos, cada vez más nítida, cada vez
más ella y querría rozar con la boca los pezones, el-
pubis, pero podría despertarla, y él vigila el resto del
sueño.
Ella despierta y comparten el desayuno entrecor-
tado de Querría… ¿Qué?... Nada… No es importan
te…
Entrechocar de platillos y tazas y el beso y Hasta
la tarde y él se aprieta mucho a ella, ella se despliega
por él.
Ambos escrutan los ojos buscadores. ¿Todo está
bien? dice el hombre. Todo está bien, sonríe ella.
Cuando el hombre regresa en la tarde, el olor
chamuscado de nicotina y madera le hace buscarla en
la ventana.
Sobre el marco, un cigarrillo apagándose.
La ventana abierta.
El cigarrillo solo, fumándose la noche y los
cristales.
LOS CABALLOS SON INVENTO DE
LOS GRINGOS
Los caballos son de mentira, seguro, como esos
tiesos, inmóviles, con pelos de vaca teñida pegados
para que parezca cuero, pintados color caballo, que
hay para sacarse fotos en el zoológico. En el zoológi-
co hay de todo, hasta un lobo marino grande que se
desespera porque tiene poca agua y mi mamá dice
que es un lobo marino neurótico. Pero en el zoológi-
co no hay caballos, por eso sé que son de mentira,
como las películas que hacen los gringos de marcia-
nos, los gringos inventan cada cosa… Mi papá dice
que los gringos son grandes, pero cabros chicos.
Yo voy siempre a las películas de caballos, y cuan-
do me dejan, las veo en televisión, pero no pueden
ser cierto, tan grandes, tan extendidos al viento, tan
libres… debe ser feo ser tan libre… puro invento de
los gringos tanto pasto y un caballo. Efectos especia-
les creo que le llaman, pero a mí no me van a hacer
leso, uno ya pasó segundo básico, qué se creen…
El Kiko del departamento de abajo dice que una
vez él vio un burro y que debe ser lo mismo. Yo creo
que no, porque cuando fuimos al centro yo vi a un
burro y era chico, más grande que un perro, pero
chico… Y el tío Lucho le dijo a mamá que si se deci-
día yo iba a conocer los caballos… Ojalá que mamá
se decida a que yo conozca los caballos, porque se
me hace que son puras leseras. Al Kiko tampoco hay
que creerle mucho, porque una vez me cambió un
encendedor que no funcionaba por una mesada y
media… y hay que ver que me juró sin cruzar nada, y
me juró por el Benjamín, que es el gato de la portera
que nosotros queremos mucho… y nunca funcionó,
no más.
Mi mamá anda enojada o ensimismada como dice
mi papá con esa voz de serio que pone para las gran-
des ocasiones, y me repite a cada rato “No me mo-
lestes con el temita” Yo una vez la oí por el teléfono
con el tío Lucho y habló de cabalgar y risitas y eso,
pero tampoco hay que creerle, porque fue por lo de
la cocina, yo me acuerdo que había hecho la cimarra
y me escondí en la puerta del lavaplatos, no pensaba
ir a clases y me iba a pasar toda la mañana escondido
porque el guatón Martínez prometió pegarme por lo
de la copiada en Matemáticas… Yo los vi al tío y a la
mamá uno sobre otro y me asusté, pero no era cosa
de salir así como así, porque yo no estaba y aunque
me dio como harta rabia y pena, me quedé quieteci-
to, sorbiendo los mocos y no le conté a nadie…
Todos dicen que en el campo y que cuando pase a
tercer, pero falta un año, y un año es un pantalón
nuevo más largo y las camisas para los pobres, es
mucho tiempo, yo creo, A lo mejor ya estoy como el
abuelito, con arrugas y las manitas tiritonas.
El papá habla de que “ELPRÓXIMOFINDE-
SEMANASIQUEESCIERTO”, que apenas tenga un
tiempito y esos “tiempitos” suenan a chico, pero
debe ser una palabra bien larga porque no llega
nunca.
El tío Lucho dijo que si mi mamá quería nos lle-
vaba al campo, pero yo no quise, porque ahora me
cae mal el tío Lucho y cuando lo veo me dan ganas
de agarrarlo a patadas ahí mismito, como en esa pelí-
cula de vaqueros con caballos, Butch Cassidy, para
que vomite como el del cine y le duela harto, y escu-
pirle de lejos, como el guatón Martínez, que es cam-
peón del curso y de los grandes también en eso de
escupir a distancia…
Dicen que ando en la edad de la joda, pero si yo
no creo en los caballos no es por la joda esa, porque
a lo mejor es como ese “DIOSQUETODOLOVE”
y que les sirve a los grandes para asustarlo a uno
cuando los papás escasean…
Ahora les ha dado con andar a gritos y se dicen
esas cosas que cuando las repito me cachetean, y
“Andas con cara de caballo” le dice mi papá, o sea,
que no es una cosa de olvidarse del temita. Pero mi
mamá no tiene cara de caballo, esos son inventos de
los gringos, y ella amenaza con que “Ya no resisto
más, te detesto, me voy al campo por unos días con
el niño”. Y mi papá “Si sales por esa puerta, no vuel-
vas a entrar” y la mamá dale que a contarle al tío Lu-
cho por teléfono y “Sí, me voy a atrever, hoy si…”
“Si no fuera por el niño…” y yo me estoy sintiendo
sobrante, pelota a chutes y trato de que no se me
note, porque cuando me descubren me dejan todo
pegajoso y estrujado entre los dos y me agarran a be-
sos moqueados y me aprietan demasiado fuerte y yo
ando raro, con una pena atragantada que no me deja
pasar la comida, como cuando he hecho algo malo y
me quedo esperando el castigo y me adelanto solito
las lágrimas de las palmadas… El Kiko dice que yo
soy fanático de las penas a plazos… y qué se yo…
Hoy mi mami hizo las maletas mientras el papá
estaba en la oficina, y era como un aire de tristeza en
la casa y todos apurados, pero no tanto, como jugar a
la escondida deseando que lo pillen a uno, o como
cuando el colegio, o la amenaza del colegio, o el des-
pertador…
Tengo como cucarachas en la garganta y en el
alma antes de que mi mamá me diga lo que no quie-
ro oír “Nos vamos al campo con el tío Lucho”. “No
quiero ir”, le digo pero ella no me escucha de tanto
llanto y sorbeteo y manos ocupadas aglutinando ropa
en las maletas que dejan escurrir por los bordes cal-
cetines. “Eso me queda chico, ya no lo uso” digo,
pero nada. “Irás igual y así conocerás a los caballos”,
dice, “Son de verdad, hasta podrás cabalgar en uno”,
“No quiero cabalgar” le digo acordándome, pero ya
no hay tiempo y me arrastra de un brazo y yo estoy
con miedo, con uno de esos miedos que empiezan en
las rodillas y le hacen temblar a uno todo.
No saludo al tío Lucho, pero él insiste en hacerse
amigo mío hablándome de los caballos y mamá llora
y él dice que son libres, que yo también seré libre
porque viviré en el campo y tendré harto donde jugar
y yo tiemblo de puro para siempre que siento, no de-
partamento, no Kiko del segundo piso, mi púnico
amigo de verdad… y así qué me importa conocer los
caballos sin Kiko para contarle, ni pá, porque esto
huele a no más papá ni nada y yo me pongo a llorar y
mamá me abraza “Todo saldrá bien, no llores” y el
tío Lucho que sobra y me hace bajar del auto y me
habla de ser hombrecito y que cuando grande uno
comprende estas cosas y ahora sí que vas a conocer
los caballos, y a mí que se me atascan las lágrimas y
si, no son invento de los gringos, dice tío Lucho y yo
miro toda la tristeza de un caballo, crines al viento,
un caballo de verdad pero con los ojos opacos y ga-
lopando en un corral.