ZAGUÁN
A Cortázar, por que
USTED SE TENDIÓ A TU LADO
Siempre tener historias persiguiéndonos como
fantasmas delatores de un olvido que no es tal, sino
el más absoluto temor al recuerdo, a la comparación.
Ella–me quito las medias despacio, él–me vuelvo
para arrojar los pantalones y refugiarse en la sábana
con la vergüenza de sorprenderme desnudo-desnuda
por primera vez ante otro-otra-alguien que no quiere
que vea los desperfectos de las huellas, lo absurdo de
ser animal inhiesto, pezones duros.
Eres un cúmulo de histrionismo que yo no te en-
señé. Inclinas la cabeza con el perfil duro y sombrío,
tal vez marcado por otros dedos… la condenación
llega: ha venido al pensarlo, al imaginar esos dedos
cuadrados, largos, que no son él, bajando por la nariz
aguileña, la barbilla, el hueco de los senos, la curva
del vientre, los vellos del pubis, esos dedos de otro
decidiendo, implacable, apenas entreabriéndose el
pulgar y el índice en la orden y ella separando los
muslos, dejando que la despertara a él-otro-ajeno que
no era sino un pasado de dedos y palabras, por eso
tengo que re-correrla lento, fijándose en ese brazo-
que sí le pertenece y las cinco raíces aéreas resaltan
sobre el cuerpo blanco de ella que lo abraza casi vio-
lenta, seducida por otro ajeno que tal vez al estre-
charla como me estrecha a mí, la hacía sentir una du-
reza extraña y presionante buscándola, descendién-
dola a ese otro fantasma, cada vez más muertos en
los recuerdos, cada vez más ellos y ellas…Perseguido
por los ojos claros y seguros, firmes en la tristeza,
ejerciendo el dolor y la amargura que otros acumula-
dos y ausentes le grabaron junto a la melodía de jazz
para que él-yo tenga el impulso sobrecogedor de
desgarrarse en el fondo acuoso de sus pupilas, au-
narme en ese camino de otros, sentirse inútil. Per-
plejo en la búsqueda de ese escondite que le ofrece
esa vértebra aterciopelada de su nuca, y ella-yo cómo
serían los rasgos de la otra-ella que le marcó el res-
quicio de la lágrima, él-yo no quiere que lo note, y
ella-yo me pregunte cuáles uñas le obligaron a ar-
quear la espalda antes, qué ella a esconder la cabeza
porque presiente-presiento que existe una lejana y
admirable que enseña a aferrar lo que se escapa, sexo
y libertad, otra que tal vez leyó un libro antiguo de
alquimia sustraído de la biblioteca, yo-ella tengo
miedo de que pronuncie otro-otra nombre y cierre
los ojos para embestirla con la ternura del pasado en
mí y ella-yo recite: “la noche quedó atrás, pero me
envuelve…”, ella-yo mirar temblar su labio inferior
con un asomo de llanto confeccionado de ellas-otra,
intensificado en el estremecimiento de ellas-yo ahora
única y sin embargo desplazada, dominada por los
fantasmas de otras-ella, sojuzgada por los recuerdos
de otros-él, y en ese instante de abandono macabro y
ritual, abrir de improviso, sin huellas, los ojos y que-
darse observando las pupilas licuadas en tristeza y
abrazarse lejanos e inmutables, porque lo que hubie-
ran podido dar era lo que otras y otros habían hecho
de él y ella, sin la posibilidad de inventar el error, dis-
tantes, perplejos, necesarios, con el estupor de sor-
prender en el otro y otra, el ansia de desgarrar, mar
carse y… perdonar.
III PARTE
(De a todos)
1 Cuando los patagones cazaban
estrellas
2 Conversos
3 Inspección rutina
4 Los mensajes
5 Frente a Manet
6 Núñez, desde acá
7 El heredero de la sabiduría
8 Los zapatos
CUANDO LOS PATAGONES
CAZABAN ESTRELLAS
“Suprimid el temor al infierno
y suprimiréis la fe del cristiano”.
de: LIBRO DEL CIELO Y DEL INFIERNO
J, L. Borges y A. Bioy Casares
Te queríamos todas, entre la barba del seminario, y
los ojos mistificados que estrenabas para ir a clases y
hablarnos a veces de historia, a veces de religión.
Pensé, entre hálito azul y blanco que me envolvía,
en planes maravillosos que te irían despojando de la
cruz en la solapa, del devocionario, de los pantalo-
nes que te hacían bolsitas en las nalgas escuálidas.
Todas te queríamos para el recreo y tu hermana,
también alumna, adquiría importancia inusitada para
contarnos cosas de ti, olvidada por cinco minutos de
sus anteojos, su aire insulso y la mejor nota en lo que
fuera.
Te queríamos todas, y ti, con los patagones y sus
mitologías… “Las leyendas nacen para explicar lo
inexplicable, como decía Kafka, niñas. En el sur, al
sur del frío y del todo, los hombres las necesitan para
calentarse el alma y la tristeza de ser tan australes”
Y te queríamos al oírte, todo poeta y prohibido y
la Claudia confesó que se masturbaba con el cua-
derno de tus apuntes en el internado y que no daba
abasto para quererte más.
Pero es pecado, dije yo, perdiendo para siempre el
miedo cuando vi que la frase era pura letra y poco
significado de trompetas, llamas y estrépitos de tie-
rras abriéndose. Nada me cogió de los pies, ni incine-
ró mi boca, la palabra pecado perdió prestigio y pare
ce que todas sentimos lo mismo, porque nos arre-
mangamos las faldas y las obsesiones y nos fuimos
pintando silencios unas a otras cuando había que
nombrarte y no queríamos compartir… La Claudia
se masturbó en la más estricta confidencia y algunas
intentamos ese camino, pero nos quedamos dormi-
das de aburrimiento porque nada era comparable a
verte hablando de los patagones o de Dios, y ese do-
lorcito con cosquilleo nos dejaba cansadas e insa-
tisfechas.
Te queríamos, a punto de escapar del filo de los
hábitos negros espiando nuestras reacciones y confi-
dencias, nuestros diarios de vida con tu nombre es-
crito al revés en una ingenua clave para practicar el
egoísmo y ser reservadas.
Te queríamos a ti, con tus patagones, “ellos crea-
ron lo que les hacía falta, niñas, porque a la hora de
las estrellas el frío parecía extinguirlos y por eso so-
ñaron la leyenda, para que fuera verdad si morían esa
noche estrellada o la siguiente…”
Te queríamos, barbudo. Yo te quería con semina-
rio y todo, intuyendo una cárcel similar a la mía, con
monjas celosas y jardineros viejos y asexuados.
Descubrí que me mirabas por la rabia en lágrimas
que mostraba el rostro de la Claudia cuando me ha-
cías preguntas en la clase. El resto fue fácil. Entornar
los ojos como en las películas, humedecer los labios
cuando me ojeabas hipnótico y perdías el hilo “…los
yaganes… ¡perdón! Los patagones vivían de la caza,
es por eso que…”.
Te rezagaste esa tarde y yo te tironeé hasta la pieza
de las escobas y puse en práctica mis juegos… Mu-
chas alumnas en el derrotero de los exámenes fina-
les, nadie nos extrañó, todos estudiando y yo conti
go, primerizos los dos, apurados y torpes, en la pieza
de las escobas.
“Ellos decían que las estrellas eran los guerreros
de la tribu y por eso vagaban la noche, en una eterna
y maravillosa cacería por el cielo: la gran cacería pa-
tagona por la Vía Láctea…”
Te habíamos querido tanto.
“Así el alma era inmortal…” Te vimos derrumbar
la inmortalidad en las dos manos que te cubrieron el
rostro para terminar la clase de los patagones a so-
llozos. No traías la cruz en la solapa.
Yo sabía por qué.
Después, exámenes, vuelta a casa para siempre, no
más vestiduras negras, ni mezclas azul y blanco.
Te queríamos todas, entonces.
A veces veo a la Claudia con su marido y niños en
misa.
No sé dónde estarás ahora en que te olvidamos y
dejamos de quererte, ahora que buscamos desespe-
radamente creer en el infierno para que así exista
reivindicación.
Pero te queríamos todas, te queríamos hasta que
dejaron de cazar los patagones en el cielo.
CONVERSOS
(A Sonia, Sarita, Mireya…)
No es justo, además, ella es inocente.
No correrá, para qué, si ellos la alcanzarían donde
lograra huir. Escoge el blanco, basta de errar los ges-
tos: Vestirse de oscuro es mal indicio. Ostentosamen-
te blanca y limpia, inmancillable. Ester y las otras han
vuelto sus enseres en mantas indígenas y han querido
que las acompañe a Chile.
No, ya es mayor: hace dos días cumplió catorce
años y es suficiente.
Es hermoso y gallardo el capitán. Por eso se esca-
bulló hasta su cuarto. Los corredores, como dijo el
viejo zapatero Isaías, están desiertos y pude entrar
por la ventana pequeña sin ser vista. La madera grue-
sa de la que está frente a la cama deja filtrar los sollo-
zos, las plegarias. Ella, con esfuerzo, lo despoja de las
ropas y mantas, desnudo es hermoso también y la
fiebre le borda con sudor un cuerpo que así tiene el
esplendor de lo brillante. Le cuesta alzarlo para que
beba el potaje de mirra y hierbas… La peste, dice el
doctor a través de la madera, y los sollozos espesan.
Que nadie se le acerque, el Todopoderoso lo ha lla-
mado y mañana al mediar el alba, acudirá junto a
Él… Señora ¿Acaso no confiáis en que la Divina
Providencia colmará de dicha su alma en los cie
los…?
Tendréis que quemar todo, la ropa, la cama… y
luego encender velas al Señor en su nombre…
Pero Raquel no hacía caso. Era fiebre y con el
musgo hervido y los otros pastos iba a descender y
podría verlo pasar nuevamente, tan gallardo en su
uniforme, haciendo sonar los cascos de su caballo en
los adoquines de piedra frente a su casa.
Empuja el vaso hasta el final. Él entreabre los
ojos, pero la distingue apenas, como se diferencia un
sueño del que le precede…
Raquel cubre sus sienes y cuello con musgo fresco.
Poco a poco, la fiebre baja.
Antes de regresar, sabe que no es correcto. Todo
un gentil, sabe que no es bueno, pero desea saber
qué se siente: lo besa suave. Algo de él le responde y
un escalofrío la sacude. Sonriente, silenciosa, cruzó la
puerta pequeña.
No, no correrá. Esta larga carrera de rostros ter-
mina aquí. El anciano ha muerto y sólo queda ella.
Nunca llegará a Chile. El sueño compartido se dur-
mió con el abuelo.
Le costó averiguar dónde vivía. El abuelo no la
dejaba salir nunca de casa y jamás lo hubiese aproba-
do. Raquel debió conformarse siempre con mirar por
la estrecha ventana de barrotes hacia la calle. Ignacia,
extraño nombre el de la señorita.
Bellísima y española por todos sus co-stados, con
un tío Virrey. La trajeron para prometerla oficialmen-
te con el capitán y su sangre castellana le estiraba el
cuello y le hacía alzar la frente. Tal vez por eso, por
que fue incapaz de resistir la humillación y lo consi-
deró una afrenta. Es verdad que Raquel cortó un rizo
del capitán antes de abandonar la habitación pero
sólo para el relicario, como un hermoso recuerdo.
Ella era incapaz de pretender nada de un gentil
hombre…
Pero tal vez por eso Ignacia…
Cuando escucha su nombre y los golpes perento-
rios en la puerta sabe que es tarde para huir, que tal
vez debió hacer caso a Ester, a ese instinto de mile-
nios que había desoído frente al capitán que la buscó
para agradecerle y la sacó hasta la calle para inclinarse
en una reverencia agradecida y la sonrisa que besa su
mano, como si fuera una dama, mientras toda la ciu-
dad murmura y la bella Ignacia en sus aposentos
muerde un bello pañuelo de lino de Francia bordado
por las religiosas de Santa Catalina, porque no voy a
correr ahora que me asusta la voz y el llamado so-
lemne y perentorio del que ordena que abandone mi
casa y me arrastran hasta el caballo y me pasean por
las calles, escuchando el sonido del escarnio (allá, en-
tre los barrotes, sé que están los ojos llorosos de
Isaías), Y sintiendo en la piel el estremecimiento de
repulsión por los escupitajos que me lanzan y ella,
empeñecida sobre el áspero lomo del caballo, con la
venda que a medias le cubre la vista, sucia sobre el
jamelgo sin ásperos, aterrada, sin comprender, (si de-
cís la verdad, no debéis temer), porque le dijo la ver-
dad, que si tenía el rizo, y no se cortó a ras las uñas,
lo olvidó y estaban un poco largas, sólo fueron mirra
y hierbas el brebaje lo jura, nada de magia, y además
estaba la rata, esa que había criado de pequeña cuan-
do el anciano la aburría enclaustrándola, sólo quería
que sanara, lo jura, si, le había enseñado a pararse en
dos patitas para recibir la comida y la ratita la seguía
por toda la casa jugueteando feliz y ahora está allí,
ensartada en la mesa por el cuchillo del hombre de
voz irreconocible bajo la capucha, Ignacia la acusó,
seguro, dijo que ella era bruja y aunque ahora siente
miedo y no sabe lo que le preguntan y resiste días y
días en la oscuridad y el interrogatorio monótono se
repite, las plantas de los pies le duelen y sangran ante
el acercamiento del brasero, y más que el dolor, es
horroroso el olor de la propia carne quemada, ella no
corrió, perdió el instinto de su raza y el potro de tor-
turas no la hace abjurar porque no sabe el significado
de esa palabra, y no voy a cumplir quince años, por el
capitán, por la ratita, por el rizo, por las uñas, por Ig-
nacia… El abuelo y el libro grande leído a escondi-
das y su aburrimiento, porque era preferible entrete-
nerse mirando a la ratita pasar sobre los sacos de
maíz, o el trigo que la hacía resbalar y dar vueltas
alegre, amarás al señor tu dios por sobre todas las
cosas…La vida se le escapa y está convertida en un
guiñapo humano para que su nombre adorne cientos
de años más tarde el Quinto Auto de Fe del Tribunal
de la Santa Inquisición de Lima, porque no pudo re-
sistir el apremio a su ignorancia y murió sin abjurar,
extraña palabra, culpa de Ignacia y su soberbia, y en
ese foso inmundo rezaste a tu dios pidiendo ayuda y
te preguntas por qué a ti. Raquel, por qué no huiste a
Chile si el instinto te lo voceaba en cada poro de la
piel milenariamente perseguida, y te vas muriendo
entre atroces dolores y personas a Ignacia y recuer-
das que mientras te escupían y arrojaban piedras, él
marchaba encapuchado, gallardo, hermoso tras el
paño negro, como una escolta de ignominia y de ver-
güenza, converso por la fe más profunda: el miedo.
INSPECCIÓN DE RUTINA
A Margarita
Cuando metí el dedo no sabía con lo que me iba a
encontrar cuando lo sacara. Era una inspección de
rutina, de esas que se hacen como al descuido, pero
cuidándose mucho de no mostrar ese lado del perfil,
o apresuradamente antes de salir del baño.
Tengo la manía de frotarlo entre los dedos hasta
formar una bolita. Bueno, esa vez miré hacia el paisa-
je que me ofrecía a ventanilla del vagón del metro
(ninguno, como de costumbre), y con la pelotita asi-
da entre el pulgar y el índice entorné los ojos, aflojé
el maxilar (ese gesto distraído y ensayado con preci-
sión), bajé la mano con disimulo y obstruí la visión
de los pasajeros con mi pierna derecha. Friccioné
una y otra vez y nada; la bolita quedaba adherida a
uno de los dedos, Sacudí. Nada. Miré a uno y otro
lado con desesperación.
Fue entonces cuando el hombre subió al carro.
Contó los lugares uno a uno, asintiendo.
Luego detuvo la inspección en mí. Tuvo el desca-
ro de pedir a la señora de enfrente que le cediera su
asiento. La mujer se levantó atemorizada (idiosin-
crasia del país). Cuando él se estaba acomodando yo
aproveché de sacudir con violencia la mano (podía
tomarse sin sospecha como enojo ante la descortesía).
El hombre me observó con detalle. Tuve la sensa-
ción de que esperaba algo. Siempre me han parecido
obscenas las personas que no miran el cuadrado
ne-gro de la ventanilla, ni la publicidad, sino a los
pasajeros.
Él enarcó las cejas. Lo imité. Él asintió. Yo dene-
gué por si acaso, uno nunca sabía con quién se estaba
metiendo. Parecía molesto. Hay cada loco… Traté de
poner la bolita en la boca pero el tipo no me despe-
gaba los ojos de encima y tuve que rechazar la idea
antes de intentarlo.
A estas alturas, la ira me iba ganando terreno: mal
que mal, todos teníamos derecho a sacarnos los mo-
cos si nos daba en ganas, ninguna ley decía “según el
artículo equis de código transitorio, se prohíbe sacar
los mocos en sitios públicos…”
El tipo me miraba. La rabia me tiñó las orejas de
rojo. Tomé la bolita y la pegué aparatosamente en el
marco de la ventana, clavándole los ojos beligerantes.
Él sonrió sacando uno de su nariz y lo pegó junto al
mío. Tuve la certeza de que estaba loco y me puse de
pie. Él se levantó conmigo. “Usted es el hombre”,
dijo. “Sígame”
Alguien que se saca los mocos con esa ausencia de
pudor merecía que lo siguieran. Junto a las boleterías
me entregó un cambucho de papel. “Tome, está
todo”, dijo y se marchó.
Caminé hasta la escala mecánica y al subir, entre-
abrí el paquete. Fajos de billetes me miraron mudos.
Golpeé mi frente con la mano desocupada. Claro, la
chilenada, el paquetito y que otro cargue con el
muerto, seguro que es una bomba, imbécil, me dije,
tendrá tus huellas y traté de soltarlo. Nunca faltan
esas vejetas boyscout, “Señor, su almuerzo” y lo de
volvió a mis manos temblorosas. No se puede con-
fiar ni en la ambición de la gente.
Llegué hasta el edificio. En las plantas de espera
del ascensor escondí el paquete, fingiendo buscar las
llaves. Se abrieron las puertas y corrí desesperado
apretando el botón del décimo.
Procedía a sacarme los zapatos con alivio cuando
sonó el timbre. Era el conserje: “Señor Gómez, esto
se le quedó abajo… y si puede cancelarme los castos
comunes…” “después hombre, mañana…”
Puse al infame cuidadosamente sobre la cama y
me alejé. La espalda chirreaba alcancé a rascarme los
pelos antes de que la gota siguiera la curva denigrante.
Bueno, si no había estallado, algo debía hacer. Abrí
lento y con precaución el cambucho y solté el conte-
nido corriendo hacia el baño. Acurrucado tras la
puerta y envuelto estúpidamente en la más pequeña
de las toallas, esperé el estallido. Pasaron tres minutos
antes de que la sensación de ridículo me rascara la
nuca. Fui hasta la cama y revisé los billetes. Podía pa-
gar el arriendo de diez meses, comprar el departa-
mento si quería… Hice planes, prometí sacarme los
mocos frente a cada ser humano que se sentara fren-
te a mí hasta decidí iniciar campañas públicas en
apoyo a los sacadores de mocos, formar una Asocia-
ción de Sacadores A.G., ocupar la primera plana de
los diarios, un aviso carretero…
Un hombre que pague por eso a estas alturas ya
estaría en el manicomio… En el último fajo, encon-
tré un papelito que decía “VIERNES, 6.30, CUAR-
TO VAGÓN, SEGUNDO ASIENTO DE LA TER
CERA FILA, MANO DERECHA”.
Era una maravillosa tarde de lunes.
Nuevamente me puse los zapatos y salí de com-
pras. Los días de comerlos a escondidas habían ter-
minado. Comedores de mocos, uníos: Venceremos.
En la playa olvidé el mundo.
El jueves el papelito rondó en mi cabeza y pensé
en no asistir. El viernes tomé a las seis el vagón, lue-
go a las seis veinticinco. En el de las seis cuarenta me
saqué los mocos frente a un hombre de sombrero y
paraguas que se levantó asqueado. En su lugar quedó
una ancianita. Repetí el gesto y ella me golpeó con su
bolso diminuto una y otra vez, “Cochino, cochino”;
me bajé en la misma estación de lunes, incómodo
por el bochorno. Me saqué los mocos ante cada pa-
sajero que bajó las escaleras, pero sólo conseguí que
caminaran con prisa desviando los ojos. O cuchi-
cheando. Una niña me retó: “Eso no se hace, mami
¿por qué no le pegas al caballero como a mí?”.
A las siete treinta de la tarde ya no me quedaban
mocos y tenía la nariz irritada.
Entonces apareció el hombre acompañado de dos
gorilas y me apuntó con el dedo. Yo traté con insis-
tencia de que me saliera un moco mientras bajaban.
Sonreí, escarbé y les pude mostrar triunfante la pe-
queña mucosidad licuosa entre mis dedos.
Los dos tipos me arrastraron sin concesiones has-
ta un baño. “Te queríai’ pasar de vivo” dijeron. Yo
enarbolé el como con la más convincente sonrisa de
seriedad que se me ocurrió, pero se me vino encima
un remolino de puñetes en el que perdí el conoci-
miento. “Qué pasa ahí…” dijo alguien afuera y los
hombres corrieron.
Desperté en mi departamento con un hombre
verde que solicitaba mi declaración. “No sé nada”:
“Sentimental”. “¿Quéeé?” “Lío sentimental”… pen-
sé en el moco perdido inútilmente y dije: “Sí, lío senti
mental”.
El cerró la libreta y se fue.
La nariz no la pude tocar en meses.
Ahora no subo al metro. En los micros, observo
con pulcritud la punta de mis zapatos.
Sé que hablan a mi paso. Me expulsaron de la ofi-
cina. No me importa que chorreen y chorreen, que la
pechera de la camisa esté tiesa y gris. No me impor-
ta. Lo que es yo, nunca volveré a meterme un dedo
en la nariz.
LOS MENSAJES
A Helena
“Todos los vecinos de mi barrio duermen siesta.
Pero hay chicos que golpean puertas fastidiando,
piden pan y no dejan
escribir los mejores poemas sobre el hambre.”
ALTA POESÍA
Jorge Montealegre
Preguntabas si era cierto que las hojas eran el
mensaje que enviaba el invierno para avisar que esta-
ba cerca. Entonces yo te hacía sonreír recogiéndolas
del otoño. Esperábamos anhelantes por si ya era el
tiempo de la risa. Con la lluvia venían los barquitos
elaborados con papel de caramelos arrebatados en la
calle.
Pero era el tiempo del sol, de ese calor sofocante
que nos obligaba al mal genio a las siestas prolonga-
das, que nos limitaba el espacio al pequeño cuadrado
verde amarillento de las casas. Me miraba con ira,
con toda la ira de la inocencia que es estafa, y acumu-
laba las hojas que yo de noche botaba de los árboles
para tus sueños. Demoraba en venir. Tus mensajes se
resquebrajaban con ahínco, pero no podían contra
mí, porque siempre había una más, siempre un men-
saje con savia que se iba secando hasta que por fin,
en un día grisáceo, caían las primeras gotas que reci-
bíamos alborozados porque ya era tiempo.
Con la lluvia venían los barquitos, las velas de co-
lores, el barro ocre en el que chapoteábamos. Las ca-
sitas de madera abrían sus puertas y las monjas nos
espiaban jugar a la risa.
La calle era nuestra, con sus ríos de barro y los
maderos que se ponían inútilmente para no pisar el
mar rojizo, con todas las manchas en la ropa. Las
monjitas se enojaban, pero recibíamos el castigo son-
rientes, porque ya no más mensajes falsos, no más
escuela obligatoria, la calle, los barcos, nos aguarda-
ban… Era el invierno.
Algunas veces, un automovilista despistado pasaba
por el barro, dejando anchos surcos licuosos por los
que encausábamos la larga regata acompañada de gri-
tos y vivas para los competidores. Luego regresába-
mos ateridos de frío y la madre Ignacia nos entrega-
ba los tazones de latón con el cuño caliente y el azú-
car, que siempre escaseaba, y que unido a la galleta
dura que sumergíamos en él, nos parecía el manjar
más exquisito del mundo. Después, las sombras nos
iban ocultando el rostro y nos acurrucábamos bajo
las mantas prestándonos calor unos a otros.
Asomados a la ventana, veíamos descolgarse el in-
vierno.
La vida era maravillosa entonces… Hasta que se
marchaba, junto con alguno de los niños y niñas. El
invierno abandonaba las casas y ya no había que acu-
rrucarse todos juntos a cantar para espantar el frío y
ya no se acumulaban los cuerpos en las colchonetas y
la magia de los barcos se escapaba con los últimos
goterones que se quedaron para impartir la esperanza…
Venía el calor, el polvo se los pegaba a la garganta
y las entretenciones escaseaban. La madre Ignacia se
cansaba de lavar mantas para el frío venidero y yo no
crecía nunca para ayudarla. La Paty no nos regalaba
monedas porque no podía salir a abrigarse con los
maestros de la construcción.
Nos agotábamos de observar los árboles para que
arrojaran hojas secas y yo tenía que inventarlas para
ti: Las robaba en la tarde y las dejaba a los pies de tu
cama para que jugases a confiar.
Todas las estaciones eran tristes sin los barquitos.
Con un naipe y dos dominós los juegos eran lentos y
había que esperar turno. Nos quedábamos en la
puerta a dejar que el calor nos adormilara el hambre
y la tristeza… Las dos monjitas no daban abasto para
cuidar tanto niño y ya conocíamos de memoria sus
cuentos y adivinanzas.
Nunca pudimos partir, éramos muy pequeños y
nadie nos llevaba consigo, por tu pierna que había
dejado de estar un verano cuando apenas caminabas
y todos iban juntos a los rieles, por mi eterno tamaño
de niña, porque sólo éramos capaces de jugar al in-
vierno y el mundo se nos dilataba tras la ventana.
Un día septiembre adquirió significado cuando un
señor bueno llegó hasta las cabañas con treinta vo-
lantines y no hubo que hacer cola para jugar. Radian-
tes, veíamos el aire surcado por el amarillo que en
letras negras decía: “CHAMPAGNE: EL PLACER
DE LOS ELEGIDOS” y se deslizaban por el viento
hacia el fondo de ese inmenso lago azul de arriba.
Pero luego se fueron rompiendo, hubo que esperar
turno y dejó de ser interesante. Yo observaba tu mu-
leta apoyada en la cama. ¿Vendrá pronto?, me decías.
Tu tos era continua, la estación demoraba, palidecías
y yo ya ni siquiera lograba hacerte sonreír frente a las
mentiras secas. Con una botella de pílsener y unos
clavos, hice un artefacto para que te calentaras los
pies y a la madre Ignacia se le pusieron los ojos bri-
llantes mientras lo llenaba de agua hirviendo. Olvidó
los refunfuños por el gasto de fuego encendido y en
volvió la botella en trapos.
Tenías frío igual y yo puse ladrillos en las patas de
tu cama para que pudieras mirarlo avanzar desde la
ventana.
Hasta la Paty me dio monedas para comprarte un
volantín de hartos colores y colas verdes y amarillas
que yo puse junto a ti. Te levantaste afirmado en un
codo y luego volviste a caer extenuado de tristeza.
“No podré elevarlo” pero yo te daba ánimos, te decía
que esperaras, que cada vez había más mensajes en el
suelo, que juntos perseguiríamos barquitos en los
charcos y construiríamos uno grande y azul, la Paty
había prometido comprarnos un pliego de cartulina
para nosotros solos y el barco iba a regresar por
nuestros sueños, total , tú eras delgadito y yo no cre-
cería nunca.
Pero te apagabas igual, estabas frío y ya no basta-
ban ni las mantas ni las botellas para calentarte. Has-
ta te costaba toser para quitarte la arena de la voz…
Y vino la lluvia y tuve que esconder las hojas
arrancadas al eucaliptus tras la espalda para mirarte
sonreír distante y preciso, como la madre ciega que
dormía en la cocina. te traje un poco de lluvia entre
las manos para mojarte la cara, pero se me escurría y
tu lamías mis palmas y te quedaste sonriendo largo
rato, como para siempre…La madre Ignacia solloza-
ba despacio en un rincón…La monjita nueva me
sacó de la pieza y me mandó a jugar.
Por la tarde, unos señores te llevaron en una cajita
de palo. Yo los perseguí corriendo, podías necesitarla
donde ibas, y ellos habían olvidado tu muleta.
Aún pongo la banqueta para asomarme a la ven-
tana y esperar los mensajes. Los inviernos son tristes
sin ti. Nunca hice el barco de cartulina. La Paty se
fue porque pusieron llave a las puertas. Soy pequeña
como entonces. Otros señores se llevaron a la madre
Ignacia en una caja más grande. Pavimentaron la ca-
lle y los barquitos se marchan en una loca carrera ha-
cia los desagües. Tenemos una cama para cada uno y
ya no son importantes los inviernos, porque hay un
televisor que iguala las estaciones y todos se agrupan
a diario frente a él. No hay que esperar turno para los
juegos. Casi todos los niños se marcharon de noche
cuando la vigilancia era menor, a ver la vida, a robar
portales, a comprar sueños, a hacerse grandes y
amargos como los señores de las micros.
Dicen que estamos mejor, pero a mí algo me duele
en el pecho. Hay niños nuevos que se ríen de mí y
murmuran a mis espaldas cuando les hablo de los
mensajes. Me los muestro a mí misma y aguardo el
milagro que los otros salieron a perseguir, buscando
el olor ocre del invierno antiguo… ese de los dos.
Guardo las hojas bajo la almohada y espero a que
llegue el invierno y cierro los ojos y dejo que la lluvia
escurra su significado por mi rostro, caen las gotas
del inmenso lago gris, yo pongo un barquito de papel
de caramelo y lo envío en tu busca.
FRENTE A MANET
Estiro con disimulo el pantalón, enciendo un ciga-
rrillo y me preparo a mirar una a una las reproduc-
ciones de Manet.
Me detengo en la completa vestimenta de los inte-
grantes del desayuno, en contraposición al desnudo
plácido que me desconcierta… o no, no es sólo un
vacío en el estómago, un dolor que me remite a la
infancia y me veo niño asustado escondiendo a la
rana para que no sea descubierta, autoculpándome
de eructos intempestivos, mi padre, sus amigos, las
botellas, las groserías que hacen enrojecer a mamá
joven callando en su implacable ir y venir de vasos y
queso, de pie y otra en el delantal con vuelos y una
quemadura hábilmente escondida tras un cucharón
de cuadrillé verde que desentona en los azules de la
prenda atada a su cintura. Cuando la cachetada se
hace inminente y el grito de “Yo le digo a papá que
fumas” la detiene a medio camino, la deja inmóvil y
luego la esconde en el bolsillo y la cachetada arruga
con rabia el pañuelo de los llantos cuando papá se
emborracha, o cuando él hace ronquidos y ha dejado
de crujir el somier…
No sé por qué Manet y mamá un poco atrás, casi a
oscuras y el primer plano de los hombres bebiendo,
cuando en Manet es ella lo primero y los señores
conversan afables, pero un poco comidos por el co-
lor del entorno, al igual que la mujer vestida que re-
coge algo… en Manet es ella sin delantal, rosada y
cálida, más la sensualidad del prado.
La rana se escapa y yo zigzagueo bajo la mesa tras
su saltito hipado y ella brinca, no vayan a pisarla justo
ahora que se tambalean y levantan para marcharse,
pero Pancracia salta hacia la cama de papá que ya a
solas manotea en busca del trasero de mamá y arran-
ca el delantal de cuajo (mañana lo zurcirá temblo-
rosa) y ella desanimada sonríe y se le van encendien-
do las mejillas cuando él todo vino y poco queso y
gritos y groserías hurga en su blusa y le deja afuera
los pechos para lamerlos, a mí no me deja ahora por-
que soy muy grande, y papá lanza un eructo de ver-
dad, yo pensé en la rana y estaba dispuesto a cargar-
lo a mi cuenta, que humedece los pezones de mamá
que se deja caer en la cama y ya no repite que no y yo
tengo miedo de que vayan a aplastar a Pancracia tan
verde y asustada, ella sabe que debe esconderse de
papá que le quita los calzones hasta la rodilla en la
que yo veo el punto corrido de la media y le salta en-
cima igual que cuando yo quiero pegarle al Felipe y la
puerta está abierta para que yo mire de reojo a la
Pancracia y finja jugar con el camión que le quité al
Felipe cuando fuimos a encumbrar volantines y lanzó
guardabajo el mío con hilo curado que está prohibi-
do, papá la sacude y ella gime le está pegando de se-
guro y de repente se echa a un lado con los pantalo-
nes en los tobillos la camisa abierta ahora que yo me
estaba acostumbrando al balanceo y mamá de manos
y cara crispadas que dice No, todavía no y ella tam-
bién lleva sus dedos hacia abajo y empieza a revolver
y a gemir y cuando pareciera que va a alcanzar lo que
perseguía tan abajo papá con los ojos desorbitados la
mira y le golpea el rostro con los puños una y otra
vez y le dice Puta, puta e’ mierda, -asquerosa puta
caliente- no te basta con na’ –puta-puta-puta y yo me
largo a llorar y se me olvida la rana porque lloro jun-
to con mamá de la tristeza, la puta cochina del delan-
tal parchado, calzones en las rodillas, que se cubre los
golpes del rostro avergonzante y sometido…
Creo que Pancracia falleció ese día bajo la ira y las
botellas de papá, no recuerdo muy bien ahora.
Miro el cuadro de Manet, mamá despreocupada,
seguro de que es mamá feliz y desnuda y unos seño-
res conversando a su lado, comprendida y en paz, so
bre la profunda sensualidad de la hierba.
NÚÑEZ, DESDE ACÁ
A Jorge Montealegre
A ti te halló la muerte lejos de Chile
en un país que no era tu país
pero a nosotros tal vez nos halle aquí en Chile
en un país que no es tu país.
Oscar Sarmiento
Nos juntamos para crear patria en desvanes des-
vanecidos por los afiches que resumen un concepto
de tierra. Núñez, el más entusiasta, tiene el cristal de
la ventana cubierto con fotos recortadas con trozos
de cartas, pedazos de país en los muros que he
aprendido en la memoria.
Los argentinos tienen tangos, mates y bombillas.
Los uruguayos pescan con un poema de Benedetti en
el bolsillo. Nos parecemos todos en el andar del
desencanto, en los suéteres siempre grandes que cre-
cen con cada lavado inexperto, mientras nosotros
nos encogemos en el desarraigo.
Núñez nos aviva, maldice, grita, canta “Si vas para
Chile” con los ojos brillantes, guarda energías para
cuando vuelva, consuela argentinos, cobija urugua-
yos, nos agrupa, trasmite noticias…
De noche, peleando sistemáticamente mi derecho
a las sábanas con Marlene, enciendo un cigarrillo tras
otro para ahumar la nostalgia estúpida de cerros.
Guardo para antes de dormir un Hilton que consigo
como si fuera un mapa del tesoro. Allá, nunca los
fumé: allá, no fumaba siquiera y aquí tienen un aro-
ma a pueblo que me pone los ojos acuosos. Marlene
dice que va a abrir la ventana, que se ahoga de tanto
humo y yo No, hace frío, déjalo, mañana… y me
puedo dormir en la palabra que todos evitamos pro
nunciar.
Marlene pasa su pierna izquierda sobre mi cadera
para que yo le pregunte si está dormida y ella me diga
que sí. Sabe que me asusta que esté despierta y cons-
ciente mientras hablo. Le digo que falta poco, que en
unos meses podré volver a casa (y me pregunto por
enésima vez desde hace cuántos años digo lo
mismo), que seguramente los aromos reventarán de
amarillo frente a mi pieza allá, que el Colo-Colo ganó
dos por cero, que si recuerda el color del cielo en
septiembre (y sé que no podrá recordar, jamás lo vio,
no puedo compartir olores y formas, por eso le digo
“Es como un destello permanente de azul y el aire
tiene promesas a futuro, aunque sea lo mismo al año
siguiente, todos creemos que será mejor, y las casas
huelen a pasto recién cortado y la ciudad se quita los
vestigios invernales y parece haber una sonrisa am-
plia que lo abarca todo, todo…” Marlene me dice
Duérmete y yo trago una, dos, tres mil veces para pa-
sar esta catapulta nostálgica y mitificadora que me
tapona la garganta)
Voy al trabajo de mañana y me embrutezco y nun-
ca he logrado omitir las ganas de llorar cuando Pierre
me trae pedazos de diario que se roba de la oficina
de exportaciones a la que reparte folletos el jueves, y
me dice Chileno, te traje esto con una voz nasal y ex-
traña, con una solidaridad de pueblo omnipotente
con pueblo omniputeado y sé que Pierre recorta an-
tes de llegar a la imprenta todas las fotos del agresor,
todas la noticias de sus giras y giros, sus opresiones, y
queda poco diario; una que otra exposición de pintu-
ra de alguien que no conozco; un recital de poesía
postergado; página roja y un aviso de Almacenes Pa-
rís que me trae la esquina rememorada y digo Yo pa-
saba por ahí para ir a la universidad, y sé que se abu-
rre de tanta evocación barata y me avergüenzo y re-
corto a escondidas el aviso para ponerlo junto a
otros en la billetera que abulta de tanta patria en venta.
Núñez reniega, guarda ira.
La calle a veces me retorna rastros de otras épocas
y me abalanzo desesperado de contacto y digo cómo
está Chile, cuéntame. Me he equivocado en un par de
ocasiones, pero otras me hablan de plazas nuevas, de
edificios desconocidos, de un territorio blanco sin
papeles, sin andares nocturnos, sin hermandad hasta
el amanecer. Entonces me hace bien, porque no ten-
go ganas de regresar a esos jirones de país.
Marlene canta en francés cuando eso ocurre y
deambula cocinando sabores en otro idioma y no
pido exóticos “cachos de cabra”, ni humitas. No dis-
tribuyo avaro un Hilton para cada noche y me duer-
mo temprano. Le hago el amor con ahínco, junto
con planes de cambio, promesas de hijo aquí y ahora,
sin nacionalidad, juro que me olvidé de nuevo, como
corresponde. Arranco las nociones de patria de los
muro y las tiro al incinerador de pura certeza.
Núñez se cubre la cara con las manos.
Un par de días después, bajo la puerta hay un so-
bre con estampillas multicolores. Aún no ha llegado
allá la despersonalización del timbre rojo. Lo huelo,
lo abro, lo beso. Me cuentan que un cantautor de allá
nos hizo una canción a los de acá, que se llama “Ara-
lias dejo” y dice “enviadme un poco de patria dentro
de un damasco…” y vuelvo al llanto, recuerdo la fru-
ta suave, dulce, llanto escurriendo por mi pellejo apá-
trida. Núñez solloza conmigo.
Marlene retorna a su hosquedad y su silencio.
Desordena los mercados y el presupuesto buscando
un choclo, o una lata de mariscos para que yo guarde
la onerosa etiqueta. Vuelvo a transparentar los discos
para retornar con los ojos cerrados y la Violeta “cin-
co noches que vago por los caminos…”
Las naranjas me idiotizan. Saco los Hilton aban-
donados. Fumo, Marlene no dice nada.
Hoy lloro sin tregua sobre sus pechos ateridos de
malos presagios. Ayer murió Núñez. Con sus venta-
nas tapiadas de tierra para no ver esta realidad de te-
jados franceses. No pudimos compartir la lata de
cholgas, ni acariciar embebidos la etiqueta. Murió
premunido de mates, cuecas, tangos, confundien-
do… Murió nombrando calles, cerros, regiones, la
larga y loca lección de geografía de la escuela. Murió
cansado de este soliloquio adormecido.
Marlene me pide un Hilton y fuma hacia el techo y
no quiere mirarme. Nos moriremos todos de desen-
canto. Marlene lo sabe, pese a sus conjuros de eti-
quetas y diarios mutilados.
Estremecido, pregunto en el rito nocturno
¿Duermes? Y ella desde lejos, siempre desde lejos,
desde otra topografía y otros recuerdos, esta vez
contesta:
No, estamos despiertos, bien despiertos.
Y la noche carga la mano ahora. Ella apaga el ci-
garrillo para abrazarme desde su instinto de casa.
El mapa amarillento sonríe cono Núñez,
desde acá.
EL HEREDERO DE LA SABIDURÍA
A Irma Henríquez,
porque me enseñó a
amar nuestra biblia
americana.
A MODO DE RESEÑA
EL 30 de junio de 1520, estando fuera de la ciu-
dad Hernán Cortés, y habiendo dejado a cargo a Pe-
dro de Alvarado, los indígenas celebraron su “Fiesta
del Mes de Toxcatl”. En dicha fiesta religiosa Alvara-
do, sin ningún motivo (aparte de dudosa estrategia),
asesinó a más de 600 indios lo que constituía la casi
totalidad de la nobleza.
Una de las hipótesis acerca de quién habría escrito
el POPOL-VUH, o Libro del Consejo, apunta a que
sería uno de los sacerdotes (puesto que la sabiduría
estaba reservada a esta casta) que habría escapado a
la matanza.
El tono del POPOL-VUH es letaníaco y esto se
debe a la categoría divina que los maya-quiché con
cedían a la palabra.
Soy el tercer hijo de Halac-Uní de los quiché.
He caminado largo tiempo invocando a los dioses,
llamando a Quetzalcoatl para que me proteja de los
nuevos, del hombre que vino de Oriente, con otros
nacidos del vientre del mar.
Debo cumplir la misión del cosmos para dejar a
los hombres venideros el principio de las cosas del
orden establecido. Soy el último heredero de la sabi-
duría.
El Anciano del concejo me lo dijo cuando aún yo
no era hombre y por eso creo que no le presté la
atención debida.
Jugaba con el misterio de las estelas, admiraba la
perfecta simetría de los astros, la lucha entre las nu-
bes y el sol, cuando el Hombre Anciano dijo:
“Un día cuando muchas noches caigan sobre tu
cuerpo, tendrás que caminar, huir. No para la humi-
llación de tu rostro, sino para mostrar a lo advenide-
ro, la grandeza de nuestra raza. Serás el portador de
la historia y la pintarás sobre la corteza del amatl para
la gloria eterna de tus hermanos quiché”.
Por eso huyó del hombre de rostro peludo porque
ignora que soy yo el que lleva la misión, ignora todo
sobre nosotros. Aún si supiera que soy el heredero
del tiempo de mis hermanos, trataría de matarme
porque el hombre se siente amenazado por lo que no
comprende o desconoce. Así, su inseguridad desapa-
rece y vuelve a sentirse fuerte otra vez.
He visto muchos hombres de rostro peludo y piel
blanca, como el interior de los granos de maíz, y
vendrán más, los Ancianos lo dijeron. Vendrán tan-
tos, que ahogarán nuestros rostros y dioses.
No, no tengo miedo por mí, pero lo tengo de que
se sucedan pocas noches para mi mirada y el Verbo
no pueda ser pintado totalmente sobre el amatl.
Tengo sed, imploro al cielo, y Chac me envía la
lluvia.
Mojo mi lengua reseca y me siento protegido por
los dioses. Sé que ellos no quieren morir, por eso
cuidan mi camino y guían mis pasos, para que yo deje
constancia al hombre que vendrá a repoblar esta tie-
rra, de que ellos estaban aquí antes del nacimiento de
mis ancestros. Los dioses no quieren morir, por eso
cuidan el retardo de mi muerte.
Temo olvidar, omitir a un dios de los ojos de los
que vendrán. Pero no, todos lucharán para que yo los
recuerde, ese es su alimento, ese es su Tzité.
Quetzalcoatl me ha guiado hasta Chuilá. Me he
quitado los vestidos de privilegio de mi casta para
perder el uno indivisible entre los otros. Así nadie se
fijará en mí cuando vaya a la habitación bajo tierra a
dibujar la palabra del Gran Sol.
He caminado muchas noches desde que el hombre
barbado humilló a los guerreros. Yo también intenté
luchar, lo atestigua la herida de hierro que me in-
firió el guerrero pálido. La curé con emplastos de
hierbas, hasta que sólo quedó esta dolorosa franja
roja de ahora.
He huido por la tierra escondiéndome en las mon-
tañas, comiendo los frutos que los dioses ponen a mi
paso. Así he encontrado el camino hacia Chuilá, el
refugio que los dioses hallaron para que yo les diera a
los venideros el recuerdo de su rostro.
Tras los arbustos, espero el retiro del sol.
Estoy triste. Veo a algunos quiché efectuando sus
labores para los hombres del oriente. Han perdido la
fuerza que nos fue legada, sus ojos ya no tienen la
libertad y la alegría de antes. Se sienten olvidados y
por eso se olvidan de sí mismos.
Mi pueblo ya no es mi pueblo y dentro de poco ya
no quedarán hombres a los que pueda llamar “mi
pueblo”. Lo dijo el Anciano cuando no era tiempo.
El sol se va y yo me introduzco por la ranura que
me enseñaron los ancestros. Todo está ahí esperán-
dome: las cortezas y la tinta sobre el tronco en el cual
trabajaré. En la cesta que he cargado a la espalda, he
traído los frutos del tapal, las tortillas de tzité, un
odre de agua del río sagrado.
Dormiré hasta que se cuele el sol nuevamente por
la abertura y yo pueda elaborar el recuerdo de la palabra.
Sólo he salido cinco veces del recinto sagrado para
recoger agua y frutos del tapal.
Me queda enumerar las Tres Grandes Mansiones y
sus reyes y pintar la extinción de los quiché.
Voy a morir. Los dioses han sido bondadosos
conmigo. Me han dejado vivir hasta hoy, porque los
he inmortalizado en el amatl y vivirán en la memoria
de los hombres.
Los hombres sin dioses no se crean.
Los dioses, sin hombres que los idolatren, no exis-
ten. Ellos dependen de mí tanto como yo de ellos.
Voy a morir y estaré en paz, porque he dejado para
los advenideros la herencia de los antepasados, la sa-
biduría recopilada de voz en voz, de rostro en rostro,
de anciano en anciano hasta llegar a mí, el último
quiché verdadero, el tercer hijo de Halac Uni.
He efectuado por última vez el rito de la comida,
el gran rito de comunión con los dioses el tiempo,
éste, el que vendrá.
Hoy ha de llegar el fin. Quetzalcoatl me lo ha co-
municado en los granos de tzité. He visto su profecía.
Algún día los que vinieron del mar van a com-
prender su error, pero será tarde.
Los que llegaron de oriente no saben: creen que
han venido a construir el futuro, y sin embargo noso-
tros sabíamos desde antes de su llegada, que venían a
destruir en nosotros todo lo que no sabían de sí
mismos. La destrucción del todo va con ellos, en su
blanca piel. Yo podría salvarles, sólo yo, porque yo
comprendo la palabra que los dioses han dejado en
las estelas, yo comprendo el secreto del universo… Y
no estoy autorizado. Ellos me prometieron el regreso
de mi raza en el tiempo que vendrá.
Nos levantamos desde las rapuces de la tierra para
recoger nuestra POPOL-VUH y sólo nosotros extrae-
remos el secreto de vida que el posee, sólo nosotros,
Soy el último quiché, el heredero del tiempo.
Quisiera explicarles a los hombres barbados el
sentido de las cosas, la verdad, pero ya es tarde y su
sabiduría es tan pequeña, que no comprenderán la
grandeza de mis palabras, el holocausto que realizo
en este momento por mí, por ellos, por mi raza.
Lo hago porque mi muerte dignificará en el futuro
su vida, porque su pequeña comprensión en el trans-
currir de los siglos, se postrará ante mi rostro diluido
en una búsqueda desesperada de solución, de verdad.
Entonces volveremos para enseñarles el eterno re-
torno de la verdadera sabiduría.
Por ahora, dejo que bañe mi rostro el último rayo
de sol que ha de llevarme a la noche, Sonrío. El
hombre de rostro barbado que ha de encontrarme
tras los muros de Chuilá va a hincar su rodilla y nu-
blará sus ojos, porque un miedo inexplicable rozará
su espalda. El hombre huirá de la realidad que se di-
bujará en mi mirada y verá con asombro cómo se
convierte mi carne en un fajo de cortezas de amatl
pintado que él esconderá entre los muros con terror,
incapaz de comprender la simbiosis hombre-amatl,
con el temor que se le tiene a lo que apenas de sos-
pecha. El fajo de cortezas que unos años más tarde
va a conocer el mundo, testimoniando a la pureza de
los quiché.
EL último quiché, el tercer hijo de Ha-lac-Uni, el
heredero de la sabiduría de los dioses, se va con el
último rayo de sol y se lleva la esperanza del mundo
escondida en su boca.
ZAPATOS
Notó que algo andaba mal cuando se lo hizo cla-
ramente audible el único ruido de zapatos tras suyo.
Sus botas taconearon rápido y los zapatos se apura-
ron también sobre los adoquines. Trató de no pensar
en nada. Por el parque, llegaría primero a casa…
Antes de doblar la esquina, otros dos zapatos se
agregaron a los primeros. Desechó la idea de un
transeúnte cualquiera porque el ruido era a la misma
distancia. Se irguió (eso siempre amedrentaba) y apu-
ró con disimulo el paso. Al cruzar la calle alcanzó a
percibir una sombra que se unía a la retaguardia. El
parque estaba a unos metros…
Si se devolviera… no, pensarían que tenía miedo,
él, ‘que jamás…
Cruzó hacia los árboles. El cruic cruic del maicillo,
le hizo bien. Silbó, pero no pudo recordar ninguna
melodía y la sensación de ridículo le burbujeó en los
pómulos.
Cruic – cruic – cruic. El ruido de varios zapatos le
arrugó la esperanza de que fuese fortuito.
“Ester, voy a dar una vuelta” “¿Solo?”
Las mujeres sabían de estas cosas y él no había he-
cho caso. Ahora estaba ahí, con el tam tam del pecho
sonando
escandalosamente. ¿Lo escucharían el-los?
La noche estaba tensa y el aire tibio le impregnaba
la piel con diminutas gotas “Sécate, van a pensar que
eres peón de fundo, en el Municipal no se suda m’ji-
to” y él se había sentido apretado, preso en el disfraz
de la corbata que nunca aprendió a anudar, a ella le
gustaba todo eso, “Pero hay cosas más importantes,
cosas que sí dejaban huella…” y él no era capaz de
recordar melodía alguna para silbar ahora y los mal-
ditos clásicos sólo eran nombres de relleno en dis-
cursos que buscaban impresionar en villorrios po-
bres y había sudado mucho tratando de no sudar,
como ahora, pero el sudor de ahora era distinto, te-
nía ese recuerdo de camarín hacinado, de muerte de-
signada revoloteando en la graderías de un estadio, o
allá lejos, en la isla, con ese viejo triste bailando con
una escoba un tango que nadie cantó, o el de des-
pués, en los sótanos, cuando el hombre le miraba
con los ojos vacíos y los músculos tensos por el vol-
taje… “Tienes que aprender, se dice B-e-e-tofen,
querido” “No sudes, maldita sea, no sudes” se dijo
antes de ver la silueta que se aunaba a los otros y que
salía por detrás del monumento a Rubén Darío “Si,
profesor,
Margaritaestálindalamaryelviento, llevaesenciasu-
tildeazahar…” “Maricón, maricón de mierda, apren-
diendo poesías, No, se los juro, sólo aprendí ese pe-
dazo, era la tarea, Mariconazo, tenís que ser bien
hombre, si le ganai’ al Fonseca eri’s macho… Le llega
ron a saltar los mocos al Fonseca, pa’ que vean…”
El ritmo del pecho amenazaba ahogarle “Descan-
so, mucho descanso, vida sana y poco ejercicio…”
No les daría e el gusto, no demostraría miedo. Dis-
minuyó el ritmo de sus botas. Los zapatos acortaron
inesperadamente la distancia, pero luego esparcieron
poco a poco las pisadas.
La primera gota le sobresaltó. Pronto, los ojos se
le llenaron de lluvia espesa y maldijo el retiro y su ca-
saca que apenas cerraba cubriendo la grasa de su ab-
domen. No corrió. Tras suyo, el tumor de los cierres
abrigó hasta las barbillas.
Los zapatos cambiaron el sonido.
Un par de metro más y estaría en el último sitio ilu-
minado del parque. Más allá, el anonimato de la noche.
Los zapatos clap clap sobre las pozas se acercaron.
Presintió el semicírculo. Voluntariosas, como si estu-
vieran resignadas a la tarea, las suelas se detuvieron
cerca de él. La espalda se le enfrió en un instante y le
pareció que le miraban dagas apuntando a sus vérte-
bras, sus pulmones, sus costillas…
Hundió los tacos, pero no surtió efecto de mando y
sólo pudo sentir el barro rumiándole entre las botas.
Luego, porfiadamente lento, dio la vuelta.
Los ojos se le quedaron en los zapatos, no intentó
levantarlos. Quiso ponerles nombres, hacer coincidir
el cuero, la lona, con cada una de la cuentas que tenía
pendientes, pero los zapatos eran menos que los ros-
tros crispados, ningún zapato tan flaco y tan triste
como el viejo del tango con la escoba, ninguno tenía
forma alargada de aullido del primer muchacho en el
interrogatorio… los ojos fueron subiendo, llegaron a
los pantalones y el corazón tam tam amenazando en
el pecho, tam tam delator del terror que le iba co-
miendo el estómago, las rodillas temblorosas pero
imperceptibles aún… Los ojos le llegaron a las ma-
nos, esas muchas manos que también eran rostros
desdibujados en la memoria, dedos deformes que
alguien quebró, cicatrices de cuchillo y quemazo-
nes…tam tam “no se agite” tam tam “Mucho des-
canso ahora” tam tam por qué venir a sudar en este
momento, como en el Municipal, como siempre que
no debía sudar, tam tam, esforzar el músculo en el
pecho hasta lo indecible, por algo había pasado a re-
tiro, casaca, noche solo, “Nunca ande solo, coronel,
es cuestión de seguridad, ¿sabe?, diablos, el miedo
secándole la garganta hasta es escozor y luego aque-
lla rigidez del brazo, aquel dolor, el estallido que lo
tumbó en el suelo y le dejó los ojos opacos, pese a las
pequeñas gotas cayendo incesantes en sus pupilas,
hasta podría decirse que lloraba, pero era únicamen-
te el clic de la lluvia golpeando las puntas reforzadas
de sus botas, el sordo rumor del barro en el que se
sumergía lento…
Las manos se metieron en los bolsillos de las casa-
cas. Los zapatos enfilaron hacia el cadáver. Después,
lentos, caminaron la lluvia y la noche en distintas di-
recciones.
Luego, el sonido de la lluvia en los charcos, ajus-
tando cuentas con la tierra.