ANTOLOGÍA todas nuestras ancestras
ANTOLOGÍA todas nuestras ancestras • Portada Javier Alfayate (@javieralfayate) • Maquetación y organización Irene Nicolás Martínez. (twitter @historiamorada instagram @estanteriamorada)
Í N D I C E Enheduanna, Nerea T. Hatshepsut, Rodrigo Abad. Dama de Cao, Violeta Arana. Boudica, Ariadna D. Ban Zhao, Laura GutiBer. Teodora de Bizancio, Sandra Stranger. Chen Shuozhen, Pluma de Ícaro. Juana de Arco, Lydia González. Juana I de Castilla, María Esperanza Roldán Muñoz. María Pacheco, Jessica Blanco Domínguez. Matoaka, Noelia Sáez. Tituba, C. de la Rosa. Rosa Cortés, Tina Nottur. Catalina II de Rusia, pau v. lópez. Victoria Montou, Meii. Kishida Toshiko, Estela Rojo. Rosa Luxemburgo, Celia Ramiro. Aleksandra Kolontái, Roger Salvany. Františka Plamínková, Ana Navalón. Zitkala-Ša, Karla Fernández. Lucía Sánchez Saornil, Beatriz Pozo. Papusza, Vanessa Agudo. Bélgica Adela Mirabal, Astro Stellar. Isabel Quintanilla, Amelia Fontainhas. Las 13 rosas, Carmen Soria González. Wangari Muta Maathai, Edurne Batanero. Angela Davis, Gemma Gómez Rivas. Assata Shakur, Sara Radillo. Colectivo W.I.T.C.H., Alicia Santurde. 7 14 21 24 31 36 39 42 48 53 56 59 63 67 70 73 80 82 89 92 98 102 107 111 115 118 122 125 128
os aseguro que alguien se acordará de nosotras Safo de Lesbos
Fuera hace frío, como una noche típica del invierno metropolitano, en el que se entremezclan las hojas caídas de los pocos árboles que no han sido arrancados por el asfalto, y un aire gélido pero contaminado. Tumbada en el sofá, como cada noche antes de ir a dormir, vuelvo a preguntarme si llegará un día en el que no sienta esta apatía por algo que no hace tanto tiempo era mi pasión, si volveré a sentir ese cosquilleo estando en el museo, rodeada de Historia. Desde luego hoy no es ese día, y tampoco sé si llegará pronto. Tras verme un par de capítulos de mi serie favorita, me volví a quedar dormida en el sofá. Fue entonces cuando tuve uno de los sueños más raros de toda mi vida. Yo no era yo, sino que era ella; pero tampoco sé quién es ella. Ni tampoco estaba en mi casa, y creo que no era la suya, porque no se parecía a una casa. No veía su cara, porque yo era ella, pero sí veía sus pies, sus manos, su cuerpo, que en ese momento era el mío. Y corría, como persiguiendo a algo o a alguien, o huyendo, no lo sé. Solo recuerdo el tacto del suelo arenoso a través de unas sandalias finas, y un aire cálido, pesado, como de otro tiempo, de otro mundo. Aunque seguía sin saber quién era yo, o ella más bien. Entonces cuando pasé junto a dos personas a las que no pude ver la cara, porque iba agachada como si pretendiera que no se dieran cuenta de mi presencia. Puede ver su ropa antigua que parecía militar. Ellos no me veían, pero tuve la sensación de que aunque hubiera pasado delante de su cara tampoco lo habrían hecho. Seguí corriendo, entré en una sala muy grande llena de velas, con símbolos en la pared que yo desconocía. Pero ella no, porque empezó a hablar; o hablé yo, no lo sé. Y en la última palabra, desperté. Me desperté llena de sudor, como si de verdad hubiese estado corriendo sin parar, como si hubiese estado inmersa en ese calor asfixiante. Pero fuera seguía haciendo bastante frío y estaba envuelta en mi edredón. Agitada por el sueño tan sumamente inusual e inquietante, decidí levantarme y darme una ducha para quitarme la sensación tan pegajosa. Cambié las sábanas, aireé la habitación y me hice un café. Por suerte para mí no quedaba mucho tiempo para que sonara el despertador, así que me adelanté un poco más e hice la rutina de siempre. Ducha. Recoger. Café. Tostada. Otra tostada porque la primera se me había quemado. Margarina. Mermelada. Quedarme empanada mirando por la ventana. Vestirme. Irme. 7 Nerea T. Enheduanna Enheduanna (2286 a.C. - 2251 a.C.) fue una poeta acadia, considerada la primera poeta de la Historia, ya que no se han encontrado escritos anteriores a ella (todavía), hija del Rey Sargón I de Acad, y la Suma Sacerdotisa en el templo del dios Nannar. Entre sus poemas destaca La exaltación de Inanna. twitter @enetom_
Para mi sorpresa, lo primero que me encontré nada mas entrar fue un cartel de la próxima exposición sobre mujeres importantes de la Antigüedad. Empezaba en menos de una semana y todavía teníamos toda la sala patas arriba, así que a eso me dediqué la mayor parte de mi jornada. Volví directamente a casa, porque al frío invernal le acompañaba una lluvia excesiva que calaba hasta en los huesos. Mi noche volvió a ser igual que la anterior. Y que la anterior y la anterior y la anterior. Aunque sí pasó algo distinto. Otra vez me quedé dormida en el sofá, pero me desperté en mitad de la madrugada y decidí irme a la cama. Cuando iba andando hacia el pasillo que daba a mi cuarto, vi, o eso me pareció, una silueta femenina atravesándolo hacia mi habitación. Fría, me quedé fría. Comprobé que no había nadie, y decidí hacer algo que llevaba sin hacer desde que tenía diez años: dormir con la luz encendida. Volví a ser ella, pero en otro lugar. Esta vez estábamos en una habitación antigua, con una vestimenta que yo no había visto nunca en ningún libro de Historia. Fue en ese momento cuando entraron dos mujeres, vestidas casi igual que yo, o que nosotras, pero más sencillas. Salimos hacia un pasillo bastante largo, hasta llegar a lo que parecía una especie de salón del trono, donde nos reunimos con dos hombres, uno de ellos engalanado con una vestimenta propia de un rey. Hablaban de manera alterada pero no lograba entender nada. De pronto, la puerta se abrió como si un viento atronador, casi rabioso, hubiera empujado con todas sus fuerzas. Entonces simplemente desaparecí, como si fuese parte de ese viento, como si no pudiera tocarme mientras el resto hacía fuerza para no caerse. Y desperté. Esta vez no había sudor, no había agitación, pero sí había algo. Encogida por el miedo, me levanté y salí hacia el salón. Frente a la ventana había una mujer, de espaldas, hablando en voz baja en un idioma que yo no entendía. —¿Quién eres? - dije con voz temblorosa, muerta de miedo por una persona cuyos ropajes no parecían de este tiempo, sino de hace miles y miles de años. Se limitó a mirarme y sonreírme, como si ella me conociera. Reconocí sus manos, reconocí su voz cuando volvió a hablar diciendo las mismas tres palabras una y otra vez. Era ella. Retrocedí un paso aturdida, sin saber qué hacer ni qué decir, desorientada en mi propia casa. ¿Era un fantasma? ¿Estaba sonámbula y seguía soñado? ¿El estrés me estaba sobrepasando? De pronto, dirigió la mirada hacia mi escritorio y cogió un lápiz, mirándolo como si nunca hubiese visto uno, y empezó a escribir en mi pared. A escribir unos símbolos que yo no entendí. —¿Quién eres? - volví a preguntar - ¿Por qué estás aquí? ¿Qué quieres de mí? - El enfado y el temor se empezaron a apoderar de mí, pero simplemente me ignoró y continuó escribiendo. Los mismos símbolos una y otra vez. Finalmente, tras un par de minutos, me miró, sonrió y se esfumó. Sin más. Asustada, o acojonada más bien, me recorrí toda mi casa sin parar, buscando a esa mujer que había entrado en mi casa sin esfuerzo y se había ido casi de la misma manera. Y que me había dejado garabateada la 8
pared. Miré esos símbolos tras un buen rato sentada en el sofá, intentando retomar la poca calma que me quedaba. No eran jeroglíficos, ni tampoco era griego antiguo. ¿Podía ser cuneiforme o directamente debería ir al día siguiente al médico? Sonó la alarma, y esta vez no hubo ducha, ni tostadas, ni cama recogida, solo una buena taza de café para intentar mantener la compostura. Decidí que después del trabajo me iría a la biblioteca a por un libro que pudiera darme pistas sobre lo que ahora formaba parte de la decoración de mi salón. Cuando llegué al museo debía de llevar una cara de desquiciada, porque mi compañera empezó a hacerme un interrogatorio por si me había pasado algo por el camino. Llevaba el jersey rojo cereza al revés, con toda la etiqueta fuera, el pantalón blanco con manchas de café y una deportiva distinta en cada pie. Apenas hablé durante todo el día, solo me dediqué a colocar toda la exposición que abría al día siguiente, pero en mi mente no dejé de repetir toda la escena desde que me dormí en el sofá. ¿Cuánto tiempo llevaba esa mujer en mi casa? ¿La había visto de verdad o fue todo uno de estos sueños tan raros que estaba teniendo? Y lo más importante, ¿quién era? En cuanto fue mi hora de salida, me fui sin despedirme de nadie y salí corriendo hacia la biblioteca. Encontré un libro sobre el cuneiforme y empecé a investigar. Miré una y otra y otra vez los símbolos de mi pared. Tras un par de horas conseguí descifrarlo: Inanna, la diosa sumeria. Ahora se abría otra incógnita, ¿por qué una mujer completamente desconocida se había presentado en mi casa y se había dedicado a escribir Inanna sin parar? ¿Por qué yo no dejaba de verla en mis sueños? Busqué libros sobre Inanna y me fui a casa. Empecé a leer toda la información que encontré útil para comprender qué estaba pasando, para saber quién era esa mujer, evidentemente descarté que fuese la misma Inanna. Aprendí bastantes cosas pero no encontré nada que me fuese de utilidad, solo que podría ser una sacerdotisa por la vestimenta que llevaba. El cansancio se apoderó de mí y me dormí sin darme cuenta. Solo fui consciente de ello cuando volví a encontrarme en el cuerpo de ella. Esta vez estaba en su habitación, sobre una especie de mesa, escribiendo en una tablilla lo que ya sabía que era cuneiforme. Reconocí los símbolos de mi salón, el nombre de la diosa Inanna, pero no logré descifrar el resto. Alguien llamó a la puerta cuando paramos de escribir. La mujer que entró era una de las que habían estado con nosotras en mi anterior sueño. Empezaron a hablar de manera alterada, no sabía que hablaban, no conocía el idioma, pero sí los gestos corporales que me evidenciaban que algo les estaba poniendo nerviosas. Fue entonces cuando nosotras, la mujer desconocida y yo, cogimos nuestra tablilla y una especie de joya que tenía dentro de un cuenco. Salimos casi corriendo de la pequeña habitación, detrás de la otra mujer, hasta que nuestros caminos se separaron. Ella fue hacia la sala en la que estuvimos en la otra ocasión, pero nosotras salimos fuera. En el umbral de la gran puerta, la mujer desconocida, quien yo creía que era sacerdotisa, sacó la joya. Un anillo. Era simple pero bonito, tenía unas pequeñas motas de piedras brillantes incrustadas y de nuevo signos cuneiformes que no 9
tuve tiempo de observar con claridad, porque en el momento en el que se lo puso en el dedo desaparecimos. Me desperté sintiendo como si mi cuerpo no fuera mío, no sentía los pies, ni las manos, ni siquiera el propio latido de mi corazón. Y allí estaba ella, en la puerta de mi cuarto mirándome fijamente y con una leve sonrisa. Observé sus manos, enlazadas, y sobre uno de sus dedos el anillo. Siguió la dirección de mis ojos y cuando fue consciente de lo que yo miraba se lo quitó. Y entonces el aire volvió a mis pulmones como una oleada del mar rompiendo contra las olas, como la fuerza de un tren entrando en el andén, como si hubiese aprendido a respirar otra vez. No pude más que mirar expectante, asustada, mientras ella solo sonreía tibiamente, sin quitarme los ojos de encima, esperando algo por mi parte. Pero lo único que fui capaz de hacer fue temblar, quedarme quieta y esperar. Así nos pasamos un par de minutos, hasta que cerré los ojos fuertemente y las lágrimas comenzaron a recorrer mis mejillas sin control. En ese momento, en la oscuridad provocada por cerrar los ojos al mundo, escuché su voz dentro de mí, hablando en un idioma que no era el mío pero que entendí a la perfección. Me susurró como si mi mente no fuera mía sino suya: Como un dragón has cubierto el suelo de veneno como el trueno cuando ruges sobre la Tierra árboles y plantas caen a tu paso. De pronto cesó. Abrí los ojos. Se había ido. En mi piso solo entraba la luz del alba y el único sonido presente era el de mi agitada respiración. Tenía tanto miedo que no supe que hacer, si levantarme e irme a trabajar o justificar de alguna manera que no tenía intención de aparecer allí. Pero estar en mi casa me aterraba, no podía quedarme aquí sin sentir que ella estaba conmigo, que en cualquier momento volvería a verla, a oírla. Me fui. Todo el camino repetí sus palabras, recordé el tono de su voz, clara y dulce, pero fuerte, intensa, con presencia. Intenté pensar en otra cosa, intenté mantener la mente despejada. Hoy era el día en el que empezaba la nueva exposición y se preveía que acudiera mucha gente. Y así fue. En cuanto llegué ya tenía un amplio grupo para realizar el recorrido, así que me dispuse a ello, intentando focalizarme en un trabajo que durante los últimos meses estaba siendo mi fuente de estrés y frustración. Estaba tranquila hasta que llegamos a la parte de Mesopotamia, y acto seguido me desplomé. La luz de las antorchas calentaba mi rostro, mis manos sintieron el tacto del suelo, y mis pies descalzos al descubierto eran acariciados por un leve viento procedente del vacío que se abría paso tras de mí. No estaba en el museo, desde luego. Había vuelto a aquel lugar que noches atrás visité en mis sueños, pero esta vez era distinta. Esta vez yo era ella de manera muy clara, escuchaba su voz como si fuese mía y su cuerpo reaccionó a mi necesidad de levantarme. Empecé a caminar como si mis pies supieran el camino que debía seguir, el habitáculo al que debía llegar. 10
Una pequeña habitación, con más penumbra que luz, iluminada por una pequeña vela que reposaba sobre una mesa y, tras ella se encontraba una mujer esbelta, con el pelo recogido y una vestimenta que, si no me equivocaba, parecía relucir. Su rostro era indescifrable, pero resaltaba el negro de sus ojos; no eran de este mundo. No apartaba la mirada de la mía, lo que me hizo sentir un fuerte escalofrío al mismo tiempo que continuaba acercándome de manera decidida, pese al nerviosismo que sentía en mis entrañas. Hasta que solo nos separaba la mesa. El silencio se adueñó de la habitación. No sabía quién era ella, ni qué estábamos haciendo aquí. Aunque tampoco sabía quién era yo en este momento. Acercó su mano hacia la mía, temblorosa, y las colocó palma con palma pero separadas por un diminuto espacio por el que ni siquiera corría el aire. De su boca comenzó a salir una especie de canción, o puede que un poema, que resonó en mí como si hubiese salido de mi puño y letra. Su voz retumbó en mi corazón, sus palabras recorrieron todo mi cuerpo, toda mi sangre, y juntas comenzamos a repetirlo durante un largo tiempo. De pronto paró como si una puerta se hubiese cerrado de golpe, como si el agua se detuviera y la naturaleza estuviese expectante. Me volvió a mirar fijamente, esta vez con unos ojos de tono rojizo, al mismo tiempo que cerraba mi mano en el puño y colocaba encima la suya. —Esto te pertenece mientras sigas en este mundo, y lo seguirá siendo cuando lo abandones. Pero durante un largo tiempo no lo encontrarás, no lo sentirás, desaparecerá de tu lado como el aire de tus pulmones y la sangre que bombee tu corazón—dijo con voz firme. —¿Por qué? ¿Qué es?—respondí casi sin voz, con un notable temblor en todo mi cuerpo— ¿Quién eres? —Soy quien tanto tiempo has estado llamando, a quien tanto tiempo atrás has acudido. Y así deberá seguir siendo, puesto que esto que ahora es tuyo sigue siendo mío, y tú debes protegerlo. Soy la diosa Inanna, la diosa de la guerra. No pude hablar, solo continuar mirando a quien tenía delante. Miré nuestras manos y después sus ojos. Consciente de la curiosidad y el miedo que me invadían, abrió nuestras manos. Ahí estaba. Aquel anillo. —¿Qué tiene este anillo de especial?—pregunté mientras me daba cuenta de que era una pregunta un tanto peligrosa teniendo en cuenta el gesto de desaprobación que me dirigió. —Esto no es solo una joya. Este anillo va a darte mucho poder, pero no un poder brutal ni tampoco violento. Un poder que ni el más arduo guerrero podrá alcanzar jamás, puesto que el poder de mi anillo te permitirá acceder allí donde otros no llegarán, donde nadie se esperaría entrar. Sin embargo…—volvió a fijar esa mirada fría pero ardiente sobre mi cara al tiempo que su voz se endurecía – no debes abusar de su poder, puesto que corres el riesgo de quedar atrapada dentro de él. Simplemente asentí, sin entender nada, hasta que hizo aparecer sobre la palma de su mano un anillo gemelo. Sin volver a dirigirme la palabra comenzó a andar hacia la oscuridad que se abría tras nosotras, un pasillo que minutos antes contaba con unas pocas pero suficientes antorchas para iluminar el camino y que parecía que nunca habían estado. Justo en el umbral de la penumbra 11
volvió a mirarme por encima del hombro. —Ya puedes marcharte allá donde estés, donde continúes buscando este presente tan preciado e importante. —¿Cómo me voy? ¿Cómo puedo volver?—dije al borde de la desesperación. Sonrió irónicamente, como si estuviese esperando esa pregunta, como si supiera que iba a ser lo próximo que iba a salir por mi boca. Se volvió hacia mí para decirme: —Eres la Suma Sacerdotisa, hija del rey Sargón. De la misma manera que has averiguado cómo llamarme a través de tus poemas, serás capaz de averiguar como irte utilizando el poder que se te ha entregado—dijo antes de establecer un silencio atronador entre nosotras. Su mirada me atravesó hasta los huesos, una especie de burbuja ardiente y pesada me rodeó, casi asfixiándome hasta que de pronto gritó—¡Enheduanna! Desperté sobre el suelo del museo, sudando, respirando agitadamente y rodeada de personas completamente desconocidas. Lo sentí, lo sentí como si no hubiese nadie ni nada más en el mundo. Sin mediar palabra ni dejarme ayudar, me levanté rápidamente y fui directa a su llamada. Apoyé las manos en el cristal del expositor, agotada como si hubiese estado miles de años corriendo tras de él, pero allí estaba, frente a mí. El anillo de invisibilidad de Inanna que le fue entregado a la Suma Sacerdotisa acadia, Enheduanna. Y, a través de mí, consiguió volver a encontrarlo. 12
· Hut-Hor , palacio de Tebas, Egipto · «¿Cuántas lágrimas eran necesarias para olvidar lo que una ha vivido?» —se preguntaba constantemente la reina mientras intentaba contener la respiración para evitar que la tos la ahogase por completo. Hacía varios días que sentía cómo la vida se le escapaba a través de la boca, en ese carraspeo que dejaba un rastro de sangre bajo su pañuelo de lino. El frío y su edad avanzada la aquejaban desde el principio del verano. Los médicos se habían negado a visitarla y las pocas personas que aún le eran leales no querían verla por miedo a las represalias. Sentía débiles las articulaciones y sus huesos parecían que iban a deshacerse poco a poco, los escalofríos apenas le permitían conciliar el sueño. Sabía perfectamente que su hora estaba cerca, pero se negaba a perecer después de todo lo que había conseguido y lo que había perdido para seguir ahí. *** Hatshepsut no era una mujer cualquiera y a lo largo de su vida había logrado que la recordasen. Su padre le había dejado muy claro su postura otorgándole ser la próxima faraón, pero en un mundo en el que los hombres poseían el poder era complicado hacerse un hueco y mucho menos ser venerada y aceptada. Aún recordaba las palabras de su madre cuando puso sus manos sobre sus mejillas y la besó en la frente: nadie nos otorga poder porque temen que lo empleemos sin ambiciones crueles como la guerra y porque nos creen débiles, pero somos más fuertes de lo que imaginas. Tenlo siempre presente, Haty, y nunca olvides que eres una faraón, elegida por los dioses para cumplir con su propósito, servir a tu pueblo y procurar su bienestar. No temas pelear lo que te pertenece. [1] Referencia a la época de otoño en el calendario egipcio, equivalente a finales de octubre en el tiempo actual. 14 RODRIGO ABAD Hatshepsut Hatshepsut. (alrededor de 1508 a.C. - alrededor de 1458 a.C.) Fue una faraón que gobernó durante más de veinte años, primero junto a su esposo y después de manera independiente hasta que su sobrino Tutmosis III accedió al trono. Su reinado está marcado por ser un periodo pacífico y de desarrollo para el país, a pesar de que tuvo un comienzo complicado y un desenlace marcado por la tragedia. [1] instagram y twitter @rodrigoabad97
Y desde luego así lo hizo. Cuando Haty descubrió que los planes para ella se desvanecían con la llegada de su hermanastro Tutmosis al mundo, se hizo a sí misma una promesa. Conseguiría a toda costa llegar al trono y a lo que los dioses habían designado que debía ser su futuro. Comenzó entonces a formarse en secreto para gobernar, a estudiar las estrellas, los nuevos hallazgos de los cultivos, la geografía del Nilo y las cartas de navegación de los eruditos de su tiempo. Cada noche rezó sin descanso a la diosa Isis para que le concediese su mayor deseo, que era suceder a su padre en el trono de Egipto. No importaba lo que los sacerdotes dijesen, pues estaban convencidos de que Tutmosis era el candidato idóneo. Contra más le negaban la posibilidad de cumplir con su deber, más empeño ponía Haty para que la viesen como sucesora. La revelación llegó cuando una noche, en la que el viento mecía los árboles y la fina arena del desierto, Isis se apareció en un sueño de Hatshepsut. Su luz era cegadora y su rostro era apenas perceptible tras tal destello. Sin embargo, aunque se trataba de una diosa no tuvo reparo en dirigirse a la joven princesa. —Hatshepsut, he escuchado tus plegarias y, aunque es difícil lo que me pides, voy a otorgarte tu deseo. Amón está de acuerdo en que has de ser la reina de Egipto, mas no será fácil pues existen varias condiciones —añadió Isis tras anunciar que Haty conseguiría el trono. —Acepto tales condiciones, mi señora celestial, si así son los anhelos que Amón me encomienda —respondió Haty sin saber que estaba dormida. — ¿Serías capaz de acceder sin conocer a lo que te enfrentas? Pecas de obstinada o tienes el valor suficiente para la tarea que va a serte encomendada. Las condiciones son sencillas y, a pesar de aceptarlas, te serán nombradas. La primera de ellas es que jamás conocerás el amor aunque te lo propongas, pues un líder no cree en la debilidad y así lo entienden también el resto de los dioses — anunció Isis con severidad—. Por otro lado, la única forma posible para que consigas el poder será que te unas a Tutmosis en matrimonio. Él es un hombre sabio y sabrá apreciar tus consejos, pero no vivirá eternamente. Aprovecharás su debilidad, pero quién sabe hasta dónde llegarás cuando obtengas lo que más deseas. —Así lo haré, mi señora. Cumpliré con tales circunstancias y seré fiel a mi palabra — sentenció Haty reverenciando a la diosa por concederle lo que tanto había pedido. —El camino hacia el poder es incierto y más cuando aún no se está preparada, y por tu devoción quiero entregarte un presente —le dijo Isis mientras se acercaba a ella con las manos juntas. Al separarlas apareció entre ellas un anillo con una piedra de color esmeralda—. Este amuleto será tu salvación si en algún momento necesitas huir, pues cuando lo lleves encima tus enemigos y aquellas personas que quieran dañarte serán incapaces de localizarte. Con estas últimas palabras Haty despertó del sueño confusa. Al hallarse en su lecho pensó que todo había sido una pesadilla, pero al descubrir en su dedo índice el anillo de Isis comprendió que la diosa le había otorgado no solo un regalo, sino su mayor anhelo, gobernar Egipto. 15
Las palabras de Isis se cumplieron y Haty se casó con su hermanastro Tutmosis años más tarde. Ninguno de los dos se sentía aprecio y ambos se unieron por causas de común interés. Ella quería ser reina y él quería legitimar su ascenso al trono por ser hijo de una segunda esposa. Pero los planes de Hatshepsut cambiaron por completo cuando nació su hija Neferura. La pequeña princesa provocó que el curso del destino se volviese en contra de Haty. Ella había prometido a los dioses no conocer el amor, mas le fue imposible después del nacimiento de su hija. Neferura era la encarnación del amor verdadero y Haty no había superado la prueba divina a la que había sido sometida. Lo comprendió cuando Tutmosis se unió a una concubina y ellos tuvieron otro bebé. Un varón. Un niño que cambiaría la suerte de Haty y de su pequeña, que la devolvía al punto de partida. Sin embargo, la enfermedad arrastró a Tutmosis al inframundo en plena juventud y Haty vio en ello una nueva oportunidad. Ahora no era la esposa del rey, sino la regente de un niño al que podría manipular a su antojo y gobernar a través de él. Y así lo hizo, tomó el poder a la fuerza y se autoproclamó reina-faraón. Sin embargo, necesitó algo más que su ingenio para tomar las riendas de Egipto y ello se debía a numerosos compromisos con altos cargos del reino. Hatshepsut dedicó su reinado a procurar la paz y el bienestar de su pueblo, sin entrar en campañas bélicas con los territorios vecinos que pudiesen mermar su ejército. Para potenciar una imagen positiva de sí misma en su pueblo decidió recomendada por sus consejeros adoptar una apariencia más masculina, portando perillas postizas tal y como si fuese un hombre. No obstante, Haty sabía que era cuestión de tiempo que los nobles y sacerdotes se volviesen en su contra. Esos hombres eran ambiciosos y no desaprovecharían ninguna oportunidad de poder aumentar sus riquezas o expandir el territorio de Egipto. Ella era conocedora de la prueba del faraón, una estrategia para comprobar hasta qué punto el dios Amón deseaba que el trono fuese ocupado por ese monarca, y que consistía en iniciar una batalla al norte del país. Para Haty fue fácil organizar a su ejército y vencer en la frontera con Siria, ya que contaba con los conocimientos necesarios para hacer frente al conflicto como le había explicado su padre en su infancia. Pero todo cambió a medida que su hijastro Thutmose fue creciendo. A pesar de que a Hatshepsut se la consideraba la reina-faraón, en realidad sólo cumplía con las funciones de una regente, preparando el ascenso para el joven muchacho. Haty sabía que no podría permanecer en el poder eternamente y pidió a sus consejeros que le dijesen cómo debía actuar en ese momento, pues veía peligrar su vida y su posición. Todos le respondieron que la única alternativa que tenía era entregar a Thutmose a la princesa Neferura y que con su matrimonio cesasen las disputas sobre el futuro de Egipto. Hatshepsut sabía que eso no iba a ser del agrado de su hija y no se equivocaba. 16
—No puedes pedirme que haga eso, madre —le dijo la princesa—, Thutmose es solo un niño y a ojos de los dioses y de los míos es como si fuera mi hermano. ¿Por qué quieres verme infeliz? —¿Crees acaso que yo tuve elección, Neferura? ¿Crees por un instante que yo fui feliz? —Haty se hallaba consternada—. Es la única forma de que podamos seguir con nuestro modo de vida. Los dioses quieren que tú seas la reina y si para ello tiene que ser con este enlace entonces así será. —¡Pero madre, yo…! —Neferura calló antes de confesar aquello que albergaba en lo más profundo de su ser. Sabía que su madre no sería capaz de comprenderla, pero ella ya había entregado su corazón a otra persona, un escriba—. No puedo cumplir con tus designios. ¡No lo haré! —replicó la princesa con un talante firme. Hatshepsut era una mujer orgullosa y a pesar de que su hija era la criatura que más amaba en el mundo no fue capaz de perdonarle el hecho de que tirase por tierra todo lo que ella había peleado. —Lo siento hija mía, pero lo que te he comunicado se hará realidad te guste o no —sentenció Haty con firmeza. Neferura abandonó la habitación sabiendo que no solo dejaba atrás a su madre, sino que se reuniría con su amado aunque intentasen impedírselo. Con maestría se coló en los aposentos de su madre y hurtó el anillo de Isis, aquel que la propia Hatshepsut le había confesado que utilizaba cuando quería evadirse del mundo. Armada con ese único objeto se marchó del palacio de Tebas y fue al encuentro de su amante. Los dos habían planeado huir a Nubia en cuanto les fuese posible y ahora era la oportunidad perfecta. Neferura y el joven se reunieron a las orillas del Nilo y embarcaron para escapar de una vida que les sumía en la tristeza, donde no podían estar juntos. Nadie sabe si fueron los dioses o el destino, pero la fuerte corriente hizo que la balsa se hundiese y que los dos amantes pereciesen en las profundidades del río. Días más tarde de la desaparición de Neferura, Haty descubrió que su querida hija había sido vista huyendo con el escriba, pero nadie les había vuelto a ver. Hatshepsut sabía que la muchacha se había llevado el anillo y que sería imposible hallar su paradero, mas lo que no conocía es que al llevar el anillo consigo no serían capaces de localizar su cuerpo. Por más que intentaron buscarla no lograron hallar ninguna pista y eso sumió a Haty en una profunda tristeza. Se encerró en su palacio y abandonó por completo sus deberes reales, por lo que su hijastro Thutmose asumió finalmente el mando. Poco a poco la corte fue abandonándola y la popularidad con la que había gozado en sus últimos años de reinado se desvaneció como una gota de agua en la arena del desierto. Hatshepsut pensó que los dioses la habían castigado por incumplir su promesa y, al igual que le habían concedido su deseo, igualmente le habían arrebatado a su hija. *** 17
«¿Por qué su amada Neferura no había vuelto aún?» —pensó la reina a medida que sentía cómo perdía el aliento y la vida se le escapaba entre suspiros casi imperceptibles. La diosa Hathor no tardaría en aparecer para acompañarla en su camino hacia el más allá, donde finalmente sabría si era digna de conseguir la vida eterna. A pesar de ello tenía miedo, pues en su soledad, sin amigos ni apoyos, nadie querría enterrarla para con sus pequeñas riquezas poder hacer frente al largo viaje que tenía por delante. Poco a poco Haty sintió cómo su débil corazón se saltaba varios latidos y con varias lágrimas deslizándose por sus mejillas terminó por apagarse al llegar la madrugada. Como si se tratara de un sueño, Hatshepsut se halló en el inframundo. No era para nada como se lo habían descrito durante su vida, sino que lucía mucho peor. Se trataba de un desierto oscuro, con el suelo de piedra y más frío que cualquier invierno que Haty hubiera conocido. La diosa Hathor la saludó y le encomendó que se uniese a los demás mortales que comenzaban su peregrinaje para ver si eran dignos de obtener la vida eterna. Hatshepsut caminó sin descanso durante un mes entero, sin saber si su corazón sería lo suficientemente puro como para superar la prueba de la balanza. Si la pluma de Maat era más ligera que su propio corazón el devorador de almas le impediría alcanzar el paraíso. No obstante, a Haty eso no le importaba, porque había muerto sin poder despedirse de su querida hija. —No debéis ser tan altiva, mujer —le sugirió la diosa Hathor que había observado a Haty durante todo su viaje al último juicio—. Sólo alcanzaréis el más allá si no albergáis pecado alguno en vuestra alma. —Es posible que a lo largo de mi vida haya pecado, mi señora, pero hay hechos que no logro perdonarme a mí misma, y eso es mucho más pesado que mis faltas. Es la culpa la que me impide considerar que el más allá en caso de alcanzarlo vaya a satisfacerme—respondió Hatshepsut con total sinceridad. ¿De qué servía ser poderosa si no tenía a su lado a su pequeña Neferura? ¿De qué le había servido llegar a ser faraón si no podía volver a abrazar a su hija? Antes de poder llegar al juicio final debía perdonarse a sí misma y estando a las puertas de la balanza no podía hacerlo. Llegado su turno el dios Anubis presentó el corazón de Hatshepsut y lo colocó sobre la balanza. La pluma de Maat apenas se movió, lo cual significaba que Haty podría ir al más allá. Sin embargo, hubo de enfrentarse a los jueces para ver si la suerte seguía de su parte. —A lo largo de mi vida he pecado como cualquier mortal —confesó Hatshepsut— y no cuestiono que el designio de los dioses fuese que me convirtiera en reina. Así lo cumplí cuando Isis me lo solicitó según los deseos de Amón, pero no quiero faltar al respeto de sus divinidades si les digo que lo único que me haría feliz sería reencontrarme con mi querida hija. He comprendido que la vida no se basa únicamente en nuestros propios anhelos, ni tampoco en el poder. Lo reconozco, quizá a sus ojos he sido débil, pero a veces el amor nos hace sentir indefensos. Sin embargo, no hay nada más puro que ese sentimiento. Pueden juzgarme y no cumplir de nuevo mis deseos, pero no aspiro ir al más allá y a ese paraíso si no puedo ver de nuevo a mi hija —concluyó Haty como si sus declaraciones fuesen la única verdad que conocía en ese instante. 18
Las palabras de la reina fueron bien vistas por los jueces y Osiris dictó sentencia: no siempre seremos capaces de conceder lo que pedís los mortales, pero tu corazón es puro Hatshepsut, puedes continuar tu viaje. Al momento, como si se tratase de una tormenta todo se desvaneció en una estela blanca y Haty desapareció. En sus oídos resonó el canto de los pájaros como solía escucharlo en el jardín de su palacio. Abrió los ojos y parecía que había vuelto a Tebas, a su adorado oasis de sosiego, donde había crecido y había sido feliz un tiempo. Y allí estaba su madre, recogiendo unos nenúfares de la superficie del estanque. Si su madre se hallaba allí eso quería decir que había superado el juicio. Hatshepsut se acercó a ella y ambas se abrazaron. Pero lo que Haty no suponía es que alguien más la esperaba en el más allá. Sus facciones le eran conocidas y no cabía ninguna duda de que era lo único que más deseaba ver en ese momento. Neferura se aproximó hacia su madre y la tomó por las manos con la cabeza agachada. La vergüenza y el remordimiento brotaba de sus ojos en forma de lágrimas. No sabía cómo disculparse con ella. —Madre, te he esperado tanto tiempo que no sabía si volvería a verte. La abuela ha cuidado muy bien de mí. Perdóname, por favor. Perdóname por haberme escapado y haberte abandonado, pero sobre todo por querer que murieses para que nos reencontrásemos —expresó Neferura con los labios temblorosos por la aflicción. —Una hija no debe pedir perdón a una madre por los errores que cometió esta última. Nunca he dudado de los dioses ni de su benevolencia, y ahora sé que lo verdaderamente importante es tenerte a mi lado. Perdóname tú, mi amada hija, por no haber comprendido tus anhelos — respondió Haty mientras la abrazaba, sin querer despertar de ese sueño en el caso de que lo fuese. Y así, las tres mujeres de tres generaciones de reinas-faraón descubrieron que hay algo que nunca debe perderse. El amor y el respeto por las ancestras, aquellas que tejen redes de apoyo y que allanan el camino, para llegar al más allá, aunque ese sea sólo el perdón y construir historias comunes. 19
Para Maritza y Olalla, por dar voz a las enterradas. los escuché cuando cavaron todos aquellos años como hormigas sobre mi lecho los escuché cuando me desenvolvieron capa a capa mes a mes adorno a adorno los escuché cuando dudaron [¿todo esto para ella?] pero también hija mía escuché cuando lloraste un felino tierno recostado les indicó el camino que el Huachuma plantó en su espíritu abierto donde se posan los búhos que transportan a los muertos me encontraréis sagrada y humana envuelta en oro y piel en arañas y serpientes gobernadora y santa del dios Aiapæc el hacedor que protege y decapita marcada por lo divino escogida por mi pueblo sabia fértil poderosa pero 21 Violeta Arana instagram @v__arana Dama de Cao Dama de Cao (año de nacimiento y muerte desconocido). Nombre que se le da a una mujer de la cultura mochica, cuya momia fue descubierta en 2006 en uno de los templos más importantes de esta cultura prehispánica peruana. Su descubrimiento es de suma importancia, porque sus restos demuestran su posición como máxima gobernante, a nivel político y teológico, así como su consideración como figura divina y sobrenatural. Se cree que murió de parto o poco después de este.
yo también amé yo también tuve miedo y me hallo menuda ante el abismo de la inmortalidad de los que murieron en mi nombre solo recuerdo a quien di la vida el alma que tejí con ojos de águila chicha de maíz y el barro de mis ancestros aquella que ahora llora ante mi regreso deshicieron mis trenzas desmenuzaron mi tumba mis armas y mis túnicas pero todo habrá valido la pena si puedo legarte una verdad enterrada no fui la única no siempre fue así y tampoco permanecerá. 22
La sangre enemiga empieza a hacerse costra por el cuerpo de Boudica, que tiene las escápulas rígidas de blandir la espada y los muslos a un suspiro de ceder bajo el peso de todas las vidas que se ha cobrado. Si se sigue secando, el rojo acabará por tapar el color de las runas tatuadas en sus brazos. También será difícil reconocerla a la sombra de las llamas que devoran Camulodunum, pero ella quiere llevarla encima como la piel de un oso recién despellejado, aún fresca y bien apestosa. Boudica se recreará con esta victoria hasta que la sangre entre sus dedos se desvanezca de tanto lamérselos, porque, al menos por esta noche, se ha ganado su nombre. Camina con la espada enfundada y un puñal apretado entre los dientes, pues tiene las manos ocupadas transportando cadáveres. Ahora que icenos y trinovantes están limpiando las calles que antaño fueron suyas de romanos, han perdido la cuenta de los que arden en la pira ya —más de cien, más de mil, el montón apenas se sostiene. Boudica piensa que cuanto más grande sea el sacrificio ofrecido, mayor será la recompensa. Hace tiempo que Andraste enmudeció, aunque eso está a punto de cambiar; ha urdido un plan para hacerla hablar, para traerla con ellos de nuevo. Boudica se deshace del cuerpo con un gruñido animal. Cuando lo arroja, los músculos abultados de sus brazos se ensanchan doloridos hasta que parece que van a caerse a pedazos, hasta dejar solo los huesos colgando. El humo espeso le enrojece los ojos. Tras darle una patada a la pierna desperdigada de un soldado, se dirige al grupo de hombres que mantiene el fuego en su punto con un gesto brusco de la mano. —¡Avivad esto! —les ordena medio áfona. Como se ha pasado el día clamando gritos de guerra a capa y espada, la aspereza en su voz se ha vuelto un ronquido grave y gangoso—. No es suficiente para alimentar a la diosa de la victoria. Andraste no acudirá si no la veneramos como es debido, está muy debilitada. 24 Ariadna D. twitter @_arixdnx_ @althewildthings Boudica Boudica (30 d.C - 61 d.C). Para este relato me he basado en la relación de culto que Boudica estableció con la deidad britana Andraste, a la cual invocaba en sus batallas para asegurarse la victoria, y en la frialdad y crueldad característica de la icena. También he recogido el episodio de Camulodunum, donde los romanos perecieron bajo la revuelta que lideró Boudica, y he querido hacer mención a la destrucción de la isla druida de Mona como pérdida autóctona de toda una tradición. Asimismo, he dado sutiles pinceladas contextuales como el acuerdo "pacífico" entre Prasutago y Roma, que los últimos incumplieron, y la violencia que cayó sobre Boudica y sus hijas tras la muerte del primer [1] Tribus britanas. [1]
—Sí, reina Boudica. Pero ella no se detiene: —Quiero una fogata tan alta que sea visible desde el otro mundo. Servirá de aviso al resto de colonias romanas, ahora que hemos reducido a cenizas la más grande: recuperaremos nuestros territorios. Una vez asegurado el mensaje, recoge una antorcha y pone rumbo a su siguiente destino. Aprovecha que las callejuelas más estrechas se han vaciado para tomar aire. El corazón le machaca el pecho y las sienes como un martillo; si aflojara el paso un instante, está segura de que oiría la sangre bombearle el cuerpo. Con la boca, se desata las muñequeras de cuero que le han mordido la piel, las deja caer, y se maravilla al ver las venas azules todavía en su sitio. El fuego dibuja su sombra ondulada en el suelo mientras avanza. Su melena del mismo color parece de carboncillo si mira hacia abajo. Tiene nudos a la altura de la cadera y el resto enmarañado. Sería mejor si se lo recogiera antes de cada batalla, pero le gusta que la vean venir. Ella no se esconde. Se detiene frente a lo que queda del Templo de Claudio con orgullo, el pecho fuera y los hombros cuadrados. Ha venido aquí porque sabe lo que significa: el golpe más bajo para el Imperio. La conquista que retomaron hace dieciocho años, ahora retrocede. Las tribus bajo su mando han saqueado el interior, donde ahora solo quedan ruinas y un puñado de llamas que lamen, mansas, las columnas que se mantienen en pie. Cuando mañana el sol salga de la tierra, no quedará nada. Boudica sigue el camino de escombros hasta la naos, la cámara principal del templo que alberga a las divinidades, y se dejar caer sobre los restos de una columna partida. Necesita un momento para pensar. Los huesos le crujen como ramas secas al sentarse, y la cadena de chasquidos reverbera por la sala antes de morir, demostrando que no queda nadie salvo ella. La hendidura en el techo por la que se filtra la noche sin luna es un augurio que aún no sabe cómo interpretar. Al rascarse la nuca, descubre que acumula sangre en la base del cuello, incluso en su torque dorado, un collar que roza con cuidado. Es rígido, redondo y abierto en la parte anterior, igual que una herradura. Tal vez sea lo único que trate con tanto cariño como a sus hijas. Sin embargo, el detalle más especial está en las puntas esculpidas en la forma de dos liebres, el animal sagrado de la diosa de la victoria, lo que evidencia un sino ya forjado. Lo estaba acariciando cuando asesinaron a una romana frente a ella, a sangre fría. La mujer arrodillada no gritó, no se opuso, solo alzó ligeramente el mentón hacia Boudica, y le preguntó en un murmuro partido: «¿Por qué?», que venía a significar algo parecido a «¿Por qué permites esto? ¿Por qué no lo detienes? Yo soy inocente». El rebelde iceno que la sostenía le rebanó el cuello poco después, pero Boudica no le quitó el ojo de encima hasta que la herida dejó de rajar sangre y la mujer se quedó vacía e inerte. Había estado con el ceño fruncido desde entonces. 25
¿Por qué? ¿Acaso no era obvio? Porque la venganza no es dócil, sino cruel. Porque Boudica quiere poner fin a la invasión y librar a las tribus del daño que los romanos infligieron en su propia casa. El sudor le adhiere la espalda al peto de cuero que no se ha quitado en días. Sisea de dolor cuando mete una mano por la tela de la camisa húmeda e intenta airear sus cicatrices. No se las ha visto, pero sabe que son irregulares, odiosas, como si la furia de Taranis hubiera caído directamente en su carne. La desnudaron y la azotaron hasta que la piel de su espalda se abrió como una flor. Pensaban que lograrían amedrentarla con esas heridas, pero no contaban con que ahora acumulasen todo el rencor del mundo. Boudica vive del enfado desde que le arrebataron la paz y, por el camino, se ha vuelto insaciable. Le atormenta una sed que le seca la garganta cada vez que se mueve, no importa cuánta sangre enemiga beba para aplacarla. La saborea en el paladar, pero sobre todo en la punta de la lanza. Da igual cuántos cuerpos atraviese con ella, es una ira que la quema desde dentro y que morirá consigo. Ha hecho las paces con la idea; agonizaría por la causa o viviría para ver a los romanos derrotados, pero en ninguno de los casos ignoraría el calor que corroe su cuerpo y pide justicia cada vez que aparece un nuevo hueco vacío en sus filas. ¿Por qué? No hay otra cosa que Boudica pueda ofrecerles salvo el dolor y el consuelo de la muerte. Claro que podría regresar a casa con los icenos, colgar el manto y poner los pies sobre la cama mientras afila su colección de dagas. Por supuesto, podría relajarse haciendo rechinar el cuchillo contra la piedra hasta que el dichoso chirrido se le metiera entre las muelas. Aunque para hacer todo eso tendría que dejar de escuchar los plañidos de su gente primero. Los romanos encabezados por Suetonio Paulino deberían arrancar sus armas de los cuerpos mutilados que han dejado a lo largo de Albión , y después marcharse. Sin embargo, las tribus que Boudica ha congregado saben que eso es impensable: tienen que expulsarlos ellos, pero no pueden hacerlo sin la ayuda de los dioses. De repente se ha quedado tan sola que quiere hablar con alguien. —¿Dónde estás, Andraste? —murmura una vez más, rozando las liebres de su torque. Decide ignorar el silencio que le responde de vuelta—. Necesito tu guía. La mayoría de divinidades han muerto. Desde que los romanos empezaron a conquistar territorios, la isla se ha debilitado poco a poco como un cuerpo en descomposición. El cielo empalidece hasta tornarse casi blanco; la naturaleza se desgrana; los bosques se vuelven inquietos, inseguros… Al invadir Albión no solo han subyugado a muchas tribus, sino que también han oprimido sus creencias, aniquilado a sus protectores. La destrucción de la Isla de Mona fue la estocada final; los 26 [2] Era el dios estruendoso, del trueno, la luz y el cielo. [3] Albión es el nombre más antiguo conocido de la isla Gran Bretaña. Por otro lado, el nombre de Britania procede de la denominación latina Britannia que se dio en el Imperio romano a la isla, por eso he decidido no utilizarlo. [2] [3]
druidas habían sido el vínculo entre los dioses y los hombres, pero con su erradicación ahora andaban a su suerte. El primero en caer fue el psicopompo de Arawn, rey del mundo de los muertos. Lo sabe porque acudió a ella personalmente en sus últimos días, cuando de él solo quedaban un torso, una pierna y un brazo con el que se sujetaba la cabeza medio cortada. Se rompía a trozos. Sin almas que atender, sin nadie a quien ayudar a cruzar —los nativos morían bajo las condiciones del opresor—, la muerte terminó por alcanzarle a él. A Boudica le quedó claro que un dios desahuciado solo era un hombre, y un hombre es carne apetecible para el cuchillo, reemplazable por otro igual. De modo que si Andraste ha desaparecido de verdad, entonces Boudica ocuparía su lugar. No iba a permitir que su gente luchase sin protección. Por ello, y porque todavía hay un asunto pendiente que no se ha sacado del pecho, el cual pesa más que las armas que carga, se lleva dos dedos a la boca y silba. Tarda un poco en llegar, pero da igual dónde se encuentre, siempre termina apareciendo ante ella el último don del psicopompo: una escoba voladora con la que bajar al inframundo. La madera de fresno es discreta, conoce el camino y solo responde a la llamada de Boudica, que se convirtió en su portadora desde el momento en que la sostuvo en las manos. »—Ya nadie se sube conmigo para viajar al Otro Lado —le dijo a modo de últimas palabras—. Coge la escoba como protectora de los que habitan en Albión y utilízala para acercar nuestros mundos cuando lo necesites. Espero que te guíe, y espero que puedas guiar a las almas perdidas a través de las vicisitudes que os esperan. Se sube a ahorcajadas y el palo cede ligeramente ante su peso, poco acostumbrado a los huesos y los músculos de una guerrera mortal. No obstante, pronto se estabiliza, y Boudica vuela hacia los confines de Albión donde le aguarda su cita de esta noche. Antes de abandonar el templo, suelta la antorcha entre los escombros y desenfunda la espada una última vez. La cabeza pétrea de Nerón , cortada casi a bocados, se hunde en las frías aguas del río sin nadie para contradecirla. Ω Nunca ha hecho este descenso antes. El mundo pierde color a medida que baja, como si se desangrara lentamente, incluida ella misma. Se le enfrían las manos y se le entumecen las mejillas, todo el peso de la última batalla hace mella sobre su postura encorvada. Cuando aterriza, sabe que está en una explanada de tierra estéril. No es así como solían describirlo los druidas; antes, el Annwn se erigía como un mundo de placeres y juventud eterna, pero las cosas han cambiado bastante, claro. 27 [4] En el momento de las revoluciones encabezadas por Boudica, entre los años 60 y 61 d.C., Nerón era el emperador de Roma, y fue el encargado de extender el proyecto invasor de Claudio, a quien sucedió. [5] El inframundo u Otro Mundo. [4] [5]
Todo se marchita, todo se desmorona. Los árboles de ramas raquíticas y deshojadas apuntan en la misma dirección: hacia delante. A Boudica le cuesta respirar. El aire es denso aquí abajo. Desconoce si hará frente al propio dios del inframundo por haber traspasado su reino, no sabe por dónde empezar a buscar. Cómo invocar. Del suelo de piedra negra brota un pilar mal hecho. Se detiene a la altura de la cintura de Boudica, y los pedruscos se unen para cerrarse en una especie de cuenco, creando un pequeño altar. No hay nadie para explicarle cuál debe ser la ofrenda, pero ella ya lo sabe. Saca el puñal y se corta la palma de la mano con destreza. Una línea roja y uniforme cae hacia abajo. El resto, es una historia tan antigua como el sol. La piedra sisea, del suelo se levantan sombras opacas que van hacia el olor de la sangre y, en medio de todas ellas, ahí está, como si la hubiera estado esperando todo este tiempo. Sus ojos blancos, perdidos en el flujo del tiempo, recobran su antiguo color cuando la ve. —¡Boudica! Oh, Boudica, te he echado de menos. Prasutago extiende los brazos olvidando que no puede tocarla. Ya no. Parece inflado de agua, se mueve con una languidez poco característica. Su mujer es incapaz de discernir si le ha crecido la barba, o si ha rejuvenecido lo que los disgustos le quitaron. Tampoco le importa. El antiguo rey iceno comprende que algo va mal cuando Boudica se acerca a él en silencio, apartando al resto de sombras con las manos. —¿Boudica? —Insiste de nuevo, ahora algo más apenado—. El hedor de las piras funerarias llega hasta aquí. ¡Nuestra gente se muere! ¿Qué está pasando? Ella aprieta la mandíbula y lo único que puede escupir es desdén: —Tú, eso es lo que ha pasado. —Hay tanto odio que le tiembla el labio—. He venido para decirte que eres un cobarde por negociar con bestias en vez de comértelas. Y que te perdono por ello, pero tus decisiones son una vergüenza para mi nombre y para los icenos. —No lo entiendo… —Prasutago se lleva las manos a la cabeza. La mala noticia lo funde lentamente—. Teníamos un pacto con Roma… Un trato favorable a cambio de nombrar coheredero a su emperador. —¡Mintieron! —brama ella, y tiene que controlarse porque no quiere echar el corazón por la boca—. ¡¿Cómo pudiste fiarte del enemigo?! ¿Sabes lo que les hicieron a nuestras hijas? ¿Lo que me hicieron a mí? Prasutago se deshace entre sus propias lágrimas. Pide disculpas con la voz cortada a medida que va perdiendo forma, pero Boudica alza la mano para detenerlo. —No he venido hasta aquí a compadecerte, solo quería que supieras el destino que nos has dejado. Arrepiéntete toda la vida, ahora te puedes marchar. —Lo señala con el dedo antes de seguir—. Esta ha sido la última vez que nos encontramos. Cuando muera, no te buscaré. Mi nombre será recordado en el tiempo como aquella que luchó por la libertad de los icenos. El tuyo, no. No se le ocurría un desenlace peor. 28 [4]
Quiere irse ahora que siente el pecho más ligero. Está a punto de meterse en la boca el índice y el pulgar cuando alguien nuevo la llama: —Boadicea. Lo oye alto y claro. El romano se regodea en la palabra como si fuera una presa dulce que masticar. Pasea su nombre por todo el paladar, aunque ese no es el suyo, no exactamente. Solo la llama así porque siente la impunidad para hacerlo. Boudica quiere partirle los dientes con los nudillos y hacérselos tragar por la apertura que tiene justo debajo de la nuez, que deja colgando un amasijo de carne destripada. —Boadicea —dice de nuevo, y esta vez ella no se contiene a pesar de que el soldado solo la está tanteando. —Boudica —le corrige ella. La hoja afilada se desliza como si nada a través del cuello ya abierto en canal—. Si te queda algo de honor, me mostrarás algo de respeto. El romano arruga la cara, una que es parecida al rostro del enemigo con el que sueña todas las noches. No es él, pero comparten los mismos ojos ahuevados y el pelo cortado por el mismo patrón, como si un caballo les hubiera dado un bocado. Siente la sangre bajo la lengua. —No lo tengo para salvajes como tú —masculla con malicia—. Os conquistaremos a todos hasta que no seáis dueños ni de vuestros nombres. Boudica le escupe. Nunca lograrán separarla de ella misma. —Poseo la fuerza suficiente para arrancarte los ojos con los uñas aunque seas una sombra. Si no lo hago es porque quiero que seas testigo de vuestra ruina, y entonces desees no volver a ver nada nunca más. No se queda para saber su respuesta porque no le importa. No habla con bestias, solo les da caza. Su cometido aquí era otro y ya ha cumplido su parte, ha zanjado lo que debía poniendo un mundo de por medio. Ahora puede seguir. Sale de allí dejando un pequeño remolino de polvo cuando alza el vuelo. No es como montar a caballo, pero puede acostumbrarse. La escoba la deja unas calles más allá del templo, a tiempo de ver el cielo rasgarse en dos para la subida del sol. El naranja lo inunda todo, no del color del ámbar pero sí de algo semejante a la esperanza, al de su pelo. Agacha la cabeza porque mirar hacia arriba es insoportable después de haber estado sumida en las tinieblas toda la noche. Es en este cambio de escenario cuando cree que todavía queda alguien velando por sus almas. Los icenos marchan desde la calle principal para reunirse con ella, seguramente buscando nuevas instrucciones ahora que han recuperado Camulodunum. Justo antes de unirse a ellos, una liebre de pelaje pardo cruza la calle paralela impulsándose en sus patas traseras. Se detiene un momento para mirar a la reina icena con ojos ámbar, amables, y luego desaparece al doblar la esquina. Boudica está tan cansada que podría colapsar, pero no se lo permite. Sonríe por dentro y estira la espalda. Por fin. Tiene un designio que cumplir. 29
La noche estaba envuelta en un manto frío y la luna alumbraba el vacío que envolvía las calles de la capital china. Todo estaba decorado con luces navideñas y árboles con estrellas en lo alto de sus copas. A esas horas la mayoría de niños ya visitaban el mundo de los sueños, lo que provocó que las luces de la calle se desconectasen a las once en punto de la noche, ahorrando electricidad. Por el contrario, se podía diferenciar entre la oscuridad la luz de una vela, asomándose por la ventana de un piso superior. Allí dentro, abrazada por el calor y protegida por la inocencia, se encontraba sentada enfrente de su escritorio la hija menor de la familia Li. La muchacha, de pelo ondulado, observaba con sus oscuros y verdosos ojos una enciclopedia que tenía el lomo rasgado y hojas amarillentas. Li Wen acababa de cumplir dieciséis años y había creído que al fin podría dedicarse a lo que le hacía feliz, que era diseñar prendas de ropa de todo tipo. Por el contrario, sus padres no pensaban igual que ella y la habían obligado a seguir estudiando. En la familia Li, tener estudios era algo importante, tanto que la simple idea de sacar una nota inferior a 8 no estaba bien visto. Y fue esta misma ideología la que apagó por completo las ganas de aprender de la primogénita. Porque al final, si no dejas que una flor vea la luz del sol, no podrá crecer y morirá. Así se sentía Li Wen, una flor marchitada. No podía dedicarse a lo que quería, nadie la había animado a ello, y estaba condenada a seguir un camino que odiaba y la hacía sentir inferior, inútil e incomprendida. Aquel 28 de diciembre Li Wen estaba en su cuarto, debía empezar un proyecto que le habían mandado en lengua, aunque se negaba a hacerlo. Ese mismo día había discutido con su padre, porque en el último examen había sacado un seis. Una nota que le había costado mucho esfuerzo y noches en vela. Claro que, eso no le importaba a su progenitor, él no veía el trabajo que le había costado entender la materia. Solo veía un número y esa cifra no le gustaba. Su castigo fue quedarse en su cuarto toda la tarde sin internet, así que, para su trabajo, solo podía usar enciclopedias. Libros antiguos donde salía todo lo que necesitaba, o eso decía su padre, aunque a ella le costaba creérselo, puesto que aquel libro era demasiado grueso y aburrido. El proyecto que le había tocado hacer trataba sobre Ban Zhao, una mujer china que nació en el año 45 d.C. 31 Laura GutiBer twitter @laurahappy5 instagram @eleguber Ban Zhao Ban Zhao fue una escritora, historiadora e intelectual china, su libro más famoso: Instructions for chinese women and girls. Fue una de las mujeres que impulsaron la igualdad de los estudios en China. Nació en el 45 d.C. y murió en el 116 d.C.
Un fantasma sin ningún interés para nuestra protagonista y, menos aún, cuando descubrió que fue ella una de las musas que dieron paso a que cualquier mujer pudiera estudiar. Un derecho que en ese momento odiaba, porque había pasado de estar prohibido a ser una obligación. Cogió el libro en el que salía una pequeña parte de su biografía y lo lanzó a la papelera. Acto seguido, se tiró a su cama y ahogó un grito de frustración. Lo odiaba, odiaba sus deberes, odiaba estudiar y odiaba aún más su vida. Las lágrimas no tardaron en caer por sus mejillas y empaparon la tela que cubría su almohada. —¿Qué te pasa, pequeña? —dudó una voz femenina a su espalda. Li Wen estaba segura de que había cerrado con pestillo la puerta de su habitación, por lo que aquella voz no podía ser de su madre. Se levantó asustada y retrocedió a gatas hasta chocar con la pared. Una parte de ella creía que se lo había imaginado, pero cuando se dio la vuelta y vio a una mujer de unos cincuenta años, con una especie de túnica azul turquesa y una falda color chicle, no pudo evitar temer lo peor. —No te asustes, vengo a ayudarte —aseguró, colocándose bien los dos palillos que tenía en el gran moño que llevaba en su cabeza. Al ver que Li Wen no podía contestar nada, la sonrió amablemente—. Mi nombre es Ban Zhao. Los ojos de la joven fueron directamente a su escritorio, al lugar donde había estado investigando sobre la musa que su profesora de lengua le había pedido. Una mujer que murió en 116 d.C. Era imposible que la tuviera delante. —No tenemos mucho tiempo, tengo que enseñarte algo. La intrusa sacó un objeto de la nada y se lo tendió. Li Wen agarró el espejo y miró su reflejo, sin comprender bien qué quería. —Mira —dijo, tan convencida que Li Wen no pudo negarse. Su reflejo apareció en el cristal, decepcionando a la joven. Había esperado que ocurriese algo más, ver a otra persona. No obstante, solo se vio a sí misma con los ojos rojos, por las lágrimas, y unas ojeras enormes por no dormir bien. Apretó el objeto, molesta con lo que le enseñaba, enfadada consigo misma por cómo era. Se centró en la ira que le creaba cada detalle de su rostro, desde la rojez de sus mejillas hasta las arrugas de sus párpados, se concentró tanto que no se dio cuenta de que el silencio gobernaba a su alrededor. Pero, entonces, se descubrió un error, un pequeño detalle, a su espalda vislumbraba una pared de una tonalidad morada. Soltó el espejo y se giró, asustada, y comprobó que el dique de su espalda seguía siendo gris. Debía habérselo imaginado. Buscó a la mujer, por el contrario, no había rastro de ella. Agarró una vez más el objeto, si no fuera por él, creería que lo había soñado todo; pero el espejo seguía allí, llamándola. No se atrevió a mirarlo, algo en aquel cristal le generaba malestar. Lo apoyó en su escritorio, justo contra la pared, para poder verlo, aunque se alejó rápidamente, por si acaso. El espejo parecía normal, tenía un marco plateado con flores talladas a su alrededor y una pequeña rotura en su costado derecho. No tenía nada extraño visualmente, por el contrario, Li Wen sentía escalofríos al mirarlo, como si tuviera un aura maligna, deseando alimentarse de ella. 32
—Mira —susurró en su oído la voz de Ban Zhao. Li Wen se giró, buscando a la mujer, sin éxito. La sentía a su lado, pero, de alguna forma, no estaba. Al menos, no físicamente. La joven, tragándose su temor, apretó sus puños y se acercó al espejo. Debía ser una pesadilla, tenía que serlo. Se aproximó al secreter, con cada paso que daba su corazón se aceleraba más y el sonido parecía haberse apagado, lo único que diferenciaba eran sus latidos. Sus pulsaciones se frenaron de golpe al llegar hasta el espejo y comprobar que su reflejo no se mostraba en él. El terror cambió a incertidumbre. No entendía cómo no aparecía. Agitó sus manos, desesperada. Pero nada. El cristal solo mostraba una habitación. Un calambre recorrió su espalda y la hizo perder el equilibrio momentáneamente en su pierna derecha. Era una habitación muy parecida a la suya, pero no era exactamente igual. Las paredes lucían de un tono morado y la cama era el doble de grande que la suya. Además, la del espejo no estaba decorada con pósteres de sus grupos favoritos, sino con fotografías y diseños de ropa. Se acercó más y comprobó que en una esquina de ese dormitorio también había un maniquí de costura, el cual tenía una tela granate ajustada a su cuerpo con agujas, y, a sus pies, más de siete telas diferentes. Podría ser su habitación ideal, incluso si lo hubiera soñado nunca se hubiera imaginado algo tan bonito y personalizado. Eso era justo lo que quería, no estudiar, sino dedicar su tiempo a lo que le hacía feliz de verdad. Además, diseñar no solo le aportaba felicidad y tranquilidad, también le hacía sentir útil y buena. Sentimientos contrarios a lo que le provocaba memorizar materias. En el falso reflejo apareció una chica entrando en la habitación. Li Wen se asustó al verla, pero no tardó en estudiar cada acción de la nueva forastera. La mujer, de pelo oscuro y coleta alta, tiró su mochila al suelo y fue directamente a la esquina donde estaba el maniquí. Su vestido negro le llegaba por las rodillas e iba con unas deportivas con plataforma, su estilo le gustó al momento a Li Wen; era algo que a ella le encantaría ponerse. La mujer del reflejo, al llegar, tiró en la cama un cuaderno, quedándose solo con una de las páginas. Acto seguido, arrancó uno de los diseños que había en la pared y lo sustituyó por el que tenía en su mano. Lo observó unos segundos, convencida de su cambio. Una vez asintió, confirmando que era lo que buscaba, recogió la página del suelo, la que ya no le servía, y se dio la vuelta. El corazón de Li Wen se detuvo al momento de cruzar sus ojos con la mirada de la mujer. No, no era una desconocida. Era ella misma, pero más mayor. La versión adulta de Li Wen no la vio, tiró la hoja a la basura, cogió una chaqueta que estaba apoyada en una silla y desapareció, saliendo por el mismo lugar por el que había entrado. Para cuando dejó de verse, seguía sin ser capaz de asumir que la vida que estaba viendo en aquel espejo, de alguna forma, era accesible para ella. —Este espejo muestra el futuro —reveló Ban Zhao, esta vez apareciendo a su lado, aunque la pequeña no fue capaz de girarse—. Ahora odias tu vida, Li Wen, pero solo porque no estás jugando bien tus cartas. 33
Las lágrimas se habían acumulado en sus ojos, no era tristeza, era emoción lo que brotaba de su corazón. Esperanza. Al fondo de la habitación que se mostraba en el espejo, Li Wen vio dos titulaciones, una en bachillerato artístico plástico y la otra, en inglés, era de la universidad, concretamente un grado en diseño de moda. —Los estudios no son tu enemigo, sino un aliado que te ayudará a conseguir lo que quieres — aseguró Ban Zhao. Agarró de los hombros a su compañera y la ayudó a girarse para que pudiera verla. Ban Zhao sonrió, orgullosa—. No luché solo para tener los mismos derechos que los hombres, luché para poder elegir quién ser y lo que quería. Quería ser escritora y amaba la historia, por lo que no dejé que nadie me arrebatase lo que era. La mujer limpió las lágrimas de los ojos de Li Wen y, después, la agarró con firmeza. —Los estudios no definen quién eres, solo son una herramienta. Lo que hagas con ella es lo que sí te definirá. ¿Quieres ser diseñadora? Pues empieza a luchar con todo lo que tengas en tus manos y no dejes que nadie te diga lo que puedes o no hacer. Tú eres diseñadora, naciste siéndolo y, aunque lo abandones, en tu interior seguirás siéndolo. Li Wen asintió, algo dentro de ella empezaba a brillar. Tenía ganas, ganas de comerse el mundo, ganas de ser todo lo que siempre había querido. Hasta entonces temía arriesgarse y fracasar, pero ya no. Ahora tenía ganas de fracasar, porque eso significaba que lo estaba intentando y porque nadie consigue lo que quiere a la primera. Fracasar es aprender y es parte del proceso. —Suerte, Li Wen —se despidió Ban Zhao, sonriendo. Al segundo, la oscuridad inundó de nuevo su habitación y los sonidos regresaron, se oían los coches pasar y a un gato maullar. Buscó el espejo con la mirada, por mala suerte, el objeto también había desaparecido. No obstante, eso no iba a detenerla. Agarró un lápiz y una hoja en blanco y expulsó toda la creatividad que había estado encerrando en su interior. Ya no quería frenarla más, al revés, deseaba explorarla. La hija pequeña de los Li no volvió a odiar su vida, ni los estudios. Aprendió a ver el lado bueno y aprendió todo lo que pudo para poder convertir en realidad el futuro que quería. Además, Ban Zhao se convirtió en su mayor referente y cuando algo iba mal, la recordaba, y eso la ayudaba a seguir luchando, siempre. Li Wen no volvió a sentirse una flor marchitada, aprendió a buscar su propia luz y floreció más fuerte que nunca. 34
Mientras estoy swipeando a izquierda y derecha veo el anuncio: ‘Buscamos personas que quieran vivir un First Dates muy especial. Citas a ciegas en el bar Otros Tiempos. Empezamos el viernes a las siete de la tarde’. Viernes es mañana. ¿Me voy a atrever? De repente, escucho la voz de mi amiga Clara en mi cabeza: ‘Hazlo por la anécdota’. Es viernes a las seis y media y me encuentro caminando hacia el Cabanyal. Doy gracias a que Valencia es plana y, aunque tengo media hora de trayecto, no hay cuestas. Muy cerca de la playa me topo con el bar Otros Tiempos. He pasado muchas veces por aquí, pero nunca lo había visto antes. Es una casa pequeña pintada de color morado y con una puerta de madera (o lo que queda de ella ya que las termitas se han puesto moradas). Llamo con dos golpecitos secos. Toc, toc. Enseguida me abre una mujer con el pelo largo canoso. Es alta y esbelta. No sé qué edad puede tener. Me dice que pase y me lleva a una de las mesas al fondo de la sala. Siempre me gusta llegar la primera a las citas porque así puedo escoger dónde sentarme. Aquí no tengo esa elección. Estoy nerviosa pero intento calmarme. Empiezo a acariciar el bolsillo del pantalón en un burdo intento de conectar con el sentido del tacto. Mi ejercicio táctil para aliviar la ansiedad se ve interrumpido por su llegada. De repente, aparece una mujer con una larga túnica y capa violeta. Lleva en la cabeza una corona con un montón de joyas engarzadas en la misma. Se sienta a mi lado y sus ojos negros me traspasan. No sé muy bien dónde estoy ni si esto es un festival de disfraces con un dress code que desconozco. Me cuenta que se llama Teodora de Bizancio y que trabajó como actriz, bailarina y prostituta. Remarca que ante todo fue una superviviente y que llegó a ser emperatriz al casarse con Justiniano. Me quedo callada unos segundos. Es demasiada información que procesar. Le pregunto si no me está mintiendo. Me contesta que no y que tiene un regalo para mí. Se quita el anillo de su anular y lo posa en mi mano. Mirándome fijamente me encomienda dos misiones: activar el anillo para que pueda volver a casa y contar su historia. Salgo del bar y ya es de noche. ¿Cuántas horas he pasado allí dentro? Ando despacio por el paseo hasta llegar a la orilla del mar. Me siento en la arena mientras escucho cómo el rumor de las olas me acaricia. Es como un abrazo salino, una brisa envolvente. Me pongo el anillo en el anular 36 Sandra Stranger barracalab.substack.com Teodora de Bizancio Teodora de Bizancio (500?-548 d. C.) Actriz, bailarina, meretriz y emperatriz del imperio bizantino. Tras derogarse una ley que prohibía contraer matrimonio entre altos cargos y antiguas prostitutas, se casó con el emperador Justiniano. Teodora destacó por su defensa de los derechos de las mujeres y de los niños, su lucha contra la corrupción de las clases altas y su apoyo al cristianismo monofisita.
y pongo los pies en remojo. El sonido de un trueno desata la furiosa lluvia. Genial, me dan miedo las tormentas. Muy oportuno todo. Cuando me dispongo a marcharme, escucho una voz que viene de las profundidades del océano y me grita: Levántate y camina. Espera…¿qué? Estoy flipando. Algo dentro de mí me hace avanzar hacia el interior de la marea oscura. Camino despacio. La arena debajo de mis pies se vuelve densa y me atrapa poco a poco. El anillo empieza a desprender destellos azules de forma intermitente. Acaricio el anillo y cojo impulso. Mis pies se mueven rápido y me elevo sobre las aguas. Estoy caminando sobre el mar. La voz vuelve de nuevo: Lanza el anillo. Me lo quito y lo lanzo tan lejos como puedo. Una especie de círculo se abre y el anillo desaparece a la velocidad de la luz. Vuelve la calma y la tormenta cesa. Me quedo flotando en el mar. Estoy bastante lejos de la costa así que me toca volver nadando. Maldigo todas esas clases de natación que me perdí de pequeña. Mientras vuelvo pienso en la segunda promesa por cumplir. Tengo que contar quién era Teodora de Bizancio. Sé que una chica de Twitter está montando un fanzine sobre mujeres de la historia. Tengo que escribirle. A ver si me deja participar. No sé si contarle que, si no lo hace, puede que Teodora se quede atrapada en el bar Otros Tiempos. Y la verdad es que nadie querría eso, ¿no? Sería un rollo tener que vivir en un First Dates infinito. 37
Nacida de la tierra, del barro y de las ascuas se mueve, se arrastra una mujer hacia la guerra. Se levanta y alza la voz. Se huele el miedo del enemigo. La historia cambia. Rota ya toda cadena empieza la rebelión y le rinden devoción todos los que ella libera. Se oyen campanas. Se enciende incienso. La historia cambia. Defiende a los débiles con su anillo de magia, reconduce toda su rabia a volver sus tierras fértiles. 39 Pluma deÍcaro twitter e instagram @plumadeicaro Chen Shuozhen Chen Shuozhen pasó a la historia por ser la primera mujer rebelde de la historia de China. Nacida en el siglo VII como una esclava, dirigió una revolución que la llevaría a dirigir a su pueblo a robarle a los aristócratas para dejar de morir de hambre. Sus seguidores la llamaban Emperatriz Wenjia, y se decía que había descendido del cielo. Murió asesinada en el 653.
Suenan campanas. Huele a incienso. La historia cambia. Mitad maga, mitad guerrera mito y leyenda, o carne y hueso. En forma de esclava cayó del cielo la emperatriz de su era. Suena a libertad. Huele a vida. La historia cambia. 40
El fuerte olor a humedad inundaba la oscura celda en la que pasaba las noches en vela encomendándose a todos los santos del Libro Sagrado. Deseaba más a menudo de lo que querría admitir que aquella techumbre de mampostería se derrumbase sobre ella, acabando con tal sufrimiento impuesto con injusticia. El sentimiento de haber decepcionado a los suyos le oprimía con una fuerza mayor que la ejercida por los grilletes contra sus finas muñecas. El habitáculo en el que había pernoctado durante varias noches, y donde estuvo cerca de perder la consciencia, se hallaba en el lugar más recóndito del castillo propiedad de Jean de Luxemburgo. Las pocas visitas que recibía la joven en aquel lóbrego lugar eran la de los guardias para asegurarse de que no intentara volver a escapar, acompañadas del remordimiento que le invadía a cada nuevo amanecer. Un amanecer, el cual no sabría si volvería a contemplar con sus propios ojos. Encerrada a cal y canto, rememoraba los primeros momentos en los que cayó en manos del poder borgoñón con los violentos interrogatorios que tuvieron lugar bajo la atenta atención del noble caballero Lionel de Wandomme. Aún podía sentir los gritos de sus soldados antes de que un arquero la derribara de su montura. Había traicionado la confianza de todos y cada uno de ellos cuando se postró ante el tenaz caballero, a pesar de que con tal acto trató de salvar sus pobres almas de la condena que le esperaba a ella. Podía entregar su cuerpo para que fuese castigado por la causa, pero Jeanne nunca estaría dispuesta a delatar a aquellos que lucharon junto a ella en el campo de batalla por la causa común. La estrategia de ataque que propuso a su ejército había fracasado justo cuando se replegaban hacia las fortificaciones más próximas. Con su caída, se había llevado también el mancillado honor de todos aquellos con los que había luchado codo con codo. 42 Lydia González twitter @monetsIiIies instagram @lilystinycorner Juana de Arco Juana de Arco (1412-1431) fue una campesina francesa que nació en plena Guerra de los Cien Años. Su fuerte creencia en la fe cristiana le conllevó a tener diversas visiones místicas con santos, quienes le encomendaron la tarea de salvar Francia de las garras inglesas. Ayudó al rey Carlos VII a ser coronado en Reims, aunque, poco después, cayó presa de la facción borgoñona esperando el veredicto del tribunal inquisitorial. Tras un año de cautiverio, Jeanne fue asesinada en la hoguera en 1431 a la edad aproximada de diecinueve años.
Cuando quedó recluida en el interior de la prisión, los guardias cometieron el error de no vendarle los ojos al creerse que el complejo era inexpugnable. A pesar de su delicado estado de salud, conservaba su sentido de la orientación. Jeanne sabía que se encontraba orientada hacia el Oeste, en el interior de una de las torres de defensa. Recordó que, en aquel pasillo, existía un punto de apuntalamiento para los arqueros que daba al exterior del castillo. Unos fuertes pasos le sacaron de sus cavilaciones. Supuso que estaba teniendo lugar el cambio de guardia para continuar custodiando a los rehenes apresados en esta ilógica guerra. Escuchó como el sonido de aquellas espuelas repiqueteando contra el suelo de piedra sonaba más y más próximo cada vez. Tragó saliva e intentó serenarse lo máximo posible, sabía que aún no podía haberse tramitado la fecha de su juicio. Nada de aquello tenía que estar pasando. Un crujido retumbó en la estancia al introducir una vieja llave en la oxidada cerradura de la celda. Empujaron la cancela y justo después, caminaron en su dirección. Se encontraba resguardada en una esquina, manteniendo una posición orante cuando de repente, aquel rostro oculto se descubrió ante ella. —Pierre… ¿qué haces aquí? —preguntó desconcertada, frotando sus ojos al pensar que estaba teniendo una de sus particulares visiones. —No hay tiempo que perder, Jeanne. Dejé inconsciente a uno de los guardias e intercambié nuestras ropas para poder entrar aquí sin sospecha. De cualquier modo, dudo que tarden mucho en darse cuenta de que hay algo que no marcha del todo bien. Pierre solo había logrado hacerse con las llaves de las celdas para no demorarse en su búsqueda. Por suerte, sus muñecas eran la única extremidad de su cuerpo que estaba aprisionada por grilletes. Le ayudó a incorporarse y atusó su andrajosa camisola, ennegrecida por la suciedad del calabozo. Al cabo, comenzó a escucharse un murmullo que terminó por convertirse en un gran barullo de pisadas, gritos encolerizados y tamborileo del metal de las armas generado por una marcha hábil. —Vienen a por nosotros, vienen a por ti de nuevo, Jeanne. —Huye de aquí, antes de que sea demasiado tarde. Pero Pierre hizo caso omiso a las palabras de la joven, pese haber sido su superior tan solo unas semanas atrás. Desenvainó su espada en vista de que los guardias podían irrumpir de un momento a otro. Caminaron con cautela por el angosto pasillo hasta que un pequeño resquicio de luz alumbró sus zuecos, como si de un signo se tratara y se toparon de bruces con una ventana concebida para contraatacar al enemigo desde un punto alto. Ante sus ojos, apareció una guarnición de soldados perfectamente conscientes de la situación que estaba intentando tener lugar. Pierre, justo antes de hacerles frente, se volvió hacia ella y le rogó un último favor: 43
—¡Salta! Haz un salto de fe, Jeanne— le pidió observando la apertura que daba al exterior. Sintió como sus antes sonrosadas mejillas, manchadas por la suciedad palidecían bajo los oscuros tiznajos, y cómo en el interior de su pecho el corazón se le desbocaba por momentos. —¿Confías en mí? —le preguntó mientras comenzó a luchar contra los primeros guardias. Asintió con la cabeza sin titubear. No podía negarle eso, ya que aquella pregunta tendría que haberla pronunciado sus labios y no los de Pierre. Se aupó como pudo al vano de la ventana, aún con sus manos esposadas. Sintió la tentación de contemplar el vacío antes de entregarse a él. Un escalofrío le recorrió su espalda con ese mero pensamiento. Rezó, sin tener la certeza de si volvería hacerlo una vez más, y dejó mecerse por el viento. Despertó desorientada, con el cuerpo cubierto de rasguños y rastrojos de hierba que se quedaron en sus ropas tras la caída. Parecía que había tenido lugar una intervención divina, ya que la muchacha continuaba respirando. Según iba recobrando sus sentidos, y después de tener algún pequeño desvanecimiento, vio que por fin sus manos estaban liberadas. Se hallaba recostada en un humilde lecho de paja y lana colocado al lado de un tosco tronco de madera que contenía unos cuencos con agua y algo de comida. —¡Por fin has despertado! Es un milagro.—exclamó con ilusión una voz masculina, desconocida para sus oídos. —Quiero mostrarle mi eterno agradecimiento por los cuidados que he recibido, señor. ¿A quién debo dirigir mi gratitud? —¿No me reconoces, pequeña Jeanne? Jeanne le escudriñó con la mirada, para intentar descifrar su identidad. Al menos, tenía la certeza de que no era un aliado de los ingleses. Sus ojos se abrieron como platos ante él al resultarle familiares alguna de sus facciones, ahora ya envejecidas. —Sé que abandonaste Domremy a una temprana edad, pero mi sobrina Hauviette no ha dejado de pensarte en sus oraciones ni siquiera después de todos estos años. Mi nombre es Henri, y soy uno de los alquimistas más consagrados de estos agrestes parajes. Hauviette había logrado estar al tanto de todos tus pasos sin abandonar vuestro lugar de origen a través de la hermana Gervaise, quien tenía sus propios informantes para intentar prevenirnos a todos de la ofensiva inglesa. Desconozco cómo lo logró, pero se puso en contacto con Pierre, a quién tuve el placer de conocer antes de que partiera a por vos y pudiera liberaros.Él era consciente de que sus probabilidades de salir del castillo eran escasas, pero estaba dispuesto a sacrificarse por ti y por nuestro pueblo. Jeanne todavía no era capaz de perdonarse el haberse marchado de Domremy sin despedirse de la que había sido su única amiga y compañera de juegos. Cada vez que se dirigía a una batalla, su primer pensamiento era ella, ni siquiera su propia familia. Hauviette siempre había confiado plenamente en su amiga, no la juzgó cuando esta le narraba las visiones que había tenido de santa Margarita o el mismísimo arcángel san Miguel. Si alguien podía impedir la masacre de inocentes que estaba teniendo lugar, era Jeanne. 44
La doncella se intentó incorporar con vigor del lecho, pero Henri la frenó y le comunicó que tendría que guardar reposo. Estaba en un estado mejor del esperado tras saltar al vacío desde una torre, pero aún así tenía que cuidarse las magulladuras que habían aparecido por su cuerpo. Le había limpiado las heridas más superficiales y aplicó diversos ungüentos de hierbas que le granjearon su fama como alquimista. Pidió a alguna de las mujeres más discretas de la aldea que bañaran y proporcionaran unos ropajes dignos a Jeanne. Él se volvió a su mesa de trabajo, empantanada con sus peculiares pociones y sus extraños brebajes sobre los que se hablaba a lo largo y ancho de la comarca. Se encontraba de pie, con la espalda arqueada debido a su avanzada edad, mezclando cuidadosamente ingredientes en un caldero sobre las brasas. De su cinturón pendía un saco del que obtenía ingredientes vegetales que arrojaba a la peculiar mezcla. El olor se volvió fuerte, una mezcolanza de vapores agridulces que inundaron la pequeña cabaña en la que se encontraban, provocando que Jeanne tosiera. Volvieron a entablar conversación, pero esta vez, fue Jeanne quien comenzó a hacer las preguntas. Tras haberse criado en el entorno rural, tenía algún conocimiento sobre el uso medicinal de ciertas hierbas que crecían en la zona. La joven observaba intrigada los recipientes que adornaban los estantes, cuya variedad de colores podía recordar a alguna pintura mural con la que se había topado durante sus campañas. Sin embargo, hubo un recipiente que captó en especial su atención. A simple vista, daba la sensación de que estaba vacío, pero el albor de luz que se colaba por las rendijas de la puerta, era lo suficiente potente para que se diera cuenta de que no estaba en lo cierto. Jeanne le señaló al alquimista la extraña jarrita cristalina y él, sonrió satisfecho. Estaba esperando aquel instante desde que Pierre y Hauviette urdieron este plan. —Estaban en lo cierto, eres una joven muy perspicaz. Tengo un par de trucos debajo de la manga que, quizá, podrían interesarte. Henri se aclaró la garganta y comenzó a explicarle a Jeanne la receta más especial que había confeccionado hasta la fecha, y a la que había denominado té para la invisibilidad. Era una mezcla de hierbas y especias que debían recolectarse en la oscuridad de la luna nueva, y cuya preparación requería una profunda meditación y concentración. Henri advirtió a la doncella que su efecto sería temporal y que no debía abusar de él bajo ninguna circunstancia. La muchacha reflexionó durante unos minutos. Sabía que necesitaba toda la ayuda posible para cumplir su misión divina, y la invisibilidad podría ser una ventaja crucial en el campo de batalla. Era la diferencia entre que centenares de sus hombres vivieran o murieran, dividiendo a muchas familias. Una vez hubo tomado su decisión después de recibir las hierbas y especias necesarias de Henri, le comunicó que se pondría en marcha hacia su próxima batalla al alba. Sentía un pálpito de que el té para la invisibilidad sería la salvación de su pueblo. Y así fue. Los santos la habían amparado, pero, sobre todo, le protegieron las dotes magistrales de Henri como alquimista. 45
Pasadas las semanas, las crónicas en vez de profesar elegías en honor a Jeanne y su injusta condena ante la hoguera, celebraban su victoria frente a los ingleses por todos los rincones de Francia. Su estrategia había dado sus frutos, y las nuevas de sus logros habían llegado hasta Domremy donde Hauviette sonrió aliviada. Había nacido la Doncella de Orleans gracias a las alabanzas creadas por los juglares locales, y al tesón de la que hubo sido su primera amiga. 46
La luz empezaba a bañar con timidez los grises campos castellanos. El mundo se desperezaba mientras el tiempo parecía haberse detenido para siempre en aquel pequeño rincón de la meseta. Juana observaba con los ojos rojos cómo las últimas estrellas empezaban a desaparecer y el sol empezaba a emerger por el oriente entre jirones de nubes. Otra noche sin dormir. Otra más. Ya había perdido la cuenta del paso de los días y las lunas. No recordaba la última vez que había posado su cabeza en la áspera almohada. Tampoco recordaba la última vez que había probado bocado. Los días pasaban lánguidos entre fragmentos de vidas pasadas y lamentos. Pensaba en sus padres… pensaba en sus hijos… pero, sobre todo, pensaba en Felipe: —¡Oh, progenitores! ¡Oh, adalides del catolicismo! ¡Cuánta libertad me robasteis! Ay, madre, que me intentaste imponer tu yugo entre exigencias, encierros y desprecio. Todo por no ver el mundo cómo lo veías tú. Ese profundo desdén de una madre hacia su propia hija fue lo primero que me granjeó la imagen de loca. —¡Oh, padre! ¡De cuánto veneno estaban emponzoñadas tus dulces palabras! ¿Aquella burda pantomima para cederme el trono? ¡Todo mentiras! El cadáver de Felipe todavía estaba caliente cuando reclamó Castilla para sí y me condenó primero a la deshonra y luego al olvido. Púdrase Vuestra Merced en los infiernos, que yo me pudro aquí en esta celda de hastío y desolación año tras año hasta que llegue mi hora. Y tú, Felipe… Te amé. Te amé con el ardor de mis entrañas y con cada ápice de mi alma. Atravesé guerras para ir a tu encuentro; desafié a los Reyes y a las Cortes; desoí las calumnias que, entre susurros, circulaban por Palacio… ¡Te amé hasta después de muerto! ¡Ocho meses! ¡Ocho meses recorrí Castilla para encontrar un lugar en el que depositar tu cuerpo! En ocasiones yo misma me planteo mi propia locura porque, a pesar de lo que me hiciste, a pesar de la traición, a pesar de todo… aún te sigo amando. Ya dudo de mis propios recuerdos, pues ya no sé si tú me lo arrebataste o yo misma te di mi Reino. 48 María Esperanza Roldán Muñoz instagram @spes.rm Juana I de Castilla Juana I de Castilla (1479-1555), injustamente llamada "la loca". Hija de Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón, los Reyes Católicos. Se puso en tela de juicio su capacidad para gobernar desde joven. Es conocida su devoción a su esposo, Felipe el Hermoso. Tras la muerte de su madre y varias negociaciones, finalmente Felipe se hizo con el control del Reino de Castilla en 1506, pero su repentina muerte dará lugar a una nueva crisis sucesoria. Ésta se saldará con Fernando el Católico como regente de su nieto Carlos, hijo de Juana. Ella será retirada de la vida pública y obligada a permanecer en Tordesillas, primero por su padre y después por su hijo, donde vivirá hasta el final de sus días.
Tan profundas eran las cavilaciones de Juana, tan sentidos los lamentos, que los días iban dando paso a las noches y así transcurría el tiempo. Pero, un anochecer, mientras las campanas repicaban llamando a misa, algo la sacó de sus ensoñaciones. Las estrellas brillaban con fiereza en el horizonte. No quedaba ni rastro de la niebla ni de las nubes que tan frecuentemente cubrían los cielos castellanos. —Todavía muchos cuentan que las estrellas son las almas de los difuntos que, cuando mueren, ascienden al Cielo y nos observan desde allí. Nunca he creído en esas palabrerías religiosas, pero me parece bonito… hasta poético. Juana se aferró a ese pensamiento y su mente empezó a fantasear con las estrellas de sus padres, de Isabel, de Fernando, y de Felipe. Acaso, ¿alcanzarían a escuchar sus injurias? ¿Guardarían algo de remordimiento por todo lo que le habían hecho sufrir? ¿Habría alguna forma de hacerles llegar sus sentimientos? Y sin querer, después de días de insomnio y duermevela, consiguió dormir profundamente y soñó con una escalera para bajar las estrellas del cielo. La despertó un tremendo alboroto. Abrió los ojos ante la luz de un nuevo día que, como la noche anterior, se prometía con cielos despejados de brumas y nubarrones. Las estrellas habían desaparecido del firmamento, pero aún no habían abandonado su mente. Se oyó un gran estrépito de la escalera que conducía hasta sus aposentos. Y, abriendo la puerta con ímpetu, apareció una mujer de aspecto peculiar. Ni vieja ni joven, pero con experiencia e inteligencia en la mirada. Vestía ropas oscuras sin ser de luto, y estaba adornada con abalorios y artilugios extraños. Tras ella apareció un séquito de criados y hasta los duques de Denia, sus carceleros, exigiendo que desapareciera de su propiedad. Los ojos de la recién llegada ardieron de júbilo cuando se encontraron con los de Juana y ella tuvo la sensación de que llevaba tiempo buscándola. La dama apartó la mirada para resolver algunos problemas urgentes que requerían su atención y, sin saber muy bien cómo, consiguió echar a todo aquel molesto tropel en menos que cantaba un gallo. Juana observó a la misteriosa visitante aturdida y exaltada por el desarrollo de los acontecimientos. —Primero, permítame que me presente—comenzó ella—. Mi nombre es Celeste y ha llegado a mis oídos que Vuestra Merced podría estar necesitada de mis servicios. —¿De sus servicios? ¿Es una bruja?—la respuesta de Juana era perfectamente lógica dadas las extrañas apariencias de Celeste—¿Es que acaso podéis sacarme de mi prisión en este castillo? —No, mi Reina. Ni soy lo que pensáis, ni puedo sacaros de esta celda. Prefiero considerarme a mí misma más como una ingeniera, una inventora… y he inventado algo que podría interesaros. Juana, entre interesada y ofendida, respondió: —No sé cómo osáis predecir mis necesidades e intereses si ni yo misma los sé. Tantas noches he pasado en este calabozo cubierto con sedas y terciopelo que ya mi juicio se ha nublado. No obstante, has logrado captar mi atención. Veamos el artefacto, pues. 49
Juana esperaba que Celeste saliera de la habitación a buscar su invento, pero en lugar de ello, sacó un pequeño anillo de una bolsita. —Con este anillo podréis capturar las almas de los difuntos que aún viven albergadas en las estrellas del firmamento. Es vuestro. La antigua monarca tomó el anillo con recelo entre sus manos. —¿Las estrellas, dices? Eso es sólo verborrea religiosa. Sirve para que la gente tenga algo tangible a lo que dirigir las plegarias y los rezos a sus muertos. —No sólo se relaciona con la religión cristiana. La creencia de que las estrellas son las almas de los que ya no están con nosotros se remonta mucho más atrás en el tiempo. En todo caso, es un regalo. No tienes nada que perder. Celeste abandonó la formalidad y miró a Juana, no como una Reina caída en desgracia, ni tampoco como una loca que no mereciera respeto, sino que la miró con humanidad, como hacía tiempo que no la miraba nadie. Juana asintió. Al fin y al cabo, ya no tenía nada que perder. Esa noche las nubes volvieron a permanecer ocultas, regalándole de nuevo un cielo cuajado de puntos resplandecientes. Ella siguió las instrucciones que le había dado la ingeniera: Cerró los ojos y se centró en sus propias sensaciones. Aunque débiles, sintió tres pulsaciones, tres latidos. Entonces, giró la piedra azulada del anillo parar descubrir un compartimento secreto. Juana abrió los ojos al tiempo de ver tres estrellas fugaces surcar el firmamento en su dirección. El núcleo de los astros golpeó en su mano mientras las brillantes estelas desaparecieron en la oscuridad de la noche. Ella rápidamente cerró el compartimento del anillo, preguntándose con ansiedad si su experimento habría funcionado. Sintió una levísima vibración en el dedo que portaba la sortija acompañada de… ¿palabras? ¿Era esa la voz de su madre? —¡Juana! ¡Sé que eres tú! ¡Libéranos ahora mismo! —¡Te exigimos que nos devuelvas a nuestro estado anterior!—su padre también había caído en la trampa del anillo. —¡Necesitamos descansar tras una vida tan dura! —secundó su madre. —¿Una vida tan dura? ¡¿Y yo qué?! Si apenas me dejasteis una vida para vivir. ¡Padre, me encerrasteis en Tordesillas y cuarenta años después aún sigo aquí! ¡¿A mí me vais a hablar de justicia?! Que me acusasteis vosotros mismos de loca, ¡a vuestra propia hija! cuando lo único que quería era hacer valer mi voluntad. —¿Juana? —la voz de Felipe también emergió del anillo— ¿qué es esto? ¿qué nos has hecho? —He atrapado para siempre vuestras almas en este amuleto y jamás podréis descansar en paz, ni siquiera mucho después de que mi alma sea liberada y de que de mi cuerpo únicamente queden los huesos como único testigo de quién una vez fui —sentenció ella—. 50