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Una antología en la que nos reunimos escritoras para escribir sobre personajes históricos femeninos, hacer un homenaje a todas las que nos precedieron y sentaron las bases de lo que ahora somos.

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Published by Irene, 2023-10-31 10:38:37

Antología: todas nuestras ancestras.

Una antología en la que nos reunimos escritoras para escribir sobre personajes históricos femeninos, hacer un homenaje a todas las que nos precedieron y sentaron las bases de lo que ahora somos.

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Juana permaneció cautiva en Tordesillas seis años más. El poder del anillo no pudo sacarla de las cuatro paredes que la separaban del mundo; pero, de alguna forma, alivió su pena. Cuando se ha sufrido tanto y el dolor nos nubla los ojos, ya sólo se encuentra algo de consuelo en infringir el mismo daño que una vez nos hicieron a nosotros. La venganza de Juana recayó en privar a sus padres y a su amado del descanso eterno. Y sólo eso le permitió vivir los últimos años de su vida con la tranquilidad que siempre había anhelado. Una despejada tarde de abril de 1555 la que una vez fue Reina dejó por fin los campos de Castilla para convertirse en una estrella más en el firmamento. Entre sus pertenencias desapareció misteriosamente ese anillo que guardará el peso de tres almas atormentadas por los siglos de los siglos. 51


María respiró hondo y se asomó por uno de los balcones del Bastión. La ciudad se extendía imponente ante ella y María tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para reprimir las lágrimas. Sentía que todos sus esfuerzos estaban siendo en vano, que por mucho que luchase para proteger la ciudad, estaban a punto de traicionarla y si el Bastión caía en malas manos… Recorrió la baranda del balcón con la punta de los dedos. Podía notar el poder que emanaba la piedra y recordó no sin cierta nostalgia cuando conquistó el Bastión, prometiendo al pueblo protegerlos de todo mal, de cada ataque enemigo. Era una leona. Las leonas pelean, protegen su manada, la sustentan… ¿Qué había cambiado? Ahora había susurros por las calles, sospechas de traición. El enemigo intentaba hacerse con un poder que no les pertecía. Tierras que no eran suyas. María se negaba a rendirse. Se negaba a que les quitaran lo que se había ganado. El Bastión era suyo. Jamás iba a rendirse. Incluso aunque el pueblo lo hiciera. … —Doña María, malas noticias. —¿Acaso no son siempre malas noticias? - Dijo María ofreciendo una pequeña sonrisa al recién llegado. Dejó por un momento los planos de la ciudad sobre la mesa y se acercó al emisario. Este le tendió una carta apenas habían llegado a su altura. —Nuestros hombres han interceptado esto. Son planes de rebelión contra usted, doña María. Planean atacar el Bastión mañana al mediodía. —¿El rey intruso? El emisario negó con la cabeza —El pueblo, señora. El pueblo quiere sublevarse contra el Bastión. … 53 Jessica Blanco Domínguez twitter @heka_granger @minkwonoh María Pacheco María Pacheco (1496-1531). Conocida como la Leona de Castilla, nació y vivió en Granada hasta su casamiento. Posteriormente gobernó Toledo donde lideró las tropas comuneras hasta que fue exiliada a Portugal, donde falleció.


María lo entendía. De verdad que lo entendía. El pueblo estaba cansado de tantas guerras, estaba intranquilo y tenía hambre, pero María iba a arreglarlo. Estaba segura de que podía. El bastión les ofrecía protección. Mientras su gente estuviera entre sus muros, nadie podría hacerles daño. Ni las tropas del invasor que se creía con derecho a gobernarlos ni ningún otro enemigo. Pero tenían que confiar en ella. En su leona. Ella les protegería y protegería lo que era suyo. Pero ese era el problema. El pueblo no confiaba en ella y a María no le pillaba por sorpresa. La gente hablaba y los murmullos llegaban a todos los rincones del Bastión. Estaba esperando la traición de un momento a otro y María no iba a sentarse a esperar a que ocurriera. Si lo hiciera, no sería la Leona del Bastión, ¿no? —Apuntad hacía el pueblo. —¿Perdón, señora? María se volvió hacia el emisario. Si el pueblo pensaba traicionarla, ella dejaba de deberles nada. —Volved nuestras armas hacia el pueblo. Se que piensan que soy una líder débil.- María levantó la barbilla como si desafiara al emisario a llevarle la contraria.- Les voy a demostrar que no conozco la debilidad. Les voy a demostrar lo que hago con mis enemigos y si quieren seguir siéndolo, sufrirán las consecuencias. El emisario se inclinó ante María, visiblemente preocupado por las órdenes recibidas pero aparentemente dispuesto a cumplirlas. Aquella noche, María no durmió. No consiguió conciliar el sueño, pendiente de las campanas de alarma, de una toma hostil. De su duermevela despertó con la peor de las noticias. Nada de batallas épicas, ni morir peleando por lo que le pertenecía… El reino había caído. El Bastión no era suyo. Estaba condenada a muerte. —No puedo perder el Bastión…- Susurró mientras la disfrazaban para sacarla de allí. —Ya lo ha perdido, señora. El emisario tenía razón. Lo había perdido. María volvió a pasar las manos por los muros y volvió a sentir su poder. Cerró los ojos, concentrándose, canalizando el poder de sus muros. El Bastión no iba a caer en manos enemigas. Nadie indigno iba a recibir su poder. No mientras María viviese. Los muros temblaron y el emisario y las sirvientas miraron alrededor asustados. —No van a tenerlo.- Susurró María y sonrió. Los ojos del emisario se llenaron de pánico. —Corred. Los muros del Bastión cayeron antes de que nadie pudiera alcanzar la puerta. Uno tras otro se derrumbaron y María podía sentir cómo el poder que albergaba recorría su cuerpo y ascendía a los cielos. Cuando cerró los ojos sepultada por las rocas, María sonreía. 54


Dos fueron los momentos clave en la vida de Matoaka. El primero, su nacimiento, un día de primavera de 1795, según el cómputo de los ingleses. Su padre era el líder de la tribu, así que su nacimiento había sido extensamente celebrado. Los dioses los habían agraciado con una princesa, a la que llamaron Pocahontas aunque, en su día a día, prefería Matoaka, significaba traviesa, se lo habían puesto en la tribu cuando era niña y le hacía recordar su infancia, correr por las tierras libremente, ir al arroyo a por agua, cuidar a los animales… Su infancia había sido buena, únicamente marcada por una gota de dolor: la temprana expulsión de su madre de la tribu. Poco después de darla a luz, su madre había sido expulsada. Matoaka no sabía nada de ella y así continuó durante toda su niñez y buena parte de su adolescencia. Entonces, comenzaron los secretos. Conocer a su madre fue todo un descubrimiento para Matoaka, siempre había sospechado que era diferente. Al principio, pensaba que era la princesa de la tribu india pero pronto descubrió que lo que tenía de especial no se debía a su lado paterno. Conoció a su madre en un sueño. Vino a ella la primera vez que sangró, con doce años. Le dijo que a la mañana siguiente se levantara temprano y fuera sin detenerse a una de las cascadas cercanas al asentamiento. Ella, aunque escéptica, lo hizo. En el claro dónde su sueño la había llevado, se encontró con una pequeña cascada y un claro cubierto de árboles que hacía mucho tiempo perdieron sus hojas. Nadie en la tribu solía aventurarse por ahí, pues el agua que transportaba la cascada era irregular y los árboles hacía tiempo que habían dejado de dar frutos. 56 Noelia Sáez twitter @NoeliaSaez_ Matoaka Matoaka (s. XVIII) Es mayormente conocida como Pocahontas. A la hora de escribir este relato me he querido centrar en su biografía, añadiendo algunos toques fantásticos, y alejándome del relato popularizado por Disney. Matoaka fue la hija del jefe de la tribu y se conoce que pasaba gran parte del tiempo visitando el campamento inglés, al igual que el resto de niños indios, e incluso se hizo amiga de John Smith;in embargo, los ingleses la secuestraron en una de esas visitas y su padre se negó a pagar un rescate por ella, lo cuál supuso un duro golpe para Matoaka. De modo que después de ello, una vez fue liberada, se montó en un barco rumbo al Antiguo Mundo.


Matoaka esperó, sentada en una piedra a que algo ocurriera, pero nadie apareció. Quizá si no hubiera estado tan cansada se hubiera ido, pero en su lugar, la joven se quedó dormida. En su sueño, de nuevo, el espíritu de su madre le habló. Al despertar no pudo recordar con claridad las palabras que le había dicho exactamente, únicamente lo que quería que hiciera. Matoaka se despertó casi al instante y se dejó guiar por su instinto. Sus pasos la llevaron hasta la misma cascada, la atravesó, dejando que el leve chorro le goteara por la espalda y le mojara el cabello. Sus manos tantearon la roca húmeda hasta que dieron con algo que no era rugoso, sino suave aunque áspero debido al paso del tiempo. Lo sacó de su sitio. Una vez fuera en el claro, pudo ver lo que habían cogido sus manos. Se trataba de un paño que guardaba algo. Con cuidado, pues la tela se había visto perjudicada por los elementos y el tiempo, su estado era tan que casi se deshizo en sus manos. Dentro de ella encontró una espada, aún envainada en su funda, podía notar su poder en las manos. No había nada más. Sólo eso. Pero de algún modo, Matoaka sabía qué era. Era la espada danzante, una leyenda tan antigua ya que nadie la recordaba y ahora era suya como antes había sido de su madre. Su misión había dado comienzo. A través de sueños, Matoaka entrenó y entrenó hasta que aprendió a usar la espada danzante y ésta se convirtió en una prolongación de su propio brazo. Su madre le contó, junto con otros espíritus que se fueron convirtiendo en asiduos de sus sueños, que era descendiente de una larga estirpe de mujeres guerreras que buscaban conservar la tierra, mantenerla tal y como les había sido dada. De modo que Matoaka se dedicó a ello. A menudo tenía que vérselas con los ingleses,, observaba, atacaba, luchaba de noche y luego desaparecía. Se convirtió en una leyenda hasta que un día su suerte se acabó. Entonces llegó el segundo momento clave de sus casi veinte años de vida. Por mucho que ella hubiera tratado de solucionarlo, siguiendo los pasos de su madre, no logró mejorar las relaciones entre las tribus y los ingleses. Ninguno de sus esfuerzos se había visto recompensado: los primeros se habían negado a rescatarla y los segundos, la habían secuestrado. De los sucesos que ocurrieron en su cautiverio no quería siquiera pensar en ellos. Y ahora, por primera vez, se disponía a hacer algo por sí misma. El tercer gran evento de su vida estaría orquestado por ella misma. Se marchaba a Inglaterra. 57


Tienes cinco años no conoces otra cosa que 59 C. dela Rosa twitter @cdelarosa__ Tituba Tituba (finales del s. XVII) fue una de las primeras acusadas de brujería en los Juicios de Salem. Los escasos datos que tenemos sobre su vida están relacionados con este suceso. Todo parece apuntar a que era Nativa Americana, perteneciente a los Arahuacas, y esclavizada entre los 12 y los 17 años. el olor de la libertad al correr por el bosque la risa de tus hermanos cuando jugáis entre las cabañas la voz dulce de tu madre cantando mientras cocina — las mismas canciones que cantaba tu abuela, y tu bisabuela antes que ella tienes cinco años y eres feliz y no entiendes la crueldad del mundo que te rodea y no importa que no lo entiendas, porque ni siquiera eres consciente de que existe, de que te acecha, de que aguarda con paciencia infinita a que lo que tiene que suceder, suceda tienes cinco años el día en que tu visión se nubla hasta volverse negra el día en que tu madre te llama a gritos «¡Tituba, Tituba!» desesperada el día en que tu cuerpo se torna terremoto y te derrumbas frágil en el suelo y de tu nariz mana sangre espesa pero tú no ves nada, no oyes nada, no sientes nada tienes veinticinco años cuando vuelves a abrir los ojos el olor de la libertad se ha vuelto rancio, amargo, viciado, mezclado con el del sudor y el de tus propios orines estás sola encerrada en esta habitación oscura — aún no sabes lo que es una celda


no hay risas, ni cantos, ni la compañía de las voces de la gente a la que amas — tan solo silencio y llanto y un dolor pesado que te desorienta, que te deja sin aliento, que te atraviesa todo el cuerpo hasta llegarte al alma y resquebrajártela todo está oscuro y tu mente de niña no entiende qué pasa, dónde está todo el mundo, por qué alguien querría maltratar tu cuerpo hasta hacerlo pulpa, fruta demasiado madura, golpeada, pasada cierras los ojos, deseas que sea un mal sueño tienes veinticinco años cuando vuelves a abrirlos y un pueblo entero te escudriña con ojos acusadores, hambrientos, aves de rapiña deseando llevarse a los labios un trozo de tu blanda carne «¡bruja, bruja, bruja!» hay grilletes en tus manos y en tus pies y una larga cadena tira de tu cuerpo hacia delante «¡bruja, bruja, bruja!» trastabillas «¡bruja, bruja, bruja!» un escupitajo se desliza por tu rostro y se mezcla con unas lágrimas que no sabías que estabas llorando «¡bruja, bruja, bruja!» gritan a coro los aldeanos y tú no entiendes qué es eso no entiendes por qué te odian no entiendes a dónde te llevan no entiendes no entiendes no entiendes cierras los ojos, deseas que sea un mal sueño tienes veinticinco años cuando vuelves a abrirlos no reconoces al hombre que tienes delante, pero tus tripas lo saben 60 y desearías que fuera cierto todo aquello de lo que te acusan desearías tener contigo la furia de mil demonios y al mismísimo Satanás a tu diestra para ver del mismo modo que saben que es tu hija quien duerme entre sus brazos traidores, sonrosada y serena como la aurora y tu corazón se parte en dos, dividido entre la venganza que ansía tu alma las ganas de acunarla contra tu pecho con regocijo cómo ese desgraciado, ese malnacido, ese lobo con piel de cordero al que besabas con cariño, es llevado a rastras al noveno círculo del Infierno y abrasado por el hielo


cierras los ojos, deseas que sea un mal sueño tienes cinco años cuando vuelves a abrirlos y el pueblo que te rodea con rostros encogidos por el miedo es el tuyo y sus voces son tan conocidas como la tuya propia y el salitre en el aire huele a hogar, a refugio, a libertad estás en casa tienes cinco años tu madre te mira con ojos empañados 61 lo sabe, madre lo sabe sabe que me han esclavizado, maltratado, encarcelado sabe que me han encadenado y escupido que me han humillado que me han traicionado y te abrazas a ella, dejas que te meza entre sus brazos y te acaricie el pelo, y lloras envuelta en su calidez, buscas el refugio que vas a perder, y por fin te sientes protegida, a salvo y sin embargo tienes cinco años y no crees que puedas ser feliz, pero lo intentas lo intentas lo intentas hasta que tienes veinticinco años y lo que tenía que suceder, sucede.


Dicen que con clavo y agua. No he podido inventar otra cosa. Me gusta que pase a la historia así, como algo sencillo e inteligente. Que sea lo último que se sepa de mi antes de la desaparición. Me rompe el alma dejarlas solas, pero más lo hace no seguir el destino. Por algo aparecieron en la celda esa mujer misteriosa, esa caja de madera… y las botas. —Las carga el baile —informó una voz femenina. La noche de tormenta nos había hecho dormir temprano, pero la luna se reveló justo para que no necesitara una vela. Pensé que quien se acercaba era un guardia y me puse de rodillas enseguida con el clavo en la mano. Porque no es que no existió, es que no lo necesité. Había aprendido a ser rápida y a cubrir mi cuerpo. Mi respiración no me dejaba escuchar, así que cerré la boca. No veía a nadie. Pero habían dicho algo… —¡Rosa! —apremió una voz antes de tocarme los tobillos. Me di vuelta de un salto, me tomó menos de un segundo enfocar la vista, pero ya no estaba. Alcancé a ver un poco de pelo blanco deslizándose por unas rejas imposibles. Y sobre ellas la caja de madera. Antes de serpentear para tomarla, miré a mi alrededor. Recordaba el ruido y el aroma, y supuse que las mujeres se habían despertado. Éramos 52 y 51 dormían. Tal vez había sido un sueño. Todavía me lo pregunto a pesar de que la caja estuvo ahí cuando me decidí a prestarle atención. Lo que había pasado era imposible y yo tiendo a pensar que lo imposible no es peligroso, por lo que la abrí sin miramientos. Tendría que haberme decepcionado, pero tenía mucho frío en los pies y eran unas botas. Las di vuelta por si tenían insectos y me las puse. No podría explicar cómo, pero a pesar de que no eran de mi talle, se adaptaron. Antes de pararme, me deslicé hasta las rejas. Nadie lo hacía, no al menos como pretendía hacerlo yo, porque era el baño. El olor era nauseabundo y no importaba que toda la celda oliera igual y ya me hubiese acostumbrado un poco, allí agachada casi no me animo a bajar la mano. Luego de vacilar y encoger los dedos unas cinco veces, lo hice: la deslicé entre los barrotes pegados al piso esperando encontrar a la mujer, esperando tocar algo humano. Nada. La moví de un lado para el otro, pero solo percibí el aire de mi movimiento atravesando los nudillos. Ahora, a la distancia, pienso en lo imprudente de haber creído en esa mujer sin más. Supongo que fue la desesperación y la intuición: tenía que haber un propósito en eso. Y, de hecho, lo hubo. 63 Tina Nottur instagram @tinanotturwriter/ Rosa Cortés Rosa Cortés nació alrededor de 1726 y fue una mujer gitana española que dirigió la fuga de la Casa de Misericordia de Zaragoza en 1753, después de abrir un boquete en la pared con un clavo y agua.


Una de las mujeres que dormía contra la pared que daba a los guardias escuchó que no nos quedaba mucho tiempo. Vinieron a despertarme con la noticia e instintivamente apreté las botas que había guardado entre el agujero que estaba haciendo y mi espalda. Necesitábamos hacerlo más grande. Rápido. Les indiqué a todas que hicieran como si no pasara nada y que no se agolparan alrededor mío. El hueco estaba naciendo en un muro que los guardias no podían ver. Traté de calmarlas, pero estaba desesperada. Al hueco le faltaba mucho trabajo hasta que una de nosotras pudiera pasar, y tenía las manos muy lastimadas. Atajé unas lágrimas apenas salieron. No podía dejar que también se cayeran como me estaba cayendo yo. Tomé el clavo y la piel comenzó a arderme. No íbamos a llegar, no íbamos a poder. Si tan solo la mujer hubiese aparecido otra vez para pedirle… ¡Pero es que ya nos había dado una ayuda! Y no supe cuanta hasta que no tomé las botas y comencé a golpear el clavo con la suela. Esperaba solo un alivio para mis manos, pero llegó nuestra salvación: las botas se movían solas a un ritmo increíble. Golpeaban sin descanso el clavo que apenas mi otra mano, desconcertada y tambaleante, podía sostener. El hueco se abrió frente a mis ojos que ya no lloraban de miedo sino de alegría. Enseguida fue lo suficientemente grande como para que comenzáramos a pasar. Se lo avisé a las mujeres y el rumor, entre susurros, comenzó a correr como las botas. La fila para irse se hizo cada vez más larga hasta que solo quedé yo. Esquivé preguntas sobre el cómo aludiendo falta de tiempo, cuando en realidad me faltaban certezas. Justo antes de cruzar escuché que los guardias se acercaban. No teníamos tiempo. Éramos muchas y teníamos muchos kilómetros de campo abierto que recorrer, por lo que se me ocurrió que podía fiarme de las botas una vez más para distraerlos. Me subí la pollera larga hasta el cuello y extendí los brazos. Confiaba en poder dar miedo y en que la velocidad de las botas ocultasen la improvisación. Me las puse y empecé a rodear la casa con los brazos en alto como si fuese un monstruo enorme que acechaba. Las botas me llevaban tan rápido que me dio miedo, aunque no tanto como le dio a los guardias. Pronto se fijaron solo en mí y noté con orgullo y alivio que mis compañeras se perdían en la llanura. Bailé y corrí tan rápido como las botas me lo permitieron, hasta que ellos se cansaron de no poder conmigo y huyeron para buscar refuerzos. Allí aproveché para correr detrás de mis mujeres. Lo que a mí me tomó minutos a ellas les había tomado horas y estaban exhaustas. Todas alrededor de un árbol, la mayoría dormidas. Se jugaban el pescuezo si esos guardias conseguían caballos. De pie allí supe que ya no podía hacer nada por ellas, que ya había hecho todo. La certeza se ancló en mi corazón como una mala hierba. 64


De repente, olí un aroma particular que me llevó de una patada al cautiverio. La mujer que me había dejado la caja estaba en un árbol cercano y todo el lugar comenzó a llenarse de ella. Levanté las botas y sonreí en señal de agradecimiento. Ella se limitó a hacerme dos señas que interpreté como “déjaselas y ven conmigo”. Yo, Rosa Cortés, que hacía mucho que no creía en nadie, me vi dejando las botas al lado de una de mis compañeras y caminando hacia el árbol donde me esperaba la anciana de capa negra en la que estaba creyendo por segunda vez. Me reconfortaba la idea de que con ellas quedaba algo valioso que, con toda seguridad, también las salvaría de nuevo: las botas de Rosa Cortés, para cualquier mujer en el mundo que se animara a bailar. 65


Solo veíais en mí lo que a muchas les condena, creísteis que no había nada más, pero apenas buscasteis. La Verdad, sólo yo la conozco. La Verdad, sólo yo puedo nombrarla. Cambié de aspecto por la vida que me impusisteis, Acaté ordenes, me doblegué. Cambié mi forma, mi aspecto, mi nombre. Catalina, me llamaban, lo de la grande vino después. Me llené las manos con la miseria de un país que hice mío, arropé también la pena que vuestros ojos ignoraban. Aquellos ojos, que no miraban nada más que al reflejo en el plomo de un triste y diminuto soldado. Cedí mi cuerpo como quien cede su alma al diablo, me expandí, como se expande la sangre de una herida abierta. Goberné con el cuerpo mientras otros negociaban con almas. 67 pau v.lópez. twitter @alyvvvia instagram @2222.pau Catalina II de Rusia Catalina lI de Rusia (1729 - 1796) fue la primera mujer en gobernar el Imperio Ruso. Su epitafio, escrito por ella misma, la describe mejor de lo que podría hacerlo yo: “Hizo lo que pudo por complacer a su esposo. 18 años de soledad y tedio la llevaron a leer numerosos libros. Cuando subió al trono de Rusia trató de hacer a sus súbditos felices, libres y prósperos. Perdonó fácilmente y no odiaba a nadie. Era indulgente, de carácter ligero y alegre y abrigaba sinceras convicciones republicanas. Tuvo amigos, el trabajo le fue fácil. Amó la sociedad y las artes”.


No hay pudor, no existe arrepentimiento en un cuerpo que parece ser solo eso. Mi cuerpo era mío, mi poder también, por eso lo volví otro. Dentro de él sólo había un animal herido por vuestro rechazo, lleno de rabia y sed de prosperidad, lleno también de todo lo que a Rusia le había sido arrebatado. Queríais entregarme a una soledad que no me pertenecía, y yo solo quería ver la luz. Qué gran suerte tener más manos que las propias. Hice míos los ojos, hice mío mi cuerpo, me vestí como quien va a la guerra y la gané. 68


Son pocas las mujeres soldado que se recuerdan y sin embargo ella estaba en sus memorias como alguien feroz y combatiente Su nombre explicaba la victoria el odio hacia la esclavitud, síntoma de su de su poder como matrona y sanadora Cuando le hablaban de ella lo hacían con orgullo con ese brillo en la mirada que a uno se le dibuja cuando explica algo demasiado ilusionante la madre de la independencia de Haití decían y se lo creía pues no había más que mirar en los libros de historia para leer como abanderó soldados durante batallas Guerrera y combatiente por la libertad a la que llamaban tía Duquesa con causa 70 Meii twitter @unnietw instagram @ggatacallejeraa Victoria Montou Victoria Montou "Abdaraya Toya", nació en Circa en 1739 y falleció en Puerto Príncipe en 1805. Fue considerada como una guerrera de Dahomey y luchadora por la libertad en el ejército de Jean-Jacques Dessalines durante la revolución haitiana.


Circa fue su cuna y Puerto Príncipe su tumba, pero siempre luchadora aquella con el bastón de fuego por la victoria haitiana Abuela, madre y tía que siempre será recordada Victoria Montou. Abdaraya Toya. 71


Esta mañana cálida de verano he recibido una carta que reza Para Su Majestad la Emperatriz Shōken. La caligrafía es impecable y reconozco en ella algo familiar, pero hasta ahora, que me dispongo a leerla, no he sido capaz de identificarla. Junto a ella viene una pequeña piedra de forma redonda y superficie lisa, tan suave que parece de seda. Siento su peso en mi mano izquierda, mientras la muevo a trasluz y veo cómo cambia su color: del naranja apagado surgen algunas motas plateadas. La dejo en mi regazo y abro la carta. 29 de Uzuki, año 34 de la era Meiji Shōken-Kōgō: Ha pasado mucho tiempo desde que nos vimos por última vez en la Corte y sé que posiblemente no haya pensado tanto en mí como yo he recordado su compañía. Mi emperatriz tenía treinta y tres años y yo diecinueve cuando dejé de ser su tutora, pero desde entonces he seguido de cerca las noticias sobre su vida; el cariño me impedía desligarme por completo del tiempo que pasamos juntas. Veinte años más tarde, ahora que mi muerte se acerca, que la hierba se marchita y los gansos vuelan al sur , me siento capaz de contarle el mayor de mis secretos. Jamás pensé que volvería a tener entre mis manos las palabras de Kishida Toshiko, salvo que esta vez no son ejercicios de escritura ni recopilaciones de poemas chinos, pese a que menciona unos bellos versos que estudiamos juntas; ella sabía que los iba a reconocer. Por supuesto que me he acordado de mi maestra durante estos años. De hecho, todo el mundo ha sabido de ella por sus discursos políticos desde que se marchó de la Corte. La noticia de su fallecimiento unas semanas atrás había removido algo en mi interior, pero en esta ocasión tampoco me había dejado llevar por mis sentimientos. 73 Estela Rojo twitter @tormentalidad Kishida Toshiko Kishida Toshiko (1863-1901). Nacida en una familia de comerciantes, trabajó como tutora de la emperatriz por sus dotes caligráficas. Fue una de las feministas de la primera ola de Japón y luchó por mejorar el estatus de las mujeres y promover su independencia financiera y social de sus maridos. Fue muy reconocida por sus discursos políticos-feministas en los que otorgaba gran importancia a la educación. [1] [2] [1] Antiguo formato de fechas japonés, equivale al 29 de abril de 1901. [2] Yuefu de la dinastía Han.


Como bien sabe mi excelentísima emperatriz, mi padre era comerciante textil y pasaba largas temporadas lejos de casa. Mi madre y yo nos unimos mucho como fruto de su ausencia y a día de hoy, que la enfermedad me reclama, no hay nada que extrañe más que sus abrazos. Tan sola como me siento ahora, que incluso mi marido ha fallecido por esta misma dolencia, lo más cercano que tengo al recuerdo de ella es usted. Mi vista empieza a nublarse y me veo obligada a dejar de leer durante unos segundos por las incipientes lágrimas que brotan de mis ojos. Parpadeo varias veces hasta que mi visión se aclara de nuevo y puedo seguir leyendo. En uno de sus viajes hacia la prefectura de Mie mi padre trajo consigo esta piedra naranja como compensación por el tiempo perdido con su hija. No es que yo le importara mucho, pues este fue el único detalle que tuvo conmigo en tantos años de ausencia. Sin embargo, esta cosa tan pequeña cambió mi vida de tantas maneras que a veces incluso siento agradecimiento hacia mi padre, aunque únicamente por haberla traído desde tan lejos. Siempre la llevaba conmigo, me pasaba horas mirando cómo cambiaba de color. Fantaseaba con que era un amuleto de buena suerte, así que no se la enseñé a nadie por miedo a que la suerte se marchara con otros. Había algo poderoso en ella y siempre sentí que Amaterasu tenía algo que ver. Me sentía dueña de la piedra, una de mis pocas pertenencias, pero pronto descubrí que era yo quien le pertenecía a ella. La simple mención a la gran diosa, madre imperial que ilumina el cielo, especialmente en días como hoy, despierta en mí una sensación cálida como un abrazo. La primera vez que se activó yo tenía doce años y estaba furiosa porque había visto desde la ventana a un hombre empujar a su mujer en la calle. No entendí qué pasó exactamente, pero cuando me levanté para ir a socorrerla -cosa que no podía hacer porque no debía salir de casa-, sentí un ligero mareo y, de repente, yo ya no me encontraba allí, en la sala del té de mi madre, sino en otro sitio completamente distinto. Era una gran sala donde, no lo supe hasta más adelante, un grupo de Saburuku bailaba y cantaba, de aspecto alegre, pero con gran tristeza en su mirada, para entretener a más de diez hombres que miraban sin realmente verlas. Entré en pánico y me agazapé en una esquina acariciando mi piedrecita, que era todo lo que tenía, para calmarme, respirando lo más hondamente que me fue posible. Cuando me sentí capaz de abrir los ojos de nuevo, vi acercarse a mi madre muy preocupada, que no entendía porque gritaba ni por qué estaba temblando en el suelo. Supe que no podía ser sincera en mi relato sin que ella pensase que me había vuelto loca. 74


Las primeras veces fueron así: confusas, involuntarias y relativamente breves, hasta que entendí que la duración de esos episodios la controlaba yo con mis emociones. Esta piedra se activaba cuando me desbordaba emocionalmente ante cualquier situación. Pronto aprendí a gestionar bien mis sentimientos, para poder permanecer más tiempo en esos trances, que tampoco eran tal, como descubrí con la repetición de estos. No entiendo nada de lo que mi otrora maestra quiere decirme con esta carta. ¿Había enfermado mentalmente? ¿Había muerto por la enfermedad que le causa esos trances desde su infancia? ¿Por qué jamás me contó nada cuando era no solo su alumna sino su persona de confianza? Cuando trabajaba en la Corte tenía miedo de que se me escapara sin querer la verdad. A veces pensaba en contárselo, que podía saltar a través del tiempo y de la historia, pero me daba miedo su reacción. Me imaginaba su rostro decepcionado, asustado quizá, pensando que había enloquecido. Quizá correría a hablar con su marido y ese sería el fin de mi carrera. Entonces me daba pavor enfrentarme a su mundo, ese del que yo no formaba parte ni lo haría jamás, y seguí escondiendo mi secreto. Jamás me separé de la piedra, ya no sólo por miedo a que otra persona la encontrara y se viese perdida en el vasto universo del tiempo, sino porque sentía un increíble vínculo con ella, a pesar de que era imposible que esta tuviera vida. Pude conocer tantas realidades temporales… desde la era Sengoku , donde vi a las onnabugeisha dominar el arte de la naginata , hasta la era Edo , donde las mujeres eran la clara representación de la buena esposa y la sabia madre. Fue doloroso, pero también pude viajar al periodo Heian , cuando el confucianismo se integró en nuestra sociedad, con sus tres obediencias , cambiándolo todo. Siempre me mantuve al margen de lo que viví en aquellos lugares por miedo a que un ligero detalle cambiado pudiera impedir que yo existiese en mi presente. Me di cuenta de que no podía seguir trabajando para su familia, que la realidad de las mujeres en la sociedad distaba mucho de esa burbuja en la que habitaban en Palacio. Sentía que quizá podía hacer algo para mejorar la realidad de las mujeres de mi mundo, ese del que la emperatriz tampoco podía formar parte. Y me marché, sí, pero con una sensación muy ambigua: el corazón invadido por la pena de lo que dejaba atrás, a la vez que esperanzado por lo que soñaba conseguir. 75 [3] 1467 - 1568. [4] Lanza japonesa de hoja curva que permitía movimientos defensivos. [5] 1603 - 1868 [6] 794 - 1185 [7] La mujer en su juventud obedecería al padre, al casarse debería obediencia al marido y al enviudarse obedecería al hijo. [3] [4] [5] [6] [7]


Yo también sentí gran pesar cuando mi maestra se marchó. Incluso años más tarde cuando Shimoda Utako fue mi dama de compañía la conexión entre nosotras no fue tan intensa ni valiosa para mí. Encontré mi sitio en el movimiento reformista y pude dar conferencias por toda la nación con el apoyo del Jiyūtō .En esos viajes, esta vez físicos, empecé a redactar mis discursos, a transformar todo mi dolor y toda mi esperanza en palabras que hiciesen ver todo lo que habíamos cambiado respecto al pasado y todo lo que aún podíamos mejorar. Nuestra situación como mujeres entonces no era buena, pero unirme al Jiyū Minken Undō fue el paso que necesitaba para materializar todo lo que tenía en mente. Hubo dos momentos en los que temí perder el control de nuevo sobre la piedra: el primero fue en el año 15 de la era Meiji , apenas unos meses después de marcharme de la Corte, cuando pronuncié en Osaka “El camino de las mujeres”. Era un gran momento, lo sentía dentro de mí: estaba logrando lo que quería, y algunas cosas parecieron cambiar gracias a ello y al trabajo de mis compañeras y compañeros. La educación, esa que a usted pude humildemente inculcarle, debía ser la base para la igualdad de derechos entre las mujeres y los hombres; esa era la tesis que proclamé a partir de entonces. Estudiar ética y economía sentaría las bases de una buena vida en matrimonio, permitiendo a las esposas planificar su futuro en caso de que los maridos falleciesen. Estaba emocionada hasta tal punto que sentí la disociación previa a un salto en el tiempo. Sin embargo, pude parar ese viaje inesperado y que no habría sido capaz de controlar, como los primeros que sufrí. La segunda vez fue un año después, cuando me arrestaron tras mi discurso “Hijas guardadas en cajas”. Aquel día no me sentía bien y la lluvia congestionaba las calles, pero saqué fuerzas para pronunciar todas mis ideas en un ciclo de conferencias académicas. Mi emperatriz entenderá que todo lo que temía mientras trabajaba en la Corte había llegado: este sí fue el fin de mi carrera. Sola, encerrada, tan solo pensaba que si estaba en esa situación era porque mis palabras habían sido las adecuadas, las que nadie se atrevía a decir: que las hijas de este país están oprimidas por los padres, que nuestro sistema familiar no funciona si queremos una nación de personas libres e iguales. Mi intención siempre fue crear, junto a las demás mujeres, una caja que sea tan amplia como el mundo es ancho para que podamos sentirnos libres. 76 [8] Partido Liberal. [9] Movimiento por la Libertad y los Derechos del Pueblo. [10] 1882. [8] [9] [10]


Todo el mundo recordaba aquel momento, pese al largo tiempo transcurrido, pues Kishida Toshiko fue la primera mujer acusada por un discurso político en nuestro país. Leer su testimonio hacía nacer en mí una gran compasión. Lo que me salvó de la tristeza que sentía fue, sorprendentemente, mi querida piedra. Seguí viajando a través de ella y eso me mantuvo con esperanza y me ayudó a no rendirme, pese a que mi condición física empeoraba en cada salto. Ver a tantas mujeres excepcionales luchar en sus épocas igual que yo lo hacía en la mía me henchía el corazón de una alegría desbordante. Por suerte pude seguir en el Movimiento, pero mi trabajo jamás volvió a ser tan relevante como lo había sido anteriormente. Cuando me uní a mi marido Nobuyuki Nakajima, activista político del Jiyūtō, pensé que por fin habría algo que me mantuviera viviendo en el presente, pero me equivocaba. Pese a que con él pude viajar fuera del país, él jamás viajó conmigo a través del tiempo. Su visión del mundo era reivindicativa, pero nunca sentí que pudiera entender este poder. Traté de contárselo un par de veces, pero no pude. De nuevo me sentía sola, sensación que me acompañó toda la vida, igual que esta piedra. Cuánto entendía los sentimientos que plasmaba… yo siempre me he sentido sola, durante toda mi vida, incluso rodeada de cientos de personas aquí en Palacio. Me he visto sumida en varias depresiones a lo largo de los años porque jamás pude tener descendencia con el emperador y, aun así, he tenido que compartir mi espacio con los hijos y las damas de honor de mi esposo. Cuando enfermé de tuberculosis y tuve que dejar mi trabajo, mi marido se retiró de la vida pública para cuidarme. Tristemente, él también enfermó y hace un par de años que sufro su ausencia. Otra más, al fin y al cabo. Sé que pronto el río de la vida se llevará las flores de cerezo de mi jardín y seré yo quien muera, Shōken-Kōgō. Quizá cuando mi bellísima emperatriz lea esta carta yo ya no esté en este mundo. Intentaré que mis palabras le lleguen lo más pronto posible, pero dudo mucho que podamos vernos en persona por última vez. Tampoco sería seguro verme en tal lamentable estado. No puedo imaginarme cuál estará siendo su reacción leyendo esta carta ni cuál será su decisión cuando termine de leerla. Aun así, no quiero marcharme de esta vida sin darle mi objeto más preciado. Quizá le ayude a ver cuánto bien puede hacer por las mujeres de nuestro país, pues por más que ahora mi emperatriz vista de occidental, su corazón, sus palabras y su forma de comportarse siguen siendo las de un japonés. Con los sentimientos más profundos y sinceros, Kishida Toshiko 77


Esta piedra tan suave que yo ahora sostengo en mi mano ha pasado décadas entre las de Kishida Toshiko. Observarla me hace sentir la misma paz y serenidad que cuando paseo observando las flores de loto del jardín de Palacio. Me emociona pensar que hay un vínculo nuevo entre nosotras y, de repente, una sensación eléctrica recorre todo mi cuerpo como un escalofrío. Doblo las páginas muy despacio, como no queriendo dejar de mirar esa caligrafía que me trae tantos buenos recuerdos, y sostengo aún con más fuerza el pequeño guijarro. ¿Cómo algo que cabe en mi palma puede encerrar tal poder en su interior? Si pudiera dejarme llevar por la emoción contenida tras leer la carta, quizá podría ser espectadora de tiempos pasados. Quién sabe hasta dónde podría saltar si juntase los sentimientos que he tenido que reprimir durante toda mi vida… De pronto entiendo la decisión que menciona la carta y abro la mano para poder ver de nuevo la piedra, siendo consciente de que podría incluso destruirla. A pesar del impulso intrusivo de hacer desaparecer este poder divino, las palabras de mi maestra refuerzan la idea que lleva meses gestándose en mi interior: dedicar mis esfuerzos a las cuestiones sociales de nuestra nación , siguiendo la estela de aquellas mujeres que me educaron para ser quien soy, honrando su recuerdo. Siento la alegría infinita ante la materialización de un nuevo objetivo y entonces me dejo fluir dentro de la suave piedrecita naranja: sé que la muerte de Kishida Toshiko no será en vano. 78 [11] La Emperatriz Shōken luchó por el acceso de las mujeres a la educación y por la sanidad universal gratuita. Financió la construcción de orfanatos y estableció la Sociedad de Cruz Roja en Japón. La primera subvención del Fondo de la Emperatriz Shōken fue destinado, curiosamente, a luchar contra la propagación de la tuberculosis. [11]


Quien no se mueve no siente las cadenas un cántico que invita a la batalla una voz poderosa que no acalla una mujer con la lucha en las venas. De Polonia a Suiza huyendo de penas con una inquietud que en su pecho estalla convertir en pan aquella medalla devolver al pueblo todas sus estrenas. Llegó en Alemania su persecución y aunque Rosa viva siempre en la memoria mayo fue la fecha de su ejecución. Cuelga un gorro brujo en su antigua prisión tesoro familiar con larga trayectoria pasado de generación en generación. Todas las mujeres que alzaron su voz brujas, políticas o revolucionarias cualquier mujer que fue antirreglamentaria tuvo que enfrentar un final atroz. Una vida herida con dolor precoz el precio a pagar por ser temeraria puede parecer una condena solitaria pero todas somos el mismo altavoz. 80 Celia Ramiro twitter @Aprerrafaelita instagram @ArtistaPrerrafaelita Rosa Luxemburgo Rosa Luxemburgo (1871-1919) fue una revolucionaria, líder política y feminista que defendió los derechos de la clase obrera, siendo una de las fundadoras del socialismo democrático. Comenzó a militar con apenas 15 años, y con 18 tuvo que huir de su Polonia natal por persecuciones políticas. Su obra fue clave en la historia del socialismo. Fue asesinada en Berlín en 1919.


—¡Voto a favor del alzamiento! El silencio vino por fin. Todos los hombres de la sala me miran poniendo la atención que reclamo. —La lucha no se debe retrasar más. Los camaradas de nuestra patria lo necesitan. Este gobierno solo perpetuará que los burgueses mantengan el poder sobre el pueblo controlando todo mientras le roban la libertad. Hay que avanzar y solo hay una opción —Hago una pausa para que mis palabras calen. Lenin me observa poniendo toda su atención en mí—. Nuestro Comité Central existe para tomar estas decisiones, algunas fáciles y otras difíciles, pero lo más importante es tomarlas para guiar a los ciudadanos a su liberación. Esto solo podemos hacer nosotros, ni los socialrevolucionarios, ni tampoco los mencheviques, solo nosotros. Tenemos que estar preparados para todo. ¡Es ahora o nunca! Guiemos al proletariado para que se enorgullezcan de nuestra patria. Repito: ahora o nunca, señores. Muchas gracias. Acabo con poco aliento y me quedo quieta un segundo antes de regresar a mi silla. En este momento el silencio reina, uno que me incomoda, pero al que ya me he acostumbrado, sin embargo, se empiezan a oír aplausos de algunos miembros. Al primero que veo es Lenin, presiento que ha sido él quien ha empezado, seguido por Trotsky, Zinóviev y Lunacharsky. Empiezo a andar y al pasar por la silla de Lenin este me invita a estrechar su mano. Su agarre es fuerte pese a su edad y noto algo rugoso que me pincha en la palma de la mano. Por suerte, me doy cuenta a tiempo de que es un papel, así que, cuando mi compañero del comité retira su mano, cojo la nota antes de que se caiga al suelo. Mantenemos el contacto visual durante un instante e intento comunicarle que he recibido el papel. Tras esto me vuelvo a mi sitio. Algunos miembros hablan entre sí discutiendo o comentando los próximos pasos. Con mi voto la decisión se ha tomado: habrá revolución. Si tengo éxito, mis planes podrán empezar. Tras unos minutos, Lenin se levanta y la sala se calla y se centra en él. Estoy tan cansada de que ellos no se tengan que esforzar en nada. 82 Roger Salvany twitter @PistisDos Aleksandra Kolontái Aleksandra Kolontái nació en Petrogrado (actual San Petersburgo) en 1872. Luchó durante la Revolución de Octubre y formó parte del gobierno de Lenin siendo la primera mujer en estar al frente de un ministerio luchando por la emancipación de las mujeres y, posteriormente, en representar diplomáticamente a un país. Dejando atrás una gran cantidad de escritos y ensayos sobre el papel de la mujer en el mundo, murió en 1952 en Moscú.


83 —La votación ha terminado y con el voto de la señora Aleksandra Kolontái ha salido a favor mi propuesta. Los preparativos empezarán mañana y daremos aviso a los más fieles. Hay que estar unidos, amigos míos. La revolución se hará y debo advertirles que habrá dolor, pero para que haya un cambio debemos dar un golpe sobre la mesa. Durante estos días cada uno recibirá sus órdenes y las reuniones en el comité serán frecuentes. Tiene que salir todo a la perfección— inspecciona con su mirada toda la sala dando un respiro a su discurso—. Descansad bien esta noche, pues las que vienen serán duras y frías. Con esto, Lenin coge su carpeta y se levanta dando a entender que se ha terminado la sesión del comité. Trotsky lo sigue y conversa mientras salen de la estancia. Mis dos compañeros se levantan y hablan de algunos refugios para sus familias a las afueras de Moscú. Yo espero sentada guardando mis documentos en mi cartera lentamente para tener un segundo de tranquilidad. Cuando no hay nadie demasiado cerca abro la nota arrugada de Lenin y leo su contenido: a la izquierda, tercera puerta, después del comité. Algo críptico, pero lo consigo captar. Rompo el papel y salgo de la sala. Algunos miembros están hablando por los pasillos, pero ninguno de ellos me hace caso. Me dirijo hacia la izquierda donde se encuentra un corredor con una alfombra roja y tres habitaciones. Me adentro en la última y las pulsaciones se van incrementando a cada paso que doy. El asunto parece serio y eso es lo que más me atormenta. Llego a la puerta y dudo un segundo antes de entrar, pero no debo titubear en estos instantes. Al abrir me encuentro con Lenin, Trotsky y Lunacharsky juntos. Espero en el umbral de la habitación esperando una invitación para pasar. Este último abandona la sala con un maletín en la mano que no llevaba antes. Me aparto para que pueda salir y sin esperar la invitación entro a la habitación. Los dos hombres restantes rodean una mesa con otra cartera idéntica a la de Lunacharsky. —Esto fue requisado del Palacio de Invierno. Haz un uso adecuado —me informa Trotsky. Yo asiento y recojo la maleta. Es pesada, pero no se si es por el cansancio o la sensación es real. Salgo de la habitación y del edificio. Ya es de noche y el viento frío arremete contra mi piel. Camino cansada hasta mi piso franco en Petrogrado, cerca de donde se hacen las reuniones del comité. Llego a los cinco minutos y mientras subo las escaleras aumento la velocidad. La súbita curiosidad por saber qué hay dentro del maletín me carcome por dentro. Abro la puerta de cualquier manera, entro al piso y dejo con cuidado la cartera sobre la mesa del comedor. Con las mejillas rojas por el frío y la respiración acelerada desbloqueo los cierres y la abro lentamente. La luz de la sala empieza a iluminar unos extraños guantes idénticos, con piezas de metal rodeándolos, con marcas extrañas grabadas y cristales sobresalientes de algunas partes. Cojo uno de ellos extrañada, pero me inunda la curiosidad más que antes. Lo giro para ver todos sus detalles con suma delicadeza.


84 Repaso con mi pulgar la superficie y noto todas sus cavidades y resaltes. Su acabado es excelente. Antes de llegar a donde deben ir los nudillos empiezo a notar un hueco en forma de línea hasta que mi dedo hace tope contra una pieza de metal. Al lado veo un trozo redondo que funciona como un botón. «Qué invento más curioso. Son unos guantes, pero no llego a entender estos dos accionadores» pienso mientras vuelvo a inspeccionar las manoplas por si se me había escapado algún detalle. Pulso el botón y el aire se vuelve más pesado, pero no consigo ver nada nuevo ni en el piso ni en el artefacto. Miro hacia el maletín y me doy cuenta de que me había dejado un escrito. Dejo el guante junto a su par y leo la carta. Estos son los Guantes del Norte. Una de las cinco reliquias que los zares tenían escondidas bajo su poder. Ahora son nuestros y serán usados para llegar a nuestros objetivos si algún día necesitamos usar la fuerza. Si estás leyendo esto es porque ese día ha llegado. Los Guantes del Norte fueron creados para atrapar cualquier tipo de proyectil. Tienen el poder de protegernos para obtener la victoria. Su uso es sencillo. Cada guante tiene un botón y una barra deslizadora. Con el interruptor se enciende un escudo en forma esférica que, con el mecanismo de la barra, puede aumentar o disminuir el área. El escrito no tiene remitente, pero el contenido queda claro. Bajo la mirada hacia los manoplas de nuevo fascinada y algo horrorizada. Es un poder sencillo, sin embargo, poderoso. No me imagino qué deberán hacer las otras cuatro reliquias. Por precaución quemo el escrito, cierro el maletín y me voy a la cocina a prepararme un té mientras le doy vueltas al uso que debo hacer ante semejante poder. Miro hacia la mesa del salón donde están las reliquias y recuerdo que no he desactivado uno de los guantes. La curiosidad me llena de preguntas, cojo la cuchara de té y desde la cocina la lanzo con poca fuerza, pero la necesaria para llegar al maletín. Antes de llegar a la mesa, una fuerza invisible para en el aire el utensilio. Me quedo sorprendida por lo que acaba de ocurrir. «Antaño me quemarían por esto» pienso aterrada. Me acerco y vuelvo a sentir el aire pesado. Cojo con temor la cuchara de donde flota y al tenerla en la mano esta no presenta ninguna fuerza. Pruebo con un lápiz, un papel o una moneda y todo se queda a la misma distancia de la maleta, suspendido en el aire. Salgo de mi asombro cuando oigo la tetera chirriar por el agua hirviendo. Me sirvo una taza de té y me acerco a mi escritorio situado en una habitación aparte. Ahí me encuentro con una hoja de papel, tinta preparada y mi pluma favorita. Todo listo para escribir un mensaje para el futuro. Dejo mi bebida a un lado y me alejo de todo para concentrarme en mis palabras, palabras importantes que narraran la historia que se va a vivir dentro de poco. Doy un sorbo a mi bebida, caliente como una fundición de metal y vigorizante para quitarme el cansancio de mis hombros. Empiezo a escribir.


85 Queridos descendientes: Estas palabras son para las personas libres, para los hombres y las mujeres que disfruten del derecho a vivir, de aquellos que no conocen la palabra guerra. El día de mañana se derramará sangre, sangre del proletariado y sangre de la clase opresora quienes quieren seguir reinando sobre los trabajadores y ejerciendo violencia en todos los sentidos de la palabra. Es una lucha que tiene que suceder, por nosotros y por vosotros. Para empezar a construir un presente comunista donde cualquier persona sea igual a todas las demás. Da igual su oficio, procedencia, género o con quien se vaya a dormir. Una lucha para empezar de nuevo. La primera batalla de la última guerra. En vuestro tiempo algunos puede que no la recordéis, pero es un error, pues olvidar por lo que luchas es olvidar y someterte a otras convicciones que pueden estar en contra de los intereses del pueblo. Por eso os pido una única cosa, mis queridos descendientes, recordad y respetad la memoria de quienes darán su vida en la lucha por el socialismo, quienes morirán defendiendo la libertad de la patria. Guardad como reliquias sagradas los monumentos que construiremos para conmemorar a los caídos de esta honorable lucha. Petrogrado y toda la patria oirá nuestro rugido rojo y conquistará los corazones de nuestros compatriotas. Espero que la historia nos recuerde como debemos y que vosotros, queridos míos y queridas mías, disfrutéis vuestra vida por la que tanto luchamos. Yo estaré ahí, representando al pueblo, pero sobre todo a las mujeres, las que tienen las voces silenciadas, a las que se esconde por miedo a lo que pueden hacer, por su potencial. Lo veo, yo soy la prueba. Tal y como el pueblo conquiste una nueva sociedad igualitaria, las mujeres conquistaremos a los hombres para ponernos a su nivel y empoderarnos. Nuestra desdicha es esta, luchar dos guerras al mismo tiempo, sin embargo, unidas podemos combatir eso y más. ¡Luchad! ¡Luchad por y para vosotras! Ya está. Esta es la primera de muchas cartas que permitirán a las futuras generaciones comprender qué está sucediendo ahora para que puedan gozar de libertad. Sonrío al pensar en esa palabra. Es algo que anhelo tanto y que su búsqueda y lucha cansa tanto, sin embargo, mi cuerpo pide batallar más hasta lograrlo y voy a seguir hasta que mi último aliento salga de mi cuerpo. Firmo la carta, la guardo en un sobre y la sello para cerrarla hasta que se abra en el futuro. En el momento en que dejo la misiva en la mesa el cansancio me golpea con toda su fuerza. Con el trabajo terminado me dirijo a la cama para por fin terminar este día. La puerta del piso me despierta cuando se cierra. Me tomo mi tiempo para vestirme y al salir veo a Ada Nilsson en mi cocina bebiéndose un café. En la encimera hay una taza humeante. —Buenos días —me saluda con una sonrisa—. ¿Una noche larga? Asiento somnolienta. Miro rápidamente por la ventana para saber más o menos la hora y veo que aún hay poca actividad en la calle así que debe ser pronto. —La verdad es que sí. El comité se extendió bastante.


86 —¿Se va hacer al final? Me giro hacia ella y la veo seria, incluso preocupada. Aunque no haya especificado a lo que se refiere, lo entiendo. La miro decidida. —Así es —le confirmo—. Hoy empezamos los preparativos. —¿Y esa maleta es parte de los preparativos? —dice Ada señalando con la taza de café hacia el maletín de la mesa del comedor. Lo miro recordando el asombroso contenido, pero a la misma vez sintiendo la carga de responsabilidad que tengo en mis manos. —Se podría decir que sí, pero aún no sé qué uso darle —digo algo tensa. Un silencio súbito invade la sala durante unos instantes. —Eso no será un problema para ti —dice Ada rompiendo el silencio. —¿Te vas hoy hacia Moscú? —pregunto intentando cambiar de tema. —Así es. De hecho estoy aquí para despedirme y partir. Una descarga de tristeza me golpea en mi interior al oírlo. Me vuelvo hacia la ventana para intentar ocultarla aunque sepa que es inutil, pues ella lo sabe y lo vive igual que yo. —Las dos tenemos obligaciones que atender —empiezo a decir intentando llenar la tristeza con deber y honor—. Tu debes ser la mejor médica de Europa y yo debo guiar al pueblo y a las mujeres a un futuro mejor. Ella se ríe por lo bajo. —Siempre tan solemne para ocultar la tristeza. —Siempre, la oculto, pero sé que está allí y el deber me da una meta para seguir adelante. —El futuro está seguro en tus manos —me dice y noto su voz mucho más cerca que antes. Me giro y me la encuentro detrás de mí con la taza que humeaba en la encimera—. Un buen té para empezar el día. Acepto la bebida con una sonrisa. La disfruto y Ada se coloca a mi lado. Nos quedamos en silencio mientras yo dejo la mirada perdida en dirección al maletín. Esto es para el futuro. El ahora importa, pero solo es un inicio y aun así me preocupa lo que la historia pueda contar de estos días. Por eso, el proyecto de las cápsulas del tiempo es tan importante, para contar la historia mientras transcurre todo, sin embargo, el miedo me invade cuando pienso que mi trabajo se va a perder por el camino y que no llegarán a escribirse las cartas de otros ciudadanos del nuevo país que queremos construir. Pero sí tengo algo que pueda proteger mi misiva. —Ada —digo contenta por haber llegado a una conclusión. —¿Sí, Aleksandra? —¿Podrías hacerme un favor en Moscú? —pregunto.


87 Ella asiente y yo inmediatamente me dirijo a mi escritorio donde el sobre reposa encima del espacio de trabajo. Al volver al salón Ada me espera algo extrañada. Le enseño la carta y le explico todo el proyecto de las cápsulas del tiempo por toda Rusia para que las generaciones venideras lean experiencias reales y todo lo que luchamos para que gocen de su libertad. —Petrogrado será un lugar inseguro, aunque en el futuro me gustaría hacer lo mismo aquí. Por eso he pensado que Moscú puede ser un mejor inicio —explico y al acabar ella sonríe. —Claro que podré hacer esto por ti —acepta ella como si fuera la misión más importante que haya tenido nunca. Asiento aliviada aunque aún falta una cosa más. Me acerco al maletín sintiendo el aire pesado del guante que no desactivé y lo abro. Dudo un segundo, pero me decido y regulo el área de acción de las reliquias para que actúen solo alrededor de la cartera y activo el segundo guante. Antes de cerrarla, meto la cápsula del tiempo dentro. —Llévate esta maleta contigo —le digo a Ada—. Dentro está el sobre y unos guantes algo extraños, pero es importante que se mantengan dentro hasta que lleguen a su destino. Cuando vuelvas a Petrogrado o la próxima vez que nos volvamos a ver me los devuelves y te explicaré por qué son importantes para mí. —Confío en ti, Aleksandra, y haré lo que me pidas. Yo asiento aliviada por tener a alguien como Ada y confiarle algo tan importante y saber que se va a cumplir. Tras esto ella recoge su abrigo en la puerta, yo la acompaño y cuando está preparada la abrazo. Ella me rodea y apoya su cabeza en mi hombro. Me da la sensación de que este instante dura una eternidad, pero ella debe irse. —Buen viaje, Ada. Ten cuidado. —Nos volveremos a ver pronto con un futuro prometedor por delante —se despide con esas palabras tan esperanzadoras. Ada se marcha con mi pequeño proyecto para dar luz al mundo en el futuro, pero yo me quedo para luchar por la transformación. Una lucha que se librará con violencia, no obstante, el arma más poderosa no será la que desgarre carne y quite vidas, sino las palabras que den esperanza, insuflen valor y enseñen que hay alternativas y futuros en los que la vida irá por delante de la muerte y de cualquier otra cosa. Palabras que den fuerza, que den algo por lo que luchar. Esa será la verdadera batalla y la voy a ganar.


Cuando pensaba en ejecuciones, Františka siempre se había imaginado algo más… romántico, magnánimo quizás. Más digno de Olympe de Gouges, a decir verdad, en una gran plaza de París. Sobre un cadalso de madera cuyas tablas crujirían a sus pies mientras se acercaba a su verdugo. Se imaginaba la sombra alargada de sí misma que proyectaría el sol de atardecer, como metáfora de la impronta que había intentado dejar al mundo con sus ideales y su lucha feminista. Y el pueblo a sus pies abarrotando todos los rincones de la plaza, pidiendo a gritos que se le perdonara la vida, dándole aliento, haciéndole creer que todo aquello tenía un sentido… En fin, había imaginado cualquier cosa menos eso. La fría mañana de niebla, la luz grisácea de un amanecer que parecía que no quería salir, pues sabía que para ella ya no habría un nuevo día. Los pies que se le hundían en el barro durante todo el camino hacia la ribera del río. Y aquel frío que se le calaba en los huesos y que nunca más la abandonaría. Pero, claro, aquellas últimas semanas habían pasado tantas cosas que no había imaginado… Le hubiera gustado también enfrentar aquello de otra forma, con más entereza por su parte, mirar a su verdugo a los ojos… no las aguas del río donde acabaría. Supuso que era práctico…, pero también era cobarde no llevarse con ella la cara de su asesino. En cierto modo, sabía que se había obsesionado con las tablas de madera del cadalso porque le recordarían a las de la zapatería de su padre, donde tantas tardes de su infancia había pasado viéndolo trabajar y escuchando los cuentos que se inventaba para entretenerla. Recordó en aquel instante uno de aquellos cuentos en los que una pobre campesina encontraba unos zapatos maravillosos que le permitían andar por el agua. Al principio no sabía para qué usarlos, pero le permitieron adentrarse en el mar y conseguir tesoros inigualables. Pensó que en aquel momento un objeto tal le permitiría cruzar el río y librarse de sus asesinos sin mirar atrás. Pero no quería ser una cobarde, aunque ellos lo fueran, pues no se arrepentía de haber luchado por lo que consideraba justo. Solo esperaba que gracias a ella algún día acabara la lucha y ninguna mujer tuviera que alzar la voz para ser escuchada entre los gritos de los hombres que la condenaban solo por existir. 89 Ana Navalón twitter e instagram @ladynavalon Františka Plamínková Františka Plamínková fue hija de un zapatero de Checoslovaquia nacida en 1875. Se implicó en la lucha feminista como profesora y también como periodista escribió muchos artículos sobre la cuestión de género y se opuso abiertamente el régimen de Hitler. La Gestapo la arrestó y la ejecutó en 1942, en el Campo de Concentración de Theresienstadt.


Por eso levantó la barbilla en aquella fría ribera del río y esperó. Esperaba escuchar el disparo y sentir el frío metal abrirse paso entre su piel. Y luego un dolor lacerante que no acabaría nunca. Pero nada de eso pasó. De repente, Františka bajó la mirada y los pies no se le hundían en el barro de la ribera. Supo por qué. Su deseo se hacía realidad. Dio un paso con cuidado y después otro, todavía temerosa del rifle que le apuntaba a la nunca. Pero funcionó, ¡llevaba los zapatos mágicos! Dio un par de pasos más, todavía temerosa, y comprobó atónita que podía caminar sobre el agua. Entonces, no dudó, como nunca lo había hecho vida. Sabía a dónde dirigirse, sabía que al final del río se encontraba ese futuro donde todas las mujeres podían disfrutar de ser ellas mismas. Donde ninguna era condenada solo por existir. Avanzó sin mirar atrás, pues en el pasado solo quedaba cobardía. 90


Pájaro Rojo tenía los ojos color carbón y el pelo del color de una noche sin estrellas. La piel, que debía ser rojiza por naturaleza, era más pálida que la arcilla de los ríos. Todos aquellos que la contemplaban pasear por la universidad, no veían más allá de una muchacha que se había interesado por la literatura y la música. Aquellos más atrevidos, se fijaban paulatinamente en el color de sus ojos y su cabello. Los más escrupulosos escrudiñaban el color de su piel y la forma de su nariz antes de pensarlo dos veces y decidir que alguien como Pájaro Rojo no merecía tal desperdicio de saliva. Los animales eran los favoritos de Pájaro Rojo, porque no juzgaban su apariencia como lo hacían los otros. Se limitaban a hablarle y desear que fuera como ellos. Ella asentía y sonreía, porque los animales eran más amables que la raza humana. Pájaro Rojo se llamaba en realidad Zitkala-Ša y estudiaba en el Earlham College de Indiana. Odiaba a los colonos por haber cortado sus trenzas sioux, y a su misma vez, los amaba por haberle regalado el don de la escritura y la lectura. Ignoraba aquellos que la miraban distinto y sonreía siempre tocándose la gargantilla con dedos ágiles cuando los pajarillos le dedicaban una canción. La gargantilla era un objeto preciado para ella, obsequio de sus tías y su madre antes de que se fuera por primera vez a la escuela junto a los Pálidos. Constaba de tres hilos de cuero endurecido que sujetaban las largas cuentas de hueso y cuerno de bisonte, pulidas hasta dejar brillar el marfil por naturaleza; otras eran del color de los cuervos, negras como la obsidiana, y varias más de metal, más pequeñas y que separaban unas cuentas de otras en cada hilera. Algunas de las cuentas pequeñas eran de marfil pintado en rojo, como las bayas del muérdago y el penacho del cardenal. 92 Karla Fernández twitter y wattpad @Keyra_Shadow Zitkala-Ša Zitkala-Ša (22 de febrero de 1876), fue una escritora, música, editora, profesora y activista por los derechos de las personas nativoamericanas. Cofundó el Consejo Nacional de Indios Americanos y dedicó su vida a dar voz a la cultura sioux por medio de sus escritos. Tras su muerte, muchos de sus escritos sobre aborígenes norteamericanos fueron editados por la Universidad de Nebraska. Fue enterrada bajo el nombre de Gertrude Simmons Bonnin en Arlington. En sus escritos, relataba su infancia y juventud a la par que su lucha por encontrar su propio espíritu en una sociedad en la que se veía forzada a dejar de lado su identidad nativoamericana y la incesante constante de sentirse desplazada por no ser ni completamente sioux ni completamente americana.


—Eres como yo—le decía a menudo el pájaro que le daba su nombre en la lengua Lakota. ZitkalaŠa acariciaba la gargantilla para seguir escuchándolo. Era un roce leve, apenas un toque con la yema de los dedos literatos—. Pero no tienes alas que te hagan volar. Podrías ser libre y venir con nosotros. Regresar a tu hogar y disfrutar de la sabiduría de la naturaleza; de tus gentes de rostros de arcilla roja y cabellos medianoche. Zitkala-Ša aún sonreía cuando le respondía, siempre con la misma voz serena y templada como las cascadas junto a los ríos de su hogar. —Mis alas no son como las tuyas, pequeño Pájaro Rojo —le decía al pajarillo, y este ladeaba la cabeza con el penacho carmesí encrespado en lo alto—. Mis alas son mis palabras, mis plumas las manos que las escriben, y mi boca el viento que las impulsa. Seré libre igual que tú, y prometo que lucharé porque mis gentes de arcilla puedan volar también, sin temor a que la gente besada por la nieve les obligue a dejar de ser. Aunque Zitkala-Ša sonaba convencida cuando decía aquello y el pajarillo no hacía gesto alguno por contradecir sus palabras, lo cierto es que ni siquiera ella estaba del todo segura de lo que brotaba de sus labios. Si bien era cierto que intentaría hacer lo posible porque los demás Sioux fueran tratados justamente, no tenía la certeza de qué debía hacer exactamente para hacerlo. ¿Debía componer una canción con el violín y esperar a que el llanto de las cuerdas llegara hasta los corazones de la gente pálida? ¿Escribir un manifiesto así como habían hecho las mujeres en Nueva York con la Declaración de Seneca Falls? Pero su declaración había removido a la población entera: hablaba de sentimientos, de aceptación, de los derechos que por naturaleza también les pertenecían a las mujeres. ¿Qué podía decir ella sobre los sioux? ¿Que sus tierras habían sido suyas mucho antes de que los Pálidos las reclamaran para sí? ¿Que los Lakota, los Nakota, Dakota y Sioux respetaban la tierra y a la madre naturaleza, que no representaban amenazas para la religión cristiana y todo lo que esta representaba? ¿Quién la creería? ¿Cómo podía ser escuchada, si ella misma llegaba a sentirse cada vez más distante de sus propias raíces? El tiempo seguía su curso y pronto las hojas empezaron a llover del cielo mecidas en el viento, prometiendo volver a crecer. A la par que los árboles quedaban desnudos ante la mirada de las nubes y las estrellas y el viento anunciaba la llegada del invierno, la incertidumbre se instalaba en el pecho de Pájaro Rojo con más ahínco. Seguía sin saber qué podía hacer ella por su pueblo, por las tribus de nativoamericanos que habían sembrado la tierra y cuidado a sus animales. En instantes como aquellos, sintiéndose otra vez niña, Zitkala-Ša añoraba los cálidos brazos de su madre y sus tías. Añoraba el sonido de las aguas en el arroyo y el resoplido condensado de los alces por las mañanas. El cardenal la miró una tarde con la cabeza ladeada y las plumas alborotadas; el aire que rugía era fiero y despiadado y el pajarillo había decidido entrar en el dormitorio de Zitkala-Ša para resguardarse unos minutos. 93


Tenía el pecho hinchado y la cabeza medio oculta en las plumas de los pectorales. Solía decirle que hacía aquello para entrar en calor más fácilmente, una cosa que había aprendido de sus padres, aunque no los recordaba del todo. Zitkala-Ša se encontraba en aquellos momentos dándole vueltas a un lápiz con la mano. Debía escribir una redacción para el día siguiente, pero todavía no había empezado. La mención de los progenitores del cardenal había despertado su curiosidad. —¿Los recuerdas? —le preguntó entonces. Las cuentas rojizas de la gargantilla parecían más esmaltadas que nunca. El pájaro pensó que brillaban—. ¿Recuerdas cómo eran así como recuerdas lo que te enseñaron? El cardenal meditó lo que diría. —Recuerdo las cálidas plumas de mi madre y el hocico de mi padre cuando nos daba de comer a mí y mis hermanos. Tuve tres, pero dos murieron. Al cabo de poco tiempo, solo quedaba yo. Un día vi a mi madre alzar el vuelo y pensé que era lo más hermoso que había visto jamás. Días antes me habían enseñado a batir las alas y me consumía en ansías por imitar a mis padres, por probar el sabor del viento y la caricia de la libertad. —¿Entonces recuerdas sus lecciones? —inquirió Pájaro Rojo. —En la naturaleza no hay lecciones —repuso el cardenal—. Llevamos el instinto en la sangre, la tierra entre las patas y el viento en las alas. No necesitamos más. Cuando aprendemos a volar no hay nadie que espere a que lo hagamos. Saltamos del nido y solo nos queda una opción: batir las alas o caer. Si no nos arriesgamos a saltar, moriremos de hambre. Si no intentamos mover las alas, moriremos igualmente. Pero también necesitamos confiar, pues sin confianza, no eres nada. Para saltar y arriesgarte, la necesitas. Zitkala-Ša sopesó lo que el pájaro le había dicho durante las siguientes semanas. Cada vez el tiempo empeoraba más, y pronto llegarían las primeras nevadas. Para aquellas fechas, normalmente Zitkala-Ša hubiera estado rodeada de sus familiares para llevar a cabo sus propias festividades. Llevarían a cabo las danzas rituales para pedir salud y buenas cosechas, que el invierno no fuera cruel con ellos y que les dieran a sus animales fertilidad y fuerza. Bailarían hasta que no pudieran más y llenarían de plegarias y agradecimientos a la madre naturaleza. Una de las tías de Zitkala-Ša, la más mayor, le había dicho una vez que la gargantilla había sido un obsequio de la Gran Madre, que el bisonte se había aparecido ante la gente de la tribu y se había postrado ante ellos para que le quitaran los cuernos, rotos y agonizantes. La madre naturaleza bendijo a la que fuera su bisabuela con aquella gargantilla, y había pasado de generación en generación, de mujer a mujer, por más tiempo del que ella pudiera imaginar. Pero aquel invierno, la madre naturaleza no escuchó las plegarias y las súplicas de la sioux que había sido separada de su familia, y aunque se venere a la Gran Madre, a veces esta arrebata injustamente. 94


La respuesta a sus cavilaciones vino a ella la mañana en la que encontró al cardenal muerto, junto al alfeizar en la ventana de su dormitorio. Había sido el primer animal en responder al llamado de la gargantilla de Zitkala-Ša. De igual manera, también había sido su primer y único amigo. Lo recogió mientras le tiritaban los dedos y se le congelaba la punta de la nariz aguileña. Vistió al cardenal con su bufanda favorita, envolviéndolo con cariño para que su espíritu no pasara frío. Era una bufanda sencilla y con los bordes irregulares. Un extremo era más largo y grueso que el otro, en parte debido a que ella misma la había tejido siguiendo las indicaciones de su abuela. Si cerraba los ojos, todavía podía escuchar su risa cuando el había mostrado el resultado de sus largas horas tejiendo. El recuerdo de aquella risa estaba entretejido entre la lana gruesa y teñida, escondido entre los hilos y la pelusa que desprendía la prenda. Quería que su abuela velara por el pajarillo rojo en su pase al mundo que le esperaba. Se tocó la gargantilla a continuación, una idea relampagueando en su mente por una milésima de segundo. El collar tenía tres cuentas más largas que las demás y que colgaban hacia abajo, buscando llegar hasta la base de su cuello. Zitkala-Ša arrancó con cuidado la cuenta central, color hueso. Lo ató al cuerpecillo del cardenal, envuelto en la bufanda, con un grueso hilo negro que guardaba en caso de que alguna de sus ropas necesitara remiendos. Aunque egoísta, Zitkala-Ša creía que ella también era la única amiga del pájaro. Quizá no fuera de su especie, pero había aprendido a respetar sus formas, su filosofía y su forma de apreciar la vida. Aquél pájaro había sido único, comprendió más tarde, así como él la había considerado a ella un ser sinigual. Lo enterró bajo las gruesas raíces de un olmo prominente, apenas a unos metros de distancia de su dormitorio. Fue breve y rápido, pues Zitkala-Ša pronto sintió la mirada de todos posada en ella. Las miradas le incomodaban, por mucho que quisiera ocultarlo, pero siguió sonriendo con la misma sonrisa que le había reservado al cardenal. Zitkala-Ša volvió a su dormitorio con el cabello negro de alas de cuervo trenzado por encima del hombro y los ojos oscuros brillando por las lágrimas. Era común expresar la tristeza que se sentía al perder a un ser querido, pero de igual forma lo era llorar de alegría al saber que dicho ser estaría en un lugar mejor. El cardenal volaría por los cielos infinitos y cruzaría el firmamento como una estrella de cola roja. Si Pájaro Rojo vio dicho acontecimiento durante los siguientes años de su vida, jamás se pronunció al respecto. Entró en su estancia personal y observó la ventana, esperando abierta y paciente por volver a ser cerrada. Pero Zitkala-Ša no lo hizo. Dejó que el viento le acunara las lágrimas de las mejillas y le besara la frente, revolviéndole también los mechones más cortos de cabello que le caían a ambos lados del rostro. Su mirada pasó entonces hacia el lápiz abandonado en el escritorio, como siempre lo había estado. Lo cogió y lo sopesó pasándolo por los dedos con aire distraído. Incluso un objeto tan insignificante como un lápiz tenía un cometido en la vida. Entonces, ¿cuál era el suyo? ¿Qué debía hacer en un mundo en el que su voz no sería escuchada jamás? Pero…, ¿jamás? ¿Estaba segura de que nunca sucedería lo contrario? 95


Pájaro Rojo tenía los ojos color carbón y el pelo del color de una noche sin estrellas. La piel, que debía ser rojiza por naturaleza, era más pálida que la arcilla de los ríos La habían separado de su familia con promesas de educación y buena salud. La habían despojado de sus raíces y a su vez la habían bendecido con nuevos aprendizajes que atesoraría por el resto de su vida. Le habían hecho cuestionarse quién era y a qué bando debía pertenecer en la vida: el colonizado o el colonizador. Pero los bandos no existían para ella: suponía el espacio liminal entre dos opuestos que se miraban con ojos ensangrentados y dientes monstruosos. Era el laurel de la paz entre dos tierras en guerra. Era tierra de nadie. Era lugar sagrado, templo del conocimiento, de la sabiduría de sus tribus recluidas en las reservas. Era espada en vilo, afilada con el poder que otorgaban los dones que los americanos le habían dado. Era sioux y era americana. Era hija de madre tribal y padre francés. Mar y cielo se habían unido hasta que ella surgiera: tierra flotante entre lo uno y lo otro; arnés de una vida que solo podría dictar ella. «Si no nos arriesgamos a saltar, moriremos de hambre», había dicho el cardenal. La joven sioux asió el lápiz en un abrir y cerrar de ojos, y aún estupefacta, sumida en un trance y una punzada dolorosa en el vientre, escribió. Zitkala-Ša escribiría muchos libros a lo largo de su vida. Relataría sus vivencias de niña y sus experiencias de adulta. Sería activista y eterna luchadora por los sioux y su derecho a ser escuchados y respetados; a ser tratados como humanos. Y sin embargo, el cardenal que le daba nombre jamás abandonó sus pensamientos y la acompañó durante el resto de su vida. La primera línea la lanzó al vacío y le llenó el pecho de ternura. Fue la que se convertiría mucho más tarde en el mismísimo título: «Pájaro Rojo habla». 96


13 de diciembre de 1969. A quien le pueda interesar, Decidí hoy contar lo que he vivido en los tiempos agitados que viví con la que es el amor de mi vida. Me siento más débil y delicada, noto que queda poco. Necesito dejar por escrito que nunca me he rendido. Recuerdo el momento en el que entraron en Madrid, mi Madrid, marchando con la cabeza alta, victoriosa. Ese día decidimos huir. Ella y yo unidas de la mano, corrimos al norte. Nos refugiamos a toda prisa tras los pirineos. Pocas cosas dentro de la maleta, ropa ligera para pasar los primeros meses, este diario y la herencia más preciada en mi familia, la receta de la mente. Todas las mujeres de mi familia han usado la receta de este jarabe y se las han pasado de madres a hijas. Todas han necesitado usar este jarabe en algún momento de su vida, perseguidas por las injusticias a las obreras. 30 minutos son más que suficientes para salvar una vida. 30 minutos es lo que te concede el jarabe de esta receta para conocer a quién tienes delante, leer lo que realmente piensa. Esa es la línea que te salva, lo que nos salvó a Mery y a mi en Francia. Nosotras usábamos este jarabe aún estando en Madrid, luchando por la libertad y la clase obrera. Muy útil al inicio de una guerra en la que luchábamos por la libertad en juego. Más tarde lo usamos para que no nos matasen, sobrevivir en tiempos de espías. El camino al extranjero fue menos terrorífico de lo que pensábamos. El terror vino al ver lo que nos encontramos. Una frontera donde las personas formaban la imagen de un río a contracorriente. Cientos de niños, ancianos y mujeres dejando atrás sus casas. Ayudamos en lo que pudimos, acogimos a quienes pudimos. Una vez terminó el torrente de huida supimos que la persecución había comenzado en España. Mi nombre salía en la lista de las anarquistas buscadas. Mery pasó terror pensando en cómo podría desaparecer. 98 BeatrizPozo twitter @Bipisart instagram @by.s00s Lucía Sánchez Saornil Lucía Sánchez Saornil (1895-1970), poeta española anarcofeminista. Luchó en la guerra civil y posteriormente se exilió a Francia junto a Mery. Vivió toda su vida con ella y escribió varios poemas dedicados a mujeres. Unos años después de su exilio, volvió a España para cuidar a su familia.


—Mis ojitos marrones de corazón valiente, ¿cómo seguir luchando sin ti?. ¿Cómo llorar a mi amante bajo la mirada de quienes nos consideran simples amigas? No sabía qué responder a sus lamentos asustados porque yo también sentía que me ardía el pecho al separarnos, aún lo siento hoy. Dos años seguí luchando en la Francia de la modernidad por los ideales que siempre me han movido. Orleans me vio peleando con uñas y dientes, gritar mis ideas y defender la libertad desde la lejanía de mi casa. Todo terminó con la invasión que nos desplazó a Montauban. El fascismo era ahora un lobo que nos acechaba de cerca. Ya no podíamos gritar ni pelear, pero seguimos juntas. Mintiendo a los ojos de la gente, pero seguimos juntas. Mirando nuestras espaldas continuamente, pero seguimos juntas. Los días pasaron lentos en nuestra nueva casa, jamás llamamos hogar a nada fuera de España. Yo soñaba con el cambio, con volver a mi hogar, con mi familia, y liderar la libertad de la mujer trabajadora. Seguí escribiendo, pintando y amando a los míos. Lejos de mi padre y de mi hermana, lejos de una familia asediada. Las visitas se volvieron constantes de gendarmes y militares. Esos hombres buscaban nombres o excusas. En ese momento negué muchas de las cosas que me conforman como persona hasta el día de hoy. Teníamos un guion que Mery no me dejaba romper, ella lloraría un nuevo río en Francia si me arrestaban. Por eso el jarabe familiar siempre estuvo a mano, era un nuevo hábito, un trago antes de abrir la puerta. No me gustó nunca lo que leía en las mentes de los hombres de uniforme, muchos de ellos agresivos con las mujeres solitarias. Cuestionaba mi cuerpo, mis relaciones, mi tiempo y mi falta de maternidad. Arrugaban el ceño al ver a dos mujeres viviendo solas sin niños propios a los que criar. Como si mi sola existencia se dirigiera solo con ese objetivo sin pensar en la mujer que soy. Antes que una madre siempre está la mujer. Yo soy la mujer. La poeta, la pintora, la amante y quién entonces se escondía por unos ideales perseguidos. La cosa cambió cuando los militares que empezaron a llegar eran cada vez más jóvenes, de ellos solo leía el miedo al frente. La guerra ya se había comido amigos y familia. Miedo a dejar atrás a los suyos: madres, padres enfermos, hermanas. El llanto que había en los pensamientos de esos chavales acongojaban mi corazón. Lo hablé más de una ocasión con Mery, ella sensible como es se quedaba afectada por días. El terror de esta guerra ascendía sin control y nosotras mismas nos veíamos acorraladas. El día que decidimos huir fue cuando los jóvenes dejaron de visitar a nuestra casa. En su lugar un hombre astuto apareció en la puerta sin aviso. Para este momento ya habíamos tenido varios sustos estando juntas. Yo ya había pasado una noche en la cárcel, trás la que Mery me rogó por huir. 99


Ese hombre fue distinto. No me gustó la mirada de seguridad con la que parecía destripar nuestra casa. No me gustó como miró a Mery y levantó una ceja. Un hombre alto, fino y meticuloso, con gafas demasiado pequeñas para su cara y ropa muy grande para su cuerpo. Mientras le invitamos con hospitalidad pude tomar un trago de la receta familiar, la última gota que quedaba del último que hicimos. Al volver a enfrentarme a él se me encendieron todas las alertas. No quiero reproducir ni por escrito lo que ese militar pensó mientras nos acechaba. Sólo lo repetí una vez en mi vida, a Mery, al explicar por qué debíamos irnos. Teníamos que huir, cuando antes mejor, cuando más lejos mejor. Valoramos muchas alternativas pero al final solo teníamos una respuesta. Ese mismo año, en el 42, volvíamos a España. Con un perfil bajo pero juntas de la mano. Volvíamos al Madrid que dejamos, el que ya no reconocíamos. Con una gran pena que nos apretujaba el corazón nos mudamos a Valencia, ahora junto a mi familia. Ya no gritábamos por la libertad en las calles; pero seguí escribiendo, reconecté con los amigos que dejé atrás y seguimos tomadas de la mano, igual de enamoradas. Hoy no sé qué ocurrirá en el futuro, no sé donde estaré de aquí a un año, ni sé cómo se me recordará. Pero sé que viví como quise y lo compartí con quien quise. Muchas mujeres no han tenido esa suerte, pero me enorgullezco de haber escrito también por y para ellas. Espero que para ti, lector, el futuro te haya sido gentil. Recordadme a través de mis versos, olvidad los seudónimos, y compartid a poesía de Lucía Sánchez Saornil. 100


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