The words you are searching are inside this book. To get more targeted content, please make full-text search by clicking here.

Una antología en la que nos reunimos escritoras para escribir sobre personajes históricos femeninos, hacer un homenaje a todas las que nos precedieron y sentaron las bases de lo que ahora somos.

Discover the best professional documents and content resources in AnyFlip Document Base.
Search
Published by Irene, 2023-10-31 10:38:37

Antología: todas nuestras ancestras.

Una antología en la que nos reunimos escritoras para escribir sobre personajes históricos femeninos, hacer un homenaje a todas las que nos precedieron y sentaron las bases de lo que ahora somos.

Keywords: feminismo,historia,mujeresenlahistoria,feminism,feminist,history,women,mujeres,autoras,autores

102 Vanessa Agudo instagram @vanessaagudo Papusza Bronislawa Wajs apodada “Papusza” (1908-1987) fue una poeta y cantante polaca de etnia romaní. Wajs fue la primera poeta gitana cuyos textos fueron publicados. Nació en una familia de nómadas. Pasó su infancia y su adolescencia con su familia en los territorios más orientales de la Polonia de entreguerras. La nieve, aún blanda bajo nuestros pies, nos recordaba que no estábamos solos. Los alemanes nos perseguían como zorros famélicos a sus presas. Aquella noche de invierno, la luna llena brillaba sobre nuestras cabezas. Teníamos frío, mucho frío, tanto que nuestros huesos gritaban de dolor a cada paso que daba junto a mi pueblo romaní. Nuestros carromatos llenos de los pocos instrumentos musicales que habíamos podido recuperar, dejaban sutiles pistas sobre la nieve de a dónde nos dirigíamos entre la inmensa población de pinos que nos resguardaban del exterior, pero no teníamos otra opción si queríamos sobrevivir a la guerra que los nazis habían declarado al mundo. —¡Bronka! —exclamó mi marido aterrorizado entre montañas de nieve. Me había separado del grupo por unas horas para poder leer uno de los últimos libros que conseguí gracias a aquella tendera judía que me ayudó a comprender la lectura. Mi marido, Dionizy, el hermano de mi padrastro, se acercó y me agarró de la muñeca. —Mi querida Papusza —sonrió al pronunciar el mote que había adquirido—, no te alejes de nosotros, hace mucho frío y si los alemanes te encuentran sola, no dudarán en acabar contigo. Asentí con avidez y le seguí hacia los carromatos. Parecía que iba a ser una noche cualquiera, pero mientras caminábamos noté algo sólido bajo uno de mis pies descalzos, y no era precisamente una roca. Dionizy me miró confuso mientras me agachaba a recoger el objeto que había encontrado. Soplé hasta que los finos copos de nieve se descongelaron sobre el broche plateado en forma de lágrima que reposaba entre las palmas de mis manos. Era pequeño, pero hipnótico ante mis ojos. Parecía bastante viejo, una auténtica reliquia. Lo guardé en uno de los bolsillos de mi falda color cereza y seguimos caminando. Una vez allí, Darek, uno de los hombres de mi familia, el cual tenía una voz hermosa, cantaba una canción junto a su arpa ante las aterrorizadas miradas de los niños, intentaba distraerles, pero ni siquiera un abrazo de sus madres podía tranquilizarles ante el horror que estábamos viviendo. Todo parecía tranquilo, e incluso uno de los niños sonrió por unos segundos, pero sucedió lo inevitable.


103 —¡Disparos! —gritó uno de nuestros hombres levantándose de un salto y derramando el líquido de hierbas caliente que sostenía en una taza—. ¡Corred! Todos y cada uno de los miembros comenzamos a guardar las mantas que nos cobijaban del frío y los instrumentos dentro de los carromatos de madera con rapidez. Dionizy me sostuvo durante varios segundos. Volví a sentir esa presión en el pecho, esa falta de aire en los pulmones, y mis mejillas volvieron a cubrirse de espesas lágrimas mientras corría sin rumbo, desesperada por el terror que se había convertido en parte de mi vida. —¡Esperad! —llegué a exclamar sin aliento—, No puedo… Mi voz se congeló, pero aún más lo hizo mi piel en cuanto me percaté de que la blanca nieve que pisaba se había convertido en rojo carmesí, el color del dolor, el color del sufrimiento y de la sangre, que ahora brotaba sin control sobre la tierra por culpa de una guerra. Miré a mi alrededor, tan solo la naturaleza me acompañaba, estaba lejos del grupo y me culpé por ser tan lenta. Escuché a lo lejos voces, pero temía equivocarme de bando. Corrí a esconderme detrás de uno de los matorrales. Detrás de mí, una pequeña laguna totalmente helada me cortaba el paso. Divisé varios soldados alemanes muy cerca, entre sus brazos reposaban sus armas de fuego, sería mi final si no hacía algo. Comencé a temblar y no precisamente por el frío. Cada vez estaban más cerca, hablaban en su lengua materna, la cual no comprendía del todo bien, pero una cosa era cierta, si me descubrían, mi sangre teñiría el hielo que descansaba tras de mí. Metí las manos en los bolsillos de mi falda y me topé con el objeto plateado, la punta del broche me había rajado la palma de la mano y en vez de plata, yacía teñido de escarlata. Aguanté el dolor sin hacer ruido, pero mi garganta me traicionó y al levantar la mirada, varios alemanes me apuntaban con sus armas. Negué con la cabeza varias veces, cerré los ojos rezando para que tan solo fuera una pesadilla, pero en cuanto los abrí de nuevo, allí seguían, no tenía escapatoria. Corrí por encima del hielo, no estaba segura de si aguantaría mi peso y moriría bajo la helada capa, pero ese era el menor de mis problemas. En cuanto los alemanes pisaron el hielo, este comenzó a desquebrajarse poco a poco. Tuve que frenar en seco, la fina raja comenzaba a deslizarse hasta mí, cualquier movimiento sería mi final. Entonces, ocurrió lo impensable, el agua que reposaba bajo las botas de piel de los alemanes comenzó a hervir, estos dejaron de perseguirme y se miraron confusos justo antes de que el hielo se rompiera por completo y fueran tragados por el agua. No me había percatado de que en todo momento había sostenido el broche en una de mis manos. Lo miré perpleja, tenía un brillo que antes no había apreciado. En cuanto los hombres terminaron de hundirse, la capa de hielo volvió a formarse rápidamente ante mis ojos y aquel brillo desapareció por completo. Corrí, despavorida, aterrada por lo que acababa de ver, pronto divisé un carromato a lo lejos, no estaba sola, por fin les había encontrado. La noche era oscura, pero ciertamente eran ellos. Sentí un calor alojado en mi pecho al ver a Dionizy a lo lejos. Él me abrazó en cuanto lo alcancé. —Pensé que habías muerto —murmuró para que los alemanes no escucharan. —Aún no —respondí justo antes de tragar saliva, nerviosa.


104 Uno de los hombres más fornidos del grupo alzó la mano para señalar el río que se nos interponía en nuestro camino, era caudaloso y su corriente parecía fuerte. Era prácticamente imposible atravesarlo sin morir ahogados. Los alemanes no dejaban de perseguirnos dejando un rastro de sangre a su paso, no iban a parar, teníamos que seguir huyendo. Apenas tuvimos unos minutos de calma y sosiego hasta que, de nuevo, comenzamos a escuchar a nuestros enemigos a lo lejos. Los niños comenzaron a sollozar al abrazo de sus madres Uno de los nuestros intentó atravesarlo con calma, pero la fuerza de la corriente se lo llevó ante nuestros aterrorizados ojos. Así que no me lo pensé dos veces, me acerqué a la orilla del río e inspiré fuertemente hasta que mis pulmones se llenaron totalmente de aire. Darek, el hombre que había entonado aquella canción preciosa me miró perplejo, al igual que todos los presentes no entendía nada. Agarré el broche e hice una pequeña incisión con la punta en la pequeña herida de la palma de mi mano que aún no había dado tiempo para que cicatrizase. El broche se tiñó de rojo de nuevo y lo apreté fuerte. Solo quería ayudar a mi familia, ayudar a Dionizy, sobrevivir una noche más. El agua del río comenzó a calmarse ante nuestra atenta mirada y justo delante de nosotros se formó un pequeño camino por el cual tan solo quedaban un par de dedos de profundidad. Los presentes quedaron atónitos ante tal magia. —¡Adelante, agarrar a vuestros hijos y cruzar el río! Darek alzó la voz y todos los demás le siguieron ciegamente. A los pocos minutos conseguimos cruzar el camino y una vez al otro lado, el río volvió a su cauce ante nosotros. No tan lejos de nuestra posición, podía divisar un par de soldados que, ante la magia realizada ante la luna llena, se habían quedado paralizados, sin poder mover un solo músculo de sus cuerpos. —Papusza, mírame —me obligó Dionizy acariciando una de mis mejillas con suavidad. La palma de su mano estaba helada y áspera al mismo tiempo, pero aun así me reconfortó por unos segundos—, ¿cómo has hecho eso? El resto de mi familia había obviado el hecho de que la magia que nos había ayudado a escapar procedía de uno de mis bolsillos, pero Dionizy era diferente, era curioso y tozudo por naturaleza, no iba a dejarlo pasar tan fácilmente. Le mostré el broche ensangrentado que aún yacía sobre la palma de una de mis manos. —Este broche nos ha ayudado —acerté a decir con miedo a equivocarme. A pesar de lo que acaba de presenciar, todavía me lo cuestionaba. —Tienes que deshacerte de él ahora —Dionizy me miró fijamente a los ojos con su iris oscuro —, es peligroso. —Pero…


105 No quería tirarlo, pero Dionizy tenía razón. Tal vez nos había ayudado a escapar esa noche, pero nadie más podía enterarse de la existencia de aquella magia, mi familia tendría miedo y no comprenderían su procedencia. Dionizy tenía razón. Finalmente, asentí y me agaché. Comencé a excavar un pequeño agujero en la nieve e introduje con cuidado el broche antes de volverlo a enterrar. Dionizy me sonrió y me alcanzó su mano para volver junto a nuestra familia. El amanecer estaba cerca, pequeños rayos naranjas comenzaban a pintar los paisajes. Los niños, ancianos y adultos que se encontraban entre nosotros sonreían ante lo que había ocurrido, nadie volvió a mencionar aquella noche en el bosque, aunque para ser sincera, yo nunca pude deshacerme de aquel recuerdo. Qué pronto olvidaron lo que hice por ellos en la noche oscura, aquella noche entre sangre y verdes matorrales del bosque. Aún podía recordar como celebramos haber sobrevivido con ricos mazapanes. Ya no me queda nada, siento que la vida se escapa entre mis dedos, tengo la certeza de que pronto partiré, solo espero que mis poemas no hayan sido publicados en vano, que mi destierro, que mis palabras enseñen a futuras generaciones a comprender todo lo que sufrimos. La angustia me envuelve, me abraza cada vez más fuerte. Se acaba mi vida, pero no la guerra, todavía queda mucho por lo que luchar.


107 Astro Stellar instagram @AstroStellar7 twitter @astro.books Bélgica Adela Mirabal Dedé (Bélgica Adela Mirabal) nació el 1 de marzo de 1925. Era la segunda de las hermanas Maribal, la cual no estuvo implicada directamente en la revolución, por eso sobrevivió. Fallece en 2014, no como sus hermanas, asesinadas en 1960. 1959, Republica Dominicana El día que supo que sus hermanas habían sido llevadas a la cárcel, tomó su decisión. Con el aliento entrecortado y el corazón encogido, Bélgica Adela, llamada cariñosamente Dedé, fue atravesando toda la finca familiar hasta hallar la trampilla secreta que había en el suelo de la habitación de sus padres. En un acuerdo táctico, las hermanas habían decidido que ella se quedaría en aquel lugar para suplir una emergencia de aquel calibre, algo que no levantaría sospechas, dado que se encargaba de la tienda que había en el terreno con su difunto padre. No la increpaban por no participar tan activamente en las actividades que se traían entre manos, pero ese era el acuerdo que habían llevado a cabo. Cuando fuera necesario, Dedé actuaría. Era un ángel de la guarda, una ayuda entre las sombras, lejos de la mirada de Trujillo. La casa estaba en silencio. Sabía que su madre cuidaba de los niños en el jardín y que nadie la molestaría. Se relamió los labios al abrir la trampilla con esfuerzo. En ella se veían unas escaleras que se perdían en la negrura. Con el cuerpo tembloroso por la emoción casi sin contención que tenía en su pecho, bajó poco a poco los peldaños, buscando con desesperación la luz. Era un secreto a voces que tenía pánico a la oscuridad. Encontró el tirador de la bombilla poco después. El click prendió la luz, iluminando la sombría estancia. Sus ojos oscuros otearon alrededor, buscando algo muy concreto. Un cofre que había pasado de generación en generación desde finales de 1800, yendo de mano en mano a los miembros de su familia. Un secreto que habían guardado celosamente durante demasiado tiempo. Con paso lento, atravesó la habitación repleta de polvo danzante a su alrededor. La iluminación era demasiado pobre para fijarse en nimiedades; posibles ratas o cucarachas que estarían observándola, esperando un movimiento en falso para atacar, o más bien, para salir corriendo. Dedé notaba el corazón en los oídos cuando llegó a su objetivo.


108 Sin mayor reticencia, se postró en el suelo, con las rodillas hincadas en la madera enmohecida y repleta de polvo. Con manos temblorosas, sacó el colgante que tenía siempre prendido en el pecho, como un pacto antiguo, como una promesa que debía cumplir, siempre presente para recordárselo. Era una llave. La llave que podía abrir aquel cofre, que como si de una reliquia antigua se tratara olvidada en el tiempo, había quedado relegada a un segundo plano para los sirvientes y más personas ajenas a la verdad. Con reverencia, introdujo el instrumento en la cerradura. Hacia demasiado tiempo, desde que su abuela les mostró lo que allí había que no había usado esa llave, intentando ignorar su existencia, no creyendo que en realidad lo que allí había era un objeto mágico. Abrió la tapa con lentitud, dejando escapar el aire de apoco al ver el interior. Una capa de mil estrellas estaba pulcramente plegada en su interior. No había nada más que mirar. Pero es que no debía haberlo. Introdujo las manos como si el tiempo de deslizara perezosamente entre ella y el objeto, o más bien, su nerviosismo le causaba ese efecto. La capa de protección había pasado de mano en mano en su familia. Solo en contadas ocasiones había sido usada, pero si era cierta su leyenda, era el momento de que actuara. No por ella misma, sino por sus hermanas, por su familia. Un objeto que podría ayudarlas a escapar de su yugo. Tragó saliva sonoramente al sostenerla delante de sí. Su tacto era suave, demasiado para mandarlo como si fuera una simple tela a la cárcel y rezar que aceptaran ese obsequio como algo anodino, simple y sin segundas intenciones. Se mordió el labio con fuerza, pensado a toda velocidad. Su mente, tan centrada en la tarea de urdir un plan para que la capa llegara a manos de sus hermanas, que no se percató en una primera instancia que dentro del cofre había algo más que se le había pasado por alto. Una nota. Pudo discernir, que, con una letra irregular, casi de niña que no terminaba de entender el funcionamiento de las letras, como se componía ante si algo que debía de haber escrito su abuela, o quizá alguien anterior a ella para las generaciones futuras. «Esta capa tiene el poder de proteger a nuestra familia, sin embargo, todo aquel que la vea ajeno a nuestra sangre la verá como una mera tela sin lustre ni atractivo. Usa este conocimiento a tu favor, hija mía.» Era como si hubiera sabido lo que pasaría en el futuro. Aquel acontecimiento en el que se encontraba su clan. Y con esa información, pudo urdir un plan.


109 Subió con precipitación al piso de arriba, buscando una hoja y un lapicero, escribiendo, así como estaba, con la capa a su lado, de pie, una nota apresurada. No debía perder el tiempo. No sabía si funcionaría, pero aquella misma tarde iría al referente postal a mandarlo con urgencia. No sabía cuánto tiempo podría tardar, pero estaban en tiempo de descuento. Cada día, cada hora que pasaba, sus hermanas estaban en peligro real al permanecer en aquel lugar. Las calamidades que pasaban Patria, Minerva y María Teresa, sus hermanas, no tenían nombre. Aunque nos les tocaron un pelo a ellas, tomaban a todos los de su alrededor para la tortura, y así, aunque no fuera de forma directa, las hacían sufrir. Después de todo, habían sido unas lideres potentes contra el generalísimo y allí, en sus dominios, pagaban las consecuencias. Aunque sus voces nunca callaban, cantando canciones de esperanza y buenaventura para alegrar los marchitos corazones de sus compañeras de prisión y que así no terminara nunca de caer el ánimo. Las raciones de comida eran escasas, la empatía humana casi nula y el maltrato físico y psicológico estaba a la orden del día. Con todo eso, cuál fue su sorpresa al recibir, un día gris en el recreo, una entrega de alguien ajeno a la cárcel que, en palabras textuales del mozo que se lo entregó a Patria «se habían apiadado de ellas porque empezaba a refrescar.» Pero él mismo lo estaba haciendo. No era muy usual que se les diera una muestra de bondad entre aquellas cuatro paredes. Las hermanas se miraron reticentes. Estaba envuelto de mala manera en papel de periódico y sin querer levantar sospechas, allí mismo, comenzaron a abrirlo. Estaba a nombre de las tres mariposas. Era más que evidente que los carceleros habían comprobado que no era nada peligroso. El papel estaba mal puesto y algo rasgado, dejando entrever a duras penas el contenido. «A las tres mariposas, para que no pasen frío en este gélido invierno que se viene.» Las tres hermanas se quedaron paralizadas al observar lo que tenían ante sí. Pasados unos segundos se miraron con los ojos brillantes, emocionados. Aquella era la oportunidad que estaban esperando. Con aquella baza a su favor no podrían salvar a sus maridos, pero ellas escaparían. Solo tenían que urdir un plan, y con mucha suerte, y algo de magia, se marcharían de aquel lugar. Sus ojos estaban repletos de esperanza porque sabían que aquello no había llegado a ellas por casualidad. Dedé las ayudaba en la distancia. Tiempo después, al lograrlo, en las noticias del país se hablaría de la benevolencia del generalísimo Rafael Leónidas Trujillo, que con su bondad había liberado a las hermanas, pero nada más lejos de la realidad. Ellas habían conseguido escapar por sus propios medios gracias a aquel instrumento mágico que nadie sabía de donde había aparecido ni cómo, liberándolas una y otra vez de la cárcel de forma intermitente a lo largo de los meses.


111 Amelia Fontainhas instagram @bulsara.rar @bulsaracovers Isabel Quintanilla Isabel Quintanilla fue una artista perteneciente al grupo de los Realistas madrileños, nacida en 1938. Se dedicó desde bien pequeña a la pintura con el apoyo de su madre, licenciándose en Bellas Artes a los 44 años tras una larga carrera. Su estilo destaca por el dominio de las luces y las texturas, pintando tanto bodegones como paisajes. Murió en 2017, a los 79 años. Era ya bien entrada la mañana cuando un cúmulo de grises atravesó la ventana sin pedir permiso. Por encima del edificio de enfrente se dejaban ver unos feos nubarrones que avanzaban de forma taimada, como si buscasen un modo de descargar sobre mí su furia sin que pudiera hacer nada para evitarlo hasta que fuera demasiado tarde. No había sentido Madrid tan fría desde el día en que mi madre murió, dejándome con una inefable sensación de orfandad. Cerré todo, antes de que la inminente lluvia pudiera calar en mi interior, y me senté en la cama, mirando el lienzo en blanco que tenía preparado para ese día. Recordé la primera vez que me encontré frente a frente con uno de ellos, aunque entonces parecía más grande, supongo que porque yo era mucho más pequeña. Mi madre me había enseñado algunos de los papeles que mi padre, de quien tenía vagos recuerdos, había llenado con trazos que se me antojaron mágicos, y entonces ya supe que quería hacer de la pintura mi vida. Años más tarde me di cuenta de que fue el momento propicio para cultivar mis sueños: demasiado joven como para perder la esperanza y dedicarme a otras disciplinas y la edad justa para que el arte penetrase en mí y se expandiera por todo mi ser. No fueron tiempos fáciles. La ausencia de mi padre era notoria, si bien mi madre siempre hizo un esfuerzo titánico para que no me faltara de nada. Jamás negó mis ambiciones ni se opuso a que prefiriese tomar un pincel antes que una escoba. La posguerra había ido borrando poco a poco de las aulas a mis compañeras de colegio, cuyas familias las mandaban a servir cuando apenas habían aprendido a contar y a escribir. Mi querida madre no estaba dispuesta a darle más poder a la guerra del que ya había tenido al arrebatarle a su esposo, por lo que procuró, en la medida de lo posible, que la sombra de aquel horror en medio del cual yo había nacido no me tocase. Mis recuerdos más tempranos de ella la sitúan junto a una vieja y ajada máquina de coser, rodeada de numerosas telas que después vendía convertidas en pequeñas maravillas. No sé si ella era consciente, pero yo siempre pensé que arte no solo era lo que hacías con un lápiz o un pincel; mi madre podía crear auténticos prodigios con tan solo aguja e hilo. Recordé aquella vez que, al volver de vender la ropa que cosía, puso sobre mis manos un hermoso broche de escudo. Se lo había dado una de sus clientas frecuentes como parte del pago, pero mi madre prefirió regalármelo antes que intentar venderlo. Mis ojos se iluminaron al observar aquel pequeño tesoro.


112 No solo era uno de los objetos más bellos que había visto jamás, sino que llevaba dentro de sí todo el amor de mi madre. El broche no era suyo, por supuesto, pero el hecho de que hubiera preferido perder dinero para darme un obsequio calentó mi corazón. A partir de ese día lo llevé siempre encima, ya fuera puesto o en algún bolsillo, y solo paró mi hábito cuando, ya con 23 años, decidí abandonar Madrid y mudarme a Roma en busca de nuevos horizontes en los cuales desarrollar mis capacidades. Dejé muchas cosas atrás en aquel viaje; mi casa, la Escuela Superior de Bellas Artes, a mis amigos y también a mi madre, que me despidió con una extraña mezcla de orgullo y tristeza, como quien sabe que no va a volver a ver a un hijo más. En cierto modo tuvo razón, porque quien regresó a España varios años más tarde ya no era la jovencilla tímida que pintaba con tonos ocres, sino alguien que había encontrado su propio camino. El flujo de mis recuerdos se detuvo y volví a la realidad, observando detenidamente el lienzo y las pinturas desperdigadas por la mesa de las herramientas. Llevaba más de diez años sin usar aquel broche que mi madre me había regalado, si bien lo veía de vez en cuando al revolver el cajón en el que lo guardaba. Ni siquiera cuando ella murió lo desenterré de su extraña sepultura entre diversos cacharros, pues el peso de la ausencia habría caído sobre mí como una pesada losa. Sin embargo, esa mañana sentí una imperiosa necesidad de sacarlo de nuevo, por lo que me levanté y me apresuré hacia el cajón. No tuve que buscar mucho, pues el broche brillaba con lo que parecía luz propia, de modo que no fue complicado encontrarlo. Lo tomé y un inusitado calor se expandió desde la punta de mis dedos hasta el resto de mi cuerpo. La última vez que había pasado algo así mi madre tenía entre sus débiles manos las mías, despidiéndose de mí para siempre mientras yo me deshacía en el llanto más desgarrador que había tenido jamás. Un torbellino de emociones comenzó a danzar en mi interior y me planteé guardar de nuevo al broche, pero tenía miedo de no poder recuperar nunca más esta sensación, así que lo eché en un bolsillo y me acerqué al caballete. Pintar significaba para mí desde hacía mucho tiempo no solo una pasión, sino una herramienta para enfrentar la realidad. Solía representar todo lo que tenía delante tal como yo lo veía, con sus luces y sus sombras, pero jamás me había atrevido a plasmar en el lienzo una escena nacida de un recuerdo; rompía mis esquemas y no sabía cómo hacerlo. A pesar de todo, con el calor del broche todavía quemando mi piel a través del bolsillo, supe qué pintaría esa mañana. El ambiente gris y lúgubre que había formado el cielo nublado dejó de afectarme, pues ya no me encontraba en mi cuarto, sino en la casa donde me crie. Me pareció escuchar la suave voz de mi madre de fondo, hablando con una vecina que la había llamado y por la que tuvo que dejar su trabajo a medias. Evoqué su máquina de coser, de un bello color negro con hilo blanco puesto. En la mesa tendría una prenda a medio hacer y en la rueda un retazo de tela desechado. A medida que imaginaba esta escena, mis manos se movían por el lienzo, reflejando todos los detalles como si los tuviera frente a mis ojos. Durante el proceso continuaba escuchando como un murmullo la conversación de mi madre con la vecina, quien le estaba pidiendo que le bordara una camisa para la semana siguiente. Me di prisa para terminar el cuadro, como si temiera que mi madre volviese en cualquier momento y fuera a reñirme por enredar con su máquina de coser cuando ella no estaba cerca.


113 Trazando los últimos reflejos, la escena y las voces se fueron diluyendo, sustituidas por el repiqueteo de la lluvia detrás del cristal. Estaba de nuevo en mi habitación, pero el lienzo que tenía delante indicaba que todo había parecido muy real. Aún podía escuchar las amortiguadas palabras de mi madre en mi cabeza al mismo tiempo que algo palpitaba en mi bolsillo más y más. Limpié mis manos de pintura, saqué el broche y, en ese mismo instante, no tuve duda de que ella había estado conmigo, llevándome a uno de esos momentos cotidianos de mi niñez. No solo había representado mi infancia en ese lienzo, sino también el amor que mi madre me profesaba. Yo había podido llegar tan lejos gracias a que ella tejió mi futuro con las más ricas telas, y mi única forma de demostrarle gratitud era utilizando el talento que ella me ayudó a forjar para mostrar lo que nadie veía cuando miraban mis cuadros. El día ya no se me antojaba glacial ni apagado. No me importaba si de puertas para afuera se desataba una tormenta, pues aquí no podía alcanzarme. Tenía mi puño cerrado alrededor del broche, disfrutando de la cálida sensación de tener a mi madre junto a mí una vez más. Había recorrido media Europa, conocido a grandes personalidades y al amor de mi vida. Había alcanzado todo lo que anhelaba y, sin embargo, nada de ello podía opacar aquella máquina de coser con la que mi madre me había dado de comer, llevado al colegio y labrado una carrera. No había nada en el mundo que hubiera podido honrar suficientemente su memoria, pero ahí estaba yo, tratando de hacerlo con las herramientas que ella y solo ella me había ayudado a conseguir. Sin Ascensión Martínez, su tesón y su esmero no habría existido Isabel Quintanilla. Por eso, cuando tiempo más tarde comenzaron a preguntarme por el título del cuadro, yo siempre respondía: Homenaje a mi madre.


115 Carmen Soria González instagram y twitter @vvenusinfleurs Las 13 rosas Las “13 rosas” es el nombre que se ha empleado para referir a un grupo de mujeres represaliadas por el régimen franquista la noche del 5 de agosto de 1939. Comprendiendo un rango de edad de 18 a 29 años, algunas fueron secuestradas y condenadas por su militancia política, sin embargo, muchas de ellas (véase, Blanca Brisac) fueron detenidas por vínculos a segundas personas. La memoria de las trece jóvenes ha pasado al ideario colectivo como símbolo de resistencia republicana. En memoria de las 13 rosas, asesinadas el 5 de agosto de 1939 por el régimen franquista. Hay algo de tierra en esta herida en un rosario que está hecho de carne y penas. Amor piénsame, hazlo mucho llórate las venas llórame en todas estas letras como en tus cartas amor, pero no me olvides. No olvides esta piel y estos huesos y estos tendones de cebolla y amor puro, ni estos nudillos ni este puño cerrado como un capullo de amapola caliente como la estola de tu cama, mi amor.


116 No me olvides, no pienses en como me llora la luna a mi me protege una armadura de velo opaco de velo blanco nocturno el cielo está conmigo está con todas ellas, con las rosas con los crisantemos y las amapolas del jardín. Amor pero recuerda que algún día alguien se acordará de nosotras.


118 Edurne Batanero instagram @artaldea_ar Wangari Muta Maathai Wangari Muta Maathai (1940-2011). Fue la primera mujer africana en obtener el Premio Nobel de la Paz, y de África Oriental en obtener un doctorado. Fundó el Moviento Cinturón Verde. I Demasiado fuerte para ser mujer. La hija de los agricultores sabe cosas de la tierra que los libros nunca nos contarán tantas veces fue la primera, en puestos, premios, títulos, tantas veces leyó el hambre y la sed que dejan los árboles. II Demasiado educada. No solamente se fue para estudiar, siempre volvió, quienes salen solo cambian el entorno al volver, una tierra sin mujeres es un territorio deforestado, hay quienes se van, hay quienes se quedan, sin las segundas las primeras no pueden volver.


119 III Loca. Los problemas de la tierra, son los problemas de las mujeres, si los ríos se secan, nuestros cuerpos lo saben primero, la sed siempre es nuestra antes. Las mujeres con un cinturón verde salen y cambian, las mujeres con semillas crean las familias no solo con el cuerpo, los hombres con hambre comen un pez las mujeres con hambre siembran, después de comer la fruta, hay que enterrarla con las mismas manos donde chorrearon, el sustento bien ganado es el heredado, que deja herencia. IV Difícil Ser la primera, leer naturaleza y género desenterrar hasta unas raíces -interconectadas sin ríos no hay libertad, y en el cauce que se liberen los presos, huelgas allá dónde talen árboles, nuestros cuerpos en medio.


120 Las plantas son fuertes y vulnerables buscamos una defensa vegetal devenir de polen a polvo paralizante que defienda lo que las raíces arraigan que detenga a quienes conducen excavadoras deforestan la vida propia. Los títulos de las partes del poema vienen de las calificaciones que su ex marido, y el Presidente Moi hicieron de ella.


122 Gemma Gómez Rivas twitter @gemmagrivas Angela Davis Angela Davis, nacida en 1944, es una activista marxista reconocida por todo el mundo por su amplio trabajo revolucionario y filosófico. También es autora de diversos libros, entre ellos, el más reconocido: "Mujeres, raza y clase". En este poema se comprende su figura desde el contexto histórico de la década de los 70 's, cuando era perseguida por el FBI por un infundio con la pretensión de arrestarla por su activismo. Entre la aurora gradiente de un bosque silbante, una loba solitaria galopa entre guardianes y verdes amuletos, huyendo de unos seres que le apuntan con bastones profanos; ¡antagónicos a la verdadera magia histórica! Fue señalada como la incendiaria de una astuta escaramuza que enfrentaba la disidencia mágica contra el leonino protocolo comisario, ¡mas ella no se encontraba aullando ante tal altura como los cazadores deseaban apuntar en sus báculos, ansiosos de salir victoriosos con su cabeza en mano! Mientras trotaba bajo el foco lunar que le acompañaba a la batalla final como una madre con su vástago por el parque, una nana de cuna tenía lugar entre las hojas y codiciosa de volver al cálido seno hogareño, hacia tal brisa se dejó guiar, empujada por el encanto. Entre la arboleda hechizada por los druidas, encontró una rama opuesta a sus hermanas y, cuando se hizo con esta, de su índice brotó una lágrima de sangre a la par de la savia de los guardianes;


123 el ritual así fue sellado con ambos flujos a través del beso diáfano de la natura, maga extraña para los sobrios loberos. ¡Aquellos aullidos ya se comprendían: eran las palabras de un ángel mensajero! Sus lamentos fueron atendidos por aquella nueva camarada quien había ahondado en su alma a través del jugo sagrado para poder usar la flama que emanaba como incendiario contra la injusticia arcaica que las capturaba. “¡Ojalá terminase el abuso contra mi manada de lobas aullantes, contra la tierra poseída por manos rapaces! ¡Ojalá se nos liberará de los poderosos y de aquellos injustos quienes presiden en tronos de sangre!” El bastón mágico, artefacto que controlaba la tierra, la liberó de sus ataduras gracias al ángel que le dominaba y una vez que la maldición ancestral fue desgarrada, una manada de insurrectas brotó del follaje para repoblar el cosmos que había sido arrebatado de los colmillos de quienes galopaban entre canes.


125 Sara Radillo instagram @bitacoradeboreas Assata Shakur Assata Shakur (Nueva York, 1947). Activista estadounidense, exmiembro del Partido Pantera Negra y veterana del Ejército Negro de Liberación. En 1973, fue detenida y acusada del as‐ esinato del compañero activista Zayd Shakur y de un policía estatal de Nueva Jersey. Du‐ rante los dos años y medio posteriores, Assata estuvo presa y alegó que fue golpeada y tortu‐ rada durante su encarcelamiento en varias prisiones federales y estatales. En 1979 se escapó de la prisión de máxima seguridad de Hunterdon County y vivió como fugitiva hasta 1984, cuando se le otorgó en Cuba asilo político. Actualmente se encuentra en la lista de terroristas más buscados del FBI. Un manotazo estalla las figuras de cristal de la estantería del salón, que aterrizan junto al resto de pertenencias esparcidas por el suelo. La fuerza del mismo brazo arranca de un tirón las cortinas que dan a la calle principal mientras Afeni, en una esquina, resguarda a su hijo entre sus brazos. Los aterrados alaridos del niño, que aún no ha cumplido ocho años, ensordecen la habitación. Su madre le acaricia la cabeza, lo abraza y le susurra que no tema, que pronto habrá acabado. Las botas del policía caminan firmes por encima del desorden rumbo a la habitación, donde dos de sus compañeros continúan desmantelando los armarios, acuchillando la ropa de cama, el colchón, la almohada… Aquí tampoco hay nada, se vocean los unos a los otros. En la cocina, el ruido de platos haciéndose trizas asusta cada vez más al pequeño, que aviva su llanto. Minutos más tarde, los cinco oficiales que conforman la patrulla cruzan el umbral de la puerta en fila, dejando atrás el hogar que acaban de devastar. El último de ellos se gira antes de salir y agarra con violencia la cara de la mujer, que le aguanta desafiante la mirada. Os pudriréis en la cárcel una a una, tú acabarás como ella, amenaza, y la suelta con un empujón tan fuerte que su cabeza golpea la pared. Afeni sabe lo que buscan, pero las cosas de Assata llevan escondidas desde que se hizo pública su huida. También sabe que el odio y la brutalidad policial ocupan tanto espacio en los cuerpos y fuerzas del estado que no dejan espacio para pensar con claridad. A pesar de serle ya familiares, no puede evitar que se le desboque el pulso en estas situaciones. Sin embargo, ahora también late de emoción por esta pequeña victoria. Esa misma noche, mientras el mundo se acuesta, ella deambula por su casa aún organizándola. Su casa, que con cada redada se torna distinta, como ella, que no se recupera del todo, nunca vuelve a ser la misma. Cuando se asoma a la habitación de su hijo, lo ve con los ojos abiertos, intentando calmar al miedo sin hacer ruido.


126 Con su característico sigilo felino, la madre se adentra en el cuarto y se sienta junto a la cama. Abre la caja que trae entre manos y comienza a leer en voz alta una carta. Querido cachorro. Allá donde vayas, siempre con la cabeza arriba. Mira a los ojos. Habla en voz alta. Es lo que decía mi abuela cuando yo tenía tu edad. En esos años, deseaba poder ir a cualquier playa del Sur, visitar el zoo que estaba cerca de la calle Seventh, montarme en los barquitos del estanque del parque de atracciones de Carolina Beach. No podemos, respondía la abuela, cuando lo que realmente quería decir es que no nos dejaban. No nos dejaban. No nos dejaban porque éramos negras. En el colegio, deseaba dejar de oír alabanzas a George Washington, dejar de estudiar la venta de esclavos y, sobre todo, sobre todo, dejar de ser la única niña negra en mi clase de cuarto. Crecí deseando que no le pasara nada a Martin Luther King, tener la valentía de Rosa Parks, saber defenderme como Minnijean Brown. Mi primer deseo concedido fue aprender a luchar con la ferocidad de una pantera. Eso lo conseguí con ayuda de una manada: de puertas para fuera enseñábamos los dientes, en casa nos lamíamos las heridas. En más de una ocasión, desesperada, tuve que rogar a gritos que el sufrimiento parara. Así fue como la tortura policial se llevó mi segundo deseo. El tercero ha sido, en realidad, el único. Toda mi vida reducida a ello, anhelando sólo una cosa: ser libre. Y ahora, más que nunca, se ha cumplido. Querido cachorro, con esta caja, a ti y al resto de nuestras generaciones, os lego el privilegio del deseo libre, con esperanza y sin miedo. Te quiere, tu madrina. Afeni pronuncia las últimas palabras dirigidas a su hijo, que ya se ha dormido. Vuelve a mirar la caja y sonríe tomando entre manos el objeto que Assata Shakur dejó para su ahijado antes de irse. Con los ojos cerrados acaricia una lámpara de latón mientras le susurra al genio: deseo que su libertad no tenga freno.


128 Alicia Santurde instagram y twitter @alicia_santurde colectivo W.I.T.C.H. El colectivo W.I.T.C.H. (Mujeres inspiradas en la rebelión, la brujería, el poder y la magia) fue un grupo feminista activo en la década de 1960 y principios de 1970 en los Estados Unidos. Combinaron la brujería como símbolo de empoderamiento con la lucha por los derechos de las mujeres y la justicia social. W.I.T.C.H. organizó manifestaciones y eventos espectaculares, como "zaps" contra figuras públicas machistas. Su enfoque era desafiar las normas de género y la opresión, utilizando una estética brujeril. Aunque efímero, dejó una huella en el movimiento feminista al desafiar la normatividad de género y empoderar a las mujeres en la lucha por la igualdad. Abajo las cadenas, las cadenas sobre los cerebros, constreñidos por, reivindicaciones de belleza. Hechizo a los juegos de ego de los amos libranos del paquete de subastas Lleva esta fianza plancha esta camisa no lo llames él te llamará a ti cierra la boca no pienses sonríe para él él siempre tiene la razón hechiza ese juego aprende a luchar. Hechizo contra la esclavitud. Colectivo W.I.T.C.H. Grupo de brujas de Boston Witch. Comunicados, textos y hechizos (1968-1969). Editorial La Felguera (2007).


129 Abrí los ojos. Estaba letrinando. Notaba como se me iba dilatando el agujero del culo y las heces abandonaban mi cuerpo ¿Cuándo había sido la última vez que había comido? Fue hace mucho, mucho antes de la hoguera. Antes del paseo público desnuda, de que me azotarán, de los escupitajos y de los tirones de pelos, antes de los insultos y la vergüenza. Antes del fuego. Pero salía ahora, esa sensación entre el placer y la culpa ante un orificio que se dilata, las paredes del esfínter que se separan, y la sensación de la punta de mierda dura, justo en el inicio que se va desplazando. Serpiente de desechos que emana del cuerpo, me abandona, como todo lo que tuve en la vida. ¿Dónde estaba? Mis posaderas frías y desnudas en una silla blanca, fría y brillante como los platos de un rey. Un agujero y mi cuerpo cegándose a contenerse, placer y dolor. Olor a mierda y a fuego. Quizá esto era el cielo, o el infierno, esta especie de estancia de paredes blancas como tazas de castillo, de suelos lisos y fríos, de algo que brillaba en la pared con la luz. La mierda seguía emanando y yo solo quería salir de allí, saber si por fin había terminado el dolor del fuego. A mi lado ondeaba una especie de documento a media asta, como uno de esos listados de los pregoneros, como en el que se leyó mi sentencia. Más pequeño, más blanco, de una extraña textura entre la tela y el papel. No lo dude, me limpie el culo y lo miré. Mierda negra, no esperaba menos del fondo de mis entrañas. Me levanté con dificultad de aquella silla rara ahora bendecida por mi inmundicia, quizá hacer un ritual, no sé, una ofrenda, en esta nueva vida después del fuego. Junto a mí, una estructura de madera, o eso parecía, pero no era como la que yo conocía, era lisa, era suave de un marrón de los árboles nuevos; olía a metal y a óxido como si llevara una pócima encima, a un lado asomaba una herramienta dorada ¿un pomo? No sé, me apoyé con decisión y abrí esa puerta. No podía saber dónde estaba, aquella estancia tan desconocida, esas formas en la pared, y aquellos aparatos, extraños objetos alargados y esponjosos, rojos, con telas que los cubrían, paredes de madera, ahora sí la reconocía, llenas de adornos diabólicos, rectángulos en lo que aparecía una mujer cuando te asomabas, pequeñas imágenes de otras personas inertes, plantas atrapadas en pintura. Tenía miedo. Seguí el sonido de risas y el olor del fuego, era lo único que recordaba, quizá volvería a estar el hogar en el dolor que había abandonado. Abandone la estancia. Ahora sí, el aire libre, veía árboles, y ese fuego y aquellas mujeres danzantes que se reían y hacían libaciones de copas de cristal como los señores más pudientes ¿Quiénes eran? Las brujas no tenemos dinero para esos lujos, las mías no, al menos. Sus cuerpos se movían de manera fragmentada, sus pechos se balanceaban bajo aquellos ropajes oscuros. Un ritual de duelo, un entierro. No sé. Cabellos largos brillando a la luz del fuego y ese sonido de risas y abrazos, de besos furtivos, de manos como nunca entre mujeres las había visto, tocarse desde algo que sentí como deseo.


130 Una diosa rolliza de pelo largo y liso se giró y me miro —Ha venido. Ya estamos todas. Dos mujeres se acercaron a mí, trate de pararlas, escupí, patalee, quizá querían hacerme daño, otra vez. Esperaron pacientes a mi lado sin tocarme ¿Qué querían? ¿Vendrían ahora los hombres a someterme? ¿A someternos con sus lanzas y sus vergas como hacían siempre? Callaron todas esperando mi calma, graznaba, gritaba y peleaba, las amenazaba sin acercarme y ellas esperaban, como quien espera a quien se ama. Como si yo supiera lo que eso significa. —Te estábamos esperando, no tengas miedo. No vamos a hacerte nada. Sentí algo dentro de mí, en el estómago, como cuando había soltado mis heces previas, una sensación de calma jamás habitada, la sensación de que había llegado a casa. Me indicaron con un gesto un barreño en el centro del círculo donde bailaban, estaba lleno de agua y de flores perfumadas, me tomaron de la mano y me acompañaron. —Queremos lavarte y bautizarte; limpiarte la saliva del fuego. Me acompañaron de la mano, suavemente me desnudaron, preguntándome si me sentía cómoda cada vez que se aproximaban a mi cuerpo. Me di cuenta de lo triste que es vivir en ausencia de tacto, al sentir las suaves yemas de sus dedos quitándome las vestimentas llenas de humo, mis pezones se erizaron en busca de un deseo nuevo, la piel ardió esta vez por dentro. Me sumergieron en un recipiente que había sobre la hierba, echaron aromáticos líquidos sobre mi piel, sobre mi pelo, me acariciaron con cuidado hasta que se desprendió el color negro y el agua quedo como un pozo. Que distinto este tacto al de los hombres que toman lo que no es suyo con violencia. Me secaron con telas maravillosas, nuevos tactos desconocidos para mi piel me ayudaron a estirar mi pelo. Lo sentía nuevo, una especie de cola de animal salvaje que puede darte el empuje para batirte en la más cruenta de las batallas. De pronto una voz se alzó sobre los gorjeos y palabras de las demás: —Nos vamos. Está todo preparado. Me ayudaron a acomodarme en un extraño receptáculo, al principio me asuste, pensé que era una dama de hierro, pero cuando entraron conmigo supe que estaría segura. Una vibración bajo mis pies, una sensación de que el mundo se movía ¿Un carruaje sin caballos? Sin duda si alguien encontraba a estas mujeres también las condenarían a arder por brujas. Avanzamos rápido, los árboles se difuminaban por la ventana de aquel espacio, las risas se mezclaban con extraños sonidos que provenían de pequeños agujeros concéntricos en los laterales, voces femeninas, extraños sonidos de instrumentos que jamás había escuchado, palabras en lenguas parecidas a la mía, y a la vez, tan distintas. Todo indicaba que debería estar aterrorizada, que esa segunda vida concedida se me iba a arrebatar pronto, pero hay algo de brujería también en el hecho de sentirse seguro, de haber encontrado el espacio amigo donde sabes que por extraño que sea todo lo que te rodea, no van a hacerte daño. Apenas había intercambiado dos gruñidos y un par de gemidos con esas mujeres, y ya sabía que estaba en casa y que ellas también lo estaban conmigo.


131 Llegamos a un lugar indescriptible: torres enormes llenas de luz, no eran de ladrillo, no eran de madera, no entendía ese lugar. Había más habitáculos como en el que habíamos llegado, se cruzaban, sonaban con tremendos chirridos, trompetas del mismo infierno. Entre todo aquel caos, un montón de mujeres, nunca aprendí a contar, pero jamás había visto a tantas juntas. Todas vestidas como nosotras, túnicas negras, extraños sombreros picudos, tizón en las caras, se reían fuerte, bailaban, lanzabas pequeñas bolas contra las demás personas que estaban en el espacio y no pertenecían a lo que éramos nosotras. Estallaban, rojo sangre, pedazos de uñas. ¡La de cosas que hubiera podido yo hacer con toda esa sangre de útero y retazos de garras! La calle eran un festejo, danzas, y vítores y ese olor, ese olor de excitación que recordaba de cuando vinieron todos aquellos con sus lanzas a sacarme de mi casa para llevarme al fuego, pero no este olor no contenía la acidez que le imprime el miedo. Solo Alegría, excitación, hablaban de cambiar el mundo ¿pero podía acaso existir un mundo mucho más diferente de en el que ahora me encontraba? Me sentí alegre, me sentí asustada, me sentí libre. Pinte en los poderes extraños signos, abrace a mujeres desconocidas que olían a cuerpo nuevo. No sentía hambre, no sentía sed, la alegría se parece tanto a estar muerto. Entonces aparecieron aquellos hombres tan distintos y tan iguales a los que me habían habitado, extrañas armaduras brillantes, gritos de ¡Alto!, echamos a correr todas de la mano, mientras nos desnudábamos, avanzamos desnudas, gritando y riendo, no sentía el miedo, aunque el humo rojo nos cubriese, aunque aquellos hombres fueran más rápidos. Uno me agarró de un brazo. Caí al suelo. El mundo se volvió negro. El olor quemado de mi propia carne me despertó. Allí estaba de nuevo. Cómo era posible que aún no me hubiera muerto, ¿había sido un sueño? ¿Una alucinación provocada por la violencia del fuego? —¡Sigue viva! ¡La bruja sigue viva! ¡Más leña! ¡Más fuego! Mientras avivaban mi muerte inmediata grité algo que llevaba dentro —Pasa la palabra, hermana. No vais a poder quemarnos a todas, porque el fuego lo llevamos dentro.


Click to View FlipBook Version