STEPHEN R. DONALDSON
Crónicas de
Thomas Covenant el Incrédulo
LA RUINA DEL AMO EXECRABLE
Editorial Acervo, S. L.
Julio Verne, 5‐7 ‐ Tel. 212 26 64
08006 BARCELONA
Título de la obra original: LORD FOULʹS BANE
Traducción de JORDI FIBLA
Sobrecubierta: CIURANA & SALOM
© 1977 by STEPHEN R. DONALDSON
© 1983, EDICIONES ACERVO, BARCELONA
ISBN: 84‐7002‐459‐4
Depósito Legal: B. 41278‐1985
Printed in Spain
Diagráfic, S. A., Constitución 19, 08014 Barcelona
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Para el doctor en Medicina James R.
Donaldson, cuya vida expresó
compasión y responsabilidad más
elocuentemente que cualquier palabra.
Algo hay en la belleza
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I
EL MUCHACHO DE ORO
En cuanto la mujer salió de la tienda, vio a su
hijito que jugaba en la acera y al hombre lúgubre y
flaco que se acercaba rígidamente a él, como un
muñeco mecánico. El corazón le brincó en el pecho,
y al instante se abalanzó hacia el muchacho y le
agarró de un brazo, apartándole del peligro.
El hombre siguió su camino sin volverse.
Cuando pasó junto a ella, la mujer susurró a su
espalda:
—¡Márchese! ¡Váyase de aquí! ¡Debería darle
vergüenza!
Thomas Covenant siguió andando con pasos
acompasados, tan exactos como si le hubieran dado
cuerda, pero diciendo para sus adentros:
«¿Vergüenza? ¿Por qué vergüenza?» Su rostro se
contorsionó en una fiera mueca. «¡Cuidado! ¡Soy
un paria, un impuro!»
Veía la gente con la que se cruzaba, la gente que
lo conocía, cuyos nombres, casas y apretones de
manos le eran familiares... y veía que se apartaban
de su camino, lo rehuían. Algunos parecían retener
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el aliento. El grito interno de Covenant se
extinguió. Aquellas personas no necesitaban el
antiguo ritual de advertencia. Se concentró en
sujetar la maraña de pelo que oscilaba ante su
rostro y dejó que la tensa maquinaria de su
voluntad lo llevara adelante paso a paso.
Mientras caminaba se miró las ropas para
comprobar que no presentaban desgarrones o
roturas inesperadas, se examinó las manos por si
había arañazos, y se aseguró que seguía en su sitio
la cicatriz que se extendía desde la muñeca de la
mano derecha hasta el muñón donde habían estado
los dedos corazón e índice. Podía oír lo que le
dijeron los médicos:
—OVE, señor Covenant. Observación visual
continua de extremidades. Su salud depende de
eso. Estos nervios muertos nunca se regenerarán...
Nunca sabrá si se ha hecho daño a menos que
adquiera el hábito de la revisión. Hágalo
continuamente, piense en ello sin cesar. La próxima
vez puede que no tenga tanta suerte.
OVE. Aquellas iniciales comprendían su vida
entera.
¡Médicos!, pensó cáusticamente. Pero sin ellos
puede que no hubiera vivido tanto. Había
ignorado por completo el peligro que corría. El
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descuido habría podido matarlo.
Al ver los rostros sorprendidos, asustados o
anónimos —había muchos rostros anónimos,
aunque la ciudad era pequeña— de las personas
que pasaban a su lado, deseó poder estar seguro de
que su cara mostraba una adecuada expresión de
desdén. Pero los nervios de sus mejillas parecían
sólo vagamente vivos, aunque los médicos le
habían asegurado que aquella era una ilusión en el
estado actual de su enfermedad, y jamás podría
estar seguro del semblante que interponía entre sí
mismo y el mundo. Ahora, cuando las mujeres que
en otro tiempo habían elegido su novela para
comentarla en sus clubs literarios, se apartaban de
él como si fuera algún engendro horroroso o un
profanador de tumbas, sintió una repentina y
traidora punzada de desolación. La sofocó
abruptamente, antes de que pudiera hacerle perder
su equilibrio.
Se acercaba a su destino, la meta de la
afirmación o proclamación que tan tristemente
había emprendido. Podía ver el letrero dos
manzanas más adelante: Compañía Telefónica Bell.
Recorría a pie los tres kilómetros que separaban
Haven Farm del centro de la ciudad, para pagar su
factura telefónica. Naturalmente, podría haber
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enviado el dinero por correo, pero consideraba ese
acto como una rendición, un sometimiento a la
creciente aflicción que le imponían.
Mientras estaba en tratamiento, su esposa, Joan,
se había divorciado de él, marchándose del estado
con su hijo. La única cosa en la que él, Thomas
Covenant, había invertido dinero y ella se había
atrevido a utilizar era el coche. También se lo llevó.
En cambio, abandonó la mayor parte de sus
vestidos. Luego, sus vecinos más próximos, cada
uno a más de ochocientos metros de su casa, se
quejaron estridentemente de su presencia entre
ellos. Y cuando él se negó a vender su propiedad,
uno de ellos se marchó del condado. Finalmente, al
cabo de tres semanas de su regreso a casa, la tienda
de comestibles —ahora pasaba ante ella y veía la
fachada llena de anuncios frenéticos— empezó a
suministrarle alimentos, tanto si los pedía como si
no, y, sospechaba, tanto si estaba dispuesto a
pagarlos como si no.
Pasó ante el palacio de justicia, cuyas viejas
columnas grises parecían orgullosas de su carga de
justicia y ley, el edificio en el que, por poderes,
naturalmente, había sido separado de su familia.
Incluso la escalinata delantera resplandecía de
limpia, como protegiendo a la institución contra las
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manchas de los miserables humanos que la
rondaban, subiendo y bajando los escalones en
busca de reparación. El divorcio había sido
concedido porque ninguna ley piadosa podía
obligar a una mujer a criar a su hijo en compañía
de un hombre como él. «¿Hubo lágrimas?»,
preguntó al recuerdo de Joan. «¿Fuiste valiente?
¿Te sentiste aliviada?» Covenant resistió el
impulso de echar a correr para escapar del peligro.
Las boquiabiertas cabezas de gigantes que
coronaban las columnas del palacio de justicia
parecían extrañamente asqueadas, como si
estuvieran a punto de vomitar sobre él.
El sector comercial no era muy grande en
aquella ciudad de sólo cinco mil habitantes.
Covenant pasó ante los grandes almacenes. A
través de las puertas de vidrio pudo ver a varias
colegialas que preguntaban el precio de objetos de
bisutería. Se apoyaban en el mostrador en posturas
provocativas, y la garganta de Covenant se tensó
involuntariamente. Le ofendían las caderas y los
senos de las muchachas, las curvas que acariciarían
otros hombres, no él. Era impotente. Con el
deterioro de sus nervios, su capacidad sexual no
era más que otro miembro amputado. Incluso el
alivio de la lujuria le estaba negado. Podía evocar
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deseos en su imaginación, hasta que le amenazara
la locura, pero tales deseos no le servían de nada.
Sin previo aviso, surgió en su mente un recuerdo
de su mujer, una imagen que casi hizo desaparecer
el sol, la acera y los transeúntes que pasaban por su
lado. La vio con una de las combinaciones oscuras
que le había comprado, con sus pechos invitadores
bajo la fina tela. «¡Joan!, gritó mentalmente. ¿Cómo
pudiste hacerlo? ¿Es un cuerpo enfermo más
importante que todo lo demás?»
Sus hombros se tensaron, como si estuviera a
punto de estrangular a alguien, y suprimió el
recuerdo. Aquellos pensamientos eran debilidades
que no podía permitirse, y tenía que desecharlos.
Pensó que era mejor la amargura, porque
sobrevive. La amargura parecía ser el único sabor
que todavía era capaz de gustar.
Descubrió, consternado, que había dejado de
moverse. Se había detenido en medio de la acera,
los puños apretados y temblándole los hombros. Se
obligó ásperamente a caminar de nuevo. Y, al
hacerlo, tropezó con alguien.
¡Impuro paria!
Covenant tuvo un atisbo de color ocre. La
persona con la que había tropezado parecía llevar
una sucia túnica de un pardo rojizo, pero no se
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detuvo para disculparse. Siguió andando con
cautela por la acera para no tener que enfrentarse
al temor y al odio de aquel individuo. Al poco sus
pasos se hicieron de nuevo rígidos, mecánicos.
Llegó a las oficinas de la compañía eléctrica, su
razón última para que decidiera pagar en persona
la factura del teléfono. Dos meses atrás envió un
cheque por correo a la compañía eléctrica —la
cantidad era pequeña, pues utilizaba poca
energía— y se lo devolvieron. El sobre ni siquiera
había sido abierto. Una nota adjunta explicaba que
la cuenta había sido pagada anónimamente, y que
no debía preocuparse por el gasto eléctrico durante
un año por lo menos.
Tras una lucha íntima, Covenant se dio cuenta
de que si no oponía resistencia a aquella situación,
pronto no tendría motivo alguno para mezclarse
con sus congéneres. Por eso hoy recorría los tres
kilómetros hasta la ciudad para pagar su factura
telefónica en persona..., para mostrar a sus
semejantes que no estaba dispuesto a abdicar de su
humanidad. Opuesto a su destierro, se resistía a él
para afirmar los derechos de su común condición
mortal.
«En persona», pensó. ¿Y si fuera demasiado
tarde? ¿Y si ya hubieran pagado la factura? ¿Para
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qué habría ido entonces en persona?
Se estremeció ante aquella posibilidad. Pensó
que su OVE debía servir para algo y dirigió la
mirada al letrero de la Compañía Telefónica Bell, a
media manzana de distancia. Mientras avanzaba,
consciente de una presión que bullía contra su
inquietud, cayó en la cuenta de que el ritmo de sus
pasos acompañaba una cancioncilla en su mente.
Entonces recordó la letra:
Muchacho de oro con pies de arcilla,
Permíteme ayudarte en tu camino.
Un buen empujón te llevará lejos...
¡Pero qué tipo tan torpe eres!
La coplilla resonaba como una risita satírica
entre sus pensamientos, y su tosco ritmo lo
golpeaba como un insulto, acompañado por una
suave musiquilla cabaretera. Se preguntó si
existiría una oronda diosa en algún lugar de los
místicos cielos del universo, que manejaba el
manubrio de su destino burlesco. Un buen
empujón, impúdico, te llevará lejos... ¡pero qué tipo
tan torpe eres, con tu falsa consternación doliente!
Oh, sí, muchacho de oro.
No podía desechar fácilmente aquel
pensamiento, porque hubo una época en que fue
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una especie de muchacho de oro. Su matrimonio
era feliz y tenía un hijo. La novela que escribió,
concebida en un estado de trance y desapego del
mundo en torno a él, había permanecido un año en
la lista de libros más vendidos. Y gracias a ello
ahora tenía todo el dinero que necesitaba.
Pensó que le hubiera ido mejor de haber sabido
la clase de libro que escribía. Pero no lo supo. Ni
siquiera creyó que encontraría quien se lo
publicara, en la época en que lo escribía... poco
después de casarse con Joan. Entonces ninguno de
los dos pensaba en el dinero ni en el éxito. Lo que
encendía su imaginación era el puro acto de la
creación, y el cálido conjuro del orgullo y el anhelo
de Joan le hacía arder como un rayo perenne, que
no duraba fracciones de segundo, sino que se
prolongaba durante meses enteros. Cinco meses
duró aquella larga descarga de energía que parecía
crear de la nada los paisajes de la tierra, por la pura
fuerza de su brillo: colinas y riscos, árboles
doblados por el furioso viento, jinetes
enmascarados, todo ello creado por aquel rayo
blanco que surgía de la vara luminosa de su
escritura. Cuando terminó, se sintió tan exhausto y
satisfecho como si hubiera expresado todo el amor
de su vida en un solo acto.
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No fue una época fácil. La percepción de alturas
y abismos lo angustiaba y daba a cada palabra que
escribía la forma de sangre seca y negra. Y no era
hombre al que le gustaran las alturas. No
experimentaba con facilidad una emoción
irrefrenable. Pero fue magnífico. La concentración
en semejante intensidad imaginativa le
proporcionó la mayor satisfacción de su vida. La
majestuosa fragata de su alma había navegado bien
por un océano profundo y peligroso. Cuando envió
su manuscrito por correo, lo hizo con una especie
de tranquila confianza.
Durante los meses que dedicó a la escritura y,
luego, durante la espera, vivieron de los ingresos
de su mujer. Joan Macht Covenant era una mujer
sosegada que expresaba más de sí misma con los
ojos y el tono de su piel que con las palabras. Su
piel tenía un matiz dorado que la hacía parecer tan
cálida y refinada como una alegre sílfide o súcuba.
Pero no era una mujer robusta y fuerte, y a Thomas
Covenant siempre le sorprendió el hecho de que se
ganara la vida domando caballos.
Sin embargo, el término domar no hacía justicia
a su pericia en el trato con los animales. Su trabajo
no entrañaba pruebas de fuerza, no se trataba de
sementales corcovantes de mirada salvaje y con el
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hocico espumante. A Covenant le parecía que Joan
no domaba caballos, sino que los seducía. Su
contacto calmaba los músculos que se crispaban
espasmódicos. El murmullo de su voz relajaba la
tensión en el ángulo de sus orejas. Cuando los
montaba a pelo, la presa de sus piernas hacía
desvanecerse la violencia originada por el temor de
los brutos. Y siempre que un caballo escapaba a su
dominio, Joan se limitaba a deslizarse por su grupa
y dejarlo solo hasta que cedían los espasmos de su
salvajismo.
Entonces empezaba de nuevo con el animal. Al
final emprendía con él un furioso galope alrededor
de Haven Farm, para mostrar al caballo que podía
desplegar toda su fuerza sin escapar por ello a su
dominio.
Al contemplarla, Covenant se sentía
amedrentado por su habilidad. Incluso después de
que ella le hubiera enseñado a montar, no pudo
vencer su miedo a los caballos.
El trabajo de Joan no era lucrativo, pero les
permitió comer a ella y a su marido hasta el día que
llegó la carta de aceptación de la editorial. Aquel
día, Joan decidió que había llegado el momento de
tener un hijo.
Debido a los habituales retrasos en la
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publicación, tuvieron que vivir durante casi un año
de un anticipo sobre los derechos de autor de
Covenant. Joan trabajó en una cosa u otra mientras
pudo hacerlo sin poner en peligro la seguridad del
niño que había concebido. Luego, cuando su
cuerpo le dijo que había llegado el momento, dejó
de trabajar. Entonces su vida se interiorizó y se
concentró en la tarea de criar a su hijo con una
tenacidad que a menudo fijaba su mirada y la
llenaba de esperanzas.
Cuando nació el pequeño, Joan anunció que se
llamaría Roger, como su padre y su abuelo. ¡Roger!
Covenant gruñó mientras se aproximaba a la
puerta de la compañía telefónica. Nunca le había
gustado aquel nombre. Pero el rostro infantil de su
hijo, tan meticulosa y bellamente formado,
humano y completo, lo había inundado de amor y
orgullo... orgullo, sí, por su participación como
padre en el misterio. Y ahora su hijo se había ido,
estaba lejos con Joan, y no sabía dónde. ¿Por qué
era tan incapaz de llorar?
En aquel momento una mano le tiró de la
manga.
—Eh, señor —dijo una fina voz con temor y
ansiedad—. Eh, señor.
Covenant se volvió, a punto de gritar: ¡No me
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toque! ¡Soy un paria impuro! Pero el rostro del
muchacho que le cogía del brazo le detuvo,
impidió que se liberara. Era un niño pequeño, de
ocho o nueve años, demasiado pequeño para tener
tanto miedo. Su pálido rostro mostraba temor y
coacción, como si de alguna manera le obligaran a
hacer algo que le aterrorizaba.
—Eh, señor —repitió el pequeño con una
vocecita suplicante—. Tome, coja esto. —Acercó
una arrugada hoja de papel a los dedos insensibles
de Covenant—. Él me dijo que se lo diera. Tiene
que leerlo. ¿Lo hará, señor?
Los dedos de Covenant se cerraron
involuntariamente alrededor del papel. ¿Él?, se
dijo en silencio, mirando fijamente al niño. ¿Quién?
—Él. —El muchacho señaló un lugar de la acera
con un dedo tembloroso. Covenant miró y vio a un
viejo vestido con una sucia túnica ocre que estaba
de pie a media manzana de distancia. Musitaba,
casi cantaba en voz baja una absurda tonada. Tenía
la boca abierta, aunque los labios y la mandíbula
no se movían para formar las palabras que cantaba.
Su pelo largo y apelmazado y la barba se movían a
impulsos de la ligera brisa. Tenía el rostro alzado
al cielo, y parecía mirar directamente al sol. En la
mano izquierda sostenía un platillo de mendigo, y
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con la derecha aferraba un largo bastón de madera
que llevaba fijado en el extremo un cartel con una
sola palabra: «¡Cuidado!»
¿Cuidado?
Por un instante, el cartel pareció ejercer una
extraña amenaza y Covenant se sintió en peligro.
Le pareció como si terribles peligros se acumularan
en el aire para dirigirse a él, chillando como buitres.
Y entre ellos, mirándole entre aquella algarabía,
había unos ojos, ojos como colmillos cariados y
letales. Le miraban con una malevolencia fija, fría,
hambrienta, centrados en él como si el viejo y
Covenant estuvieran solos ante una carroña que
ambos ansiaban. La malevolencia goteaba de
aquellos ojos como veneno. Durante aquel
momento, Covenant tembló, poseído por un miedo
inexplicable.
¡Cuidado!
Pero no era más que un letrero, sólo un cartel
unido a un palo. Covenant se estremeció, y el aire
que le rodeaba quedó libre de peligros imaginarios.
—Tiene que leerlo —dijo el muchacho de nuevo.
—No me toques —musitó Covenant al niño que
le cogía el brazo—. Soy un leproso.
Pero cuando miró a su alrededor, el muchacho
se había ido.
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II
NO PUEDES TENER ESPERANZAS
Lleno de confusión, Covenant exploró
rápidamente la calle, pero no había rastro del
muchacho. Luego, al volverse hacia el mendigo, su
mirada se posó en la puerta con el letrero dorado:
Compañía Telefónica Bell. Sintió un ramalazo de
miedo que le hizo olvidar todas las distracciones.
Supón que... Aquel era su destino; había acudido
allí en persona para afirmar su derecho humano a
pagar sus propias cuentas... Pero supón que...
Se sacudió aquella sensación de temor. Era un
leproso y no podía permitirse suposiciones.
Inconscientemente se guardó la hoja de papel en el
bolsillo. Se cercioró de que sus extremidades le
respondían y avanzó hacia la puerta.
Un hombre que cruzaba apresuradamente el
portal estuvo a punto de tropezar con él. Al
reconocerle, retrocedió lleno de aprensión, con el
rostro lívido. El incidente hizo perder a Covenant
su impulso, y apenas pudo contener el grito
anunciando su impureza, la lepra. Se detuvo,
concediéndose un momento de descanso. Aquel
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hombre fue el abogado de Joan cuando se
divorciaron. Era un individuo bajo y rechoncho,
rebosante de esa afabilidad que parece
característica de abogados y ministros de la Iglesia.
Covenant necesitaba aquella pausa para recobrarse
del desaliento que le había producido la mirada del
abogado. Se sintió involuntariamente avergonzado
por ser el causante de tanta aprensión, y por un
instante olvidó el convencimiento que le había
llevado a la ciudad.
Pero casi en seguida montó en una cólera
silente. La vergüenza y la rabia se unían
inextricablemente en él. No iba a consentir que lo
trataran de aquella manera. ¡No tenían derecho,
por todos los diablos! Sin embargo, no podía
erradicar fácilmente de su pensamiento la
expresión del abogado. Aquella revulsión era un
hecho consumado, como la lepra, inmune a todo
derecho o justicia. Y por encima de todo, un
leproso no debe olvidar la letal realidad de los
hechos.
Durante la pausa, pensó que debería escribir un
poema.
Hay muertes apagadas
mal llamadas vidas por los hombres:
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en vez de frescos aromas vegetales,
los alientos son sólo exhalaciones de sepulcro.
Los cuerpos se agitan como muertas marionetas
y el infierno camina riendo...
La risa del infierno. Pensó que aquella era una
imagen acertada. ¿Acaso había concentrado en tan
breve tiempo toda la risa de una vida? Le pareció
que se planteaba una pregunta importante. Rió
cuando aceptaron su novela, rió al ver las sombras
de sagacidad y los pensamientos silenciosos que
vagaban como corrientes marinas por el rostro de
Roger, rió cuando tuvo ante sí el producto
terminado de su libro, rió al verlo figurar en la lista
de obras más vendidas. Millares de cosas grandes
y pequeñas le habían llenado de júbilo. Cuando
Joan le preguntó qué encontraba tan divertido, sólo
pudo responderle que con cada respiración
acumulaba ideas para su próximo libro. Sus
pulmones estaban llenos de imaginación y energía.
Reía cada vez que sentía más alegría de la que
podía contener.
Pero Roger tenía seis meses cuando la novela se
hizo famosa, y seis meses después Covenant aún
no había empezado a escribir de nuevo. Tenía
demasiadas ideas. No parecía capaz de elegir entre
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ellas.
Joan no aprobaba aquella exuberancia
improductiva. Se marchó con Roger, dejando a su
marido en su casa recientemente comprada, en su
estudio instalado en una cabaña de dos
habitaciones con vistas al arroyo en los bosques
que se extendían detrás de Haven Farm... Lo dejó
con órdenes estrictas de que empezara a escribir
mientras ella iba a visitar a sus familiares con
Roger.
Aquel fue el momento crucial en el que la roca
empezó a rodar hacia sus pies de arcilla. Con
sordos avisos se inició la carrera cuyo final sería el
encontronazo que le mutilaría tan severamente
como un cirujano que atacara una gangrena.
Covenant oyó los avisos, pero no les hizo caso. No
supo qué significaban.
No, en vez de buscar la causa de aquel sordo
retumbar, se despidió de Joan con pesar y sosegado
respeto. Comprendió que ella tenía razón, que no
volvería a trabajar de nuevo hasta que estuviera
solo algún tiempo, y admiró la capacidad que Joan
tenía para actuar aun cuando el corazón le doliera
bajo la dura carga de su separación. Así, cuando
vio que su avión desaparecía en el horizonte,
volvió a Haven Farm, se encerró en su estudio,
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enchufó su máquina de escribir eléctrica y escribió
la dedicatoria de su próxima novela: «A Joan, que
ha sido mi guardiana de lo posible.»
Sus dedos se deslizaban inseguros sobre el
teclado, y tuvo que hacer tres intentos antes de
obtener una copia perfecta. Pero no era aún lo
bastante ducho en las cosas de la mar para darse
cuenta de que se aproximaba la tormenta.
Ignoró también el sutil dolor en las muñecas y
los tobillos. Se limitaba a golpear con los pies en el
suelo para romper el hielo que parecía crecer en
ellos. Y cuando descubrió la insensible mancha
púrpura en la mano derecha, cerca de la base del
dedo meñique, no le dio importancia. Veinticuatro
horas después de la partida de Joan estaba
enfrascado en la urdimbre de su libro. Las
imágenes se sucedían en cascada en su
imaginación. Aumentaba la torpeza de sus dedos,
inhábiles para escribir hasta las palabras más
sencillas, pero no le fallaba la imaginación. No
dedicó el menor pensamiento a la supuración de la
pequeña herida que crecía en el centro de la
mancha púrpura.
Joan regresó a casa con Roger tres semanas
después, tras visitar a toda la familia. No observó
nada extraño hasta la noche, cuando Roger dormía
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y ella estaba entre los brazos de su marido. Las
contraventanas estaban cerradas, lo mismo que
toda la casa, contra el viento helado que merodeaba
el Farm. En la quieta atmósfera de la sala de estar,
Joan notó el olor débil, dulce, enfermizo de la
infección de Covenant.
Meses después, cuando contemplaba los muros
antisépticos de su habitación en la leprosería,
Covenant se maldijo a sí mismo por no haberse
puesto yodo en la mano. No era la pérdida de dos
dedos lo que le irritaba. La cirugía que le amputó
parte de la mano no era más que un pequeño
símbolo del golpe que lo arrancó de su vida, lo
separó de su mundo como si él fuera una especie
de infección maligna. Y cuando el recuerdo de los
miembros perdidos hacía que le doliera la mano
derecha, aquel dolor no era exagerado. No, si se
reprendía por su descuido era porque le había
estafado un último abrazo con Joan.
Pero cuando la tenía entre sus brazos aquella
noche de invierno, ignoraba tales posibilidades. Le
hablaba apaciblemente de su nuevo libro,
manteniéndola junto a él, satisfecho en aquel
momento con la presión del firme cuerpo de Joan
contra el suyo, el limpio olor de su cabello, su calor.
La súbita reacción de su esposa lo sorprendió.
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Antes de que supiera qué le había molestado, ella
se levantó del sofá y tiró de Covenant. Éste
interpuso su mano entre los dos, mostró su
infección, y la voz de Joan se quebró con ira y
preocupación.
—¡Oh, Tom! ¿Por qué no te cuidas?
Joan no vaciló. Pidió a un vecino que se hiciera
cargo de Roger y condujo a su marido a través de
la ligera nieve de febrero hasta la sala de urgencias
del hospital. No lo dejó hasta que le admitieron, le
dieron una habitación y le destinaron a cirugía.
El diagnóstico preliminar fue gangrena.
Joan pasó la mayor parte del día siguiente con él
en el hospital, en los momentos en que no le
sometían a pruebas. A las seis de la mañana
siguiente, Thomas Covenant fue trasladado al
quirófano para operarlo de la mano derecha.
Recobró el conocimiento tres horas después, en la
cama de su habitación, con dos dedos menos. El
sopor de las drogas lo mantuvo aletargado algún
tiempo, y no echó en falta a Joan hasta el mediodía.
Pero Joan no acudió a verlo en todo el día. Y
cuando se presentó en su habitación a la mañana
siguiente, había cambiado. Estaba pálida, como si
su corazón acaparase la sangre, y los huesos de su
frente parecían presionar contra la carne. Tenía el
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aspecto de un animal atrapado. Ignoró la mano
extendida de Covenant. Habló en voz baja,
reprimida, esforzándose para permanecer lo
bastante próxima a él para que pudiera oírla.
Procurando apartarse todo lo posible, con la
mirada perdida en las calles sobre las que caía el
aguanieve y que veía a través de la ventana, le
comunicó la noticia.
Los médicos habían descubierto que tenía la
lepra.
—Bromeas —le dijo él, desconcertado por la
sorpresa.
Joan se volvió, enfrentándose a él.
—¡No te hagas el estúpido conmigo! El médico
quería decírtelo, pero le dije que no, que yo lo haría.
Pensé en ti. Pero no puedo... no puedo soportarlo.
¡Tienes la lepra! ¿No sabes lo que eso significa? Tus
manos y pies se van a pudrir, las piernas y los
brazos se retorcerán, y tu cara se pondrá fea como
un hongo. Tendrás úlceras en los ojos, y yo no
puedo soportarlo... ¡Para ti es igual, porque no
podrás sentir nada, maldita sea! Y... ¡Oh, Tom,
Tom! Es contagioso.
—¿Contagioso? —Parecía incapaz de
comprender lo que quería decir.
—¡Sí! —musitó—. La mayoría de la gente
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leprosa... —por un momento el miedo que la
dominaba le quebró la voz—... enferman porque
estuvieron expuestos de niños. Los niños son más
susceptibles que los adultos. Roger... no puedo
arriesgarme, ¡tengo que proteger a Roger de eso!
—Sí, naturalmente —replicó él, mientras Joan
huía de la habitación. No tenía nada más que decir.
Todavía no comprendía. Su mente estaba vacía.
Pasarían semanas antes de que comenzara a
comprender cuánto de él había sido arrasado por
el viento de la cólera de Joan. Aquel primer día sólo
le consternó.
Cuarenta y ocho horas después de la
intervención, el cirujano de Covenant consideró
que estaba en condiciones de viajar, y lo envió a la
leprosería de Louisiana. Durante el trayecto hasta
la leprosería, el médico que acudió a recibirle al pie
del avión le habló llanamente sobre diversos
aspectos superficiales de la lepra. El Mycobacterium
leprae fue identificado por primera vez por
Armauer Hansen en 1874, pero el estudio se frustró
continuamente debido al fracaso de los
investigadores para cumplir con dos de las cuatro
condiciones de Koch para el análisis: nadie había
podido cultivar artificialmente el microorganismo
y nadie había descubierto cómo se transmitía. Sin
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embargo, ciertas investigaciones modernas del
doctor O. A. Skinsnes, de Hawaii, parecían
prometedoras. Covenant escuchaba al médico
vagamente. Podía oír abstractas vibraciones de
horror en la palabra lepra, pero no eran
convincentes. Lo afectaban como una amenaza en
una lengua extranjera. Tras la entonación de
amenaza, las palabras en sí no comunicaban nada.
Contempló el serio rostro del médico como si
asistiera a la incomprensible emoción violenta de
Joan, y no dijo nada.
Pero cuando Covenant estuvo instalado en su
habitación de la leprosería —una celda cuadrada
con un monótono lecho blanco y paredes
antisépticas— el médico cambió de política y lo
abordó abruptamente:
—Señor Covenant, no parece darse cuenta de lo
que está aquí en juego. Venga conmigo. Quiero
mostrarle algo.
Covenant lo siguió al pasillo. Mientras
caminaban el doctor le habló.
—Tiene usted lo que denominamos un caso
primario de enfermedad de Hansen... Es un caso
autóctono, es decir, que no parece tener una...
genealogía. El ochenta por ciento de los casos con
que nos encontramos en el país corresponden a
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personas... inmigrantes y gente así... que de niños
estuvieron expuestos a la enfermedad en sus países
de origen... en climas tropicales. Al menos sabemos
dónde contrajeron la dolencia, aunque no sepamos
por qué o cómo.
»Naturalmente, tanto el caso primario como el
secundario pueden seguir el mismo curso general.
Pero lo normal es que los pacientes afectos de casos
secundarios hayan crecido en lugares donde la
enfermedad de Hansen es menos exótica que aquí.
Reconocen lo que les ocurre cuando contraen el
mal, lo cual significa que tienen más oportunidades
de buscar ayuda a tiempo.
»Quiero que conozca a otro de nuestros
pacientes. Es el otro caso primario que tenemos
actualmente aquí. Era una especie de ermitaño, que
vivía alejado de todos en las montañas al oeste de
Virginia. No supo lo que le sucedía hasta que el
Ejército trató de ponerse en contacto con él, para
decirle que su hijo había muerto en la guerra.
Cuando el funcionario vio a este hombre, llamó al
Servicio de Salud Pública, y nos lo enviaron aquí.
El doctor se detuvo ante una puerta similar a la
de la celda de Covenant. Llamó con los nudillos,
pero no aguardó respuesta. Empujó la puerta,
tomó a Covenant por el codo y lo hizo entrar en la
28
estancia.
Al cruzar el umbral, un hedor acre asaltó las
fosas nasales de Covenant, un olor como de carne
podrida abandonada en una letrina. Aquella
pestilencia se imponía al ácido carbólico y los
ungüentos que trataban de enmascararla. Procedía
de una figura encogida, sentada grotescamente en
la cama blanca.
—Buenas tardes —dijo el médico—. Le presento
a Thomas Covenant. Padece un caso primario de
enfermedad de Hansen, y no parece comprender el
peligro que corre.
Lentamente, el paciente alzó los brazos como
para abrazar a Covenant.
Sus manos eran muñones hinchados, bultos
rosáceos sin dedos, una carne enferma marcada
por grietas y ulceraciones que rezumaban una
exudación amarilla a través de la capa de
medicamento. Aquellos muñones colgaban de
unos brazos esqueléticos y arqueados, como palos
desgarbados. Y aunque tenía las piernas cubiertas
por el pijama, parecían de madera nudosa. Le
faltaba la mitad de un pie, roído por la enfermedad,
y en el lugar del otro pie sólo había una herida
incurable.
Entonces el paciente movió los labios para
29
hablar, y Covenant le miró el rostro. Sus ojos
apagados, con cataratas, estaban incrustados en la
cara como si fueran el centro de una erupción. La
piel de las mejillas era de un blanco rosáceo, como
la de un albino. Le colgaba bajo los ojos formando
pliegues y excrecencias, como si la hubieran
calentado en un crisol. Gruesos nódulos
tuberculares surgían en los bordes de los pliegues.
—Suicídese —dijo con una terrible voz ronca—.
Morir es mejor que esto.
Covenant se apartó del médico, salió al
vestíbulo y derramó el contenido de su estómago
sobre las limpias paredes y el suelo. Los vómitos
fueron como un símbolo de la atrocidad que había
sobre él. Y, de aquella manera, decidió sobrevivir.
Thomas Covenant vivió en la leprosería más de
seis meses. Pasó el tiempo vagando por los pasillos
como un fantasma perplejo, practicando la OVE y
otros ejercicios de supervivencia, escuchando a los
médicos y sus conferencias sobre la lepra, la terapia
y la rehabilitación. Pronto supo que los médicos
creían que la psicología del paciente era la clave
para el tratamiento de la lepra. Querían
aconsejarlo, pero él se negaba a hablar de sí mismo.
En lo más hondo de su ser iba tomando cuerpo un
duro núcleo de furor intransigente. Supo que por
30
algún amargo truco de sus nervios, los dos dedos
que había perdido parecían más vivos al resto de
su cuerpo que los dedos que le quedaban. El pulgar
derecho siempre se extendía hacia aquellos dedos
amputados, y encontraba la cicatriz con un
movimiento torpe, de sorpresa. La ayuda de los
médicos se parecía al mismo truco. Sus pocas y
estériles imágenes de esperanza llegaban a
Covenant como los tanteos de una imaginación sin
dedos. Y así las conversaciones, como las
conferencias, terminaban siendo largos discursos
de los expertos sobre los problemas a los que él,
Thomas Covenant, se enfrentaba.
Le hablaron durante semanas, hasta que
empezó a soñar con los discursos por la noche. Las
advertencias ocuparon el devastado campo de
juego de su mente. En vez de historias y pasiones,
soñaba con peroratas.
—La lepra —oía noche tras noche— es quizá la
más inexplicable de todas las aflicciones humanas.
Es un misterio, de la misma manera que la extraña
y sutil diferencia entre la materia viva y la inerte es
un misterio. Oh, sabemos algunas cosas acerca de
ella: no es fatal, no es contagiosa de ninguna
manera convencional, actúa destruyendo los
nervios, sobre todo de las extremidades y la córnea
31
del ojo, produce deformidad, debido en gran parte
a que inhibe la capacidad del organismo para
protegerse mediante la sensación y la reacción al
dolor; puede ocasionar una incapacidad completa,
una deformación extrema del rostro y los
miembros, y ceguera, y es irreversible, dado que
los nervios que mueren no pueden ser restaurados.
Sabemos también que, en casi todos los casos, un
adecuado tratamiento utilizando DDS —diamino‐
difenil‐sulfona— y algunos nuevos antibióticos
sintéticos pueden detener la extensión de la
enfermedad, y que, una vez se ha detenido el
deterioro neural, la medicación y terapia
adecuadas pueden mantener la dolencia bajo
control durante el resto de la vida del paciente. Lo
que no sabemos es por qué o de qué manera una
persona determinada contrae la enfermedad. Por
lo que hemos averiguado hasta ahora, procede de
ninguna parte y se contrae sin ningún motivo. Y
una vez se ha contraído, no se puede confiar en la
curación.
Las palabras que soñaba no eran exageradas —
podían proceder literalmente de cualquiera de las
muchas conferencias y conversaciones— pero su
repiqueteo sonaba como la amenaza de algo tan
insoportable que jamás debería haber sido
32
pronunciado. La voz impersonal del médico seguía
diciendo:
—Lo que hemos aprendido durante nuestros
años de estudio es que la enfermedad de Hansen le
crea al paciente dos problemas característicos:
dificultades interrelacionadas que no se presentan
en otras enfermedades y hacen que el aspecto
mental de ser víctima de la lepra sea más crucial
que el físico.
»El primer problema se refiere a nuestras
relaciones con el prójimo. Al contrario que la
leucemia en nuestros días, o la tuberculosis en el
siglo pasado, la lepra no es, ni jamás lo ha sido, una
enfermedad ʺpoéticaʺ, romántica, sino todo lo
contrario. Incluso en sociedades que aborrecen a
sus enfermos menos que los norteamericanos, el
leproso siempre se ha despreciado y temido, ha
sido considerado un paria incluso por sus seres
queridos, a causa de un extraño bacilo que nadie
puede predecir o dominar. La lepra no es fatal, y el
paciente corriente puede esperar una vida de
treinta o cincuenta años como leproso. Este hecho,
combinado con la incapacidad progresiva que
inflige la enfermedad, hace que los pacientes de
lepra sean, entre todos los enfermos, los que más
desesperadamente necesitan el apoyo de sus
33
semejantes. Pero prácticamente todas las
sociedades condenan a sus leprosos al aislamiento
y la desesperación, los denuncian como criminales
y degenerados, como traidores y villanos, los
expulsan de la sociedad porque la ciencia no ha
logrado desvelar el misterio de su aflicción. En un
país tras otro, cultura tras cultura alrededor del
mundo, el leproso ha sido considerado como la
personificación de todo lo que la gente más teme y
aborrece, tanto íntima como socialmente.
»La gente reacciona así por varias razones. En
primer lugar, la enfermedad produce una fealdad
y un mal olor que son sin lugar a dudas
desagradables. Y, en segundo lugar, a pesar de las
investigaciones médicas realizadas durante
generaciones, la gente no puede creer que algo tan
palmario y feo, y tan misterioso, no se contagie. El
hecho de que no podamos responder a las
preguntas sobre el bacilo aumenta su temor. No
podemos estar seguros de que el contacto, el aire,
el alimento, el agua o incluso la piedad no
extiendan la enfermedad. En ausencia de toda
explicación natural y demostrable de la
enfermedad, la gente la considera de otras
maneras, todas ellas malas... como prueba de
delito, suciedad o perversión, evidencia del juicio
34
de Dios, como el signo horrible de alguna
corrupción o culpa psicológica, espiritual o moral.
E insisten en que es contagiosa, a pesar de las
pruebas de que su capacidad de contagio es
mínima, incluso para los niños. Muchos de
vosotros vais a tener que vivir sin un solo apoyo
humano para soportar la carga que pesa sobre
vuestros hombros.
»Ésta es una de las razones por las que aquí
hacemos tanto hincapié en el asesoramiento.
Queremos ayudaros y enfrentaros con la soledad.
Muchos de los pacientes que salen de esta
institución no viven todo lo que podrían. La
conmoción al verse separados de sus seres
queridos y de la sociedad es tan grande que
pierden su motivación para vivir. Abandonan los
tratamientos que han de administrarse ellos
mismos, y se vuelven suicidas activa o
pasivamente. Pocos son los que regresan aquí a
tiempo. Los pacientes que sobreviven encuentran a
alguien en algún lugar que está dispuesto a
ayudarles para que deseen seguir viviendo. O bien
encuentran en su interior la fuerza necesaria para
aguantar.
»Sea cual fuere el camino que emprendáis, un
hecho, sin embargo, permanece constante: desde
35
ahora hasta el día que muráis, la lepra es el hecho
más considerable de vuestra existencia, un hecho
que controlará vuestra forma de vivir en todos sus
detalles. Desde el momento de despertar hasta el
de dormir, tendréis que prestar una atención
absoluta a las duras esquinas y los afilados bordes
de la vida. No podéis descuidaros ni un momento.
No debéis tratar de descansar soñando despiertos,
abandonándoos. Todo lo que golpea, choca,
quema, rompe, roza, rasga, pica u os debilita puede
mutilaros, lisiaros e incluso mataros. Y pensar en
todas las clases de vida que no podéis llevar puede
conduciros a la desesperación y el suicidio. Soy
testigo de ello.
El pulso de Covenant se aceleraba, y su sudor
hacía que las sábanas se le pegaran a los miembros.
La voz de su pesadilla no había cambiado, no hacía
ningún esfuerzo para aterrarle ni se complacía en
su temor, pero ahora las palabras eran tan negras
como el odio, y tras ellas se extendía una gran
herida abierta, un inmenso vacío.
»Eso nos lleva al otro problema. Parece sencillo,
pero descubriréis que puede ser devastador.
Muchas personas dependen en gran manera de su
sentido del tacto. De hecho, toda su estructura de
respuestas a la realidad está organizada alrededor
36
del tacto. Pueden dudar de sus ojos y oídos, pero
cuando tocan algo saben que es real. Y no por
accidente describimos las partes más profundas de
nosotros mismos —nuestras emociones— de
acuerdo con el sentido del tacto. Las historias
tristes tocan nuestras cuerdas sensibles. Las malas
situaciones nos irritan o nos hieren. Esto es un
resultado inevitable del hecho de que somos
organismos biológicos.
»Podéis luchar y cambiar esta orientación. Sois
criaturas inteligentes, cada uno de vosotros tiene
un cerebro. Usadlo. Usadlo para reconocer el
peligro que corréis. Usadlo para adiestraros en
permanecer vivos.
Covenant se despertó bañado en sudor, con la
mirada fija, los labios tensos. Estaba solo en su
cama. Los gemidos trataban de abrirse paso entre
sus dientes apretados. Sueño tras sueño, semana
tras semana, oía el mismo discurso. Día tras día
tenía que hacer un esfuerzo supremo para
abandonar el ineficaz santuario de su celda.
Pero mantuvo su decisión fundamental.
Conoció pacientes que habían estado en la
leprosería en otras ocasiones, seres obsesionados
por la recidiva que no podían satisfacer la
exigencia esencial de su tormento, el requisito de
37
que se aferraran a la vida sin desear ninguna de las
recompensas que daban valor al vivir. Su
degeneración cíclica le hizo ver a Covenant que su
propia pesadilla contenía la materia prima para la
supervivencia. Noche tras noche, le agitaba contra
la ley brutal e irremediable de la lepra. Golpe a
golpe, le mostraba que una dedicación completa a
esa ley constituía su única defensa contra la
supuración, la podredumbre que roía y la ceguera.
Durante los meses quinto y sexto en la leprosería
practicó la OVE y otros ejercicios con una maníaca
diligencia. Miraba fijamente las monótonas
paredes antisépticas de su celda como para
hipnotizarse con ellas. En el fondo de su mente,
contaba las horas entre dosis de su medicación. Y
cada vez que se equivocaba, perdía un compás de
su ritmo defensivo, se vituperaba y maldecía.
Al cabo de siete meses, los médicos estaban
convencidos de que su diligencia no era una fase
pasajera. Estaban razonablemente seguros de que
su enfermedad se había detenido, y le enviaron a
casa.
Al regresar a su casa en Haven Farm, a fines del
verano, pensó que estaba preparado para todo. Se
había fortalecido para arrostrar la falta de toda
comunicación con Joan, las consternadas
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revulsiones de sus antiguos amigos y asociados,
aunque estos asaltos todavía lo afligían con una
náusea vertiginosa de rabia y disgusto de sí mismo.
La visión de las pertenencias de Joan y Roger en la
casa, y el vacío en los establos donde antes Joan
tenía sus caballos, le escocieron como un corrosivo,
pero ya era capaz de resistir a pie firme tales
dolores.
Sin embargo, no estaba preparado, al menos no
lo estaba para todo. La siguiente conmoción fue
superior a su capacidad para encajarla. Después de
haber investigado dos y tres veces para asegurarse
de que no había recibido correo de Joan, después
de hablar por teléfono con la abogado que llevaba
sus asuntos —pudo oír la incomodidad de la mujer
palpitando a través de la conexión eléctrica— fue a
su cabaña en los bosques y se sentó a leer lo que
había escrito de su nuevo libro.
La absoluta pobreza de su obra lo dejó
pasmado. Llamarla ridículamente ingenua habría
sido un cumplido. Apenas podía creer que era el
responsable de semejante basura arrogante.
Aquella noche releyó su primera novela, la que
había figurado en la lista de libros más vendidos.
Luego, moviéndose con extremo cuidado,
encendió fuego en la chimenea y quemó la novela
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y el nuevo manuscrito. ¡Al fuego!, pensó. Era como
una purga. Si no escribía ni una palabra más, al
menos libraría su vida de aquellas mentiras.
¡Imaginación! ¿Cómo pudo estar tan satisfecho de
sí mismo? Y mientras contemplaba cómo las
páginas crepitaban y se convertían en cenizas
grises, abandonó con ellas toda idea de escribir
más. Por primera vez comprendió parte de lo que
los médicos habían dicho. Tenía que aplastar su
imaginación. No podía permitirse la imaginación,
aquella facultad que le permitiría soñar en Joan, la
alegría, la salud. Si se atormentaba con deseos
inalcanzables, pondría en peligro su dominio de la
ley que le permitía sobrevivir. Su imaginación
podía matarlo, podía conducirlo, seducirlo o
engañarlo para llegar al suicidio. Ver todas las
cosas que no podía tener, lo llevaría a la
desesperación.
Cuando el fuego se extinguió, pisoteó las
cenizas como para hacer su consumación
irrevocable.
A la mañana siguiente, se dispuso a organizar
su vida.
En primer lugar, buscó su vieja navaja de afeitar.
La larga hoja de acero inoxidable brillaba bajo la
luz fluorescente del baño. Covenant la afiló
40
cuidadosamente, afianzó el cuerpo apoyándolo
contra el lavabo y aplicó a su garganta el filo de la
navaja. Notó la frialdad de la hoja sobre la yugular,
como una amenaza de sangre, gangrena y lepra
reactivada. Si su mano mutilada resbalaba o se
torcía, las consecuencias podrían ser terribles. Pero
decidió correr el riesgo para disciplinarse, reforzar
su reconocimiento de las duras condiciones de su
supervivencia y poner a prueba su obstinación.
Hizo del afeitado con aquella navaja un rito
personal, una confrontación diaria con su
condición.
Por el mismo motivo empezó a llevar consigo
un afilado cortaplumas. Cada vez que notaba
flaquear su disciplina, que se sentía amenazado
por recuerdos, esperanzas o amor, sacaba la
navajita y aplicaba el filo a su muñeca.
Después de afeitarse arregló la casa. La limpió y
dispuso los muebles de manera que se redujera al
mínimo el peligro de los ángulos salientes, bordes
duros y obstáculos ocultos. Eliminó todo lo que
podría hacerlo resbalar, golpearlo o desviarlo, de
modo que incluso de noche pudiera deambular a
salvo por sus habitaciones. Hizo que su casa se
asemejara en lo posible a la celda de la leprosería.
Todo lo que era peligroso lo amontonó en la
41
habitación de los huéspedes, y cuando hubo
terminado este trabajo, cerró el cuarto y tiró la
llave.
A continuación se dirigió a su cabaña y la cerró
también. Luego quitó los fusibles, a fin de que las
viejas conducciones eléctricas no supusieran un
riesgo de incendio.
Finalmente se lavó las manos, con un frenesí
obsesivo, sin poder evitar la impresión física de
que su falta de limpieza era excesiva, con la
suciedad de un inmundo paria leproso.
Durante los meses de otoño llegó a bordear la
locura. Notaba la palpitación de la violencia en su
pecho, su constante aguijoneo. Sentía una
insaciable necesidad de dormir, pero no podía
aliviarla porque sus sueños se habían
transformado en pesadillas, en las que el mal le
roía. A pesar de su insensibilidad, parecía notar
cómo aquel morbo lo devoraba lentamente. Y
mientras se hallaba despierto se veía enfrentado a
un círculo vicioso, una paradoja irremediable. Sin
el apoyo y el aliento del prójimo, no le parecía
posible soportar la carga de su lucha contra el
horror y la muerte. Y sin embargo aquel horror y
aquella muerte explicaban, hacían comprensible,
casi reivindicaban el rechazo que le negaba apoyo
42
o aliento. Su lucha procedía de las mismas pasiones
que causaban su expulsión de la sociedad.
Detestaba pensar en lo que le sucedería si dejaba de
luchar. Se odiaba por tener que librar una guerra
sin horizontes de victoria, interminable. Pero no
podía odiar a la gente que con su actitud hacía que
su soledad moral fuera tan absoluta. Sólo
compartían su propio temor.
Aquel dilema giraba vertiginosamente en su
mente, y la única respuesta para mantenerse firme
era el vitriolo: aferrarse a su amarga cólera como a
un ancla de cordura. Necesitaba la ira para
sobrevivir, para mantener su asidero en la vida.
Había días en los que, de sol a sol, su rabia no se
concedía ni un momento de reposo.
Pero con el tiempo incluso aquella cólera
comenzó a remitir. Su misma condición de paria
formaba parte de su ley, era un hecho irreductible,
tan absolutamente real y obligatorio como la
gravedad, la pestilencia y la insensibilidad. Si no
lograba doblegarse para adaptarse al molde de sus
hechos, no lograría sobrevivir.
Cuando miraba el paisaje del Farm, los árboles
que delimitaban su propiedad a lo largo de la
carretera parecían tan alejados que nada podría
salvar la distancia.
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La contradicción no tenía respuesta. Hacía que
sus dedos se retorcieran sin remedio, y casi estaba
en un tris de cortarse mientras se afeitaba. Sin
cólera no podría luchar, pero todas sus iras
rebotaban contra él. Pasó el otoño, y cada vez
maldecía menos las imposibilidades que lo
aprisionaban. Merodeaba por los bosques detrás
de Haven Farm..., alto y delgado, con ojeras y una
andadura mecánica, con dos dedos menos en su
mano derecha. Cada senderillo obstaculizado por
la maleza, cada afilado saliente rocoso o cuesta
pronunciada le recordaban que sólo la precaución
lo mantenía con vida, y que bastaba con descuidar
su vigilancia para librarse definitivamente de sus
problemas, sin dolor y sin que nadie le llorase.
Cuando tocaba la corteza de un árbol y no sentía
nada, apenas notaba un poco más de tristeza. Veía
con claridad el final que le aguardaba. Su corazón
se volvería tan insensible como sus miembros, y
entonces estaría perdido sin remedio. Sin embargo,
cuando supo que alguien había pagado su factura
de la electricidad, sintió que le acometía una súbita
sensación de alerta, como si hubiera identificado a
un enemigo.
El inesperado regalo le hizo abruptamente
consciente de lo que ocurría. Los habitantes de la
44
ciudad no sólo lo evitaban, sino que cortaban
activamente cualquier excusa que pudiera tener
para ir a la población.
Al principio, al comprender el peligro que
corría, su reacción inmediata fue abrir una ventana
y gritar al viento:
—¡Adelante! ¡No os necesito, por todos los
diablos!
Pero el problema no era tan sencillo como para
ser despachado con una rabieta. Pasó el invierno,
llegó la primavera, y Covenant se convencía de que
necesitaba alguna clase de acción. Era una persona,
un ser humano como cualquier otro. Tenía un
corazón propio que le mantenía vivo. No estaba
dispuesto a quedarse quieto y aprobar que lo
amputaran así de la sociedad.
Por ello, cuando llegó la siguiente factura del
teléfono, reunió valor, se afeitó minuciosamente, se
vistió con prendas de tejido grueso, se calzó con
fuertes botas y emprendió el camino de tres
kilómetros hasta la ciudad para pagar
personalmente su cuenta.
Aquel paseo lo llevó hasta la puerta de la
Compañía Telefónica Bell. La turbación se cernía
sobre su cabeza como una nube húmeda y
malsana. Permaneció algún tiempo ante la puerta
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con su letrero dorado, pensando,
Éstas son las muertes apagadas...
sintiendo deseos de reír. Luego se sosegó, abrió
la puerta como una ráfaga de vendaval, y se dirigió
a la muchacha que estaba sentada tras el
mostrador, como si le hubiera desafiado en
singular combate.
Covenant puso las palmas sobre el mostrador,
para afirmarlas. Por un instante su rostro adoptó
una expresión feroz.
—Me llamo Thomas Covenant —dijo.
La muchacha vestía con elegancia y tenía los
brazos cruzados bajo los senos, sosteniéndolos de
manera que ofrecían su mejor perspectiva.
Covenant se obligó a mirarla a la cara. La
muchacha miraba inexpresiva hacia algún lugar
más allá de él. Mientras Covenant la examinaba en
busca de temblores o expresiones de repugnancia,
ella lo miró un instante y le preguntó:
—¿Qué desea?
—Quiero pagar mi cuenta —respondió
Covenant, pensando que la chica no sabía quién
era, no había oído hablar de él.
—Desde luego, señor —replicó ella—. ¿Cuál es
su número?
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Covenant se lo dijo, y ella se dirigió
lánguidamente a otra estancia para consultar su
archivo.
La ansiedad durante la ausencia de la empleada
hizo que el miedo golpeara en la garganta del
leproso. Necesitaba algo que lo distrajera, que
ocupara su atención. Abruptamente, se metió la
mano en un bolsillo y buscó la hoja de papel que el
niño le había dado. Tiene que leerlo. Alisó el papel
sobre el mostrador y lo miró.
Unas líneas escritas con caligrafía anticuada
decían:
Un hombre verdadero —verdadero en
todos los sentidos que reconocemos como
verdadero— se encuentra de súbito
abstraído del mundo y depositado en una
situación física cuya existencia es imposible:
los sonidos tienen aroma, los olores tienen
color y profundidad, las visiones tienen
textura, los contactos tienen entonación y
timbre. Allí, una voz incorpórea le informa
que ha sido trasladado a ese lugar como un
defensor de su mundo. Debe luchar hasta la
muerte en combate singular contra un
defensor de otro mundo. Si es derrotado,
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morirá, y su mundo —el mundo real— será
destruido porque carece de la fuerza interna
para sobrevivir.
El hombre se niega a creer que lo que le
dicen es cierto. Afirma que o bien está
soñando, o bien sufre alucinaciones, y
rechaza que le coloquen en la posición falsa
de luchar a muerte donde no existe un
peligro «real». Se muestra implacable en su
determinación de no dar crédito a su
aparente situación, y no se defiende cuando
es atacado por el defensor del otro mundo.
Pregunta: ¿Es cobarde o valerosa la
conducta del hombre? Ésta es la pregunta
fundamental de la ética.
¡Ética! Covenant soltó un bufido. ¿Quién diablos
inventaba aquellas cosas?
En aquel momento, la empleada regresó y se
dirigió a Covenant con una expresión inquisitiva.
—¿Thomas Covenant? ¿De Haven Farm? Señor,
se ha hecho un depósito en su cuenta que cubre los
gastos de varios meses. ¿Nos envió usted
recientemente un cheque por una suma
considerable?
Covenant se tambaleó como si lo hubieran
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empujado, y se apoyó en el mostrador,
escorándose a un lado como un galeón
embarrancado. Inconscientemente estrujó el papel
en su mano. Se sintió aturdido, y oyó vagamente el
eco de unas palabras: Prácticamente todas las
sociedades condenan, denuncian, arrojan fuera de
sí... No puedes tener esperanzas.
Centró la atención en sus pies fríos y tobillos
doloridos, mientras se esforzaba por mantener a
raya la violencia. Con estudiada precaución, colocó
la arrugada hoja de papel ante la muchacha.
—No es contagioso, ¿sabe? —dijo esforzándose
por hablar en un tono familiar—. No se lo voy a
pegar, no se preocupe... No es contagioso, excepto
para los niños.
La empleada parpadeó como si estuviera
perpleja por la vaguedad de sus pensamientos.
Covenant encorvó los hombros y ahogó la ira en
su garganta. Dio media vuelta con toda la dignidad
que pudo reunir y salió a la luz del sol, dejando que
la puerta se cerrara de golpe, al tiempo que soltaba
una maldición.
Lleno de rabia, miró la calle arriba y abajo.
Desde el lugar en que se encontraba podía abarcar
toda la amenazante longitud de la ciudad. En la
dirección de Haven Farm, las pequeñas tiendas se
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