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Published by snullbug20, 2019-03-21 18:06:28

La Ruina Del Amo Execrable - Stephen R. Donaldson

un saliente en la empinada vertiente de la montaña,


hasta llegar a un estrecho barranco. Moviéndose


torpemente a causa de la rigidez de sus músculos,


Covenant siguió a Lena a lo alto del barranco,



luego bajó con precaución tras ella por una escalera


toscamente tallada en uno de los lados de un atajo


que se internaba en la montaña. Cuando llegaron


al fondo del atajo, continuaron por él, avanzando


entre los cantos rodados esparcidos por el suelo. La


franja de cielo por encima de sus cabezas se hizo


más estrecha, mientras los lados del atajo se



aproximaban. Flotaba allí un olor agradable y


fresco, y las sombras se intensificaron hasta que la


túnica oscura de Lena apenas era visible en la


lobreguez que se extendía delante de Covenant.


Entonces el atajo dobló con brusquedad a la


izquierda y, sin previo aviso, se abrió a un pequeño


y soleado valle en cuyo centro brillaba la corriente


de un arroyo, en cuyas orillas, cubiertas de hierba,


crecían altos pinos.



—Aquí es —dijo Lena, sonriendo satisfecha—.


¿Qué otra cosa podría curarte más que esto?


Fascinado, Covenant se detuvo para contemplar


el valle. No tendría más de cincuenta metros de


largo, y en su extremo el arroyo volvía a doblar a la


izquierda y desaparecía entre dos escarpadas





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paredes. En aquel pequeño remanso en la


inmensidad de la montaña, alejado de los


abrumadores paisajes bajo la Atalaya de Kevin, la


tierra era agradablemente verde y soleada, el aire



tibio, con aroma de pinos, perfume de primavera.


Mientras respiraba la atmósfera del lugar,


Covenant sintió en el pecho la punzada que le


producía la familiar aflicción de saberse enfermo.


Para aligerar aquella opresión en su pecho, dio


unos pasos. La hierba bajo sus pies era tan espesa


y mullida que podía notar su elasticidad a través



de los tensos ligamentos de sus rodillas y


pantorrillas. Parecía alentarse para que se


aproximara al arroyo y lavara sus heridas.


Sin duda el agua estaría fría, pero eso no le


preocupaba. Sus manos eran demasiado


insensibles para notar el frío con rapidez.


Agachado en una piedra plana, junto a la corriente,


sumergió las manos en el agua y empezó a


frotarlas. En seguida notó el frío glacial en las



muñecas, pero los dedos no sentían el agua, y


restregarse fuertemente los cortes y rasguños no le


producía dolor alguno.


Era vagamente consciente de que Lena se había


separado de él y que andaba junto a la corriente, al


parecer buscando algo, pero Covenant estaba





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demasiado ocupado para preguntarse qué hacía la


muchacha. Después de restregarse intensamente y


dejar que sus manos descansaran, se arremangó


para inspeccionarse los codos. Estaban enrojecidos



y doloridos, pero con la piel intacta.


Al levantar las perneras de los pantalones,


observó que las espinillas y rodillas estaban más


castigadas. La decoloración de los morados ya se


estaba oscureciendo, y no tardaría en ennegrecer,


pero el fuerte tejido de los pantalones había


resistido, y la piel también estaba intacta. En



realidad, los moratones eran tan peligrosos para él


como los cortes, pero no podía tratarlos sin


medicamentos. Hizo un esfuerzo para reprimir su


inquietud y dirigió de nuevo su atención a las


manos.


La sangre seguía manando de las muñecas y las


puntas de los dedos, y al lavarla pudo ver negras


partículas de arena alojadas profundamente en


algunos cortes. Pero antes de que empezara a



lavarse de nuevo, regresó Lena. Llevaba en las


manos ahuecadas un montón de espeso barro


marrón.


—Esto es marga antilesiones —dijo ella en tono


reverente, como si hablara de algo singular y


poderoso—. Debes aplicártelo en todas tus heridas.





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La precaución del leproso hizo estremecer a


Covenant.


—¿Barro? Lo que necesito es jabón, no más


porquería.



—Esto es marga antilesiones —repitió Lena—.


Es para curar.


Se acercó más y le ofreció el barro. Covenant


creyó percibir diminutos destellos dorados en


aquella masa. Se quedó mirándola con expresión


vacía, confuso ante la idea de aplicar barro a sus


cortes.



—Tienes que usarlo —insistió la muchacha—.


Sé lo que es. ¿No comprendes? Es marga


antilesiones. Escucha, mi padre es Trell,


gravanélico del rhadhamaerl. Trabaja con las


piedras de fuego, y deja la curación a los curadores.


Pero es un rhadhamaerl. Entiende de rocas y suelos.


Y me enseñó a cuidar de mí misma cuando es


necesario. Me enseñó los signos de la marga y los


lugares donde se encuentra. Es tierra curativa.



Debes usarla.


¿Barro? Covenant la miró furioso. ¿Barro en sus


cortes y rasguños? ¿Quería acaso dejarlo inválido?


Antes de que pudiera impedírselo, Lena se


arrodilló frente a él y aplicó un puñado de barro a


su rodilla desnuda. Con aquella mano libre,





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extendió la marga marrón a lo largo de la espinilla.


Luego recogió el resto y lo aplicó a la otra rodilla y


espinilla. Mientras el barro permanecía en sus


piernas, el brillo dorado del barro pareció



intensificarse.


La tierra húmeda era suave y refrescante, y


parecía acariciar sus piernas tiernamente,


absorbiendo el dolor de los golpes. Covenant la


observó atentamente. El alivio de aquella sustancia


le llegaba hasta los huesos, produciéndole un


placer que jamás había sentido antes. Aturdido,



abrió sus manos a Lena y dejó que extendiera la


marga sobre todos sus cortes y rasguños.


Al instante la sensación de alivio empezó a


recorrerle a través de muñecas y codos. Y empezó


a notar en las palmas un extraño cosquilleo, como


si el barro se aventurase más allá de sus cortes,


hasta los nervios, para tratar de reanimarlos. Notó


un cosquilleo similar en el empeine de los pies.


Contempló el barro y sus minúsculos destellos con



una especie de reverente temor.


La marga se secó con rapidez, y el brillo se


fundió con la tonalidad marrón. Poco después,


Lena se lo quitó de las piernas. Entonces Covenant


vio que los moratones casi habían desaparecido...


Estaban en las últimas etapas de la curación, y eran





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de un amarillo desvaído. Introdujo las manos en la


corriente, quitándose el barro, y se miró los dedos.


No presentaban ninguna herida. También las


muñecas estaban curadas, y las raeduras de los



brazos habían desaparecido por completo.


Covenant estaba tan sorprendido que sólo podía


mirarse las manos, boquiabierto, y preguntarse de


nuevo qué diablos le estaba ocurriendo.


—Eso es imposible —susurró tras un largo


silencio.


Por toda respuesta, Lena le sonrió jovialmente.



—¿Qué es lo que encuentras tan divertido?


—Necesito jabón, no más porquería —dijo ella,


tratando de imitar su tono. Luego, una franca risa


acompañó a su mirada levemente burlona.


Pero Covenant estaba demasiado sorprendido


para reaccionar.


—En serio. ¿Cómo es posible que ocurra esto?


Lena bajó la mirada y le habló en su tono


sosegado.



—En la Tierra hay poder... poder y vida. Debes


saberlo. Mi madre, Atiaran, dice que las cosas


como la marga antilesiones, semejantes poderes y


misterios, están todos en la Tierra..., pero estamos


ciegos porque no usamos las cosas en común, no lo


compartimos todo, con el Reino y entre nosotros.





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—¿Hay más... más cosas como ésta?


—Muchas, pero yo sólo conozco algunas de


ellas. Si viajas hasta el Consejo, es posible que los


Amos te lo enseñen todo. Pero ven —se incorporó



con un pequeño salto—. Aquí hay otra cosa.


¿Tienes hambre?


Como espoleado por la pregunta, notó una


impresión de vaciedad en el estómago. ¿Desde


cuándo no comía nada? Se bajó las perneras de los


pantalones y las mangas, y se levantó. Su sorpresa


aumentó al darse cuenta de que los dolores de sus



músculos casi habían desaparecido del todo.


Incrédulo, meneó la cabeza y siguió a Lena hacia


un lado del valle.


La muchacha se detuvo bajo la sombra de los


árboles, junto a un arbusto nudoso que le llegaba


hasta la cintura. Sus hojas puntiagudas se


extendían como las del acebo, pero tenía unas


pequeñas flores de color verde cromo, y anidados


bajo algunas de las hojas había apretados racimos



de frutos verdiazules, del tamaño de arándanos.


—Esto es aliantha —dijo Lena—. Las llamamos


bayas‐tesoro. —Arrancó un racimo, comió cuatro o


cinco bayas y arrojó los huesos tras ella—. Se dice


que una persona puede recorrer el Reino, a todo lo


largo y ancho, comiendo sólo bayas‐tesoro, y





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volver a casa más fuerte y mejor alimentado que


antes. Son un gran regalo de la Tierra. Florecen y


dan fruto en todas las estaciones. No hay ninguna


parte del Reino donde no crezcan, excepto, quizás,



al este, en las Llanuras Estragadas. Y son las más


duras de todas las cosas que crecen, las últimas en


morir y las primeras en crecer de nuevo. Todo esto


me lo dijo mi madre, como parte de la ciencia de


nuestro pueblo. Come —le dijo a Covenant,


ofreciéndole un puñado de bayas—. Come y


extiende las semillas sobre la Tierra, de manera que



pueda florecer la aliantha.


Pero Covenant no hizo ademán alguno de tomar


el ofrecimiento. Estaba sumido en su sorpresa,


haciéndose preguntas sin posible respuesta sobre


los extraños poderes de aquel Reino. De momento,


no hizo caso de los peligros a que estaba expuesto.


Lena vio su mirada perdida, tomó una baya y se


la puso en la boca. Por reflejo, Covenant rompió la


piel con los dientes. Al instante se le llenó la boca



con un sabor ligero y dulce como de un melocotón


maduro, levemente mezclado con sal y lima. Poco


después comía ávidamente, y de vez en cuando se


acordaba de escupir los huesos.


Comió hasta que no pudo encontrar más frutos


en aquel arbusto, y entonces miró a su alrededor,





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en busca de otro. Pero Lena le colocó una mano en


su brazo para detenerle.


—Las bayas‐tesoro son un alimento fuerte —le


dijo—. No necesitas muchas. Y saben mejor si las



comes lentamente.


Pero Covenant aún tenía apetito. No recordaba


haber deseado jamás un alimento como ahora


deseaba aquella fruta... Las sensaciones de comer


nunca habían sido tan vívidas, tan impulsivas.


Apartó bruscamente su brazo, como si tuviera


intención de golpearla, pero de súbito se contuvo.



Le estaba sucediendo algo extraño. ¿Qué era


aquello?


Antes de que pudiera encontrar una respuesta,


fue consciente de otra sensación: una modorra


invencible. En un instante pasó casi sin transición


del apetito a un enorme bostezo que le hizo parecer


lleno de fatiga. Trató de volverse y tropezó.


—La marga antilesiones tiene este efecto —


decía Lena—, pero no esperaba que ocurriera.



Cuando las heridas son muy graves, la marga


produce sueño para acelerar la curación. Pero los


cortes en las manos no son graves. ¿Tienes otras


heridas que no me has mostrado?


Covenant bostezó de nuevo, mientras pensaba:


«Sí, estoy mortalmente enfermo.»





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Antes de caer sobre la hierba ya estaba dormido.


Cuando empezó a despertarse lentamente, lo


primero de lo que tuvo conciencia fue de que su


cabeza se apoyaba en los firmes muslos de Lena.



Gradualmente percibió otras cosas: la sombra del


árbol profusamente adornado con los reflejos del


sol poniente, el aroma de los pinos, el murmullo


del viento, la espesa hierba que acunaba su cuerpo,


el sonido de una melodía, el cosquilleo irregular


que percibía a intervalos en sus palmas, como un


atavismo..., pero el calor de su mejilla sobre el



regazo de Lena parecía más importante. De


momento, su único deseo era estrechar a Lena


entre sus brazos y hundir el rostro entre sus


muslos. Resistió la tentación escuchando su


melodía, que cantaba en un tono dulce y algo


ingenuo:




Algo hay en la belleza


que crece en el alma del espectador


como una flor:


frágil...


pues muchas son las plagas


que pueden destruir la belleza


o al espectador...



e imperecedero,







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pues la belleza puede morir,


o el espectador puede morir,


o el mundo puede morir,


pero el alma en la que crece la flor



sobrevive.



Su voz le envolvió en un grato hechizo al que no


quería poner fin. Tras una pausa, llena del aroma


de los pinos y la brisa susurrante, le dijo en voz



baja:


—Eso me gusta.


—¿De veras? Me alegro. La compuso Tomal el


experto en el arte de la piedra, para la danza


cuando se casó con Imoiran, hija de Moiran. Pero a


menudo la belleza de una canción está en la


melodía, y yo no sé cantar. A lo mejor, esta noche



Atiaran, mi madre, cantará para la pedraria.


Entonces oirás una verdadera canción.


Covenant no respondió. Permaneció tendido,


deseando sólo permanecer en aquella posición


todo el tiempo que pudiera. El cosquilleo de sus


palmas parecía impulsarlo a abrazar a Lena, y


permaneció inmóvil, gozando del deseo y


preguntándose si se atrevería a hacerlo.


Entonces ella comenzó a cantar de nuevo. La



melodía le resultó a Covenant familiar, y oyó tras







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ella el rumor de unas alas oscuras. De repente, se


dio cuenta de que era muy parecida a la melodía


de «Muchacho de Oro».


Recordó que caminaba por la acera hacia las



oficinas de la compañía telefónica, la compañía Bell


—aquel nombre estaba escrito en letras doradas


sobre la puerta—, para pagar su factura en


persona.


Como movido por un resorte, se separó del


regazo de Lena y se puso en pie. Una niebla de


violencia le ofuscaba la vista.



—¿Qué canción es ésa? —le preguntó


ásperamente.


—No es ninguna canción —respondió Lena,


sorprendida—. Sólo trataba de componer una


melodía. ¿Está mal?


El tono de su voz lo tranquilizó. El inesperado


acceso de ira parecía haber conmocionado a la


muchacha. No supo qué decirle, y la niebla se


disipó. Pensó que no debía hacerle pagar a ella por



su aflicción. Tendió las manos a la muchacha y la


ayudó a levantarse. Trató de sonreír, pero en su


rostro rígido sólo se dibujó una mueca.


—¿Adónde vamos ahora?


Lentamente desapareció la expresión dolida en


el rostro de Lena.





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—Eres extraño, Thomas Covenant —le dijo.


—No sabía que lo era tanto —replicó él con


ironía.


Permanecieron un momento mirándose a los



ojos. Luego, Lena lo sorprendió al sonrojarse y


retirar sus manos.


—Iremos a la pedraria —dijo con una nueva


excitación en su voz—. Asombrarás a mis padres.


Se volvió alegremente y echó a correr por el


valle.


Corrió con agilidad, ligereza y gracia, y



Covenant la siguió con la mirada, mientras


reflexionaba en los extraños nuevos sentimientos


que se agitaban en él. Tuvo la inesperada sensación


de que aquel Reino podría ofrecerle algún hechizo


que le permitiría conjurar su impotencia, un


renacimiento al que podría aferrarse aun después


de haber recobrado el conocimiento, después de


que el Reino y todas sus alocadas implicaciones se


hubieran desvanecido entre los miasmas de los



sueños semirecordados. Semejante esperanza no


requería que el Reino fuera real, físicamente


verdadero e independiente de su propio


inconsciente, una incontrolada urdimbre de


sueños. No, la lepra era una enfermedad incurable,


y si no moría de resultas del accidente, tendría que





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seguir viviendo con su dolencia. Pero un sueño


podía curar otras aflicciones. Sí, podía hacerlo. Fue


en pos de Lena, con paso vivo y el deseo bullendo


en sus venas.



A lo lejos, el sol se ponía y dejaba en sombras la


mitad inferior del valle. Pudo ver a Lena delante de


él, haciéndole señales, y él la siguió junto al arroyo,


gozando de la suavidad del césped bajo sus pies al


andar. De algún modo se sentía más alto que antes,


como si la marga antilesiones le hubiera hecho algo


más que curar sus cortes y rasguños. Al



aproximarse a Lena, le pareció ver en ella ciertos


detalles por primera vez, la delicadeza de sus


orejas cuando el cabello oscilaba detrás de ellas, la


forma en que el suave tejido de su túnica se adhería


a sus senos y caderas, su delgada cintura. Aquella


visión hizo que aumentara el cosquilleo que sentía


en las palmas.


Ella le sonrió, y siguió andando junto al arroyo


hasta salir del valle. Avanzaron por un tortuoso



desfiladero entre escarpados muros de roca, que se


alzaban por encima de ellos hasta que la estrecha


abertura del cielo quedaba a decenas de metros de


distancia. La senda era rocosa, y Covenant tenía


que mirarse constantemente los pies para


mantener el equilibrio. El esfuerzo parecía





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aumentar la longitud del desfiladero, pero tras


recorrer unos doscientos metros llegaron a una


grieta que ascendía a la derecha, apartándose del


arroyo. Treparon a la grieta y la recorrieron. Pronto



llegaron a una parte llana desde la que se iniciaba


el descenso. La pendiente se extendió largo trecho,


pero se curvaba tanto que Covenant no podía ver


adonde se dirigía.


Llegaron por fin a una última curva y al final de


la grieta. Lena y Covenant se encontraron en la


vertiente de la montaña, muy por encima del valle



fluvial. Miraban al oeste, directamente al sol


poniente. El río apareció entre las montañas, a su


izquierda, adentrándose en las llanuras que tenían


a la derecha. Un ramal de la cordillera cruzaba el


valle, pero pronto terminaba para dar paso a las


llanuras del norte.


—Ahí está el río Mithil —dijo Lena—. Y allí la


pedraria Mithil. —Covenant vio un pequeño


conglomerado de chozas al norte de él, en el lado



oriental del río—. No hay demasiada distancia —


prosiguió Lena—, pero el camino discurre por el


valle y luego sigue el río. El sol se habrá puesto


cuando lleguemos a nuestra pedraria. Ven.


Covenant miró la pendiente de la montaña,


todavía a más de seiscientos metros por encima del





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valle, y sintió de nuevo un asomo de vértigo, pero


lo dominó y siguió a Lena hacia el mar. La


pendiente fue suavizándose y pronto el camino


discurrió entre ondulaciones cubiertas de hierba,



tras severos contrafuertes rocosos, a través de


vallecitos y barrancos, por laberintos de grandes


piedras despeñadas. Y a medida que la senda


bajaba, la atmósfera era más densa, más tibia y


menos cristalina. Los olores variaron lentamente,


se volvieron más crudos. Los pinos y álamos


cedieron el paso a las praderas margosas.



Covenant notó que podía percibir cada gradación


del cambio, cada matiz a medida que disminuía la


altura. Gracias a la excitación que le producía aquel


revivir de sus sentidos, el descenso fue rápido.


Antes de que hubiera tenido tiempo de cansarse


entre las montañas, el sendero rodeó una larga


colina, llegó al río y se dirigió al norte, siguiendo la


dirección de la corriente.


El Mithil era estrecho y turbulento en el lugar en



que el camino llegaba a él. Parecía hablar


velozmente consigo mismo, en un tono lleno de


resonancias y rumores. Pero al acercarse a las


llanuras, se ensanchaba y se volvía más lento, más


filosófico en su despacioso monólogo. Pronto su


voz dejó de llenar el aire, contándose sosegado su





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largo cuento mientras se deslizaba en busca del


mar.


Bajo el hechizo del río, Covenant fue


adquiriendo más conciencia de la tranquilizadora



solidez del Reino. No era un intangible paisaje de


ensueño, sino algo concreto, susceptible de


comprobación. Aquello era una ilusión,


naturalmente, un truco de su mente atormentada y


afligida. Pero resultaba curiosamente consolador.


Parecía prometerle que no se dirigía hacia el horror


y el caos, que aquel Reino era coherente, razonable,



que cuando hubiera dominado sus leyes, sus


hechos peculiares, sería capaz de viajar sano y


salvo por el sendero de su sueño, y mantener su


asidero en la cordura. Tales pensamientos casi le


hicieron sentirse audaz mientras seguía la ágil


espalda de Lena, sus atractivas caderas ondulantes.


Mientras desconocidas emociones asaltaban a


Covenant, el valle del Mithil quedó envuelto en las


sombras. El sol cruzó por detrás de las montañas



occidentales, y aunque la luz aún brillaba en las


llanuras distantes, un delgado velo de oscuridad


iba espesándose en el valle. Mientras lo observaba,


el borde de la sombra se extendió hacia la montaña


que tenía a la derecha, escalando como una marea


hambrienta las orillas del día. En medio del





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crepúsculo, Covenant sintió que el peligro que


corría se deslizaba furtivamente, acercándose más


a él, pero no sabía qué peligro era.


Entonces la oscuridad cubrió la última hilera de



montañas, y empezó a desvanecerse el resplandor


sobre las llanuras.


Lena se detuvo, tocó el brazo de Covenant y


señaló.


—Mira —le dijo—. Ahí está la pedraria Mithil.


Estaban en lo alto de una colina alargada y baja,


a cuyo pie se reunían los edificios del pueblo.



Covenant pudo ver las casas con toda claridad,


aunque ya había luces que brillaban débilmente


tras algunas ventanas. Con excepción de un gran


círculo en el centro del pueblo, la pedraria parecía


dispuesta de manera tan caprichosa como si


hubiera caído de la montaña hacía poco tiempo.


Pero esta impresión era contrarrestada por la


pulcritud de las paredes de piedra y los tejados


planos. Cuando miró más de cerca, Covenant vio



que la pedraria no estaba desorganizada, sino que


todos los edificios miraban hacia el centro.


Todos los edificios constaban de una sola


planta, y todos eran de piedra, con losas de roca


planas a modo de tejado, pero variaban


considerablemente de tamaño y forma. Algunos





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eran redondos, otros cuadrados o rectangulares, y


otros aun tan irregulares de arriba abajo que más


parecían grandes pedruscos achaparrados que


edificios.



Cuando emprendieron la bajada hacia la


pedraria, Lena dijo a Covenant:


—Cinco veces un centenar de personas de las


Llanuras Meridionales viven aquí: rhadhamaerl,


pastores, cuidadores de ganado, granjeros, y los


expertos en artes. Pero sólo Atiaran, mi madre, ha


estado en la Raat. —Extendió el brazo, señalando



un lugar, y añadió—: El hogar de mi familia está


allí, es la casa más cercana al río.


Juntos, ella y Covenant entraron en la pedraria


y fueron a su casa.


















































118

VI





LA LEYENDA DE BEREK MEDIAMANO








La oscuridad aumentaba en el valle. Los pájaros



se reunían para pasar la noche en los árboles de las


laderas. Trinaron y se llamaron enérgicamente


durante un rato, pero pronto su estrépito remitió


para ser sustituido por un murmullo sosegado y


satisfecho. Cuando Lena y Covenant pasaron tras


las casas exteriores de la pedraria, pudieron oír de


nuevo el río que monologaba a lo lejos. Lena



callaba, como si contuviera cierta inquietud o


agitación, y Covenant estaba demasiado inmerso


en los sonidos crepusculares que oía a su alrededor


para decir nada. La noche parecía llena de suaves


contactos, mitigadores de la soledad entre las


sombras. Llegaron en silencio al hogar de Lena.


Era un edificio rectangular, mayor que la


mayoría de los que formaban la pedraria, pero con


el mismo brillo en las paredes. Una cálida luz



amarilla irradiaba de las ventanas. Cuando Lena y


Covenant se aproximaron, una gran figura cruzó


ante una de las ventanas y se dirigió a una


habitación más alejada.







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Lena se detuvo en la esquina de la casa, cogió la


mano de Covenant y se la apretó antes de


conducirle al umbral.


La entrada estaba cubierta con una pesada



cortina. Lena la corrió a un lado e hizo pasar a su


acompañante. Covenant echó un vistazo a su


alrededor. Observó que la habitación en la que


habían entrado ocupaba toda la longitud de la casa,


pero tenía dos puertas con cortinas, una en cada


pared. En el centro había una mesa de piedra y


bancos, con espacio suficiente para seis u ocho



personas, pero la estancia era lo bastante grande


para que la mesa no dominara el lugar.


Alrededor de las paredes había estantes tallados


en la roca, llenos de recipientes de cerámica y


utensilios. La utilidad de algunos de ellos en la


cocina y el comedor era evidente, y otros tenían


funciones que Covenant no podía adivinar. Junto a


las paredes había varios taburetes de piedra. La


cálida luz amarilla llenaba la estancia, brillando en



las suaves superficies y reflejando peculiares


colores y texturas de la piedra.


La luz procedía de unas llamas que surgían de


varios recipientes de piedra, uno en cada rincón de


la estancia y otro en el centro de la mesa, pero las


llamas no oscilaban, y la luz era tan firme como la





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piedra de las vasijas. Flotaba un tenue olor, como


de tierra recién removida.


Tras un rápido vistazo alrededor de la


habitación, Covenant dirigió su atención al



extremo de ésta. Allí, sobre una losa de piedra


adosada a la pared, había un enorme recipiente de


granito, la mitad de alto que un hombre. Y junto al


recipiente, escudriñando atentamente su


contenido, había un hombre alto y corpulento


como una columna, sólido como un pedrusco.


Estaba de espaldas a Lena y Covenant, y no pareció



percatarse de su presencia. Llevaba una túnica


corta de color marrón y unos pantalones también


marrones bajo ella, pero el dibujo de hojas bordado


en los hombros era idéntico al de Lena. Bajo la


túnica, sus músculos macizos se agrupaban y


distendían mientras hacía girar el recipiente.


Parecía enormemente pesado, pero a Covenant casi


le pareció que el hombre sería capaz de alzarlo


sobre su cabeza para verter el contenido.



Encima del recipiente había una sombra que la


brillantez de la estancia no podía penetrar, y


durante algún tiempo el hombre contempló la


oscuridad, estudiándola mientras hacía girar el


recipiente. Entonces empezó a cantar. Lo hacía en


voz demasiado baja para que Covenant pudiera





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comprender las palabras, pero le pareció que aquel


sonido era una especie de invocación, como si el


contenido del recipiente fuera poderoso. Durante


unos momentos no sucedió nada. Luego la sombra



empezó a palidecer. Al principio, Covenant pensó


que la luz de la estancia había cambiado, pero


pronto vio una nueva iluminación que surgía del


recipiente. El resplandor aumentó, se hizo más


intenso y al final brilló con tal intensidad que las


demás luces parecieron mortecinas.


Musitando unas palabras finales sobre su obra,



el hombre se enderezó y se volvió a los recién


llegados. Bajo la nueva luz, parecía más alto y


corpulento que antes, como si las extremidades, los


hombros y el pecho extrajeran fuerza de la luz.


Tenía la frente enrojecida a causa del calor que


emanaba del recipiente. Al ver a Covenant se


sobresaltó, y su mirada se volvió inquisitiva,


mientras con la mano derecha se tocaba la espesa


barba rojiza. Entonces extendió la mano, con la



palma hacia adelante, en dirección a Covenant, y se


dirigió a Lena:


—Bien, hija, traes un huésped. Pero recuerda


que nuestra hospitalidad está hoy a tu cargo.


La extraña energía de un momento antes había


desaparecido de su voz. Parecía un hombre que no





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hablaba mucho con la gente. Pero aunque trataba a


su hija con severidad, parecía esencialmente


tranquilo.


—Ya sabes que hoy he prometido más gravanel,



y Atiaran, tu madre, está ayudando a traer al


mundo al nuevo hijo de Odona de Murrin. Al


huésped le ofenderá nuestra hospitalidad, sin una


comida dispuesta para acogerle al final de la


jornada.


Sin embargo, mientras reprendía a Lena,


escudriñaba cautelosamente a Covenant.



Lena inclinó la cabeza, y Covenant estuvo


seguro de que lo hacía para contentar a su padre.


Pero un instante después, cruzó corriendo la


estancia y abrazó al hombretón, el cual le sonrió


con dulzura. Entonces, volviéndose hacia


Covenant, Lena anunció:


—Trell, padre mío, traigo un extraño a la


pedraria. Le encontré en la Atalaya de Kevin.


Mientras hablaba, los ojos le brillaban, aunque



trataba de mantener un tono de voz formal.


—Ya veo —respondió Trell—. Un extraño. Y me


pregunto qué le habrá llevado a ese inhóspito


lugar.


—Luchó con una nube gris —le dijo Lena.


Covenant miró a aquel hombre grande y





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robusto, cuyo brazo lleno de músculos nudosos


descansaba con firme suavidad sobre el hombro de


Lena, y esperó que se echara a reír ante la absurda


sugerencia de un hombre que luchaba con una



nube. Trell permaneció imperturbable, como una


afirmación de sentido común que reducía la


pesadilla del Execrable a su propia irrealidad. Por


eso Covenant quedó desconcertado al oír que Trell


preguntaba con toda seguridad:


—¿Quién fue el vencedor?


La pregunta obligó a Covenant a reconsiderar



su situación. No estaba preparado para hablar de


su absurdo encuentro con el Amo Execrable, pero


al mismo tiempo tuvo la vaga seguridad de que no


podía mentirle a Trell.


—Pude sobrevivir —respondió con dificultad,


sintiendo la garganta seca.


Trell permaneció un momento en silencio, pero


Covenant notó que su respuesta había aumentado


la inquietud del hombre. Desvió la mirada un



instante y luego la posó de nuevo en Covenant.


—Ya veo. ¿Y cómo te llamas, extraño?


Lena se adelantó a Covenant, sonriéndole y


respondiendo por él.


—Thomas Covenant. Covenant de la Atalaya de


Kevin.





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—¿Qué es esto, muchacha? —dijo Trell—. ¿Eres


profeta y puedes hablar por alguien superior a ti?


—Y, volviéndose a Covenant—: Bien, Thomas


Covenant de la Atalaya de Kevin, ¿tienes otros



nombres?


Covenant estaba a punto de responder


negativamente cuando se percató del interés con


que Lena aguardaba su respuesta. Permaneció un


momento silencioso. Percibió que su persona


emocionaba tanto a la muchacha como si fuera el


mismo Berek Mediamano, y que en su anhelo de



misterios y poderes, su mundo de Amos que lo


sabían todo y batallas en las nubes, su condición de


extraño y su aparición inexplicable en la Atalaya le


presentaban a los ojos de la muchacha como una


personificación de grandes acontecimientos


ocurridos en un pasado heroico. Covenant


comprendió de repente el mensaje de la mirada de


Lena: llena de curiosidad y emoción se aferraba a


la esperanza de que él se le revelaría, le daría algún



indicio de su alta condición para satisfacer su


juvenil ignorancia.


La idea produjo en su mente extrañas


reverberaciones. No estaba acostumbrado a tales


halagos, y experimentó una sensación desconocida


hasta entonces: la de las posibilidades que se abrían





125

ante él. Buscó rápidamente algún sonoro título que


arrogarse, algún nombre con el que pudiera


complacer a Lena sin engañar a Trell. Y entonces


tuvo una inspiración.



—Thomas Covenant —dijo como si se


enfrentara a un reto—. El Incrédulo.


Al instante se dio cuenta de que con aquel


nombre se había comprometido a algo más de lo


que ahora podía medir. Su acción hizo que se


sintiera presuntuoso, pero Lena le recompensó con


una resplandeciente mirada, y Trell aceptó el



nombre que le había dado con semblante grave.


—Bien, Thomas Covenant. Eres bienvenido a la


pedraria Mithil. Por favor, acepta la hospitalidad


de esta casa. Ahora he de ir a entregar el gravanel,


como prometí. Quizás Atiaran, mi esposa, regrese


pronto. Y si le insistes un poco, quizá Lena


recuerde que puede ofrecerte un refrigerio


mientras estoy ausente.


Mientras hablaba, Trell se volvió hacia el



recipiente de piedra. Lo rodeó con los brazos y lo


levantó. Las llamas rojas y doradas se reflejaron en


el cabello y la barba del hombre que se dirigió con


el recipiente al umbral. Lena se le adelanto


corriendo para correr la cortina, y Trell salió, no sin


que antes Covenant hubiera tenido un atisbo del





126

contenido de la gran vasija. Estaba llena de piedras


pequeñas y redondas, como grava fina, y parecían


arder.


—Por todos los diablos —musitó Covenant—.



¿Cuánto pesa eso?


—Tres hombres no bastan para levantar la vasija


—replicó Lena con orgullo—. Pero cuando el


gravanel arde, mi padre puede alzarla con


facilidad. Es un gravanélico del rhadhamaerl, y


conoce a fondo la ciencia de la piedra.


Covenant permaneció un momento inmóvil,



contemplando el lugar por donde había salido el


hombre, asombrado por su fuerza.


—Ahora debo servirte sin falta —le dijo Lena—


. ¿Quieres lavarte o bañarte? ¿Estás sediento?


Tenemos buen vino de primavera.


La voz de la muchacha sacó a Covenant de su


pasmo. Su desconfianza instintiva ante lo que veía


podría disiparse al constatar que él tenía un poder


propio. Aquel mundo le aceptaba, le concedía



importancia. Las personas como Trell y Lena


estaban dispuestas a tomarle tan en serio como


quisiera. Todo lo que tenía que hacer era seguir el


juego, recorrer el camino de su sueño hacia Piedra


Deleitosa, fuera eso lo que fuere. La perspectiva le


hizo sentir vértigo. Llevado por el impulso del





127

momento, decidió participar en su propia


importancia, disfrutarla mientras durase.


A fin de contener el torrente de nuevas


emociones, le dijo a Lena que le gustaría lavarse.



Ella corrió una cortina y le hizo pasar a otra


cámara. Allí, de un caño en la pared, brotaba agua


continuamente. Una válvula deslizante dirigía el


agua a una pila o a una gran bañera, ambas de


piedra. Lena le mostró una arena muy fina que


podía usar a modo de jabón, y le dejó a solas. El


agua estaba fría, pero él sumergió las manos y la



cabeza con verdadero entusiasmo.


Después de lavarse, miró a su alrededor en


busca de una toalla, pero no encontró ninguna.


Entonces probó a colocar una mano sobre el


recipiente cuyo resplandor iluminaba la estancia.


La cálida luz amarilla secó sus dedos al instante, y


Covenant se inclinó sobre la vasija, se restregó la


cara y el cuello para eliminar el agua y pronto


incluso su cabello estuvo seco. Por la fuerza de la



costumbre, practicó la OVE, examinando las


marcas casi invisibles de los cortes en sus manos.


Luego apartó la cortina y entró en la cámara


principal.


Otra mujer estaba con Lena, y oyó que ésta le


decía:





128

—Y dice que no sabe nada de nosotros.


Entonces la otra mujer lo miró, y él supuso en


seguida que era Atiaran. El dibujo de hojas en los


hombros de su larga túnica marrón parecían ser



una clase de emblema familiar, pero Covenant no


necesitaba tales indicios para ver la familiaridad en


la manera con que la mujer tocaba el hombro de


Lena, o las similitudes de sus gestos. Pero mientras


que Lena tenía una figura grácil y esbelta, con la


suavidad y la frescura de la juventud, Atiaran era


físicamente una mujer compleja, no exenta de



contradicciones. No faltaba suavidad a su figura


plena, pero daba la impresión de que resultaba un


obstáculo para la gran fuerza de la experiencia que


atesoraba, como si soportara su cuerpo gracias a


una antigua y difícil tregua. Y en su rostro se


reflejaban las señales de aquella tregua. La frente


parecía prematuramente arrugada, y sus ojos


grandes y de mirada profunda parecían vueltos


hacia su interior, a un pesado campo de batalla



sembrado de dudas y reconciliaciones vacilantes.


Mientras la miraba, al otro lado de la mesa de


piedra, Covenant recibió una doble impresión. Por


un lado, de una intensa preocupación: el resultado


de saber y temer más que sus semejantes, y por otro


lado, de una belleza abstraída que podría avivar su





129

rostro si sólo sonriera.


Tras una breve vacilación, la mujer mayor se


llevó la mano al pecho y luego la levantó hacia


Covenant, como había hecho Trell.



—Salve, huésped, sé bienvenido. Yo soy Atiaran


de Trell. He hablado con Trell y con Lena, mi hija.


No necesitas presentarte a mí, Thomas Covenant.


Considérate en tu casa.


Recordando sus modales, y la decisión que


acababa de tomar, Covenant respondió:


—Es un honor.



Atiaran se inclinó ligeramente.


—Aceptar lo que se ofrece honra a quien lo da,


y la cortesía es siempre bien recibida. —Entonces


pareció dudar de nuevo, como si estuviera


insegura de lo que debía decir. Covenant observó


el regreso a su mirada de antiguos conflictos, y


pensó que aquella mirada tendría un poder


extraordinario si no estuviera tan ensimismada.


Pero la mujer llegó pronto a una decisión y dijo—:



No es costumbre de nuestro pueblo abrumar a un


huésped con penosas preguntas antes de comer.


Pero la comida no está dispuesta —miró a Lena—


y tú eres un extraño para mí, Thomas Covenant,


extraño e inquietante. Quisiera poder hablar


contigo mientras Lena prepara la comida que





130

tenemos. Pareces tener una necesidad que no


puede esperar.


Covenant se encogió evasivamente de hombros.


Sintió una cierta inquietud ante el inminente



interrogatorio, y se preparó para responder a las


preguntas procurando no perder el equilibrio que


había obtenido.


Durante la pausa que siguió, Lena empezó a


moverse por la estancia. Fue a los estantes para


coger fuentes y escudillas para la mesa, y dispuso


algunos platos sobre una losa de piedra, calentada



por debajo por una bandeja de gravanel. Mientras


trabajaba, miraba a menudo a Covenant, pero éste


no siempre se daba cuenta, pues Atiaran atraía su


atención.


—Apenas sé por donde comenzar —musitó ella,


insegura—. Ha pasado mucho tiempo, y sé muy


poco de lo que los Amos saben. Pero lo que tengo


debe bastar. Nadie aquí puede ocupar mi lugar. —


Enderezó los hombros—. ¿Puedo ver tus manos?



Recordando la reacción inicial de Lena,


Covenant alzó la mano derecha.


Atiaran rodeó la mesa hasta que estuvo lo


bastante cerca para poder tocarlo, pero no lo hizo,


sino que escrutó su rostro.


—Mediamano, como ha dicho Trell. Y algunos





131

dicen que Berek Amigo de la Tierra, Corazón


Fuerte y Padre Fundador, regresará al Reino


cuando se le necesite. ¿Sabes estas cosas?


—No —respondió ásperamente Covenant.



—Enséñame la otra mano —pidió Atiaran sin


dejar de mirarle el rostro.


Perplejo, alzó la mano izquierda. La mujer bajó


la vista y, al verla, se sobresaltó y retrocedió,


mordiéndose el labio. Por un instante pareció


inexplicablemente aterrada, pero se dominó y, con


un leve temblor en la voz, le preguntó:



—¿De qué metal está hecho ese anillo?


—¿Qué? ¿Esto?


La reacción de su anfitriona sorprendió a


Covenant, y los recuerdos se mezclaron


confusamente en su mente. Recordó a Joan


diciendo «con este anillo te desposo», y al mendigo


de la túnica ocre que le pedía «sé sincero». Notó


que la oscuridad lo amenazaba. Y cuando


respondió: «Es oro blanco», le pareció que era otro



el que respondía, alguien que no tenía nada que ver


con la lepra y el divorcio.


Atiaran gimió y se apretó las sienes con las


manos, como aquejada de su súbito dolor. Pero de


nuevo logró dominarse y reunir un poco de valor.


—Sólo yo en la pedraria Mithil conoce lo que eso





132

significa —le dijo—. Ni siquiera Trell posee este


conocimiento. Y lo que yo sé es demasiado poco.


Responde, Thomas Covenant... ¿Es verdadero?


Covenant pensó amargamente que debería



haberlo tirado. Un leproso no tiene derecho a ser


sentimental.


Pero el nerviosismo de Atiaran atrajo de nuevo


su atención hacia ella. Tuvo la impresión de que


aquella mujer sabía más que él acerca de lo que le


estaba ocurriendo, que se internaba en un mundo


que, de alguna manera turbia y siniestra, había sido



hecho a su medida. Notó que crecía en él su antigua


cólera.


—Claro que es verdadero —dijo bruscamente—


. ¿Qué te ocurre? No es más que un anillo.


—Es oro blanco.


La réplica de Atiaran pareció tan desconsolada


como si acabara de sufrir una desgracia.


—¿Y qué? —preguntó él sin comprender lo que


trastornaba a la mujer—. No significa nada. Joan...



Joan lo prefirió al oro amarillo, pero aquello no


le impidió que se divorciara de él.


—Es oro blanco —repitió Atiaran—. Los Amos


cantan una antigua canción relacionada con la


ciencia arcana. Se refiere al que lleva oro blanco.


Sólo recuerdo una parte. Dice así:





133

Y aquel que esgrime blanco y bárbaro oro mágico


es una paradoja...


pues lo es todo y es nada,


héroe y loco...



poderoso, desamparado...


y con la única palabra de verdad o traición,


salvará o condenará la Tierra


porque es loco y cuerdo,


frío y apasionado,


perdido y hallado.




¿Conoces la canción, Covenant? No hay oro


blanco en el Reino. El oro jamás se ha encontrado


en la Tierra, aunque se dice que Berek lo conocía, y


compuso las canciones. Tú vienes de otro lugar.


¿Qué terrible propósito te trae aquí?



Covenant notó que la mujer le escrutaba en


busca de algún defecto, alguna falsedad con que


refutar su miedo. Covenant se puso rígido. «Tienes


poder, le había dicho el Despreciativo, una magia


impetuosa... Nunca sabrás qué es.» La idea de que


su alianza matrimonial era una especie de talismán


le repugnó, como el olor penetrante de la esencia


de rosas. Sintió un salvaje deseo de gritar que nada


de aquello estaba ocurriendo. Pero sólo sabía una



respuesta aceptable: no pienses en ello, sigue







134

recorriendo el camino, sobrevive. Y se enfrentó a


Atiaran en su propio terreno.


—Todos los propósitos son terribles. Tengo un


mensaje para el Consejo de los Amos.



—¿Qué mensaje? —le preguntó ella.


Tras un instante de vacilación, Covenant dijo


con voz ronca:


—El Asesino Gris ha vuelto.


Al oír a Covenant pronunciar aquel nombre,


Lena dejó caer al suelo la escudilla de cerámica que


sostenía y corrió a refugiarse entre los brazos de su



madre.


Covenant se quedó mirando la vasija rota. El


líquido que había contenido brillaba sobre el


pulido suelo de piedra.


—¿Cómo lo sabes? —preguntó Atiaran con voz


entrecortada por el terror.


Él la miró y vio que las dos mujeres se


abrazaban como niños amenazados por el demonio


de sus peores sueños. ¡Impuro paria leproso!,



pensó amargamente. Pero mientras la miraba,


Atiaran pareció reponerse. Apretó las mandíbulas,


y su mirada se endureció. A pesar del temor que


sentía, era una mujer fuerte que consolaba a su hija.


—¿Cómo lo sabes? —le preguntó de nuevo.


Covenant se puso a la defensiva y replicó:





135

—Me enfrenté a él en la Atalaya de Kevin.


—¡Ay de nosotros! —gritó la mujer, abrazando


a Lena—. ¡Ay de los jóvenes en este mundo! La


condenación del Reino cae sobre ellos. Las



generaciones morirán horriblemente, y habrá


guerra, terror y dolor para quienes vivan. ¡Ay de ti,


Lena, hija mía! Naciste en un tiempo de maldad, y


no habrá paz o consuelo para ti cuando llegue la


batalla. Ah, Lena, Lena.


La inesperada aflicción de la mujer conmovió a


Covenant, y sintió un nudo en la garganta. La voz



de la mujer acompañó a su propia imagen de la


Desolación del Reino, con una lamentación como


no había oído antes. Por primera vez sintió que el


Reino contenía algo precioso que corría peligro de


perderse.


Esta combinación de simpatía y cólera tensó


todavía más sus nervios. Notó una nueva


intensidad en su estremecimiento, y al mirar a Lena


vio que una nueva expresión de respetuoso temor



se había impuesto a su pánico. El ofrecimiento


inconsciente que veía en sus ojos le quemó de una


manera más perturbadora que nunca.


Permaneció inmóvil hasta que Atiaran y Lena se


soltaron lentamente, y entonces preguntó:


—¿Qué sabes de todo esto, de lo que me está





136

sucediendo?


Antes de que Atiaran pudiera replicar, una voz


llamó desde el exterior de la casa.


—¡Salve! Atiaran, hija de Tiaran. Trell el



gravanélico nos dice que tu trabajo ha terminado


por hoy. ¡Ven y canta a la pedraria!


Por un momento, Atiaran permaneció inmóvil,


ensimismada. Luego suspiró.


—Ah, el trabajo de mi vida acaba de comenzar.


—Se volvió hacia la puerta, corrió la cortina y dijo


a la noche—: Todavía no hemos comido. Iré más



tarde. Pero después de la reunión he de hablar con


el Círculo de los ancianos.


—Se lo diremos —respondió la voz.


—Muy bien —dijo Atiaran.


En vez de volverse hacia Covenant, se quedó en


el umbral, contemplando la oscuridad durante un


rato. Cuando corrió al fin la cortina y se enfrentó a


Covenant, tenía los ojos húmedos, y miraban de


una manera que Covenant interpretó al principio



como de derrota. Pero entonces se dio cuenta de


que ella sólo estaba recordando la derrota.


—No, Thomas Covenant —dijo tristemente—.


No sé nada de tu destino. Tal vez si hubiera estado


más tiempo en la escuela de la ciencia, en la Raat,


si hubiera tenido la fuerza... Pero sobrepasé mi





137

límite allí y regresé a casa. Conozco una parte de la


antigua ciencia que la pedraria Mithil no sospecha,


pero es demasiado escasa. Todo lo que puedo


recordar para ti son indicios de una magia



turbulenta que destruye la paz...



impetuosa magia tallada en cada roca,


contenida para que el oro blanco la desate o


controle...




pero desconozco el significado de esos versos, o


las trayectorias de estos tiempos. Esa es una doble


razón para llevarte al Consejo. —Le miró


directamente al rostro y añadió—: Te lo digo



abiertamente, Thomas Covenant... Si has venido


para traicionar al Reino, sólo los Amos pueden


esperar detenerte.


¿Traicionar? Aquella era otra idea nueva.


Transcurrió un instante antes de darse cuenta de lo


que Atiaran le sugería. Pero antes de que pudiera


protestar, Lena intervino.



—¡Madre! Luchó con una nube gris en la


Atalaya de Kevin. Yo fui testigo. ¿Cómo puedes


dudar de él?


La defensa de la muchacha mitigó la


agresividad de la reacción de Covenant. Sin


pretenderlo, la mujer lo había colocado en un






138

terreno falso. No había llegado a luchar con el Amo


Execrable.


El regreso de Trell impidió cualquier posible


réplica de Atiaran. El hombretón permaneció un



momento en el umbral, mirando alternativamente


a Atiaran, Lena y Covenant.


—De modo que han llegado tiempos duros —


dijo abruptamente.


—Sí, Trell, esposo mío —murmuró Atiaran—.


Tiempos duros.


Entonces el hombre reparó en los fragmentos de



cerámica esparcidos por el suelo.


—Tiempos realmente duros, cuando se rompe


la cerámica y se dejan los fragmentos para que las


pisadas los reduzcan a polvo.


Habló con un suave tono de reprensión, y esta


vez Lena se avergonzó realmente.


—Lo siento, padre —le dijo—. Tenía miedo.


—No importa. —Trell se acercó a ella y colocó


afectuosamente sus grandes manos en los hombros



de la muchacha—. Ciertas heridas pueden curarse.


Hoy me siento fuerte.


Al decir esto, Atiaran miró a su marido con


expresión agradecida, como si acabara de


emprender alguna tarea heroica.


Covenant se sintió perplejo, pero Atiaran le dijo:





139

—Siéntate, huésped. La comida pronto estará


lista. Ven, Lena.


Covenant contempló cómo Trell empezaba a


recoger los fragmentos de la pieza rota. La voz del



gravanélico resonó suavemente, cantando una


antigua canción subterránea. Con gestos llenos de


ternura, transportó los fragmentos a la mesa y los


dejó cerca de la lámpara. Entonces tomó asiento.


Covenant se sentó a su lado, preguntándose qué


estaba a punto de suceder.


Cantando su cavernosa canción con los dientes



apretados, Trell empezó a reunir los fragmentos,


encajándolos, como si la vasija fuera un


rompecabezas. Colocó en su lugar pieza tras pieza,


y cada fragmento quedaba sujeto en el lugar donde


lo dejaba sin ningún adhesivo que Covenant


pudiera ver. Trell trabajaba minuciosamente,


tocando con delicadeza cada fragmento, pero la


vasija parecía crecer rápidamente entre sus manos


y las piezas encajaban perfectamente, dejando tan



sólo una red de finas líneas negras que señalaban


las roturas. Pronto todos los fragmentos estuvieron


en su lugar.


Entonces el tono profundo de su voz adoptó una


nueva cadencia. Empezó a acariciar la cerámica con


los dedos, y por donde pasaba su contacto las





140

negras marcas de las fracturas se desvanecían,


como si hubieran sido borradas. Lentamente,


cubrió cada centímetro de la vasija con sus caricias.


Cuando completó la parte exterior, empezó a



acariciar la superficie interna, y finalmente levantó


la vasija y pasó los dedos por la base. Sosteniendo


la pieza entre los dedos de ambas manos, la hizo


girar cuidadosamente, asegurándose de que no se


dejaba ninguna resquebrajadura. Entonces dejó de


cantar, colocó suavemente la vasija sobre la mesa y


apartó las manos. La pieza era tan sólida y



completa como si nunca hubiera caído.


La mirada del asombrado Covenant pasó de la


vasija al rostro de Trell. El gravanélico parecía


demacrado a causa de la tensión, y las lágrimas


corrían por sus rígidas mejillas.


—Es más difícil remendar que romper —


musitó—. No podría hacer esto todos los días.


Con fatigado ademán, dobló los brazos sobre la


mesa y acunó la cabeza en ellos.



Atiaran permanecía detrás de su marido,


dándole masaje en los duros músculos de los


hombros y el cuello, y la expresión de sus ojos


estaba llena de orgullo y amor. Covenant tuvo la


sensación de que el mundo al que él pertenecía era


muy pobre, un mundo donde nadie sabía o se





141

preocupaba de recomponer vasijas de cerámica


rotas. Trató de decirse que estaba soñando, pero no


quería escucharse.


Tras una pausa de silencio llena de respeto por



la hazaña de Trell, Lena empezó a poner la mesa.


Pronto Atiaran trajo cuencos con alimentos


preparados sobre la piedra de cocinar. Cuando


todo estuvo dispuesto, Trell alzó la cabeza y, al


parecer con un esfuerzo, se puso en pie, secundado


por Atiaran y Lena.


—Es costumbre de nuestro pueblo que nos



levantemos antes de comer —le dijo Atiaran a


Covenant— como señal de nuestro respeto por la


Tierra, de la que proceden el alimento, la vida y la


fuerza.


Covenant se levantó también, sintiéndose torpe


y fuera de lugar. Trell, Atiaran y Lena cerraron los


ojos e inclinaron la cabeza un momento. Luego se


sentaron. Cuando Covenant se sentó también en el


banco, empezaron a repartir los alimentos.



Fue una comida generosa: había carne fría y


salada de res cubierta de salsa humeante, arroz


silvestre, manzanas secas, pan marrón y queso.


Ofrecieron a Covenant un tazón de una bebida a la


que Lena llamó vino de primavera. Era tan clara y


ligera como el agua, levemente efervescente, y olía





142

un poco a aliantha. Pero su sabor era el de una


cerveza fina, aligerada de todo amargor. Covenant


trasegó una buena cantidad de aquella bebida


antes de darse cuenta de que añadía nuevas



vibraciones a sus ya excitados nervios. Notaba la


tensión de su cuerpo, demasiado lleno de presiones


inusitadas. Pronto deseó con impaciencia que


terminara la comida, para salir de la casa y respirar


el aire nocturno.


Pero la familia de Lena comía lentamente, con


una concentración y un silencio abrumadores, y



parecía como si aquella cena señalara el final de


toda su felicidad por estar juntos. Covenant se dio


cuenta de que aquello era resultado de su


presencia, y se sintió incómodo.


Para tranquilizarse, trató de profundizar en lo


que sabía sobre su situación.


—Quisiera hacer una pregunta —dijo


rígidamente, e hizo un gesto que abarcaba toda la


pedraria—. No hay nada de madera. Este valle está



lleno de árboles, pero veo que no usáis para nada


la madera. ¿Acaso los árboles son sagrados?


Atiaran reflexionó un poco antes de responder.


—¿Sagrados? Conozco esa palabra, pero su


significado es oscuro para mí. En la Tierra hay


fuerza, en los árboles, los ríos, el suelo y la piedra,





143

y la respetamos por la vida que da. Por eso hemos


hecho el Juramento de Paz. ¿Es eso lo que


preguntas? No usamos la madera porque la


lillianrill, la ciencia de la madera, se ha perdido



para nosotros, y no hemos tratado de recobrarla.


Durante el exilio de nuestro pueblo, cuando la


Desolación cayó sobre el Reino, se perdieron


muchas cosas preciosas. Nuestro pueblo se aferró a


la ciencia rhadhamaerl en la Cordillera Meridional y


los Yermos, y nos permitió resistir. La ciencia de la


madera no parecía ayudarnos, y se olvidó. Ahora



que hemos vuelto al Reino, la ciencia de la piedra


basta para nosotros. Pero otros han conservado la


lillianrill. He visto la Fustaria Alta, en las colinas


que se extienden al norte y el este, y es un buen


lugar... Sus habitantes comprenden la madera, y


son un pueblo floreciente. Hay algunos


intercambios comerciales entre pedrarias y


fustarias, pero la madera y la piedra no se


comercian.



Cuando se interrumpió, Covenant notó una


diferencia en el nuevo silencio. Pasó un momento


antes de que estuviera seguro de oír un distante


rumor de voces. Atiaran lo confirmó en seguida,


dirigiéndose a Trell.


—Ah, la reunión. Prometí que cantaría esta





144

noche.


Atiaran y Trell se levantaron, y él dijo:


—Así es, y luego hablarás al Círculo de


ancianos. Haré algunos preparativos para mañana.



Mira —señaló la mesa—, mañana hará un buen


día, no hay ninguna sombra en el corazón de la


piedra.


Casi contra su voluntad, Covenant miró el lugar


que señalaba Trell, pero no pudo ver nada.


Al darse cuenta de su perplejidad, Atiaran le


dijo amablemente:



—No te sorprendas, Thomas Covenant. Sólo un


rhadhamaerl puede predecir el tiempo en piedras


como ésta. Ahora, si lo deseas, ven conmigo, y


cantaré la leyenda de Berek Mediamano, —


Mientras hablaba retiró el recipiente con gravanel


de la mesa y lo llevó consigo—. Lena, ¿querrás


lavar los platos?


Covenant se puso en pie. Miró a Lena y vio que


la decepción se reflejaba en su rostro. Sin duda



quería ir con ellos. Pero Trell también vio su


expresión y dijo:


—Acompaña a nuestro huésped, Lena, hija mía.


Yo puedo ocuparme de los platos.


Al instante la alegría transformó a la muchacha,


y se levantó de un salto para echar los brazos al





145

cuello de su padre. Éste respondió un momento a


su abrazo y luego la bajó hasta depositarla en el


suelo. Ella se arregló la túnica, tratando de parecer


súbitamente recatada, y se puso al lado de su



madre.


—Trell —dijo Atiaran—, así enseñarás a esta


chica a pensar que es una reina.


Pero tomó la mano de Lena para mostrar que no


estaba enfadada, y juntas salieron de la casa.


Covenant las siguió y, al salir a la noche estrellada


pareció sentirse liberado. Disponía de más espacio



para explorarse a sí mismo bajo el cielo abierto.


Necesitaba la exploración. No podía


comprender ni racionalizar su excitación creciente.


El vino de primavera que había consumido parecía


centralizar sus energías, triscaba en sus venas como


un sátiro loco. Se sentía inexplicablemente


embrutecido por la inspiración, como si fuera la


víctima más que el origen de su sueño. ¡Oro


blanco!, se dijo en la oscuridad que envolvía las



casas. ¡Magia impetuosa! ¿Creerían que estaba


loco?


Tal vez lo estaba. Quizá en aquel momento se


sumía en la demencia, atormentándose con falsas


aflicciones y exigencias, con las imposiciones de


una ilusión. Cosas semejantes habían ocurrido a los





146

leprosos.


—¡No estoy loco! —dijo casi en voz alta—.


Conozco la diferencia... Sé que estoy soñando.


Sus dedos se contorsionaron con violencia, pero



respiró hondo el aire fresco y dejó atrás su


tormento. Sabía cómo sobrevivir a un sueño. La


locura era el único peligro.


Mientras caminaban entre las casas, el suave


brazo de Lena rozó el suyo, y Covenant sintió un


estremecimiento de placer.


El murmullo de la gente se hizo más intenso.



Lena, Atiaran y Covenant no tardaron en llegar al


círculo y se acercaron a la reunión de la pedraria.


Docenas de personas sostenían en las manos


recipientes con brillante gravanel, y aquella


iluminación permitió ver claramente a Covenant.


Hombres, mujeres y niños se amontonaban en el


borde del círculo. Covenant supuso que


prácticamente la pedraria entera había acudido


para escuchar la canción de Atiaran. La mayoría de



las personas eran más bajas que Covenant, y


mucho más que Trell, y tenían el cabello oscuro,


marrón o negro, al contrario que Trell. Pero eran


una raza robusta, de anchos hombros, e incluso las


mujeres y los niños daban una impresión de fuerza


física. Su trabajo con la piedra durante centurias les





147

había modelado adecuadamente para aquella


labor. Covenant sintió hacia ellos la misma clase de


oscuro temor que había sentido hacia Trell.


Parecían demasiado fuertes, y él no tenía más que



su condición de extranjero para protegerse, si se


volvían en su contra.


Todos hablaban entre sí, esperando, al parecer,


a Atiaran, y no dieron signo alguno de que


repararan en Covenant. Éste, deseoso de no


hacerse notar, permaneció lo más alejado que pudo


del grupo. Lena se quedó con él. Atiaran dio a su



hija el recipiente de gravanel, y luego se abrió paso


entre la multitud, hacia el centro del círculo.


Tras echar un vistazo a la asamblea, Covenant


dirigió su atención a Lena, la cual permanecía a su


derecha y cuya cabeza sólo sobresalía cuatro o


cinco centímetros por encima de sus hombros.


Sostenía con ambas manos el recipiente de


gravanel a la altura de la cintura, de manera que la


luz realzaba sus senos. Sin duda ella no era



consciente de aquel efecto, pero él lo notó


intensamente, y volvió a sentir en sus palmas con


ansia y temor, la comezón que le producía su deseo


de tocarla.


Como si Lena leyera sus pensamientos, lo miró


con semblante dulce y grave a la vez, y el corazón





148

de Covenant se agitó en su pecho, como si fuera


demasiado grande para la prisión de la caja


torácica. Algo azorado, desvió la mirada y la


dirigió al círculo, sin ver en realidad nada. Cuando



miró de nuevo a la muchacha, ella parecía hacer lo


mismo: fingir que miraba a otra parte. Covenant


apretó la mandíbula y se dispuso a esperar que


sucediera algo.


Pronto los reunidos guardaron silencio. En el


centro del círculo, Atiaran se irguió sobre una baja


plataforma de piedra. Hizo una reverencia a los



presentes y éstos respondieron alzando en silencio


sus recipientes de gravanel. Las luces parecieron


concentrarse a su alrededor, como una penumbra.


Cuando bajaron los recipientes luminosos y la


audiencia quedó finalmente quieta y en silencio,


Atiaran comenzó a hablar.


—Esta noche me siento vieja... Mi memoria


parece nublada y no recuerdo toda la canción que


quisiera cantar. Pero cantaré lo que recuerdo, y os



contaré la historia, como lo he hecho otras veces,


para que podáis compartir conmigo el saber que


poseo.


Entonces un breve rumor de risas se extendió


entre los presentes, como un alegre tributo al


conocimiento superior de Atiaran. Ésta





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