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Published by snullbug20, 2019-04-16 18:18:12

Kraken - China Mieville

recuperarlo. Date prisa, les dije a Clarabelle y a


Petra que estaríamos allí dentro de una hora, así



que dime dime.



Jason no tenía nada que decirle, así que Goss



siguió presionando. El agente mantuvo los ojos


bien cerrados y siguió aferrado a la mano de


Subby, y procuró no escuchar a Goss repetir y


repetir sus preguntas, oyó cómo los ruidos que


emitía Jason pasaban de ser gritos a cortos e


intensos gruñidos como de bocina, tanto de horror


como de agonía, sonidos de intrusión líquida y



cierta malignidad animal repulsiva, y al final de


todo, nada. Al cabo de un largo rato un «uf» de


esfuerzo y el goteo de un líquido y el ruido de algo


presionando algo húmedo. Clac, clac. Algo agitado


como una maraca.




—¿Qué es eso? —dijo Goss. Clac, clac—. ¿De


verdad que no lo sabes?




Clac.




—Bueno, vale, si estás seguro.




Una calada.




—No lo sabe. —Ahora Goss estaba muy cerca


del oído del policía—. Ya me lo ha dicho. Usted


también puede conseguir que se lo diga. Hacer que



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le castañeteen los dientes. Muchísimas gracias por


habernos conducido hasta donde se encontraba,



hace usted maravillosamente su trabajo, se lo


agradezco de veras. Recuerdo cuando se apreciaba


el uniforme, que Dios le tenga en su gloria,


entonces la gente sabía lo que era el respeto.




El agente mantenía los ojos cerrados y contenía


el aliento.




—¡Bueno, pues ya puede devolverme a Subby!


¡Hágalo saltar como un tostador!




Subby le soltó la mano. El hombre oyó como se


abría y se cerraba la puerta. Permaneció inmóvil


durante más de tres minutos.




Abrió los ojos una pizca. Nadie le había hecho


daño, así que volvió a abrirlos. Se dio la vuelta. No



había nadie en la sala. Goss y Subby se habían


marchado. El hombre dejó escapar un lamento al


ver sangre en el suelo y, a sus pies, un Jason más


parecido a un pedazo de carne que a otra cosa.


Jason tenía un agujero en el esternón. Su cuello


estaba extremadamente dilatado, reventado desde


dentro, la boca abierta de par en par y el paladar


estriado en el lugar en que los dedos lo habían


desgarrado, produciéndole agujeros, la lengua



perforada con el agujero que le había efectuado el


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pulgar. Darlo de sí, para conseguir hacerle hablar,


clac, clac.




La última persistencia del don de Jason se


desvaneció, y el reconocimiento se escapó de la



sala, y el agente pasó de gritar por alguien a quien


creía conocer a alguien con quien, cayó en la


cuenta, no había trabajado nunca, pero que, pese a


eso, estaba exactamente tan muerto como pensaba.













































































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Hubo una alteración en el ambiente, alguien


adentrándose en la penumbra de la Piedra de


Londres, con la Piedra en mente. Londres siempre


tuvo la sensación de estar al borde del fin, de que



el mundo se acababa. Pero ahora más que nunca.


No, en serio, musitaba la ciudad. De verdad. Saira se


olía una usurpación, sin necesidad de que fuera


Fitch el que la cogiera por banda y le susurrara el


asunto, todo alarmado.




—Alguien —repetía sin cesar.




Saira pensó en varias posibilidades a la hora de


prepararse para hacer frente a lo que quiera que


fuera. Pero, aunque albergaba la esperanza de


verlo de nuevo, estaba absolutamente condenada



a emerger de la trastienda de los londromantes al


establecimiento que la precedía y los protegía,


para darse de bruces contra un agotado, exhausto


y pugnaz Dane Parnell.




Billy estaba detrás de él, fáser en mano, con el


muñeco relleno de Wati en el bolsillo. Dane estaba


apoyado en el quicio de la puerta.



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—¡Jesús, María y Londres! —dijo—. ¡Dane!


¿Qué demonios haces…? Te has escapado, gracias



a Dios, no sabíamos, estábamos…



—Saira —dijo él. Sonaba como muerto. Tenía



una mirada inexpresiva.




—Dane, ¿qué estás haciendo? Podrían verte,


tenemos que quitarte de en medio, que no te


vean…




—Llévame con el kraken.




Saira se crispó, nerviosa, y dio unas palmaditas


al aire para indicarle que guardara silencio; la


mayoría de sus compañeros no sabían nada.




—Ahora mismo —añadió.




—De acuerdo —dijo ella—, de acuerdo, de


acuerdo, de acuerdo. Tengo que ir a buscar a Fitch.


¿Qué ha pasado, Dane? Tengo que…




—Ahora mismo. Ahora. Ahora. Ahora.




Por supuesto, Billy y Wati, que había sentido la


salida de Billy de aquella zona nazi protegida y se


había zambullido en el muñeco que portaba,


habían clamoreado a Dane, aliviados, y procurado


hacer que descansara.




—También tenemos que encontrar a Jason —


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dijo Billy, y Dane asintió.




—Lo haremos —dijo. Por lo menos la policía,


por muy cruel que pudiera ser, no llegaría hasta el


punto, pensó, de matar a su amigo. Aún no—.



¿Estaba intentando encontrarme?




—Sí.



—Lo haremos. En cuanto haya… —Sus



palabras se interrumpieron ahí.




—¿Quieres contármelo? —dijo Billy—. ¿Qué


ha pasado?




¿Se puede saber qué clase de pregunta estúpida es


esa?, se dijo a sí mismo en el mismo instante en que


salía de su boca, en el silencio que le siguió. No dijo


nada mientras Dane no decía nada y simplemente


caminaron, y por fin, Dane dijo:




—Estuvo el Tatuaje.




—¿Lo viste?




—No podía ver nada. Pero estuvo; lo oí.


Hablaba a través de uno de sus chismes. Está


desesperado. Lo están atacando. Algunos de sus


asuntos. Son los arreadores de monstruos. Si no


sabe que Grisamentum ha vuelto, a estas alturas



desde luego debe de sospecharlo.



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Tenía la garganta intacta, pero la voz de Dane


se quebraba con el recuerdo del daño, de las veces



que lo habían mutilado.



—¿Qué quería que le dijeras?




—Dónde está el kraken. Dónde estás tú.




—¿Le dijiste…?




—No. —Dane lo dijo con cierto asombro—. No.




—Pensé que te…




—Sí —dijo Dane—. Sí, me mataron.




Pero había regresado. Incluso a pesar de sus


perversas intervenciones, Dane había regresado.


¿Cuántos mártires emergen del otro lado de


martirio?




—Presiente algo —dijo Dane—. Igual que


todos los demás.




Cerró los ojos, estiró los brazos.




—Sabe que los ángeles han salido…




—Tengo que hablarte de eso —dijo Billy.




—Enseguida. Ya no se trata de quererlo para


ganar más poder. Sabe que hay un fin y sabe que


tiene que ver con el kraken, y se está volviendo





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loco porque piensa que, si logra ponerle las manos


encima, quizá pueda evitar lo que está sucediendo.



No puede. No quiere. Convertirá lo que sea que


está pasando en… algo. Nosotros sí podemos


evitar que pase, sea lo que sea.




—Los londromantes no parecen haberlo


conseguido —dijo Billy.




—¿No? —Dane se volvió hacia él, con una


mirada renovada—. Tal vez el universo me estaba


esperando.




—Sí. Tal vez.




De modo que cuando llegaron a los


londromantes, Dane dijo, simplemente, llevadme


allí ahora mismo.




—Tenemos que tener cuidado —dijo Saira.




—Ahora —dijo Dane.




—No te pueden ver con nosotros —dijo ella, y


Billy le puso la mano en el brazo a Dane. Tranquilo.


Una preparación algo atropellada. Saira y Fitch


fueron en el cochecito de Fitch, y dejaron que Dane



robara otro para ir detrás. Le dieron un GPS


trucado, una pequeña unidad portátil a la que


Dane enchufó un retal de tela con una gota de la


sangre de Saira (se había cortado allí mismo,

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delante de él, para demostrar su buena fe).




—¿Por qué íbamos a querer huir de vosotros?


—adujo—. Nos necesitamos mutuamente.




Billy y Dane fueron recogiendo basura a su


paso. De noche parecían disfrazados, de lo



desapercibidos que pasaban. Billy no se dejó


engañar por eso y mantuvo su fáser a punto.




—Solo es cuestión de tiempo que nos vuelvan


a encontrar —dijo—. ¿Dónde narices están Goss y


Subby?




Nadie lo sabía. Habían llegado y se habían


largado. ¿Se había acabado todo? Nadie lo creía.


Pero ya no estaban en la ciudad, eso saltaba a la


vista por el hecho de que todo el mundo se sentía


un poco más oxigenado. Estamos buscando algo en



tierras lejanas, es lo que, supuestamente, le había


dicho Goss a alguien a quien, inexplicablemente,


le habían perdonado la vida.




El GPS parpadeó y les indicó el trayecto por las


calles, siguiendo el movimiento de Saira.




—Mira —dijo Billy—. Vigílala. Maniobras de


evasión.




A medida que se aproximaban a los límites de


Londres, Billy se fue sintiendo extraño.

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—¿Adónde va? —dijo Wati. Estaba sujeto de


forma que pudiera asomarse por el borde del



bolsillo de Billy.



—El mar no podía verlo, ni oírlo —dijo Billy.



Torcieron hacia la circular del norte, la


circunvalación de la ciudad, y la tomó en sentido


este.




—Están… Mira, mira.




Había un coche estacionado, y allí, apartado en


el arcén, había un camión. Grande, no uno de los


articulados enormes que inundaban las calles


como hormigón líquido, pero lo bastante grande,


mucho más que la mayoría de los de mudanzas.


En los laterales lucía un logo poco memorable.



Pararon detrás y las puertas traseras se abrieron


mínimamente. Saira los llamó por señas. Cerró la


puerta detrás de ellos, después de que se


arrastraran hasta el interior tenebroso. Wati no


pudo traspasar los campos de rechazo. Murmuró


algo y se fue a su otro frente abierto, la guerra


sindical. El vehículo volvió a arrancar. Se


encendieron unos fluorescentes.




Fijado con correas en el centro del camión,


protegido con almohadones y rodeado por un



grueso cordaje industrial que tiraba desde los


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bordes y las esquinas, sujetándolo de manera que


apenas rozaba la mesa de acero, estaba el tanque.



Y dentro, plácido en su largo baño de muerte,


estaba el kraken.




El camión viró levemente, enviando un


lengüetazo de líquido por el interior del tanque. El


movimiento nubló el líquido conservante. Allí


estaban los nudosos brazos, los ojos ausentes.


Architeuthis. Billy prácticamente le susurró un


saludo.




Otro par de londromantes, miembros del


cónclave alojado en la secta, ya de por sí secreta,



estaban allí. Había aparejos. Microscopios,


escalpelos, ordenadores en los que se habían


instalado programas de modelado biológico y


lentas conexiones de 3G. Centrifugadoras. Sillas,


libros, un armero, un microondas, fragmentos de


escombros arrancados de muros de Londres,


literas armadas en las paredes del camión.




Nada se movió por un momento, salvo el


camión y los jirones de piel sumergidos en formol.


Por supuesto que se desplazaba, para no llamar la


atención. Un peso de divinidad animal como ese



no podía sino volverse significativo: si permanecía


estático, la gente repararía en él. De manera que




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era escoltado en círculo, como un rey envejecido.


Su movimiento lo ocultaba, al igual que los



pedacitos de grisgrises, los restos, los avíos


colgados o colocados en el interior del vehículo.




—¿Quién conduce? —dijo Billy. Se volvió.




Dane estaba de rodillas. Se arrodilló muy cerca


del tanque. Tenía los ojos cerrados, movía la boca.


Las manos entrelazadas. Estaba llorando.




Incluso los londromantes, acostumbrados a


fervores extraños, dieron un paso atrás. Dane


murmuraba. Rezaba en un tono medio audible.


Billy no podía oír lo que decía, pero recordó un


fragmento que había leído en el canon téuthico,


una frase: «Kraken, con tu tacto extendido,



palpando el mundo para comprenderlo, pálpame


y compréndeme a mí, tu hijo insignificante,


ahora».




La pasión duró todo el tiempo que podía durar,


y fue mucho. Dane abrió sus ojos llorosos. Tocó el


cristal.




—Gracias —le dijo, una y otra vez, al tanque.


Al fin se puso en pie.




—Gracias —dijo a la sala.




—No me lo puedo creer, joder —gritó de

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repente—. ¿Por qué habéis hecho esto? ¿Por qué


no quisisteis contármelo?




Se desplomó, y torció el gesto como debió de


haberlo torcido, pensó Billy, cuando estaba siendo



torturado hasta morir.




—Pero lo, lo, lo habéis cuidado —dijo—. A mi


dios.




Dane se hundió de nuevo. Pobre hombre


torturado. Rezó. Billy se puso uno de los guantes


de goma de brazo entero, como los de veterinario,


que los londromantes le proporcionaron. Ellos


(bueno, su pequeña camarilla interna) lo


observaban.




No sabía exactamente lo que andaba buscando.


Miró a Dane hasta que Dane lo vio hacerlo y no se



lo impidió ni dijo nada, y con ese permiso Billy


apartó la tapa y metió el brazo entre el frío caldo


de células muertas y sustancias químicas. Tocó el


espécimen. Era denso, fría y mortalmente denso.




Te hemos encontrado, pensó.




—¿Qué sucede? —dijo Saira.




Billy cerró el puño, pero ahora el tiempo no se


contrajo. Presionó la carne para sentir lo que él


sentiría. Lo recorrió con las manos, separó sus

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partes, con suavidad, presionó con las puntas de


los dedos las ventosas que salpicaban los



miembros del animal muerto como si fuera acné.


No podía succionarlo, pero la propia forma de


aquellas almohadillas se le quedaron pegadas por


un instante, como aferrándose a él, pese a lo


muerto que estaba. Oyó que Fitch emitía un ruido,


como «uh». Entonces Fitch dijo:




—Tengo… Tengo que leer…




—Yo no lo creo —dijo Billy, sin darse la vuelta.


Presionó hacia abajo. Y esto ¿qué es?, pensó, pero


las puntas de sus dedos no permitieron traslucir



conocimiento alguno, sus propios diez tentáculos


inadecuados. Movió la cabeza: gnosis táctil, sin


percepción. No había nada, no había conocimiento


de lo que iba a ocurrir, ni por qué, ni qué tenía ese


puto calamar, ¿por qué ese calamar? ¿Por qué iba


a dar entrada al fin?




Porque todavía iba a hacerlo.




—No creo que haya que ser vidente para


saberlo —dijo—. Abre en canal la ciudad, y verás


lo mismo.




Se volvió y sostuvo los brazos en alto como un


cirujano en un campo estéril, chorreando toxinas.





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—Sé que teníamos esperanzas —dijo—. Habría


estado bien, ¿verdad?




Miró a Dane, asintiendo.




—Ha regresado de entre los muertos para esto,


¿sabéis? Eso tiene que estar escrito en alguna parte.



No me podéis decir que no hay versículos sobre


esto escritos en alguna parte. Y luego estoy yo.


Debe de ser que hay algún texto sagrado infestado


de nosotros dos, como si fuéramos un maldito


sarpullido, así que debíais de pensar que esto iba a


cambiar las cosas.




Se quitó un guante.




—Venga, vamos. —Se encogió de hombros—.


Todo sigue igual.




Quizá resultaba que era un malentendido. Él,


Billy, había sido elegido por el ángel de la memoria


a causa de un estúpido error, una broma mal



entendida. Magia de espécimen, no la


majestuosidad extraterrestre del béntico


tentacular.




—No importa —dijo Dane, sorprendiéndolo,


como si hubiera hablado en voz alta—. ¿Cómo te


crees que se escoge a los mesías?




Dane era el verdaderamente importante, era él

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quien había estado allí metido y había vuelto a


salir, y esa era la auténtica fe. Alguien podía haber



albergado la esperanza de que aquello era el fin, de


que la reunión entre el adorador y el adorado


bastaba para curar la quemadura. Que quizá los


londromantes, tras haber fracasado en su intento


por deshacer lo irreversible, ofreciéndose a sí


mismos como rescatadores, comprendiendo


finalmente que el propósito de Billy y Dane no era



prenderle fuego con sus propias manos,


entregando el control del varado dios de las


profundidades a su devoto y a algo parecido a una


especie de profeta, podían haber evitado lo peor.


Aún así.




—Nada ha cambiado —dijo Billy. Estaba


seguro, no hacía falta ser, como lo era él, el falso


favorito de un ángel para sentirlo. Londres seguía


equivocado. Se oía la tensión sin fin en la ciudad,


la continuación no de las luchas, sino de una clase


de lucha en particular, el terror que lo impregnaba



todo.




Aún todo iba a arder.



Saira se sentó, derrotada. Sopesó con ansiedad



un puñado de ladrillos y argamasa, una herida


arrancada de un muro. Lo amasó. En sus manos y




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con su don, todas las tablas y trozos y fragmentos


desprendidos de la ciudad eran la materia plástica



de Londres. Ella penetraba y presionaba los


ladrillos, y estos se aplastaban en silencio hasta


convertirse en otros ladrillos. Ella hundía los


dedos y transformaba aquello en otra esencia de


Londres: una masa de envases de comida, el nudo


de una tubería, el pasamano arrancado de una


barandilla, el silenciador de un coche.




—Y ahora ¿qué?




Fue Saira quien lo dijo, por fin, pero pudo


haber sido cualquiera de ellos. Extendió la mano y



Billy la ayudó a levantarse. Tenía la mano pegajosa


de grasa londinense.




—¿Te acuerdas de Al Adler? —dijo Billy—. ¿El


que matasteis?




Estaba demasiado cansada como para torcer el


gesto.




—¿Sabes para quién trabajaba? Para


Grisamentum.




Ella lo miró fijamente




—Grisamentum está muerto.




—No. No lo está. Dane… No lo está. —Saira no



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dejaba de mirarlo—. Si tiene que ver con algo, no


lo sé. Pero fue Adler el que… empezó esto. Con



vosotros. Y seguía estando con Grisamentum


cuando lo hizo. Adivina quién lo planeó.




—Sabemos que lo que está pasando ya está


cerca, y sabemos que empezará cuando el calamar


arda —dijo—. Así que supongo que tenemos que


seguir intentándolo. Solo tenemos que mantenerlo


a salvo. A lo mejor, si somos capaces de hacerlo, de


mantenerlo sin quemar más allá de… esta noche…


todo irá bien. Lo único que podemos hacer es



seguir vigilantes. El Tatuaje no tiene motivos para


prenderle fuego al mundo. Y Al tampoco los tenía.


Y tampoco Grisamentum, sea cual sea su plan…




Negó con un gesto.




—Es otra cosa. Tenernos que procurar


mantener esto a salvo.




—Entonces, vamos.




Todos miraron a Dane. Era lo primero que


decía en mucho rato que no fuera susurrada


devoción a su dios muerto. Se levantó,


aparentemente reconfigurado.




—Vosotros mantenedlo seguro —le dijo a


Saira—. Nosotros no podemos estar aquí. Somos



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demasiado peligrosos. Haremos lo que dices —le


dijo a Billy—. Primero vamos a sacar a Jason.








































































































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—¿Qué hacemos? —dijo Billy. Tal vez lograran


salir airosos después de colarse en la guarida de


una panda de cafres violentos y peligrosos, pero


¿del estado? «Es demasiado arriesgado», había



dicho Fitch; «Tenéis que ayudarnos a protegerlo»,


había dicho Saira; «No podéis hacer nada», habían


dicho todos.




—Dame el navegador —respondió Dane—. No


vamos a irnos sin él.




—Y a lo mejor conseguimos averiguar algo —


había dicho Billy—. Puede que Collingswood y


Baron tengan alguna idea mejor que nosotros




Dane había contemplado el calamar muerto e


hizo una señal.




—Podremos encontraros cuando nos haga


falta. Vosotros cuidad de mi dios. Y ahora


dejadnos salir.




Ahora estaban esperando.




—Tenemos que hacer entrar a Wati —dijo


Dane. Hablaba rápido—. Tenemos que saber cómo


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están las cosas en el cuartelillo ese antes de


colarnos. ¿Dónde está?




—Ya sabes que tienen algo colocado —dijo


Billy—. No puede entrar. De todas formas…




Wati, sintiéndose culpable por su ausencia en



la lucha que se traía entre manos, seguía en las


precipitadas concentraciones.




—Dijo que volvería cuando pudiera.




Quería ayudar, y volvería a hacerlo, pero «¿Es


que no sabéis que se está librando una guerra?».


Una guerra de clases que enfrentaba a conejos con


magos acostumbrados a arreglárselas con una


varita y una zanahoria escuálida, entre los golems


y los que creían que garabatear un emet en una


frente les otorgaba derechos, o cualquier otra



gilipollez.



Cuando las gárgolas y las figuras de los



bajorrelieves se acercaban lo suficiente, Wati


pronunciaba discursos de aliento en cualquier


intervención que llevaran a cabo los huelguistas


(homúnculos reptantes por los ángulos entre


pared y acera, roques tambaleantes). Lo que podía


interpretarse como un remolino de viento era un


piquete de elementos aéreos militantes, que





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susurraban con voces racheadas tan silenciosas


como un aliento: «¡Mirad humanos, nosotros no



soplamos!».



Había esquiroles y simpatizantes. Wati se



enteró de todos los rumores, que lo tenían en el


punto de mira (eso ya venía de lejos) y que había


gente que había estado buscando por todo el


mundo, literalmente, «fuera de Londres», alguna


influencia contra él.




La situación no era boyante. La acuciante


presión económica llevó a muchos a retomar el


trabajo, cariacontecidos, almacontecidos cuando



sus rostros se mostraban hieráticos e inmóviles,


ondacontecidos cuando se trataba de vibraciones


de éter. Apresurándose a través de un sendero de


estatuas por toda la ciudad, Wati solo alcanzaba a


ser testigo de las consecuencias. Los hechizos de la


policía espectral en la sombra, antiguos cargos


forzados a asumir usos innovadores, fueron


clausurando un piquete tras otro. Músculo


contratado en varias dimensiones.




—¿Qué ha pasado? —gritó Wati al emerger en


el rostro de un león hecho de mortero, al ver un



piquete reventado, con sus miembros disgregados


o asesinados, dos o tres de ellos aún presentes,




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tratando de reponerse. Eran diminutos


homúnculos asexuados, creados a partir de carne



animal. A algunos no les quedaban más que


emborronadas salpicaduras de hueso—. ¿Qué ha


pasado? —repitió Wati—. ¿Estáis bien?




La verdad es que no. Su informador, un


hombre confeccionado a base de fragmentos de


aves y barro, arrastraba una pierna que más bien


parecía un pegote.




—Los hombres del Tatuaje —dijo—. Ayuda,


jefe.




—Yo no soy vuestro jefe —dijo Wati—. Venga,


vamos a llevarte…




¿Adónde? No podía llevarlo a ninguna parte, y


esa cosa hombreanimal se estaba muriendo.




—¿Qué ha pasado?




—Cabezas huecas.




Wati se quedó con él todo el tiempo que pudo


soportarlo. Al Tatuaje le habían pagado para que


acabara con la huelga, y estaba redoblando sus



esfuerzos. Wati regresó a los muñecos que


llevaban Billy y Dane en los bolsillos. Muy


alterado, estuvo temblando entre los dos mientras


hablaba: «Nos están atacando». «El Tatuaje…» «Y

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la policía…» «… Intentando acabar con ella».




—Pensaba que ya estaban en ello —dijo Billy.




—Así, no. Así, no.




—Lo hemos cabreado —dijo Dane despacio.




—Por escaparnos —dijo Billy.




—Quiere recuperarme, y te quiere a ti, y al


kraken, y está llegando hasta nosotros a través de


Wati. Lo oí, cuando estuve allí. Está desesperado.


Ve que todo se está acelerando, igual que nosotros.




—Entre los nuestros hay uno de sus cabezas


huecas, ¿sabéis? —dijo Wati con una sombra de


humor—. Se politizó poco después de afiliarse. Lo



largaron, no es de extrañar.




—Wati —dijo Billy. Miró a Dane—. Tenemos


que entrar en la comisaría.




—Pero ¿dónde estamos ahora? —dijo Wati.


Había seguido las rodadas etéreas impresas de ida


y vuelta hasta entrar en esa figura, sin ni tan


siquiera comprobar su localización—. Tampoco es


que pueda entrar, tienen una barrera.




—Cerca —dijo Dane. Se encontraban en la boca


de un callejón, recién salidos de una cafetería, a


oscuras salvo por un franja de alumbrado—. Está


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a la vuelta de la esquina.




—Jason está dentro —dijo Billy.




—A lo mejor no me habéis oído —dijo Wati.




—Espera —dijo Billy—. Un momento. Estoy


pensando… la primera vez que me encontré con


Goss y Subby. Era la entrada lo que tenían que


superar. Collingswood no hizo que toda la casa



fuera zona prohibida.




—Es mucho más fácil proteger solamente un


perímetro —dijo Dane—. Ya entiendo.




—De manera que si conseguimos hacerte


cruzar eso… —dijo Billy.




Wati insertado en la más fetal, la más interior


de las muñecas rusas con las que Billy se había


quedado hacía mucho tiempo, trotando en la boca


de su ratón escolta, un activista veterano de la


UAM. En doce años de afiliación nunca había


hablado, pero era completamente de fiar.




Era un ratón grande, pero aun así la muñeca


era un buen bocado. El ratón era una mancha



oscura bajo los faros, desapareciendo bajo las


verjas, sobre una cuesta de migas, bajo los coches


inmóviles y a través de las cavidades.





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—Vale, esto es genial —dijo Wati—. Gracias.


Vamos a arreglar esto, tranquis. Vamos a



arreglarlo.



Cuando estaba cruzando de pleno el muro



externo, Wati notó un punto límite, sintió que el


espacio pretendía mantenerlo fuera.




—Soo —dijo—, creo que hay un…




Pero el ratón, pequeño ser físico, no notó nada


y lo atravesó sin dejar de correr, arrastrando


consigo la conciencia de Wati, directamente,


saltándose el bloqueo.




—¡Ay! —dijo Wati—. Mierda, eso sí que ha


sido raro.




El inconfundible rumor de los fluorescentes.


Wati estaba acostumbrado a los cambios radicales


de escala y perspectiva, a ver desde figuras


gigantescas y de ahí pasar a miniaturas de plomo.



Ahora mismo el pasillo era catedralicio. Sintió las


pisadas de un humano acercándose. El ratón


esperó debajo de un radiador. Las piernas pasaron


a su lado. Unos cuantos agentes. Había alguna


emergencia.




—¿Puedes seguir a ese grupo? —dijo Wati con


su voz minúscula—. Ahora ve con cuidado.



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El ratón salió detrás del terremoto de huellas,


escaleras abajo, pasando a una moqueta distinta,



luces distintas.



—Estará en una celda —murmuró Wati. El



agente animal se pegó a las sombras, agazapado


bajo la propia puerta abierta de la celda alrededor


de la cual se habían reunido los policías. Cerca de


lo que sin duda era sangre.




—Oh, no me jodas —murmuró Wati.




El ratón lo giró despacio en su boca para que


los ojos de Wati siguieran la montaña que formaba


el cuerpo muerto que yacía sobre la cama de la


celda, el muerto rojo. Allí estaba la UDFS. Los


otros policías apiñados los evitaban. Entre el



bullicio de voces, destacaron dos palabras que la


atención de Wati captó.




—Goss —oyó, y—: Subby.




—Oh, no no no —dijo—. Vámonos de aquí.



El ratón esperó mientras él farfullaba apenados



vituperios.




—Vale. Vale. Vamos a centrarnos. Vamos a


buscar la oficina —dijo al final—. A ver si


encontramos algo de información. Goss y Subby


están con el Tatuaje, y yo pensaba que él tenía el

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respaldo de estos cabrones. Algo se está saliendo


de madre.




La comisaría estaba en plena ebullición por la


crisis, y no resultó tan difícil para un ratón ir



corriendo de sala en sala sin interrupción,


buscando y, al fin, encontrando señales que


pudiera relacionar con la UDFS: objetos religiosos,


libros que uno normalmente no asociaría con la


policía. En la mesa de Collingswood, cedés de


varios artistas de la escena grime.




—Tiene que haber algo —dijo Wati—. Vamos.




Se exhortaba a sí mismo, no a su escolta.




El ratón fue paseando a Wati por encima de


todos los papeles que pudieron encontrar. Una


laboriosa averiguación ambulante. Wati no se



sorprendió del todo al oír voces acercándose.



—Vamos —dijo—. ¡Vamos, vamos!




Pero el ratón recorrió un último párrafo, de


modo que cuando los agentes de la UDFS



entraron, lo vieron escabullirse de la mesa de


Vardy.




Collingswood procedió a una velocidad


impresionante, impropia de un humano. Se lanzó


al suelo de cuclillas y avanzó lateralmente a

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bandazos, logrando que ahora el diminuto animal


saliera corriendo en busca del espacio que había



entre un archivador y la pared que ella tenía en su


línea de visión. Vardy y Baron todavía no se


habían movido. Collingswood escupió una


palabra que dejó al ratón tan tieso como si fuera de


plástico, deslizándose por la inercia hasta el final


del canalillo, donde el animal permaneció


inmovilizado mientras se arrastraba hasta él.



Seguía con Wati entre los dientes.



—¡Ratón! ¡Ratón! ¡Vamos!




—Ayúdenme con este puto armario —les chilló



Collingswood a sus indolentes colegas, y al final


movieron el culo y empezaron a tirar de él.




—Ratón, será mejor que te muevas —dijo Wati.


Percibió estatuas al otro lado de las paredes, a las


que podría saltar desde ese lado, el que no estaba


bloqueado por el manto mágico. Pero siguió


murmurándole y murmurándole al ratón, hasta


que este se recuperó lo justo para zafarse de los


dedos de Collingswood.




—Métete en la puta pared —dijo Wati, y el


ratón logró agónicamente doblar una esquina del


edificio mientras ella blasfemaba.







728

El ratón se deslizó a través de las paredes, para


entregar por fin la muñeca al aire fresco del



exterior.



—Gracias —dijo Wati—. ¿Estás bien? Buen



trabajo. Gracias. Ahí hay, mira, allí hay algo de


comida.




Restos de kebab.




—Zámpate eso. Gracias. De miedo. ¿Ahora


estarás bien?




El ratón asintió y Wati fue saltando a unas


cuantas estatuas, hasta donde Billy y Dane


esperaban la noticia sobre Jason que iba a tener que


darles.



















































729

58














—Goss y Subby.




—Han sido Goss y Subby.




—Joder. Bendito sea el Kraken, Goss y Subby.




Goss y Subby, Goss y Subby, nombres ambos


nombres y aullidos de ultraje por los así


nombrados. Llevaban siendo así desde quién sabe


qué año del demonio. Desde luego durante siglos


los afligidos, los derrotados, los torturados habían


gritado esos nombres tras sus acciones.




Billy y Dane estaban en un lugar elevado, una



torre abandonada, una disparatada construcción


erigida sobre una azotea, obra de algún arquitecto


vitalista de Camden. A medida que se estrechaba


el cerco y huían de los falsos pisos ocultos de Dane,


se refugiaron en habitaciones ubicadas por encima


y por debajo de la ciudad. Esta estaba vacía y


saturada de luz y polvo. Estaban sentados sobre



estrías de material particulado.



—¿Y tenían encima de las mesas los nombres



de todos los socios? —dijo por fin Dane.



730

—Sí —dijo Wati‐Kirk—. Todos los que estaban


con Grisamentum cuando andaba por aquí.




—Oh, y anda por aquí —dijo Billy.




—Bueno. Ya sabes lo que quiero decir. Era toda


la gente que iba con él. Nigros, médicos, piros.




—¿Nombres? —dijo Dane.




—Un fulano que se llama Barto. ¿Te suena de


algo? Nigromante, según las anotaciones que vi.



Byrne, evidentemente. No sé quién Smithsee no sé


cómo. Un tío que se llama Cole.




—Cole. Espera un momento —dijo Dane.



—¿Qué? —dijo Billy.




—Cole es un piro.




—No pude verlo —dijo Wati—. Lo único que


vi fue la universidad, algunos apuntes. ¿Por qué?



¿Lo conoces?




—Conozco el nombre. Lo recuerdo de cuando


Griz se murió. Lo oí entonces. Es un piro. —Reparó


en la incertidumbre de Billy—. Un fueguista.




—Sí, eso lo he pillado, pero por qué…




—De cuando Grisamentum fue incinerado.


Supuestamente. Pero… trabaja con fuego.


731

Era el fuego lo que lo devoraba todo en el final.


Era el fuego y un plan secreto de Adler, un hombre



de poco peso, un elemento más entre los cascotes


de la organización de Grisamentum, con


intenciones desconocidas, conectado con este.




—¿Dónde está Grisamentum? —dijo Billy.




—No lo sabemos. Ya lo sabes. Wati no puede…




—Pero no es solo dónde, ¿verdad? ¿Dijiste que


no ves ningún motivo?




—¿Para que le prenda fuego al mundo? No.


No. No sé nada de cuáles eran sus planes, pero no


era esto.




Sin embargo, sus dudas eran los bastante serias


como para no unirse a él.




—Lo averiguaremos —dijo Billy—. Vamos a


averiguar qué papel tiene Cole en todo esto.




Se puso en pie, abriéndose camino en el aire


estratificado. Bajó la vista hacia los coches.




—¿Qué leches está pasando ahí fuera?




El Tatuaje seguía en la brecha. Las pistolas que


había alquilado se propagaban salvajemente y


traicionaban confianzas selladas durante décadas,


atravesándolo todo, a la caza de la presa que


732

habían tenido y perdido.




Los nazis del caos no eran nada, por supuesto.


¿Quién iba a temerlos ahora, ahogados, gritando y


jodidos? Los autónomos, los cabezas huecas a



tiempo completo y otros estaban más que


dispuestos a hacer méritos para optar al puesto


recientemente vacante de hombre del saco


protagonista, y los piquetes de la UAM tenían un


papel involuntario en estos violentos ensayos y los


ataques a su vida laboral. Wati había salido de la


habitación desde la que se divisaba todo Camden,



entraba, salía, entraba, reforzando, arreglando y


fracasando.




—Al puto Tatuaje le ha dado diarrea mental —


dijo Collingswood—. ¿Qué está haciendo?


¿Alguien ha hablado con él?




—No quiere —dijo Baron. Infló los carrillos y


exhaló—. No lo encuentro, maldita sea.




—No necesita nuestro permiso —dijo Vardy.


Estaban los tres sentados como un grupo de apoyo


para deprimidos.




—Vamos —dijo Baron—. No los tengo


trabajando para mí por su imagen. Hay que


hablarlo.





733

—El Tatuaje nos ha declarado la guerra —dijo


Vardy—, enviándonos aquí dentro a Goss y



Subby. Metiéndose con nuestros prisioneros.



—Y Dane y Billy enviando gente a mi oficina,



no te jode —dijo Collingswood.




—O sea que a usted lo que le molesta


especialmente es la intrusión en la oficina —dijo


Baron enojado—. Es tener a gente husmeando


entre los bolis lo que realmente le fastidia, Kath…




Ella se quedó mirándolo.




—Sí —dijo—. Eso y lo de la muerte esa


horrible.




Otra ronda de miradas intensas.




—Ya no le importamos a nadie una mierda —


dijo Baron—. Simplemente estamos en medio.


Esas cosas son malas para el espíritu.




—Joder, jefe —dijo Collingswood—. Arriba ese


ánimo, cojones.




—Es que no pintamos una puta mierda —dijo


Baron—. Billy y Dane están más metidos en el ajo


que nosotros.




—Eso no basta —dijo Vardy. Pestañeó


velozmente, resumiendo—. Esto de quedarnos


734

aquí sentados como si sirviera de algo. Con todo el


mundo por ahí rondando a nuestro alrededor. Hay



que imponer un poco de autoridad, maldita sea.


Tenemos que empezar a meter gente. Con nuestras


condiciones.




—¿Y cómo se supone que vamos a hacer eso?


—dijo Baron—. No sabemos dónde está nadie.




—No. Bueno, pues tendremos que ponerle


remedio. Ahora bien, sabemos lo mismo que ellos.


Uno, saben lo del fin. Y dos, lo saben porque el


maldito calamar está desaparecido. Y tres, que


alguien, ahí fuera en alguna parte, por la razón que



sea, está planeando que las cosas sean así. Así que


lo que tenemos que hacer es que la montaña vaya


a Mahoma.




Baron no le quitaba los ojos de encima.




—¿Quién es Mahoma en todo esto? —dijo—.


¿Y dónde está la montaña?




—Tendremos que salir a pescarlos —dijo


Vardy.




—¿Qué es esto? ¿Ahora resulta que la montaña


tiene que ir de pesca? —dijo Collingswood.




—Por Dios bendito, ¿quiere cerrar el pico? —


gritó Vardy. Collingswood no dio muestras de

735

consternación, pero no dijo nada más—. Tenemos


que tentarles con lo que quieren, con lo que están



esperando. ¿Qué puede obligarlos a salir? Bien,


¿qué es lo que obliga a todo el mundo a salir?




Se quedó esperando, en una teatral pausa.




Collingswood, con ánimo tentativo, dijo:



—Ah. El apocalipsis.




—Ahí estamos —dijo Vardy—. Están



esperando el apocalipsis. Pues vamos a dárselo.



En Londres, Herejiópolis, eso era siempre una



lotería. Cada pocos días o noches se predecía algún


que otro ocaso de todas las cosas. La mayoría se


quedaban en nada, dejando a los profetas


pertinentes encogidos, por un bochorno sin


parangón, con la salida del sol. Era una vergüenza


muy particular la de los ahora exfieles, que se


esquivaban mutuamente la mirada tras el



inesperado resultado de sus actos supuestamente


definitivos: crímenes, confesiones, corrupciones y


desenfreno.




Los creyentes trataban de convencer al


universo para que le diera un empujoncito a su


versión. Incluso los pequeños grupúsculos más


estrafalarios podían hacer progresos a la hora de



736

dar entrada a su propio Fin. La UDFS tenía una


cierta reputación por ayudar a esclarecer esa



potencialidad. Pero lo que Vardy defendía era que


de estos Armagedonim (Londres tenía que ir


acostumbrándose a tan arcanas formas plurales)


los más dramáticos constituían un acontecimiento


en esta clase de sociedad. Deportes espectáculo.


Perderse alguno sería un paso en falso


realteológico.




Eran métodos para valorar qué grupo estaba en


auge y cuál, en declive. Los chanchullos de ocasos



supuestamente finales estaban entre el trabajo de


campo y las reuniones sociales.




Baron y Collingswood parecían


conmocionados.




—No funcionará —dijo Collingswood—.


Ningún fin será lo bastante grande como para


sacar a la gente en el momento, no con todo lo que


está pasando. Tendrías que montar un espectáculo


de mucho cuidado. Y la gente está a la que salta,


sabrán que no es real. No aparecerían.




—Ya lo creo que aparecerían, si piensan que


podría ser el fin —dijo Vardy—. Imagínense que el


apocalipsis que se pierden es el de verdad.







737

—Sí, pero…




—No, tiene razón, no podríamos hacerlo pasar


por auténtico. Tenemos que magnificar alguno


pequeño, que nadie se dé cuenta de que estaba ya



planeado… Ja. Yo digo «uno». «Algo grande». Por


los tiempos en que un apocalipsis no basta, ja.




Se puso en pie, todo tenso.




—Un listado de las sectas en las que tengamos


algo que decir. —Chasqueó los dedos—. A estas


alturas todo el mundo ha oído hablar del kraken.


¿No? Y saben que sea lo que sea lo que está por


venir tiene que ver con él. ¿No es así? Es así.




—¿Qué tiene en mente, colega? —dijo


Collingswood.




—Todo el mundo está esperando el fin del


mundo. Nosotros vamos a llegar primero y se lo


vamos a traer. Como bien dice, no podemos



hacerlo pasar por auténtico. Necesitamos una


buena rumorología. Así que vamos a tener que


hacerlo de verdad. Y vamos a tener que dejar bien


atados todos los detalles que podamos, para que


piensen… Tenemos que alentar ciertos rumores, y


cuanto más se acerquen a la verdad, mejor.


Seguramente no encontraremos a un pulpo, ¿pero





738

a quién conocemos que tenga un animal por dios?


¿A quién podemos convencer para que adelante su



apocalipsis? Correrá la voz.



Se puso a hojear los archivos. Pasado un



segundo, Collingswood se le sumó. Baron se


quedó mirándolos sin levantarse.




—¿Es que están los dos majaras? —dijo—. Me


van a salir con una fiesta del fin del mundo, solo


para reunir a todo el mundo…




—¿Qué me dice de estos? —dijo Collingswood.


Vardy miró donde le estaba señalando.




—No creo que tengamos influencia suficiente


para persuadirlos —dijo. Siguieron buscando.




—¿Estos?




—No.




—¿Estos?




—… No se parece a un calamar ni de lejos.




—Ni siquiera sé lo que están haciendo —dijo


Baron.




—Ya, pero si filtramos los rumores rápido,


dará igual, es un animal grande —dijo


Collingswood—. Eso es lo que oiría la gente.




739

—Tal vez —dijo Vardy—. Se me ocurre un


problema.




Señaló algo en otro papel. Baron se asomó para


ver lo que fuera que estaban discutiendo.




—Hay otro que va a llegar pronto. De por sí no



preocupa a nadie, pero no tiene nada que ver con


animales, y va a costar que los profetas lo retrasen.


O, si están lo suficientemente cercanos entre sí,


nadie va a…




—Pues los ponemos el mismo día —dijo


Collingswood.




—¿Qué están…? —dijo Baron, y Vardy lo


acalló con la mirada. Parecía estar a punto de


hacerle un feo a la propuesta de Collingswood,


pero su mirada mudó en una expresión de deleite



bastante asombrosa.



—¿Por qué no? —dijo—. ¿Por qué no? Si



damos con las palabras adecuadas, las palabras


clave adecuadas, aun así, un pequeño Armagedón


de andar por casa difícilmente conseguiría


contenerlo. Siempre que haya bastante gente que


crea que podría ser un dios animal. Sin duda daría


que hablar a la gente… Podría ser un modo


infalible de hacer que nuestro cebo sea aún más…





740

—Cebante —dijo Collingswood.




—Teatral. Tal vez. Imagine que hay dos…




Collingswood y él se miraron, resoplaron y


asintieron.




—No cambiará el… el verdadero trato —dijo


Collingswood—. Pero ni siquiera sabemos


cuándo… Dé un paso al frente, hombre, jefe.




Collingswood hablaba con Baron, y le palmeó



la mejilla cariñosamente.



—De acuerdo —dijo Vardy—. Entonces



tenemos no una, sino dos profecías que, mmm,


cazar. Voy a hacer unas llamadas.





















































741

59














Una colérica delegación llegó a la embajada del


mar. No cabía ninguna posibilidad de que una


tropa semejante pudiera enzarzarse contra un


adversario como ese y pasar inadvertido, e



inadvertidos no pasaron, y en la estela de ese


enfrentamiento los rumores se propagaron por


todas partes.




En su mayoría no iban del todo


desencaminados. Alguna exageración


descabellada, de acuerdo, en cuestión de un par de


días: «Lo juro por dios, joder, empezaron como a


lanzar granadas y a soltar todo tipo de conjuros



disparatados, estaban fuera de control». En fin.


Como si el relato, de ser lo bastante grandioso,


reflejara su gloria en el propio narrador.




La verdad ya no resultaba lo bastante


dramática. Un desfile motorizado llegó por la


calle. Un hombre tras otro, también un par de


mujeres, cubiertos con cascos, como si condujeran


motocicletas, pero saliendo de coches,


apostándose en cada cruce. Cristal ahumado





742

oscureciendo rostros dactilares. Nadie pasó por la


calle mientras estuvieron allí.




Desde dentro de las casas, la gente observaba


angustiada a los que llevaban los cascos y la noche



en el exterior. No hacía falta recabar detalles (y no


los tenían), para saber, de un modo


cuidadosamente tácito, que aquella maldita casa


del final de la calle llevaba mucho tiempo dando


problemas. Del coche más grande salieron dos


figuras más con casco, escoltando a un tercero,


escuchimizado. Con el pelo de punki y



aterrorizado. Tenía la boca tapada. Los guardias lo


condujeron, entre los dos, hasta la puerta


principal.




—Date la vuelta.




El hombre obedeció a aquella voz. En su


chaqueta habían cortado dos agujeros, a través de


los cuales miraban dos ojos de tinta. Sin avatares,


ni personajes pasados por el taller, ni micrófonos:


el mismísimo jefe.




—Su puta eminencia —dijo el Tatuaje. Su voz


era perfectamente audible, a pesar de la ropa que


vestía su portador. De cara a la calle, ajeno a la


disputa que tenía lugar a su espalda, el porta‐



Tatuaje se estremecía.


743

—Me he enterado de que fuiste a visitar a unos


contactos míos. Me estaban guardando una cosa y



tú, de alguna forma, interviniste personalmente. Y


yo acabé por perder algo que me había costado un


buen montonazo de esfuerzo y dinero conseguir.


Así que lo que he venido a hacer es preguntar, uno,


¿eso es verdad?; y dos, si lo es, ¿de verdad quieres


seguir por esta senda? ¿Quieres declararme la


guerra?




De nuevo, nada. Después de unos largos


segundos, el Tatuaje suspiró.




—Contésteme, Su Oceanía. Sé que puedes



oírme, cabrón.



Pero no hubo botellas, ni mensajes salidos del



buzón.




—Tú y tu elemental lo que sea. ¿Crees que te


tengo miedo? Dime que ha sido un malentendido.


¿Ni siquiera me puedes decir qué está pasando? Ya


no hay nada seguro. Puedes arder, igual que el


resto de nosotros. No te tengo miedo, y pienses lo


que pienses, no te vas a librar de la guerra. ¿Sabes


quién soy yo?




El modo en que la maléfica tinta dijo esas


últimas palabras, esa amenaza hortera a la antigua,





744

hizo que ganara peso otra vez. De haberla oído,


uno se habría echado a temblar. Pero en la casa del



mar nada sucedió.



—¿Crees que no te voy a dar guerra? —dijo el



Tatuaje—. No te metas en mis asuntos.




De haber invadido el mar los pasillos del


mismísimo Tatuaje, la afrenta habría sido


demasiado grave y, costara lo que costara (y el


precio de la guerra contra un elemento era


elevado), el Tatuaje lo habría pagado. Habría


habido lanzamiento de bombas a las aguas, que


explotarían, dejando agujeros de vacío bajo las olas



traumatizadas. Venenos asesinos de salmuera. Y


aunque el Tatuaje no habría podido ganar, el


interés del mar y su inobservancia de la


neutralidad podrían haber extendido la guerra.




Pero nadie relataría el ataque sufrido por los


despreciados y vilipendiados nazis como una


intromisión, y el Tatuaje no encontraría aliados.


Era lo malo de contratar al coco. Ese era el motivo


por el que el mar se había arriesgado a emprender


tal acción. Naturalmente, la gente sabía que había


estado allí, pese a haber retraído diligentemente



hasta la última molécula de agua salada de las


cuevas excavadas bajo la acera, las nuevas grutas




745

oceánicas, pero nadie lo admitió.




—Dime lo que tengas que declarar a tu favor —


dijo el Tatuaje—. Da una patada hacia atrás.




Se lo dijo al cuerpo sobre el que se encontraba,


y el hombre lo hizo con torpeza, pero el golpe no



impactó ni en la puerta ni en nada.



—Como vuelvas a joderme con mis negocios



tendrás guerra —dijo el Tatuaje—. Coche.




Se dirigía al cuerpo, y el hombre caminó a


trompicones hacia el vehículo. El Tatuaje estaba


desquiciado porque el mar lo había amilanado. El


mar no se deja amedrentar, ni tan siquiera por el


Tatuaje, diría la gente después. Nadie


amedrentará al mar. Esa voz corrió como la


pólvora.




Otro revés inquietante de la historia. Imposible


de describir, un tartamudeo, una alteración, el



calendario de dos por dos que daba pie a otra


maldición que parecía, olía, sonaba igual, pero que


no se sentía igual, no en su propia carne. En las


nubes había más de esa extraña ira, más luchas,


memoria frente a foclusión, en una bronca


celestial. Cada golpe reconfiguraba los fragmentos


en la mente de los londinenses. Solo los más





746

perspicaces alcanzaban a entender en parte los


motivos de sus pequeños infartos, sus confusiones



y afasias: eran parte de la guerra.



Ahora Marge ya formaba parte del hinterland



hasta tal punto que también ella podía sentirlo. Su


mente se llenaba de abruptos olvidos y pinchazos


de recuerdos.




Para ella ya era la última noche. Resentida y


agotada por todos los imposibles, había


respondido, ante su propia sorpresa, a un último


llamamiento de algunos de sus amigos. Un


pequeño grupo de una de las galerías en las que



había expuesto: dos hombres, dos mujeres, que


exponían juntos bajo un nombre colectivo, los


Exhaustos, que se habían atribuido basándose en


intereses que consideraban compartidos. Marge,


sobre la base de su arte, una vez había apodado a


un simpatizante, un semiexhausto, como «Algo


Cansado».




Había dejado de tener noticias de sus amigos


del trabajo, pero los Exhaustos, entre uno y otro,


habían seguido llamándola cada dos o tres días,


procurando animarla a que saliera a tomar algo, a



cenar, a una exposición de la competencia en la


que todos pudieran ponerlos de vuelta y media.




747

—Me alegro un montón de verte, tía —dijo una


mujer llamada Diane. Hacía sus piezas a base de



plástico de bolígrafos fundido—. Hace siglos.



—Ya lo sé, ya lo sé —dijo Marge—. Lo siento.



He estado metida de cabeza en el trabajo.




—No hace falta que te disculpes por eso —dijo


Bryn. Él pintaba retratos en libros muy gordos


abiertos al azar. En la opinión de Marge, su trabajo


era una auténtica mierda.




Pensaba que se sorprendería a sí misma


interpretando un papel esa noche. Pero su


deambular de un bar arty a otro volvió a


sumergirla en la vida que creía haber perdido


hacía tiempo. Únicamente tenía una ligera



sensación de estar observándose, de fingimiento,


cuando pasaban por delante de los salones de


tatuaje y librerías, restaurantes baratos. A su lado


circulaban sirenas de la policía y de los bomberos


con tremendo apuro.




—¿Sabes algo de Dave? —Le preguntaban por


personas de las que apenas se acordaba.




—¿Qué pasa con aquel tema del camello que


decías?




—No me puedo creer que tuviera que



748

mudarme, mi casero es una mierda.




Y otras cosas por el estilo.




—¿Cómo has estado? —le preguntó Bryn al


final, en voz baja, y ella se limitó a mover la cabeza


y poner los ojos en blanco, como diciendo «No



quieras saberlo», como si el plazo hubiera


cumplido, la carga de trabajo fuera brutal, y


hubiera perdido la noción del tiempo. Él no


insistió. Fueron a ver una peli, luego a un bolo de


dubstep, dejándose por el camino a Bryn y luego a


una mujer llamada Ellen, una cena tardía, cotilleo


y paridas creativas. Londres se abría.




Milagro en Old Crompton Street: el puto Soho


estaba de lo más encantador esa noche. Multitud



de gente bailaba salsa mala, de marcha todavía en


la puerta de la librería Blackwell’s. Los cafés se


desparramaban por las aceras, y un desconocido


con un capuchino que le sobraba y que algún


partido desdeñoso había rechazado, se lo pasó a


Marge encogiéndose de hombros, y ella a punto


estuvo de mirar al cielo, resignándose a la


interpretación del mundo, pero se lo bebió,


disfrutando de cada sorbo. Vacíos templos de las



finanzas los contemplaban desde el contorno de la


ciudad: los malos tiempos aún no habían acabado




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