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Published by snullbug20, 2019-04-16 18:18:12

Kraken - China Mieville

«hermanodeldiluvio», solo diga eso, que hay un


mensaje de Tyno Helig. Él lo entenderá. Créame.



Tyno Helig, ¿lo tiene? —La mujer garabateó el


nombre en un papel—. Estaré esperando. Estaré en


Maryon Park. Por favor.




Marge miró a la mujer a los ojos, tratando de


inspirarle una especie de complicidad de


hermanas. No estaba segura de hasta qué punto


había funcionado. Salió de allí corriendo y se alejó


hasta haber doblado la esquina, en cuyo punto


redujo la marcha para deambular tranquilamente



por Warspite Road, pasando la rotonda que daba


al parque.




El tiempo estaba demasiado distinto y


demasiado desapacible para estimular la


reminiscencia, pero estuvo echando un vistazo por


los alrededores hasta estar bastante segura de que


había dado con un lugar reconocible de la película


Blow‐Up. Se sentó lo más cerca que pudo de ese


punto. Observó a todo el que se acercaba por allí.


Palpó la pequeña navaja automática que se había



comprado, por si servía para cualquier inutilidad.


Contaba bastante con la luz del día y los


transeúntes. Marge se preguntaba si reconocería a


su presa cuando entrara en el parque.






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Resultó que, tras casi una hora de espera,


cuando su llamada obtuvo respuesta, no le cupo



ninguna duda. No era una persona, sino tres.


Todos hombres, caminaban apresuradamente por


los senderos, mirando en todas direcciones. Eran


unos tipos grandes, atléticos. Iban vestidos con


idénticos uniformes de ingeniero. El más mayor, al


frente, hizo señas a sus acompañantes para que se


dispersaran. Marge se puso en pie: se sentiría más



segura si se enfrentaba a los tres a la vez que a uno


solo. Ellos la vieron de inmediato. Ella apretó los


dedos alrededor de la navaja.




—Hola —dijo—. Soy Tyno Helig.




Se quedaron un poco atrás. Tenían los puños


apretados. El hombre que iba al frente tenía la


mandíbula en tensión.




—¿Quién —dijo— eres tú? ¿Qué coño estás


haciendo? ¿Dijiste que tenías un mensaje?




Marge advirtió los sentimientos encontrados


del hombre. Ira, por supuesto, por haber sido


descubiertos y porque los hubieran sacado del


trabajo, cuando iban de paisano. Ira porque


alguien se burlara de ellos de esa forma, que


despreciaran su fe, que es lo que él debía de estar



pensando, sin duda, que era lo que estaba


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sucediendo, por lo que veía Marge. Y sin embargo,


además de esa ira, y luchando contra ella, había



emoción. Marge fue consciente de esa pequeñita


esperanza.




—¿Cuál es tu mensaje? —dijo.




Así que su plan había funcionado. Tyno Helig,


no una persona, sino un lugar: uno de los reinos


hundidos, la Atlántida galesa. Eso, habían


pensado mientras trazaba su plan, debería


intrigarlos.




—¿Quién eres? —dijo el hombre.




—Siento haberos desorientado —dijo—. Tenía


que haceros salir. Lo siento.




Vaciló un instante, pero, joder, estaba tan


cansada de no poder cabrear a la gente…




—No se trata de vuestra ola gigante, la que


estáis esperando. Tengo que haceros una


pregunta.




El hombre alzó hasta su cabeza el puño


apretado, como si quisiera golpearse a sí mismo, y



a continuación la agarró por las solapas. Sus


acompañantes se apiñaron a su alrededor,


escudándolos de la vista de la gente.





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—¿Nuestra qué? —susurró—. ¿Una pregunta?


¿Tienes idea de quiénes somos? Ya puedes ir



convenciéndome para que no te ahogue. ¿Tienes


idea de quiénes somos?




Se hacía una idea, sí. Los credos extravagantes


afloraban una y otra vez en sus pesquisas. Había


rastreado la información con la insistencia


suficiente.




La Comunión del Santo Diluvio. Tal y como


aprendió gracias a un teólogo furtivo de la red, el


arco iris no era una promesa: era una maldición.


La caída no se produjo cuando la pareja



primigenia salió del jardín: todo eso fue como un


funesto sueño de juicios previo al éxtasis. Lo que


sucedió fue que Dios recompensó a sus fieles con


eventuales lluvias sagradas.




«Mala traducción», había leído. Si lo que le


habían dicho a Noé, Ziusundra, Utnapishtim, o el


mismo personaje con cualquier otro nombre, que


tenía que construir era un barco, ¿por qué la Torá


no lo decía? ¿Por qué su arca no era una oniyah, un


barco, sino un tebah…, una caja? Porque no fue


construida para surcar las olas que enviaba Dios,



sino para transitar por debajo de ellas. El primer


submarino de la historia, en madera de gofer,




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trescientos codos de longitud, viajando por el


nuevo mundo de la promesa de Dios. Cultivó las



praderas de algas. Pero los elegidos para el paraíso


acuático habían fracasado, y Dios, colérico, retiró


las aguas. Ese paisaje de castigo era donde


vivíamos, exiliados del océano.




La Comunión del Santo Diluvio rogaba por la


restauración de la lluvia. Marge leyó acerca de sus


utopías, no hundidas en la perdición, sino en la


recompensa: Kitezh, Atlántida, Tyno Helig.


Honraban a sus profetas: Kroehl y Monturiol,



Athanasius, Ricou Browning y el padre de John


Cage. Citaban a Ballard y a Garrett Serviss. Daban


gracias por el tsunami y celebraban la fundición


del satánico hielo polar que, irónicamente,


contenía agua en forma de mármol inmóvil. Para


ellos era un mandamiento sagrado volar lo más


lejos y con la mayor frecuencia posible, para


maximizar las emisiones de carbono. Y apostaban


a agentes sacros allá donde algún día pudieran



contribuir a acelerar la inundación.




De modo que esta pequeña célula trabajaba en


la que sería, aparentemente, la industria más


blasfema de la defensa del diluvio. Estaban


esperando el momento propicio. Bloqueando


pequeñas crecidas irrisorias y aguardando a que


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llegara la grande. Cuando se precipitara esa ola


definitiva, y esa sublime corriente de reflujo



surgiera rugiendo de las profundidades, entonces,


en ese momento, ellos meterían palos en las


ruedas. Y después de que el agua cercara las calles


como una trampilla de Hokusai, la Hermandad del


Sagrado Diluvio viviría por fin en el Londres


sumergido con el que soñaban.




Y ahora su mensaje. Era el fin del mundo, todo


el mundo lo sabía… tal vez, pensaron ellos, fuera


el suyo.




—Podéis consideraros afortunados de que



nadie haya venido a meterse con vosotros hasta


ahora —dijo Marge. Se zafó de él—. Yo ni siquiera


había oído hablar de vosotros hasta hace unos


días. Alguien dijo que habláis en nombre del mar.


Y a lo mejor habéis sido vosotros los que os habéis


llevado el calamar. Ya sabéis de qué estoy


hablando. Necesito saber… El alguien que hizo


algo con esa maldita cosa le hizo algo a mi chico.




—Tienes descaro —dijo él—. No digo que eso


te exima de nada, pero tienes algo.




—Te lo dije, tío —intervino otro—. Está todo


hecho una mierda.







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—No es descaro —dijo ella—. Es solo que estoy


muy cansada, de verdad, y lo quería. Estaba con



Billy Harrow…, Billy Harrow.



Lo repitió al ver su reacción. El hombre hizo



rodar su fino cuello y miró a los otros.




—Harrow —dijo—. ¿Harrow? Él es el que se


llevó al kraken, eso pensaba yo. Es lo que me


dijeron. Él es como su profeta. Se fue con Dane


Parnell cuando este huyó de los krakenistas. Es


con ellos con los que tienes que hablar. Fueron


ellos los que se lo llevaron.




—No es verdad.




Se miraron entre ellos.




—Dane huyó de su iglesia cuando el kraken


desapareció, para unirse a Harrow, así que si


tienen algo que ver con tu colega…




—Os lo estoy diciendo —insistió—. Eso no fue


lo que pasó. Yo no sé nada de Parnell, no sé mucho


de nada, pero Billy Harrow no se llevó el calamar.



Me comí una pizza con él.




Eso la hizo reír.



—Y sé que no fue él. De todas formas, creo que



está muerto. Y si supiera dónde está Leon, me lo



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diría…




Se quedó callada al recordar la luz intermitente


de la farola.




—Él me lo diría —añadió despacio—. Si


pudiera.




El hombre hizo un corro con sus compañeros.


Ella esperó. Los oyó discutir.




—¿Creéis —dijo de repente, sorprendiéndose



levemente a sí misma— que estaría perdiendo el


tiempo con vosotros si tuviera alternativa?




Ellos la miraron, un poco perplejos.



—No me interesa nada de eso, no me interesan



estas chorradas, no me creo vuestras paridas, no


quiero un mundo inundado y no quiero que un


calamar sea el rey del universo, y no quiero


involucrarme en esa locura de mierda, y ni


siquiera creo que vaya a recuperar a Leon jamás.


Solo estoy cansada y resulta… —Se encogió de


hombros como diciendo «¿Quién sabe?»—.



Resulta que necesito saber qué ha pasado.


¿Vosotros me decís que no tenéis ni idea de lo que


está pasando? ¿Y de qué servís vosotros?




Estaba empezando a lagrimear un poco, sin


lloriquear ni sollozar, sino de pura rabia.

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—Quien haya hablado contigo —dijo, y


vaciló—, no sabe lo que dice. Nosotros no



representamos al mar, nosotros no… ¿Cómo


podríamos? Te han informado mal.




—Me da igual…




—Ya, pues a mí no. La gente tiene que saber. Se


está cociendo algo. ¿Cómo te has enterado de todo


esto? ¿Quién te está ayudando?




—Nadie. Joder.




—No puedo hacer nada por ti. —No hablaba


con delicadeza, pero tampoco con agresividad—.


Y no hablo en nombre del mar.




Hablaba con precavida indignación. A Marge


le daba la impresión de que aquel hombre que


aspiraba devotamente a la destrucción del mundo


por obra del agua, a la reconfiguración de todas las


ciudades de la humanidad por obra de anguilas y



algas, a la fertilización de las calles hundidas con


los cuerpos de los pecadores, era un tipo bastante


decente.




—Tienes que andarte con cuidado —dijo—. No


te metas en problemas. Necesitas protección. Esta


ciudad es peligrosa a todas horas, y ahora mismo


está desquiciada. Y vas a acabar por ofender a



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alguien. Consigue protección. No llevas encima


nada de nada, ¿a que no?




Se echó la mano al pecho, donde debía colgar


un amuleto.




—Vas a conseguir que te maten. A tu novio eso



no le serviría de nada, ¿no crees?



Estuvo a punto de decirle «No soy ninguna



cría», pero su afable brusquedad la cohibió.




—Olvídate de todo esto. Y si no puedes, acude


a alguien. A Murgatroyd, o a Shibleth, o a Butler,


o a alguien. Recuerda esos nombres. En Camden,


o en Borough. Diles que te envía Sellar.




—Escucha —dijo ella—. ¿Puedo…, puedes


darme tu número? ¿Puedo hablar contigo de todo


esto? Necesito ayuda. ¿Puedo…?




Él negaba con la cabeza.




—No puedo ayudarte. Lo siento. En este


momento estamos muy liados. Ahora vete. —Le


dio unas palmaditas en el hombro, como si ella


fuera un animal—. Buena suerte.




Marge abandonó el obstinado paisaje de


Woolwich. No miró atrás, a la espantosa cúpula



aplastada, toda blanca, como enfermiza. Su mejor



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pista no la había llevado a ninguna parte. Aún


tenía tarea por delante. Tal vez buscara protección,



como le habían aconsejado.



Su mejor pista no la había llevado a ninguna



parte, cierto, pero la propia Marge se había


convertido en una pista, pese a ser ajena a ello. La


revelación de que quizá Billy Harrow, el


misterioso profeta del kraken, pudiera no haber


estado detrás de la divina desaparición era


importante.




Los ejércitos de los justos debían saberlo. El


mar debía saberlo.



























































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Jason Smyle, el camaleón proletario, escuchaba


mientras Billy le suplicaba que llevara a cabo una


misión no remunerada.




—Eres amigo de Dane —dijo Billy.




—Sí —dijo Jason.




—Hazlo por él —insistió.




Billy no sabía dónde estaba Jason. No tuvieron


tiempo de concertar un encuentro. Le había dado


a Wati el número de teléfono que, sin demasiada


dificultad, incluso en los desoladores momentos



que siguieron al asalto, había robado. Wati


encontró a Jason y le pasó el número.




—¿Entiendes lo que ha pasado? —dijo Billy—.


Se lo han llevado. Los nazis del caos. Ya sabes lo


que significa eso.




Billy sentía como si también lo supiera, como si


llevara mucho tiempo viviendo allí. A diferencia


de él, Dane no había tenido a ningún angelus ex


machina velando por él.






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—¿Qué quieres de mí? —Cuando habló, Billy


tuvo la sensación, aun a través del teléfono, de que



conocía a Jason de algo.



—Tenemos que encontrarlo y tenemos que



saber qué está pasando. Aquí hay conexiones


negativas. Escucha. —Billy se colgó el teléfono del


hombro y se metió en un patio vallado a través de


un agujero en el alambre—. A esos nazis los paga


el Tatuaje. Y son los mismos que están


reventándole los piquetes a Wati. Junto con la


policía.




»Tenemos que saber hasta dónde llegan las



conexiones. Por lo que sabemos, Dane podría estar


en manos de la pasma. Está claro que están


conchabados de alguna forma con el Tatuaje, por


lo menos deben de saber dónde está. Así que te


necesitamos. Pero, aunque los encontráramos, tú


no podrías acercarte a los nazis, no funcionaría,


¿verdad?




—No —dijo Jason—. No les pagan, así que es


imposible. Están comprometidos, y yo no puedo


esconderme tras un credo. Eso y un poco de magia,


y me joderían vivo.




—Vale. Entonces tienes que entrar en la



comisaría de Neasden a ver qué saben de todo


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esto. Averigua lo que puedas. Jason, es Dane.




—… Sí —dijo Jason—. Sí.




A pesar de no haberse planteado la posibilidad


de que Jason rehusara, Billy cerró los ojos aliviado.




—Llámame cuando estés, cuéntame lo que


hayas averiguado —dijo Billy—. Gracias. Tienes


que hacerlo ahora, Jason. Gracias. No tenemos ni



idea de dónde están.




—¿Qué vas a…?



—Hay otras cosas que tengo que averiguar.



Jason, por favor, haz esto ahora. Tenemos que


encontrarlo.




Billy colgó.




¿Cómo te alejas de un escenario como ese? Lo


único que fue capaz de hacer Billy una vez se


llevaron a Dane, en medio de la fría quietud


observada por grandes edificios muertos, fue


seguir la voz de Wati. El espíritu rebelde lo había


guiado desde su bolsillo y desde las pocas


figurillas que pudo encontrar en aquel terrible



sector vacío.



Billy dijo:




—Los londromantes.


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—Mantén la calma, colega —le había dicho


Wati desde algo que Billy ni siquiera veía—. Nadie



nos va a ayudar.



Aquel núcleo central, Fitch y Saira y su



camarilla, el hombre inconsciente al que Billy


había disparado y presionado sin querer, no


podían acudir en su ayuda, Billy no disponía de


pisos francos ni de escondites.




—Oh, mierda —dijo Wati.




Por si no tuviera ya bastantes problemas, la


UAM tenía que hacer de niñera de este mesías


repentinamente despojado de todo. Pero Billy no


había obedecido su mandamiento de levantar la


tapa metálica de la calle y, con intrincadas



artimañas y una fuerza insólita en él hacía solo


unas pocas semanas, adentrarse en el submundo


de la ciudad. En lugar de eso, Billy había hecho un


receso, había cerrado los puños sin apretar, y había


sentido cómo el tiempo vacilaba y regresaba,


moviéndose como una sábana agitada. Le había


dicho a Wati que mejor se fuera con él, y encima


va y roba un teléfono. Había cogido en una tienda


la más pequeña de las figuras de una muñeca rusa,



la sostuvo a la altura de sus ojos en vez de aquel


estúpido Kirk al que, pese a todo, había




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conservado, y le dijo a Wati:




—Esto es lo que tenemos que hacer.




—De todos los mequetrefes con los que


tenernos que vernos las caras —dijo Baron—, los


nazis del caos de las narices son a los que más



detesto.



Estaba entre Collingswood y Vardy. Se rascaba



la cara furiosamente, con ansia. Estaban apiñados


entre sí, mirando a través de un cristal reforzado


que daba a una habitación de hospital, donde un


hombre vendado permanecía atado a una cama


mediante tubos y grilletes. Una máquina le


controlaba el ritmo cardíaco.




—Acaba de decir «mequetrefes» —dijo


Collingswood—. ¿Aspira a algún papel en algo?




—Está bien —dijo vagamente. Se sorbió la


nariz—. Imbéciles.




—No me joda, jefe —dijo Collingswood—.


Suba el listón. Cagazorros.




—Cabrones.




—Escupescamas, jefe. Follaculebras.


Coñoavispillas. Brindadores mascapollas.




Baron se la quedó mirando.


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—Oh, sí —dijo Collingswood—. Así es. Tengo


un don. Soy un genio.




—Dígame —interrumpió Vardy—. ¿Qué les


hemos sacado a estos exactamente? Son varios,



¿correcto?




—Sí —dijo Baron—. Cinco, con lesiones de


distintos grados. Y los muertos.




—Quiero saber con todo detalle qué fue lo que


vieron. Quiero saber con todo detalle qué está


pasando.




—¿Tiene alguna idea, Vardy? —dijo


Collingswood.




—Oh, sí. Ideas sí que tengo. Demasiadas,


maldita sea. Pero estoy intentando poner orden en


todo esto. —Vardy miró al hombre que estaba en


la cama—. Es el Tatuaje. Nos enteramos de que


estaba contratando verdugos. No esperaba que



fuera esta chusma.



—Sí, se ha abusado un poco del protocolo, ¿no



es así? —dijo Baron—. Los ene del ce no se juntan


con compañías demasiado amables.




—¿Ha trabajado antes con ellos? —dijo


Collingswood.





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—No, que yo sepa —dijo Vardy.




—¿Y Grisamentum?




—¿Cómo? —La miró—. ¿Por qué dice eso?




—Es que estuve echándoles un vistazo a todos


los archivos que tiene encima de la mesa, lo de los


socios del Tatu. Y también incluye a Grizzo. Me


preguntaba a qué venía eso.




—Ah —dijo él—. Bueno, es cierto. Esos dos…



Se mueven al compás el uno del otro. Siempre lo


han hecho, cuando estaba Grisamentum. Que,


como ya sabemos todos, ¿estamos de acuerdo?,


parece que sigue estando. Los socios de uno


podían ser socios del otro.




—¿Por qué? —dijo Collingswood—. Eso no


tiene ningún sentido. Se odiaban mutuamente.




—Ya sabe cómo funcionan estas cosas —dijo


Vardy—. ¿Los polos opuestos se atraen? ¿Untado,


renegado, lo que sea?




Collingswood sacudió la cabeza.




—Si usted lo dice, colega. No sé —dijo—. El


grupito de Griz lo requetequería, ¿no es verdad?


Esa banda era fan total hasta la náusea.




—Nadie es tan leal como para no dejarse


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comprar —dijo Vardy.




—Olvidaba la panda de pirados con los que se


codeaba al final —dijo Collingswood—. Griz. He


estado mirando los archivos esos.




Vardy la miró arqueando una ceja.




—Médicos, doctores muerte… Y piros,


también, ¿no?




—Sí. Eso es.




—Y según tiene entendido algunos de ellos


trabajan ahora para el Tatuaje, ¿verdad?




Vardy vaciló y se echó a reír. No era propio de


él.




—No —dijo—. Resulta que no. Pero no hay



razón para no comprobarlo.



—Entonces, ¿sigue persiguiéndolos?




—Sí, maldita sea, ya lo creo. Los persigo a



todos, a cada uno de ellos, hasta que sepa de una


vez por todas a ciencia cierta que no están metidos


en lo del calamar, ya sea con Grisamentum o con


el Tatuaje. O por libre. Usted haga su trabajo, que


yo hago el mío.




—Pensaba que su trabajo consistía en canalizar




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el espíritu del chiflado toca narices de los dioses y


reseñar libros sagrados.




—Vale, los dos —dijo Baron—. Tranquilícense.




—¿Por qué cojones no encontramos el calamar,


jefe? ¿Quién lo tiene? Esto se está convirtiendo en



una memez.



—Collingswood, si lo supiera, sería inspector



jefe de la Metropolitana. Vamos a intentar, por lo


menos, saber quién es quién en este lío. Bueno,


tenemos a los nazis del caos, nuestros mascapollas,


muchas gracias, agente, entre los empleados recién


contratados por Tatuaje. Junto con todo el resto de


la ciudad.




—No todos —dijo Collingswood—. Hay


pistogranjeros por ahí, pero esos van por otros



derroteros. Nadie sabe cuáles, y nadie se siente


muy seguro al respecto.




—Pues ese tiene que ser nuestro calamarraptor,


seguro —dijo Vardy—. ¿Quién les paga?




—No he podido seguir el rastro. Se han puesto


en modo silencio.




—Pues sáqueselo —dijo Baron.




—Jefe, ¿usted qué cree que estoy intentando



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hacer?




—Espléndido —dijo Baron—. Es como un koan


zen, ¿verdad? ¿Qué es mejor?, ¿que unos


pistoleros visionarios sagrados estén luchando



contra nosotros y junto con los nazis del caos, o


contra ellos y que nosotros estemos en medio?


Respóndame a eso, mi pequeña bodhisattva.




—¿No podríamos, por favor —dijo Vardy—,


dejar claro con ese tipo qué es lo que está pasando


aquí? ¿Alguno de ellos nos ha dicho algo?




—Desde luego —dijo Baron—. Ha tenido que


replantearse la estrategia por lo poco que he


tardado en hacerlo claudicar, así que, con el


pretexto de jactarse del caos que iba a sembrar



aterrorizándome con la verdad, blablablá por aquí


y blablablá por allá, este capullín ha cantado como


el más hermoso ruiseñor.




—¿Y? —dijo Vardy.




—Y Dane Parnell no está pasando por su mejor


momento. Nos han sisado a nuestro exiliado, por


lo visto. Eso es lo que llegó a ver antes de


desmayarse —dijo, señalando por la ventana con


la barbilla—. Cosa que nos deja con el pobre Billy


perdido y solo en la ciudad. ¿Qué hará ahora?





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—Sí, pero tampoco es que esté desamparado,


precisamente, ¿no? —dijo Collingswood—. O sea,



solo con señalar…



Movió la mano en dirección al hombre



salvajemente agredido.




—Tampoco es que Billy no pudiera defenderse


solito, ¿verdad?




—Vardy —dijo Baron—. ¿Le importaría darnos


su opinión?




Abrió su cuaderno de notas con gran


afectación, como si no lo recordara todo acerca de


la descripción que estaba a punto de dar.




—«Era una botella, policía, gusano de la ley,


nos traemos el caos mutuamente, escoria, etcétera,


etcétera» —leyó, impasible—. Voy a recortar en


epítetos y a saltarme los especificativos. «Era una


botella. Una botella que nos atacó. Nos mordía con



una calavera. Sus brazos eran huesos. Era un


auténtico enemigo de cristal». Me gusta esa última


frase, tengo que reconocerlo.




Dejó a un lado el cuaderno.




—Pues bueno, Vardy —dijo—. Debe de tener


algo en mente.





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Este había cerrado los ojos. Se reclinó contra la


pared e infló las mejillas. Cuando por fin volvió a



abrir los ojos, no miró a Baron ni a Collingswood:


fijó sus ojos intensamente en el lisiado nazi del


caos, al otro lado de la ventanita.




—Ya sabemos de qué va esto, ¿no? —dijo


Baron—. Lo diré de otra forma. No tenemos ni idea


de qué va esto. Nadie la tiene. Pero, maldita sea,


tenemos un indicio razonable de qué fue lo que se


precipitó y arrambló con el joven Harrow.




—De acuerdo, voy a volver al museo. A ver si


consigo que todo esto tenga un poco más de



sentido. Por una vez en la puñetera vida —dijo


Vardy con súbita agresividad—, sería un auténtico


placer que el puñetero mundo funcionara como


debería. Estoy harto de que el universo sea


siempre un maldito disparate aleatorio, todo el


rato, maldita sea.




Suspiró y movió la cabeza. Ante la sorpresa de


Collingswood, esbozó una breve y tensa sonrisa


cohibida.




—Bueno —dijo—. En serio. Vamos. ¿Por qué


iba a estar protegiendo a Billy un condenado ángel


de la memoria?







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Pero a Dane no lo estaba protegiendo, un hecho


que lo había llevado a estar sumido, en ese mismo



instante, en una aturdida duermevela, sujeto con


correas en una postura que le causaba terribles


calambres y que le había costado mucho tiempo


identificar como una encorvada cruciforme.


Estaba adherido como una ofrenda a una tosca


esvástica del tamaño de un hombre. No abría los


ojos.




Oía ecos. Pasos. Provenientes de alguna parte,


deliberadas risas histéricas, estruendosas, que lo



aterrorizaban igualmente, a pesar de su


ostentación. El gruñido y los ladridos de un perro


enorme. Uno a uno, fue tensando los músculos de


sus brazos y piernas, para comprobar que seguía


entero.




Kraken, dame fuerza, rezaba. Dame fuerza desde tu


profunda oscuridad. Sabía, si abría los ojos, qué


figuras vería. Sabía que su desdén, por intenso y


real que fuera, no sería menor que su terror, y que


tendría que sobreponerse a él, y en ese preciso



momento no tenía la claridad de ideas ni las


agallas para hacerlo. De modo que mantuvo los


ojos cerrados.




La mayoría de los brujos del caos te matarían




623

de aburrimiento hablando de que el caos que ellos


explotaban era la «emancipación», que su



ilusionismo no lineal era la antítesis de la actitud


rayana en la línea recta que conducía, según


insistían, a Birchenau, un puto trabalenguas. Pero


siempre era un juego de manos político, para


destacar únicamente ese aspecto de la extrema


derecha. Había otra tradición, en cierto modo


reprimida, aunque no menos fiel y fielmente



fascista: el barroco decadente.



De entre las sectas fascistas, los más



exuberantes, ansiosos como strasseristas por


reclamar lo que, insistían, era el verdadero núcleo


de un movimiento desviado, eran los nazis del


caos. El crujiente cuero negro de las SS, insistían


ante los poquitos que estaban dispuestos a


escucharlos, y no a salir huyendo o a matarlos a las


primeras de cambio, era una pornografía de


cobardes, una remilgada corrupción de la


tradición.




En cambio, mirad, decían, la furia del este.



Mirad la estructura autónoma de las células del


terror de la operación Werewolf. Mirad las orgías


sibaritas en Berlín, que no eran corrupción, sino


culminación. Mirad la fecha sagrada de su


calendario: Kristallnacht, todo ese caos de esquirlas


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relucientes en el adoquinado. El nazismo,


insistían, era exceso, no un comedimiento



mojigato, no ese escudete del superego que habían


escogido los burócratas.




Su símbolo era la estrella del caos de ocho


puntas, modificada de forma que haría ahogarse


en lágrimas al mismísimo Moorcock, con los


brazos diagonales doblados, una esvástica que


señalaba en todas direcciones. ¿Qué es la «Ley»,


decían, qué es la némesis del caos sino la tora?


¿Qué es la Ley sino Ley judía, que es el carácter



judío propiamente dicho, y por lo tanto, qué es el


caos sino la renuncia a ese sucio código


torabolchevista? ¿Qué era lo mejor de la


humanidad sino la voluntad y la ira y la


indulgencia, haced de vuestra propia voluntad la


autopoyesis del Übermensch? Y así, hasta la


saciedad.




Eran unos provocadores, por supuesto, y un


hatajo de lo más ridículo, pero destacaban entre los


malvados por actos ocasionales de increíble y



artística crueldad, restaurando el auténtico


espíritu de sus profetas. Sin duda la Solución Final


era eficaz, insistían, pero era desalmada. «El


problema de Auschwitz», insistían los chistosos


intelectuales del asesinato con tortura, «¡es que era


625

la clase de “campo” equivocada!». El führer del


Caos que esperaban, pensaban, debía alcanzar un



nivel suficiente de genocidio artístico.



Era a semejantes elementos a los que el Tatuaje,



Goss y Subby habían recurrido en busca de ayuda,


y se habían encargado de que Londres supiera a


quiénes habían recurrido. Se habían dirigido a


estos estrambóticos y peligrosos payasos


monstruosos para dar caza a Dane y a Billy. Y de


ellos Billy había sido rescatado, y Dane, no.





































































626

49














Billy se puso las gafas. Estaban


inmaculadamente intactas, y aún limpias. Dijo:




—Wati.




—No sé dónde está Dane —dijo Wati de


inmediato—. Sigo buscando, pero vamos a tener


que esperar a que Jason tenga más suerte. Han


puesto hechizos o algo así.




Billy dijo:




—Quiero contarte una cosa que he soñado. —


Hablaba como si siguiera soñando—. Se notaba



que era importante. Soñé con el kraken. Era un


robot. Había regresado, estaba metido dentro del


tanque. Yo estaba en pie a su lado. Y algo me dijo:


«Estás mirando en la dirección equivocada».




Hubo unos segundos de silencio.




—Jason va a entrar, y mientras lo hace yo


quiero averiguar por qué el ángel de la memoria


está cuidado de mí —dijo Billy—. Puede que él


sepa algo de lo que está pasando. Supo cómo


encontrarme. Y es probable que haya estado


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cuidando de mí, pero permitió que se llevaran a


Dane.




Le contó a Wati lo que habían hecho Fitch y


Saira. No lo dudó, aunque sabía que se trataba de



un secreto profundamente secreto. Confiaba en


Wati, en la misma medida en que ahora confiaba


en cualquier londromante.




—Diles que tienen que ayudarnos —dijo.




Wati parecía estar jugando a la pídola, saltando


de cuerpo en cuerpo, pero tuvo que regresar:




—No puedo entrar ahí —dijo—. Es la Piedra de


Londres. Me repele. Es como subir a nado por una


cascada. Pero…




—Pues será mejor que vayas buscando la


forma de decirles que tienen que ayudarme,


porque si no, voy a salir a la calle a contarle a toda


la ciudad a grito pelado lo que hicieron. Diles eso.




—No puedo entrar, Billy.




—Reviéntales los secretos.




—Billy, escucha. Se han puesto en contacto con


nosotros. Recibí un mensaje de esa mujer, Saira. Es


lista, sabe que yo estaba contigo y con Dane. Me



hizo llegar un mensaje a través de la oficina. No



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dejaba entrever nada, solo: «Estamos intentando


establecer comunicación con nuestro amigo



común. ¿No podríamos concertar una reunión?».


Nos está diciendo que quieren ayudar. Ya están en


contra del Tatuaje. Eso los hace más amigos que


enemigos nuestros, ¿no crees? Yo no puedo entrar,


pero puedo enviar a alguno de los míos. Que le


pregunten a Fitch dónde están los nazis.




—Porque si es en Londres… —dijo Billy—,


debería saberlo.




—Así es. Así es.




—¿Cuánto tiempo?




—No lo sé.




—Nos movemos —dijo Billy—. Lo sacaremos.


Estoy mirando en la dirección equivocada. Tengo


que saber quién lucha contra mí y quién lucha


conmigo. Así que, Wati, ¿cómo puedo informarme



acerca de los ángeles?



En una ciudad como Londres…




Un momento: esa forma de pensar en ello no



ayudaba en absoluto, porque no había ninguna


ciudad como Londres. Esa era la cuestión.




Londres era un cementerio embrujado por fes



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muertas. Una ciudad y un paisaje. Un mercado


erigido sobre feudalismos. Recolección y caza, y



también pequeños focos de otredad, pero por


encima de todo lo que había a ese nivel, Billy había


acabado por vivir en un alicatado de feudos,


ducados teocráticos, zonas y esferas de influencia,


supervisadas por algún déspota local, algún pope


del crimen. Todo consistía en un «quién conoce a


quién», «quién da acceso a qué», «quién unta la



mano de quién en qué ruta hacia dónde».



Londres tenía sus intermediarios, guerreros



shadchan que facilitaban encuentros por una


tajada. Wati podía decirle a Billy dónde estaban, y


cuál de ellos mantenía una débil conexión con los


ángeles. Wati seguía buscando, y además tenía su


propia guerra que librar. La luna sacaba los


cuernos, el cielo estaba nudoso. Las sectas estaban


caprichosas.




Y allí estaba Billy, solo, y sabía que debería


haber estado aterrorizado, pero no lo estaba.


Estaba ansioso. Le parecía como si los relojes



vacilaran a cada paso que daban. Era temprano


cuando empezó a recorrer la lista que Wati le había


proporcionado.




Billy sabía que era un objetivo. Ahora más que




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nunca. Descubrió que sus piernas habían


aprendido las tretas que Dane había empleado por



él en su andar, que ahora él caminaba con un ritmo


de autocamuflaje. Que buscaba la penumbra de


forma automática, que procedía como un soldado


que quiere pasar desapercibido. Llevaba agarrado


el fáser dentro del bolsillo, y vigilaba su entorno


con avidez.




Así, solo, Billy llamó a la puerta trasera de una


tienda de bocadillos de Dalston. Una iglesia y una


sala de muestras de alfombras de Clapham. Un



McDonald’s de Kentish Town.




—Wati me ha dicho que podéis ayudarme —


decía una y otra vez a los suspicaces individuos


que respondían.




La mejor manera de abordarlos era no hablar


nunca con nadie sobre nada. La comunicación


podía significar implicarse en alguna disputa que


ni te imaginabas que estuviera produciéndose,


tomar partido, firmar inadvertidamente sobre una


línea de puntos. Aun así.




Conseguidores y acudidores tenían sus


propios escenarios. Salas y chabolas con internet,


donde los hombres y mujeres contratados por sus



fes para robar, torturar, asesinar, cazar y conseguir


631

cosas pudieran verse con otros que comprendieran


las presiones de su trabajo y con los que poder



intercambiar chismorreos.



—Dane no podría haber ido —le advirtió Wati



a Billy—. Lo habrían reconocido. Pero a ti la gente


no te conoce. Puede que te conozcan por el


nombre, si tienen bien abiertas las orejas. Pero no


por tu cara.




—Algunos, sí.




—Sí.




—Algunos podrían hablar con Goss y Subby.




—Podrían.




—¿Dónde estarán, a todo esto?




—No sé.



Los políticos de una ciudad de cultos



contribuyen a los encuentros complejos. Ver a un


asesino de los Beltway Brethren contándole un


chiste a alguien de los Mansour Elohim, pero


dando de lado a los gemelos de la Iglesia del Cristo


Simbionte era un curso intensivo de realtheologie.


En la mayor medida posible, no obstante, en estos


sitios que visitaba Billy, uno se dejaba las lealtades



en casa. «Eso», tal y como rezaba el mensaje que



632

había encima de la puerta de un escondite, «es la


Leyral».




Ley u oral debía de ser («Leyral», la unión de


esas dos palabras), pero no seamos idiotas. Billy



entró en cada uno de esos lugares con precaución,


y llevaba puesto un bigote falso. Incluso de no


haber estado buscando a Dane y apoyando a sus


camaradas, Wati no habría podido entrar. No se


permitía la entrada a familiares, y «Prohibido


muñecos», decían los carteles a la entrada, y Billy


no quería arriesgarse a desobedecer. Todas las



estatuillas habían sido excluidas a partir del inicio


de la huelga. El de la hechicería era un mundo de


lo más burgués y mezquino. Se pasaban esos ratos


de ocio indeseado criticando a sus familiares, y no


querían a ningún sindicalista escuchando a


escondidas.




En dos ocasiones la petición de ayuda de Billy


fue rechazada cuando mencionó el poco dinero


que podía ofrecer.




—¿Ángeles de la memoria? —dijo una


anciana—. ¿Por ese precio? No me puedo meter en


eso. ¿Ahora? ¿Cuándo están saliendo?




Billy fantaseó con atracos a bancos, pero de



repente surgió una idea muy distinta, otra forma


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de captar esa ayuda. Regresó adonde había visto la


llave en el asfalto. A base de instantes entre coche



y coche que pasaba, la cazó con la navaja y la


rescató de la carretera. Al enderezarse con ella se


tambaleó, ortostático. Comió rápidamente en un


restaurante de un sótano y examinó la llave


alquitranada. Un mugriento pedazo de chatarra


con metáfora. Pensar en ese registro le ayudó a


sacar un inesperado provecho del lugar. De



camino al servicio, en un hueco de la pared, había


una bombilla que descansaba sobre una sartén.


Fue un juego visual tan desbordante, tan


completamente aovado, que ahogó una


exclamación. Tenía que llevárselo, en un robo


momentáneo, insignificante a la par que poderoso.




Cuando llegó a la siguiente dirección que tenía


de un agente de contactos, un bar de


Hammersmith, lo primero que le dijo al chico fue:




—Puedo pagarte. Pon esto en las manos


adecuadas, abrirá la cerradura de la carretera. —


Le tendió la llave. Le tendió la bombilla—. Y no sé



qué se está cociendo aquí dentro, pero alguien


debería incubarlo.













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50














—A Vardy se le va la olla —dijo Collingswood.


Su erudito minero de la clarividencia salía y


entraba de la oficina siguiendo un calendario de


ritmo frenético. Salía a la carrera con alguna



carpeta repleta de enlaces y contactos.




—Vamos —dijo Baron—. Ya sabe cómo va esto.


Hay que darle manga ancha.




Titubeó. Probablemente, los compañeros de


Vardy no lo habían visto nunca ponerse tan duro


durante tanto tiempo. Se encontraban notas


incomprensibles al llegar, referencias a entrevistas


que Vardy había llevado a cabo en solitario, con


sospechosos o personas de cuyas identidades no


estaban del todo seguros. Al igual que estaba



pasando con todo el mundo, su comportamiento


se había transformado a la sombra de la catástrofe,


aquel desalmado milenio tardío.




—¿Adónde ha ido ahora? —dijo Baron, un


poco lastimero. Collingswood se encogió de


hombros y lo miró con los ojos entornados. Estaba


sentada con los pies en alto, jugando a un



635

videojuego. Su invencible avatar esquivaba


electrónicamente a las bestias rugientes que



intentaban comérsela. A decir verdad, no lo estaba


moviendo, estaba concentrada en la conversación,


había trucado el joystick para que pasara de nivel


solo.




—Ni idea —dijo—. Por lo que puedo descifrar


de esos putos garabatos suyos de cangrejo, quiere


encontrar a no sé qué soplón de la vieja panda de


Grisamentum. Uno de los nigros, o piros o algo.


¿Usted cree que tiene una remota idea de qué está



buscando?




—No —dijo Baron—. Pero estoy seguro de que


lo encontrará. Tengo entendido que hay


pistogranjeros en la ciudad.




—Se lo dije. Sí, de esos y de todos los demás.


Las mejores visitas nos las quedamos nosotros, tío


—dijo Collingswood señalando los informes que


tenía delante.




—¿Qué visitas? —Era Vardy, que regresaba,


papeles en mano.




—Ya era hora —dijo Baron—. Pensaba que se


había largado.




—Entonces, ¿lo de los granjeros es verdad?



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—¿Ha descubierto algo en esa misión suya?




—Si fuese verdad… —dijo Collingswood. Se


columpió en la silla para poder situarse de frente a


Vardy. Su encarnación digital continuaba con sus



aventuras—. ¿Tendría miedo?




Arqueó las cejas.



—Tengo miedo de toda clase de cosas.




—¿Lo tendría?




—Ahí fuera no andan cortos de sectas asesinas.




—Exacto.




Collingswood había enchironado a miembros


de algunas de ellas personalmente. Hermanas de


la Soga, neothugistas, teologías del kitsch



nietzscheano. Eran como los lectores más crudos


de Colin Wilson y de Sade, aficionados a Sotos y a


un cierto género de «transgresión» trillada, un


moralismo de BBC invertido. Glorificaban lo que,


singularmente, consideraban la voluntad,


difamaban a la humanidad por borrega,


divagaban acerca del asesinato. Su banalidad no



significaba que no pudieran ser peligrosos nunca,


no perpetraran atrocidades para gloria de sí


mismos, o de la de alguna deidad lovecraftiana


que, según decidieran ellos de forma totalmente

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iletrada, anhelaba sus ofrendas, las de su Kali de


orientalistas o las de quien fuera. Incluso mientras



te mataban, los estabas despreciando.



—Bueno, no se parecen a todos esos —dijo



Vardy—. Solo son mercenarios de un modo un


tanto contingente. La gracia de la pistola no es que


sirva para matar, sino la pistola en sí misma. Al


principio era pagana de una forma más general.




—¿Les importaría poner al corriente a un viejo?


—dijo Baron—. Siento entrometerme.




Vardy y Collingswood intercambiaron una


mirada, hasta que ella sonrió.




—¿Alguna vez ha conocido a alguno? —le dijo


a Vardy.




—¿Les importa? —dijo Baron.




—Se pusieron malos, jefe, en su día —dijo


Collingswood—. Pero nunca he llegado a entender


qué era eso de las pistolas.




Una arcana dolencia había invadido su tribu


original, convirtiendo su vida en un foco de



infección. Todo lo que tocaban salía despedido, las


mesas se sobresaltaban, las sillas se sobresaltaban,


los libros bailaban, lo inanimado, tan alborotado y


alarmado como cualquier recién nacido. Midas no

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podía comerse un bocadillo hecho de oro, del


mismo modo que uno de estos vectores, Marías



con apariencia de Vida, no podía comerse las


rebanadas de pan y las lonchas de queso, todas


ellas con una abrupta disposición a salir corriendo


de acá para allá.




—Fue una mutación —dijo Vardy. Lo dijo con


cautela y una indefinida aversión—. Una mutación


de adaptación.




—¿Y eso es malo? —dijo Collingswood, al ver


su expresión.




—¿Malo para quién? Las mutaciones salvan,


por lo visto.




Tal vez fuera por la meticulosa disciplina para


la cría que requería el sistema de disparo con llave



de sílex, ese animal escupidor de plomo; o tal vez


reprimían un resentimiento por la vida: por lo que


fuera, solo conseguían dar vida a sus armas de


fuego, en un sentido más calmado, de menos


motilidad; toda arma que manejaran se


transformaba en una máquina de genes egoístas.




—Las balas son huevos de pistola —le dijo


Collingswood a Baron, mirando a Vardy.




Granjeros exprimiendo sus sagradas bestias



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metálicas hasta alcanzar un clímax de percusión,


fertilización por expulsión de cordita, violentos



ponedores de huevos. Buscando lugares cálidos,


llenos de nutrientes, protegiendo a sus crías de


pistolas en lo más hondo de una caja de huesos,


hasta que eclosionan.




—Lo que nunca he pillado es por qué eso los


hace tan malos bichos.




—Porque cuidan de sus manadas —dijo


Vardy—. Y les buscan nidos.




Miró la hora en su reloj.




—Si usted lo dice. Así que hay alguien que se


está buscando que lo maten —dijo


Collingswood—. Y ¿quién les está pagando los


gastos? No lo acabo de entender. Y lo que eso



significa no lo sabe ni Dios.



Si sus intentos de proyección, videncia a



distancia, cosquilleo sensorial, rastreo nocturno,


interferencias derivadas y una pequeña apuesta


jugando a Codewar no habían aportado ninguna


información, era porque había, sin duda, un telón


ocultando sus objetivos.




—Vardy —dijo Baron—, ¿adónde cree que le


lleva todo esto? Ay.



640

—Olvídelo, jefe —dijo Collingswood—. Deje


que Mystic Pizza haga lo que tenga que hacer.



Quiero solucionar esto de los pistogranjeros. No


necesitamos al Doctor Visiones para seguirle el


rastro al dinero, ¿a que no?




Pete Dwight no estaba convencido de haber


elegido la carrera que más le convenía. No se


trataba de que fuera un agente de policía


especialmente deficiente: no había recibido quejas,


ni reprimendas. Pero nunca estaba relajado. Los


días de uniforme se los pasaba inquieto, invadido



por una ansiedad latente, carcomido por la


sensación de que algo debía de estar haciendo mal.


Iba a acabar por darle una úlcera o algo.




—¿Qué tal?




El hombre que lo saludaba era un oficial de


paisano al que Pete reconoció, aunque no


recordaba su nombre.




—¿Qué tal, amigo?




—¿Has visto a Baron por aquí?




—No, creo que no —dijo Pete—. Pero Kath está


detrás. ¿Para qué buscas a esos pirados?




Pete se echó a reír como un colegial, y de


pronto le asaltó la terrible idea de que el hombre

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pudiera formar parte de la propia brigada de lucha


contra el culto del que se estaba mofando. Pero no,



no era de eso de lo que lo conocía, y de todas


formas el tipo se estaba riendo con él, mientras se


dirigía a la parte trasera de la comisaría.




En la sala principal, entre el martilleo de


teclados, Simone Ball estaba hojeando el papeleo.


Estaba en la treintena, le encantaban las películas


clásicas de animación y disfrutaba viajando por


Europa, aunque no lo hacía con demasiada


asiduidad. Llevaba siete años trabajando como



personal de apoyo para la policía. Tenía sospechas


de que su marido la engañaba, y a él lo ponía


frenético que ella no le diera demasiada


importancia a ese tema.




—¿Dónde está Kath? —le preguntó un hombre.


Ella lo reconoció, señaló con un gesto en la


dirección oportuna y siguió pensando en su


marido.




Por los pasillos, el inspector Ben Samuels, que


pensaba en el examen de piano de su hija, levantó


la vista y saludó al hombre con familiaridad. El


hombre le pidió indicaciones a una agente de



uniforme, Susan Greening, que sonrió mientras se


las daba, con la sensación de que él y ella, estaba




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segura, habían coqueteado hacía no mucho


tiempo. A la entrada de las oficinas que ocupaba la



UDFS había tres hombres intercambiando


impresiones sobre un partido de fútbol, aunque


uno de ellos no lo había visto y fingía que sí. Se


separaron al ver al recién llegado, inclinaron la


cabeza y lo saludaron, murmurando fonemas al no


recordar su nombre, y el que no decía más que


trolas, en un arrebato de excesiva compensación,



llegó incluso a preguntarle su opinión acerca del


partido. El hombre silbó y movió la cabeza, como


admirado, y los tres hombres asintieron con


entusiasmo, sin conseguir aún recordar del todo su


nombre, aunque sí recordaban que era seguidor de


uno de los equipos que habían jugado el partido, o


del otro.




Entró en la oficina de la UDFS. La única


persona que había en la sala era Collingswood,


golpeteando un teclado con parsimoniosa desidia.


Alzó la vista para mirarlo y él la saludó con un



gesto, cruzó la sala hasta los archivadores que


había en la pared del fondo.




—¿Qué pasa, Kath? —dijo—. Solo vengo a


buscar unos expedientes.




Abrió los cajones. Oyó como Kath se levantaba.




643

El silencio se prolongó. Dio media vuelta.


Collingswood tenía cogida una pistola con su



ademán experto, apuntándole al pecho.



—¿Y quién cojones eres tú? —dijo.






























































































644

51














—Quiero hablar con alguien que entienda a los


ángeles —dijo Billy, y el intermediario hizo


llamadas telefónicas, envió correos electrónicos, se


metió en mensajería instantánea y colgó consultas



en foros de debate. Al final le dijo a Billy adónde


acudir.




—Vale, ya sabe que vas. Si no, no sería bueno.




—¿Qué estoy buscando? —dijo Billy—. ¿Quién


va a reunirse conmigo?




—¡Quién va a ser! Un exángel.




Eso superaba con creces las expectativas de


Billy. No un especialista, o un fanático de los


ángeles, sino un semimiembro de la mismísima


tribu del tarro con quien poder hablar, por así


decirlo. Difícilmente podía uno entender a los


custodios de los museos: ellos trabajaban con el


recuerdo, que no era humano. Lo que hablaban no



se asemejaba a una lengua. Pero cuando dejaban


de ejercer, persistían, unos cuantos años más, y


entonces empezaban a parecerse más a los


hombres y a las mujeres, en virtud de una suerte

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de soledad.




La estructura del edificio del Instituto de la


Commonwealth reproducía el alerón de un casco


de conquistador, y estaba ubicado en el extremo



sur de Holland Park. Había sido clausurado a


principios de 2008. La absurda colección de objetos


expuestos que honraban a sus países miembros,


ese frustrado y cordial espacio posimperial, hacía


tiempo que se había dispersado. Pero no estaba del


todo vacío. Cuando empezó a oscurecer, Billy se


coló en el edificio; ahora, con sus habilidades



adquiridas, no le resultó difícil. Prestó atención a


la reverberación de sus propios pasos.




La capa de polvo no tenía más que unos


milímetros de espesor, pero era lo bastante espesa.


Notaba como si la vadeara, mientras se dirigía a las


últimas vitrinas intactas. En muchas de las salas, la


oscuridad debería haber sido absoluta, y Billy se


preguntó cuál era la débil luz que le permitía ver.


Oyó una vez a un guardia (algún guardia humano)


haciendo la ronda, desganado. Él se limitó a



quedarse quieto hasta que desapareció el eco de


esa sección del pasillo.




Aún quedaban algunas piezas de la colección,


olvidadas, que no merecían ser reubicadas u




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ocultadas, y que más tarde, en su soledad, volvían


a emerger. Billy se adentró en un pasillo donde,



pese a carecer de ventanas, no solo había luz, sino


haces de ella, que surgían del techo, cada uno de


los cuales partía de un punto fortuito de la


superficie sin fisuras, y descendía en caprichosas


direcciones como un entramado de pilares en


anárquica confusión, como si la sala añorara los


rayos de luna que nunca había visto y generara sus



propios simulacros. Avanzó por entre y bajo


aquellos gruesos dedos entrelazados de luz


imaginada, hacia aquello que lo estaba esperando.




Dios, pensó a medida que se aproximaba. Dios.


Te recuerdo.




El desmantelado ángel de la memoria de la


Commonwealth lo observaba detenidamente.




—Hola, otra vez —dijo. Lo había visto en su


ocupación habitual, cuando él era un niño y


aquello, a la luz del día, una pieza de exposición.




Plástico en forma de vaca pequeña. Lo miraba


de soslayo, para poder mostrar su flanco de cristal.


Dentro tenía sus cuatro estómagos, que en su día


se iluminaban, uno tras otro, recordaba, y aún lo


hacían allí, repetidamente, de uno en uno. Rúmen,



retículo, omaso y abomaso, la digestión brillando


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trémula por turnos en cada uno de ellos, hacia su


telos láctico, leal a alguna economía de la



Commonwealth. De la sala de nueva Zelanda,


pensó Billy.




Notaba su atención, su esencia menguante.


Cuando el instituto estaba abierto, este


mnemophylax había marcado, a altas horas, los


corredores con un paso que imitaba al mito de


Tauro. Había protegido ese engendro de palacio


de la memoria de las fuerzas de los tiempos


iracundos o de la colérica magia poscolonial. El



desinterés público había acabado matándolo, y lo


había dejado solo y posmuerto y repleto de


historias.




Oí que ibas a venir. Su voz sonaba distante.


Trataba de hablarle a Billy sobre las peleas que


había tenido. Las referencias eran inhumanas.


Trataba de contar historias que carecían de sentido


y se diluían en la nada, dejando a Billy asintiendo


educadamente a cada anécdota ausente. Con una


tos, tan refinada como si lo hubieran invitado a



tomar el té, Billy lo devolvió al asunto que se traía


entre manos.




—Me dijeron que podías explicarme qué está


pasando —dijo—. Uno de los tuyos me ha estado




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siguiendo. Ha estado pendiente de mí. Del museo


de Historia Natural. ¿Puedes decirme por qué?




Puedo, dijo. Estaba deseoso de responder. Eres


lo que estaba esperando, dijo.




—¿El tarro? ¿El ángel del museo de Historia



Natural? ¿Cómo lo sabes?



Ellos dijeron. Los otros. Nos hablamos.




Puede que estuviera muerto, pero mantenía el



contacto con sus primos que seguían en activo.



Fracasó, dijo eso.




A su espalda notó una ráfaga de aire, al abrirse


y cerrarse las puertas batientes para ayudarle a



hablar. Su voz construía sonidos.




El kraken se fue. Lo hizo mal. Está lleno de culpa.



—Ha dejado el museo —dijo Billy.




Todos ellos. Todos nos. Hay una lucha abierta



contra lo del fin. No tiene sentido quedarse quieto.


Combaten contra la finalización. Pero ello. Fue el


primero en salir. Quiere compensar. Siempre intenta


encontrarte. Cuidarte.




—¿Por qué?




Billy retrocedió y chocó contra la puerta que se


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