Luego, de prisa, antes que ella recobrara el
sentido y pronunciara alguna palabra que lo
trastornara y debilitara, corrió hacia uno de los
armarios. Manoteó una toalla pequeña, corrió otra
vez hacia ella y la amordazó. Luego, con la cuerda,
le ató las manos a la espalda.
—¡Ahora, perra! —jadeó—. ¡Ahora veremos
quién lleva las de ganar! Esto es lo que me hubieras
hecho, ¿no? Te lo mereces; ¡y tu monstruo merece
morir!
Empezó a empacar las cosas, como si las furias
lo persiguieran. En quince minutos había hecho dos
atados con los trajes, los cascos, los tanques y los
alimentos. Se puso a buscar el arma que Marcia
había mencionado y encontró algo que
probablemente fuera lo que buscaba. Tenía una
culata que se adaptaba a la forma de su mano, un
dial que podía ser un reóstato para controlar los
distintos grados de intensidad de lo que disparaba y
una ampolleta en la punta. La ampolleta, supuso,
era la que lanzaba la energía adormecedora y
mortífera. Por supuesto, podía equivocarse. Quizá
tuviera un uso totalmente distinto.
Marcia había recobrado el conocimiento. Estaba
sentada en el borde de la cama, con la cabeza
hundida entre los hombros; las lágrimas resbalaban
401
por sus mejillas hasta la mordaza. Sus ojos
desmesuradamente abiertos estaban clavados en el
gusano destrozado a sus pies.
Lane la asió por el hombro con rudeza y la puso
de pie. Ella lo miró enloquecida, y él le dio un ligero
empujón. Sentía asco de sí mismo, sabiendo que
había matado a la larva cuando no debía haberlo
hecho y que la trataba con tanta violencia porque
tenía miedo, no de ella sino de sí mismo. Si se había
sentido asqueado porque ella había caído en la
trampa que él le había tendido, era porque también
él, a pesar de su repulsión, había querido cometer
ese acto de amor. Cometer, pensó, era la palabra
justa. Tenía connotaciones delictivas.
Marcia giró sobre sí misma, perdiendo casi el
equilibrio a causa de las ataduras de sus manos.
Gesticulaba, con sonidos ahogados por la mordaza.
—¡Cierra el pico! —aulló, volviendo a
empujarla. Ella se tambaleó y sólo dejándose caer de
rodillas evitó dar de bruces contra el suelo. Una vez
más la puso de pie, notando mientras lo hacía que se
había desollado las rodillas. La vista de la sangre, en
vez de ablandarlo, lo enfureció aún más.
—¡Pórtate como es debido o te irá peor! —le
vociferó.
402
Ella le dirigió una última mirada interrogante,
echó la cabeza hacia atrás y dejó escapar un quejido
extraño y ahogado. Inmediatamente su cara cobró
un tinte azulado. Un segundo después, se
desplomaba exánime sobre el piso.
Alarmado, Lane le dio la vuelta. Se estaba
asfixiando.
Le arrancó la mordaza, le metió la mano en la
boca y tironeó del frenillo de la lengua. Se le escurrió
entre los dedos y lo volvió a asir, sólo para que se le
volviera a escapar, como si fuese un animal vivo que
lo desafiara.
Luego tuvo que sacarle la lengua de la garganta;
en un intento de matarse, se la había tragado.
Lane esperó. Cuando tuvo la certeza de que se
recuperaría, la volvió a amordazar. En el momento
en que iba a hacer el nudo en la nuca, se detuvo.
¿Qué objeto tenía continuar con todo esto? Si la
dejaba hablar, diría la palabra que lo descomponía.
Si estaba amordazada, se volvería a tragar la lengua.
Sólo podría salvarla un número determinado de
veces. Al cabo, lograría su propósito de
estrangularse.
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La única manera de resolver su problema era el
único camino por el que no podía optar. Si le cortaba
la lengua de raíz, no podría hablar ni tampoco
matarse. Algunos hombres podrían hacerlo; él no.
La otra forma de hacerla callar era matarla.
—No lo puedo hacer a sangre fría —dijo en voz
alta—. Así, si quieres morir, Marcia, tendrás que
suicidarte. Eso, no lo puedo evitar. Vamos, arriba.
Recogeré tu bulto, y en marcha.
Marcia se puso azul y cayó inerte en el piso.
—¡Esta vez no te socorreré! —le gritó, pero
cuando quiso acordarse estaba tratando
frenéticamente de desatarle el nudo.
Al mismo tiempo se decía qué estúpido era.
¡Claro! La solución estaba en utilizar con ella su
propia arma. Hacer girar el reóstato hasta el grado
de embotamiento y desmayarla cada vez que
empezara a volver en sí. Esa opción significaba que
tendría que cargarla a ella además de su equipo,
durante un trayecto por el tubo de sesenta
kilómetros hasta la salida próxima a la base. Pero
podía hacerlo. Se ingeniaría para armar una especie
de vehículo primitivo. ¡Lo haría! Nada podría
detenerlo. Y la Tierra...
404
En ese momento, al oír un ruido extraño, levantó
la cabeza. Dos eeltaunianas en trajes espaciales
estaban allí, de pie, y una tercera entraba por el
túnel. Cada una tenía en la mano un arma rematada
por una ampolleta.
Desesperado, Lane manoteó el arma que llevaba
en su cinturón. Con la mano izquierda hizo girar el
reóstato al costado del caño, esperando conseguir
con esto el máximo de intensidad. Luego encañonó
al grupo con la ampolleta...
Se despertó tendido sobre su espalda, vestido
con su traje, excepto el casco, y atado a una camilla.
Tenía el cuerpo inerte, pero podía mover la cabeza.
Lo hizo y vio a muchas eeltaunianas desmantelando
la habitación. La que lo había adormecido con su
arma antes de que él pudiera disparar la suya,
estaba a su lado.
Hablaba un inglés que tenía un leve dejo de
acento extranjero.
—Tranquilo, señor Lane. Le espera un largo
viaje. Estará más cómodo cuando lleguemos a
nuestra nave.
Abrió la boca para preguntarle cómo sabía su
nombre, pero la cerró cuando comprendió que debía
haber leído las anotaciones en el libro de bitácora de
405
la base. Y era previsible que algunas eeltaunianas
aprendieran las lenguas de la Tierra. Durante más
de un siglo sus naves espaciales habrían estado
sintonizando la radio y la televisión.
En ese momento Marcia le habló a la capitana.
Tenía el rostro desencajado, enrojecido por el llanto
y las marcas de los golpes.
La intérprete le dijo a Lane:
—Mahrseeya me dice que le pregunte por qué
mató a su... bebé. No puede comprender por qué
pensó que tenía que hacerlo.
—No puedo responder —dijo Lane.
Sentía la cabeza muy liviana, casi como si fuera
un globo lleno de gas. Y la habitación comenzó a
girar lentamente.
—Yo le diré a ella el porqué —dijo la
intérprete—. Le explicaré que esa es la naturaleza de
la bestia.
—¡Eso no es verdad! —gritó Lane—. No soy una
bestia perversa. ¡Hice lo que hice porque lo tenía que
hacer! ¡No podía aceptar su amor y seguir siendo un
hombre! No esa clase de hombre...
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—Mahrseeya —dijo la intérprete— rogará para
que le sea perdonado el asesinato de su bebé y para
que usted, algún día, con nuestras enseñanzas, sea
incapaz de volver a hacer una cosa semejante. Ella,
a pesar de estar agobiada de dolor por la muerte de
su bebé, lo perdona. Espera que llegará el día en que
usted pueda considerarla como a una... hermana.
Cree que hay algo bueno en usted.
Mientras le ponían el casco, Lane apretó los
dientes y se mordió la punta de la lengua hasta
hacerla sangrar. No se atrevía a hablar, porque sabía
que no podría hacer otra cosa que gritar y gritar.
Sentía como si hubieran puesto algo en él, algo que
rompía su caparazón y se convertía en algo
semejante a un gusano. Lo estaba devorando, y lo
que sucedería antes de que lo devorase por
completo, no lo sabía.
FIN
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