Bosques que arden maravillosamente* * «Forest Burning Beautifully» es el título en inglés de la canción 副׳䒤اפ㯏 (Utsukushiku Moeru Mori), de Tokyo Ska Paradise Orchestra. Así consta en la cuenta de Spotify de la banda.
Bosques que arden maravillosamente Pablo José Cevallos
Bosques que arden maravillosamente © 2023 Pablo José Cevallos © 2023 Andrés Cadena, por el epílogo © 2023 La Caracola Editores Edición: Andrés Cadena Corrección de estilo: Nadya Durango Maqueta y diagramación: Yanko Molina Diseño de portada: Juan Fernando Villacís La Caracola Editores Ignacio San María E3-30 y Juan González, Edifcio Metrópoli, ofcina 605, Quito, Ecuador Teléfono: 0984 25 77 81 Correo electrónico: [email protected] http://www.lacaracolaeditores.com ISBN 978-9942-44-242-0 Impreso en Ecuador Prohibida la reproducción de este libro, por cualquier medio, sin la previa autorización por escrito de los propietarios del copyright.
A Rosi
(Por otra parte, para hacer una buena literatura no hace falta mucho talento: basta un poco de mala suerte) Juan José Saer, del cuento «Por la vuelta», de su libro PALO Y HUESO
11 Un zapato Confía en tu pelvis* Estallaste en risa apenas escuchaste mi respuesta. Fue asquerosa, había dicho. Me preguntaste si alguna vez había participado en un trío, y yo te dije que sí, y de inmediato quisiste saber qué tal había sido la experiencia, y yo te contesté que fue asquerosa. Recién ahora me acuerdo que así apareció Ricardo en la conversación. Te conté que en la despedida de soltero de Rubén todo se había salido de control, éramos todavía pelados, estábamos en el departamento de soltero de un amigo, no teníamos más de veinticinco, y Ricardo y yo nos quedamos hasta el fnal con una de las * Mala traducción de la frase «Trust your pelvis», de la canción Funky Duckman, que aparece en Duckman, serie animada de los 90 (nota del autor).
12 putas que habíamos contratado. Pero a esa hora ya no nos quedaba mucho dinero, y le insistíamos a Diana —así decía llamarse— que nos afojara una última vez. Cada vez que insistíamos, ella se negaba con alguna respuesta sutil, pues por el dinero que nos quedaba no alcanzaba ni para uno de nosotros. Por alguna razón que ahora no recuerdo, a Ricardo le había dado por hablar como chileno en su borrachera, y le insistía a Diana: «Déjate clavar hueón, por favor», y le decía cosas como «no le hagas caso a este roto, hueón, vámonos», y ella solo se reía. Acordamos hacer algo entre los tres. Nos metimos al cuarto principal. Ricardo, dueño del dinero, la penetraría, mientras a mí me haría una paja. Ella no paraba de reírse por las idioteces que le decía Ricardo en chileno. Yo acabé primero y Ricardo empezó a gritar «¡tan pronto!, ¡hueón culiao!», y Diana siguió acostada recibiendo a Ricardo mientras me hacía conversación, hasta que Ricardo terminó. A los pocos minutos ella se vistió, se despidió y se fue. Luego de contarte eso, me preguntaste por mi relación con Ricardo, que si habíamos sido tan cercanos de jóvenes por qué ahora las cosas estaban tan raras. Yo sospechaba que Ricardo era alcohólico desde hacía años, que en Alemania podía dedicarse a tomar sin que nadie lo recriminara y que, por eso, a pesar de que su situación económica en Ecuador era casi la de un millonario, insistía en vivir allá, tener un trabajo de ocho a cinco y por las noches dedicarse a ser dj.
13 Íbamos en el carro camino a la playa, salimos de noche y los niños se durmieron casi enseguida, así que aprovechamos para conversar con esa confanza que da el no tener que mirarse a los ojos. La segunda vez que te reíste esa noche fue cuando te conté que me costaba hablar de cosas personales o íntimas con mis amigos, y que incluso buscarlos o llamarlos era una decisión difícil, pues me consideraba un tipo muy cerebral, y que a veces no encontraba razones para contactarlos. Eso de ser un tipo cerebral fue lo que te causó risa, una risa un tanto forzada, pues en realidad más que gracioso, para ti, era inverosímil lo que estabas escuchando. Me dijiste que era el tipo más emocional que conocías, que pocas personas toman todas sus decisiones casi exclusivamente sobre la base de corazonadas e intuiciones, y que yo era de esos, que no podías creer lo poco que me conocía; incluso me sugeriste que vaya a un psicólogo para emprender algún proceso de autoconocimiento, porque de verdad era imposible que yo creyera eso de mí. Eso acaparó la conversación por varios minutos, yo no entendía mucho: la verdad, me habías tomado por sorpresa, así que decidí sonreír y escuchar tus explicaciones acerca de mi personalidad. No llegamos a un acuerdo, pero prometí pensar en lo que me decías. Retomamos la situación de Ricardo, no recordaba la última vez que habíamos conversado, tenía claro que lo había visto un par de años
14 atrás, en la boda de Jaime: vino solo, bebió desde que llegó, aseguraba que allá bebía tan poco que solo cuando regresaba a Ecuador se desataba. En nuestro grupo de amigos conocíamos su estrategia: llegaba en visitas de dos a tres semanas, se emborrachaba con todos en diferentes días y ocultaba que se había visto con el resto, así que se pasaba ebrio todo su viaje, pero nadie lo veía borracho más de un par de días. Su última venida no fue distinta. Yo me emborraché dos veces con él, en el matrimonio y esa vez que nos visitó en la casa, que tuvimos un ataque incontrolable de risa cuando Ricardo contó sobre su relación con Giovanna, la niña elefante, y ante tus preguntas sobre de dónde provenía el apodo, Ricardo explicó que era preciosa, pero que su cabeza era grande, y en el clímax de la noche terminó gritando ebrio en nuestra sala: «¡No soy un animal! ¡Soy un ser humano!», y eso provocó el ataque de risa entre los tres, que no paró sino cuando ya no podíamos respirar. Cuando a ti se te acabó la risa, nos dijiste que éramos un par de imbéciles. Luego conversamos sobre tu familia y lo difícil que se había vuelto la relación con tu hermana, sobre la novia de tu hermano, y algunas otras intrigas familiares. De alguna forma terminamos hablando sobre la Señora Ecuador. Ese día yo me había enterado de que había un concurso de belleza para señoras mayores, que se organizaba desde hacía varios años. No tenía idea de que
15 aparte de un Miss Ecuador, hubiera un Señora Ecuador. En ese rato googleaste los requisitos para las participantes: tener entre veinticinco y cincuenta años, ser madre, estar casada, tener pasaporte vigente, tener buenos principios morales, no haberse realizado fotografías que comprometan la imagen de «Señora», entre otros. Te quejaste de lo machistas y anticuados de los requisitos, pero yo no podía dejar de hablar de la posibilidad de que tú participes, que seguro ganarías, que con los niños nos reiríamos toda la vida de eso. Te arrepentiste de habérmelo contado, y decías que te jodería cada vez que me acordara, y recuerdo que afrmé que así sería, y nos reímos. Después de agotar la discusión acerca de la Señora Ecuador, nos quedamos en silencio unos minutos, y fui yo el que retomó el tema de Ricardo. Te dije que más que asqueroso, ese trío había sido triste: una puta, dos tipos, falta de dinero, una despedida, no lo sé. Tú no quisiste seguir. Después me preguntaste si alguna vez me habían atropellado, y te dije que sí, que cuando tenía quince años en Portoviejo había cruzado la calle sin mirar a ambos lados, y un Suzuki Forsa me levantó por los aires y quedé tirado en la calle; que mis papás lo habían visto todo, pues ellos estaban esperándome del otro lado, y estaba cruzando justamente para subirme al carro con ellos. Te sorprendía que luego de diez años de casados aún desconocieras ciertas cosas de mí.
16 No tuve mayores heridas, un corte en la cabeza, raspones en la cara y poco más: había alcanzado a poner las manos en el capó y eso hizo que saliera disparado, pero me salvó de un golpe directo en las piernas. Cuando llegué al hospital, me di cuenta de que se me había salido un zapato y que mi hermano lo había recogido. Te pregunté si te habías fjado en que a los atropellados siempre se les sale un zapato, nunca los dos, siempre es uno solo, y lo googleaste también y encontraste que había una razón para eso. A mí me parecía sorprendente y no le encontraba ninguna lógica. Te dije que de cierta manera sentía que las cosas con Ricardo siempre eran algo así, siempre ocurría algo para lo cual no había una explicación satisfactoria, que las cosas con él siempre terminaban siendo raras y que por eso no convenía verlo muy seguido: invariablemente nos las arreglábamos para terminar incómodos el uno con el otro. Te conté que estaba pensando ir a verlo, que no te incluía en el viaje porque sabía que no podríamos viajar los dos y dejar a los niños, y que ir a ver a Ricardo no era un plan muy familiar: probablemente nos pasaríamos la mayor parte del tiempo metidos en su depar bebiendo, y además Helga, su novia, tenía ganas de conocerme y ya había armado un plan para los tres. No te gustó la idea, discutimos, pero fnalmente la aceptaste; decías que me merecía ese viaje. Me pediste que me cuidara, que ahora yo era padre de familia, ya no
17 era un chiquillo, y que por Dios mirara a ambos lados al cruzar la calle, que no fuera a quedarme con un zapato. Te prometí que así sería, y te pedí que confaras en que soy un tipo cerebral.
19 Bosques que arden maravillosamente Sentado, con fondo de ladrillos, pared sin enlucir, rostro escondido. Puros pectorales, camiseta pegada, si no enseña la cara seguro es feo. Siguiente. Rostro con algo de gracia, sostiene una rosa en la boca, sin camiseta. Pone dos dedos en la pantalla y los abre para ensanchar la imagen, zoom al paquete cubierto con un shortcito azul tipo Speedo. Los dedos se cierran y la imagen se aleja, aparece nuevamente la cara graciosa. Siguiente. Tuco, alto, se lo ve simpático, risueño, sostiene una tabla de surf, viste wetsuit, también merecía zoom al paquete. Siguiente. Calzoncillo blanco, máscara de Mickey Mouse. Siguiente. Jeans, zapatos blancos, camiseta por dentro, selfe tomada desde arriba, lentes, sonrisa ingenua. Siguiente. Así se había pasado buena parte de la tarde. Nunca se había atrevido a solicitar un encuentro por Bumble. En Tinder había mucho pelado de la edad de sus primos, y por eso había borrado la aplicación. No es que Bumble
20 fuera muy distinta, pero no se había encontrado con nadie conocido y había más cosas graciosas, así que se podía pasar horas viendo tipos extraños que ponían mensajes como «Busco amistad sincera, que sepa apreciar una buena tarde con café y un abrazo. El tren de las oportunidades solo pasa una vez. Cero sapos por favor»; o que se fotografaban con medias de mariposas. Reía escandalosamente por eso. Le había mandado capturas de pantallas al Tito, y esperaba que le comente algo para prolongar la risa, pero Tito no abría la conversación todavía. Había estado echada en el mueble de su salita por casi tres horas, sus pulgares la llevaban de Bumble a Instagram, a Facebook, a Twitter, a WhatsApp, daba una chequeada a sus correos, y regresaba a Bumble. Había salido por la mañana a hacer las compras, se había quedado con el jean puesto, estaba con una blusa de tiritas y, como el clima estaba bueno, no había visto la necesidad de ponerse el abrigo. El sostén le asomaba. Se había quitado los zapatos cerrados que acostumbra a usar; no le gustaba que le vieran los pies, no es que tuvieran algo malo, solamente que le daba vergüenza andar mostrándolos. En la dieta que estuvo haciendo le recomendaron que hiciera ejercicios focalizados, y que para eso viera a un deportólogo, quien le había dicho que su pie era de tipo griego, pues el segundo dedo era más largo que el gordo; que el pie egipcio tenía
21 el dedo gordo más largo que el resto, y era escalonado. Ella no hablaba de estas cosas con nadie, puede que nunca las haya verbalizado siquiera. Siempre tuvo la creencia de que las mujeres con pies egipcios eran más hermosas, seguro eso venía de haber crecido con una hermana preciosa que tenía pies egipcios, blancos y suaves, que ella contemplaba durante las noches en la época en que compartieron cuarto. Ahora ya había perdido algo de ese ese complejo por sus pies. Incluso había llegado a tomarse una foto del pie izquierdo y la había subido a Instagram. Durante esta tarde, se distrajo varias veces del teléfono para mirarse los pies. Se esforzaba por que se vieran hermosos y suaves, que las uñas estuvieran perfectamente cortadas y pintadas de colores lindos, se ponía cremas, se los lijaba y masajeaba en las noches, pero nunca los mostraba. Bueno, en la playa sí, aunque a veces se los cubría con arena, especialmente cuando sentía que se los miraban de reojo. Las compras seguían en sus fundas reutilizables que llevaba al Super. Su atención se dirigió a la ventana, su edifcio estaba muy cerca de los vecinos, y muchas habitaciones de ese edifcio tenían visillos transparentes. Nunca había visto nada extraordinario, pero le fascinaba la posibilidad. La Charlie le había estado escribiendo, pero a veces se pone intensa, y casi siempre escribía para pedir algo; vio que le había pasado un link, abrió la conversación y le dio clic, aunque no res-
22 pondió a los mensajes. Era un reportaje de diario El País sobre cómo es el cerebro de la gente feliz. No lo leyó, pero le dio una pasada a la nota, leyó los pies de fotos, vio las imágenes, y al fnal había otras notas relacionadas. A veces Charlie tenía esos detalles, podía desaparecerse por meses, y de un rato al otro mandaba un link con una noticia interesante, o escribía sin saludar, siempre exigía atención y que la escucharan, invitaba con insistencia café, decía que necesitaba hablar, y si no se le paraba mucha bola o de plano se la dejaba en visto, volvía a desaparecer… y reaparecía tiempo después, nuevamente con más links, y decía que solo los compartía porque la historia le hacía acuerdo de ti. Y volvía a desparecer. Así es la Charlie. En las noticias relacionadas había una entrevista a un psiquiatra, la abrió y supo que este señor había dirigido los servicios de salud mental en Nueva York, en la época del ataque a las Torres Gemelas, era un español que escribía sobre esa palabra nueva, resiliencia. Esa nota sí la leyó, aunque no de corrido. Una llamada de su papá interrumpió la lectura. Preguntaba cómo iba todo, como si no hubiera pasado nada. Ella contestaba con monosílabos, o se quedaba callada. Él no manejaba bien esos silencios, y trataba de pensar en una nueva pregunta que la hiciera hablar, y la conversación se prolongaba por un par de minutos, hasta que él se despedía. Cuando estaba brava, como este día, al menos con él, no
23 se despedía, su papá le decía algo tipo «Pasa bien, chiquita», y ella solo colgaba. Su papá no había frmado la garantía en el préstamo que necesitaba para completar el saldo que la beca no cubría para su maestría: la nueva esposa, que no tenía buena relación con los hijos de su primer matrimonio, también debía frmar la garantía, y ella se había opuesto. Que ya tenían muchas deudas, que las garantías quitan cupo de crédito del banco, que capaz que la niña se arrepiente y se regresa y no tiene con qué pagar, en fn. La Charlie le había dicho que eso no era obligación de su papá, que ese no era problema suyo, que ella ya estaba grandecita para conseguirse sus propias cosas; pero eso no le quitaba la rabia, pues el episodio le había recordado todas las veces en que ella pidió ayuda a su papá y no la había recibido. Todas las veces en que él la dejó sola. Pero ese sentimiento no le duraba mucho: luego de cerrar la llamada, volvía a Instagram y hacía scroll y se distraía, seguía a muchas infuencers de moda y diseño. Le encantaba la Piky Rumbea, una mona guapísima con un gusto increíble; medio lerda, pero con buen contenido en su perfl. Seguía también a muchas modelos, especialmente a Jazmine Tooks y sus amigas, todas las que vinieron a Ecuador para su boda con un cuencano. Dedos a la pantalla, dedos que se alejan, zoom a los pies. Pie griego huesudo, dedos de martillo, feos. Scroll. Traje de baño amarillo, chiquito, contraste con la piel
24 morena, hermosa. Dedos a la pantalla. Zoom. Pie egipcio, delicado, proporcionado. Perfecta. Scroll. Se preparó un té, se sirvió unas galletitas light y se aguantó las ganas de abrir las fundas y comerse todo el pan que había comprado para la mañana. Cuando su mamá estaba bien económicamente, le pedía que salieran a desayunar, se iban a algún lugar bonito y pagaba la cuenta; pero ahora se había quedado sin trabajo, así que seguramente le pediría desayunar en la casa. Al ver las fundas se acordó de que tenía carne y pollo congelados, y una botella de yogur, así que las buscó entre las fundas y las guardó en el congelador y la refri. No es que ella se sintiera gorda, por el contrario, se sabía hermosa, pero se había obsesionado con bajar las llantas que se le formaban en la cintura, que la hacían ver cuadrada, por eso tanta dieta. Luego rebuscó las fundas para asegurarse de haber traído el paté y el jugo de naranja que le gustaban a su mamá, los encontró pero no guardó todo de inmediato, pensó que lo podía hacer más tarde. Su mamá siempre llegaba a su depar a mirar todo, a ver que estuviera limpio, que la refri se encontrara bien abastecida con las cosas que a ella le gustaban, revisaba los tachos de los baños para cerciorarse de que no estuvieran muy llenos, les hablaba a las plantas y les preguntaba cómo las habían tratado, y parte de la conversación discurría entre las críticas de su mamá por cómo tenía el depar, que en realidad era una sui-
25 te. Le parecía que debía comprarse más adornos, que en Nayón venden unos bonsáis lindísimos, que podría conseguir uno más bonito, que ese Piracanto estaba seco, que la tela de los muebles estaba avejentada y con un color horroroso, que si no les iba a gastar en retapizado al menos les podía comprar algo para cubrirlos, que en cualquier lado venden cuadros baratos y de muy buen gusto, que se podía conseguir algo vistoso y de buen precio en el mercado artesanal, que no se fuera a buscar a Gualsaquí porque ese es carero y está fuera del presupuesto, pero que ahí mismo puede encontrar bellezas, que debería ponerle más atención al departamento, que la casa de uno era el refejo de su estado de ánimo, y que al mismo tiempo la disposición de las cosas infuenciaba en el estado de ánimo, que necesitaba más armonía en su vida. Su mamá le hablaba de reiki, de feng shui, ella le contestaba que no creía en esas cosas, y su mamá extendía la conversa sobre esos temas como si ella no hubiera dicho nada. Se volvió a echar en el mueble, puso los almohadones en el piso y se acomodó; siempre pensaba que los almohadones eran muy grandes para ese mueble. Era sábado de tarde y estaba descansando, tranquila y sonreída. Le escribió a la Sof para ver si se animaba a salir por la noche, intercambiaron mensajes breves y acordaron verse donde la Sof, y que ahí decidirían qué hacer. Al pasar del WhatsApp al explorador, se encon-
26 tró nuevamente con la entrevista al doctor Rojas Marcos, ese psiquiatra del 9/11, y la leyó sin más interrupciones: el doctor dice que habla mucho, y que habla con otros y consigo mismo; la periodista le pregunta si eso de hablar solo no es cosa de locos, y el doctor explica que eso se ha estigmatizado, que los niños hablan solos y no se los tacha de locos, que con los años perdemos esa sana costumbre, que ahora la gente parece que habla sola porque se la pasa en el celular, pero eso es peligroso, porque el móvil impide poner atención a las conversaciones reales e incluso a la capacidad de hablarse a uno mismo. Que la educación emocional en las aulas es maravillosa y debería ser obligatoria, que ser charlatán es bueno; que las mujeres hablan mucho más que los hombres, y eso es sano. Él está seguro de que las mujeres viven más porque hablan más, que los padres les hablan más a las mujeres, especialmente de aspectos emocionales y sentimentales. Las penas y difcultades de sus pacientes suelen ser las mismas, tienen patrones muy defnidos: miedo, tristeza, angustia, necesidad de orientación. Dice que el perdón es fundamental para sanar, que no perdonar enferma, que pasar más de tres años de víctima no es saludable, que impide abrir otro capítulo de la vida con ilusión, esperanza y creatividad. La periodista pregunta si el dolor nos alcanza a todos, y el doctor contesta que sí, sin excepción: pérdidas, traumas, divorcios; que según los epidemiólogos
27 tocamos a dos adversidades serias por persona y vida, que unos tienen cuatro, otros una, pero las horas bajas nos alcanzan a todos. Sonó el timbre y se acercó al intercomunicador, el guardia del edifcio le informó que le habían dejado la caja con frutas que había encargado, que en ese momento no podía subírsela, que si no tenía urgencia se la podía subir más tarde, a lo que ella accedió. Pensó que no le había ocurrido ninguna tragedia importante. A ver, a todos nos pasan cosas, pero ella no había tenido ningún evento life changing. Esos días había estado muy triste porque había terminado con su novio, pero eso venía pasando desde hacía meses, ya habían vuelto y regresado varias veces, y la relación con sus papás era complicada, pero de ahí a pensar que había vivido una tragedia de las que habla ese doctor… había un abismo. Sería ingrato con la vida pensar que no tenía una buena vida. En otros lados la gente moría de hambre, sobrevivía en medio de enfermedades y guerras, proliferaban huérfanos, enfermos, discapacitados, había visto a esos niños de la Fundación con parálisis de casi todo el cuerpo, existían tantas cosas malas… y ella sufriendo por terminar con ese novio idiota y porque al parecer no se podría ir a una maestría. Era como le decía la Charlie: esos son problemas de ricos y famosos. El Sebas le había terminado porque él ya quería avanzar en la relación, sentía que debían to-
28 mársela más en serio y ella solo pensaba en irse a Estados Unidos; él no se oponía a que progrese, pero le parecía que esos planes no lo incluían a él, y no quería seguir enamorándose porque eso lo haría sufrir demasiado. Ella odiaba que Sebas le hubiera dicho gorda tantas veces, que podía parecer una tontería, pero sentía que esas eran cosas que él no debía decir, así de fácil. O por último que lo dijera de forma cariñosa. Se habían ido a comprar ropa, y ella se había probado una blusa blanca con unas letras rojas que le había parecido linda, y cuando salió del vestidor él la miró con una cara de asco y le dijo que esa blusa le dejaba ver mucho la panza, que se buscara otra. Y en varias ocasiones le había quitado el postre de su alcance porque decía que ya había comido mucho y si quería bajar la llanta, no podía seguir comiendo tanto dulce. Ella pensaba que Sebas era guapo y adorable, y que compartir con él era divertido, pero tenía ciertas cosas que no toleraba. Que le dijera gorda, por ejemplo. O que no supiera dedicar canciones. Pensaba que si no habías encontrado la canción perfecta, si tu corazón no te gritaba que esa era la indicada, si la canción no te hacía latir el corazón y temblar las piernas, mejor no la dedicabas. Dedicar canciones es todo un arte, y no todos tenían ese talento. Y Sebas para eso era el peor: siempre dedicaba canciones que eran muy cursis y obvias, o eran rebuscadas y sin ninguna relación con la situación. La última
29 que le dedicó era una de Te Flaming Lips, lanzada veinte años atrás, sobre una artista japonesa que enfrentaba robots, y según Sebas esa fuerza le recordaba a ella. WTF. Le dijo que gracias y trató de pasar por alto el tema, pero él insistía en que la escuchara y leyera la letra con él, y que la cantaran a gritos en el carro. Un desastre. Esa tarde puso la canción en Spotify e hizo lo que nunca había querido hacer con el Sebas, así que se conectó vía bluetooth con el parlante y se puso a cantarla en voz alta. Oh Yoshimi, they don’t believe me, but you won’t let those robots eat me. Yoshimi, they don’t believe me, but you won’t let those robots defeat me. Dejó la canción en repeat y se fue hacia la cocina nuevamente, abrió la refri, miró lo que había dentro, se quedó un minuto contemplando las repisas y fnalmente decidió no comer nada. Fue a vaciar las fundas y guardar las cosas, y mientras lo hacía pensaba en comerse todo. Se dio cuenta de que el paté que había traído no era el que le gustaba a su mamá, y mierda, hijueputa, ahora su mamá iba a empezar a joder, y a decir que ni eso puede hacer bien, que esos detalles dicen mucho de lo que a uno le importan las cosas, mejor se regresaba al Super a conseguir el otro; pero por qué tenía que preocuparse tanto, que la doña se comiera el otro paté, no le iba a pasar nada, no podía vivir para darle gusto a su mamá, que se fuera donde Marquitos, donde la Meli o donde el Pato para que ellos la atendieran como
30 ella esperaba, como hijos ejemplares que eran; no iba a volver a pedir un uber, esperar, calarse la fla del Super de nuevo solo para satisfacer los caprichos de su mamá. La psicóloga ya le había dicho que no podía vivir tan pendiente de la felicidad de su madre, que ella tomó sus propias decisiones y debía afrontarlas y buscar su propio camino: no cargar con un peso tan grande, no era sano. Cause she knows that (cause she knows that) It’d be tragic (It’d be tragic) if those evil robots win (evil robots) I know she can beat them. Se dio cuenta de que se había peleado con el Sebas por su viaje a Estados Unidos, y lo más probable era que no se iría. Sin pan ni pedazo. Qué cojuda. Quizá podría decirle a su mamá que fuera un poco más tarde, para ella alcanzar a comprar el paté antes de que llegara, pero el Super recién lo abren a las diez, a esa hora su mamá estaría muerta de hambre y llena de coraje por no haber comido, así que sería peor. De repente se decidía a ir de nuevo, pero eso era como rendirse, era como botar el tratamiento de la psicóloga a la basura. Siempre había la posibilidad de que su mamá no hiciera mayor problema, pero nunca se podía saber. Como esa vez que se había muerto la Richie, y que luego de verla agonizar y morir en la veterinaria, le habían ofrecido cremarla y poner sus cenizas en una plantita, y así fue como le dieron el Piracanto, con la cenizas de la Richie. El fn de semana su mamá había ido a visitarla
31 y, al ver el arbolito con la foto de la Richie, le había preguntado si ella vio cuando la cremaron y pusieron las cenizas. Que no, ella se había ido a la casa y había regresado al día siguiente a retirarla, a lo que su mamá la había dicho que cómo sabía que ahí estaban las cenizas de la Richie, que esa gente de mierda es estafadora, que más barato salía botar el gato a la basura y traer de Nayón un arbolito y verle la cara de pendeja, que capaz y tenía un bonsái común y corriente, y ella le ponía sentimiento y pensaba que ahí estaba la Richie, cuando su gata debía estar en el basurero, que ella sentía mucho la muerte de la gata y que también la quería, pero que no por eso podía dejar que su hija fuera tan ingenua, que ya tenía que darse cuenta de que había gente mala en este mundo, que no podía ir por la vida con la boca abierta. Oh Yoshimi, they don’t believe me. Fue a ver el Piracanto y lo limpió, le retiró unas hojitas secas, y le pasó un trapo al macetero. Pensó en por qué las cosas siempre tenían que ser así con su mamá, que ella se aguantaba la mierda de su papá porque fnalmente él le había pagado el colegio y la universidad, y había estado pendiente de ella, pero no siempre, aunque al menos algo. Que su mamá siempre le reprochaba todo, que cualquier decisión que ella tomara o cualquier cosa que hiciera, su mamá le caía encima, la atosigaba con reclamos, preguntas, y criticaba cada cosa que hacía. Era como lanzar una bola de
32 nieve en la montaña, como prender fuego en el bosque: una vez que iniciaba la letanía, no podía parar. Y que cada vez que pensaba en lo que diría su mamá, le entraba una opresión en el pecho y una angustia, era agotador lidiarle, era agotador pensar en ella. Detestaba que ella hablara en refranes y en dichos populares, que le atribuyera a su abuela dichos que nunca decía y que eran sabiduría popular; según ella su abuela siempre decía que al árbol se lo conoce por sus frutos, que no hay mal que por bien no venga, que Dios aprieta, pero no ahorca, todas las viejas deben decir ese tipo de cosas, pero nunca se las había escuchado a su abuela. Y aún no perdonaba lo que su mamá le había hecho. Ella recordaba haber abierto los ojos y no saber dónde estaba, que el médico la llevó a la casa de su papá, con heridas en todo el cuerpo, que tenía un cuello ortopédico y raspones en el torso, así como sangre pegada por el cuerpo. Luego supo que la paliza que le había dado su mamá la había dejado inconsciente, que la llevó al hospital por toda la sangre que le salía de la cabeza y la nariz. Supo que llamarían a la policía, así que dijo a los médicos que tenía que atender una llamada y había salido corriendo del hospital, le dejó una tarjeta de crédito en el bolsillo del short para que pudiera pagar la cuenta, y un doctor notó la tarjeta y la entregó en la recepción. Caminó al baño y se sentó en la taza, orinó y se quedó viendo Instagram mientras estaba sen-
33 tada, haciendo scroll entre cuentas de chefs, modelos, sus amigos, infuencers de moda y diseño, zoom al traje de baño, zoom a los pies, reenvío de memes a la Sof, y fnalmente decidió contestarle a la Charlie. Tito le había puesto comentarios a los captures de Bumble y la invitaba a seguir mandándole fotos de weird guys, que estaba buenísimo. Vació varios grupos de WhatsApp de trabajo y uno que tenía con unos primos, y fnalmente se paró, cuando ya las piernas se le dormían. Que lo de su mamá tenía que ver con el accidente que ella sufrió de joven, que su abuela decía que desde ahí nunca había sido la misma. Según la psicóloga, ella no podía ver el ataque de su mamá como un hecho aislado, era una situación en extremo compleja y poco analizada, y pensar en lo que pasó sin considerar la historia de vida de su mamá y la suya sería ver el árbol y no el bosque. Quizá ya le había tocado la primera tragedia y no se había percatado. Estaba joven y aún tenía bastante por vivir, así que seguro le esperaban una o dos tragedias más. Finalmente, lo de ahora eran problemas de rica y famosa.
35 Dioses de un mundo antiguo 1 Cuando Diana se volteó para preguntarme qué cola iba a pedir, yo intentaba desesperadamente subirme los pantalones. Habíamos ido en patines hasta la tienda frente al parque triangular y estábamos esperando que nos atendieran, cuando a Fernan se le ocurrió jugarme la broma que siempre nos hacíamos. Apenas alguno del grupo se descuidaba, le bajábamos los pantalones, y todos nos reíamos y lo que restaba de la tarde nos burlábamos de la marca, color o forma de los calzoncillos. Pero ese día Fernan rompió una de las reglas no escritas del juego: me lo hizo frente a una niña. La otra regla, esa sí inviolable, era que no le hacíamos eso a ellas, y mientras yo viví y rodé con mis amigos de la Alborada sexta etapa, herradura H, nunca nadie se atrevió a dicha contravención. Nuestro grupo era grande, casi todos
36 teníamos entre once y quince años: unos niños, a pesar de que a veces creyéramos lo contrario. Esa tarde Diana se sumó a las burlas y se rio todo el tiempo, cada vez que se acordaba se volvía a reír, y comentó y bromeó sobre el amarillo descolorido de mis calzoncillos, y cómo me quedaban un poco fojos. Nunca le reclamé a Fernan porque intenté no darle importancia al episodio. Cuando me acuerdo de ese momento, trato de imaginar cómo lucía yo ese instante. Un casi adolescente, camiseta blanca grandota de los Mighty Ducks, patines en línea negros con broches de verde fosforescente, con el short a la altura de los tobillos, intentando subirlos sin perder el equilibrio y antes de que lo viera la niña que tenía al frente. Con mis amigos teníamos claro que el barrio era nuestro: sabíamos exactamente quiénes lo habitaban y qué hacían. Las casas estaban todas pegadas, así que era difícil no enterarse. En alguna ocasión llegamos a hacer un mapa. Por un lado estaba esa avenida amplia pero de poco tráfco, donde los sábados poníamos unas cajas de banano vacías en lugar de arcos y jugábamos fútbol con los más grandes del barrio; el otro lado daba al canal que se llenaba de maleza y que nos dividía de Urdenor y el Camino de la Sirena, un sendero largo en la mitad de un terreno vacío que comunicaba con la avenida Juan Tanca Marengo, y por donde caminábamos a escondidas de nuestros papás, murmurando una canción inven-
37 tada especialmente para el trecho («Me voy por la sirena, la sirena, la sirena, y es que me espera la sirena, la sirena, la sirena»… el resto no me acuerdo); y del lado de mi casa estaba la Benjamín Carrión, donde me dejaba la 65, la 75 o la 121 cuando me tocaba regresar en colectivo desde el colegio. Llegamos a tener un himno para el barrio, que era un house escandaloso, y asegurábamos que nuestro escudo no tendría un cóndor, sino la cara de algún cantante de mucho fow que nunca llegamos a dibujar. Hacíamos de todo, jugábamos fútbol, vóley, hockey sobre pavimento, patinábamos, andábamos en la moto de Rommel, hermano de Erwin, íbamos a las tiendas, nos subíamos a pasear en la camioneta del lechero (quien nos prestaba su megáfono para hacer bromas durante el recorrido), nos íbamos a buscar pleito donde unos chinos que vivían cerca del canal, nos metíamos a la casa de las Ramírez: cinco hermanas hijas de un marino que pasaban casi todo el tiempo solas. En realidad, quedaron pocas cosas por hacer. Ahora, cuando trato de inventariar esa época, pienso que solo en mi herradura, una calle en forma de U que se conectaba con la Benjamín Carrión a través de un parque lleno de arbolones, vivíamos una cantidad impresionante de niños, y retengo en la memoria sus nombres y la ubicación de sus casas. Mientras viví ahí, sabíamos que nuestra calle se llamaba Herradura H, pero un
38 día llegaron los del Municipio, pusieron letreros y nos enteramos de que en los registros públicos se llamaba calle Santa Rufna. Nunca nadie la llamó así. Digamos que entramos por una de las patas de la herradura: en la calle había casas de ambos lados, en la esquina un terreno vacío amurallado, y al lado vivían los hermanos Cristian y Danilo, ambos rubios y simpáticos; diagonal a ellos vivía Fernan, un poco mayor, creo que tenía 16, con su cara llena de acné y siempre buscando hacer bromas al resto; al lado, en un edifcio de tres pisos vivían Erwin y Rommel, los más sonrientes del barrio, amigos de todos: tenían una moto y crearon el grito con el que nos llamábamos sin necesidad de decir el nombre de nadie. Sobre la avenida vivía Mauro, que tenía una batería y música nueva que enseñarnos siempre; frente al parque había un callejón que unía ambas patas de la herradura; un par de casas después del callejón vivían Junior y Carolina, ambos chinos (no realmente, solo tenían ojos un poco rasgados): ella siempre distante, y por alguna razón la recuerdo en unas eternas licras negras y camiseta blanca. Justo antes de Carolina estaba Viviana, de mi edad, y sus dos hermanas, pero nunca salían con nosotros, vivían con su mamá; después de Carolina estaba la casa de las Ramírez, estrecha, de puertas de madera, donde nos gustaba perder buena parte del tiempo, discutiendo sobre cuál era la más guapa de todas (María del Carmen
39 o Lorena o Fernanda o Zaida o María Gracia, que era muy chiquita todavía). A dos casas de las Ramírez estaba la esquinera, de los Caicedo, ellos eran grandes y ya trabajaban, solo los veíamos los fnes de semana para jugar fútbol. Como yo era arquero y no sabía hacer otra cosa, usualmente los Caicedo me pedían quedarme en el arco, y así terminaba siendo el único que jugaba toda la tarde, pues siempre me tocaba tapar para alguno de los equipos que se intercambiaban la cancha. Al lado de los Caicedo vivían dos hermanas, Raquel y Carolina; con Raquel me di mi primer beso, no recuerdo cómo fue, pero después de eso ella no me hablaba y luego ya no salía con nosotros. Diagonal a Raquel, y ya entrando en la otra pata de la herradura, estaba Diana: su casa tenía un porche, y en las vacaciones siempre la visitaba su prima Johanna, que nos caía bien a todos; Diana solo salía entre semana, siempre en unos shorcitos y un top o camiseta pegada, y muchos nos quedábamos mudos al verla, porque era la única de las niñas que ya tenía tetas y era una dura para cualquier deporte. Pegado a un parque que comunicaba con la siguiente herradura vivía Omar, un niño cubano que siempre trataba de impresionarnos, pero solía terminar haciendo el ridículo; al otro lado del parque estaba mi casa, en realidad un departamento, donde vivíamos mis dos hermanos y yo. La mayor parte de las veces solo yo salía, a veces con mi hermano menor, el otro ya
40 era más grande y estaba dedicado a su guitarra y a pensar en enamoradas y esas cosas; ahora que lo recuerdo, muchas veces me molestaba salir con mi hermano menor porque lo veía como un niño. Al frente de nosotros estaba Tomás, que vivía con un tío extraño, que a veces se asomaba en calzoncillos al balcón y les tiraba besos a las mujeres; en alguna ocasión mi papá se fue de golpes con este señor, y mi hermano mayor se metió en la pelea y los tuvieron que separar a todos. En el parque junto a mi casa unos viejos jugaban vóley y tomaban cerveza los fnes de semana, pero unos años después, tras muchas quejas del barrio, los del municipio convirtieron la cancha en parque infantil. Arriba de mi casa estaba María Fernanda, una morena de ojos verdes que siempre paseaba a su perro también de ojos verdes; atrás de la casa, en un condominio igual al nuestro pero ya en la otra herradura, vivía María José, amiga de María Fernanda, que era una rubia guapísima: a veces en nuestros juegos la penitencia consistía en ir a timbrarle a María José e invitarla a jugar, pero ella nunca se tomaba la molestia de contestar. En ese mismo condominio de atrás vivían Leandro y su hermana Luciana, argentinos y guapos, él un astro del fútbol, ella faquita y tímida, todos los amábamos. Regresando a mi calle, más adelante pero en el mismo bloque de condominios estaba Verónica, que nunca le conocimos otra ropa que no fuera su uniforme de trabajo, aunque no debía
41 tener más de diecinueve años. Finalmente, fuera de la herradura estaba Alejandro, que estudiaba en el horario vespertino en la ANAI, lo veíamos ocasionalmente pues los fnes de semana se iba con su papá a una hacienda en Chongón; estaba Diego, a unas dos cuadras de la herradura H, un niño bueno del que siempre nos burlábamos (en eso que hoy se llama bullying y en esa época no), que era malo para el fútbol pero era indispensable para nosotros, porque nunca fallaba. Y en la esquina de la Benjamín Carrión estaba Vanessa, a la que apodábamos Julieta, porque nunca la dejaron salir pero siempre nos pedía que la fuéramos a ver, y conversaba con nosotros desde el balcón de su casa. No he vuelto a ver a casi ninguno de ellos luego de abandonar el barrio. En alguna ocasión me lo encontré a Fernan en el centro, y nos emocionamos al reconocernos, conversamos unos minutos, él seguía viviendo en la herradura H, trabajaba en una camaronera de su familia, y ya no salía por el barrio; por él me enteré de que ya muchos de nuestros amigos no vivían ahí. Ahora que trato de recordarlos, empiezo a darme cuenta de muchas cosas. La primera es que en nuestras vidas eran importantes las tiendas del barrio. Había tres que siempre visitábamos: la de los serranos por el parque triangular, donde me bajaron los pantalones, quedaba cerca de la casa de Diego, era la más grande y abastecida; la tien-
42 da de tres hermanos que mi mamá bautizó como la tienda de los respingados, porque en una ocasión aparecieron todos con las narices operadas, y siempre tenía gente afuera tomando cerveza; y una tienda pequeña que quedaba frente a la casa de Vanessa, sucia y llena de legumbres antes que golosinas o jugos, así que no había muchas razones para ir allá. Después de jugar corríamos a visitar alguna de las tiendas y nos premiábamos comprando una cola familiar que compartíamos, y a veces comprábamos chocolates o panes. También descubro que no tengo una sola foto con ellos, luego de años de pasar juntos casi todos los días, de compartir el cotidiano camino hacia la adolescencia y la vida adulta, ahora no sé nada de ellos, y quién sabe cómo lucirán sus rostros. Tengo en mi casa una foto de mi grupo de amigos del colegio, y a veces pienso en cómo habría sido la foto que nunca nos tomamos con los del barrio. Capaz que Carolina hubiera salido en camiseta blanca y licra negra, Junior detrás de sus lentotes, Diego con su risa inocente y torpe, Tomás y su cara alargada, yo hubiera salido apretando los labios como involuntariamente lo hago para las fotos, Omar alzando los brazos y alegre, Leandro pisando el balón, Diana con sus shortcitos, Mauro con palos de batería, los grandes hubieran estado atrás y, cómo dudarlo, la foto nos la hubiéramos tomado como si fuéramos un equipo de fútbol.
43 Tampoco recuerdo sus apellidos, salvo los de Erwin y Rommel Jiménez, Diana Martínez, Viviana Ruiz. En la universidad me enteré de que Erwin Rommel fue un general alemán del ejército nazi, famoso por liderar las acciones militares en África. No puedo entender qué llevó al señor Jiménez a bautizar a sus hijos por alguien así. Solo teníamos nombres y ocasionalmente algún apodo. ¿En algún momento supe el resto de apellidos? En todo caso, no los necesitamos. Dejé de verme con ese grupo cuando mi papá decidió que debíamos salir de ese barrio, que nos mudaríamos a los Ceibos. Días antes de que nos avisara de la mudanza y nos llevara a conocer la nueva casa de alquiler, un día que regresábamos con Diego y Tomás de comprar Tangos en la tienda de los respingados, encontré el auto de mi papá parqueado en la esquina, en la entrada de una de las patas de la herradura: él estaba al volante, solo, con los vidrios cerrados, lloraba y miraba hacia abajo. Traté de pasar desapercibido, pero alzó la mirada y nos vio, nos hizo de la mano y me hizo un gesto para que siguiera, luego bajó el vidrio y me dijo que ya iba para la casa, me preguntó adónde iba, le contesté que a buscar a Mauro, y me pidió que no llegara tarde porque mi mamá se podía preocupar. Cuando regresé lo encontré sentado en la sala, ya más tranquilo, me dijo que estaba con problemas en el trabajo, que no era nada grave, pero me di cuenta de que mi
44 mamá no le dirigía la palabra, no me habló más del tema y me dijo que me quedara tranquilo. Sé que les conté a mis amigos que me mudaría, pero nunca hubo nada parecido a una despedida. Luego del cambio de casa no intenté seguirme viendo con ellos. Moverme de la Alborada a los Ceibos signifcaba juntarme con mis amigos del colegio, empezar a ir a festas y tener enamorada; y representaba, sin dudarlo, una escalada social, así que ya podía olvidarme de la sexta etapa. 2 Por un tiempo no tuve noticias de Diana, hasta que en quinto curso empecé a encontrarla en festas y supe que se había cambiado de casa y de colegio. Siempre que nos veíamos hablábamos de con quiénes estábamos saliendo, de enamorados, trago, festas pagadas, caídas y piscinazos. Tenía una energía y un entusiasmo que siempre me alegraron. Creo que puedo decir que era una amiga de la vida, pues nuestras familias no se conocían, nunca estudiamos en el mismo colegio, y ya no éramos vecinos, solo nos unía la vivencia de nuestro antiguo barrio. Cuando nos veíamos, rara vez hablábamos de nuestros amigos de la Alborada. Seguramente, para ella eso también representaba un pasado de chirez al que no quería regresar, así que por si acaso no lo invocábamos.
45 Hablábamos cuando nos encontrábamos, nunca nos buscamos y cuando crecimos nos manteníamos al tanto de nuestras vidas por redes sociales. Nos poníamos likes y comentarios en lo que subíamos y a veces nos tagueábamos en los memes. Y esa relación, tal como estaba, era todo lo que yo quería de Diana, o al menos eso pensaba. A mí siempre me daba un poco de miedo que se le ocurriera contar a mis amigos la anécdota de los calzoncillos amarillos, fojos y descoloridos, pero nunca lo hizo. Tenía una cara redonda y sonriente, ojos café clarito, solía estar bronceada y yo siempre le decía que le quedaba espectacular ese pelo sambo suelto. Yo me quedé con una imagen infantil de Diana. En realidad, nunca fue gordita, pero ciertos rasgos de su cuerpo y el recuerdo de la niñez hacían que la viera así. No tengo claro cuándo empecé a pensarla tanto. Sé que no fue repentino, sino que se fue alimentando de encuentros, imágenes, frases y canciones que hicimos nuestras en encuentros ocasionales. Pero para ser honesto, sí hubo un momento en que las cosas cambiaron, para mí al menos. Fue esa vez que estábamos de festa en la playa de San Lorenzo, en Salinas, en las cercanías del barco hundido, que en realidad era un viejo buque encallado que se había ladeado cuando se estrelló contra las rocas de la costa y que las autoridades nunca pudieron remolcar. La encontré borracha y tirada en la playa, a varios metros de
46 donde farreábamos. Ya éramos universitarios. No me impresionó verla así: estar borracho y tirado en la arena no era algo que mis amigos o yo no hubiéramos hecho antes, pero que sus amigas no estuvieran por ahí sí me preocupó. Tenía la falda levantada y se le veía todo el calzón, blanco tipo hilo, así que mostraba el culo y sus piernas gruesas y bronceadas sobre un tono de piel cuyo color original se acercaba al amarillo. La levanté con ayuda de unos amigos y decidí que la llevaría a su departamento, a pesar del riesgo que signifcaba que un extraño lleve a la nena borracha e inconsciente donde sus papás. En su borrachera alcanzó a guiarme hasta su edifcio y darme el número del depar, así que me armé de valor y timbré. Luego de varios segundos nadie atendió, así que volví a timbrar, tres veces seguidas, y en esta ocasión su papá habló por el intercomunicador; le conté lo que pasó y le pedí ayuda para cargarla desde el carro al ascensor. Su papá me pidió que lo acompañara hasta arriba, que necesitaba una explicación. Me dejó esperando en la sala mientras él llevaba a su hija al cuarto, imagino que le pidió a su mamá que la revisara y la acomodó para dormir; se tomó varios minutos en eso. Yo estaba nervioso en esa sala, esperando dar cuentas de algo que no había hecho. Le volví a contar al señor lo ocurrido, le expliqué mi relación previa con Diana, que habíamos sido vecinos, que yo viví unos años cerca de su casa en la sexta etapa
47 de la Alborada, y que le estaba dando una mano porque la encontré borracha, casi inconsciente, sola y tirada en la playa. Al principio él me miraba con cierta desconfanza, serio, pero luego de que conversamos empezó a portarse amable, y cuando por fn me dejó ir me dio la mano con una sonrisa y me agradeció. Unos meses después, Diana me contó que a veces su papá preguntaba por mí y que incluso le pedía que me saludara de su parte. Nunca me contó qué había pasado esa noche, y yo tampoco quise insistir, pero ese día yo sentí que la había salvado, y que ella de alguna forma me debía algo. Luego de eso no volvimos a vernos por un par de años, pero yo siempre me acordaba de ella. En ese tiempo ocurrieron varias cosas de las que me enteré por amigos en común. Supe que se puso de novia con un venezolano que era famoso por dañado, y que empezó a drogarse, imagino con cocaína; que se fue a vivir con el tipo y que esa relación la hizo sufrir un montón y que su vida se convirtió en un desastre. Un amigo abogado me contó que en la página de la función judicial había tres entradas con su nombre. Un juicio por interdicción presentado por su papá para quitarle la administración de sus bienes, porque habían puesto la empresa a su nombre quién sabe por qué y ahora querían quitársela; otro por escándalo en la vía pública, y otro por violencia doméstica. Al parecer habían estado a punto de matarse
48 con su novio. Finalmente me enteré que había desaparecido, que sus amigas del colegio, con las que no se llevaba muy bien ahora, no habían sabido de ella en meses, no contestaba el teléfono ni Facebook ni nada, que sus papás no hablaban del tema, pero todos sospechaban que ellos la habían metido a rehabilitación. Al poco tiempo de enterarme de esto, un día me levanté y encontré que me había puesto like en una foto de Instagram en algún momento de la noche. Eso se repitió varias veces más, siempre likes y siempre de madrugada, nada más, solo encontraba: «A Diana Martínez le gustó tu foto». Como su celular siempre aparecía apagado, le mandé un DM y contestó varias semanas después: «Hola niño! A los tiempossssss!!!». Escribía como si nada hubiera pasado en los últimos años. Cruzamos mensajes por Instagram con días de intermitencia, hasta que me dio su nuevo teléfono y acordamos vernos en el Sweet & Cofee de la Víctor. Llegó tarde, caminando rápido y mirando para todos lados. Nos abrazamos, bromeamos, pidió una mesa afuera y se pasó todo el rato fumando; hablaba en voz alta, gesticulaba con sus manos, y a mí todo eso me parecía simpático, todo muy espontáneo, todo casi sin querer. Mientras ella hablaba yo no podía dejar de mirarle los pies (traía sandalias), de vez en cuando la miraba a los ojos para asegurarme de que no me estuviera mirando, no quería incomodarla,
49 pero parecía que estaba hablando consigo misma, así que no tenía de qué preocuparme. Las uñas estaban pintadas de un concho de vino oscuro, y salvo la uña del dedo gordo, todas parecían del mismo tamaño y se alineaban formando una pequeña escalera: desde la punta del dedo gordo hasta la del dedo chiquito se podía trazar una línea recta que tocaría cada uno de los restantes. A pesar de esa proporcionalidad, los dedos eran todos gorditos, con carne en exceso por todos lados, en los contornos, en el interior, en las uniones. El dedo gordo era como cabezón, si se tapaba el resto de dedos daba la impresión de ser muy grande, desmesurado, pero si miraba el todo había una cierta armonía en el conjunto. Todos los dedos estaban rechonchos, como si fueran salchichas de coctel. Se le notaban las cutículas, asomaba lo que parecía un pellejo arrancado, e incluso había una puntita despintada en el índice (¿así se le dice también?). En el empeine tenía muchas venas entrecruzadas, una especialmente prominente, más salida desde la mitad del empeine y se iba camino al talón, pero desaparecía antes de llegar a esa bolita que se forma en la unión con la pierna (¿tiene nombre esa bolita?). Justo donde empezaba a esconderse la vena grandota aparecían unos surcos en la piel. Había varios más grandes que se notaban sin necesidad de acercarse. Había otro surco pronunciado justo encima de una gordurita, que hacía las veces de línea fronteriza con
50 la pierna. La luz marcaba el hueso que va desde el dedo gordo hasta la frontera, pero es el único hueso que se notaba en medio de todas las venas. Diana tenía el pie rojo, como hinchado, estoy seguro de que si presionaba alguna parte con mis dedos, esa parte se pondría blanca, y la marca de los dedos se hubiera demorado en irse. Dejó de hablar cuando fue a pedir su tercer café. Se fue hasta el mostrador y la voz se le escuchaba hasta afuera. Nos reímos toda la tarde. La despedida fue emotiva, ella se dio cuenta de que no me había dejado hablar casi al fnal de nuestro encuentro; nos abrazamos, cruzamos unas últimas palabras que ella interrumpió cuando le sonó su celular, y luego de eso se fue rumbo a su Volkswagen escarabajo negro que había parqueado casi al pie de la cafetería. Me pidió que no me perdiera. Siempre he pensado que esa frase es como una maldición, que si quieres que alguien se pierda de tu vida, le dices eso, y además la mayoría de la gente lo dice por cortesía; pero ese día había algo en su voz que la hacía sonar sincera. Quizá hasta me quería de alguna forma en su vida. 3 Decidí visitar esa noche a mis papás. Cuando llegué no habían cenado todavía, así que nos sentamos a la mesa y conversamos. Mi mamá recri-