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Published by , 2016-11-29 15:34:14

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Doña Bárbara:: I. Un acontecimiento insólito Rómulo Gallegos

–¿De manera que si no me encuentro contigo?...
–Te habrías ido con las cajas destempladas. ¡Ay, Santos Luzardo! Tú estás acabando de salir de la Universidad y
crees que eso de reclamar derechos es tan fácil como parece en los libros. Pero no tengas cuidado; lo principal está
logrado ya: que se haga comparecer ante la Jefatura a doña Bárbara y a míster Danger. Aprovechándome de que el
coronel no está aquí y haciéndome el mogollón, ya voy a mandar un propio con las boletas de citación. En el término de
la distancia, les voy a poner. De modo que pasado mañana a estas horas deben de estar aquí. Mientras tanto, tú te
quedas por ahí, sin dejarte ver, no vaya a informarse el coronel a qué has venido, y tener yo que explicarle antes de
tiempo.
–Tendría que encerrarme en la posada. Si es que alguna hay en este pueblo.
–No es muy recomendable la que hay, pero... Si no fuera porque no conviene que el general se dé cuenta de que
somos buenos amigos, yo te diría que te quedaras en casa.
–Gracias, Mujica.
–¡Mujiquita, chico! Dime como me decías antes. Yo siempre soy y seré el mismo para ti. No te imaginas el placer
que me has proporcionado. ¡Aquellos tiempos de la Universidad! ¿Y el viejo Lira, chico? ¿Vive todavía? ¿Y Modesto,
siempre rezando? ¡Qué buen hombre aquel Modesto! ¿Verdad, chico?
–Muy bueno. Pues, oye, Mujiquita; yo te agradezco la buena voluntad de serme útil que has mostrado; pero como lo
que vengo a reclamar es perfectamente legal, no tengo por qué andar con tantos tapujos. El Jefe Civil, ése que todavía
no sé si es general o coronel, pues le das los dos tratamientos alternativamente, tendrá que atender mi solicitud. .
Pero Mujiquita no lo dejó concluir:
–Mira, Santos: síguete por mí. Tú traes la teoría, pero yo tengo la práctica. Haz lo que te aconsejo: métete en la
posada, fíngete enfermo y no salgas a la calle hasta que yo te avise.

*
Se parecía a casi todos los de su oficio, como un toro a otro del mismo pelo, pues no poseía ni más ni menos de lo
que se necesita para ser Jefe Civil de pueblos como aquél: una ignorancia absoluta, un temperamento despótico y un
grado adquirido en correrías militares. De coronel era el que había ganado en las de su juventud; pero aunque sus
amigos y servidores tendían a darle a veces el de general, el resto de la población del Distrito prefería llamarlo: Ño
Pernalete.
Estaba despachando con Mujiquita, bajo la égida de un sable pendiente de la pared, envainado, pero con muestras de
un uso frecuente en el desniquelado de la tarama, cuando se sintieron en la calle pisadas de caballos.
Empalideciendo de pronto, aunque ya todo lo tenía preparado para aquel preciso momento. Mujiquita exclamó:
–¡Ah, caramba! ¡Se me olvidaba decirle, general!...
Y echó el cuento, aduciendo en justificación de la prisa que se había tomado para citar a los vecinos de Santos el
temor de que éste –Luzardo al fin– se hiciera justicia por sí mismo si no encontraba a la autoridad pronta a impartírsela.
–Como usted se había ido para Las Maporas sin decirme cuánto tiempo estaría por allá –concluyó–, yo creí que lo
mejor era proceder en seguida.
Ño Pernalete lo miró de arriba abajo:
–Ya sabía yo que usted tenía algún embolado, Mujiquita. Porque desde ayer está como perro con gusano, y en lo que
va de hoy, si no se ha asomado cien veces a la puerta es porque habrán sido más. ¿Conque lo mejor era proceder en
seguida? Mire, Mujiquita, ¿usted cree que yo no sé que ese doctorcito que está ahí en la posada es amigo suyo?
Pero ya se detenían en la puerta de la Jefatura doña Bárbara y míster Danger, y Ño Pernalete se reservó para después
lo que todavía tenía que decirle al secretario. No le convenía que las personas citadas se enterasen de que allí se podía

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Doña Bárbara:: I. Un acontecimiento insólito Rómulo Gallegos

hacer nada sin consentimiento suyo, y salió a recibirlas, aceptando el papel que lo obligaba a representar Mujiquita;
pero, ¡eso sí!, dispuesto a cobrárselo caro.

–Adelante, mi señora. ¡Caramba! Si no es así, no la vemos a usted por aquí. Siéntese, doña Bárbara. Aquí estará más
cómoda. ¡Mujiquita! Quite su sombrero de esa silla para que se siente míster Danger. Ya le he dicho varias veces que no
ponga el sombrero sobre las sillas.

Mujiquita obedeció solicito. Era el precio, el inevitable vejamen que tenía que sufrirle a Ño Pernalete cada vez que
se atrevía a meter la mano en ayuda de algún solicitante de justicia; su corona de martirio, hecha de reprimendas
insolentes en público, a voz en cuello, para mayor escarnio de su dignidad de hombre. Ya tenía callos en los oídos de
tanto recibirlas; pero en aquel pueblo no se daban cuenta de lo que le debían a Mujiquita.

–¿Hasta cuándo te estarás metiendo a redentor? –solía decirle su mujer cuando lo veía llegar a casa, después de
aquellos regaños, deprimido, con lágrimas en los ojos.

Pero él respondía invariablemente:
–Pero ¡chica! Si no me meto, ¿quién aguanta al coronel?
Y, atolondrado por la vergüenza, estuvo largo rato buscando dónde poner el sombrero.
–Bueno. Aquí estamos a la orden de usted –dijo míster Danger.
Y doña Bárbara, sin disimular el enojo que todo aquello le causaba, agregó:
–Poco ha faltado para que se nos atarrillaran los caballos, por estar aquí, como usted mandaba, al término de la
distancia.
Ño Pernalete le echó una mirada furiosa a Mujiquita y en seguida le dijo:
–Ande y búsquese al doctor Luzardo. Dígale que no se haga esperar mucho, que ya están aquí los señores.
Y Mujiquita salió de la Jefatura, diciéndose, bajo el peso del mal presentimiento:
–Lo que soy yo, de ésta pierdo el puesto. Tiene razón mi mujer: ¿quién me manda meterme a redentor?

*
Momentos después, cuando regresó en compañía de Luzardo, ya la actitud de doña Bárbara era otra: había
recobrado su habitual expresión de impasibilidad, y sólo un ojo muy zahorí habría podido descubrir en aquel rostro un
indicio de pérfida satisfacción, reveladora de que ya se había entendido con Ño Pernalete.
Sin embargo, tuvo un instante de desconcierto al ver a Luzardo: la intuición fulminante del drama final de su vida.
–Bien –dijo Ño Pernalete, sin responder al saludo de Luzardo–. Aquí están los señores, que han venido a oír las
quejas que usted tiene que formular contra ellos.
–Perfectamente –dijo Luzardo, tomándose el asiento que no le brindaban, pues ni Pernalete estaba para cortesías, ni
Mujiquita para demostraciones amistosas que acabaran de comprometerlo–. En primer lugar, y perdóneme la señora que
la posponga, el caso del señor Danger.
Y como advirtiese la rápida guiñada de ojos que con el aludido cruzó el Jefe Civil, comprendió que ya se habían
entendido entre sí e hizo una pausa para dejarlos gozarse en su picardía.
–Es el caso que el señor Danger tiene en sus corrales –y me sería fácil comprobarlo–, reses marcadas con su hierro,
que, sin embargo, llevan las señales de Altamira.
–¿Y eso qué quiere decir? –interpeló el extranjero, sorprendido de aquel tema que no era el que esperaba oírle
plantear.
–Que no le pertenecen. Simplemente.
–¡Oh! ¡Caramba! Como se conoce que usted está tiernito eh cosas de llano. ¿No sabe usted que las señales no tienen
importancia ninguna, y que lo único que da fe sobre la propiedad de una res es el hierro, siempre que esté debidamente
empadronado?

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Doña Bárbara:: V. Las mudanzas de doña Bárbara Rómulo Gallegos

Y subrayó las últimas palabras con una entonación que volvió a poner a prueba el dominio de sí mismo de su
interlocutor.

–Exacto –repuso éste–. Estableceríamos una situación de hecho, ya que no de derecho.

–De eso debe de saber más que yo usted, que es abogado.

–Pero poco amigo de litigar, como ya irá comprendiendo.
–Sí. Ya veo que es usted un hombre raro. Le confieso que nunca me había tropezado con uno tan interesante como
usted. No se impaciente. No voy a salirme del asunto otra vez. ¡Dios me libre! Pero antes de poderle responder tengo
que hacerle una pregunta. ¿Por dónde echaríamos esa cerca? ¿Por la casa de Macanillal?

–¿A qué viene esa pregunta? ¿No sabe usted por dónde he comenzado a plantar los postes? A menos que pretenda

que todavía ese lindero no está en su sitio.
–No está, doctor.
Y se quedó mirándolo fijamente a los ojos.

–¿Es decir que usted no quiere situarse en el terreno... amistoso, como usted misma ha dicho hace poco?

Pero ella, dándole a su voz una inflexión acariciadora:
–¿Por qué agrega: como yo he dicho? ¿Por qué no lo dice usted? Amistoso, simplemente.
–Señora –protestó Luzardo–. Bien sabe usted que no podemos ser amigos. Yo podré ser contemporizador hasta el
punto de haber venido a tratar con usted; pero no me crea olvidadizo.

La energía reposada con que fueron pronunciadas estas palabras acabó de subyugar a la mujerona. Desapareció de

su rostro la sonrisa insinuante, mezcla de cinismo y de sagacidad, y se quedó mirando a quien así era osado a hablarle,
con miradas respetuosas y al mismo tiempo apasionadas.

–¿Si yo le dijera, doctor Luzardo, que esa cerca habría que levantarla mucho más allá de Macanillal? En donde era
el lindero de Altamira antes de esos litigios que no le dejan a usted considerarme como amiga.

Santos frunció el ceño; pero, una vez más, logró conservar su aplomo.

–O usted se burla de mí, o yo estoy soñando –díjole, pausadamente, pero sin aspereza–. Entiendo que me promete
una restitución; mas no veo cómo pueda usted hacerla sin ofender mi susceptibilidad.

–Ni me burlo de usted ni está usted soñando. Lo que sucede es que usted no me conoce bien todavía, doctor

Luzardo. Usted sabe lo que le consta, y le cuesta: que yo le he quitado malamente esas tierras de que ahora hablamos;

pero óigame una cosa, doctor Luzardo: quien tiene la culpa de eso es usted.
–Estamos de acuerdo. Mas ya eso tiene autoridad de cosa juzgada, y lo mejor es no hablar de ello.
–Todavía no le ha dicho todo lo que tengo que decirle. Hágame el favor de oírme esto: si yo me hubiera encontrado

en mi camino con hombres como usted, otra sería mi historia.

Santos Luzardo volvió a experimentar aquel impulso de curiosidad intelectual que en el rodeo de Mata Oscura

estuvo a punto de moverlo a sondear el abismo de aquella alma, recia y brava como la llanura donde se agitaba, pero
que tal vez tenía, también como la llanura, sus frescos refugios de sombra y sus plácidos remansos, alguna escondida
región incontaminada de donde salieran, de improviso, aquellas palabras que eran a la vez una confesión y una protesta.

En efecto, sinceridad y rebeldía de un alma fuerte ante su destino era cuanto habían expresado aquellas palabras de

doña Bárbara, pues al pronunciarlas no había en su ánimo intención de engaño, ni tampoco blanduras sentimentales en
su corazón. En aquel momento había desaparecido la mujer enamorada y necesitada de caricias verdaderas; se bastaba a

sí misma y se encaraba fieramente con su verdad interior.
Y Santos Luzardo experimentó la emoción de haber oído a un alma en una frase.

Pero ella recobró en seguida su aspecto vulgar para decir:

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