Doña Bárbara:: XII. Coplas y pasajes Rómulo Gallegos
Era la naturaleza misma, sin bien ni mal; pero así no podía tomarla el hombre de la ciudad.
Por una parte, las reflexiones que otro cualquiera, dotado de un mediano buen juicio, se habría hecho: Marisela,
fruto de una unión inmoral y acaso heredera de las funestas condiciones paternas y maternas, no podía ser la mujer en
quien pusiera su amor un hombre sensato, y por otra parte, las reflexiones que tenía que hacerse un Santos Luzardo.
Sencilla como la naturaleza, pero a ratos inquietante también, como las monstruosidades de la naturaleza, Marisela
parecía tener selladas en el corazón las fuentes de la ternura. Alegre, jovial y expansiva; sin embargo, en sus relaciones
con el padre nunca le había visto un movimiento de amor filial. Generalmente mostrábase indiferente a los sufrimientos
paternos o, cuando más, al pasar junto a Lorenzo le dirigía una frase juguetona, aniñando la voz, pero sin que las
palabras dejaran traslucir verdadera ternura.
–Esta muchacha no tiene corazón –decíase a menudo Santos–. No tendrá todavía la crueldad sombría de la madre,
pero tiene la crueldad retozona del cachorro, y de esto a aquello, con un poco que intervengan las circunstancias, no hay
sino un paso. Tal vez por falta de la educación conveniente, por falta de esos toques a la sensibilidad dormida que sólo
manos de mujer pueden darle.
Pero Santos Luzardo se veía obligado a confesarse que estas reflexiones pesimistas le producían un disgusto
especial. Las hallaba demasiado severas, crueles, de crueldad consigo mismo. En cambio, postergando al razonador, le
era grato poner de cuando en cuando un poco poeta el corazón y repetir aquello de la moneda de oro del avaro.
XII. COPLAS Y PASAJES
Pero con todo esto, las soluciones imaginarias no habían hecho sino complicar el problema, pues ya para Santos
Luzardo la vida se había vuelto insoportable dentro de aquella casa.
Afortunadamente, fuera de ella todavía había mucho que hacer.
Concluida la recolecta de la hacienda, comenzó la hierra. Con el alba empezaba la algarabía del desmontrencaje, o
sea, la separación, en dos corrales contiguos, de las vacas y los becerros.
Mugían aquéllas, y lanzaban éstos balidos lastimeros, cual si presintiesen la tortura. Ya estaba candente el hierro que
manejaría Pajarote. Con una copla lo anunciaba, y los peones procedían a barrear los mautes. Los tumbaban en el suelo,
les cortaban en las orejas las señales del hato y les pisaban las cabezas para inmovilizarlos, mientras Pajarote, les
aplicaba el hierro candente, dedicándoles coplas de acuerdo con sus pelos y señales: el comedero habitual, la madrina a
que pertenecían, el levante donde cayeron. La historia de cada res, que el llanero conoce como la propia.
Y a cada pasada de hierro trazaba una marca, a punta de cuchillo, en un trozo de cuero donde se llevaba la cuenta,
porque todo en Altamira se hacía todavía como en los remotos tiempos de don Evaristo el cunavichero.
Haciéndose esta reflexión, Santos Luzardo se dijo que ya era hora de empezar a poner en práctica los animosos
proyectos de reformas del civilizador de la llanura, aplazados todavía.
Concluida la hierra, que duró varios días consecutivos, Antonio le dijo, mostrándole las tarjas del herrador:
–La cosa ha resultado mucho mejor de lo que esperábamos. Tres mil becerros y más de seiscientos cachilapos.
Ahora se puede proceder a lo de las queseras.
Apenas fue clavar unos cuantos horcones en la costa del caño Bramador, echarles encima un techo de paja sabanera,
fabricar con un cuero de res el bote donde se cuajaría la leche, y con hojas de palma tejida los cinchos donde se
prensaría el queso, reforzar los paloapiques de unos corrales abandonados, meter en ellos unas cuantas vacas mansas y
otras todavía bravas, recogidas en el rodeo de Mata Oscura, y dejar todo aquello al cuidado del viejo Remigio, quesero
guariqueño, que, a la casualidad, había llegado por allí buscando trabajo, acompañado de su nieto el becerrero Jesusito.
Cuando Santos vio que la obra se reducía a lo rudimentario de aquella «casa en piernas», aislada en medio de un
extenso banco de sabanas, en el mismo sitio donde hacía más de veinte años había existido otra construcción idéntica
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Doña Bárbara:: IV. Opuestos rumbos buscaban Rómulo Gallegos
Y Mujiquita salió de la Jefatura convencido de que, por muchos «tiros» que le hubiera cogido el general para estar
bien con Dios y con el diablo, a él lo iban a enterrar con urna blanca.
–¡El pobre Santos Luzardo! De esos veinte mil pesos que iba a coger por sus plumas, como que no va a ver ni un
real. ¡Y tener yo que decirle que se vaya tranquilo!
Pero cuando llegó a la posada, ya Santos estaba con el pie en el estribo.
–¿Esa prisa chico? Deja ese viaje para mañana. Tengo muchas cosas que decirte.
–Me las dirás cuando volvamos a vernos –le respondió Santos ya a caballo–. Que será cuando pueda venir con un
machete en la mano, y poniéndolo sobre tu escritorio decirte: «Bachiller Mujica, quien tiene la razón es fulano.
Sentencie ahora mismo en favor suyo.»
Como si por primera vez oyera cosa semejante, Mujiquita preguntó:
–¿Qué quieres decirme con eso, Santos Luzardo?
–Que el atropello me lanza a la violencia y que acepto el camino. Hasta la vista, Mujiquita. Puede que pronto
volvamos a vernos.
Y partió, levantando una polvareda bajo las patas de su caballo.
IV. OPUESTOS RUMBOS BUSCABAN
Uno de aquellos mensajeros que le llevaron a Santos Luzardo la noticia del suceso de El Totumo había recibido de
Ño Pernalete esta consigna privada:
–De paso, acérquense a las casas de El Miedo, con un pretexto cualquiera, y en conversación como cosa suya,
échele el cuento a doña Bárbara. Es bueno que ella también lo sepa. Pero a ella sola, ¿sabe?
Lo primero que le ocurrió a doña Bárbara al recibir la noticia fue alegrarse del daño que con aquello había sufrido
Luzardo.
Horas después lleváronle la noticia de que Marisela había regresado con su padre al rancho del palmar de La
Chusmita, y al recibirla acudieron a su mente las cabalísticas palabras del «Socio», pero con una interpretación
esperanzada; Marisela, la rival que le quitaba el amor de Santos Luzardo, regresando al rancho del palmar, eran las
cosas que debían volver al lugar de donde salieron. Vio en esto un signo de que aún no se había apagado su buena
estrella y se dijo:
–Dios tenía que seguir ayudándome.
Y ya se disponía a trazarse el plan adecuado a las nuevas circunstancias, cuando se le acercó Balbino Paiba,
diciéndole:
–¿Sabe la noticia?
Rápida como la centella fue la ocurrencia de interrumpirlo:
–Que en el chaparral de El Totumo asesinaron a Carmelito López.
Balbino hizo un extraño gesto y en seguida exclamó, lisonjero:
–¡Caramba! A usted no hay manera de venderle noticias frescas. ¿Cómo lo supo?
–Anoche me lo dijeron –respondió, dejando entender con el impersonal empleado y con el tono misterioso que había
sido «el Socio» quien se lo comunicara.
–Pero la informaron mal –repuso Balbino, al cabo de una breve pausa–, porque, según parece, Carmelito no murió
asesinado, sino de muerte natural.
–¿Y una puñalada por la espalda, o un tiro por mampuesto, en un lugar como el chaparral de El Totumo, no es
también una manera natural de morirse un cristiano?
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Doña Bárbara:: XI. Luz en la caverna Rómulo Gallegos
acababan de hacer crisis en el abatimiento que ahora le traía silencioso y sombrío, la idea de las privaciones y peligros a
que pudiera estar expuesta aquella muchacha que, sin embargo, había llegado a ser la ocupación dominante de su
pensamiento durante varios meses.
Reconoció que había hecho mal en abandonarla a su suerte, y encontrando alivio a sus tormentos al darle de nuevo
cabida en su pecho a los bondadosos sentimientos, torció el camino hacia el palmar.
Momentos después se detenía en el umbral de la puerta del rancho, ante el doloroso cuadro iluminado por la luz ya
agonizante de un candil: hundido en su chinchorro, desencajado y con el sello de la muerte en el rostro, yacía Lorenzo
Barquero, y junto a él, Marisela, sentada en el suelo, acariciándole la frente, fijos en él los hermosos ojos, fuentes de un
llanto silencioso que le bañaba la faz.
Acariciándolo así lo había ayudado a bien morir, con tierno sostén de amor, y aunque hacía rato que la frente había
dejado de sentir el suave contacto de la mano, todavía ésta prodigaba la filial caricia.
Más que lo doloroso, la dramática vida que acababa de extinguirse, la miseria del cuadro, y el llanto de la faz
atribulada, lo que tocó el corazón de Luzardo fue lo que allí había de tierno: la mano acariciadora, la expresión de amor
que tenían los ojos bañados en lágrimas, la ternura para la cual creyera incapacitada a Marisela.
–¡Se me murió papá! –exclamó, con un acento desgarrador, al ver a Santos, y cubriéndose el rostro con las manos,
se echó de bruces en el suelo.
Después de haberse cerciorado de que realmente Lorenzo estaba muerto. Santos levantó a Marisela para hacerla
sentarse en una silla; pero ella se le arrojó sobre el pecho, gimiendo y llorando.
Largo rato permanecieron en silencio, y luego Marisela, desatada la locuacidad del dolor, comenzó a explicar:
–Yo pensaba llevármelo mañana mismo para San Fernando para que lo vieran los médicos. Yo creía que pudiera
curarse y quería llevármelo. Se lo dije a Antonio, que estuvo esta tarde por aquí, y él me ofreció contratarme un bongo
que venía de arriba. Acababa de irse Antonio, y yo había entrado a darle una vuelta a papá, antes de ir a prepararle la
comida, porque desde esta mañana estaba muy hundido y me daba miedo dejarlo solo mucho tiempo, cuando de pronto
hizo un esfuerzo para sentarse en el chinchorro y se me quedó viendo con los ojos pelados, y gritó:
«–¡El tremedal! ¡Me traga! ¡Sosténme, no me dejes hundir!»
–Fue un grito espantoso, que me parece estar oyéndolo todavía, y empezó a morirse, diciendo a cada rato: «¡Me
hundo! ¡Me hundo! ¡Me hundo!» Y me apretaba la mano con una angustia horrible.
–Era su tema –comentó Pajarote–. Que se lo tragaría el tremedal.
Santos permaneció en silencio, haciéndose reproches por el injustificable abandono en que había dejado a Lorenzo y
a Marisela, y ésta reanudó el nervioso charloteo, repitiendo:
–Yo pensaba llevármelo mañana mismo para San Fernando. Antonio me había ofrecido conseguirnos puesto en un
bongo que iba para allá.
Pero Santos la interrumpió, atrayéndola sobre su pecho, paternalmente:
–Basta. No hables más.
–Pero si he estado toda la noche sufriendo callada, íngrima y sola toda la noche viéndolo hundirse y hundirse y
hundirse... Porque era como si verdaderamente se estuviera hundiendo en el tremedal. ¡Dios mío! ¡Qué cosa tan horrible
es la muerte! Y yo, íngrima y sola, ayudándolo a bien morir. Y ahora, ¡íngrima y sola para toda la vida! ¿Qué me hago
yo ahora, Dios mío?
–Ahora nos volvemos a Altamira, y luego se verá qué se hace. No has quedado tan completamente desamparada
como crees. Anda, Pajarote. Ándate a buscar la gente necesaria y una bestia aperada para Marisela. Y tú, acuéstate un
rato a descansar y procura dormirte.
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