porque Sara-Li se llevaba fenomenal con Sonia y
Raúl y la hubiéramos dejado subir de todas formas.
—¡Vale, pequeña delincuente! —Bromeó Ós-
car—. ¡Cuéntanos tu gran idea!
51
La gran idea de
Sara-Li
Sara-Li sacó un periódico de su mochila y lo desple-
gó frente a nosotros de forma que pudiéramos ver la
portada.
Un titular a toda página en el City News decía:
Epidemia de perros perdidos en Twin City
Los cuatro nos miramos perplejos sin entender
cuál era la gran idea.
—¿Y esta es la fantástica solución a nuestros pro-
blemas? —preguntó Óscar socarrón—. Aprovechan-
do que han perdido sus perros, ¿quieres venderles a
Maxi o qué?
—¡Qué burro eres, por dios! —dijo Sara-Li—. Si
os molestáis en leer el artículo completo, veréis que
dice que algunos de los dueños ofrecen recompensas
para quienes encuentren a sus mascotas.
52
—¿Eh…? ¡Vale! Los dueños ofrecen recompensas.
Y a nosotros, ¿qué? —resopló Óscar que primero
hablaba y luego, a veces, pensaba—. Se te olvida el
pequeño detalle de que para que te den la recom-
pensa, primero tienes que encontrar al perro.
—¡Pero déjala terminar, hombre! —le interrum-
pió Sonia.
—¡Graaacias! —dijo Sara-Li—. ¡Menos mal que
hay alguien con la cabeza llena de cerebro en esta re-
unión! —añadió un poco mosqueada—. ¡Escuchad!
¡Y tú no me interrumpas más hasta que termine, pe-
sado! — añadió mirando a Óscar.
53
—Creo que podemos utilizar a Maxi para locali-
zar a esos perros si todavía están en la ciudad —dijo
convencida.
—¿Utilizar a…? —empezó Óscar.
—¡Chissst! —le cortó Sonia poniendo su dedo en
los labios y frunciendo el ceño.
—Veréis —dijo Sara-Li bajando la voz—, creo
que Maxi ahora tiene algo así como superolfato
—confesó—. Vosotros habéis estado entrenando
solo la telepatía, pero yo he pasado mucho tiempo
con ella esta semana y he visto que se levanta y se va
a la puerta varios minutos antes de que llegue papá,
y eso significa que le huele cuando todavía está a
varias manzanas de aquí.
—¡Uff, pobre! Ahora sufrirá el triple con el olor
de nuestros calcetines —dijo Óscar que no se podía
quedar callado.
Sara-Li resopló y continuó, ignorando por com-
pleto su comentario.
—Para estar seguros, tendríamos que hacer una
prueba, y yo no puedo comunicarme con ella para
decirle que busque algo, pero vosotros sí.
La idea de Sara-Li todavía tardó unos segundos en
tomar forma en mi cabeza.
—¡Vale! Imaginemos que tienes razón y que Maxi
tiene un megaolfato —dije—. ¿Pero qué le vamos
54
a dar a oler para que encuentre a las mascotas? No
tenemos nada de ellas.
—¡Hombre! Algo tendréis que hacer vosotros,
¿no? Que yo ya he tenido la idea —dijo Sara-Li
convencida—. Os tocará hablar con los dueños
y conseguir alguna cosa que podamos usar para
buscarlas.
—¡Vale, vale! —terció
Raúl que no había abierto
la boca en toda la conversa-
ción—. Luego ya discutiréis
eso, pero primero vamos a
probar si Maxi nos puede
ayudar, ¿no?
—¡Eso es cosa mía!
—dijo Óscar y, sin dar más
explicaciones, se levantó y
entró en casa corriendo.
Los demás nos queda-
mos allí plantados mirando
la puerta, mientras esperá-
bamos a ver qué ocurrencia
había tenido esta vez.
Pero no salió por la puerta.
Apareció por el jardín
empujando su bicicleta.
55
—¡OK, compañía! ¡El soldado Óscar se presenta
voluntario para la Operación Sabueso! —dijo po-
niéndose de pie muy tieso y saludando como un
militar—. Me voy a alejar unas cuantas manzanas
con la bici. Usad esto para que lo huela Maxi y me
pueda buscar —añadió mientras cogía una camiseta
arrugada de la cesta de la bici y nos la entregaba.
¿Operación Sabueso?
Intercambiamos miradas sorprendidos por la ra-
pidez con la que había preparado la prueba. Pero
¡oye!, de vez en cuando también tenía alguna idea
buena.
Óscar se montó en la bici y, pedaleando con ga-
nas, se alejó por nuestra calle. Enseguida giró a la
derecha y le perdimos de vista.
Sara-Li y yo fuimos a buscar nuestras bicis mien-
tras esperábamos y en diez minutos lanzamos la
operación.
Me acerqué a Maxi para darle a oler la camiseta y
le pedí que buscara a mi hermano.
De inmediato, echó a correr calle arriba siguien-
do la ruta por la que habíamos visto perderse la bici
de Óscar un rato antes.
Pedaleamos tras ella como locos, pero iba tan de-
prisa, que cada poco tiempo tenía que pedirle que
nos esperara.
56
57
Varios minutos y giros después, cuando ya em-
pezábamos a pensar que Maxi se había perdido, la
seguimos hasta un pequeño parque entre dos casas
y allí estaba mi hermano, sentado en un banco, tan
pancho.
—¡Prueba superada! —dijo bromeando mien-
tras nos acercábamos—. Me parece que tenemos un
plan. Creo que empiezo a entender a lo que se re-
fería el profesor cuando dijo que el meteorito «nos
daría algunas sorpresas más» —añadió poniéndose
de pie y cogiendo su bici.
—¡Esperad un momento! Igual esto no tiene nada
que ver con el meteorito —dijo Sonia sin dejarse
llevar por el entusiasmo general—. Hay perros que
pueden seguir el rastro de sus dueños durante mu-
chos kilómetros para encontrarles.
—Pues igual otros perros sí, pero ya te digo yo
que Maxi no era de esos —dijo Sara-Li convencida.
—¡Venga, dejaros de cháchara y vamos de vuelta,
que a la tarde tenemos trabajo que hacer! —dijo Ós-
car muy seguro de sí mismo.
Maxi, bastante cansada por la carrera, se montó en
la cesta de Sara-Li, y el resto intercambiamos unas
miradas de extrañeza y volvimos a casa sin rechistar.
Creo que esta faceta organizadora de mi hermano
nos estaba sorprendiendo a todos.
58
Sonia y Raúl pidieron permiso para quedarse a
comer con nosotros y en cuanto terminamos y re-
cogimos la mesa, nos fuimos de nuevo al porche
que se había convertido en nuestra sala de reuniones
improvisada.
Sara-Li nos dejó el periódico y se fue a sus cosas
dejando bien claro que ella ya había hecho su parte
y que lo que quedaba era asunto nuestro.
—¿A alguien se le ocurre cómo podemos poner-
nos en contacto con los dueños? —pregunté.
—Yo creo que deberíamos empezar por el perio-
dista que escribió el artículo —dijo Sonia—. Si le
llamamos por teléfono, igual no nos hace caso, pero
si vamos al periódico y preguntamos por él, a lo
mejor…
—¿Y qué le contamos? —pregunté yo—. Imagi-
no que no le vamos a decir que tenemos un perro
telépata y con superolfato que nos va a ayudar a bus-
car a las mascotas perdidas, ¿verdad?
—Pues le contamos que hemos visto algunos pe-
rros vagabundos por el barrio y que queremos con-
tactar con los dueños para conseguir alguna foto más
y ver si alguno de ellos coincide —propuso Óscar.
—¡Vaya! ¡Por mí, OK! —respondió Sonia sor-
prendida— ¿Qué decís vosotros? —añadió mirán-
donos a Raúl y a mí.
59
Al ver la seguridad con la que Óscar lo había pro-
puesto, casi daba miedo decir que no, así que des-
pués de pensarlo un segundo, asentimos sin decir
nada.
—¡Pues en marcha! El artículo lo firma Sandra
Buenatinta —apuntó mi hermano—. Si vamos aho-
ra, fijo que la encontramos todavía en el periódico
—añadió poniéndose de pie y haciendo un gesto de
que le siguiéramos.
Esto era difícil de creer. Óscar pensando con sen-
satez y diciendo más de tres frases seguidas sin una
tontería en medio. A este hermano mío me lo ha-
bían cambiado.
60
Una visita
al periódico
Las oficinas del periódico quedaban en las afueras
de la ciudad y nos resultaba complicado ir en bici,
así que usamos el autobús.
Después de media hora y un transbordo, nos dejó
casi en la puerta.
Entramos sin pensárnoslo mucho y fuimos direc-
tos al mostrador de información.
Tras él, una señora que ocupaba como dos daba la
impresión de tener pocas ganas de que la molestaran
unos niños.
—¡Hola, buenas tardes! —Saludó Sonia con el
tono más cortés que pudo—. Nos gustaría hablar
con Sandra Buenatinta, por favor —pidió casi en
susurros.
Con la velocidad de un perezoso anestesiado, se
giró y nos echó una mirada aburrida por encima de
sus gafas.
61
—¿Y para qué queréis verla? —preguntó mientras
se inclinaba sobre nosotros sin intentar disimular su
mal humor.
Raúl, Óscar y yo dimos un paso atrás, asustados
por la cantidad de señora que se nos venía encima y
nos parapetamos detrás de Sonia dejándola sola ante
el peligro.
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—Bu, bu, bueno… —balbució Sonia intimida-
da—. Nos gustaría hablar con ella por un artículo
que salió en el periódico de ayer sobre unos perros
perdidos —acertó a decir de carrerilla.
—¡Hummm! —fue lo único que respondió mien-
tras volvía a su posición inicial y pulsaba algo en el
teclado que tenía delante.
—¡Sois unos cobardicas! —susurró Sonia ale-
jándose un poco del mostrador y girándose hacia
nosotros.
—¡Oye, que solo intentábamos sobrevivir al
ataque de ese espécimen de alienígena cabreada!
—apuntó Óscar en un susurro, justo antes de reci-
bir una colleja de nuestra amiga. Estos dos siempre
andaban igual.
—¡Esperad aquí, enseguida viene! —dijo la recep-
cionista sin siquiera molestarse en mirarnos. Des-
pués siguió con sus cosas como si nunca hubiéramos
existido.
Por si acaso, nos alejamos del mostrador todo lo
que pudimos y nos quedamos esperando en una es-
quina frente a la puerta de acceso a las oficinas.
A los pocos minutos, una chica joven salió por
ella y se dirigió a nosotros:
—¡Hola, chicos! Soy Sandra Buenatinta. —Se
presentó—. ¿Queríais verme?
63
Todavía estábamos un poco intimidados por la
recepcionista y la joven reportera se dio cuenta.
—Veo que Gloria os ha aplicado su recibimiento
especial anti-pesados, ¿eh? —dijo mirando hacia el
mostrador y dirigiendo una sonrisa a la enorme mujer
que se la devolvió y le guiñó un ojo—. ¡Venid! Vamos
a mi despacho, que allí estaremos más cómodos.
—¡Vaya! ¡Si va a resultar que era humana! —susu-
rró Óscar mientras seguíamos a Sandra por el labe-
rinto de oficinas del periódico.
Su despacho era una pequeña habitación en la
que a duras penas entrábamos los cinco juntos, así
que nos quedamos de pie frente a la mesa.
—Me ha dicho Gloria que queríais hablarme del
artículo de los perros perdidos —nos dijo mientras
se acomodaba en su silla.
—Bueno…, sí —respondí yo haciendo esta vez
de portavoz—. Hemos visto algunos perros vaga-
bundos por nuestro barrio y nos gustaría contactar
con los dueños de las mascotas perdidas para que
nos dejen alguna foto más, aparte de las del periódi-
co, y poder ayudarles a encontrarlas.
—¡Vaya! ¡Pues siento que hayáis venido en balde!
—dijo Sandra abriendo los brazos—. La ley me pro-
híbe daros sus datos. Pero si me dejáis una forma de
localizaros, puedo hablar con ellos y darles vuestro
64
contacto. Quizá os llamen —añadió inclinándose
hacia nosotros.
Los cuatro intercambiamos unas miradas des-
corazonadas que no pasaron inadvertidas para la
periodista.
—¿Y no hay otra forma de contactar con ellos?
—preguntó Sonia haciendo una última intentona.
—Bueno… —dijo Sandra, mientras se acariciaba
el mentón—. Ahora que lo pienso, algunos me dije-
ron que habían puesto carteles en los parques y por
la ciudad para intentar encontrar a sus perros. Ima-
gino que si buscáis los carteles, allí habrá un teléfono
de contacto —añadió mientras se ponía de pie y se
dirigía a la puerta.
Con una pequeña esperanza en el horizonte, sali-
mos del despacho y la seguimos de vuelta a la calle,
pero cuando estábamos a medio camino, se paró de
repente y se giró.
—¡Esperad! Acabo de acordarme de algo —dijo
mientras cogía de una estantería un ejemplar del
City News de hace unos días y hojeaba entre sus
páginas.
Cuando encontró lo que buscaba, dobló el perió-
dico por la mitad y lo puso frente a nosotros.
—¡Quizá esto también os sirva! —dijo satisfecha
mostrándonos un anuncio a media página.
65
En el anuncio se podía ver la foto de un perrito
blanco con mucho pelo llamado Melenas, unas le-
tras de «Perdido. Se gratificará con 1.000 €» y un
teléfono.
—Es el perro de Esmeralda Golden, la hija de
Ramiro Golden —dijo bajando la voz y acercándo-
se a nosotros—. Es el dueño de los famosos Super-
mercados Eldorado ¡Tomad! Quedaos el periódico,
pero yo no os he dicho nada, ¿de acuerdo? —dijo
cuando ya nos despedía en la puerta.
66
—¡Guau! ¡Mil eurazos! ¡Tenemos que encontrar
ese perro como sea! —gritó Óscar que había estado
conteniéndose mientras salíamos de las oficinas del
periódico.
La vuelta en autobús se nos hizo pesada, pero
aprovechamos para planificar nuestros siguientes
pasos. Por la mañana nos reuniríamos en casa y lla-
maríamos al teléfono del anuncio. Con un poco
de suerte, podríamos conseguir algo para buscar a
Melenas.
Entre pitos y flautas, cuando subíamos las escale-
ras del porche era casi la hora de la cena.
Aunque nadie en nuestro salón parecía demasiado
interesado en cenar.
Nuestros padres tenían el semblante serio y ro-
deaban a Sara-Li, que lloraba amargamente.
Cuando nos vieron entrar, los tres se giraron hacia
nosotros y Sara-Li dijo entre sollozos:
—¡Maxi ha desaparecido!
67
68
Buscando a Maxi
Cuando entre todos conseguimos que Sara-Li se cal-
mara un poco, nos contó lo que había pasado:
—Mientras estaba en el parque hablando con mis
amigas, Maxi andaba como siempre, moviéndose de
aquí para allá a mi alrededor. Pero, de repente, ¡dejé
de verla! —dijo arrancándose a llorar de nuevo.
Tuvimos que calmarla otra vez para que pudiera
seguir.
—La llamé, pero no venía. Mis amigas me ayu-
daron y recorrimos todo el parque y los alrededo-
res, pero no la encontramos por ninguna parte. ¡Ha
desaparecido! —dijo dejándose caer entre los brazos
de nuestra madre que intentaba consolarla.
¡Era increíble!
De un solo golpe habíamos perdido a nuestra
perrita y a la pieza clave de nuestro plan. Sin Maxi,
nuestra operación de rescate no podía funcionar
69
y ahora mismo, la pobre estaría sola y asustada, va-
gando por vete a saber dónde.
Todos estábamos abatidos y sufriendo por ella,
pero entonces, Óscar levantó la cabeza y me miró
con los ojos muy abiertos como si se hubiera dado
cuenta de algo. Con la cabeza me hizo un gesto para
que le siguiera y fui tras él hasta la cocina.
—¿No te das cuenta? —susurró cogiéndome por
los hombros—. ¡Se supone que nosotros podemos
hablar con Maxi! —añadió nervioso—. Ella no lo
habrá intentado porque estará muy asustada y Sa-
ra-Li ni se habrá dado cuenta. Tenemos que encar-
garnos nosotros de intentar averiguar dónde está.
70
—¡A veces, eres un genio! —dije dándole un abra-
zo—. ¡Vamos a probarlo ahora mismo!
—¡Espera! —dijo Óscar—. Si nos ponemos a ha-
blar los dos a la vez, igual la asustamos más de lo que
ya estará. Déjame probar a mí primero, ¿vale?
Nos sentamos en las sillas de la cocina y mi her-
mano se concentró intentando hablar con ella.
Al cabo de pocos segundos, abrió los ojos y me
miró sonriente.
—¡Se encuentra bien! —exclamó—. Dice que no
se perdió, sino que la cogió un hombre y la metió en
un saco. Después no se acuerda de nada más hasta
que despertó en una jaula, en una especie de sótano,
aunque no sabe dónde. Y al parecer no está sola. Me
dice que está con un montón de perros más.
—¡Tienen que ser los perros perdidos! —excla-
mé—. ¡No se han perdido! ¡Los han secuestrado!
—añadí intentando no gritar—. ¡Tenemos que en-
contrarla! Pero, ¿cómo?
—¡Espera! Creo que tengo una idea —dijo Ós-
car acercándose a la puerta para cerciorarse de que
nuestros padres seguían con Sara-Li en el salón—.
He podido hablar con ella, pero la oigo muy leja-
na. ¿Y si esto de la telepatía funciona como una
emisora?
—¿Eeeh? ¿De qué hablas? —pregunté.
71
—Pues que cuanto más cerca estemos, mejor la
oiremos. Si vamos recorriendo la ciudad mientras la
escuchamos, ¡sentiremos su voz con más fuerza cuan-
do estemos cerca y nos ayudará a localizarla!
¡Mi hermano había vuelto a sorprenderme!
—¡Ostras, chaval, pues igual funciona! —dije yo
después de pensarlo un momento—. Aunque me
parece que hoy ya no va a poder ser porque es casi
de noche.
—Mira, ahora hablamos con ella para tranquili-
zarla y que no se sienta sola esta noche, y mañana a
primera hora llamamos a Sonia y Raúl y montamos
la segunda fase de la Operación Sabueso —dijo mi
hermano satisfecho—. Si todo va bien, cuando la
encontremos, habremos encontrado también nues-
tros mil euros en forma de perrito blanco y pelu-
do —añadió mostrándome el anuncio del periódico
que nos había dado Sandra Buenatinta.
Conseguir serenar a Maxi no fue fácil y nos hizo
falta más de media hora de «charla». Al final logra-
mos que se quedara tranquila esperando su rescate y
nosotros pudimos irnos a la cama. Había que intentar
descansar porque mañana iba a ser un día muy largo.
Después de una larga noche de muchas vueltas,
en cuanto las primeras luces atravesaron la persiana
de nuestra habitación, hablamos con nuestra perrita
72
para asegurarnos de que estaba bien y nos pusimos
en marcha.
Nos costó un poco más despertar a Sonia y Raúl,
que dormían felices en sus casas y todavía no sabían
nada.
Desayunar con la noticia de que Maxi había sido
secuestrada no fue una buena forma de empezar el
día y, al principio, les dio un bajón tremendo.
Sin embargo, cuando escucharon nuestra idea, se
animaron al instante y, a la media hora, los cuatro
estábamos sentados en el porche discutiendo los de-
talles del plan.
—Lo mejor es que nos dividamos en dos grupos
—propuso Óscar—. Yo voy con Sonia y con Flash,
y vosotros hacéis el otro equipo —dijo señalándo-
nos a Raúl y a mí.
—He traído lo que me has pedido —le dijo Sonia
mientras sacaba de su mochila un mapa de Twin City.
Mi hermano abrió el plano y lo extendió sobre la
mesita plegable que habíamos instalado para ello.
—¡Vale! —comenzó Óscar—. El equipo Alfa, o
sea, Sonia y yo, nos encargamos de la mitad norte de
la ciudad —dijo trazando una raya con un rotulador
entre las calles del mapa—. El equipo Delta, o sea,
vosotros, hacéis la parte sur —añadió apuntándonos
con el dedo.
73
Después sacó de su mochila un par de walkie-tal-
kies que habíamos cogido de nuestra habitación y
los puso sobre la mesa a cada lado del plano.
—Uno para cada equipo, por si vosotros tenéis
que comunicaros y no podemos usar la telepatía
74
—añadió con seguridad mirando a nuestros ami-
gos—. Ya sabéis cómo funcionan.
Sonia, Raúl y yo nos miramos con complicidad.
Óscar parecía el jefe de un comando especial. Cuan-
do tenía una idea clara y se ponía a organizar planes,
no había quien le parara.
No sabíamos cuánto nos podía llevar encontrar a
Maxi, así que habíamos avisado en casa de que nos
íbamos de excursión con la bici y nos habíamos lle-
vado un bocata por si no volvíamos a comer.
Con todo preparado, Flash se montó en la cesta
de la bici de Óscar y nos pusimos en marcha. Cada
grupo se fue para un lado y quedamos en comuni-
carnos en cuanto tuviéramos alguna noticia.
Habíamos aprovechado nuestras conversaciones con
Maxi para explicarle el plan. Tenía que estar comuni-
cándose todo el rato para que pudiéramos encontrarla.
Todavía no teníamos muy claro qué íbamos a ha-
cer cuando consiguiéramos localizarla, pero lo pri-
mero era encontrarla y luego ya veríamos.
Con un pedaleo tranquilo, pensando que nos que-
daban varias horas por delante, íbamos recorriendo
calle a calle mientras yo escuchaba la voz de Maxi.
Cuantas más calles recorríamos hacia el sur, más
lejos la oía. Al final, llegué a la conclusión lógica de
que nos estábamos alejando de ella.
75
Óscar, sin embargo, cada vez la oía más cerca, así
que dimos por terminada la búsqueda por nuestra
parte de la ciudad y decidimos empezar a subir hacia
el norte para encontrarnos con ellos y ayudarles. Era
evidente que Maxi no estaba en nuestro lado.
Tras hora y media de recorrido, el equipo Alfa lle-
gó a una zona donde mi hermano la podía oír con
total claridad. Entonces empezaron a moverse calle
arriba y calle abajo para localizar el sitio exacto.
Mientras pedaleaban despacio, con Óscar atento
a la voz de Maxi, Flash se irguió en la cesta y se que-
dó allí unos segundos, como escuchando.
De pronto, saltó al suelo y salió corriendo hacia
el jardín de un enorme caserón con aspecto de estar
abandonado.
Se paró en medio de la hierba señalando la casa y
se giró hacia ellos con los ojos brillando de alegría.
¡Habían encontrado a Maxi!
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77
¿Una casa
abandonada?
Óscar me había dado la dirección del lugar y ya íba-
mos de camino, pero nos quedaban todavía unos
diez minutos para llegar allí.
Como no me fiaba mucho de mi hermano para
esas cosas, hablé con Sonia por walkie-talkie y me
aseguré de que no se acercaran a la casa hasta que
llegáramos nosotros.
Óscar era muy capaz de intentar entrar por su
cuenta y liarla.
Las últimas manzanas las recorrimos a toda la ve-
locidad que nos daban las piernas, que tampoco era
mucha después de dos horas de pedaleo.
Pero cuando llegamos con la lengua fuera a la di-
rección que me había dado Óscar, allí no había nadie.
Ni rastro de Sonia ni de él. Ni siquiera de las bicis.
Frente a nosotros se alzaba una casa grande con un
aspecto muy descuidado y con un coche aparcado en
78
la entrada del garaje. Conociendo a Óscar, me temía
lo peor.
Estaba intentando comunicarme con mi herma-
no cuando se oyó un ruido a nuestra izquierda.
79
—¡Pst! ¡Pst! —alguien nos chistaba desde detrás
de los arbustos que hacían de separación con el jar-
dín de la casa de al lado.
—¡Corred! ¡Venid aquí y esconded las bicis! —su-
surró la voz de mi hermano.
Enseguida nos metimos detrás con bicis y todo.
—Te recuerdo que somos telépatas —dije yo un
poco fastidiado—. Si no quieres hacer ruido me lo
puedes decir con la mente, ¡eh!
—¡Ups! ¡Pues es verdad! —respondió—. Es que
todavía se me olvida.
—¡Oye! ¡Que nosotros también estamos aquí y
no tenemos telepatía!, ¿eh? —protestó Sonia bajan-
do la voz.
—¡Vale, vale! Tienes razón —me disculpé—. Va-
mos a dejar la telepatía para cuando haga falta de
verdad. De todas formas… ¿Qué hacemos escon-
didos detrás de estos arbustos? —pregunté aprove-
chando para cambiar de tema.
—Mientras vosotros estabais de camino, ha lle-
gado ese coche que está aparcado frente al garaje y
justo nos ha dado tiempo de escondernos para que
no nos vea —aclaró Sonia.
—Del coche se ha bajado un tipo con malas
pintas que ha entrado en la casa —continuó Ós-
car— y enseguida ha vuelto a salir por la puerta del
80
garaje empujando una carretilla. ¿A ver si adivináis
qué ha descargado del maletero? —preguntó Óscar
misterioso.
Raúl y yo nos encogimos de hombros.
—¡Un par de jaulas grandes y un montón de sacos
de comida para perros! —se respondió él mismo—.
Lo ha cargado todo en la carretilla y lo ha metido
dentro.
81
—¡Bien! Entonces fijo que Maxi y los otros perros
están en algún lugar de la casa —comenté.
—Y parece que no tiene pensado matarlos de
hambre —añadió Raúl.
—Si ya ha descargado las cosas, no creo que vuel-
va a salir —dijo Óscar—. Podríamos dar una vuelta
a la casa para ver si encontramos alguna forma de
entrar.
—¡Ni hablar de eso! —protestó Sonia—. No sa-
bemos si el tipo ese es peligroso o si hay alguien más
con él. No podemos arriesgarnos a que nos vea y nos
secuestre también —añadió—. Tenemos que pensar
en otra cosa.
—Podríamos llamar a la policía, ¿no? Que para
eso está —dijo Raúl.
—¡Claaaro! ¿Y qué le decimos? —preguntó Ós-
car—. «Hola, señor policía. Verá, gracias a que te-
nemos comunicación telepática con nuestro perro,
hemos descubierto la guarida de un secuestrador de
mascotas. ¿Les importaría venir a detenerlo?» Segu-
ro que vienen corriendo —añadió irónico.
—Vale, un poco raro sí que suena —admitió
Raúl—. Pero si no vamos a entrar nosotros y tam-
poco podemos llamar a la policía, ya me contaréis
qué hacemos, porque os recuerdo que Maxi sigue
ahí dentro.
82
¡Vaya equipo de superhéroes que éramos! Aho-
ra que la habíamos encontrado, no sabíamos qué
hacer.
Pero entonces, una idea me vino a la cabeza.
—¡Esperad! Creo que se me ha ocurrido algo
—dije, haciéndoles señas de que se acercaran—.
Aunque tenemos que correr algunos riesgos noso-
tros… y también Flash —avisé esperando la apro-
bación de todos.
—¡Venga! Cuéntalo ya y luego decidimos —dijo
Óscar.
—¡Vale, ahí va! Creo que deberíamos rodear la
casa escondidos entre los arbustos y tratar de encon-
trar alguna ventana abierta o algún cristal roto por
donde se pueda colar Flash. Y cuando esté dentro,
que nos vaya contando lo que vea.
—¡Pero si eso es lo que he dicho yo antes! —se
quejó Óscar—. ¡Pues vaya con la idea nueva!
—¡De eso nada, chaval! —respondí—. Tú antes
estabas pensando en que entráramos nosotros, pero
yo digo que entre Flash, que se puede colar por cual-
quier lado sin que la vean.
—¡Bufff! ¡No sé! —dudó Sonia—. Nosotros po-
demos salir corriendo si vemos algún peligro, pero
Flash va a estar sola en esa casa con un tipo que tiene
la fea costumbre de secuestrar perros. Si la descubre,
83
vamos a tener dos mascotas perdidas en vez de una.
Es muy arriesgado para ella.
—¡Bueno! Os recuerdo que se lo podemos pre-
guntar —dije señalándome la cabeza.
Todos estuvieron de acuerdo y entre Óscar y yo le
contamos a Flash nuestra idea. Ella nos miraba aten-
ta desde el centro del corrillo que habíamos formado
a su alrededor.
Casi no habíamos terminado de contarle el plan
cuando se irguió sobre sus patitas traseras y, después
de asentir con la cabeza, saltó por encima de noso-
tros atravesando el jardín como una bala.
—¡Nooo, Flash! ¡Esperaaa! —Fue lo único que
acerté a decir.
Pero ya era demasiado tarde. Flash había decidido
que no merecía la pena que nos arriesgáramos todos
y que ella sola se valía para encontrar una entrada.
Trepó por uno de los árboles que crecían en el
jardín y recorrió hasta el final la rama que más se
acercaba a la casa.
Desde allí nos echó una última mirada y, sin pen-
sárselo dos veces, saltó sobre el tejado.
84
85
Explorando
el interior
Después de dar unas vueltas, Flash encontró un cris-
tal roto en una de las ventanas que se abrían directa-
mente sobre la cubierta y se coló por él.
Todo estaba oscuro allí dentro y se quedó un rato
quieta mientras se adaptaba a la penumbra.
Cuando acostumbró la vista, empezamos a recibir
imágenes del pasillo del segundo piso. Estaba vacío
y todo lleno de polvo. Por lo que íbamos viendo, esa
parte de la casa no se usaba para nada.
Siguió avanzando por el suelo del pasillo echando
un vistazo a las habitaciones, aunque la mayoría es-
taban vacías.
Llegó hasta la escalera que permitía descender al
piso inferior y, después de bajar un par de escalones,
se quedó parada escuchando.
Abajo se veía luz y una voz sonaba en alguna
habitación.
86
Bajó otro par de escalones más y se asomó hacia el
pasillo. Podía ver que tanto la luz como la voz pro-
venían de un cuarto que quedaba a pocos metros del
final de la escalera.
Óscar y yo estábamos concentrados viendo las
imágenes que nos enviaba y escuchando lo que nos
iba contando. Nosotros, al mismo tiempo, le íba-
mos dando instrucciones para evitar que se arriesga-
ra más de lo necesario.
87
Siguió bajando peldaño a peldaño hasta que lle-
gó al pie de las escaleras. La única actividad que se
percibía era la de la cercana habitación. Hacia allí
se movió de un salto y se quedó pegada a la pared
mientras escuchaba con atención.
Poco a poco se fue acercando a la entrada y por fin
asomó la cabeza muy despacio.
En el centro de un cuarto medio vacío, un tipo
repantigado en un viejo sofá veía un programa en la
televisión.
Se asomó un poco más para poder ver toda la ha-
bitación y, de pronto, un terrible maullido llenó la
escena.
La última imagen que recibimos de Flash fue un
enorme gato negro abalanzándose sobre ella.
Después, nada.
—¡Flash! ¡Flash! ¡Dios mío! —gritamos Óscar y
yo casi a coro.
Desesperados, intentamos retomar la comunica-
ción, pero pasaron unos eternos minutos en los que
ninguna imagen llegaba a nuestras cabezas.
Nosotros seguíamos escondidos en los arbustos y
sin poder hacer nada. Sonia y Raúl nos miraban es-
perando noticias y yo me sentía terriblemente culpa-
ble por meter a nuestra amiga en un plan que, ahora
mismo, me parecía totalmente descabellado.
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—¡Tranquilos! —dijo Óscar intentando calmarse
a sí mismo—. Veréis cómo ha conseguido escaparse
y enseguida la volvemos a sentir.
Y fue como si Flash le hubiera escuchado, porque en
ese momento volvimos a recibir imágenes de nuevo.
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La pobre estaba muy agitada al principio, pero
fue calmándose poco a poco.
Había conseguido escapar de un salto en el úl-
timo segundo y había corrido por el pasillo hasta
refugiarse encima de un armario al que el felino no
pudo llegar.
Entonces, la voz del tipo se escuchó de fondo.
—¡Maldita sea! ¡Esta casa está llena de ratones!
¿Dónde estás, Bigotes? ¿Has atrapado algo esta vez?
—preguntó mientras salía al pasillo tras el animal.
El gato echó un último vistazo malencarado al ar-
mario y se acercó a su dueño maullando y restregán-
dose contra sus tobillos.
—Como tengas que alimentarte de los ratones
que cazas, te vas a morir de hambre —le dijo el
tipo—. Estás hecho una bola de sebo; me parece que
tienes que perder unos cuantos kilos antes de poder
atrapar alguno —añadió acariciándole la barriga—.
Anda, vamos a aprovechar para llevar algo de comer
a nuestros «huéspedes», que estarán hambrientos.
Se dirigió hasta la alacena sobre la que estaba es-
condida Flash y la apartó con dificultad a un lado.
Detrás apareció una puerta y, al abrirla, se adivi-
naron en la oscuridad unas escaleras que bajaban.
El tipo encendió una luz y comenzó a bajar con un
saco de comida bajo el brazo mientras el gato lo seguía.
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Flash bajó de la alacena, se acercó a la puerta y
con mucho cuidado se asomó a las escaleras por las
que, segundos antes, habían descendido los dos ha-
bitantes de la casa.
A pesar de la luz mortecina que iluminaba el sóta-
no, Flash nos mostraba un par de filas de jaulas lle-
nas de bultos oscuros. Maxi estaría en una de ellas,
pero era imposible verla sin bajar.
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Le dijimos que ya teníamos suficiente y que salie-
ra de allí enseguida. El felino podía olerla en cual-
quier momento.
Se demoró unos segundos más intentando locali-
zar a Maxi, pero al final se dio por vencida y abando-
nó la escalera mientras el tipo y el gato aún seguían
abajo. En dos carreras subió al segundo piso y sa-
lió por el mismo agujero que había empleado para
entrar.
La recibimos como a la mayor heroína de la his-
toria y todos la achuchamos con cariño. Habíamos
pasado miedo de verdad.
Estábamos tan contentos por tenerla de nuevo
con nosotros, que no escuchamos a alguien que se
nos acercó por detrás.
De repente, una voz profunda a nuestra espalda
nos dio un susto de muerte.
—¿Me podéis explicar qué estáis haciendo en mi
jardín?
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Un vecino
y un policía
La voz hizo que todos nos giráramos y Flash corrió a
protegerse en el hombro de Óscar.
—He salido a pasear a Rocky —dijo señalando a
un enorme pastor alemán— y os he visto ahí agacha-
dos en los arbustos —añadió con semblante serio.
Rocky nos miraba como si fuéramos su siguien-
te comida. Su dueño era un abuelo con camiseta y
chándal que lo sujetaba con firmeza, pero estoy se-
guro de que, si lo hubiera soltado, habría merenda-
do niños crudos.
Nos miramos indecisos y bastante intimidados
por el perro. ¿Qué le contábamos a aquel hombre?
—Verá, señor —empezó a hablar Sonia—, qui-
zá ha leído en el periódico que en las últimas se-
manas han desaparecido muchos perros en la ciu-
dad. Pues resulta que el nuestro es uno de ellos y
estábamos dando una vuelta por el barrio para ver
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si lo encontrábamos, cuando hemos visto a un señor
entrar en el garaje de esa casa con un par de jaulas
grandes y un montón de comida para perros y nos
ha hecho sospechar.
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Se nos quedó mirando durante unos segundos
como decidiendo si confiaba en nosotros o no. Ima-
gino que decidió que sí, porque a partir de ese mo-
mento, empezó a hablarnos como si nos conociera
de toda la vida.
—Pues ahora que lo decís, un poco raro sí que
parece el tipo —dijo—. Y no es muy sociable que
digamos. Aunque, por lo menos, no molesta a los
vecinos y saluda cuando te cruzas con él, que ya es
mucho en estos tiempos —añadió el anciano.
—Y usted que vive al lado, ¿no ha visto nada sos-
pechoso? —preguntó Sonia intentando tirarle de la
lengua.
—Se supone que la casa ha estado mucho tiem-
po abandonada esperando que alguien la comprara
—dijo el hombre—, pero hace unas semanas, el car-
tel de «Se vende» desapareció y apareció ese hombre.
A mí no me gusta meterme en la vida de nadie, ¿eh?
—se excusó mientras bajaba la voz—, pero desde mi
ventana le he visto varias veces sacar grandes sacos
del maletero del coche y meterlos en la casa. Podrían
ser los perros que decís.
El señor se acercó un poco más, como para ha-
blarnos en confianza.
—¡Andaos con cuidado, chicos! —dijo mientras
tiraba de la correa de Rocky, que estaba peligrosa-
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mente cerca de nosotros—. El tipo no parece peli-
groso, pero nunca se sabe. Mejor llamáis a la policía,
¿eh? —nos recomendó antes de despedirse y dar me-
dia vuelta para seguir con su paseo.
Allí nos quedamos otra vez los cuatro. Bueno, los
cinco, escondidos tras los arbustos y sin saber cómo
rescatar a Maxi.
—¡Vale! Y ahora, ¿qué? —preguntó Raúl—. ¡Te-
nemos toda la información que necesitamos! ¿Toda-
vía pensáis que la policía no nos hará caso?
—¡Tienes razón! ¡Con lo que sabemos tenemos
que intentarlo! —exclamé yo—. Está claro que no-
sotros solos no podemos entrar, pero tampoco nos
vamos a ir a casa dejando a Maxi ahí, abandonada.
—¡Pues andando! —dijo Óscar—. Pongámonos
en marcha, que tenemos un buen trecho para llegar
a la comisaría.
Durante el camino de vuelta fuimos hablando de
lo que le podíamos contar a la policía.
—No podemos decirles lo de la puerta escon-
dida porque pensarán que hemos entrado —dijo
Sonia.
—Podemos decir que pasábamos por allí y escu-
chamos un terrible barullo de ladridos dentro y que
después vimos llegar el coche con un montón de co-
mida para perros —propuso Raúl.
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—Y si vemos que no es suficiente, decimos tam-
bién que el vecino le ha visto entrar con varios sacos
grandes —añadí yo.
—¡Vale! Con eso igual conseguimos que la policía
vaya a echar un vistazo, pero si no podemos contar
lo de la puerta escondida, nunca van a encontrar
nada —señaló Sonia.
—Creo que tengo una idea para solucionar eso
—soltó Óscar que había estado un rato pensativo—.
Tendréis que confiar en mí —añadió convencido—.
Pero para que funcione, lo importante es que la po-
licía vaya a la casa y hable con el tipo.
Cuando Óscar se ponía misterioso, no había nada
que hacer, así que no insistimos más y pedaleamos
con ganas para llegar lo antes posible.
La comisaría era un edificio de dos plantas que
estaba a pocas manzanas de nuestro colegio.
Cuando aparcamos las bicis y cruzamos la puerta,
nos dimos cuenta de que no teníamos ni idea de qué
había que hacer o con quién teníamos que hablar.
Menos mal que Sonia, que era muy buena
para estas cosas, se adelantó y fue directa hacia
el mostrador.
—¡Hola! —dijo con seguridad—. Necesitamos
hablar con algún policía sobre las últimas desapari-
ciones de perros —añadió.
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—Entonces, tenéis que hablar con el sargento
Ríos —anunció una chica, que hasta nos obsequió
una sonrisa—. Ahora está con otras personas para lo
mismo, pero podéis esperarle ahí —dijo señalándo-
nos unos asientos que quedaban a la derecha, frente
a un despacho—. Enseguida estará con vosotros.
—¡Pues vaya! —dijo Óscar mientras nos sentába-
mos—. Pensaba que iba a ser más complicado.
—No te confíes —dije yo—. Todavía nos que-
da la parte difícil. Tenemos que convencer al policía
para que vaya a la casa.
La puerta del despacho se empezó abrir en ese
momento.
—¡Ups! Pues creo que eso va a ser fácil compa-
rado con lo que vamos a tener que explicar ahora
—dijo Óscar mirando a la puerta entreabierta—.
¡Mira quiénes están ahí dentro!
Giré la cabeza hacia donde señalaba, y acompa-
ñados por el policía, que ya se disponía a salir del
despacho, estaban nuestros padres con Sara-Li.
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Un plan
casi perfecto
Creo que ellos se sorprendieron todavía más que
nosotros.
Nuestra madre habló la primera:
—¿Qué hacéis vosotros aquí? —preguntó con el
tono de cualquier madre que espera ver a sus hijos lo
más lejos posible de la comisaría.
¡Oh, oh! ¡Problema a la vista!
Si en los próximos segundos no se nos ocurría al-
guna idea maravillosa, todo el plan se iba a ir a la
porra, incluida la misteriosa solución de Óscar.
Creo que mi hermano también lo vio así y con su
lógica «superilógica», decidió pasar al contrataque.
—¿Y vosotros, qué? ¿Qué hacéis vosotros en la
comisaría? —preguntó con un tono acusador que,
por un momento, dejó a nuestros padres fuera de
juego.
Tuvo que ser Sara-Li la que respondiera:
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