—Alguien tendrá que preocuparse por Maxi, ¿no?
Ya que parece que vosotros tenéis cosas más impor-
tantes que hacer —nos reprochó.
—Nosotros hemos venido a hablar con la poli-
cía por si alguien había encontrado a Maxi —acla-
ró nuestra madre ya recuperada del contrataque de
Óscar—. El sargento Ríos ha sido muy amable y ha
prometido hacer todo lo que pueda para encontrar-
la. Pero lo que todavía estoy esperando es vuestra
explicación —añadió cruzándose de brazos frente a
nosotros.
101
¡Buf! Si les contábamos que ya habíamos locali-
zado a Maxi y que ahora mismo estábamos allí para
intentar liberarla, no se lo iban a creer. ¿Pero qué
otra opción teníamos?
El policía miraba a unos y a otros sin saber muy
bien qué hacer, y Sonia y Raúl se hicieron a un lado
porque esto parecía un asunto familiar. Esta vez nos
tocaba hablar a nosotros.
—¿Y bien? —insistió nuestra madre levantando
la ceja que usaba para presionarnos.
Yo pensé que lo mejor era echar mano de su cari-
ño por nuestra perrita y dejar el resto de explicacio-
nes para más tarde.
—¡Bueno! En realidad, no hemos estado perdiendo
el tiempo —dije, mientras miraba a nuestra herma-
na y recalcaba las últimas palabras—. Hemos descu-
bierto que Maxi está secuestrada junto con los otros
perros que han desaparecido. Sabemos quién lo ha
hecho y sabemos dónde están, pero no podemos en-
trar nosotros solos a rescatarla. Por eso hemos venido,
para pedir ayuda —añadí señalando al policía.
La cara del sargento era todo un poema. En ese
punto de la conversación estoy seguro de que pensa-
ba que éramos una familia de pirados.
—¿Que sabéis dónde están? —se adelantó Sara-Li
para preguntar—. Pero ¿cómo…?
102
En ese momento sus ojos se abrieron de par
en par. Se había dado cuenta de lo que habíamos
hecho.
—¡Claro! ¡Habéis hablado con ella! —dijo. Y al
instante se tapó la boca, consciente de la tremenda
metedura de pata que acababa de tener.
—¿Habéis hablado con
quién? —preguntó nues-
tra madre.
Entonces, después
de un suspiro, Óscar
usó nuestro último
cartucho:
—Papá…, mamá…,
Maxi nos está esperan-
do. Es verdad que hay
algunas cosillas que
contar —dijo con voz
tranquila—, pero, si os
parece, primero resca-
tamos y después expli-
camos. ¿Vale?
El sargento miró a
nuestros padres aguardando su reacción, y en cuan-
to asintieron, se encogió de hombros y se dirigió a
nosotros.
103
—¡Bien! Pues vosotros diréis —dijo mientras sa-
caba una libreta del bolsillo—. ¿Adónde hay que ir?
Dejamos las bicis en la comisaría y, después de un
pequeño tira y afloja, conseguimos que el sargento
nos llevara a los cuatro en el coche patrulla; eso sí,
después de prometer que por el camino le íbamos a
contar lo que sabíamos.
Nuestros padres y Sara-Li nos seguían en su
coche.
El sargento detuvo el coche patrulla poco antes de
llegar a la casa y, sin dejarnos bajar, comprobó en el
ordenador de a bordo la matrícula del vehículo que
seguía aparcado frente a la puerta del garaje.
—¡Esta sí que es buena! —dijo mientras leía la
pantalla—. Ese coche es de un tal Marcial Tocado.
Un tipo que está en busca y captura porque se esca-
pó de un psiquiátrico hace tres semanas.
El sargento salió del coche y dejó bien clarito que
nosotros nos quedábamos dentro. En cuanto se alejó
un poco, intentamos bajar la ventanilla para oír la
conversación, pero estaba bloqueada.
Papá y mamá también salieron y se apoyaron jun-
to a la puerta del coche en espera de acontecimien-
tos. Sara-Li se quedó dentro, igual que nosotros.
El sargento se acercó a la puerta y pulsó el timbre.
Esperó... No hubo respuesta.
104
Volvió a llamar de nuevo mientras golpeaba tam-
bién la puerta con los nudillos.
Esperó otra vez... Nada.
Si aquello hubiera sido una película, en aquel mo-
mento habría sonado de fondo una música de ten-
sión de esas que, cuando menos te lo esperas, te dan
un susto de muerte.
Justo cuando se disponía a timbrar por tercera
vez, la puerta se abrió un palmo y una cara sorpren-
dida asomó por el hueco.
—¡Eeeh! ¡Buenos días, señor agente! —dijo la
cara rehaciéndose de la sorpresa—. ¿En qué puedo
ayudarle?
—¡Buenos días! —devolvió el saludo el sargento
con frialdad—. Verá usted, nos han llamado algunos
vecinos quejándose de muchos ladridos que provie-
nen de esta casa, como si hubiera un montón de
perros dentro.
No escuché la respuesta del tipo porque, en ese
momento, vi cómo Óscar se concentraba e imaginé
que estaba poniendo en marcha su plan.
Y casi a la vez, en el interior de la casa se empezó a
oír un murmullo que en pocos segundos se convir-
tió en un concierto de ladridos histéricos y sonidos
metálicos de jaulas golpeando entre ellas. El fragor
se podía escuchar incluso desde el interior del coche.
105
106
¡Este era el plan secreto de mi hermano! Consi-
guió que Maxi hiciera ladrar a todos los perros a la
vez para que se oyera desde fuera.
¡Y parecía que había funcionado!
Cuando el tipo se dio cuenta de que le habían
descubierto, sorprendió al sargento con un empujón
y echó a correr.
107
¡Por fin libres!
Aunque la maniobra lo dejó aturdido por un mo-
mento, el sargento Ríos se recuperó enseguida y
salió tras él.
Marcial corría como una liebre y el policía, con
algunos kilitos de más, resoplaba tras él perdiendo
terreno.
¡Nuestro secuestrador estaba cogiendo ventaja e
iba a escapar!
Menos mal que al vecino de la casa de al lado se le
ocurrió salir a dar otro paseíto con Rocky.
Cuando vio al policía correr tras Marcial, soltó al
perro que, en cuatro zancadas, lo alcanzó, lo tiró al
suelo y lo inmovilizó.
¡Cualquiera se movía con aquella bestia enseñán-
dote los dientes!
A estas alturas de la película, todos estábamos fue-
ra del coche contemplando la acción.
108
El sargento llegó hasta donde estaban Marcial y
Rocky, y tras recuperar un poco la respiración, se
agachó sobre el hombre para darle la vuelta y poner-
le las esposas.
—¡Nadie escapa del sargento Ríos! —dijo mien-
tras lo levantaba todavía resoplando.
Óscar y yo cruzamos una mirada sin decir nada,
pero si no llega a ser por Rocky, se le escapa fijo.
109
—¡Tira para dentro, sinvergüenza! —añadió me-
tiéndolo en la casa—. ¡Y ya nos estás diciendo don-
de están los perros! —ordenó el sargento con autori-
dad—. No me obligues a poner esto patas arriba. Si
colaboras, te irá mejor.
Ahora que Marcial estaba esposado, ya no parecía
tan peligroso.
—Están escondidos en el sótano —confesó cabiz-
bajo—. Hay que apartar la alacena del fondo del
pasillo. Si la empujan un poco, verán que detrás está
la puerta para bajar.
Estábamos ya dentro de la casa, y nuestro padre,
al ver que el sargento seguía sujetando a Marcial y
no parecía tener ganas de separarse de él, se acercó
hasta la alacena e intentó moverla sin su ayuda.
A la segunda tentativa se movió un poco y le ayu-
damos entre todos para acabar de apartarla.
La puerta que daba acceso al sótano quedó a la
vista tal y como antes nos había mostrado Flash.
—En el bolsillo derecho de mi chaqueta hay un
manojo de llaves —dijo Marcial mientras señalaba
con un gesto una cazadora colgada en el perchero
del pasillo—. La que tiene la cabeza azul es la llave
del sótano.
El sargento se acercó hasta allí y encontró las lla-
ves donde había indicado el hombre.
110
Con un lanzamiento preciso, se las tiró a nuestro
padre que enseguida abrió la puerta.
El volumen de los ladridos se disparó y de la os-
curidad brotó un olor nauseabundo a animales en-
cerrados que nos golpeó en la nariz. Allí abajo tenía
que estar nuestra Maxi. ¡Pobrecilla!
—¡Lo siento! —dijo Marcial encogiéndose de
hombros—. No he limpiado mucho, pero les he tra-
tado muy bien y me he gastado un dineral en comi-
da para perros —se excusó—. Si quieren luz, tienen
un interruptor a la derecha.
En cuanto la peste se disipó un poco, nuestro pa-
dre tanteó la pared en busca del pulsador y lo en-
cendió. Una triste bombilla se iluminó en el sótano,
pero apenas arañó la oscuridad.
111
112
Después de pensarlo unos segundos, empezó a
bajar. Los demás le seguimos un par de escalones
por detrás mientras intentábamos ignorar la fetidez.
La única que se quedó arriba fue mamá.
Cuando se nos acostumbró la vista, pudimos ver
dos filas de jaulas llenas de perros. Las recorrimos
con la mirada buscando a Maxi, pero papá la había
encontrado antes y ya la tenía en brazos, ladrando
de felicidad.
En cuanto Sara-Li se le acercó, escapó literalmen-
te de los brazos de nuestro padre para tirarse a los de
nuestra hermana, que la abrazó emocionada.
Flash que había estado todo el rato en el hombro
de Óscar, saltó y se sumó a la celebración.
Mientras Sara-Li intentaba subir las escaleras con
las dos en brazos, Maxi se revolvía como una loca re-
partiendo lametones a diestro y siniestro, y nuestra
hermana a duras penas conseguía sujetarla.
Papá subió tras ella, pero nosotros nos quedamos
un momento más para asegurarnos de que Melenas
también estaba allí abajo. Los pobres perros nos mi-
raban suplicantes mientras ladraban y golpeaban las
jaulas. En una de las de la derecha, ladrando como
los demás, estaba el perro de los Golden.
—Papá, ¿no podemos soltarlos? —preguntó Ós-
car señalando a los animales.
113
—Creo que será mejor dejarlos donde están
—dijo nuestro padre mirándonos desde arriba—.
Me ha costado unos cuantos arañazos sacar solo a
Maxi. Están muy inquietos y podría ser peligroso.
Subimos las escaleras apenados por tener que de-
jarlos allí, pero papá tenía razón. Si los soltábamos,
podían emprenderla a mordiscos con nosotros o sa-
lir corriendo para volver a desaparecer.
114
—Voy a llamar a la perrera municipal para que
vengan y se hagan cargo de ellos hasta que los re-
cojan sus dueños —dijo el policía alejándose unos
metros en dirección a la puerta.
Después de hablar unos minutos por el móvil, se
volvió de nuevo hacia nosotros.
—Lo de la perrera ya está solucionado. Me han
dicho que vienen enseguida —aseguró—. Ahora, si
les parece, voy a llevarme a este elemento a la comi-
saría y a tener unas palabritas con él —dijo mirando
a Marcial—. Ustedes pueden esperar a que vengan a
buscar a los animales y así les indican dónde están.
Enseguida vendrá un equipo de la comisaría a revi-
sar la casa —añadió mientras salía por la puerta.
Todos seguimos al policía hacia el exterior en bus-
ca de algo de aire fresco y no nos percatamos de que
Sara-Li se había quedado dentro con Maxi y con
Flash.
No llevábamos ni medio minuto en el jardín
cuando, en el interior de la casa sonó un terrible
maullido que nosotros ya habíamos oído antes.
Nos giramos y corrimos hacia la puerta.
En el pasillo todo sucedió en un segundo.
115
El Área 51
Nos habíamos olvidado por completo del enorme
gato negro, pero, al parecer, él no se había olvidado
de Flash, que en ese momento jugaba en el hombro
de nuestra hermana y que parecía ser su objetivo.
Con un gran salto, el felino voló direc-
to hacia nuestra pequeña amiga con las garras
desenfundadas.
Sara-Li, asustada, se protegió con los brazos in-
tentando evitar el ataque.
Pero no hizo falta.
Unos centímetros antes de que el gato llegara has-
ta ella, Maxi lo interceptó en el aire y lo lanzó contra
la pared.
Cuando el gato se recuperó y se encontró a Maxi
frente a él gruñendo como no la habíamos visto
nunca, se lo pensó mejor y salió por la puerta a toda
pastilla.
116
Todos corrimos a abrazar a nuestras tres chicas,
que todavía tenían el susto en el cuerpo.
Mientras disfrutábamos de los abrazos, unos bo-
cinazos sonaron en la calle. Nos asomamos a tiempo
de ver un par de furgonetas que aparcaban frente a
la casa.
¡Pues sí que se habían dado prisa!
—¡Hooola! —saludó un chico desde una de
ellas—. ¿Es aquí donde hay que recoger unos pe-
rros? —gritó por encima del ruido del motor.
117
—¡Pasen, pasen! —les invitó nuestro padre cuan-
do se acercaron a la entrada—. Bajen por esa puerta
al final del pasillo. Están todos en el sótano.
—¡Aquí ya no hacemos nada! —observó mamá—.
¿Qué os parece si nos volvemos a casa y pedimos
unas pizzas para celebrar que todo ha terminado
bien? Creo que hay unos niños que tienen que expli-
car muuuchas cosas —dijo revolviéndonos un poco
el pelo.
Cuando llegamos a casa, mi hermano y yo tenía-
mos claro que había llegado el momento de contarlo
todo.
Alrededor de unas pizzas tamaño familiar, dejé
que Óscar disfrutara relatando la historia a su ma-
nera. Yo me conformaba con apuntar algún dato de
vez en cuando.
Nuestros padres no se lo podían creer. Su cara de
asombro era de foto y cuando añadimos que tam-
bién podíamos comunicarnos con Maxi y Flash, ya
alucinaron por completo.
Tuvimos que hacerles una demostración para
que acabaran de creérselo y les dejamos bien cla-
ro que no se lo podían contar a nadie. Si todo el
mundo se enteraba de lo que podíamos hacer, nos
iban a tratar como a los bichos raros de Twin City.
¡Y eso sí que no!
118
Sonia y Raúl se quedaron a cenar con nosotros y
cuando ya se hizo tarde, nuestro padre los acercó a
su casa. Había sido un día intenso y necesitábamos
descansar. Al día siguiente ya iríamos a la comisaría
a buscar las bicicletas.
Cuando fuimos y hablamos con el sargento nos
contó que Marcial Tocado estaba de vuelta en el psi-
quiátrico y que, al final, nadie le había denunciado
porque los perros estaban en perfecto estado.
119
Al parecer, lo único que buscaba era dar un escar-
miento a los dueños, harto de ver que dejaban las
cacas de sus mascotas por todos lados sin recoger.
A cambio de liberarlos, tenía pensado pedir al
ayuntamiento que pusiera servicios para perros
en todos los parques de Twin City. Y no era mala
idea.
Solo llevaba tres semanas en la calle y ya se había
preocupado por la limpieza de la ciudad más que la
mayoría de la gente. Igual no estaba tan loco.
La siguiente semana, los cuatro fantásticos de
Twin City estuvimos superocupados.
Hablamos con Sandra Buenatinta y le agradeci-
mos su ayuda dándole la exclusiva de la historia. Por
supuesto, omitimos los detalles más «delicados».
En cuanto el City News publicó la noticia, to-
das las radios y las televisiones locales nos querían
entrevistar.
Amablemente, dijimos que no a las invitaciones
porque preferíamos que el asunto se olvidara lo an-
tes posible, pero nos ocupamos con otro trabajito
mucho más importante:
¡Teníamos un cuartel general que construir!
Como los dueños de los perros habían entregado
las recompensas a la policía, el sargento Ríos se en-
cargó en persona de traérnoslas.
120
Ahora ya teníamos suficiente dinero para los ma-
teriales, así que, siguiendo con la idea de Óscar, pu-
simos en marcha la tercera fase de la Operación Sa-
bueso. Íbamos a construir el Área 51.
Así habíamos decidido llamar a nuestra casa del
árbol. Nuestro padre nos ayudó a comprar todo lo
necesario y a montar la estructura principal, y noso-
tros nos encargamos del interior.
Algunos vecinos que se enteraron de lo que está-
bamos haciendo nos dieron muebles que pensaban
tirar. Uno nos dio un sofá antiguo, otro una mesa y
un par de sillas, otro una lámpara… Con eso y con
algunas cosillas que llevamos de casa, nuestro cuar-
tel general fue convirtiéndose en un sitio bastante
habitable.
Hasta habíamos preparado un ascensor-cesta para
que Maxi pudiera subir, tal y como le prometimos
a Sara-Li.
Siete días después de empezar con la construc-
ción, el Área 51 estaba lista para ser inaugurada.
121
122
Una última
sorpresa
Aprovechando que todavía nos quedaba algo de di-
nero de las recompensas, compramos un buen mon-
tón de chuches, patatas fritas y gusanitos, una buena
ración de Dog Cookies, que eran las galletas favoritas
de Maxi, y una bolsa llena de cacahuetes para Flash.
!Y montamos una inauguración en toda regla!
Nuestros padres nos acompañaron durante un
rato, pero enseguida se fueron dejándonos disfrutar
solos de nuestro nuevo refugio.
—¡Bueno! ¡Ya tenemos cuartel general! —dijo
Raúl mientras cogía un puñado de patatas fritas y se
recostaba en el sofá.
—¡Ostras! Al principio, no estaba muy convenci-
do de que lo fuéramos a conseguir —dije echándole
un brazo por encima del hombro.
—¡Somos unos «maquinostruos»! —añadió
Óscar orgulloso.
123
—¿Os acordáis cuando decíamos que no sabía-
mos cómo íbamos a ayudar a la gente? —preguntó
Sonia mirándonos a todos—. Pues mira por dónde,
hemos ayudado a un montón de gente de golpe solo
para empezar —se respondió ella misma, satisfecha.
En ese momento, la voz de nuestra madre se oyó
desde el jardín.
—¡Chicooos! ¡Tenéis una visita!
¿Una visita? ¿Quién podría ser? No habíamos in-
vitado a nadie.
Todos nos asomamos a la ventana para ver quién
era.
En el jardín, al pie del árbol, un perro blanco un
poco más pequeño que Maxi, pero con más pelo, y
una chica de nuestra edad que tenía la sonrisa más
bonita que había visto en mi vida, miraban hacia
nosotros.
Apoyada sobre la hierba, a su lado, había una caja
envuelta en papel de regalo.
—¡Hola! —saludó, levantando la mano—. Soy
Esmeralda Golden, la dueña de Melenas. Quería
agradeceros personalmente haber encontrado a mi
perro.
—¡Bah! No fue nada —dije desde arriba, quitán-
dole importancia—. Encontramos al nuestro y el
tuyo también estaba allí.
124
—Mi padre y yo preguntamos a la policía por
vuestra dirección —aclaró—. El sargento nos habló
también de la casa del árbol y se me ocurrió haceros
un regalo especial aparte de la recompensa —dijo
levantando la caja en el aire—. ¿Podemos subir?
125
Intercambiamos una mirada rápida y asentimos.
Hoy era la inauguración y el Área 51 estaba abierta
al público. Además, a todos nos picaba la curiosidad
por saber qué contenía la caja.
Esmeralda subió por la escalera y usamos el ascen-
sor-cesta para Melenas.
—¡Vaya, chicos! ¡Este sí que es un sitio chulo!
—exclamó en cuanto estuvo dentro.
—La hemos llamado Área 51 —comenté yo
haciéndome el interesante—. Ya sabes… la base
secreta donde guardan los restos del ovni de
Roswell. Es que nos gustan mucho los misterios y
esas cosas.
Esmeralda me echó una sonrisa que me hizo en-
rojecer y continuó:
—Pues creo que lo que os traigo le viene de perlas
para estar completo —dijo entregándonos el paquete.
Después de un segundo de indecisión, todos
nos lanzamos como buitres sobre él destrozando
el envoltorio.
—¡Alucina, Catalina! —dijo Sonia en cuanto es-
tuvo desenvuelto—. ¡Es un portátil Infinia 6500!
Esmeralda lo sacó de la caja y lo colocó sobre la
mesa.
—Creo que aquí queda perfecto, ¿no? —dijo se-
parándose un poco—. El Área 51 ya tiene su propio
126
ordenador central. Y con pantalla táctil y reconoci-
miento de voz —añadió satisfecha.
—Así que tiene reconocimiento de voz, ¿eh?
—preguntó Óscar—. Pues vamos a ver qué tal fun-
ciona. ¡Ordenador! ¡Prepárame tres pizzas napolita-
nas tamaño familiar! —ordenó con voz hueca.
Una lluvia de collejas le cayó desde todos lados
por la ocurrencia, mientras reíamos satisfechos.
127
Ya éramos un poquito más superhéroes. Había-
mos rescatado a Maxi y a los otros perros y además
teníamos un cuartel general ¡con ordenador central
y todo!
Pero de verdad, de verdad, lo que más ilusión
nos hacía era que teníamos un verano entero por
delante para disfrutarlo juntos.
¡Y esto era solo el principio! Ni te imaginas la
cantidad de aventuras que nos esperaban.
128
129
El dragón de jade
(Txano y Óscar nº3)
Un dragón olvidado, una leyenda alucinante
y un increíble misterio que llevaba 800 años esperando.
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El secreto de los dogón
(Txano y Óscar nº4)
Un viaje a África en familia, una extraña civilización perdida
y una cueva que no debía ser encontrada.
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-Índice-
1. Entrenando 9
2. Otra vez juntos 17
3. Somos telépatas 26
4. Buscando un cuartel general 34
5. Necesitamos un plan 43
6. La gran idea de Sara-Li 52
7. Una visita al periódico 61
8. Buscando a Maxi 69
9. ¿Una casa abandonada? 78
10. Explorando el interior 86
11. Un vecino y un policía 93
12. Un plan casi perfecto 100
13. ¡Por fin libres! 108
14. El Área 51 116
15. Una última sorpresa 123