Mo Ti les habló a ambos:
—Los tarig han enviado a uno de los suyos para realizar
la operación.
La brisa sopló sobre el rostro de Sydney y ahuyentó
viejas esperanzas. Dejó que la brisa la refrescara.
Después, murmuró:
—Fue un tarig el que me cegó. —Subió a lomos de
Riod—. Que vuelva por donde ha venido. —Mo Ti sujetó el
tobillo de Sydney, que agitó el pie, tratando de liberarse—.
No dejaré que me toquen.
—Pero debes hacerlo.
Riod concentró su desagrado en Mo Ti; fue un combate
de voluntades.
—Deja que piensen que tienen tu gratitud —dijo Mo Ti—
. Acepta su regalo. Lo necesitas para ganarte a las manadas,
para fortalecer a Riod. Para alzar el reino.
La mano de Mo Ti reposaba, inmóvil, sobre el pie de
Sydney, que seguía sentada a lomos de Riod. La montura
aguardaba a que Sydney dijera qué iba a hacer, no solo hoy,
en este terrible momento, sino siempre.
— ¿Qué quiero, Mo Ti? —dijo Sydney, prácticamente
gritando.
—Vista. Poder. Venganza.
851
Sydney escuchó el resumen, y Riod se agitó inquieto
debajo de ella; su flanco temblaba por el nerviosismo.
—Me conoces bien, Mo Ti.
—Sí, mi señora.
Sydney respiró profundamente.
—De acuerdo, si tengo que hacerlo, aceptaré su ayuda —
dijo.
Riod movió la cabeza de un lado a otro, agitado,
retorciendo los cuernos de su cuello adelante y atrás. Por fin,
dio un paso adelante y llevó a Sydney a través del
campamento, junto a la nerviosa manada, y hacia la estepa
en la que esperaba la nave radiante. A Sydney le pareció que
era un nuevo tipo de nave, de aspecto algo distinto a la que
la había traído a este lugar hace tanto tiempo. De modo que
los tarig estaban renovando su flota. Mo Ti les siguió a lomos
de Distanir.
Si la mano del tarig vacila, le mataré, envió Riod.
—Sí, amado —dijo Sydney—. Hazlo.
852
30
E RA UN FRÍO MES DE ABRIL EN PORTLAND; el viento
soplaba en gélidas ráfagas junto al río. Lamar Gelde se
cubrió el rostro con la bufanda tanto como pudo y caminó
pesadamente por el aparcamiento hacia el edificio 919 de
Minerva. Por supuesto, hacía mucho tiempo que su plaza de
aparcamiento reservada había pasado a mejor vida.
Maldito viento. Se sentía como si fuera a caérsele la cara.
De ser así, sería un contratiempo bien caro, puesto que no
reparaba en gastos cuando se trataba de reparaciones
mitocondriales para mejorar el tono cutáneo. Para eliminar
la papada, las ojeras y otras pequeñas ofensas de la edad.
Cuando entró en el vestíbulo, tenía el rostro irritado. Los
médicos le habían dicho que tendría una excesiva
sensibilidad a los cambios de temperatura.
Se aproximó a la zona de alta seguridad y alzó la mano,
que entró en contacto con el haz lumínico. Mostró el pase de
visitante que Stefan Polich le había concedido. Debía de
tratarse de un pase de seguridad de primer orden, puesto
que, a medida que avanzaba, las personas con las que se
encontraba le hacían reverencias en toda regla. Miró en torno
suyo y deseó disponer de un transporte motorizado, pero
853
Minerva no se había diseñado pensando en los que se
cansaban fácilmente.
Entró en el almacén de cerebros y pasó la palma de la
mano frente al sistema de reconocimiento para conocer la
ubicación del cubículo de Rob Quinn. Fue casi como en los
viejos tiempos, cuando su acceso al haz era absoluto. Sin
embargo, mientras caminaba entre los puestos de los
encargados de los cerebros, nadie le reconoció.
Cuando por fin dio con Rob, lo encontró doblando los
dedos, utilizando comandos digitales en lugar de un teclado.
Curioso. Daba la impresión de alguien que tratara de tocar
una vida real, en lugar de la que tenía.
Lamar tosió. Rob se giró.
— ¿Tienes un minuto?
Rob asintió.
—No esperaba verte a ti —dijo a modo de saludo al viejo
amigo de su padre. Rob se puso en pie e hizo señas a Lamar
para que le siguiera fuera del almacén y hacia un pasillo.
Las piernas de Lamar protestaron.
—Santo cielo, Rob, ya he caminado más de lo que puedo
tolerar.
Rob se detuvo de repente.
854
—Bien, hablemos aquí, entonces. —Parecía resentido.
Después de todo, se había enterado de las amenazas y el
chantaje de Stefan. Sin duda, no le agradaba sentirse como
un peón. Pero, a decir verdad, Rob era un peón y siempre lo
sería. Era el encargado del cuidado de los cerebros de
cuarenta años. Resultaba difícil ser más marginal.
— ¿Qué le pasa a tu cara? —preguntó Rob, mirándole.
—Me sometí a una pequeña operación. — ¿Qué le pasa
a mi cara? Según su cirujano, le había quitado veinte años.
Lamar dejó a un lado su enfado y dijo—: Es Titus. Ha vuelto.
La boca de Rob se cerró firmemente, encerrando sus
emociones.
— ¿Ha vuelto?
—Sí. Ha pasado un infierno, pero sobrevivirá.
— ¿Qué clase de infierno?
Lamar se encogió de hombros.
—Tendrás que preguntárselo a él.
—Quiero decir, ¿está muy mal?
—Está débil, deshidratado, desorientado, y tiene
hemorragias en capilares internos. Está conmocionado,
y quizá pierda un par de dedos de los pies por congelación.
—Jesús.
855
—No tanto, pero se las apañará para que lo veamos así.
—Lamar sonrió, esperando contagiar su buen humor a Rob.
No lo consiguió. Rob agitó la cabeza y trató de asimilar
la noticia.
—Solo hace diez días.
Un grupo de técnicos pasó junto a ellos por el pasillo;
Lamar esperó a que estuvieran lo bastante lejos para no
oírles.
—El tiempo es diferente en la región adyacente.
¿Recuerdas? Y lleva varios días a la deriva en el espacio.
— ¿Dónde?
—Escucha, necesito sentarme. —Rob miró en torno suyo
en busca de una silla, pero el pasillo estaba tan despejado
como las arterias de un veinteañero.
Rob dio un par de pasos pasillo abajo y entraron en una
despensa en la que se almacenaban muebles sobrantes, entre
ellos un par de sillas de ejecutivo. Lamar suspiró al poder
descansar los pies. Buscó en uno de sus bolsillos y sacó una
pastilla vigorizante. Se la tragó y confió en que le diera las
energías suficientes para continuar la conversación.
Comenzó:
—Hace dos días recibimos una llamada informándonos
de que le habían encontrado. —En realidad, había sido
856
Stefan Polich el que recibió la llamada, y no habría permitido
que Lamar se enterase si hubiera podido evitarlo—. Tu
hermano estaba atrapado en una cápsula corporal como un
gusano en un capullo. Orbitaba una de las lunas de Urano,
Crésida, si quieres saberlo. Crésida no es más que una
estación de transmisión de radio, así que tardaron bastante
en localizarle, aunque su cápsula emitía pulsos regulares de
luz. Normalmente, habríamos tardado semanas en detectar
incluso eso, pero la intensidad de esta luz era especial. Eran
algo así como relámpagos supercargados.
Su cuerpo, o la silla, crujió cuando cambió de postura.
—Estaba inconsciente, y la cápsula perdía calor. Si no le
hubieran encontrado cuando lo hicieron, habría muerto. Una
nave minera EoCeb estaba extrayendo metano en Urano y le
rescató. No se atrevían a abrir la cápsula, debido a su
aspecto. Pero, gracias a Dios, lo hicieron.
— ¿Qué aspecto tenía?
—De eso se trata. No era una cápsula de escape, en
realidad. Era como un sarcófago transparente, con la misma
forma exactamente. El material que, por cierto, no tenemos
ni idea de qué es, imitaba la forma de Titus, incluso los rasgos
de su rostro. De hecho, deberían haberlo dejado para que se
encargaran los expertos, pero sintieron curiosidad. Uno de
857
los mineros dijo que vieron los párpados de Titus moverse,
de modo que la abrieron. Y salvaron su vida.
—Alguien tenía que hacerlo —dijo Rob con un matiz de
resentimiento en su voz—. ¿Dónde está ahora?
—A bordo de una nave corporativa de Minerva. Le
trasladaron desde la nave minera ayer. Insiste en verte antes
de hablar con nadie más. —Miró a Rob de soslayo—. Quiere
asegurarse de que estás bien. —El asunto del chantaje le
ponía enfermo. Amenazar a Rob y al pequeño Mateo... eso
nunca hubiera ocurrido en los viejos tiempos.
Rob se puso en pie.
—Vamos, entonces.
—Estamos hablando de Marte, Rob. Van a llevarle a un
hospital allí.
— ¿Marte? —Rob nunca había salido del noroeste del
país, mucho menos de la Tierra. Se encogió de hombros—.
Será mejor que nos pongamos en marcha, entonces.
Lamar se puso en pie; sus piernas protestaron. Miró
a Rob a los ojos.
—Lamento lo de Stefan y Helice. Lamento el modo en
que han manejado esto.
La mandíbula de Rob vaciló ligeramente antes de
responder.
858
— ¿El modo en que han manejado esto? Minerva ha
ocultado un descubrimiento científico asombroso, y ha
usado a Titus como conejillo de indias. Y tú has hecho lo que
te ordenaban sin rechistar, Lamar. Aunque eso implicara
perjudicar a personas que te consideraban de su propia
familia.
—Rob, yo solo...
—No. Lamar, tú eres el mensajero, ¿entiendes? Trabajas
para Stefan, Helice, y todos los demás. —Rio
burlonamente—. A veces se dispara al mensajero, ¿lo sabías?
Salió de la despensa y Lamar cojeó tras él. Lamar quería
dejar las cosas claras. Quería decir que había tratado de
convencer a Quinn para que aceptara la misión porque sabía
que tenía que volver allí. Cualquiera que le conociera lo
hubiera sabido. Solo un ingenuo esperaría que Titus siguiera
adelante con su vida.
Pero Rob se aferró a sus opiniones. Como la mayoría de
los mediocres, sabía lo suficiente como para sacar una
conclusión equivocada.
Lamar siguió a Rob y esperó que la pastilla vigorizante le
hiciera efecto.
\<>/
El canto de los pájaros y la hierba verde. No parecía correcto.
859
Quinn estaba sentado en un banco en el parque, cinco
pisos por debajo del suelo en el hósplex Sinus Meridiani,
y esperaba a Helice Maki. Tenía la vista fija en un lecho de
flores cercano. Flores amarillas con pequeñas golillas
alrededor del tallo. Más allá, exóticas flores naranjas de cinco
pétalos, parecidas a trompetas.
Se preguntó si en el pasado había conocido sus nombres.
El tira y afloja que había jugado con sus recuerdos en el
Omniverso a menudo provocaba que dudara sobre las cosas
que creía saber. Aún se estaba recuperando del viaje en la
nave radiante del otro lado hasta aquí, un viaje que casi le
había matado, a pesar de las medidas protectoras de la nave
ser. El fragmentario le había protegido lo mejor que había
podido antes de escapar de las reducidas dimensiones de su
prisión. Quinn esperaba que hubiera conseguido volver
a casa.
Junto a sus pies descansaba una pequeña bolsa de cuero
que contenía sus posesiones: pasta de dientes del hospital,
varias mudas y un juego extra de tejido ocular para cubrir el
ámbar chalin. Le habían arrebatado sus ropas, las sedas de
los chalin, y la daga de Ci Dehai, pero no necesitaría todas
esas cosas por el momento.
Estaba listo para volver a casa.
860
Esperaba que Helice Maki comprendiera que dejarle ir
sería lo más prudente, puesto que le habían retenido durante
siete semanas y les había contado todo lo que sabía. Bueno,
no todo. Ocultó los errores que había cometido, su visita a la
Estirpe, y los enemigos que había hecho allí. El relato que
divulgó explicaba que había recuperado sus recuerdos del
Omniverso y que, gracias a su profundo conocimiento de ese
mundo, había conseguido que los tarig no le descubrieran
mientras tejía una alianza con Yulin, el líder chalin, y con el
tarig que quería el contacto con la Rosa.
De todo lo que le había contado a sus interrogadores, la
historia de Johanna había sido el detalle más prominente. En
principio, Helice y sus secuaces lo habían rechazado, pero el
tema seguía apareciendo. Debía de haber algo que
proporcionara energía al Omniverso y sus necesidades
antinaturales. Pero, ¿cuántas posibilidades había de que
Johanna hubiera conocido un secreto tan delicado? Muchas,
razonaba Quinn. Vivía entre los tarig, y tenía motivos para
investigar un peligro de esa índole. El equipo que le
interrogaba trataba de dar con un punto flaco en la versión
de Quinn, en la lógica que subyacía en dicha teoría.
Para empezar, la cronología no concordaba. Johanna
había dicho que a la Rosa le quedaban cien años. ¿Cómo era
posible que la Rosa se colapsara a esa velocidad, mayor que
861
la de la luz? Desgraciadamente, habían encontrado un
método para conseguirlo. Podía hacerse con una transición
cuántica a un estado de fase menor, aseguraban. Dado que la
materia siempre trata de alcanzar el estado de menor energía
posible, de igual modo que el agua siempre cae colina abajo,
si la Rosa no se encontraba ya en el estado de menor energía
posible, podía realizar un salto cuántico y disolver toda la
materia a un estado de plasma caótico de partículas
subatómicas. Ni siquiera nos enteraríamos. Solo era una
teoría. Pero, ¿podían hacerlo los tarig?
Quinn no tenía la menor duda. El reciente colapso de
algunas regiones estelares que tanto había confundido a los
astrónomos había sido una primera prueba de los tarig,
obviamente.
Los motores de Ahnenhoon iban a ponerse en marcha.
De modo que, mientras Quinn descansaba y se
recuperaba en casa, Minerva buscaría un modo de inutilizar
esos motores. Era el tipo de problema que los técnicos
saboreaban con deleite: un desafío de ingeniería que nada
tenía que ver con los asuntos políticos y culturales del
Omniverso.
Mientras Minerva le interrogaba sin descanso, Rob había
venido a visitarle y le había hecho saber que Mateo, Emily
y Caitlin estaban bien. Rob lloró al ver a Titus, lo que hizo
862
que a Titus se le hiciera un nudo en el estómago,
y estrecharon sus manos. «Vuelve a casa», había dicho Rob.
Quería hacerlo. Estaba harto de Helice Maki y Booth
Waller, y del resto del equipo que trabajaba para obtener la
verdad, para obtener una versión más apropiada, que no
echara a perder sus objetivos financieros. Una ruta a las
estrellas. Usar el río Próximo. Negociar con los tarig para
obtener las correlaciones, para obtener derechos de
transporte. Debía de haber algo que los tarig quisiesen.
Desde luego. Querían la Rosa.
Hubo días malos, cuando Helice insistió en que otros
debían cruzar para verificar el relato de Quinn. Para buscar
otras opciones. Pero no durarían mucho allí; les
identificarían de inmediato. El idioma. Aunque aprendieran
la lengua lucen te, hablarían con acento. Cometerían errores
y morirían. Helice terminó por rendirse. Ella y Quinn se
miraron con odio en los ojos. Minerva le necesitaba. Y la
verdad era que él necesitaba a Minerva, necesitaba el arnés
y el viaje de vuelta.
El viaje de vuelta. Ya echaba de menos todo lo que había
dejado atrás en el Omniverso. Sentado, contempló las flores
amarillas. Le ponían nervioso. Demasiado ornamentales,
demasiado hermosas.
Oyó un ruido a su espalda y se giró. Era Helice Maki.
863
Helice caminó hacia él: pequeña, atlética, de buen humor.
Por un instante, echó de menos a Anzi, su franqueza y su
silenciosa sabiduría.
—Me dijeron que te encontraría aquí —dijo Helice.
—Y aquí estoy.
Helice se sentó, con las piernas cruzadas, en la hierba,
para estar frente a él.
Quinn gesticuló en dirección de las flores.
— ¿Qué son esas cosas amarillas, lo sabes?
—Narcisos.
—Sí, narcisos. —Quinn pensó que el nombre carecía de
la elegancia de
«rosa».
Quinn musitó:
— ¿Alguna vez has pensado en lo extrañas que son las
flores? Son mucho más de lo estrictamente necesario para
atraer insectos. Es como si alguien se hubiera dejado llevar
por un impulso creativo.
—La evolución sigue impulsos. Está llena de excesos
y experimentos.
Quinn pensó que los tarig habían usurpado la evolución
en su mundo; habían copiado los productos de la evolución
de la Rosa. Entre las maravillas que Quinn trajo de vuelta se
864
contaba la atractiva imagen a las demás criaturas copiadas
del universo de la Rosa: seres como los hirrin, las gondi y los
jout. La humanidad aún tenía ante sí la tarea de descubrir
cómo se llamaban a sí mismos en sus propios mundos,
y cuáles eran esos planetas. Pero permanecían ahí fuera,
esperando el contacto, si podían encontrarse las rutas.
Helice interrumpió sus pensamientos:
— ¿Así que no hay flores en el Omniverso?
—No. —Quinn miró más allá de Helice, más allá de las
flores—. Uno llega a acostumbrarse a su ausencia, y no las
echa de menos.
Helice le observó detenidamente.
—Has cambiado —dijo.
— ¿De veras? —El rostro de Quinn era el de otro hombre,
pero supuso que no se refería a las mejillas y los ojos
dorados.
—Sí. Ya no eres tan susceptible.
—No, Helice, soy muy susceptible. Pero ahora estoy un
poco cansado, eso es todo. Cansado de hablar contigo y con
Booth y los demás. Pero aún tienes que tener cuidado
cuando trates conmigo. —Quinn la miró fijamente, hasta que
Helice apartó la mirada.
865
—Quinn, sé que te estamos sometiendo a un
interrogatorio muy exigente...
Quinn alzó la mano.
—No te disculpes. Quizá cuando vea a Mateo de nuevo
y cuente los dedos de sus manos y sus pies, quizá entonces
esté preparado.
Helice se sobresaltó para sus adentros. Era muy
consciente de que no había sabido tratar a Quinn. Pero había
vuelto, incluso aunque su hija siguiera encarcelada entre los
inyx. Helice estaba segura de que Quinn había tomado
riesgos por Sydney estando allí, aunque no lo admitiría.
La envidia la corroía. Quinn estaba ahí sentado, tras
haber visitado un mundo de maravillas, una galaxia aislada,
de cielos imposibles y criaturas improbables. Las cosas que
Quinn había descrito, el Destello, el extraño río, los voladores
adda, los tarig, los dominios y sus culturas, la ciudad en el
cielo; todas esas cosas habían estado orbitando la mente de
Helice durante semanas. Soñaba con ellas. Y despreciaba
a Tifus Quinn por haber ido allí en primer lugar, y su
desprecio por él adquiría mayores proporciones cuando
recordaba las palabras de Quinn en relación a las
posibilidades que habría tenido ella en ese lugar: «No te
gustaría el Omniverso, Helice. No estarías en lo más alto de
la pirámide alimenticia. Créeme».
866
Ahora, sentada junto a él en el jardín, Helice contempló
con inquietud la bolsa que descansaba a los pies de Titus.
— ¿Vas a algún sitio?
—A casa. Tengo que ir a casa.
—Sí, pronto. Tan solo unas pocas...
Quinn estaba negando con la cabeza.
—No. Hoy. Voy a volver a casa hoy. La nave despega en
tres horas. Necesitaré un asiento.
Helice se puso en pie. Aún no le dejaría marchar. ¿Cómo
podría hacerlo? Quinn sabía más de lo que había contado,
mucho más.
—Haré un trato contigo. Danos una semana más, y esta
vez, cuéntanos el resto. Sin ocultar nada.
Lentamente, Quinn se puso en pie.
—En realidad, ya os he contado todo lo importante. El
resto es personal.
Se encararon; Helice hizo un gran esfuerzo por controlar
su irritación. ¿Cómo podía considerar cualquier cosa relativa
a ese universo algo personal? Helice habló, tratando de
reprimirse:
—Aún perteneces a Minerva, Quinn. Tenemos el arnés,
y la plataforma. Si quieres volver allí donde se encuentra tu
867
hija, tendrás que demostrar que eres una buena avanzadilla.
Tendrás que ser, como mínimo, honesto.
Quinn recogió la bolsa y la colocó con cuidado en el
banco con un movimiento tan preciso y controlado que
Helice pensó que iba a golpearla.
—Quizá no has estado prestando la suficiente atención,
Helice. Necesitamos un medio fiable para cruzar. Tu módulo
laboratorio y tu arnés no serán la puerta de acceso. No son
suficientes.
—Quizá no —replicó Helice—, pero, por ahora, sigues
necesitando ese arnés, y a nosotros.
Quinn la miró como si Helice no fuera demasiado
inteligente.
—Conozco a un tarig que abrirá la bonita y enorme
puerta que necesitaremos para enviar naves al otro lado,
para encontrar rutas que nos lleven a los lugares a los que
queramos ir. Sin esa puerta, no tenemos rutas, ni contacto, ni
salvación.
Quinn alzó una mano para evitar que Helice respondiera.
—Y soy yo el que conoce a ese tarig, y el único que tiene
una oportunidad de traer las correlaciones a casa.
868
Se miraron el uno al otro y, a juzgar por la expresión de
Quinn, supo que llevaba ventaja. Él, un ex piloto de pasado
atormentado y malos modales.
Su rostro era firme y parecía calmado. Hacía que Helice
deseara verlo vacilante pero, en lugar de eso, las palabras de
Quinn fueron como pequeñas heridas en la piel de Helice:
— ¿Entiendes por qué vas a conseguirme un asiento en
esa nave que se dirige a la Tierra hoy mismo? ¿Entiendes por
qué no te necesito?
Quinn inclinó la cabeza en un gesto de curiosidad.
—Sigues mi razonamiento, ¿verdad, Helice?
A Helice le ponía enferma tener que admitir que Titus
Quinn ejercía ese tipo de poder sobre ella. En voz apenas
audible, dijo:
—Sí.
—Bien.
Helice miró los ojos equívocos de Quinn, de un azul falso,
coloreados en los bordes con un matiz dorado, un pequeño
halo que servía como recordatorio de que ahora tenía ojos
chalin.
—Te conseguiré un asiento en esa nave. —Las palabras
dejaron un regusto amargo en la boca de Helice.
Quinn asintió.
869
—Bien. Quizá entonces podamos pasar por alto lo mucho
que nos despreciamos el uno al otro. Merece la pena
intentarlo. —Quinn se echó la bolsa a la espalda.
Helice le bloqueó el paso y dijo:
—Nunca lo olvidarás, ¿no es así? El modo en que he
manejado todo esto.
— ¿Acaso pensabas que el Omniverso iba a mejorar mi
carácter? —Una sonrisa irónica adornó el rostro de Quinn.
Eso provocó que Helice esbozara una pequeña sonrisa en
respuesta. Quinn aún era un hombre apuesto cuando
sonreía, a pesar de la cirugía, y a pesar de la cicatriz que
recorría su mejilla y que, según decía, había sido cosa de un
niño tarig. Otro asunto personal, había dicho.
Se miraron a los ojos por unos instantes, y se
comprendieron el uno al otro. Ya había quedado claro quién
estaba al mando.
Un pájaro trinó cerca de allí, un canto de alegría, o quizá
una manifestación de la lucha mortal por territorios donde
anidar.
Ese sonido hizo que Quinn sintiera ganas de estar de
vuelta en casa, lejos de Helice y Minerva. Le hacía mucha
falta dar un largo paseo por la playa.
870
Miró a Helice, su extraño cabello oscuro y sus llamativas
ropas, y sintió que pertenecía a una especie completamente
distinta. Él no formaba parte de la élite de la Rosa. Lo había
hecho en el pasado, en un pasado que parecía extrañamente
distorsionado. Pero había renunciado a la educación
adecuada cuando se convirtió en piloto y rechazó pertenecer
a las corporaciones que controlaban el saber del mundo, que
lo controlaban porque ellos sí que podían entenderlo.
Bien, si no formaba parte de sus filas, que así fuera. Era
el otro mundo donde tenía que ser un experto.
Y lo era.
Más tarde, ese mismo día, ocupó el último camarote
vacío en una nave dirigida a casa. A través del puesto de
observación, contempló las oscuras profundidades de la
Rosa y, por primera vez en su vida, la imagen le pareció muy
extraña.
871
31
D OS GAVIOTAS SE DISPUTABAN UNA ALMEJA EN LA
ORILLA; ambas perdieron el trofeo, y alzaron el vuelo con
airados graznidos.
Quinn, de regreso a casa, siguió las huellas que había
dejado en el trayecto anterior, que comenzaban a deformarse
en la húmeda arena, se achataban y se desfiguraban. Por
encima de su cabeza, algunos cirros semejantes a los restos
de una sábana flotaban en el cielo. Sin duda, al cielo le
vendría bien una sábana de nubes. Era demasiado extenso,
demasiado vacío; parecía milagroso que su sustancia etérea
se mantuviera en su lugar o sirviera a algún propósito.
A excepción de un inexorable viento proveniente del
océano, el día era cálido, y Quinn caminaba descalzo, con los
zapatos en la mano, satisfecho de contar aún con sus diez
dedos de los pies. Esta vez, además, conservaba sus
recuerdos.
Sus pensamientos volvían una y otra vez al túnel en el
muro de adobe, el que sin duda había tardado años en
horadar, en dar a la materia la forma deseada. Se había
preguntado en ocasiones cómo solía pasar el tiempo, cómo
logró adaptarse a la sociedad tarig, o a lo que quedaba de
ella, y odió la imagen que conjuró, de indolencia
872
y comodidad. Y, dado que no podía recordar demasiado de
ese tipo de vida, se había visto obligado a imaginar
desagradables escenas de extravagancia y dejadez.
Pero, en realidad, había estado trabajando en su
dormitorio.
Chiron había sentido curiosidad. « ¿Qué haces ahí
metido, tú solo?»
«Leo, paseo por el jardín.»
«Ven aquí.»
«Quizá mañana.» Recordaba la expresión que adoptó el
rostro de Chiron: decepción, un atisbo de ira. Algunas veces
era capaz de mantenerla a raya.
Ahora, lejos de la ciudad brillante, tan lejos que la
distancia era inimaginable, se sentó en un tronco que había
hecho caer la reciente tormenta. La playa, con su incansable
marea y su firme horizonte, era el mejor lugar de la Rosa.
A lo lejos se acercaba una figura que seguía el rastro de
la menguante marea. Caitlin le saludó.
Quinn la esperó, contento de verla, agradecido por las
pocas preguntas que le había hecho acerca de su viaje. Una
de ellas había sido: « ¿Qué hiciste con la aldaba?»
—La enterré —replicó Quinn. El rostro en la aldaba era
el de Hadenth, aunque entonces no podía saberlo.
873
Cuando llegó Caitlin, Quinn se fijó en que llevaba una
bolsa llena de conchas.
— ¿Has encontrado algo?
—La marea siempre deja cosas. —Caitlin ató con mayor
fuerza el nudo del pañuelo que llevaba atado a la cabeza
para evitar que el pelo le golpeara el rostro—. ¿Te apetece
sopa?
—Me apetece casi siempre, sí.
Caitlin sonrió.
—Quiero decir sopa casera y pan horneado.
Quinn se puso en pie, y recogió sus zapatos.
—Claro. Siempre que pueda mojar el pan.
—Mojar pan y sorber es una manera de felicitar al
cocinero.
Caitlin comenzó a caminar, y Quinn la siguió.
—Los niños se pasan todo el día jugando con los trenes,
Titus. Me aterroriza que rompan algo.
—No hay motivo. Si se rompe algo, lo arreglaré.
Caitlin caminó con mayores zancadas para mantener el
ritmo de Quinn, que se detuvo al instante siguiente. Estaba
contemplando el océano.
— ¿Estás bien? —preguntó Caitlin.
874
Quinn no respondió, pero siguió mirando hacia el
horizonte. Caitlin supuso que no estaba viendo nada en
absoluto. Permaneció a su lado unos momentos y contempló
las olas, que rompían cerca de la orilla.
—Titus, ¿estás seguro de que quieres cuidar de esos dos
granujillas durante toda una semana? —Caitlin y Rob
comenzaban el día siguiente unas vacaciones para pescar en
el golfo de México que habían aplazado demasiadas veces.
—Sí. Les llevaré a remar en el kayak sin chalecos
salvavidas y les enseñaré a hacer bombas caseras. —Se giró,
y miró con una encantadora sonrisa a Caitlin. La sonrisa no
había cambiado, aunque la familia al completo estaba
tratando de adaptarse a los rasgos alterados. A Caitlin, sin
embargo, le gustaba el nuevo Quinn. Era menos locuaz, más
tranquilo. Si mejoraba aun más, quizá Caitlin tuviera que
entrar en un convento.
Continuaron caminando, en silencio esta vez, hasta que
avistaron la casa. Rob les saludó desde el porche.
Caitlin saludó en respuesta. Para evitar que les
interrumpieran antes de lo debido, Caitlin plantó un pie en
la fría arena y miró a Quinn.
— ¿Qué edad tendría, Titus? —Sabía que siempre estaba
pensando en Sydney.
875
— ¿Edad? Casi veinte, creo... estará muy cambiada
cuando la traiga a casa. —Quinn miró el horizonte, que se
perdía a lo lejos—. Me temo que parecerá una joven Johanna.
Caitlin suspiró.
—Eso sería maravilloso. Y duro.
—Es una buena síntesis. —La expresión de Quinn
cambió de repente, y Caitlin siguió su mirada; contemplaba
la duna más cercana, donde apareció Mateo.
— ¡Tío Titus! —Mateo saludó con la mano, llamando a su
tío para que viera el último tesoro que había encontrado en
la playa.
Titus se giró hacia Caitlin.
— ¿Puede esperar la comida? —le preguntó.
Caitlin asintió, y Quinn se dirigió a la duna, donde le
esperaba Mateo.
—Solo tardaremos un segundo —dijo.
—Tómate el tiempo que necesites, Titus —le dijo Caitlin
mientras se alejaba.
876
Nota sobre el autor
Kay Kenyon se ha ganado la vida escribiendo desde que
tenía dieciocho años, cuando empezó como redactora
publicitaria para la cadena WDSM‐TV en Duluth,
Minnesota. Ese fue el principio de su carrera como escritora
y actriz en anuncios de televisión. Finalmente tuvo que
escoger entre ambas vocaciones, y tras publicar su primera
novela, The Seeds of Time, en 1997, se decidió por la primera,
algo de lo que no se arrepiente.
Desde entonces ha participado en Write on the River, un
importante congreso de escritores de Washington del que es
presidenta, y ha continuado escribiendo obras de ciencia
ficción; es autora de varios relatos breves, está a punto de
publicar su novena novela, City Without End, y ya está
trabajando en la décima. Ha descrito sus últimos libros como
ciencia ficción con un toque de fantasía; ese toque le ha
valido comparaciones con J. R. R. Tolkien, Dan Simmons,
Larry Niven, Philip José Farmer, Frank Herbert y Orson
Scott Card. Ha sido nominada, entre otros, a los prestigiosos
premios Philip K. Dick y John W. Campbell, además de
haber aparecido en la cabecera de numerosas listas de
favoritos.
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Bibliografía de Kay Kenyon
—Novelas
1997 — The Seeds of Time
1998— Leap Point
1999— Rift
2000— Tropic of Creation 2002 — Máximum Ice
2003— The Braided World
—Series
El Omniverso y la Rosa
2007 — Bright of the Sky
—Un destello en el cielo, La Factoría de Ideas, Solaris n°
122, 2009
2008— A World Too Near
—Próximamente en La Factoría de Ideas
2009— City Without End
—Premios
2002— Nominada al premio Philip K. Dick por
Máximum Ice.
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2004— Nominada al premio John W. Campbell por
Braided World. 2007 — Nominada al premio Endeavour por
Un destello en el cielo.
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