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Published by snullbug20, 2018-07-08 18:37:58

Un Destello En El Cielo - Kay Kenyon

Mo Ti les habló a ambos:

—Los tarig han enviado a uno de los suyos para realizar

la operación.


La brisa sopló sobre el rostro de Sydney y ahuyentó


viejas esperanzas. Dejó que la brisa la refrescara.

Después, murmuró:


—Fue un tarig el que me cegó. —Subió a lomos de

Riod—. Que vuelva por donde ha venido. —Mo Ti sujetó el

tobillo de Sydney, que agitó el pie, tratando de liberarse—.

No dejaré que me toquen.


—Pero debes hacerlo.


Riod concentró su desagrado en Mo Ti; fue un combate

de voluntades.


—Deja que piensen que tienen tu gratitud —dijo Mo Ti—

. Acepta su regalo. Lo necesitas para ganarte a las manadas,

para fortalecer a Riod. Para alzar el reino.


La mano de Mo Ti reposaba, inmóvil, sobre el pie de

Sydney, que seguía sentada a lomos de Riod. La montura


aguardaba a que Sydney dijera qué iba a hacer, no solo hoy,

en este terrible momento, sino siempre.

— ¿Qué quiero, Mo Ti? —dijo Sydney, prácticamente


gritando.

—Vista. Poder. Venganza.







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Sydney escuchó el resumen, y Riod se agitó inquieto

debajo de ella; su flanco temblaba por el nerviosismo.

—Me conoces bien, Mo Ti.


—Sí, mi señora.


Sydney respiró profundamente.

—De acuerdo, si tengo que hacerlo, aceptaré su ayuda —


dijo.

Riod movió la cabeza de un lado a otro, agitado,


retorciendo los cuernos de su cuello adelante y atrás. Por fin,

dio un paso adelante y llevó a Sydney a través del

campamento, junto a la nerviosa manada, y hacia la estepa


en la que esperaba la nave radiante. A Sydney le pareció que

era un nuevo tipo de nave, de aspecto algo distinto a la que

la había traído a este lugar hace tanto tiempo. De modo que

los tarig estaban renovando su flota. Mo Ti les siguió a lomos


de Distanir.

Si la mano del tarig vacila, le mataré, envió Riod.


—Sí, amado —dijo Sydney—. Hazlo.
























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30




E RA UN FRÍO MES DE ABRIL EN PORTLAND; el viento

soplaba en gélidas ráfagas junto al río. Lamar Gelde se

cubrió el rostro con la bufanda tanto como pudo y caminó

pesadamente por el aparcamiento hacia el edificio 919 de


Minerva. Por supuesto, hacía mucho tiempo que su plaza de

aparcamiento reservada había pasado a mejor vida.


Maldito viento. Se sentía como si fuera a caérsele la cara.

De ser así, sería un contratiempo bien caro, puesto que no

reparaba en gastos cuando se trataba de reparaciones

mitocondriales para mejorar el tono cutáneo. Para eliminar


la papada, las ojeras y otras pequeñas ofensas de la edad.

Cuando entró en el vestíbulo, tenía el rostro irritado. Los

médicos le habían dicho que tendría una excesiva

sensibilidad a los cambios de temperatura.


Se aproximó a la zona de alta seguridad y alzó la mano,

que entró en contacto con el haz lumínico. Mostró el pase de


visitante que Stefan Polich le había concedido. Debía de

tratarse de un pase de seguridad de primer orden, puesto

que, a medida que avanzaba, las personas con las que se

encontraba le hacían reverencias en toda regla. Miró en torno


suyo y deseó disponer de un transporte motorizado, pero










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Minerva no se había diseñado pensando en los que se

cansaban fácilmente.

Entró en el almacén de cerebros y pasó la palma de la


mano frente al sistema de reconocimiento para conocer la

ubicación del cubículo de Rob Quinn. Fue casi como en los

viejos tiempos, cuando su acceso al haz era absoluto. Sin


embargo, mientras caminaba entre los puestos de los

encargados de los cerebros, nadie le reconoció.


Cuando por fin dio con Rob, lo encontró doblando los

dedos, utilizando comandos digitales en lugar de un teclado.

Curioso. Daba la impresión de alguien que tratara de tocar

una vida real, en lugar de la que tenía.


Lamar tosió. Rob se giró.


— ¿Tienes un minuto?

Rob asintió.


—No esperaba verte a ti —dijo a modo de saludo al viejo

amigo de su padre. Rob se puso en pie e hizo señas a Lamar


para que le siguiera fuera del almacén y hacia un pasillo.

Las piernas de Lamar protestaron.


—Santo cielo, Rob, ya he caminado más de lo que puedo

tolerar.


Rob se detuvo de repente.










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—Bien, hablemos aquí, entonces. —Parecía resentido.

Después de todo, se había enterado de las amenazas y el

chantaje de Stefan. Sin duda, no le agradaba sentirse como


un peón. Pero, a decir verdad, Rob era un peón y siempre lo

sería. Era el encargado del cuidado de los cerebros de

cuarenta años. Resultaba difícil ser más marginal.


— ¿Qué le pasa a tu cara? —preguntó Rob, mirándole.

—Me sometí a una pequeña operación. — ¿Qué le pasa


a mi cara? Según su cirujano, le había quitado veinte años.

Lamar dejó a un lado su enfado y dijo—: Es Titus. Ha vuelto.


La boca de Rob se cerró firmemente, encerrando sus

emociones.

— ¿Ha vuelto?


—Sí. Ha pasado un infierno, pero sobrevivirá.


— ¿Qué clase de infierno?

Lamar se encogió de hombros.


—Tendrás que preguntárselo a él.

—Quiero decir, ¿está muy mal?


—Está débil, deshidratado, desorientado, y tiene

hemorragias en capilares internos. Está conmocionado,


y quizá pierda un par de dedos de los pies por congelación.

—Jesús.










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—No tanto, pero se las apañará para que lo veamos así.

—Lamar sonrió, esperando contagiar su buen humor a Rob.

No lo consiguió. Rob agitó la cabeza y trató de asimilar


la noticia.


—Solo hace diez días.

Un grupo de técnicos pasó junto a ellos por el pasillo;

Lamar esperó a que estuvieran lo bastante lejos para no


oírles.

—El tiempo es diferente en la región adyacente.

¿Recuerdas? Y lleva varios días a la deriva en el espacio.


— ¿Dónde?


—Escucha, necesito sentarme. —Rob miró en torno suyo

en busca de una silla, pero el pasillo estaba tan despejado

como las arterias de un veinteañero.


Rob dio un par de pasos pasillo abajo y entraron en una

despensa en la que se almacenaban muebles sobrantes, entre

ellos un par de sillas de ejecutivo. Lamar suspiró al poder


descansar los pies. Buscó en uno de sus bolsillos y sacó una

pastilla vigorizante. Se la tragó y confió en que le diera las

energías suficientes para continuar la conversación.


Comenzó:


—Hace dos días recibimos una llamada informándonos

de que le habían encontrado. —En realidad, había sido







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Stefan Polich el que recibió la llamada, y no habría permitido

que Lamar se enterase si hubiera podido evitarlo—. Tu

hermano estaba atrapado en una cápsula corporal como un


gusano en un capullo. Orbitaba una de las lunas de Urano,

Crésida, si quieres saberlo. Crésida no es más que una

estación de transmisión de radio, así que tardaron bastante

en localizarle, aunque su cápsula emitía pulsos regulares de


luz. Normalmente, habríamos tardado semanas en detectar

incluso eso, pero la intensidad de esta luz era especial. Eran

algo así como relámpagos supercargados.


Su cuerpo, o la silla, crujió cuando cambió de postura.

—Estaba inconsciente, y la cápsula perdía calor. Si no le


hubieran encontrado cuando lo hicieron, habría muerto. Una

nave minera EoCeb estaba extrayendo metano en Urano y le

rescató. No se atrevían a abrir la cápsula, debido a su


aspecto. Pero, gracias a Dios, lo hicieron.

— ¿Qué aspecto tenía?


—De eso se trata. No era una cápsula de escape, en

realidad. Era como un sarcófago transparente, con la misma

forma exactamente. El material que, por cierto, no tenemos


ni idea de qué es, imitaba la forma de Titus, incluso los rasgos

de su rostro. De hecho, deberían haberlo dejado para que se

encargaran los expertos, pero sintieron curiosidad. Uno de









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los mineros dijo que vieron los párpados de Titus moverse,

de modo que la abrieron. Y salvaron su vida.

—Alguien tenía que hacerlo —dijo Rob con un matiz de


resentimiento en su voz—. ¿Dónde está ahora?


—A bordo de una nave corporativa de Minerva. Le

trasladaron desde la nave minera ayer. Insiste en verte antes

de hablar con nadie más. —Miró a Rob de soslayo—. Quiere

asegurarse de que estás bien. —El asunto del chantaje le


ponía enfermo. Amenazar a Rob y al pequeño Mateo... eso

nunca hubiera ocurrido en los viejos tiempos.


Rob se puso en pie.

—Vamos, entonces.


—Estamos hablando de Marte, Rob. Van a llevarle a un

hospital allí.


— ¿Marte? —Rob nunca había salido del noroeste del

país, mucho menos de la Tierra. Se encogió de hombros—.

Será mejor que nos pongamos en marcha, entonces.


Lamar se puso en pie; sus piernas protestaron. Miró

a Rob a los ojos.


—Lamento lo de Stefan y Helice. Lamento el modo en

que han manejado esto.


La mandíbula de Rob vaciló ligeramente antes de

responder.







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— ¿El modo en que han manejado esto? Minerva ha

ocultado un descubrimiento científico asombroso, y ha

usado a Titus como conejillo de indias. Y tú has hecho lo que


te ordenaban sin rechistar, Lamar. Aunque eso implicara

perjudicar a personas que te consideraban de su propia

familia.


—Rob, yo solo...

—No. Lamar, tú eres el mensajero, ¿entiendes? Trabajas


para Stefan, Helice, y todos los demás. —Rio

burlonamente—. A veces se dispara al mensajero, ¿lo sabías?


Salió de la despensa y Lamar cojeó tras él. Lamar quería

dejar las cosas claras. Quería decir que había tratado de

convencer a Quinn para que aceptara la misión porque sabía

que tenía que volver allí. Cualquiera que le conociera lo


hubiera sabido. Solo un ingenuo esperaría que Titus siguiera

adelante con su vida.


Pero Rob se aferró a sus opiniones. Como la mayoría de

los mediocres, sabía lo suficiente como para sacar una

conclusión equivocada.


Lamar siguió a Rob y esperó que la pastilla vigorizante le

hiciera efecto.


\<>/


El canto de los pájaros y la hierba verde. No parecía correcto.







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Quinn estaba sentado en un banco en el parque, cinco

pisos por debajo del suelo en el hósplex Sinus Meridiani,

y esperaba a Helice Maki. Tenía la vista fija en un lecho de


flores cercano. Flores amarillas con pequeñas golillas

alrededor del tallo. Más allá, exóticas flores naranjas de cinco

pétalos, parecidas a trompetas.


Se preguntó si en el pasado había conocido sus nombres.

El tira y afloja que había jugado con sus recuerdos en el

Omniverso a menudo provocaba que dudara sobre las cosas


que creía saber. Aún se estaba recuperando del viaje en la

nave radiante del otro lado hasta aquí, un viaje que casi le

había matado, a pesar de las medidas protectoras de la nave

ser. El fragmentario le había protegido lo mejor que había


podido antes de escapar de las reducidas dimensiones de su

prisión. Quinn esperaba que hubiera conseguido volver

a casa.


Junto a sus pies descansaba una pequeña bolsa de cuero

que contenía sus posesiones: pasta de dientes del hospital,

varias mudas y un juego extra de tejido ocular para cubrir el


ámbar chalin. Le habían arrebatado sus ropas, las sedas de

los chalin, y la daga de Ci Dehai, pero no necesitaría todas

esas cosas por el momento.


Estaba listo para volver a casa.









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Esperaba que Helice Maki comprendiera que dejarle ir

sería lo más prudente, puesto que le habían retenido durante

siete semanas y les había contado todo lo que sabía. Bueno,


no todo. Ocultó los errores que había cometido, su visita a la

Estirpe, y los enemigos que había hecho allí. El relato que

divulgó explicaba que había recuperado sus recuerdos del

Omniverso y que, gracias a su profundo conocimiento de ese


mundo, había conseguido que los tarig no le descubrieran

mientras tejía una alianza con Yulin, el líder chalin, y con el

tarig que quería el contacto con la Rosa.


De todo lo que le había contado a sus interrogadores, la

historia de Johanna había sido el detalle más prominente. En

principio, Helice y sus secuaces lo habían rechazado, pero el


tema seguía apareciendo. Debía de haber algo que

proporcionara energía al Omniverso y sus necesidades

antinaturales. Pero, ¿cuántas posibilidades había de que

Johanna hubiera conocido un secreto tan delicado? Muchas,


razonaba Quinn. Vivía entre los tarig, y tenía motivos para

investigar un peligro de esa índole. El equipo que le

interrogaba trataba de dar con un punto flaco en la versión


de Quinn, en la lógica que subyacía en dicha teoría.

Para empezar, la cronología no concordaba. Johanna

había dicho que a la Rosa le quedaban cien años. ¿Cómo era


posible que la Rosa se colapsara a esa velocidad, mayor que






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la de la luz? Desgraciadamente, habían encontrado un

método para conseguirlo. Podía hacerse con una transición

cuántica a un estado de fase menor, aseguraban. Dado que la


materia siempre trata de alcanzar el estado de menor energía

posible, de igual modo que el agua siempre cae colina abajo,

si la Rosa no se encontraba ya en el estado de menor energía

posible, podía realizar un salto cuántico y disolver toda la


materia a un estado de plasma caótico de partículas

subatómicas. Ni siquiera nos enteraríamos. Solo era una

teoría. Pero, ¿podían hacerlo los tarig?


Quinn no tenía la menor duda. El reciente colapso de

algunas regiones estelares que tanto había confundido a los

astrónomos había sido una primera prueba de los tarig,


obviamente.

Los motores de Ahnenhoon iban a ponerse en marcha.


De modo que, mientras Quinn descansaba y se

recuperaba en casa, Minerva buscaría un modo de inutilizar

esos motores. Era el tipo de problema que los técnicos


saboreaban con deleite: un desafío de ingeniería que nada

tenía que ver con los asuntos políticos y culturales del

Omniverso.


Mientras Minerva le interrogaba sin descanso, Rob había

venido a visitarle y le había hecho saber que Mateo, Emily

y Caitlin estaban bien. Rob lloró al ver a Titus, lo que hizo






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que a Titus se le hiciera un nudo en el estómago,

y estrecharon sus manos. «Vuelve a casa», había dicho Rob.

Quería hacerlo. Estaba harto de Helice Maki y Booth


Waller, y del resto del equipo que trabajaba para obtener la

verdad, para obtener una versión más apropiada, que no

echara a perder sus objetivos financieros. Una ruta a las


estrellas. Usar el río Próximo. Negociar con los tarig para

obtener las correlaciones, para obtener derechos de

transporte. Debía de haber algo que los tarig quisiesen.


Desde luego. Querían la Rosa.


Hubo días malos, cuando Helice insistió en que otros

debían cruzar para verificar el relato de Quinn. Para buscar

otras opciones. Pero no durarían mucho allí; les

identificarían de inmediato. El idioma. Aunque aprendieran


la lengua lucen te, hablarían con acento. Cometerían errores

y morirían. Helice terminó por rendirse. Ella y Quinn se

miraron con odio en los ojos. Minerva le necesitaba. Y la

verdad era que él necesitaba a Minerva, necesitaba el arnés


y el viaje de vuelta.

El viaje de vuelta. Ya echaba de menos todo lo que había


dejado atrás en el Omniverso. Sentado, contempló las flores

amarillas. Le ponían nervioso. Demasiado ornamentales,

demasiado hermosas.


Oyó un ruido a su espalda y se giró. Era Helice Maki.





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Helice caminó hacia él: pequeña, atlética, de buen humor.

Por un instante, echó de menos a Anzi, su franqueza y su

silenciosa sabiduría.


—Me dijeron que te encontraría aquí —dijo Helice.


—Y aquí estoy.

Helice se sentó, con las piernas cruzadas, en la hierba,

para estar frente a él.


Quinn gesticuló en dirección de las flores.


— ¿Qué son esas cosas amarillas, lo sabes?

—Narcisos.


—Sí, narcisos. —Quinn pensó que el nombre carecía de

la elegancia de


«rosa».

Quinn musitó:


— ¿Alguna vez has pensado en lo extrañas que son las

flores? Son mucho más de lo estrictamente necesario para


atraer insectos. Es como si alguien se hubiera dejado llevar

por un impulso creativo.

—La evolución sigue impulsos. Está llena de excesos


y experimentos.

Quinn pensó que los tarig habían usurpado la evolución


en su mundo; habían copiado los productos de la evolución

de la Rosa. Entre las maravillas que Quinn trajo de vuelta se






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contaba la atractiva imagen a las demás criaturas copiadas

del universo de la Rosa: seres como los hirrin, las gondi y los

jout. La humanidad aún tenía ante sí la tarea de descubrir


cómo se llamaban a sí mismos en sus propios mundos,

y cuáles eran esos planetas. Pero permanecían ahí fuera,

esperando el contacto, si podían encontrarse las rutas.


Helice interrumpió sus pensamientos:

— ¿Así que no hay flores en el Omniverso?


—No. —Quinn miró más allá de Helice, más allá de las

flores—. Uno llega a acostumbrarse a su ausencia, y no las


echa de menos.

Helice le observó detenidamente.


—Has cambiado —dijo.

— ¿De veras? —El rostro de Quinn era el de otro hombre,


pero supuso que no se refería a las mejillas y los ojos

dorados.

—Sí. Ya no eres tan susceptible.


—No, Helice, soy muy susceptible. Pero ahora estoy un


poco cansado, eso es todo. Cansado de hablar contigo y con

Booth y los demás. Pero aún tienes que tener cuidado

cuando trates conmigo. —Quinn la miró fijamente, hasta que

Helice apartó la mirada.











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—Quinn, sé que te estamos sometiendo a un

interrogatorio muy exigente...

Quinn alzó la mano.


—No te disculpes. Quizá cuando vea a Mateo de nuevo


y cuente los dedos de sus manos y sus pies, quizá entonces

esté preparado.

Helice se sobresaltó para sus adentros. Era muy


consciente de que no había sabido tratar a Quinn. Pero había

vuelto, incluso aunque su hija siguiera encarcelada entre los

inyx. Helice estaba segura de que Quinn había tomado


riesgos por Sydney estando allí, aunque no lo admitiría.

La envidia la corroía. Quinn estaba ahí sentado, tras

haber visitado un mundo de maravillas, una galaxia aislada,


de cielos imposibles y criaturas improbables. Las cosas que

Quinn había descrito, el Destello, el extraño río, los voladores

adda, los tarig, los dominios y sus culturas, la ciudad en el


cielo; todas esas cosas habían estado orbitando la mente de

Helice durante semanas. Soñaba con ellas. Y despreciaba

a Tifus Quinn por haber ido allí en primer lugar, y su

desprecio por él adquiría mayores proporciones cuando


recordaba las palabras de Quinn en relación a las

posibilidades que habría tenido ella en ese lugar: «No te

gustaría el Omniverso, Helice. No estarías en lo más alto de

la pirámide alimenticia. Créeme».






866

Ahora, sentada junto a él en el jardín, Helice contempló

con inquietud la bolsa que descansaba a los pies de Titus.

— ¿Vas a algún sitio?


—A casa. Tengo que ir a casa.


—Sí, pronto. Tan solo unas pocas...

Quinn estaba negando con la cabeza.


—No. Hoy. Voy a volver a casa hoy. La nave despega en

tres horas. Necesitaré un asiento.


Helice se puso en pie. Aún no le dejaría marchar. ¿Cómo

podría hacerlo? Quinn sabía más de lo que había contado,

mucho más.


—Haré un trato contigo. Danos una semana más, y esta

vez, cuéntanos el resto. Sin ocultar nada.


Lentamente, Quinn se puso en pie.


—En realidad, ya os he contado todo lo importante. El

resto es personal.


Se encararon; Helice hizo un gran esfuerzo por controlar

su irritación. ¿Cómo podía considerar cualquier cosa relativa

a ese universo algo personal? Helice habló, tratando de

reprimirse:


—Aún perteneces a Minerva, Quinn. Tenemos el arnés,

y la plataforma. Si quieres volver allí donde se encuentra tu










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hija, tendrás que demostrar que eres una buena avanzadilla.

Tendrás que ser, como mínimo, honesto.

Quinn recogió la bolsa y la colocó con cuidado en el


banco con un movimiento tan preciso y controlado que

Helice pensó que iba a golpearla.


—Quizá no has estado prestando la suficiente atención,

Helice. Necesitamos un medio fiable para cruzar. Tu módulo

laboratorio y tu arnés no serán la puerta de acceso. No son


suficientes.

—Quizá no —replicó Helice—, pero, por ahora, sigues


necesitando ese arnés, y a nosotros.

Quinn la miró como si Helice no fuera demasiado

inteligente.


—Conozco a un tarig que abrirá la bonita y enorme

puerta que necesitaremos para enviar naves al otro lado,


para encontrar rutas que nos lleven a los lugares a los que

queramos ir. Sin esa puerta, no tenemos rutas, ni contacto, ni

salvación.


Quinn alzó una mano para evitar que Helice respondiera.

—Y soy yo el que conoce a ese tarig, y el único que tiene


una oportunidad de traer las correlaciones a casa.














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Se miraron el uno al otro y, a juzgar por la expresión de

Quinn, supo que llevaba ventaja. Él, un ex piloto de pasado

atormentado y malos modales.


Su rostro era firme y parecía calmado. Hacía que Helice

deseara verlo vacilante pero, en lugar de eso, las palabras de

Quinn fueron como pequeñas heridas en la piel de Helice:


— ¿Entiendes por qué vas a conseguirme un asiento en

esa nave que se dirige a la Tierra hoy mismo? ¿Entiendes por


qué no te necesito?

Quinn inclinó la cabeza en un gesto de curiosidad.


—Sigues mi razonamiento, ¿verdad, Helice?


A Helice le ponía enferma tener que admitir que Titus

Quinn ejercía ese tipo de poder sobre ella. En voz apenas

audible, dijo:


—Sí.

—Bien.


Helice miró los ojos equívocos de Quinn, de un azul falso,

coloreados en los bordes con un matiz dorado, un pequeño


halo que servía como recordatorio de que ahora tenía ojos

chalin.

—Te conseguiré un asiento en esa nave. —Las palabras


dejaron un regusto amargo en la boca de Helice.

Quinn asintió.







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—Bien. Quizá entonces podamos pasar por alto lo mucho

que nos despreciamos el uno al otro. Merece la pena

intentarlo. —Quinn se echó la bolsa a la espalda.


Helice le bloqueó el paso y dijo:


—Nunca lo olvidarás, ¿no es así? El modo en que he

manejado todo esto.

— ¿Acaso pensabas que el Omniverso iba a mejorar mi


carácter? —Una sonrisa irónica adornó el rostro de Quinn.

Eso provocó que Helice esbozara una pequeña sonrisa en

respuesta. Quinn aún era un hombre apuesto cuando


sonreía, a pesar de la cirugía, y a pesar de la cicatriz que

recorría su mejilla y que, según decía, había sido cosa de un

niño tarig. Otro asunto personal, había dicho.


Se miraron a los ojos por unos instantes, y se

comprendieron el uno al otro. Ya había quedado claro quién


estaba al mando.

Un pájaro trinó cerca de allí, un canto de alegría, o quizá


una manifestación de la lucha mortal por territorios donde

anidar.

Ese sonido hizo que Quinn sintiera ganas de estar de


vuelta en casa, lejos de Helice y Minerva. Le hacía mucha

falta dar un largo paseo por la playa.











870

Miró a Helice, su extraño cabello oscuro y sus llamativas

ropas, y sintió que pertenecía a una especie completamente

distinta. Él no formaba parte de la élite de la Rosa. Lo había


hecho en el pasado, en un pasado que parecía extrañamente

distorsionado. Pero había renunciado a la educación

adecuada cuando se convirtió en piloto y rechazó pertenecer

a las corporaciones que controlaban el saber del mundo, que


lo controlaban porque ellos sí que podían entenderlo.

Bien, si no formaba parte de sus filas, que así fuera. Era


el otro mundo donde tenía que ser un experto.

Y lo era.


Más tarde, ese mismo día, ocupó el último camarote

vacío en una nave dirigida a casa. A través del puesto de

observación, contempló las oscuras profundidades de la


Rosa y, por primera vez en su vida, la imagen le pareció muy

extraña.
































871

31




D OS GAVIOTAS SE DISPUTABAN UNA ALMEJA EN LA

ORILLA; ambas perdieron el trofeo, y alzaron el vuelo con

airados graznidos.


Quinn, de regreso a casa, siguió las huellas que había

dejado en el trayecto anterior, que comenzaban a deformarse

en la húmeda arena, se achataban y se desfiguraban. Por


encima de su cabeza, algunos cirros semejantes a los restos

de una sábana flotaban en el cielo. Sin duda, al cielo le

vendría bien una sábana de nubes. Era demasiado extenso,

demasiado vacío; parecía milagroso que su sustancia etérea


se mantuviera en su lugar o sirviera a algún propósito.

A excepción de un inexorable viento proveniente del


océano, el día era cálido, y Quinn caminaba descalzo, con los

zapatos en la mano, satisfecho de contar aún con sus diez

dedos de los pies. Esta vez, además, conservaba sus

recuerdos.


Sus pensamientos volvían una y otra vez al túnel en el

muro de adobe, el que sin duda había tardado años en


horadar, en dar a la materia la forma deseada. Se había

preguntado en ocasiones cómo solía pasar el tiempo, cómo

logró adaptarse a la sociedad tarig, o a lo que quedaba de

ella, y odió la imagen que conjuró, de indolencia







872

y comodidad. Y, dado que no podía recordar demasiado de

ese tipo de vida, se había visto obligado a imaginar

desagradables escenas de extravagancia y dejadez.


Pero, en realidad, había estado trabajando en su

dormitorio.


Chiron había sentido curiosidad. « ¿Qué haces ahí

metido, tú solo?»


«Leo, paseo por el jardín.»

«Ven aquí.»


«Quizá mañana.» Recordaba la expresión que adoptó el

rostro de Chiron: decepción, un atisbo de ira. Algunas veces


era capaz de mantenerla a raya.

Ahora, lejos de la ciudad brillante, tan lejos que la

distancia era inimaginable, se sentó en un tronco que había


hecho caer la reciente tormenta. La playa, con su incansable

marea y su firme horizonte, era el mejor lugar de la Rosa.

A lo lejos se acercaba una figura que seguía el rastro de


la menguante marea. Caitlin le saludó.


Quinn la esperó, contento de verla, agradecido por las

pocas preguntas que le había hecho acerca de su viaje. Una

de ellas había sido: « ¿Qué hiciste con la aldaba?»


—La enterré —replicó Quinn. El rostro en la aldaba era

el de Hadenth, aunque entonces no podía saberlo.







873

Cuando llegó Caitlin, Quinn se fijó en que llevaba una

bolsa llena de conchas.

— ¿Has encontrado algo?


—La marea siempre deja cosas. —Caitlin ató con mayor


fuerza el nudo del pañuelo que llevaba atado a la cabeza

para evitar que el pelo le golpeara el rostro—. ¿Te apetece

sopa?


—Me apetece casi siempre, sí.

Caitlin sonrió.


—Quiero decir sopa casera y pan horneado.

Quinn se puso en pie, y recogió sus zapatos.


—Claro. Siempre que pueda mojar el pan.


—Mojar pan y sorber es una manera de felicitar al

cocinero.


Caitlin comenzó a caminar, y Quinn la siguió.

—Los niños se pasan todo el día jugando con los trenes,


Titus. Me aterroriza que rompan algo.

—No hay motivo. Si se rompe algo, lo arreglaré.


Caitlin caminó con mayores zancadas para mantener el

ritmo de Quinn, que se detuvo al instante siguiente. Estaba

contemplando el océano.


— ¿Estás bien? —preguntó Caitlin.









874

Quinn no respondió, pero siguió mirando hacia el

horizonte. Caitlin supuso que no estaba viendo nada en

absoluto. Permaneció a su lado unos momentos y contempló


las olas, que rompían cerca de la orilla.

—Titus, ¿estás seguro de que quieres cuidar de esos dos

granujillas durante toda una semana? —Caitlin y Rob


comenzaban el día siguiente unas vacaciones para pescar en

el golfo de México que habían aplazado demasiadas veces.


—Sí. Les llevaré a remar en el kayak sin chalecos

salvavidas y les enseñaré a hacer bombas caseras. —Se giró,

y miró con una encantadora sonrisa a Caitlin. La sonrisa no

había cambiado, aunque la familia al completo estaba


tratando de adaptarse a los rasgos alterados. A Caitlin, sin

embargo, le gustaba el nuevo Quinn. Era menos locuaz, más

tranquilo. Si mejoraba aun más, quizá Caitlin tuviera que


entrar en un convento.

Continuaron caminando, en silencio esta vez, hasta que

avistaron la casa. Rob les saludó desde el porche.


Caitlin saludó en respuesta. Para evitar que les

interrumpieran antes de lo debido, Caitlin plantó un pie en


la fría arena y miró a Quinn.

— ¿Qué edad tendría, Titus? —Sabía que siempre estaba


pensando en Sydney.








875

— ¿Edad? Casi veinte, creo... estará muy cambiada

cuando la traiga a casa. —Quinn miró el horizonte, que se

perdía a lo lejos—. Me temo que parecerá una joven Johanna.


Caitlin suspiró.


—Eso sería maravilloso. Y duro.

—Es una buena síntesis. —La expresión de Quinn

cambió de repente, y Caitlin siguió su mirada; contemplaba


la duna más cercana, donde apareció Mateo.

— ¡Tío Titus! —Mateo saludó con la mano, llamando a su

tío para que viera el último tesoro que había encontrado en


la playa.


Titus se giró hacia Caitlin.

— ¿Puede esperar la comida? —le preguntó.


Caitlin asintió, y Quinn se dirigió a la duna, donde le

esperaba Mateo.


—Solo tardaremos un segundo —dijo.

—Tómate el tiempo que necesites, Titus —le dijo Caitlin

mientras se alejaba.
























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Nota sobre el autor


Kay Kenyon se ha ganado la vida escribiendo desde que

tenía dieciocho años, cuando empezó como redactora

publicitaria para la cadena WDSM‐TV en Duluth,


Minnesota. Ese fue el principio de su carrera como escritora

y actriz en anuncios de televisión. Finalmente tuvo que

escoger entre ambas vocaciones, y tras publicar su primera

novela, The Seeds of Time, en 1997, se decidió por la primera,


algo de lo que no se arrepiente.

Desde entonces ha participado en Write on the River, un


importante congreso de escritores de Washington del que es

presidenta, y ha continuado escribiendo obras de ciencia

ficción; es autora de varios relatos breves, está a punto de

publicar su novena novela, City Without End, y ya está


trabajando en la décima. Ha descrito sus últimos libros como

ciencia ficción con un toque de fantasía; ese toque le ha

valido comparaciones con J. R. R. Tolkien, Dan Simmons,

Larry Niven, Philip José Farmer, Frank Herbert y Orson


Scott Card. Ha sido nominada, entre otros, a los prestigiosos

premios Philip K. Dick y John W. Campbell, además de

haber aparecido en la cabecera de numerosas listas de


favoritos.












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Bibliografía de Kay Kenyon


—Novelas

1997 — The Seeds of Time


1998— Leap Point

1999— Rift


2000— Tropic of Creation 2002 — Máximum Ice


2003— The Braided World

—Series


El Omniverso y la Rosa


2007 — Bright of the Sky

—Un destello en el cielo, La Factoría de Ideas, Solaris n°


122, 2009

2008— A World Too Near


—Próximamente en La Factoría de Ideas

2009— City Without End







—Premios


2002— Nominada al premio Philip K. Dick por

Máximum Ice.














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2004— Nominada al premio John W. Campbell por

Braided World. 2007 — Nominada al premio Endeavour por

Un destello en el cielo.












































































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