cogido a él. Los brazos de lady Chiron podían ser tiernos,
pero también poderosos.
Quinn se concentró; tenía las manos sudorosas. Hadenth
había evitado que Min Fe le matara. Hadenth le quería con
vida. Era un buen motivo para darse prisa.
Pero, incluso mientras se esforzaba, sabía hasta dónde
llegaban sus conocimientos. A decir verdad, sabía muy poco
acerca de cómo pilotar estas naves. Los sistemas le
resultaban extraños; estaban a medio camino de los controles
que preferían los tarig y los más adecuados para los seres
alienígenas conocidos como «fragmentarios». Quinn sabía
cómo poner en marcha las naves, o eso esperaba, pero
después de eso... «Después de eso» tendría que esperar,
porque ahora no tenía tiempo de pensar en otra cosa que no
fuera la secuencia de lanzamiento.
Podía oír la respiración de Anzi. Era la única señal de que
estaba asustada. Quinn se alegraba de que Anzi no supiera
que le estaba confiando su vida a un piloto que no sabía
pilotar.
Cuando terminaron, corrieron por el hangar hacia la
siguiente nave. Por encima de sus cabezas, al otro lado del
escudo, nubes de pájaros iban y venían como una plaga de
langostas. Como si dios se vengara de ellos enviándoles
801
pruebas que superar. Como si dios hubiera reparado en ellos.
Quinn y Anzi subieron a la siguiente nave radiante.
Las manos le sudaban; Quinn se aproximó al mamparo
y activó la pantalla. Dejó la nave preparada para el
despegue. Las rejillas de colores de la pantalla iluminaban
las puntas de sus dedos con luces fosforescentes mientras
introducía los comandos. Lo único que podía hacer era
colocar las naves apuntando hacia el exterior. Terminarían
por caer en los muros de tempestad. La gran esperanza de
Quinn era que, una vez hubieran despegado, los tarig no
tuvieran mecanismos para hacerlas volver. O que, incluso si
podían hacer que volvieran, que las mismas naves no
desearan volver.
Lentamente, comenzó a asimilar lo que estaba haciendo.
Se giró hacia Anzi para dejarle claro cuáles eran sus
opciones.
—No podré pilotar estas naves muy lejos —le dijo—. No
sé pilotarlas. Y tampoco sé aterrizar, salvo aquí, en el hangar.
—Dejó que Anzi asimilara sus palabras. Después, dijo—:
Aún puedes esconderte en la ciudad. Intenta escapar. No
saben quién eres.
Anzi pareció pensativa. Quinn casi podía verla pensar,
analizar lo que acababa de oír. Por fin, dijo:
—Iremos juntos. Continúa.
802
La respuesta de Anzi no le sorprendió; solo le sorprendió
lo aliviado que se sintió.
En la última nave, introdujo la ruta, y le indicó a Anzi
que se abrochara las sujeciones. En la maniobra más
compleja que había hecho hasta ahora, Quinn activó
remotamente las otras naves. Después, golpeó con el dedo la
rejilla y desactivó los campos que conformaban el límite del
hangar.
Fuera, un movimiento en el morro de la nave hizo que
Quinn se sobresaltara. Una mano de color bronce se agitó
frente a él. En el exterior, un largo brazo describió un arco
descendente desde la parte superior de la nave, y en el
puesto de observación apareció una mano. A continuación,
un tarig se deslizó por la superficie externa y miró al interior,
aferrado de algún modo al casco de la nave.
Era Hadenth, que se había agarrado a la parte delantera
de la nave. Miró a Quinn. Una mucosidad se espesaba en su
labio, y sus enormes ojos contemplaban a Quinn fijamente,
como si hubiera estado mirando algo durante demasiado
tiempo. Enloquecido por la oscuridad del túnel, aulló con
rugidos cortos y jadeantes, más propios de un animal que de
un ser racional.
803
Quinn soltó las correas de sujeción de las otras naves, que
comenzaron un lento movimiento conjunto en dirección al
extremo de la plataforma.
Anzi alzó un pie y de una patada golpeó el mamparo con
el tacón de su bota. Pero Hadenth no se inmutó, y no aflojó
su presa. De hecho, había comenzado a clavar una garra en
el puesto de observación. Entretanto, la nave se arrastró
hacia el perímetro.
A veinte metros del punto de lanzamiento, la garra
atravesó el casco y comenzó a desgarrarlo. Anzi golpeó la
garra con su daga, pero el filo rebotó una y otra vez. Por fin,
Anzi se desabrochó el cinto con rapidez y rodeó la garra con
la tela, lo que amortiguó, al menos temporalmente, los cortes
descendentes. El tarig frunció el ceño en respuesta, y miró
con ojos furiosos el resultado de la maniobra de Anzi. Miró
tras de sí y vio que estaba muy cerca del borde. Entonces,
demasiado tarde, trató de liberar su garra.
La nave radiante despegó de la plataforma; la sacudida
golpeó con violencia a Hadenth, que cayó de la proa de la
nave. De inmediato la ciudad retrocedió debajo de ellos.
Ascendían hacia el Destello, y tras ellos el destino de
Hadenth era caer como caía una sombra del mundo.
Se elevaron sobre el corazón de la tierra. El morro de la
nave apuntaba al cielo, y el claro muro de la cabina despedía
804
un calor deslumbrante. Anzi seguía mirando la ventana,
como si aún combatiera con su oponente. Algo después, se
recostó contra el mamparo, cerró los ojos y recobró el
equilibrio.
El resto de naves ganaban velocidad siguiendo sus
respectivas trayectorias. Habían despegado. Una de ellas se
dirigía hacia el dominio de los inyx. Quizá no llegara muy
lejos, pero Quinn sintió su atracción.
Quinn miró en torno suyo con una cierta incredulidad.
Habían robado una nave radiante de las garras del
mismísimo lord Hadenth. Incluso aunque llegara a suceder
lo peor y no sobrevivieran, sería un digno final, llevarte a tu
enemigo por delante.
Quinn se sentó y miró afuera. Trató de proteger sus ojos
de los cegadores destellos de luz. Cuando apartó la vista, ya
confiado en que al menos no iban a estrellarse, vio a Anzi
mirando por la ventana con una extraña expresión en su
rostro. Bueno, Anzi nunca había volado antes.
— ¿Qué te parece la vista? —preguntó Quinn.
—Es difícil de decir.
Anzi contemplaba la grieta en la ventana. Quinn se
acercó y vio que alojada allí había una garra de diez
centímetros de largo, arrancada de raíz. La sustancia que
805
conformaba la ventana fluctuaba a su alrededor y la
encapsulaba.
Hadenth. En su mente, Quinn vio al tarig cayendo a una
plaza de la ciudad brillante o, mejor aún, cayendo desde una
altura de nueve mil metros al mar, con tiempo de sobra para
anticipar el momento del amerizaje.
806
28
Muro de tempestad, el Destello verás,
Muro de tempestad, como la noche en la Rosa,
Muro de tempestad, nadie ha de cruzar,
Muro de tempestad, eterno serás.
—Canción infantil
S OBREVOLABAN LAS CERCANÍAS DE LAS
ARROLLADORAS ENERGÍAS DEL destello. A poco
menos de un kilómetro de distancia, el cielo parecía hervir,
como un río de lava fundida expulsado por un volcán de
plateada garganta. La nave mantenía la distancia con
respecto a ese río. Pero estaban sobrevolando el mar del
Remonte, sin destino definido.
A espaldas de Quinn se dibujaba el caótico sendero de
sus errores: la promesa rota a Sydney, y a Johanna, de llevar
a casa el cuerpo de su esposa. Más el crimen que nunca pudo
haber imaginado: el asesinato de una niña. Trato de
ahuyentar esos pensamientos por el momento.
El Destello se extendía en todas direcciones.
Anzi estaba a su lado y miraba a través de los puestos de
observación.
807
—No podemos aterrizar en la frontera de Bei —dijo
Anzi—. Esta nave llamaría demasiado la atención entre los
investigadores. Podría implicar a Bei.
Quinn apenas la oyó. Su mente se esforzaba por
encontrar recuerdos, por dar con alguna pista sobre cómo
pilotar la nave. No consiguió escarbar nada nuevo. Chiron
había sabido ocultar sus movimientos, especialmente al
entrar en el Destello.
Anzi frunció el ceño.
—Podríamos aterrizar en un origen, sin embargo. Nadie
nos vería allí. Después, podrás caminar hasta la frontera.
—Sí. —Gracias a Dios, Anzi seguía siendo bien capaz de
pensar con claridad. Sin embargo, los orígenes eran lugares
peligrosos. De camino a la frontera de Bei, cuando ambos
viajaron en la bombilla del cielo, habían pasado cerca de un
origen. Era un lugar transitorio y en el que nada echaba
raíces, puesto que su misma existencia se encendía
y apagaba como una llama. Si podían llegar a ese origen, y si
aún existía, Quinn podría ascender hacia el minoral, y el
velo. Entonces, Anzi, primero a pie y después en tren,
tendría tiempo de llegar hasta Yulin para informarle de todo
lo que había ocurrido. Le debían una advertencia a Yulin,
aunque era posible que los tarig ya le hubiesen capturado, si
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Wen An, la anciana investigadora, no había conseguido
eludir a los tarig y les había contado todo lo que sabía.
A pesar de todas estas dificultades, contaban con una
gran ventaja. Ellos tenían una nave radiante, y los tarig no.
Aunque podían crear otras, les llevaría algún tiempo. Los
tarig solo tenían otra manera de cruzar las distancias a escala
galáctica del Omniverso: podían viajar en el Próximo. Pero,
aun así, tendrían que cruzar el principado, una distancia que
tendrían que cubrir utilizando los mismos métodos lentos
que imponían a todos los demás.
Anzi interrumpió sus pensamientos.
—Cuando vuelvas, estaré en Ahnenhoon —murmuró—.
Es un buen lugar para pasar desapercibida.
Tras una larga pausa, Anzi dijo:
—O podría ir contigo.
Quinn no supo qué decir. Había una docena de razones
en contra; la principal, que si Quinn moría al tratar de cruzar,
¿quién quedaría, salvo Anzi, que conociera el secreto de
Johanna?
Quinn no quería decirle que no. Esperó a que ella
hablara, la observó, contempló su austero cabello blanco y su
piel de alabastro, elegante e inhumana a partes iguales.
A pesar de lo extraño que le resultaba su rostro, Quinn se
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había acostumbrado a él. Había llegado a conocerla mejor de
lo que conocía incluso a las personas más cercanas a él, como
su propio hermano o Lamar Gelde.
—Podría ir contigo —dijo Anzi de nuevo—. Pero
entonces, ¿quién avisará a mi tío?
Ambos guardaron silencio. Por fin, Anzi dio media
vuelta y caminó hacia uno de los brazos curvados en forma
de arco de la nave. Quinn pensó que Anzi ya había tomado
una decisión, y que esa decisión la apesadumbraba, como le
sucedía a él mismo.
Sin el ruido de los motores, en la nave reinaba un lúgubre
silencio, como si estuvieran navegando en lugar de volando.
Quinn no recordaba cómo la nave se propulsaba a sí misma.
Quizá nunca lo había sabido. Los mamparos de superficie
uniforme relucían como nácar, puesto que los instrumentos
permanecían ocultos hasta que el contacto táctil los hacía
visibles. Quinn se obligó a sí mismo a concentrarse, tocó el
mamparo y activó los instrumentos. No significaban
demasiado para él, más allá de la posibilidad de iniciar el
vuelo hacia y desde el hangar.
Entonces, un pensamiento se abrió paso en su mente,
como una oleada de luz que iluminara un museo sumido en
tinieblas: su única oportunidad era conseguir que la misma
nave le ayudara.
810
Recordó retazos de conversaciones mantenidas con lady
Chiron. Las naves eran seres vivos capaces de sentir. No
vivían, no en este universo, pero sí en otro. Los tarig se
referían a las naves como fragmentarios. Quinn recordó
haber rebuscado en el archivo en numerosas ocasiones
información sobre ellos, sin éxito.
Chiron le había contado que los fragmentarios vivían en
dimensiones más altas, y que viajaban por el Destello del
mismo modo que los navitares guiaban naves por el río
Próximo. Los tarig les esclavizaban en el universo de cuatro
dimensiones, y les confinaban en una forma que les resultaba
útil. Lo conseguían por medio de un proceso denominado
tramado, gracias al cual moldeaban a las hiperformas de las
naves y las convertían en formas geométricas de
dimensiones menores.
Esta nave era una manifestación incompleta de su
verdadera esencia, aprisionada y moldeada por el poder de
los tarig. Eran como los navitares, dado que también ellas
habían sido modificadas de una manera horrible. Los
navitares, sin embargo, habían elegido ser modificados.
Quinn no sabía cómo pilotar estas naves seres, pero sin duda
ellas sabrían pilotarse a sí mismas.
Solo tenía un argumento para tratar de convencer a esta
nave de que lo hiciera: él podía liberarla, a ella y a las otras
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cuatro. ¿Podría convencerlas? ¿Sería capaz de comunicarse
con ellas? ¿Entenderían el idioma lucente? Para averiguarlo,
podría tratar de destramar la nave. Pero eso significaba
poner en peligro la estabilidad de su forma. Cuantas más
tramas eliminara, más libre sería la nave, pero su forma
también se deterioraría con mayor rapidez.
De modo que Quinn se sentó en el asiento del piloto,
diseñado para un tarig, y trató de decidir si debía intentar
establecer comunicación. Si uno dejaba a un tigre en libertad,
puede que la bestia estuviera agradecida, o puede que no.
Permaneció sentado unos instantes y miró el mundo al otro
lado de la nave, el mar del Remonte por debajo, el Destello
por encima. Les rodeaba materia exótica por doquier, como
si fueran peregrinos que cruzaran una efímera burbuja de
aire, incapaces de tocar el mundo.
Quinn le habló a la nave:
—Ayúdame —murmuró.
Sabía, sin embargo, que una nave tramada no podía
hablar. Los tarig no querían oír sus gritos de dolor.
Tocó la suave superficie del muro. Una sencilla pantalla
de navegación cobró vida.
¿Acaso tenía elección? Podía aterrizar la nave, pero,
¿después qué? No, para volver a casa, para llevar consigo
todo lo que había aprendido, tendría que utilizar la nave
812
para escapar rápidamente de la lejana frontera. A través del
Destello.
Tocó la rejilla de la pantalla y conjuró las pautas de
tramado. Chiron había dicho: «Son necesarias muchas
tramas para contenerlas».
Canceló una pauta de líneas, la trama más exterior.
Al mostrarse en su verdadera forma, los seres
aparecerían en las tres dimensiones del Omniverso como
fragmentos, de igual modo que un humano en un espacio
bidimensional tendría el aspecto de dos círculos vistos desde
la altura de los tobillos. Chiron le había contado esas cosas,
y sus negros ojos se habían iluminado con un oscuro fuego,
mientras anticipaba el salto al Destello, donde podría
experimentar la nueva dimensión gracias a la sensibilidad de
la nave. Porque los tarig, a pesar de todo su poder, no eran
capaces de percibir de manera directa una dimensión más
alta, aunque sentían curiosidad por experimentarla.
Mientras esperaba, a Quinn le pareció que el aire se había
espesado a su alrededor. Lo observó mientras se tornaba
nebuloso y después tangible.
—Ayúdame —repitió. El aliento que generó esa palabra
creó burbujas de vacío en el espeso aire.
Habló de nuevo. Su voz sonó más profunda esta vez,
irreconocible.
813
—Las naves radiantes pueden volver a casa.
Aguardó. Sudaba, y su rostro relucía en la atmósfera
gelatinosa.
Anzi estaba ahora junto a él.
— ¿Qué ocurre? —preguntó.
—Tengo que pedir ayuda a la nave, Anzi. No puedo
hacer esto solo. Ya te lo dije.
Anzi parecía tan confusa como si estuviera sumergida
bajo el agua, como el intérprete que encontró la muerte en el
lago de Yulin.
—Te pido perdón —le dijo Quinn—. Por todo.
—No, yo te pido perdón. —Anzi se arrodilló junto a él.
Sus brazos rodearon las piernas de Quinn, como si necesitara
aferrarse a algo, o en caso contrario flotaría a la deriva.
Quinn extendió la mano y borró la siguiente trama.
De inmediato, la pantalla de navegación se desplazó en
el aire frente a Quinn, boca arriba, liberada del mamparo.
Relucieron brillantes colores que representaban las tramas.
Parpadearon y se apagaron, buscando la atención de Quinn.
La nave le estaba diciendo qué tramas debía eliminar.
—Llévame al minoral en la frontera de Su Bei —dijo.
A través del aire coagulado, surgieron burbujas de su
814
nariz—. Entonces, retiraré las tramas. Y las tramas del resto
de naves.
La pantalla de navegación dejó de parpadear. Entonces,
una trama apareció en forma de una línea roja y caliente.
Una trama más, parecía querer decir.
Quinn reflexionó. Si se tratara de una partida de póker,
no hubiera tenido ni idea de qué cartas tenía la nave. Ni
siquiera de si la nave estaba jugando.
Tocó la pantalla y retiró la siguiente trama.
En el interior de su cráneo, una sonda de luz, delgada
como un alfiler, se abrió camino. Quinn oyó un sonido,
distorsionado e ininteligible, de palabras condensadas.
Una nueva pauta comenzó a parpadear en la pantalla. La
nave le estaba tratando como a un niño: elige las líneas de
bonitos colores, era lo que le estaba diciendo. Vaciló,
mientras su mente se llenaba de estática, los gritos de una
nave amordazada.
Su mano se movió sobre las líneas. Después, eliminó la
siguiente trama.
Los muros de la nave se emborronaron y aparecieron
pústulas que se hincharon, convexas, y después
retrocedieron, como si siguieran el ritmo de la sangre o de la
respiración. La silla se fundió con el suelo y Quinn se recostó
815
junto a Anzi. Debajo de ellos, la cubierta se ondulaba, pero
no fueron capaces de decidir si había ocurrido de veras o si
solo había sido una ilusión visual. El rostro de Anzi se torció
en contorsiones imposibles. Permanecieron, el uno junto al
otro, en medio de la cabina.
Quinn oyó una voz. Daishenquinntitus, dijo.
Quinn miró a Anzi, que asintió. Sí, ella también podía
oírlo.
El pulso de Quinn latió en el espeso ambiente; su sudor
se mezcló con el gel, y creó riachuelos.
—Nos ayudamos el uno al otro —dijo en voz alta.
Sin límites, Daishenquinntitus. Libéranos.
Se le encogió el corazón. Estos seres llevaban años
aprisionados. Quería liberarles, pero aún no.
—Sin las tramas, nos matarás.
Las tramas nos matan. Sin lores. El dolor de la forma. Morimos
por el dolor de esta forma.
El ser le envió una demostración. Una punzada de dolor
golpeó su cabeza, y Quinn se revolvió violentamente.
— ¡Quinn! —susurró Anzi.
El dolor se había desvanecido, pero la nave radiante lo
había dejado claro. Si podía enviarle dolor de esa manera, la
nave no tardaría mucho en obtener todo lo que deseaba.
816
Ahora, la pantalla mostraba una abrasadora pauta azul.
Antes de que la nave pudiera apremiarle, Quinn dijo:
—Quiero volver a casa, como tú. Yo también sufro dolor
aquí.
Daishenquinntitus siente dolor.
—Sí. Ayúdame. Llévame al origen. —Quinn proyectó
una imagen mental de dónde se encontraba, aunque solo
tenía una idea imprecisa. Se giró hacia Anzi—. Piensa en la
localización geográfica, Anzi. Piensa en dónde está la
frontera de Bei.
Entretanto, la nave seguía pidiendo su libertad. La pauta
azul parpadeaba sin cesar.
—El origen —insistió Quinn.
Daishenquinntitus libre en el origen.
—Sí —dijo Quinn. ¿Estaban diciendo que sí?
Quinn pensó que así era. Una pantalla distinta apareció,
una pauta de una mareante complejidad. Pero Quinn la
percibía claramente; la nave le estaba hablando. Era un
esquema de las otras naves, las cuatro. Un quinto esquema
permanecía a un lado, y representaba a la nave en la que él
y Anzi se encontraban.
—Anzi —dijo Quinn—. Espera. —No se le ocurría qué
decir a continuación. Se lo estaban jugando todo.
817
Quinn tocó la pauta, y recorrió los senderos con los
dedos. Canceló una por una las tramas.
Pronto, los iconos de la nave comenzaron a derretirse. Ya
no había tramas, y por tanto no había coacción.
A Quinn le pareció sentir un suspiro recorrer la nave. Las
otras naves eran libres. Ahora elegirían su destino por sí
mismas, y sin duda volverían a casa. Que Dios no repare en
vosotras, pensó Quinn, deseándoles suerte, deseándoles las
bendiciones de la oscuridad.
El suelo osciló. La nave había comenzado a ascender.
—Nadie puede vivir en el Destello —murmuró Anzi.
—Mintieron —dijo Quinn, y deseó que eso no fuera lo
último que le decía.
Una espuma blanca cayó sobre ellos y les engulló
mientras la nave se zambullía en el Destello.
\<>/
Quinn despertó; le rodeaba un silencio absoluto. La nave
había caído. Quinn había perdido la conciencia, pero,
¿cuánto tiempo había permanecido allí, desmayado en la
nave? Anzi había desaparecido. Un fuerte olor a elementos
biológicos casi abrumó sus sentidos.
Una tenue luz emanaba de las profundidades de la nave.
Incluso en esa semioscuridad, comprobó que la que había
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sido su nave estaba cambiando de forma. Ya no se
encontraba en una nave radiante, sino en la deformación del
fragmentario. Medio incrustados en los muros había
conductos que latían con un flujo de un material brillante
que emitía un zumbido similar al que produce un diapasón
al ser golpeado.
Fue en busca de Anzi y se encaminó hacia la que había
sido la cabina, ahora un túnel parecido a una caja torácica
que se sacudía de un lado a otro, y con cada sacudida
provocaba una especie de tañido amortiguado.
Delante vio a Anzi, que caminaba hacia él; estaba dentro
y fuera de los muros del túnel al mismo tiempo.
Quinn corrió hacia ella, tomó su mano extendida y tiró
de ella hacia sí. Anzi entró en el túnel en el que Quinn se
encontraba, desaliñada pero ilesa. Su túnica blanca de
secretario tenía manchas entre marrones y amarillentas,
e inclinaba la cabeza.
—La nave... —comenzó Anzi.
—Se está transformando —dijo Quinn.
La zona trasera de la cavidad era lo suficientemente
delgada para poder ver a través de ella, como si esa parte de
la nave hubiera sido ya abandonada. A través de los
delgados muros podían ver una furiosa tormenta negra
y azul. Estaban muy cerca del muro de tempestad. A lo lejos,
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los relámpagos caían lateralmente, casi unían entre sí los dos
muros de tempestad, donde convergían, en el extremo del
origen.
Quinn habló en voz alta a la nave.
— ¿Es este el lugar correcto?
No hubo respuesta. Quinn tocó el lateral del muro,
tratando de activar la pantalla de navegación, pero el muro
del túnel se contrajo, alejándose del contacto.
—Nave radiante —dijo Quinn—. ¿Dónde estamos? —Al
no recibir respuesta alguna, Quinn se preguntó si la nave, al
deformarse, había perdido ahora la capacidad de
comunicarse.
Un diminuto orificio apareció en el suelo, cerca de ellos,
acompañado de un sonido de succión.
El orificio creció. Por debajo de él, a una corta caída de
ahí, había un suelo sólido, oscurecido hasta adquirir un color
grisáceo por los muros de tempestad.
Si este no era el origen correcto, cerca del minoral
correcto, no tendrían otra oportunidad. Era el momento de
irse.
Quinn puso la mano sobre el brazo de Anzi.
— ¿Estás lista? —Y, lo que era más importante—: ¿Estás
segura, Anzi?
820
Sus ojos ámbar miraron firmemente a los de Quinn.
—Sí.
Quinn respiró profundamente y le dijo algo que a Anzi
no le gustaría oír:
—Voy a quedarme a bordo. Así es como voy a volver
a casa. En la nave.
La expresión en el rostro de Anzi mostraba incredulidad
mientras inspeccionaba el caótico paisaje que la rodeaba.
Había sido la nave la que había hecho que a Quinn se le
ocurriera la idea. Mientras Quinn yacía, inconsciente, sobre
la cubierta, la criatura había dicho: Cruzarás hacia el lugar
hogar por este medio, este ente no tramado.
Era un gran riesgo. Quinn no sabía cuánto tiempo
permanecería la criatura cohesionada en forma de vehículo.
Además, no sabía si la criatura sobreviviría al viaje, si podría
vivir en la Rosa, en el espacio. Pero esta idea resultaba más
atrayente que esperar en la frontera de Bei hasta que llegara
el momento seguro para cruzar. Era muy posible que los
tarig llegaran antes de que eso ocurriera.
Los ojos de Anzi se convirtieron en piedras de ámbar.
—La nave se desmembrará. Podría matarte.
—Al menos, será rápido. —Quinn bromeaba en parte,
pero Anzi no sonrió.
821
La muchacha le miró obstinadamente. La nave osciló,
y un quejido resonó proveniente de una garganta invisible.
El orificio en el suelo tenía ahora un metro de ancho,
y sus bordes se ondulaban. Expulsó una oleada de aire
cargado de ozono que refrescó el hedor del interior.
Empezaba a resultar demasiado difícil decir adiós.
Habían despertado de repente y ahora Anzi debía saltar
y marcharse, sencillamente.
De nuevo se oyó un quejido lejano.
Quinn oyó en su mente una voz que decía claramente:
Mata al tarig.
Resultaba un extraño consejo en esos momentos, pero
Quinn pensó que, si él fuera la nave, era muy posible que su
primer pensamiento libre fuera vengarse de los lores.
Y resultó un alivio comprobar que la criatura aún podía
comunicarse. Tendrían que hacerlo, cuando se encontraran
en la Rosa.
—Anzi —dijo Quinn.
La expresión en el rostro de Anzi pareció suavizarse;
renunció a seguir discutiendo.
—Búscame en Ahnenhoon —dijo Anzi, en voz tan baja
que apenas resultó audible.
Después, se arrodilló junto al orificio. Y saltó.
822
La nave, apuntalada sobre sus articulaciones, permitió
a Anzi salir por su ombligo. Había algo que Quinn quería
decir, o hacer, cuando llegase el momento. Había olvidado
de qué se trataba. Todo estaba sucediendo demasiado
rápido, y el tránsito al Destello le había aturdido.
Cuando Anzi saltó, Quinn vio un borroso movimiento en
el exterior. Era una larga pierna de color bronce.
— ¡Anzi! —gritó. Anzi estaba mirándole a él, en lugar de
protegerse. Quinn saltó por el orificio de salida y cuando
llegó al suelo desenvainó su daga.
Estaban en una llanura bifurcada entre los brillantes
muros de tempestad, que emitían haces de luz de un lado
a otro. A unos quince metros de distancia, había una figura
alta y bronceada. Las ropas y parte de la piel habían sido
desgarradas. La sangre del tarig era roja. No parecía
adecuado.
Debía de ser Hadenth. Pero, ¿cómo?
Aunque ya no tenía labios, Hadenth abrió la boca, de la
que salió el sonido de un cuerpo que había perdido la cabeza.
Un rugido grave que surgía de lo que quedaba de su
garganta.
Anzi había desenvainado su daga y se desplazaba
lateralmente, para ampliar su zona de ataque.
823
Quinn se alejó de la nave para evitar quedar atrapado.
Mientras lo hacía, Hadenth alzó un brazo, y extrajo una garra
que dispuso en posición de ataque.
Los muros de tempestad se aproximaban el uno al otro,
y oprimían el cielo hasta convertirlo en una grieta repleta de
relámpagos. El aire, comprimido, estaba en calma.
Quinn trató de evaluar la fuerza de Hadenth. Un humano
y una chalin contra un tarig; no tenían nada que hacer. Pero
este era un tarig que había atravesado el Destello aferrado al
casco de una nave. Si estaba moribundo, tenían una
oportunidad.
Hadenth observó a Quinn impasible, con un solo ojo,
y con el otro controló a Anzi. Pero aún no se había movido.
Quizá no podía moverse.
Fue en ese instante, en apariencia detenido en el tiempo,
cuando Quinn notó una extraña formación en la parte
superior de la nave. Se parecía a lord Ghinamid, durmiendo
en su féretro. Pero eso no tenía sentido.
Quinn describió un círculo alrededor de Hadenth,
incitándole a moverse. Mientras lo hacía, miró de nuevo a la
nave. Del casco surgía un molde con la forma de un tarig. El
lateral por el que Hadenth había emergido estaba agrietado.
La nave había encapsulado al tarig. Mata al tarig, había dicho
824
la nave. Sin embargo, podía ser que la nave misma no
hubiera sido capaz de hacerlo.
De nuevo, el terrible sonido surgió de los labios de
Hadenth. La criatura dio un paso adelante. Sus largas
piernas le acercaron hacia Quinn, con la mano aún
extendida. Su radio de acción era amplio.
—Ven a nosotros —dijo Hadenth, y con cada sílaba la
sangre brotaba de sus labios—. No te mataremos. Vivirás.
En prueba de sus intenciones, la garra se ocultó de nuevo,
pero su mano siguió extendida.
—Sí, viviré. Tú, sin embargo, morirás. —Quinn saltó
hacia él, con la daga Cruzada en su mano. Hadenth se
interpuso en su camino, sin tratar de evitarle. Extendió el
brazo, que golpeó el hombro de Quinn. El golpe hizo caer de
rodillas a Quinn.
Había quedado claro que a Hadenth no le faltaban
fuerzas.
Anzi comenzó su carga antes incluso de que Quinn
cayera, y clavó su daga en la espalda de Hadenth, donde
quedó encajada, dirigida hacia el órgano que ocupaba el
lugar del corazón en el cuerpo del tarig. Al recibir el impacto,
Hadenth saltó y se giró para golpear a Anzi en el pecho con
el pie.
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Anzi cayó; su cuello sangraba. Se quedó sobre la arena.
El rojo se mezcló con el blanco de su túnica. Quinn luchó con
sus emociones y trató de concentrarse en Hadenth.
El tarig se arrodilló junto a Anzi. El bronce pulido de su
piel estaba oscurecido por las heridas sufridas,
especialmente en los brazos, que probablemente había
utilizado para cubrirse el rostro cuando el Destello le abrasó.
Enormes costras en su cuerpo, sin embargo, indicaban los
puntos de su piel que ya habían comenzado a regenerarse.
Hadenth recuperaba fuerzas a cada segundo. Por el
momento, se limitó a permanecer arrodillado, jadeante.
Quinn aprovechó la oportunidad y cargó contra él,
aullando, olvidando cualquier estrategia, cualquier
advertencia. Hadenth comenzaba a erguirse para
enfrentarse a él, pero demasiado lentamente, y Quinn
describió un arco con su daga frente a los ojos de Hadenth.
No fue un corte firme, pero hirió la nariz y la mejilla del tarig,
y dibujó un círculo de sangre al hacerlo. Hadenth interpuso
un pie en el camino de Quinn y le hizo caer de bruces.
Aun con la boca llena de polvo, Quinn consiguió
mantener la daga en su mano. Sintió entonces que Hadenth
se aproximaba, sintió sus pisadas en la arena, junto a su
propio oído.
826
Quinn giró sobre sí mismo, se llevó las rodillas al pecho
y, cuando vio un hueco en las defensas de la criatura, golpeó
con fuerza la ingle de Hadenth con los pies, allí donde su
pene se había curvado en una ceñida espiral. El golpe hizo
que Hadenth se encogiera sobre sí mismo y se inclinara hacia
delante, de modo que perdió el equilibrio y cayó
pesadamente.
Fue entonces cuando Quinn comprendió que Hadenth
no sabía luchar. ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Cuándo había
asaltado a un tarig alguien que no fuera Titus Quinn?
Trató de pensar con claridad. «Cuando estés en
inferioridad», había dicho Ci Dehai, «conténtate con causar
poco daño. Muchos golpes pequeños hacen mucho daño».
Comenzó a describir círculos alrededor de Hadenth,
obligándole a moverse de un lado a otro. La criatura había
perdido el equilibrio, y pivotaba sobre un solo pie. Quinn
cargó, buscando las manos. Rápido como un gorrión,
extendió el brazo, y lo contrajo de nuevo, y antes de que
Hadenth comprendiera que había sido herido, su mano
izquierda sufrió un profundo corte. Quinn giró sobre sí
mismo al tiempo que hacía un barrido y atacó con su daga la
espalda de Hadenth.
827
Quinn no se arriesgaría a realizar un ataque demasiado
ambicioso, que quizá le dejara a merced de un golpe mortal
del tarig. Esquivaría y atacaría, causando pequeñas heridas.
Describió un nuevo círculo. El tarig no había aprendido
nada y giró para observar a Quinn, esperando que su
oponente eligiera el momento.
Hadenth se encaró con él, con ambos brazos preparados
para atacar. Una postura ingenua. De nuevo, Quinn cargó
y golpeó las manos ofrecidas, hiriéndole.
Entonces, Hadenth vio que Quinn describía un
movimiento espiral para atacar de nuevo, y el tarig
retrocedió.
Tenía miedo. El tarig caminaba de espaldas, con los
brazos alzados, preparado para realizar el gran ataque que
nunca llegó. Quinn avanzó, fingió cargar, y le siguió.
Quinn golpeó la mano de Hadenth, y cortó tres de los
cuatro dedos de su mano derecha. Las garras colgaban
ahora, inútiles.
Hadenth siguió retrocediendo. Quinn le siguió. Paso
a paso, igualaba el avance del tarig.
Hadenth ya no podía combatir. Sus manos, muñecas
y antebrazos eran jirones de carne. Pero se mantenía en pie,
aún retrocediendo, caminando hacia el muro de tempestad
828
que quedaba a su espalda, hacia esa fuente de oscura luz. Era
imposible asegurar a qué distancia se encontraban del muro.
Zarcillos plateados bailaron alrededor de Hadenth
y golpearon a Quinn, sacudiendo su cuerpo. Caminar hacia
delante en ese momento era como avanzar hacia una fila de
lanzas.
Quinn no podía seguir avanzando, y Hadenth seguía
retrocediendo.
—No nos mates —dijo Hadenth.
Quinn quedó inmóvil, y observó al tarig, que se
aproximaba al muro.
—Debes morir —dijo Quinn.
—No puedes matarnos tú —dijo Hadenth.
Mátate tú mismo entonces, se impacientó Quinn.
Y así lo hizo Hadenth. Dio media vuelta y caminó por su
propia voluntad hacia el muro, hacia ese lugar intermedio
que a veces era muro y a veces no. Su silueta se difuminó,
fluctuó, y después ardió. Una lágrima abrasadora apareció
en el mismo lugar en el que el cuerpo de Hadenth se había
perdido en el tejido ondulante.
Desapareció, y dejó tras de sí un olor a carne quemada.
Alrededor de Quinn el origen crepitaba como una
hoguera alimentada de sebo. Quinn se tambaleó por la arena
829
de vuelta a la nave. El fragmentario se contraía
y convulsionaba ahora, como si estuviera impaciente por
marcharse.
—Un momento —le dijo Quinn.
Encontró a Anzi apoyada en una de las patas, o pilares,
o lo que fuera de la nave. Había llegado hasta allí, y había
contemplado el combate. Quinn se arrodilló junto a ella.
Los ojos de Anzi estaban abiertos.
—Estás sangrando —dijo.
—Es la sangre de Hadenth.
Quinn sacó su daga y cortó la túnica de Anzi a la altura
del cuello. Con cuidado, rasgó el tejido de la túnica hasta la
cintura. Cuando llegó a la piel, le alivió lo que vio. La herida
no era profunda, aunque seguía sangrando. Era un corte que
comenzaba en la mitad del esternón y terminaba en la
garganta; no era una herida mortal por unos pocos
centímetros. Quinn usó su propia camisa para hacer un
vendaje.
—Luchas bien —dijo Anzi—. Ci Dehai estaría orgulloso.
—A juzgar por la expresión de su rostro, también ella lo
estaba.
—Se quitó la vida —dijo Quinn en tono reflexivo.
830
—Fue una llama en el muro de tempestad —murmuró
Anzi, y después cerró los ojos, ya fuera por agotamiento
o sencillamente porque estaba saboreando el recuerdo.
\<>/
La nave les proporcionó agua, y Anzi bebió. Media hora
después, anunció que estaba en condiciones de hacer el viaje
de varios días que la llevaría a la estación de tren.
Era absurdo. Discutieron. Quinn la ayudaría hasta que
llegara al tren, y después volvería.
Anzi se negó a ir a ningún sitio en esas condiciones.
A la postre, Quinn terminó por comprender que no podía
ganar. Anzi iba a ir sola, y quizá hacía lo correcto al
intentarlo.
Detrás de ellos, la nave oscilaba de manera preocupante
entre dimensiones mayores y menores. Quinn debía darse
prisa.
Ayudó a Anzi a ponerse en pie.
—Ahora Yulin puede liberar a los jardineros —dijo
Quinn. Nunca había sido capaz de olvidar el terrible castigo
que les impusieron, permanecer entre los muros del jardín
de Yulin porque conocían la existencia de un extranjero que
no debía estar allí.
831
Anzi negó con la cabeza y se sacudió la arena de las
polainas.
—Sigues pensando en los jardineros —dijo. Pero sonrió.
Permanecieron unos instantes en silencio.
—Los muros —dijo Anzi, mientras contemplaba el
oscuro y arrollado lateral del origen—. Nos mantienen con
vida. Pero consumen a la Rosa para hacerlo. —La expresión
del rostro de Anzi era lúgubre, ensombrecida por la
tormenta azul. Era una pugna irreconciliable. Un mundo
vivía a expensas del otro.
Anzi se giró hacia él.
—Vuelve a casa, Quinn.
Quinn asintió, y susurró:
—Tú también.
Entonces, Quinn recordó lo que había querido hacer
cuando llegara el momento de la separación. Sacó del
interior de su chaqueta el medallón, y lo colocó alrededor del
cuello de Anzi.
—Mantente lejos de la Estirpe —dijo, sonriente—. Si esta
cosa grita, significa que estás demasiado cerca.
Anzi aceptó el regalo.
—Una vez ha sido más que suficiente —dijo.
832
Después, Anzi dio media vuelta y echó a andar en
dirección al origen. En el Omniverso no se acostumbraba
a decir adiós. Con vidas tan largas, no podía saberse cuándo
volverías a encontrarte con alguien.
El minoral estaba cerca. A lo lejos, Quinn podía ver un
lugar que parecía abrirse, en el que el mundo parecía
permanente. Anzi no se giró para mirarle, lo que agradó
a Quinn.
Cuando Anzi solo era una pequeña mancha blanca, que
oscilaba en el cargado aire, Quinn dio media vuelta y entró
en la nave.
\<>/
Algo después, Quinn recordaba bien poco del momento en
que atravesaron el muro. De repente, lo que quedaba de la
nave estaba acelerando a través del minoral, buscando el
pliegue en el que los dos muros se unían, la frontera de Bei.
Quinn supo que eso era lo que estaba ocurriendo, pero no lo
vio.
Minutos antes del despegue, le había comunicado al
fragmentario toda la información de que fue capaz relativa
al sistema solar, incluso a la galaxia. Después, tras casi haber
abandonado la esperanza de utilizar las palabras adecuadas,
aconsejó:
833
—Busca fuentes de transmisión de radio.
¿Qué es radio?
Antes de que Quinn pudiera responder, la nave se elevó.
Estaban en camino.
Quinn recordó haber deseado que no hubiera viajeros en
el minoral que hubieran podido verles. Recordó haber
pensado que Anzi haría una pausa en su viaje y observaría
a la nave radiante ganar velocidad en dirección al minoral.
Se preguntó qué aspecto tendría para ella, ahora que se había
preparado para viajar entre mundos.
Se descubrió a sí mismo confiando en esta criatura. El
fragmentario le había esperado mientras Quinn combatía
con Hadenth, cuando le hubiera resultado muy sencillo
alejarse a través del muro lateral del origen. Desde su llegada
al Omniverso, Quinn se había convertido en un optimista. El
Omniverso tenía ese efecto, te daba esperanza. Quizá la vida
aquí no era necesariamente mejor, pero, dadas las largas
horas, uno tenía la impresión de que tendría tiempo para
hacer todo lo que se propusiera.
Ganaron velocidad en dirección al nexo en el muro.
Y después, perdió la conciencia.
Soñó que la nave decía: «No puedo mantener la forma».
Soñó que él mismo respondía: «Y me lo dices ahora».
834
Inmóvil y desvalido, se encontró girando sin cesar, con el
cuerpo extendido; sus pies giraban hacia la izquierda y su
cabeza les seguía, como una batuta sin una mano que la
dirigiera.
Recordó a Niña Pequeña, la vio en su mente. Y miró su
rostro, sumergido bajo medio metro de agua. Inmóvil.
Desvalida.
Muerta.
Recordó a la muchacha que entró en su patio y le miró
mientras Quinn la apuntaba con un arma. «Lo siento si te
hemos molestado. Solo queríamos ver si eras real».
Bien, aquí estoy.
Listo o no.
Vuelvo a casa.
835
29
Si el día nos reserva tristezas, cvvse tornará en ocaso.
Si el ocaso nos reserva alegrías, cv terminará por
consumirse.
—Extracto de Las doce sabidurías
S YDNEY SE ACURRUCÓ EN EL TEJADO DE LAS
BARRACAS E IMAGINÓ El páramo que la rodeaba. Llano
y seco. Llanura y sequedad eternas. Había subido al tejado
para calmar su corazón, pero la alegría de estos vastos
parajes se había consumido en los últimos días.
Riod había asumido el mando de la manada hacía
cuarenta días. Priov había muerto, pero las yeguas no habían
aceptado por completo a su sucesor. Si hubieran estado en la
temporada de apareamiento, quizá Riod hubiera podido
ganarse la lealtad de las yeguas en mayor grado, pero Priov
había elegido con habilidad el momento del desafío, y las
yeguas restantes eran frívolas y exigentes.
Dos yeguas habían desertado y se habían unido a la
manada de Ulrud el Cojo, junto con la antigua montura de
836
Akay‐Wat, Skofke. Mejor así, había gruñido Mo Ti, si no eran
capaces de digerir el libre vínculo y el mando de Riod.
Pero, poco después, los jinetes de esas yeguas habían
regresado cojeando al campamento, tras caminar la enorme
distancia que les separaba de la manada de Ulrud. Formaban
parte del cada vez mayor número de jinetes que se habían
acostumbrado al estado de libre vínculo, y que esperaban
conservarlo. Al notar que se acercaban, Akay‐Wat había
gritado de alegría y cabalgado a su encuentro con su nueva
montura, Gevka, para darles la bienvenida. Su pata postiza
le permitía aferrarse al lomo de Gevka firmemente, lo que la
convirtió en un estupendo jinete.
Había llegado el momento de que Akay‐Wat aceptara la
misión que la llevaría a la manada de Ulrud. Pero la hirrin lo
aplazaba, evitaba a Sydney y evitaba hacerse notar.
Sydney era consciente de ello, aunque con un cierto
desapego. Una vez las noticias relativas a Titus Quinn
llegaron al campamento, las yeguas y el liderazgo de la
manada comenzaron a importarle muy poco.
La estepa la llamaba. Descendió del tejado por el lado en
que las barracas daban la espalda al campamento y caminó.
No iba a ningún sitio en concreto, solo deseaba
tranquilizarse, y, en particular, tranquilizar su mente. La
estepa siempre la revivía, con su horizonte erosionado y sus
837
limpios aromas. Había contemplado ese paisaje muchas
veces a través de la vista de Riod, y la imagen había quedado
grabada en su mente. Quizá hoy serviría para animarla, si
caminaba con cuidado y no tropezaba con la madriguera de
un ratón.
A pesar de sus esperanzas de obtener la paz, el sosiego
de esta tierra hacía que sus pensamientos se acumulasen,
impacientes, en su mente. Hacía tres días, las noticias habían
comenzado a llegar a través de las llanuras, saltando de
mente en mente, de campamento a campamento. Titus
Quinn ha vuelto.
Por lo general, los inyx sabían muy poco del mundo
exterior. A Sydney siempre le había parecido normal que las
monturas se preocupasen de los asuntos locales, al igual que
le ocurría a ella. Pero algunos inyx combatían en la guerra,
y a pesar de lo lejos que se encontraban sus hermanos, sus
mentes podían ser leídas. Así fue como llegó el sorprendente
relato.
El humano Titus Quinn había vuelto. Se había ocultado
en la Estirpe por un tiempo, aunque no se sabía con certeza
cuánto tiempo, había iniciado una masacre y había destruido
las naves radiantes, todas y cada una de ellas. Después de
hacer todo esto, había escapado de sus perseguidores, y no
había sido capturado aún. Era una historia difícil de creer.
838
Se había reservado una de las naves, que utilizó para
escapar. ¿A dónde había ido con ella? Nadie lo sabía, pero
muchos pensaban que había regresado a la Rosa.
Cixi, pensó Sydney. Cixi, él me ha abandonado. Nadie que
no fuera Cixi podría entenderla. Cixi, que la había ocultado
y protegido de los lores. Cixi, que la había visto derramar las
últimas lágrimas que derramaría en su vida.
Mientras caminaba, el Destello se atenuó y se convirtió
en el ocaso, lo que hizo que su paseo fuera un tanto más
llevadero, pero empezaban a dolerle los pies. Daría
cualquier cosa por tener unas buenas botas, para poder
caminar para siempre.
No había habido tiempo para que Cixi le enviara un
informe relativo a estos sucesos. Pero, por lo que apuntaban
los retazos acumulados por los inyx, parecía que Titus había
asesinado a un niño tarig y a un adulto. Sydney no sabía por
qué su padre mataría a un niño, ni cómo había sido capaz de
matar a un tarig adulto. Quizá había estado ocultándose en
el Magisterio durante los miles de días que habían
transcurrido, y solo ahora había encontrado una manera de
escapar. Quizá por fin se había cansado de lady Chiron.
O quizá había sabido que Johanna estaba muerta, y había
decidido que el Omniverso ya no le interesaba demasiado.
Podría haber decidido huir por cualquiera de esos motivos,
839
y después, al ser descubierto, haber asesinado a aquellos que
podrían haber evitado su huida.
Por supuesto, Johanna no estaba muerta. El rumor que
a los tarig les agradaba propagar era que, al perder a su hija,
Johanna había muerto de tristeza. Ese relato sensiblero había
ganado popularidad, hasta que todos llegaron a escucharlo.
Y aunque era mentira, como Cixi le había asegurado, Sydney
ya no pensaba en Johanna. Ni en Titus. Hasta ahora.
El peso que llevaba a la espalda parecía ahora más
voluminoso, y Sydney consideró dejarlo atrás. Pero no lo
hizo. En la bolsa, como siempre, llevaba su diario, en el que
registraba los días que había pasado en el Omniverso. Quizá
esos días habían llegado a su fin. En esos momentos su vida
le parecía agotadora.
Se sentó junto a un tortuoso árbol y se apoyó en él para
descansar un momento. Después, cansada de pensar, se
durmió.
Cuando despertó, oyó la voz de Mo Ti:
—Mi señora.
—Mo Ti. —Sydney se puso en pie, aún cansada. No
recibió ninguna imagen compartida proveniente de su
montura. Mo Ti había venido a pie.
840
El gigante guardó silencio y le entregó a Sydney una
cantimplora llena de agua. Sydney bebió mientras Mo Ti se
sentaba junto a ella.
Al cabo de un rato, Sydney susurró:
—Mo Ti.
— ¿Mi señora?
—Mira el cielo. —Tras una pausa, añadió—: ¿Ves una
nave radiante?
—No, mi señora, no hay ninguna nave radiante.
—Pero, ¿has mirado en todas direcciones, hacia la Larga
Mirada de Fuego, y hacia el corazón de la tierra?
—Mo Ti lo ha hecho.
—No hay ninguna por ahí, entonces. —Sydney parecía
serena, pero curiosa. ¿Dónde estaba Titus ahora? Era
imposible saberlo. Se puso en pie y echó a andar de nuevo.
El gigante caminó junto a ella.
—Mo Ti también espera la llegada de la caravana en la
que llegue el cirujano que te devuelva la vista —dijo.
Su cirujano se aproximaba. La caravana de bekus en la
que viajaba su cirujano chalin se encontraba a diez días de
distancia. Los tarig habían accedido a la petición de Riod,
deseosos de obtener el favor de los inyx. Los lores mantis
tendrían que buscarse otro campo de concentración para sus
841
renegados, sin embargo. Una vez los jinetes recuperaran la
vista, muchos vendrían aquí para cabalgar en libertad con
los inyx. Aunque esa perspectiva ya no le parecía tan
atrayente a Sydney.
— ¿Adónde vas? —preguntó Mo Ti.
—A caminar.
— ¿Caminar a dónde?
Sydney guardó silencio. No sabía adónde iba.
Mo Ti dejó reposar su mano sobre el brazo de Sydney
para detenerla. Sydney se sintió insustancial, como un ratón
de la estepa. Mo Ti podía detenerla, o llevarla de vuelta
a casa, porque ella no era nada comparada con él.
—Mi señora. Esta persona no merece tu tristeza.
—Pero no estoy triste, Mo Ti. No siento nada, de veras.
—Sydney notó la ternura en la voz de Mo Ti, y le dolió que
sufriera por su culpa. ¿Cómo era posible que un hombre tan
grande percibiera la tristeza de una muchacha? Nunca antes
Mo Ti le había parecido capaz de sentir empatía por los
demás.
Sydney comenzó a caminar de nuevo, pero Mo Ti seguía
sosteniendo su brazo.
—Déjame ir, Mo Ti.
—No.
842
Sydney reflexionó. ¿Le había dicho no alguna vez antes?
Decidió poner a prueba la determinación de Mo Ti,
y retorció el brazo que el gigante aferraba. Firme e inflexible.
—Te prohíbo que me lleves de vuelta al campamento—
dijo Sydney; su calma empezaba a hacerse trizas.
—Muy bien. Entonces, nos quedaremos aquí juntos.
—Tendremos sed.
—Sí.
Sydney permaneció inmóvil, con su brazo apresado en la
gentil presa del gigante. Pero, cuando trató de moverse, los
dedos de Mo Ti se endurecieron. Permanecieron así unos
momentos, unidos. Sydney alzó su rostro al Destello, para
comprobar qué momento del día era. Se acercaba el
crepúsculo del ocaso. Pero solo era una suposición. De todos
los habitantes del Omniverso, solo ella y Johanna no tenían
interiorizado el tiempo del Destello.
Con el transcurso de millares de días, Sydney había
llegado a considerarse chalin. Cixi era su madre. Ya nada
quedaba en la Rosa por lo que sintiera afecto. Apenas
recordaba la Rosa. Pertenecía al Omniverso. Pero hoy, en
este páramo, supo que no pertenecía a ninguno de los dos
lugares. Debía de ser por ese motivo por lo que se sentía tan
desvinculada del mundo, y de sí misma.
843
Mo Ti le entregó la cantimplora. Sydney no la aceptó.
Empezaba a acostumbrarse a no necesitar agua.
Trató de liberar su brazo de nuevo.
—Suéltame, Mo Ti.
Sorprendentemente, Mo Ti obedeció. Pero le entregó otra
cosa. Un cuchillo.
—Morir de sed es muy duro —dijo Mo Ti—. Es mejor el
cuchillo. Con un buen y profundo corte, todo habrá
terminado rápidamente. Es muy eficaz. A menos que temas
el cuchillo.
Eran palabras desagradables, y provenían de alguien
a quien consideraba su amigo. Sydney sintió una punzada
de resentimiento.
— ¿Acaso he temido el cuchillo alguna vez?
—No. Pero eso era durante combates, cuando la sangre
se calienta y se abandona toda precaución. No es verdadero
coraje.
¿Cómo podía hablarle así? Era una amarga traición,
llamarla cobarde, entregarle un arma y apremiarla para que
la usara sobre sí misma. ¿Acaso Mo Ti había estado
esperando un momento de debilidad para apoderarse de la
manada? ¿Había sido su amistad una estratagema?
844
Sydney desenvainó el cuchillo y se irguió, apuntando el
cuchillo hacia Mo Ti.
— ¿Pretendes matarme, Mo Ti?
—A Mo Ti no le importa.
Sydney asió con firmeza el cuchillo, temblando por la
rabia que sentía.
— ¿No te importa? ¿Qué hay de tus grandiosos planes
para mí? ¿Qué hay del reino que debe ser alzado? —Sydney
avanzó hacia él; su rabia la dominaba.
—A Mo Ti no le importa nada una muchacha que se
rinde.
— ¡No me estoy rindiendo! —Solo estaba caminando por
la estepa; no era un crimen caminar. ¿Por qué se volvía Mo
Ti contra ella?
La dulce voz de Mo Ti sonó pagada de sí misma hasta
casi desquiciar a Sydney:
—Aquí sola, bajo el Destello, sin comida ni agua. Sí, te
estás rindiendo. —Y añadió—; Como Akay‐Wat, como una
hirrin sin agallas.
Sydney cargó contra él, atacándole con el cuchillo, segura
de que erraría el golpe, pero con la esperanza de hacerle
callar.
Erró, y giró sobre sí misma. Cargó de nuevo.
845
Esta vez Mo Ti la atrapó por la muñeca, y la hizo soltar el
cuchillo. Enfurecida, Sydney le golpeó en el pecho. Los
poderosos brazos de Mo Ti rodearon a Sydney en un abrazo
que dejó poco espacio para sus propios brazos, ya débiles,
pero así y todo trató de golpear su torso. Se revolvió para
liberarse mientras le golpeaba una y otra vez. Al cabo de un
rato, terminó por cansarse.
Cuando se calmó de nuevo, Mo Ti se arrodilló, aún con
Sydney entre sus brazos, que se arrodilló a su vez y comenzó
a llorar.
Mo Ti rodeó la cabeza de Sydney con la mano y la acunó
contra su pecho. Sydney lloró tan intensamente que pensó
que se le hincharían las mejillas. El llanto la debilitó. Mo Ti
no se movió, salvo para acariciar la nuca de Sydney.
Durante largo tiempo, Sydney permaneció en silencio,
aturdida. A juzgar por la intensidad del Destello en su piel,
supuso que el ocaso había entrado ya en la fase del Profundo.
Su mente se oscureció, y quizá durmió.
Más tarde, fue consciente de encontrarse rodeada por los
brazos de Mo ti, echada en el suelo. Mo Ti le aplicaba su
pañuelo, empapado en lo que quedaba de agua, en el rostro.
Sydney se incorporó y se quedó sentada. Mo Ti estaba
allí; siempre lo estaría. Más leal que su antigua familia. Más
importante.
846
—Volveré a unirme a la manada, Mo Ti. Pero, antes,
tómame, ámame.
Mo Ti secó el rostro de Sydney con su pañuelo.
—Mo Ti te ama —dijo—. Pero no es así como te sirve.
—Después de esto, será mejor para nosotros compartir
un vínculo, Mo Ti. —Mi señora. Mo Ti es un eunuco.
Sydney tocó el rostro del gigante. Los prominentes
pómulos, el pesado ceño. Sin duda, la vida podía ser cruel
y al mismo tiempo maravillosa. Abrazó a Mo Ti de nuevo.
Por fin, Sydney dijo:
—Ahora volveremos.
—Sí, señora.
Y caminaron de vuelta al campamento, sin darse prisa,
porque, por supuesto, Sydney no entraría en las barracas en
brazos de nadie.
\<>/
Al día siguiente, Akay‐Wat abandonó el campamento
cabalgando a lomos de Gevka, justo cuando el Destello
comenzaba a atenuarse. Antes de marcharse, la hirrin se
había arrodillado junto al lecho de Sydney, la había
despertado y había susurrado:
—Algún día volveré a casa, sí. —Para Akay‐Wat
empezaba a resultar imposible imaginar una vida sin esta
847
mujer de la Rosa. Esperaba que el encargo de predicar el libre
vínculo terminara pronto.
Sydney se incorporó.
—Sí. Cuando eso ocurra, serás mi lugarteniente.
— ¿Lugarteniente? —preguntó Akay‐Wat, estupefacta.
— ¿Quién ha demostrado más valor?
Akay‐Wat nunca había pensado que llegaría a oír esa
palabra aplicada a ella, mucho menos en boca de Sydney.
Sintió una profunda emoción.
—Esta hirrin aún tiene miedo, señora.
—Yo también, Akay‐Wat. Pero no se lo digas a nadie.
Akay‐Wat pensó en sus padres, muertos hacía mucho
tiempo en la guerra de Ahnenhoon, y pensó que por fin se
había ganado el derecho a considerarse de su sangre. Deseó
que vivieran para ver este día.
Ahora tenía que hacer algo que también exigía coraje:
marcharse. Echaría de menos a Sydney, que se había
convertido en la reina del dominio. Quizá «reina» no era la
palabra adecuada, pero Sydney era un gran personaje y,
algún día, pensó Akay‐Wat, dominaría el resto de los
páramos. La clave, por supuesto, era el libre vínculo.
848
La hirrin besó con sus labios móviles la mano de Sydney.
Después, salió de las barracas. Su nueva pata golpeaba el
suelo y daba un ritmo especial a sus andares.
\<>/
Más tarde, cuando Sydney abandonó por fin su cama,
encontró el cadáver de un ratón despellejado a sus pies. Un
regalo de Takko. Le había olido rondando cerca de allí,
cuando dejó este pequeño regalo. Sydney estaba dispuesta
a utilizar el verdadero nombre de Puss, siempre y cuando se
comportara.
Llevó el cadáver a la hoguera y lo asó hasta dorarlo.
Alrededor de la hoguera, sus compañeros de dormitorio
preparaban la comida y hablaban de las carreras del día
anterior y del libre vínculo. Algunas monturas estaban cerca
de sus jinetes y compartían pensamientos propios de la
mañana. Sus cuerpos y rostros le resultaban familiares
a Sydney: Mo Ti el chalin, Adikar el ysli, Takko el laroo,
y muchos otros, incluidas las monturas. Cada uno de ellos
era un espécimen único física y culturalmente, todos
apestaban, dado que no se lavaban, y todos desconfiaban de
los líderes. Pero, mientras conversaban y compartían
pedazos de comida, a Sydney le pareció que algo les unía de
una manera inédita en una vida compartida. Sus monturas
les unían entre sí.
849
Feng había caído de ese círculo y habitaba en otra
manada distinta. Y ahora, Akay‐Wat se había ido como
emisaria a la manada de Ulrud, para relatar el modo en que
perdió su pata como sacrificio a los antiguos vínculos,
y como ahora cabalgaba mejor y más libre.
\<>/
Ya avanzado el ocaso, Mo Ti despertó a Sydney.
—Una nave —dijo.
Sydney se levantó y se calzó las botas. Los pensamientos
de Riod le llegaron desde el patio; parecía alarmado. Sydney
acompañó a Mo Ti afuera y trató de respirar con normalidad,
pero su pecho parecía demasiado pequeño para inhalar aire.
Sobre su cabeza, el Destello se extendía a lo largo de los
páramos, y un rastro indicaba el trayecto que había seguido
una nave en su viaje por el cielo. El rastro provenía del
corazón de la tierra.
—He hablado con este visitante, mi señora —dijo Mo
Ti—. Es tu cirujano.
— ¿Cirujano? —Su cirujano debía llegar en caravana, no
en una nave radiante.
Riod la apremió a subir a su lomo. Sus pensamientos
eran caóticos, pero el instinto le decía que era mejor que
Sydney cabalgara sobre él.
850