Nell entró en el ascensor, pulsó el botón de la planta
baja y apretó el botón de cerrar puertas. La chica se lo
pensó un momento, luego se adelantó para agarrar la
puerta. Venían varias chicas más por el pasillo. Nell le
dio una patada en la cara a la chica, y ésta se echó atrás
en una hélice de sangre. La puerta del ascensor
comenzó a cerrarse. Justo cuando las dos puertas se
encontraban en el centro, por la estrecha abertura vio
a una de las otras chicas ir hacia el botón de la pared.
Las puertas se cerraron. Hubo una breve pausa y se
abrieron de nuevo.
Nell ya se encontraba en la posición correcta para
defenderse. Si tenía que golpear a muerte a todas las
chicas lo haría. Pero ninguna de ellas entró en el
ascensor. En su lugar, la líder se adelantó y apuntó
algo a Nell. Hubo un ligero ruido y algo pinchó a
Nell en mitad del cuerpo, y en un segundo sintió que
los brazos se le hacían muy pesados. Se cayó de culo.
Inclinó la cabeza. Sus rodillas se doblaron. No podía
mantener los ojos abiertos; mientras los cerraba vio a
la chica venir hacia ella, sonriendo de placer, llevaba
unas cintas rojas. Nell no podía mover ninguna parte
del cuerpo, pero permaneció perfectamente consciente
951
cuando la ataron con las cintas. Lo hicieron lenta,
metódica y perfectamente; lo hacían todos los días de
su vida.
Las torturas a que la sometieron en las siguientes
horas fueron de naturaleza puramente experimental
y preliminar. No duraban mucho y no producían
ningún daño permanente. Aquellas chicas se
ganaban la vida atando y torturando a la gente de
forma que no dejase cicatrices, y era todo lo que
realmente sabían. Cuando a la líder se le ocurrió la
idea de apagar cigarrillos en las mejillas de Nell, fue
algo completamente nuevo y dejó al resto de las chicas
sorprendidas y silenciosas durante unos minutos.
Nell sintió que la mayoría de las chicas no tenía
estómago para algo así y que simplemente querían
entregarla a los Puños a cambio de la ciudadanía en
el Reino Celeste.
Los Puños comenzaron a llegar doce horas más
tarde. Algunos vestían conservadores trajes de
negocios, otros vestían uniformes de las fuerzas de
seguridad del edificio, otros parecía como si hubiesen
venido a llevarse a una chica a la discoteca.
952
Todos tenían algo que hacer cuando llegaron.
Estaba claro que aquella suite iba a servir como
cuartel general local de algún tipo cuando la
rebelión comenzase de verdad. Comenzaron a traer
suministros en el ascensor de carga y parecían pasar
mucho tiempo al teléfono. A cada hora llegaban más
soldados, hasta que la suite de mada‐me Pmg
acomodaba a una o dos docenas. Algunos estaban
cansados y sucios y se fueron a dormir a los
camastros inmediatamente.
En cierta forma, Nell deseaba que hicieran lo que
tuviesen que hacer y que acabasen rápido. Pero no
pasó nada durante mucho tiempo. Cuando llegaron
los Puños, las chicas los llevaron a ver a Nell, a quien
habían metido bajo una cama y que ahora yacía sobre
un charco de su propia orina. El líder le apuntó una
luz a la cara y luego se volvió sin expresar el más
mínimo interés. Parecía que una vez que había
comprobado que las chicas habían hecho su parte de
la revolución, Nell dejaba de tener importancia.
Supuso que era inevitable que, en su momento,
aquellos hombres se tomasen con ella libertades que
siempre habían sido consideradas como botín de
953
guerra por los soldados irregulares, esos que
deliberadamente se habían apartado de la influencia
feminizadora de la sociedad civilizada. Para que eso
fuese menos atractivo, adoptó la medida desesperada
de permitir que su persona quedase manchada por los
productos de sus procesos internos naturales. Pero
la mayoría de los Puños estaban demasiado
ocupados y, cuando llegaba algún soldado de a pie,
las chicas de madame Ping estaban deseosas de ser
útiles a ese respecto. Nell reflexionó que un montón
de soldados que se encontraban estacionados en un
burdel llegarían naturalmente con ciertas
esperanzas, y que las residentes harían mal en
llevarles la contraria.
Nell había salido al mundo en busca de fortuna y
esto era lo que había encontrado. Entendió mejor que
nunca la sabiduría de los comentarios de la señorita
Matheson sobre la hostilidad del mundo y la
importancia de pertenecer a una tribu poderosa; todo
el intelecto de Nell, sus vastos conocimientos y
habilidades, acumulados durante una vida de intenso
entrenamiento, no eran nada cuando se enfrentaba
con un puñado de campesinos organizados. No podía
dormir realmente en su posición actual pero salía y
954
entraba en la consciencia, siendo visitada
ocasionalmente por alucinaciones. Más de una vez
soñó que el condestable había venido con su traje de
hoplita a rescatarla; y el dolor que sintió cuando
recuperó la consciencia y comprendió que su mente le
había estado mintiendo, fue peor que las torturas que
otros pudiesen infligirle.
Al final se cansaron del pestazo bajo la cama y la
sacaron cubierta de fluidos corporales medio resecos.
Habían pasado al menos treinta y seis horas desde su
captura. La líder de las chicas, la que había apagado el
cigarrillo en la cara de Nell, cortó las cintas rojas y
cortó junto con ellas el sucio camisón de Nell. Los
miembros de Nell rebotaron en el piso. La líder trajo
un látigo que a veces usaban con los clientes y golpeó
con él a Nell hasta que recuperó la circulación. Ese
espectáculo atrajo a una buena multitud de soldados
Puños, que se apretaron en el dormitorio para mirar.
La chica llevó a Nell a cuatro patas hasta un armario
de limpieza y le hizo sacar un cubo y una fregona.
Luego hizo que Nell limpiase la porquería bajo la
cama, inspeccionando frecuentemente el resultado y
golpeándola, aparentemente parodiando a una rica
955
occidental que manejara a su criada. Quedó claro a la
tercera o cuarta limpieza del suelo que aquello se hacía
tanto para entretener a los soldados como por razones
higiénicas.
Luego volvieron al armario de limpieza, donde
ataron a Nell de nuevo, en esta ocasión con ligeras
esposas policiales, y la dejaron en el suelo a oscuras,
desnuda y sucia. Unos minutos después, sus posesio‐
nes —algunas ropas que a las chicas no les gustaban y
un libro que no podían leer— le fueron arrojadas
dentro.
Cuando se aseguró de que la chica con el látigo se
había ido, le habló al Manual y le dijo que hiciese luz.
Pudo ver un gran compilador de materia en el suelo
al fondo del armario; las chicas lo usaban para fabricar
cosas cuando era necesario. El edificio aparentemente
estaba conectado a la Toma de Pudong de la República
Costera, porque no habían perdido el suministro
cuando había volado la Altavía; y en realidad
probablemente los Puños no se hubiesen molestado en
establecer su base allí si el lugar hubiese estado
desconectado.
956
Una vez cada dos o tres horas, un Puño venía al
armario y ordenaba al C.M. que crease algo,
normalmente raciones. En dos de esas ocasiones, Nell
fue ultrajada de la forma que durante tanto tiempo
había sospechado inevitable. Cerró los ojos durante la
comisión de aquellas atrocidades, sabiendo que pese a
cualquier cosa que le hicieran al contenedor de su alma
aquél y otros como aquél, su alma estaba serena, tan
lejos de su alcance como la luna llena de los furiosos
encantamientos del chamán aborigen. Intentó pensar
en la máquina que estaba diseñando en la cabeza, con
ayuda del Manual, cómo se unían las ruedas y giraban
los cojinetes, cómo se programaba la lógica de barras y
dónde se almacenaba la energía.
Durante la segunda noche en el armario, después de
que la mayoría de los Puños se hubiesen ido a la cama
y la utilización del compilador de materia
aparentemente había cesado por esa noche, ordenó al
Manual que cargase el diseño en la memoria del
C.M., y luego se arrastró y apretó el botón
COMIENZO con la lengua.
957
Diez minutos más tarde, la máquina liberó el vacío
con un gemido. Nell abrió la puerta con la lengua. En
el suelo del C.M. había un cuchillo y una espada. Se
dio la vuelta con movimientos cautelosos y respirando
profundamente para no sentir el dolor que surgía de
aquellas partes de su cuerpo que eran más delicadas y
vulnerables y que, sin embargo, habían sido más
viciosamente maltratadas por sus captores. Se fue
hacia atrás con las manos esposadas y agarró el mango
del cuchillo.
Se aproximaban pisadas por el pasillo. Alguien
debía de haber oído el silbido del C.M., y había
pensado que era hora de cenar. Pero Nell no podía
apresurarse; tenía que ser cuidadosa.
La puerta se abrió. Era uno de los oficiales de los
Puños, quizás el equivalente a un sargento. Le apuntó
con una linterna a la cara, luego rió y encendió la luz
del cuarto. El cuerpo de Nell bloqueaba la visión del
C.M. pero era evidente que ella buscaba algo.
Probablemente el Puño dio por supuesto que era
comida.
958
Él se adelantó, y le dio una patada en las costillas,
luego la agarró por el brazo y la apartó del C.M.,
provocándole tal dolor en las muñecas que le corrieron
lágrimas por la cara. Pero sostuvo el cuchillo.
El Puño miró al C.M. Estaba sorprendido y lo
estaría durante unos momentos. Nell maniobró el
cuchillo de forma que la hoja sólo tocase el eslabón
entre las esposas, luego le dio al botón de conexión.
Funcionó; el filo de la hoja se activó como una sierra
nanotecnológica y cortó el eslabón en un momento,
como cortarse una uña. En el mismo movimiento,
Nell lo trajo frente a su cuerpo y lo enterró en la base
de la columna del Puño.
Cayó al suelo sin hablar; no sentía dolor de esa
herida o cualquier cosa por debajo de la cintura. Antes
de que pudiese evaluar la situación, ella le hundió el
cuchillo en la base del cráneo.
El hombre vestía un simple traje de campesino:
pantalones índigo y una blusa. Nell se lo puso. Luego
se ató el pelo atrás usando una cuerda que cortó de la
fregona y dedicó unos preciosos minutos a estirar
brazos y piernas.
959
Y luego estuvo en el pasillo con el cuchillo en la
cintura y la espada en la mano. Doblando una esquina,
cortó por la mitad a un hombre que salía del baño; la
espada siguió por su propio impulso y grabó una larga
hendidura en la pared. Ese asalto expulsó una
prodigiosa cantidad de sangre que Nell dejó atrás
todo lo rápido que pudo. Otro hombre vigilaba el
ascensor y, cuando vino a investigar el sonido, ella lo
atravesó un par de veces rápidamente, recordando a
Napier.
Los ascensores estaban ahora bajo cierto tipo de
control central y probablemente los vigilaban; más
que apretar el botón en el pasillo, cortó un agujero en
las puertas, se guardó la espada y bajó por la escalera
que recorría el hueco.
Se obligó a bajar despacio y con cuidado
apretándose contra los travesaños cada vez que pasaba
el ascensor. Para cuando había bajado quizá cincuenta
o sesenta pisos, el edificio se había despertado; todos
los ascensores se movían continuamente, y cuando
pasaban a su lado, podía oír a los hombres hablando
excitados en el interior.
960
Varios pisos por debajo entraba luz en el hueco.
Habían forzado la apertura de las puertas. Un par de
Puños metieron la cabeza en el hueco y comenzaron a
mirar de arriba abajo, apuntando con las linternas de
un lado a otro. Varios pisos más abajo, más Puños
abrieron otra puerta; pero tuvieron que retirar las
cabezas con rapidez porque un ascensor que subía casi
los decapita.
Nell había imaginado que el establecimiento de
madame Ping era refugio de una célula aislada de
Puños, pero ahora quedaba claro que la mayoría, si no
todo el edificio, había sido ocupado. Es más, todo
Pudong podría ser ahora parte del Reino Celeste. Nell
estaba más profundamente aislada de lo que había
temido.
La piel de sus brazos brilló de un color amarillo
rosado bajo el rayo de la linterna que venía de abajo.
No cometió el error de mirar a la luz cegadora y no
tuvo que hacerlo; la voz excitada de los Puños le dijo
que la habían descubierto. Un momento más tarde, la
luz se desvaneció cuando un ascensor que subía se
interpuso entre ella y los que la habían visto.
961
Recordó a Harv y a sus amigos saltando por los
ascensores en su viejo edificio y llegó a la conclusión
de que ése sería un buen momento para aficionarse a
ese deporte. Cuando una cabina se acercó a ella, saltó
de la escalera, intentando darse impulso suficiente
para igualar la velocidad. Se dio un buen golpe
contra el techo, porque se movía a mayor velocidad
de lo que ella podía saltar. El techo le golpeó los pies,
y se cayó hacia atrás. Colocó los brazos como Dojo le
había enseñado para absorber el impacto con puños y
brazos, no con la espalda.
Oyó una charla animada dentro del ascensor. El
panel de acceso en el techo se abrió de pronto,
arrancado por una buena patada. Salió una cabeza
por la abertura; Nell la atravesó con el cuchillo. El
hombre cayó dentro del ascensor. Ya no tenía
sentido esperar; la situación había pasado al modo
violento, que Nell se veía obligada a usar. Se dobló
por las rodillas y dio una patada con ambos pies en
el interior de la abertura, cayó dentro de la cabina,
aterrizó mal sobre ei cadáver, y se apoyó sobre una
rodilla. Se había golpeado la barbilla con el borde de
la abertura al caer y se había mordido la lengua, por
962
So que estaba un poco aturdida. Un hombre
desgarbado con una gorra negra de cuero estaba
justo frente a ella sacando una pistola, y mientras le
clavaba el cuchillo en el centro del tórax, tocó a
alguien tras ella. Se puso en pie y giró, aterrorizada,
preparando el cuchillo para otro golpe, y descubrió
a un hombre aún más aterrorizado vestido con un
mono azul, que estaba al lado de los controles del
ascensor, con las manos frente a la cara y gritando.
Nell se echó atrás y bajó la punta del cuchillo. El
hombre vestía el uniforme de los servicios del
edificio y obviamente lo habían arrancado de lo que
estuviese haciendo y lo habían puesto a cargo de los
controles del ascensor. El hombre que Nell acababa
de matar, el de la gorra de cuero negra, era algún
tipo de oficial de baja graduación en la rebelión y no
podía esperarse que se rebajase a pulsar él mismo los
botones.
—¡Sigue! ¡Arriba! ¡Arriba! —dijo, señalando al
techo. Lo último que quería era que el ascensor se
detuviese en el piso de madame Ping.
963
El hombre se inclinó varias veces en rápida
sucesión e hizo algo con los controles, luego se
volvió y sonrió zalamero a Nell.
Como ciudadano de la República Costera
trabajando en servicios, conocía unas pocas palabras
en inglés, y Nell conocía algunas en chino.
—Abajo... ¿Puños? —dijo ella.
—Muchos Puños.
—Planta baja... ¿Puños?
—Sí, muchos Puños planta baja.
—Calle... ¿Puños?
—Puños, ejército pelea en calles.
—¿Alrededor de este edificio?
—Puños alrededor de este edificio por todos
lados.
964
Nell miró a los controles del edificio: cuatro
columnas de botones muy apretados, codificados
por color dependiendo de la función de cada piso:
verde para tiendas; amarillo, residenciales; rojo,
oficinas y azul para mantenimiento. La mayor parte
de los pisos azules estaba por debajo de la planta
baja, pero uno de ellos era el quinto desde arriba.
—¿Oficinas del edificio? —dijo ella,
señalándolas.
—Sí.
—¿Puños allí?
—No. Puños debajo. ¡Pero Puños en azotea!
—Ve allí.
Cuando el ascensor alcanzó el quinto piso desde
arriba, Nell hizo que el hombre lo bloquease allí,
luego se subió arriba y rompió los motores para que
no pudiese moverse. Volvió a meterse en el ascensor,
sin intentar mirar a los cuerpos y oler la sangre y
otros fluidos corporales que se habían esparcido por
965
todas partes, y que ahora salían por las puertas
abiertas y caían por el hueco. No pasaría mucho
antes de que lo descubriesen.
Aun así, tenía algo de tiempo; sólo tenía que
decidir cómo hacer uso de él. El armario de
mantenimiento tenía un compilador de materia,
igual al que Nell había usado para hacer las armas,
y sabía que podía usarlo para compilar explosivos y
minar la entrada. Pero los Puños también tenían
explosivos y podrían mandar la parte alta del
edificio al cielo.
Es más, probablemente estaban en alguna
habitación de control en el sótano vigilando el
tráfico en la red de Toma del edificio. Usar el C.M.
simplemente les indicaría su posición; cortarían la
Toma y luego vendrían a por ella despacio y con
cuidado.
Dio un repaso rápido a las oficinas, buscando
recursos. Mirando por las ventanas panorámicas de
la mejor oficina, apreció el nuevo estado de cosas en
las calles de Pudong. Muchos de los rascacielos
habían estado conectados a líneas de las Tomas
966
extranjeras y ahora estaban a oscuras, aunque en
algunos sitios salían llamas de las ventanas rotas,
emitiendo una primitiva iluminación sobre las
calles trescientos metros por debajo. Esos edificios
habían sido evacuados en su mayoría, por lo que las
calles estaban ocupadas por muchas más personas de
las que realmente podían contener. La plaza que
rodeaba ese edificio en particular había sido cercada
por un pelotón de Puños y se encontraba
relativamente libre.
Encontró una habitación sin ventanas con
paredes mediatrónicas que exhibían una gran
variedad de imágenes: flores, detalles de catedrales
europeas y templos sintoístas, paisajes chinos,
imágenes amplificadas de insectos y polen, diosas
hindúes de muchos brazos, planetas y lunas del
sistema solar, dibujos abstractos del mundo
islámico, gráficas de ecuaciones matemáticas,
cabezas de modelos femeninos y masculinos. Aparte
de eso, la habitación estaba vacía exceptuando un
modelo del edificio situado en el centro de la
habitación, como de la altura de Nell. La superficie
del modelo era mediatrónica, como la superficie del
edificio real, y en aquel momento representaba
967
(supuso) las imágenes que se veían en el exterior del
edificio: en su mayoría paneles de anuncio, aunque
algunos Puños aparentemente habían subido allá
arriba y habían escrito algunos grafitos.
En lo alto del modelo había un estilete —
simplemente una barra negra con una punta a un
lado— y una paleta, cubierta por una rueda de
colores y otros controles. Nell los cogió, tocó con la
punta del estilete el área verde en la paleta, y la pasó
sobre la superficie del modelo. Una brillante línea
verde apareció en el camino del estilete, desfigurando
el anuncio de una línea de naves aéreas.
Aparte de cualquier otra cosa que Nell pudiese
hacer con el tiempo que le quedaba, había algo que
podía hacer allí con rapidez y facilidad. No sabía con
seguridad por qué lo hacía, pero la intuición le dijo
que podría ser útil; o quizás era el impulso artístico
de crear algo que la sobreviviría, aunque fuese por
pocos minutos. Comenzó borrando todos los paneles
de anuncios grandes en la parte alta del edificio.
Luego realizó un simple dibujo lineal con colores
primarios: un escudo de armas azul, y dentro de él,
un timbre que representaba un libro abierto en rojo
968
y blanco; llaves cruzadas en oro; y una semilla en
marrón. Hizo que la imagen apareciese en todos los
lados del edificio, entre los pisos cien y doscientos.
Luego intentó pensar en una forma de salir de allí.
Quizás había naves aéreas en la azotea. Seguro que
habría Puños de guardia allá arriba, pero quizá con
una combinación de sigilo y rapidez podría
reducirlos. Usó las escaleras de emergencia para
llegar a la siguiente planta, luego a la siguiente y
luego a la siguiente. Dos tramos por encima, podía
oír a los guardias Puños apostados en la azotea,
hablando unos con otros y jugando al ma‐jong. Por
debajo, podía oír a los Puños subiendo la escalera
tramo a tramo cada vez, buscándola.
Meditaba su siguiente movimiento cuando los
guardias por encima de ella fueron rudamente
interrumpidos por órdenes que salían de las radios.
Varios Puños bajaron la escalera, gritando
animadamente. Nell, apartada en la escalera, se
preparó para saltar sobre ellos cuando se le acercasen,
pero en lugar de eso se quedaron en el piso alto y se
dirigieron hacia los ascensores. En un minuto o dos,
llegó un ascensor y se los llevó. Nell esperó un
969
momento, escuchando, y ya no podía oír al
contingente que se aproximaba por debajo.
Trepó el último tramo de escalera y salió a la
azotea del edificio, tan alegre por el aire fresco como
por descubrir que estaba completamente desierta.
Caminó hasta el borde del tejado y miró hacia abajo,
casi un kilómetro, a la calle. En las ventanas negras
de un rascacielos muerto al otro lado, podía ver la
imagen del escudo de la Princesa Nell.
Después de un minuto o dos, notó que algo similar
a una onda de choque se abría paso por la calle muy
abajo, moviéndose a cámara lenta, cubriendo un
bloque cada par de minutos. Los detalles eran di‐
fíciles de distinguir en la distancia: era un grupo
muy organizado de peatones, todos llevando la
misma ropa negra, abriéndose paso por la fuerza
entre la multitud de refugiados, forzando a los
bárbaros muertos de pánico hacia la línea del pelotón
de los Puños o hacia las entradas de los edificios
muertos.
Nell se quedó varios minutos paralizada por la
visión. Luego miró a otra calle y vio allí el mismo
970
fenómeno. Dio una vuelta rápida al tejado del
edificio. En total, varias columnas avanzaban
inexorablemente hacia la base del edifico donde
estaba Nell.
En su momento, una de aquellas columnas se
liberó de los últimos refugiados que obstruían su
paso y llegó al borde de la plaza abierta que bordeaba
la base del edificio de Nell, donde se enfrentó a las
defensas de los Puños. La columna se detuvo de
pronto y en ese punto esperó unos minutos,
recuperándose y esperando a que las otras columnas
la alcanzasen.
Nell había supuesto que aquellas columnas
podrían ser tropas de refuerzo de Puños que
convergían sobre el edificio, que claramente iban a
usar como cuartel general en el asalto final a la
República Costera. Pero pronto quedó claro que los
recién llegados venían por otra razón. Después de
unos minutos de insoportable tensión que pasaron
en casi perfecto silencio, de pronto las columnas, con
la misma señal silenciosa, asaltaron la plaza. Al salir
de las estrechas calles, se expandieron en formaciones
de muchos frentes, situándose con precisión militar
971
profesional y cargaron contra los de pronto
desorganizados y asustados Puños, lanzando un
tremendo grito de batalla. Cuando el sonido recorrió
doscientos pisos hasta los oídos de Nell, sintió que los
pelos se le ponían de punta, porque no era el grito
profundo y lujurioso de un hombre sino el chillido
agudo de miles de chicas jóvenes, agudo y penetrante
como el sonido de una masa de gaitas.
Era la tribu de Nell, y había venido a por su líder.
Nell se dio la vuelta y fue a la escalera.
Para cuando llegó a la planta baja y salió, poco
sabiamente, al vestíbulo del edificio, las chicas habían
roto las paredes en varios lugares y habían atacado el
resto de las defensas. Se movían en grupos de cuatro.
Una chica (la más grande) se dirigía al oponente,
sosteniendo un palo de bambú afilado apuntando al
corazón. Con su atención fijada, dos chicas (las más
pequeñas) convergían por los lados. Cada chica se
abrazaba a una pierna y, actuando juntas, lo
levantaban del suelo. La cuarta chica (la más rápida)
para entonces había corrido a su alrededor y lo
atacaba por detrás, clavando un cuchillo u otra arma
en la espalda de la víctima. Durante la media docena
972
m.ás o menos de aplicaciones de esa técnica que Nell
presenció, no falló nunca, y ninguna de las chicas
sufrió más que ligeras contusiones.
De pronto sintió un momento de pánico cuando
pensó que se lo estaban haciendo a ella; pero después
de que la levantasen en el aire, no llegó ningún
ataque por delante o por detrás, aunque muchas chi‐
cas vinieron corriendo de todos lados, cada una
añadiendo su pequeña fuerza al fin importante de
elevar a Nell en el aire. Incluso cuando se perseguía
a los últimos restos de los Puños en las esquinas y
recovecos del vestíbulo, Nell era llevada a hombros
por sus pequeñas hermanas a través de la puerta
principal del edificio y hacia la plaza, donde unas
donde unas cien mil chicas ‐Nell no podía contar
todos los regimientos y brigadas‐ se hincaron de
rodillas al unísono, como golpeadas por el aliento
divino, y presentaron sus estacas de bambú,
cuchillos, tuberías de plomo y nunchacos. Las
comandantes provisionales de sus divisiones estaban
al frente, así como las ministras provisionales de
defensa, estado e investigación y desarrollo, todas
inclinándose ante Nell, no con el saludo chino o
973
Victoriano, sino algo que habían inventado y caía más
o menos a medio camino.
Nell debería haber estado paralizada y sin habla
por el asombro, pero no fue así; por primera vez en
su vida comprendió por qué estaba sobre la tierra y
se sintió cómoda en su posición. En un momento, su
vida había sido un aborto sin sentido, y al siguiente
todo tenía un significado glorioso. Comenzó a hablar,
las palabras salían de su boca con la misma facilidad
que si las leyese de una página del Manual. Aceptada
la lealtad del Ejército Ratonil, las felicitó por sus
grandes triunfos, y levantó los brazos por encima de
la plaza, por encima de las cabezas de sus pequeñas
hermanas, hacia los miles y miles de residentes
temporales atrapados de Nueva Atlantis, Nipón,
Israel y todas las otras Tribus Exteriores.
—Nuestro primer deber es protegerles —dijo—.
Mostradme el estado actual de la ciudad y de todos
los que estén en ella.
Querían llevarla, pero saltó a las piedras de la plaza
y se alejó caminando del edificio, hacia sus fuerzas,
que se apartaron para dejarle paso. Las calles de
974
Pudong estaban llenas de refugiados hambrientos y
aterrorizados, y a través de ellos, con simples ropas
de campesino manchada con. su sangre y la de otros,
cadenas rotas colgando de las muñecas y seguida por
sus generales y ministras, caminó la princesa
bárbara con su libro y su espada.
Cari Hollywood se da una vuelta por el
paseo de la orilla
Cari Hollywood se despertó por un sonido de
campanas en los oídos y una quemadura en la mejilla
que resultó ser un fragmento de vidrio de unos dos
centímetros que se le había clavado en la cara. Cuando
se sentó, la cama hizo ruidos y se rompieron cristales,
deshaciéndose de una gran carga de vidrios rotos,
mientras una exhalación fétida entraba por la ventana
rota directamente hacia su cara. Los viejos hoteles
tenían sus encantos, pero también sus desventajas;
como ventanas fabricadas con materiales antiguos.
Afortunadamente, algún viejo instinto de
Wyoming había hecho que dejase las botas al lado de la
cama durante la noche. Le dio la vuelta a cada una y
cuidadosamente comprobó que no contenían cristales
antes de ponérselas. Sólo cuando se hubo vestido por
975
completo y recogido las cosas se fue a mirar por la
ventana.
El hotel estaba cerca de la orilla del Huangpu.
Mirando al otro lado del río, podía ver que grandes
secciones de Pudong estaban a oscuras frente al cielo
índigo de antes de la mañana. Algunos edificios, co‐
nectados a las Tomas indígenas, todavía estaban
iluminados. En su lado del río la situación no era tan
simple; Shanghai, al contrario que Pudong, había
sobrevivido a muchas guerras y, por tanto, la habían
edificado para ser robusta: en la ciudad abundaban las
fuentes energéticas secretas, viejos generadores diesel,
Fuentes y Tomas privadas, depósitos de agua y
cisternas. La gente todavía criaba pollos para comer a
la sombra de la Corporación Bancaria de Hong Kong
y Shanghai. Shanghai soportaría mucho mejor el
asalto de los Puños que Pudong.
Pero como blanco, Cari Hollywood podría no
superarlo nada bien. Era mejor estar al otro lado del
río, en Pudong, con el resto de las Tribus Exteriores.
De allí al paseo de la orilla había unas tres
manzanas; pero ya que era Shanghai, aquellos tres
976
bloques estaban fraguados con lo que en otra ciudad
serían tres millas de complicaciones. El problema
principal iba a ser los Puños; ya podía oír los gritos de
«¡Sha! ¡Sha!» que venían de las calles, y usando la
linterna de bolsillo desde la baranda del balcón pudo
ver muchos Puños, envalentonados por la destrucción
de las Tomas extranjeras, corriendo con los cinturones
y bandas escarlata expuestos al mundo.
Si no midiese casi dos metros de alto y tuviese ojos
azules, probablemente hubiese intentado disfrazarse
de chino y escabullirse a la orilla, y probablemente le
saldría mal. Fue al armario y sacó el gran abrigo, que
le caía casi hasta los talones. Era a prueba de balas y de
la mayoría de los proyectiles nanotecnológicos.
Había una gran pieza de equipaje que había metido
en el armario sin abrir. Al oír los informes sobre
problemas, había tenido la precaución de traerse
aquellas reliquias con él: un rifle grabado del 44 con
una mira de baja tecnología y, algo así como último
recurso, un revólver Colt. Aquellas armas eran
innecesariamente gloriosas, pero mucho tiempo atrás
se había deshecho de todas las armas que no tenían
valor histórico o artístico.
977
Se oyeron dos disparos dentro del edificio, muy
cerca de él. Momentos más tarde, alguien llamó a la
puerta. Cari se envolvió en el abrigo, en caso de que
alguien decidiese disparar a través de la puerta, y miró
por la mirilla. Para su sorpresa, vio a un caballero
anglo de pelo blanco con un bigote como un manillar,
agarrado a una semiautomática. Cari lo había
conocido ayer en el bar del hotel; estaba allí intentando
arreglar algún negocio antes de la caída de Shanghai.
Abrió la puerta. Los dos hombres se miraron
brevemente.
—Alguien podría pensar que hemos venido a una
convención de armas antiguas —dijo el caballero por
encima del bigote—. Bueno, siento mucho haberle
molestado, pero pensé que le gustaría saber que hay
Puños en el hotel —señaló hacia el corredor con la
pistola. Cari sacó la cabeza y descubrió a un botones
muerto tirado frente a una puerta abierta, todavía
agarrando un cuchillo.
978
—Resulta que ya estaba levantado —dijo Cari
Hollywood—, y estaba considerando dar un paseo por
la orilla. ¿Le apetece unirse a mí?
—Me encantaría. Coronel Spence, Reales Fuerzas
Unidas, retirado.
—Cari Hollywood.
Bajando las escaleras, Spence mató a dos empleados
más del hotel a quienes había, con pruebas bastante
ambiguas, identificado como Puños. Cari fue
escéptico en ambos casos hasta que Spence les abrió
las camisas para revelar cinturones escarlata debajo.
—No es que realmente sean Puños, entienda —le
explicó Spence con jovialidad—. Es sólo que cuando
los Puños vienen, este tipo de tonterías se pone de
pronto de moda.
Después de intercambiar más humor negro sobre si
debían pagar las facturas antes de irse, y qué propina
se debía dar a un botones que venía hacia ti blandiendo
un cuchillo, llegaron a la conclusión de que sería más
seguro salir por la cocina. Media docena de Puños
979
estaban tendidos en el suelo, y sus cuerpos estaban
destrozados por marcas de ralladores. Al llegar a la
salida encontraron a otros dos clientes, ambos
israelíes, mirándolos con la vista fija que implicaba la
presencia de pistolas craneales. Segundos después, se
les unieron dos zulúes consultores de administración
que llevaban largos bastones telescópicos con
nanocuchillas en los extremos. Los usaban para
destruir todas las luces a su paso. Le llevó a Cari un
minuto entender el plan: estaban a punto de meterse
en un callejón a oscuras y necesitarían la visión
nocturna
La puerta comenzó a temblar en el hueco
produciendo un estampido tremendo. Cari se adelantó
v atisbo por la mirilla; era un par de chicos de la calle
atacándola con un hacha de incendios. Se alejó de la
puerta, colocándose el rifle sobre el hombro, cargó una
bala y disparó a través de la puerta, apuntando lejos
de los chicos. El estampido se apago, y oyeron la hoja
del hacha sonar como una campana al golpear el suelo.
Uno de ios zulúes le dio una patada a la puerta y
saltó al callejón, moviendo la hoja en un arco tatal
como la hélice de un helicóptero, cortando los cubos de
980
basura pero sin tocar a nadie. Cuando Cari salió de
golpe unos segundos después, vio a un par de jóvenes
gamberros perdiéndose al final del callejón,
esquivando a varias docenas de refugiados,
azotacalles, y gente de la calle que señalaron
esperanzados a sus espaldas, asegurándose de que
quedase claro que su única razón para estar en el
callejón en esa ocasión era para actuar de vigilantes
para los visitantes gwado.
Sin discutirlo mucho, adoptaron una formación
improvisada en el callejón, donde tenían espacio para
maniobrar. Los zulúes fueron al frente, haciendo girar
los bastones sobre la cabeza y soltando algún tipo de
grito de batalla tradicional que apartó a muchísimos
chinos de su camino. Uno de los judíos fue detrás de
los zulúes, empleando la pistola craneal para atacar a
cualquier Puño que cargase contra ellos. Luego venía
Cari Hollywood, quien, por su altura y rifle, parecía
haber acabado con el trabajo de reconocimiento y
defensa a distancia. El coronel Spence y el otro israelí
iban detrás, caminando de espaldas casi todo el
tiempo.
981
Eso les permitió recorrer gran parte del callejón sin
problemas, pero ésa era la parte fácil; cuando llegaron
a la calle, ya no eran el único foco de acción sino meros
granos en una tormenta de arena. El coronel Spence
disparó casi todo un cargador al aire; las explosiones
eran casi inaudibles en el caos, pero los fogonazos de
luz del arma llamaron algo la atención, y la gente en
su vecindad inmediata llegó incluso a apartarse de su
camino. Cari vio que uno de los zulúes le hizo algo
muy desagradable con su arma y apartó la vista; luego
reflexionó que el trabajo del zulú era abrir camino y el
suyo centrarse en las amenazas lejanas. Miró a su
alrededor lentamente mientras caminaba, intentando
ignorar la amenazas que estaban sólo a un brazo de
distancia y ver la escena completa.
Se habían metido en medio de una lucha callejera
completamente desorganizada entre las fuerzas de la
República Costera y los Puños de la Recta Armonía,
que no quedaba nada clara por el hecho de que muchos
costeros habían desertado atándose tiras de tela roja
en los brazos de los uniformes, y que muchos de los
Puños no llevaban ninguna marca en absoluto, y que
muchos de los otros que no tenían afiliación se
aprovechaban de la situación para saquear las tiendas
982
y eran rechazados por guardias de segundad; muchos
de los saqueadores eran a su vez asaltados por bandas
organizadas.
Estaban en Nanjing Road, una avenida ancha que
llevaba directamente al Bund y al Huangpu, bordeada
de edificios de cuatro y cinco pisos de forma que
muchas ventanas daban a la calle y cualquiera de ellas
podría haber contenido un francotirador.
Algunas realmente cobijaban francotiradores,
comprendió Cari, pero muchos de ellos disparaban al
otro lado de la calle a otros francotiradores, y los que
disparaban a la calle podrían haber dado a cualquiera.
Cari vio a un tipo con un rifle de mira láser vaciando
cargador tras cargador en la calle, y decidió que eso
constituía un peligro definitivo y claro; por eso,
cuando sus progresos se detuvieron momentá‐
neamente, mientras los zulúes esperaban a que se
resolviese frente a ellos una lucha costeros/Puños
especialmente desesperada, Cari plantó los pies, se
puso el rifle al hombro, apuntó, y disparó. En la débil
luz producida por los disparos y las linternas, pudo
ver polvo saltar de la ventana justo por encima de
donde estaba del francotirador. El francotirador se
983
echó atrás, luego comenzó a barrer la calle con el láser,
buscando la fuente de la bala.
Alguien tropezó con Cari por detrás. Era Spence, al
que le habían acertado y había perdido el uso de una
pierna. Había un Puño sobre la cara del coronel. Cari
hundió la culata del rifle en la barbilla del hombre,
echándolo de vuelta a la pelea con los ojos en blanco.
Luego cargó de nuevo, se puso el arma al hombro e
intentó encontrar la ventana de su amigo el
francotirador.
Todavía estaba allí, trazando pacientemente una
línea roja rubí sobre la burbujeante superficie de la
multitud. Cari respiró profundamente, exhaló con
cuidado y apretó el gatillo. El rifle le golpeó el hombro,
y al mismo tiempo vio el rifle del francotirador caer de
la ventana, girando sobre sí mismo, el rayo láser
barriendo el humo y el vapor como la línea de una
pantalla de radar.
Todo aquello probablemente había sido una mala
idea; si cualquiera de los otros francotiradores había
visto su acto, querrían deshacerse de él, cualquiera
que fuese su afiliación. Cari cargó de nuevo y dejó que
984
el rifle le colgase de la mano, apuntando hacia la calle,
donde no sería tan evidente. Las puntas del bigote de
Spence se agitaban mientras él continuaba con su
interminable e imperturbable charloteo; Cari no podía
oír ni una palabra pero asentía para darle ánimo. Ni
siquiera el neovictoriano más literal podía creerse
seriamente lo de mantener la compostura sin
demostrar que uno está asustado; Cari comprendió
que eso ahora se hacía con un asentimiento y un
guiño. Aquélla no era la forma del coronel Spence de
decir que no estaba asustado; era más bien un código,
una forma de salvar la cara mientras admitía que
estaba completamente aterrorizado, y para Cari era la
oportunidad de poder admitir lo mismo.
Varios Puños les atacaron simultáneamente; los
zulúes se cargaron a dos, el israelí de delante de
encargó de otro, pero otro llegó y lanzó el cuchillo
contra la chaqueta a prueba de cuchillos del israelí.
Cari levantó el rifle, la culata entre el cuerpo y el
brazo, y disparó desde la cadera. El retroceso casi le
arrancó el arma de la mano; el Puño prácticamente dio
un salto hacia atrás.
985
No podía creer que todavía no hubiesen llegado al
paseo de la orilla; habían estado haciendo aquello
durante horas. Algo le golpeó con fuerza por la
espalda, haciendo que cayese hacia delante; miró por
encima del hombro y vio a un hombre que intentaba
atravesarle con una bayoneta. Otro hombre vino
corriendo e intentó quitarle el rifle. Cari, demasiado
anonadado para responder por un momento, soltó
finalmente a Spence, se lanzó y le metió los dedos en
los ojos al atacante. Sonó una gran explosión en su
oído, y miró para ver que Spence se había dado la
vuelta y disparado al atacante que llevaba la
bayoneta. El israelí que había estado guardando la
espalda simplemente se había desvanecido. Cari
levantó el rifle hacia la gente que convergía sobre ellos
por la espalda; eso y la pistola de Spence abrieron un
agradable espacio tras ellos. Pero algo más aterrador y
poderoso empujaba a la gente hacia ellos por los lados,
y al intentar Cari ver de qué se trataba, vio que un
montón de chinos estaba ahora entre él y los zulúes.
Tenían caras de dolor y pánico; no estaban atacando,
estaban siendo atacados.
De pronto, todos los chinos desaparecieron. Cari y el
coronel Spence se encontraron reunidos con una
986
docena más o menos de bóers; no sólo hombres, sino
mujeres, niños y viejos, todo un laager en mo‐
vimiento. Todos se movían hacia delante
instintivamente y reabsorbieron la vanguardia del
grupo de Cari. Estaban a una manzana de la orilla.
El líder de los bóers, un hombre robusto, que Cari
Hollywood identificó como líder, redistribuyó
rápidamente las fuerzas que tenían para el asalto final
al paseo de la orilla. Lo único que Cari recordaba de
esa conversación era al hombre diciendo:
—Bueno. Tienen zulúes.
Los bóers en vanguardia llevaban algún tipo de
arma automática que disparaba proyectiles de
explosivo nanotecnológico de gran potencia que,
usados indiscriminadamente, podrían haber
convertido toda la multitud en una muralla de carne
picada; pero ellos disparaban las armas de forma
disciplinada incluso cuando los Puños penetraban a
una distancia menor que la de una espada. De vez en
cuando, uno de ellos levantaba la cabeza y barría una
fila de ventanas con fuego automático continuo; los
tiradores salían de la oscuridad y caían a la calle como
987
muñecas de trapo. Los bóers debían de estar usando
algún tipo de dispositivo de visión nocturna. El
coronel Spence se cayó con todo su peso en el brazo de
Cari, y éste comprendió que debía de estar in‐
consciente o cerca de estarlo. Cari se echó el rifle al
hombro, se inclinó, y agarró a Spence con una
maniobra de bombero.
Llegaron a la orilla y establecieron un perímetro
defensivo. La siguiente pregunta era: ¿había algún
bote? Pero aquella parte de China estaba medio
cubierta por el agua y parecía que había tantos botes
como bicicletas. La mayoría parecía que se habían
abierto paso hasta Shanghai durante el gradual asalto
de los Puños. Así que, cuando llegaron al agua,
encontraron miles de personas con botes, deseosas de
realizar negocios. Pero como señaló correctamente el
líder bóer, sería un suicidio separar al grupo en varios
botes pequeños y sin potencia; los Puños pagaban
buenas recompensas por las cabezas de los bárbaros.
Era mucho más seguro esperar una de las grandes
naves del canal para ir al otro lado, en cuyo caso
podrían llegar a un acuerdo con el capitán y subir a
bordo como grupo.
988
Varias naves, desde yates a motor hasta traineras,
ya competían por ser la primera en llegar a un
acuerdo, abriéndose paso inexorables a través de la
masa orgánica de pequeños botes que ocupaba la
orilla.
Un golpe rítmico había comenzado a resonar en los
pulmones. Al principio parecían tambores, pero al
acercarse se convirtió en el sonido de cientos o miles
de voces humanas que cantaban al unísono: «¡Sha!
¡Sha! ¡Sha! ¡Sha!». Nanjing Road comenzó a vomitar
una gran multitud de personas arrojadas al Bund
como los gases expulsados por un pistón. Se
apartaron inmediatamente, dispersándose a un lado y
a otro de la orilla.
Un ejército de hoplitas —guerreros profesionales en
traje de batalla— marchaba hacia el río, en filas de a
veinte, ocupando todo el ancho de Nanjing Road.
Aquéllos no eran Puños; eran las tropas regulares, la
vanguardia del Reino Celeste, y Cari Hollywood se
horrorizó al ver que lo único que había entre ellos y su
marcha a tres niveles hacia la orilla del Huangpu era
Cari Hollywood, su 44 y un puñado de civiles
ligeramente armados.
989
Un yate de muy buen aspecto se había acercado a
unos metros de la orilla. El israelí que quedaba, que
hablaba bien el mandarín, ya había comenzado a
negociar con el capitán.
Uno de los bóers, una abuela huesuda con un moño
blanco sobre la cabeza y encima un gorro negro
primorosamente sujeto con alfileres, habló brevemente
con el líder bóer. El asintió una vez, luego le tomó la
cara entre las manos y la besó.
Ella se puso de espaldas a la orilla y comenzó a
caminar hacia la cabeza de la columna de celestes que
avanzaba. Los pocos chinos, lo suficientemente locos
para permanecer a lo largo de la orilla, respetando su
edad y posible locura se apartaron para dejarle paso.
Las negociaciones sobre el barco parecían haber
encontrado algunas dificultades. Cari podía ver
hoplitas individuales saltando dos o tres pisos en el
aire, entrando con los puños por delante en las venta‐
nas del Hotel Cathay.
990
La abuela bóer se abrió paso hacia delante hasta
estar en medio del Bund. El líder de la columna de
celestes se adelantó, cubriéndola con algún tipo de
arma de proyectiles colocada en un brazo del traje y le
indicó con el otro que se apartase. La mujer bóer se
puso cuidadosamente de rodillas en medio del camino,
unió sus manos para rezar e inclinó la cabeza.
Entonces se convirtió en una perla de luz blanca en
la boca de un dragón. En un instante la perla creció
hasta el tamaño de una nave aérea. Cari Hollywood
tuvo la presencia de ánimo para cerrar los ojos y
volver la cabeza, pero no tuvo tiempo de echarse al
suelo; la onda de choque se encargó de eso,
aplastándole tan largo como era sobre el granito del
paseo de la orilla y arrancándole la mitad de la ropa
del cuerpo.
Pasó algún tiempo antes de volver a la consciencia;
sentía que había sido una media hora, aunque todavía
caían escombros a su alrededor, así que era más
probable que fueran cinco segundos. El casco del yate
blanco estaba abierto por un lado y la mayoría de la
tripulación estaba esparcida por el río. Pero un
minuto más tarde, una trainera se acercó y subió a los
991
bárbaros a bordo sólo con negociaciones superficiales.
Cari casi se olvidó de Spence y casi lo abandonó;
descubrió que ya no tenía fuerzas para levantar el
cuerpo del coronel, así que lo arrastró a bordo con
ayuda de un par de jóvenes bóers; gemelos idénticos,
vio, quizá de trece años. Al atravesar el Huangpu,
Cari Hollywood se tiró sobre un montón de redes de
pesca, cansado y débil como si todos sus huesos
estuviesen rotos, mirando al cráter de treinta metros
de diámetro en el centro del Bund y mirando a las
habitaciones del Hotel Cathay, que había sido
limpiamente cortado por la mitad por la bomba en el
cuerpo de la mujer bóer.
Quince minutos después, estaban libres en las
calles de Pudong. Cari Hollywood encontró el camino
al campamento atlante local, donde se presentó, y
pasó unos minutos escribiendo una carta a la viuda
del coronel Spence; el coronel se había desangrado
hasta morir por una herida en la pierna durante el
viaje a través del río.
Luego extendió las páginas en el suelo frente a él y
volvió al propósito que le había ocupado en la
habitación del hotel durante los últimos días, es decir,
992
la búsqueda de Miranda. Había comenzado la
búsqueda a petición de lord Finkle‐McGraw, y la
había continuado con creciente pasión durante los
últimos días al haber empezado a entender que había
echado de menos a Miranda, y ahora seguía hacién‐
dolo desesperadamente; porque había comprendido
que en esa búsqueda podría residir la única esperanza
para la salvación de decenas de miles de ciudadanos
exteriores ahora atrapados en las calles muertas de la
Zona Económica de Pudong.
Asalto final de los Puños; victoria del Reino
Celeste; refugiados en los dominios de los
Tamborileros; Miranda
El Huangpu detuvo el avance del Ejército Celeste
hacia el mar, pero atravesando el río más hacia el
interior, continuaron moviéndose en dirección norte
hacia la península de Pudong a ritmo de paseo, em‐
pujando frente a ellos a un montón de campesinos
hambrientos como los que habían sido sus emisarios
en Shanghai.
Los ocupantes de Pudong —una mezcla de
bárbaros, chinos de la República Costera que temían
la persecución a mano de sus primos celestes, y las
pequeñas hermanas de Nell, un tercio de millón por
993
lo menos y que constituían una phyle por sí
mismas— se encontraban, por tanto, atrapados entre
los celestes al sur, el Huangpu al oeste, el Yangtsé al
norte y el océano al este. Todas las conexiones con las
islas artificiales en el mar se habían roto.
Los geotectólogos de Tectónica Imperial, en sus
templos clásicos y góticos en lo alto de Nueva
Chusan, realizaron varios esfuerzos por construir
puentes provisionales entre su isla y Pudong. Era
muy simple tender un armazón o un puente flotante
sobre el mar, pero los celestes tenían ahora la
tecnología para volar cosas así con mayor rapidez que
la de su construcción. Durante el segundo día del
asalto, hicieron que la isla se conectase con Pudong
por medio de un pseudopodo estrecho de coral
inteligente, anclado al fondo del océano. Pero había
límites simples y claros a la velocidad con que podía
crecer, y mientras los refugiados seguían atestando las
estrechas calles del bajo Pudong, trayendo informes
cada vez más terribles sobre el avance de los celestes,
todos tuvieron claro que el puente terrestre no se
completaría a tiempo.
994
Los campamentos de las distintas tribus se
desplazaban al norte y al este al ser obligados por la
presión de los refugiados y el miedo a los celestes,
hasta que varios kilómetros de costa habían sido
reclamados y ocupados por diversos grupos. El lado
sur, a lo largo de la costa, había sido ocupado por los
nuevos atlantes, que se habían preparado para
rechazar cualquier asalto por la playa. La cadena de
campamentos se extendía hacia el norte, doblándose
por el océano y luego al este por las orillas del
Yangtsé hacia el lado opuesto, que estaba ocupado
por Nipón, preparada contra cualquier asalto desde
las zonas de marea. Toda la parte central de la línea
estaba protegida contra un asalto por el
ejército/tribu de la Princesa Nell compuesto por
niñas de doce años, que gradualmente cambiaban
sus palos por armas más modernas compiladas en
Fuentes portátiles de los nipones y los nuevos
atlantes.
A Cari Hollywood se le había asignado labores
militares tan pronto como se presentó ante las
autoridades de Nueva Atlantis, a pesar de su
esfuerzo por convencer a sus superiores de que podría
ser más útil siguiendo su actual línea de
995
investigación. Pero entonces llegó un mensaje de los
niveles más altos del gobierno de Su Majestad. La pri‐
mera parte felicitaba a Cari Hollywood por sus
acciones «heroicas» al sacar al fallecido coronel
Spence de Shanghai y sugería que un título
nobiliario podría estarle esperando cuando saliese de
Pudong. La segunda parte lo nombraba en cierta
forma enviado especial ante Su Alteza Real, la
Princesa Nell.
Leyendo el mensaje, a Cari le sorprendió
momentáneamente que su Soberana le diese una
posición equivalente a Nell; pero al reflexionar vio
que era un acto simultáneamente justo y pragmático.
Durante su estancia en las calles de Pudong, había
visto lo suficiente del Ejército Ratonil (como, por
alguna razón, se autodenominaban) para saber que,
de hecho, constituían una especie de nuevo grupo
étnico, y que Nell era su líder incuestionable. La
estima de Victoria por la nueva soberana estaba bien
fundada. Y al mismo tiempo, el Ejército Ratonil
estaba ayudando a proteger a muchos atlantes para
que no fuesen hechos prisioneros o algo peor por el
Reino Celeste, lo que convertía aquel reconocimiento
en un acto eminentemente pragmático.
996
Le tocó a Cari Hollywood, que había sido miembro
de su tribu adoptiva durante sólo unos meses, el
transmitir los saludos y felicitaciones de Su Majestad
a la Princesa Nell, una chica de la que sabía a través
de Miranda pero que nunca había conocido y que
apenas podía imaginar. No necesitó reflexiones muy
profundas para ver la mano de lord Alexander
Chung‐Sik Finkle‐McGraw tras todo aquello.
Liberado de las responsabilidades diarias, se dirigió
al norte desde el campamento de Nueva Atlantis en
el tercer día de sitio, siguiendo la línea de la marea.
Cada pocos metros se encontraba con una frontera
tribal y presentaba su visado que, bajo las
provisiones del Protocolo Económico Común, se
suponía que le permitía libre paso. Algunas de las
zonas tribales sólo tenían uno o dos metros de ancho,
pero sus dueños guardaban celosamente su acceso al
mar, sentados durante toda la noche mirando a las
olas esperando alguna forma de salvación sin
especificar. Cari Hollywood atravesó los
campamentos de ashantis, kurdos, armenios,
navajos, tibetanos, senderos, mormones, jesuitas,
lapones, pakistaníes, tutsis, la Primera República
997
Distribuida y sus innumerables variantes,
heartlanders, irlandeses y una o dos células locales de
CryptNet que ahora habían quedado expuestas.
Encontró phyles sintéticas de las que nunca había
oído hablar, pero eso no le sorprendió.
Finalmente llegó a una porción generosa de playa
protegida por chicas chinas de doce años. En ese punto
presentó las credenciales de Su Majestad la Reina
Victoria II, que eran muy impresionantes, tanto que
muchas chicas se reunieron para admirarlas. Cari
Hollywood se sorprendió al oír que todas hablaban un
perfecto inglés en un estilo Victoriano alto. Parecían
preferirlo cuando discutían cosas abstractas, pero
cuando se referían a temas prácticos volvían al
mandarín.
Lo escoltaron al interior de las líneas del
campamento del Ejército Ratonil, que era en su
mayoría un hospicio abierto para los desechos
andrajosos, enfermos y heridos de las otras phyles.
Los que no estaban acostados de espaldas, atendidos
por Enfermeras Ratoniles, estaban sentados en la
arena, abrazándose las piernas y mirando al agua en
dirección a Nueva Chusan. La pendiente era suave en
998
aquella zona, y una persona podía entrar un buen
trecho en el mar.
Una persona lo había hecho: una joven cuyo pelo
largo le caía por los hombros y se extendía por el agua
a su alrededor. Estaba de pie de espaldas a la costa,
sosteniendo un libro entre las manos, y no se movió
durante mucho tiempo.
—¿Qué hace ahí? —dijo Cari Hollywood a su
escolta del Ejército Ratonil, que tenía cinco pequeñas
estrellas en las solapas. En Pudong, había conseguido
interpretar aquellas insignias: cinco estrellas signifi‐
caba que tenía a su cargo a 4 personas, o 1024. Una
5
comandante de regimiento, en ese caso.
—Llama a su madre.
—¿Su madre?
—Su madre está bajo las olas —dijo la mujer—. Es
una reina.
—¿Reina de qué?
999
—Es la Rema de los Tamborileros que viven bajo el
mar.
Y entonces Cari Hollywood supo que la Princesa
Nell también buscaba a Miranda. Arrojó el largo
abrigo sobre la arena y se metió en el Pacífico,
acompañado por la oficial, y permaneció a una
distancia juiciosa, en parte para mostrar el debido
respeto y en parte porque Nell llevaba una espada al
cinto. Su rostro estaba inclinado sobre las páginas del
libro, y él medio esperaba que las páginas ardiesen y se
doblasen bajo su mirada.
Después de un tiempo, levantó la vista del libro. La
oficial le habló en voz baja. Cari Hollywood no conocía
el protocolo cuando uno estaba metido hasta la cintura
en el Mar Oriental de China, así que se adelantó, se
inclinó todo lo que pudo en aquellas circunstancias, y
le entregó a la Princesa Nell el mensaje de la Reina
Victoria II.
Ella lo aceptó en silencio, y lo leyó, luego volvió al
principio y lo leyó de nuevo. Después se lo pasó a la
oficial, quien lo enrolló con cuidado. La Princesa Nell
1000