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Published by paul.newman.dev, 2022-11-29 14:45:44

La Cena

Gisela Cappellin

Gisela Cappellin

La cena

© Gisela Cappellin, 2009
Diseño gráfico: María Angélica Barreto
Edición: La Agencia de la Palabra
Fotografía: A. Cappellin
Depósito Legal lf
ISBN 980
Impreso en Caracas por Editorial Ex Libris

—Soy una mujer que estuvo ciega, vengo a dar testimonio.
Ellos levantaron la venda de mis ojos.
—¿A nadie culpan los que te acompañan de haber sufrido?
—A nadie ¿No los miras?

Yolanda Pantin

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I

Pasada la hora acordada, en el tiempo de la espera, los mi-
nutos se perciben eternos. La posibilidad de que nadie acuda
a su invitación le provoca una leve sudoración en las manos;
nota en su corazón el ritmo acelerado de la ansiedad. Una
decepción, después de tanto esfuerzo, podría llevarla a una
depresión mayor.

Luego de vender la casa de sus padres, Irene tuvo que mu-
darse a un lugar distinto al de su niñez, privándose de la am-
plitud de la vieja casona y del bienestar de las comidas diarias
invariablemente bien servidas. Había nacido en un sólido
hogar, amparado por la integridad de la madre, gran compa-
ñera y soporte silencioso del cónyuge durante cincuenta y seis
años de matrimonio; una mujer entregada a su esposo en
todo: desde sutilezas como guardarle la ropa —alineando con
precisión el doblez de los pantalones— hasta facilitarle parte
de su dote para los negocios.

El padre, de tierras andinas, mantuvo con absoluta discre-
ción sus esporádicas infidelidades. Gracias al honrado y cons-
tante trabajo, como contador en una empresa privada, fue
ascendiendo, desde una modesta vivienda que arrendó al ca-
sarse, hasta una cómoda casa de extensos corredores, a la que
trasladó a la familia cuando los hijos todavía eran pequeños.

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Allí vivieron, con servicio doméstico uniformado, sirviéndo-
les puntualmente la merienda en las tardes, hasta el final de
sus largas y apacibles vidas.

Muchas veces vio a su madre acudir a la iglesia el día de la
Virgen del Carmen con cestas de flores para la deidad; el pá-
rroco inclinaba la cabeza en señal de agradecimiento, con la
misma expresión que ponía los domingos cuando recibía las
ofrendas que, en nombre de la familia, su padre le entregaba.
De su mamá conserva una imagen de aspecto celestial. En un
principio, según la costumbre, llevaba la cabeza cubierta con
un velo, sujetado al cabello con horquillas de plata; la re-
cuerda arrodillada durante varios minutos con los ojos cerra-
dos frente a su venerada figura, para luego abrirlos húmedos
de emoción. El rostro esbozaba una sonrisa plácida y con-
fiada, que retomaba con naturalidad en los momentos difíci-
les de la vida, lo cual le concedió la dicha de permanecer en
armonía hasta en los duros días previos a su muerte. Los
hijos, en reconocimiento a esa devoción, colmaron con hele-
chos de tinajero y orquídeas blancas la capilla donde velaron
el cuerpo de la madre, sosegado en el sueño eterno. Entrega-
ron, como recuerdo, estampas con la imagen de la Virgen,
(impresas al dorso con el nombre y los apellidos de la difunta)
acompañadas de la frase «Hágase en mí según Tu Palabra».
Tras la muerte de sus padres —la esposa, tan fiel al marido, lo
siguió hasta la eternidad— el más frecuente sentimiento que
aborda a Irene es no tener a quien rendir cuentas por sus ac-
tuaciones.

Adquirió dos pequeños apartamentos contiguos, que unió
para obtener un espacio más amplio, en una antiguo inmue-
ble ubicado cerca de una zona comercial. Es la primera vez

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que vive por su cuenta, el trabajo que realiza como gerente
en una compañía de comunicaciones le llena por completo
la rutina; ahora asume el reto de administrar una casa propia
con sus usuales actividades domésticas. Finalizó el período
de trámites en bancos y registros, así como la etapa de remo-
delación del inmueble y limpieza de escombros. Cumplió la
tarea de separar las cosas para botar y regalar de las que deci-
dió conservar. Instaló el nuevo espacio con los muebles y en-
seres provenientes de la casa solariega. No tenía apego a estos
objetos; le fue fácil reducirse a los de alto valor artístico, los
cuales combinó con algunos elementos de diseño internacio-
nal que adquirió en sofisticados negocios modernos. Para
Irene, el principal legado de sus padres fue el carácter recio y
su inmejorable preparación profesional, con la que pudo de-
fenderse en medio del desamparo emocional que conlleva la
competitividad. Obró con apatía ante la cantidad de cosas
que acumuló la familia a lo largo de la vida y que, empolva-
das, yacían esperando la decisión de los beneficiarios para
tener un destino; vio aparecer alfombras, adornos de Navi-
dad, pasaportes vencidos, equipos deportivos, disfraces, ins-
trumentos musicales, cámaras fotográficas y juguetes antiguos,
todo cubierto por la pátina espesa que produce el desuso pro-
longado. Contrató a un experto para catalogar los libros de su
padre, viejas ediciones invadidas de polillas que fueron envia-
das a bibliotecas públicas y universidades. Del resto de las cosas
y útiles domésticos se encargó una sociedad especializada en
ventas, y el remanente se donó a obras de beneficencia.

En el nuevo apartamento Irene logró un ambiente acoge-
dor, mediante la armónica combinación de muchos años de
tradición familiar con actualizadas referencias de la vida

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contemporánea. Está orgullosa de lo agradable del entorno y
tiene aspiración de llevar a alguien a conocer su reciente vi-
vienda. Piensa invitar a un pequeño grupo para comprobar la
distribución del espacio y porque necesita un reconocimiento
por haber podido organizar la mudanza sin descuidar su efi-
ciente desempeño en la compañía donde trabaja. Quiere lle-
var una vida plena y satisfactoria, presentarse como una
mujer admirable e independiente; sin embargo, en el fondo
del corazón le incomoda saber que no es enteramente cierto.
Desea mostrar que todo funciona a la perfección, que admi-
ren los selectos discos de jazz recopilados en el escaso tiempo
libre que le permiten los viajes de trabajo y que ahora lucen
ordenados en las rectilíneas repisas de caoba del salón.
Cuando reproduce alguno de ellos, el ambiente se llena de
impecables grabaciones que fluyen por diminutas y escondi-
das cornetas de alta resolución, controladas a lo lejos por hilos
invisibles que suben o bajan el volumen. Trata de tapar con la
intensidad del sonido la soledad que a veces la invade, igual a
la que sentía cuando, siendo niña, estuvo internada en un re-
conocido colegio británico, a donde fue enviada por sus pa-
dres para aprender inglés. Fueron años severos, le costó
aminorar el temor que le infundía el antiguo edificio donde
funcionaban las aulas y los dormitorios. Tenía dificultad para
convivir con personas de distintos orígenes y costumbres,
pues no manejaba el idioma con fluidez y el frío era incesante.
Incluso cambió la dieta, ingería una comida desagradable que
le había hecho engordar hasta imposibilitarle usar la ropa que
había traído de su país, acentuando así la distancia con su
hogar. Sólo comenzó a sentirse mejor después de dos años de
sufrimiento. Gracias a su disciplina férrea había obtenido un

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lugar en el Honor Roll y, aunque jamás logró la simpatía de
las compañeras extranjeras, al menos ganó el respeto de los
profesores.

Al regresar a su ciudad natal había perdido la comunica-
ción con sus contemporáneas, a las que encontró distintas
por los cambios de la adolescencia; ellas la trataban con ama-
bilidad, pero no la invitaban a sus fiestas. En el tiempo que
permaneció en el exterior se convirtió en una joven más ro-
busta que el resto de las amigas, su piel destacaba por la palidez,
había adquirido un acento levemente foráneo y en las conver-
saciones escuchaba términos coloquiales que desconocía.

Irene pasaba la mayor parte del tiempo libre en el jardín de
la casa de sus padres, le agradaba caminar sobre la grama es-
ponjosa e ir dejando atrás los patios de flores y el amplio te-
rreno con palmeras, hasta llegar a la sombra de los árboles
frutales para deleitarse comiendo granadas y pomarrosas,
acompañada de sus lecturas favoritas. En las páginas de los
libros encontraba mundos fantásticos a los que se vinculaba,
pues se suponía custodiada por aquellos personajes cargados
de afectos. El recuerdo de esas vivencias lo llevaba luego como
un amuleto a las situaciones reales en las que se sentía sola.
Podía reproducir mentalmente diálogos enteros que funcio-
naban en su cerebro como cajitas de música que, paralelas a
la realidad, se desenvolvían con vida propia en el breve tiempo
en que esperaba a un profesor o durante un largo viaje. Irene
se mantenía en silencio mientras internamente lloraba o reía
con esos seres que la acompañaban en su soledad. Sus padres
la enviaban con el chofer a dos librerías: en la primera anotaba
los títulos que adquiría en una cuenta que la madre cancelaba
a fin de mes; en la otra (un negocio especializado en ediciones

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de habla inglesa) compraba de contado los libros para leer en
su segundo idioma. Posteriormente tuvo oportunidad de
aprender italiano y francés. También deseaba alguna día estu-
diar ruso y manejar los preciosos gráficos del alfabeto cirílico;
imaginaba la satisfacción que le brindaría leer a los maestros
de ese idioma en su lengua original.

Creció solitariamente y como consecuencia tiene cierta di-
ficultad para relacionarse con los demás. Aunque es una per-
sona de suave trato y grata conversación tiene pocas
amistades; sólo busca alguna eventual reunión con un com-
pañero de trabajo para distraerse un rato o para sentirse ha-
lagada, pues en estos frugales encuentros siempre se
menciona algún detalle de su exitosa gestión laboral. Se ha
acostumbrado al aislamiento y eso la complace de alguna ma-
nera. Las noches se desenvuelven tranquilas, con plenitud
descansa sobre el nuevo y cómodo sofá; siente un placer ego-
ísta cuando descalza acaricia la suave superficie de cuero del
mueble. Observa con detenimiento sus dedos, con el paso de
los años ha visto el deterioro de sus pies, aunque contrata
quincenalmente un pedicurista y antes de dormir los unta
con vaselina y los cubre con medias de algodón. Se rasura ella
misma las piernas, su vello siempre ha sido escaso al contrario
de la abundante cabellera negra que siempre lleva recogida y
que al soltarla luce el brillo original de la hebra que no ha sido
sometida a los rigores del secador y los tintes. En la intimidad
se deleita con una copa de buen vino y con las profundas bo-
canadas que da a un cigarrillo, mientras la densidad del humo
blanquecino colma su entorno. A veces camina por la sala con
pasos lentos, palpando las diversas texturas de los muebles; al
sentarse reposa sutilmente la cabeza con el cabello en libertad,

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rozando el cuello con el gobelino de los sillones. Aunque se
encuentra ajena en el ambiente del apartamento, como foras-
tera en un lugar recién conocido, siente orgullo por su nuevo
espacio. La sutil iluminación de la vivienda es otra satisfac-
ción que la alimenta por sus propias virtudes; la justa pro-
porción de la penumbra es como su estado de ánimo que,
aunque parezca estable, oculta la tristeza tenue de su soledad.

Intentará afrontar con su «garra gerencial» la invitación en
la que dará a conocer su nuevo domicilio, previendo y revi-
sando meticulosamente los detalles del evento. En el comedor
colocará seis puestos, ofrecerá una cena formal; los comen-
sales estarán debidamente sentados aunque disminuya la po-
sibilidad de decorar la mesa. En el centro colocará un florero
adquirido en una galería de arte moderno, que tiene la base
de piedra cóncava y una estructura vertical de metal donde se
coloca sólo una flor. Escogerá con esmero los alimentos, pues
comer bien es una de sus más arraigadas costumbres. Ha en-
trenado su paladar en reconocidos restaurantes, donde des-
lumbra a quien le acompañe al elegir las mejores opciones,
combinando con maestría los platos que ofrecen.

Siempre logra con éxito lo que se propone y sabe mantener
la distancia que impide invasiones a su mundo interior, pero
durante la cena estarán expuestos sus sentimientos y debili-
dades. Para esa noche eligió muy bien a los asistentes y escri-
bió con impecable letra palmer las esquelas de invitación. No
quiere recurrir al teléfono para evitar la conversación con los
escogidos, ya que a algunos de ellos no los ha visto desde hace
mucho tiempo.

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II

Las primeras personas que consideró invitar fueron Asdrú-
bal y Sandra, los únicos que la incluyen en las fiestas que ce-
lebran. Con frecuencia realizan cocteles donde reúnen a las
personas que ellos definen como «bellas e interesantes», mez-
clando sin escrúpulos morales a diseñadores de joyas, anima-
dores de televisión, políticos y cirujanos plásticos, en
reuniones que resultan una codiciada ocasión para «ver gente
y dejarse ver».

Irene estudió los primeros años de la universidad con San-
dra, quien abandonó la carrera para casarse muy joven con
ese hombre que ya comenzaba a ser rico. Desde esa época las
antiguas compañeras de estudio no se habían vuelto a encon-
trar hasta que, recientemente, coincidieron en una sala reser-
vada bajo el ondulado techo de madera del multicolor
aeropuerto de Barajas. A primera vista, se ignoraron con me-
nosprecio al intuir, con tan sólo oírse hablar, que eran del
mismo país. Inicialmente, el par de mujeres no expresó nin-
gún gesto de amabilidad, pero luego de unos minutos de ins-
pección visual se percataron del mutuo buen gusto: Irene, con
sobrio estilo clásico; y Sandra, de distinguida fantasía mo-
derna; ambas con trajes de colecciones recientes. Cuando se
reconocieron y se saludaron con exagerado entusiasmo.

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Entonces, simultáneamente, sin escucharse una a la otra, ante
el placer de sentirse dueñas de privilegiados secretos, descri-
bieron con orgullo las exposiciones, conciertos y restaurantes
que disfrutaron durante los días en que estuvieron de viaje.
En esa euforia, con la promesa de volverse a ver, anotaron sus
respectivos datos y a partir de ese momento la acaudalada pa-
reja siempre invita a Irene a sus reuniones.

El matrimonio posee una monumental casa al sureste de la
ciudad —reseñada en una revista internacional de arquitec-
tura— con enormes áreas que acogen valiosas obras de arte
latinoamericano, incluyendo esculturas hasta en los jardines
que rodean la piscina. Estos espacios son la delicia de los más
cotizados organizadores de fiestas, que se esfuerzan en trans-
formar cualquier ocasión en una velada estelar. Recrean los
diferentes encuentros con ambientaciones tailandesas, ma-
rroquíes o posmodernas, utilizando los más innovadores re-
cursos: mobiliarios exóticos, efectos de luz y un servicio a
cargo de mesoneros vestidos de acuerdo al tema.

En los recurrentes agasajos —animados por grupos musi-
cales o algún DJ de moda— se ofrecen ríos de prosecco y añejo
escocés y una comida extraordinaria. En distintos lugares de
la casa presentan bufés colmados de salmón, mero y otros
pescados: en bandejas de plata, los ahumados; y los crudos, en
copas de cristal; todo servido en mesas transparentes, junto a
ostras, cangrejos y langostas frescas sobre camas de hielo. Co-
cineros rebanan langostinos en el aire y sirven variedades ja-
ponesas —sushi, sashimi y tempuras— decoradas con flores
naturales y tiras de vegetales. Los mesoneros se acercan a los
invitados ofreciendo platos con gruesas lonjas de foie gras, ri-
sottos trufados servidos en fina porcelana, tajines con cordero

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al curry y pato pekinés en escudillas de barro. Los comestibles
circulan frente a los asistentes y muchas veces son rechazados
con inapetencia. Al concluir las celebraciones, los camareros
de servicio —después de comer hasta saciarse— colocan la
comida sobrante en las neveras y congeladores de la casa,
donde termina por descomponerse.

Cuando se celebran las fiestas de los hijos de la pareja se
ven desfilar, a la hora de los cotillones, malabaristas, trapecis-
tas y zanqueros con cestas llenas de silbatos, máscaras y pelu-
cas que brindan a los jóvenes presentes un último destello de
imaginación. En las mañanas, el personal encargado de la
limpieza recoge serpentinas pisoteadas y vidrios rotos, junto
a bolsos y corbatas que los invitados, excedidos en licor, han
abandonado. La residencia recupera su glamoroso ambiente
y los dueños pueden desayunar en la terraza sin rastros de la
noche anterior.

Sandra dedica la mayor parte del tiempo al cuidado y man-
tenimiento de la casa, pero los días en que ofrecen grandes
eventos no trabaja en ello; previamente planifica los porme-
nores con los expertos y así puede consagrarse a su arreglo
personal. Sólo en las recepciones no muy numerosas ella, con
una gracia especial, dispone las flores. Encarga novedosas y
extravagantes especies que combina con destreza y buen
gusto. Según la época, decora su casa con brotes de bromelias
en cántaros gigantes o con burbujas de onoto verde en jarro-
nes de porcelana china. Habitualmente coloca surtidos flore-
ros con rosas y malabares en los espacios íntimos. Es una
magnífica ama de casa, supervisa personalmente los platos
que se sirven a diario y en ocasiones prepara antiguas recetas
de la familia. La residencia se ve colmada de los detalles de

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pulcritud y feminidad que ella impone. La lencería reposa ri-
gurosamente planchada sobre pliegos de papel perfumado
—que consigue en una tienda inglesa de artículos para el
hogar— y cuando la familia viaja, el contenido de las maletas
va depositado en sobres individuales, de lienzo para los za-
patos y de seda para la ropa interior.

La pareja se conoció cuando ambos eran muy jóvenes; ella
se destacaba entre las muchachas de su edad por su hermo-
sura. Él le propuso matrimonio casi de inmediato y ella lo
aceptó como una salida al yugo de sus padres, pues estaba so-
metida a los rigores de una familia europea que, además de
privarle la libertad, le limitaba hasta sus gustos, no por falta
de recursos sino por tener muy arraigada la costumbre de
vivir en exagerada austeridad. El pretendiente, en cambio, ya
daba muestras de una personalidad atrevida y de ostentosas
preferencias. Cuando la iba a recoger, su deportivo amarillo
contrastaba con los convencionales vehículos que ocupaban
el estacionamiento del edificio donde Sandra residía. Desde
entonces, Asdrúbal, de piel oscura y tosca nariz, lleva el cabe-
llo hacia atrás, cuidadosamente peinado con brillantina, y se
esfuerza en mantener una elegante apariencia, a pesar de su
tendencia a la obesidad. Con el tiempo ha logrado construir
un mundo de buen gusto, lleno de costosos detalles y exqui-
sitas costumbres. Se hizo miembro de un selecto club y a veces
juega golf con directores de bancos, a quienes llama amigos e
invita a su casa; posee inmuebles en exóticos lugares de moda
y almacena vinos de reconocidas bodegas. Su bella esposa es
el complemento ideal para su estatus. La alta y esbelta mujer,
siempre vestida con prendas de calidad, le ayuda a esconder
su origen, cuando, casi niño, comenzó lucrativos negocios en

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un terreno baldío ubicado detrás del taller donde su padre, al
llegar de la costa en que nació, trabajaba como mecánico.

Ahora, al entrar a la lujosa vivienda, Asdrúbal acostumbra
controlar con la vista cada uno de los rincones de la mansión.
Mientras sube los escalones de granito flameado que atravie-
san el amplio jardín, observa con orgullo sus lustrosos moca-
sines de piel de cocodrilo adquiridos durante el último viaje.
Al pasar la puerta principal, cuya hoja abierta deja ver gruesas
bisagras de bronce pulido, encuentra encima de la mesa del
vestíbulo un sobre inusual, pues no está en el estudio donde
suelen colocarle la correspondencia personal: invitaciones en
las que abundan las bodas y los eventos corporativos. La mi-
siva resulta pequeña, comparada con las exageradas dimen-
siones de los objetos del amplio salón. Sin embargo la
preciosa caligrafía femenina lo impulsó a abrir el sobre de in-
mediato. Al leer la invitación a cenar en la casa de Irene, la
amiga solterona de su esposa, el acaudalado hombre de nego-
cios exclamó:

—¡Qué fastidio!

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III

Siempre ha sido el sobrino predilecto de la tía Alana, una
acaudalada mujer que no tuvo hijos y cuya pasión es financiar
eventos culturales junto a su esposo, un banquero de vida es-
pléndida, recientemente fallecido. Gracias a su mecenazgo el
matrimonio tuvo oportunidad de conocer a renombrados ar-
tistas; cuando venían a la ciudad compositores e intérpretes
famosos, los recibían en su casa y, en petite comité, deleitaban
a sus amigos con música de cámara. Aunque la anfitriona se
mostraba incómoda ante la presencia de parientes cercanos,
incluía en sus actividades a Tulio Augusto, el sobrino favorito.
Fue un niño menudo y frágil, con especial sensibilidad por la
naturaleza; en su época de estudiante no obtenía notas altas,
pero se esmeraba en las tareas de arte y botánica. Pensaron
que sería arquitecto, mas esta ilusión sólo duró hasta que,
cada vez con mayor frecuencia, se iba de excursión a lugares
de difícil acceso. Una noche, inclusive, llegó a dormir —con
su cuerpo siempre atado al arnés— en una de las repisas na-
turales de un tepuy, sujetado por los clavos a la sólida y ver-
tical piedra, humedecido por las gotas de un salto de agua.
Cuando está en recónditos parajes, inclusive a la intemperie,
lo arropa un cálido aliento de tranquilidad. Lo serena la am-
plitud de la cavidad celeste, cargada de oxígeno, y aprecia un

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bienestar que no logra conseguir en ambientes «civilizados».
Escaló los picos Humboldt y Bonpland, remontó el Auyante-
puy. Su apetito explorador llegó más allá: el Cotopaxi, el Ki-
limanyaro y se muestra dispuesto a escalar el Himalaya y el
Everest. Maneja el lenguaje técnico de los expertos y lleva un
vestuario colmado de originalidades. Usa pantalones que se
convierten en shorts, camisas con una malla en la parte infe-
rior de la espalda para la transpiración y bolsillos y asas para
los instrumentos indispensables, todo fabricado en telas lige-
ras que se secan rápidamente si se humedecen. Es un hombre
delgado, sin duda atlético, y en el rostro empiezan a ser evi-
dentes las huellas del sol y del tiempo. La cara larga de perfil
aguileño que alguna vez expresó fuerza y vitalidad está ahora
bordeada por un cerco canoso que se hace más acentuado
después de una excursión, cuando la barba invade el sem-
blante. Las manos parecen extensión de su serena sonrisa y
contrastan con la postura rígida del resto del cuerpo; los
dedos largos, de uñas perfectamente cortadas, se mueven pau-
sadamente y no reflejan las rudezas que la intemperie exige
para la supervivencia.

Irene, en los almuerzos familiares de la tía Alana —la mejor
amiga de su fallecida madre— ve con frecuencia a Tulio Au-
gusto, que siempre le ha parecido un personaje pintoresco; lo
admira por la pasión con que lleva la vida, aunque última-
mente está repetitivo en las conversaciones. Suele hablar del
conflicto que en el futuro tendrán las grandes potencias por el
agua y propone que cada nación promueva la sensibilidad co-
lectiva para intentar la perdurabilidad de este recurso. Es ama-
ble y risueño con todos, y en especial con los niños de la
familia a los que dedica horas de inquietos juegos.

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Tulio Augusto recibe la invitación para la cena de manos
del mesonero de la casa de su tía, después de un almuerzo,
justo antes de salir. La cita es para el próximo jueves. «Esta
Irene si es rara —pensó—. ¿Por qué simplemente no me lo
dijo?».

Recordó que ella recientemente había perdido a su madre
y ahora vivía sola en una nueva residencia. Concentrado en
sus pensamientos se dirige al empleado y le da las gracias de-
seándole buenas tardes.

Camina a grandes pasos hacia su discreto automóvil, orgu-
lloso de su bien entrenado cuerpo. Cuida su organismo con
una alimentación balanceada y con intensas sesiones de yoga
que contribuyen a la resistencia y flexibilidad. Gracias a la
constancia en la práctica de esta disciplina puede mantener
durante largos minutos retorcidas posturas que alguna vez
consideró imposibles, mientras el soplo uniforme y profundo
de la respiración le ayuda a concentrarse. Recuerda el afán de
la madrina por querer involucrarlo en compromisos afectivos
con hermosas muchachas que en realidad no le interesan. Su
concepción del universo, resultado de largas horas de medi-
tación, le hace suponer que todos los seres tienen igual impor-
tancia y una razón especial de ser. Cuando habla lo hace con
un ritmo pausado, ceremonioso, y cuando come disfruta de
cada alimento. Ambiciona sentirse plenamente a gusto con la
vida y disfruta con gente que tiene las mismas motivaciones
que él, en especial con sus compañeros de excursión, a los que
ha escogido a través de años y constituyen un pequeño y re-
conocido grupo que a veces aparece en revistas dominicales.

Durante su momento de diaria reflexión repasa mental-
mente los detalles que conforman su vida, agradeciéndolos a

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un ser superior. En la soledad, respirando profundamente,
evoca el recuerdo del aire puro que consigue en sus viajes. Se
siente obligado a asistir a esa cena; no sabe si es porque la ofe-
rente no se merece un desprecio o simplemente porque no
quiere decepcionar a la tía madrina, que estará al tanto —
piensa él equivocadamente— de la invitación.

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IV

Corina abre el buzón del correo sosteniendo entre el hom-
bro y la oreja el teléfono celular; toma las revistas que recibe
puntualmente, producto de las costosas suscripciones que
tanto esfuerzo le suponen y se dispone a subir los tres pisos
que la llevan a su apartamento. Usa la escalera para ejercitarse
un poco, intentando evitar la acumulación de grasas. Aunque
desistió, después de diez años de divorciada, de la idea de vol-
ver a tener pareja, piensa que las canas y la presbicia son más
que suficiente; no quiere, además, un abdomen flácido. Está
convencida de que la correcta postura contribuye a formar
un buen cuerpo; pasa gran parte del día sentada entre la silla
del escritorio y el asiento del automóvil, por lo que cuando
sube las escaleras se pone derecha, aprieta el estómago y en
cada escalón comprime las nalgas. Al llegar vuelve a su habi-
tual andar relajado y en las tardes, según el cansancio, puede
inclusive arrastrar los pies, pero esos peldaños los recorre con
el mayor esfuerzo, esperanza y dignidad.

Ese mediodía, apoyada en el tope de la cocina, revisa la corres-
pondencia y observa con nostalgia un sobre dedicado a «Mimina»,
como solían llamarla las amigas de bachillerato. El sobre contiene
la invitación de una antigua compañera del colegio, a quien vio
por última vez hace varios años en una reunión de ex alumnas.

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«Voy a tratar de ir —piensa—, será un plan diferente y no
la puedo pasar mal. ¡Irene es de esa gente de toda la vida!».

La idea de asistir a la comida le viene bien pues está de
ánimo bajo; el sentido del humor siempre ha sido su aliado,
hasta en los más difíciles momentos de la vida y sabe que ese
don se alimenta del contacto con gente cordial y de energía
positiva, que últimamente se le dificulta conseguir. Recuerda
que alguien le había insinuado que el desánimo es «el sín-
drome del nido vacío», el mismo que abatió a Tony en el pri-
mer capítulo de la serie Los Soprano. Ciertamente los hijos
han crecido y cada vez están menos en la casa, pero descarta
esa teoría. Ella disfruta compartiendo con los muchachos, ya
grandes, con criterio e ideas novedosas, y recuerda con horror
los primeros años de sus vidas. Fue una esclava de esos niños;
entonces se sentía agobiada por comprar la comida y prepa-
rarla, hacer transportes, supervisar tareas, leer cuentos, rezar,
cortar uñas, sacar piojos y además tratar de mantenerlos
sanos psíquicamente a pesar del abandono del padre, quien
los dejó por una mujer de origen humilde y menos enrollada
que ella, cuando los niños estaban todavía chiquitos. Ahora
está orgullosa de la relación que tiene con sus hijos adoles-
centes, arreglo basado en el respeto y la mutua colaboración.
Al comienzo de este nuevo período (cuando los retoños ya
no respondían sumisos a sus exigencias sino que contestaban
groseramente a sus solicitudes de colaboración) comprendió
que discutir sólo iba a deteriorar la relación. Asistió a un taller
donde le explicaron que las personas maduras deben com-
prender y aceptar que no se puede cambiar la personalidad
inquieta de los imberbes, que es inútil batallar con ellos pues
tienen más resistencia, no sufren de culpa y después de las

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discusiones se vuelven iracundos e inaccesibles. Sólo queda
esperar a que pase este período caótico, en que son desorde-
nados y se visten de forma extravagante, etapa que cierta-
mente es un desbarajuste. Se consuela pensando en que la
Biblia dice que «al principio todo fue un caos» y no pierde la
esperanza: esta fase puede significar un paso que traerá como
resultado un adulto admirable, reflejo de los ejemplos que re-
cibió durante su vida. A partir de esa reflexión empezó a es-
merarse en la relación con sus hijos, a tratarlos respetuosamente
y mostrarse agradable ante ellos; decidió escuchar sus con-
versaciones y conocer sus gustos. Ahora los imagina inquili-
nos con quienes comparte la vivienda y que le pagan
ocasionalmente con un cariño que recibe como el mejor de
los reembolsos, ya que son los únicos que le brindan la calidez
del contacto físico.

El trabajo como escritora la ha convertido en el tipo de
persona que hace preguntas constantemente y es poco solici-
tada en la mayoría de los eventos sociales. A los hijos les in-
quieta que la madre haga públicas sus privacidades si no tiene
a mano un tema colectivo para desarrollar en el espacio sema-
nal que escribe para un periódico. Corina nota que la gente
que frecuenta sólo está pendiente de ser mencionada de al-
guna manera en su columna, aunque no siempre sea ocu-
rrente. No es una periodista famosa, eso le hubiese permitido
conocer personas interesantes; los elogios se reducen única-
mente a las llamadas de los familiares cercanos que la felicitan
por algún artículo o le sugieren incoherentes ideas para que
las desarrolle, con el afán de sentirse colaboradores. De vez en
cuando algún lector la contacta a través del correo electrónico
para hacerle observaciones, la mayoría de las veces críticas

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poco constructivas. Piensa que sólo los necios la toman en
cuenta y que nadie importante le escribe.

Admira la obra de escritoras como Paula Fox y Sylvia Plath;
supone que la soledad de la primera y la fragilidad de la se-
gunda estimularon su apasionada literatura, mientras que
Corina siente que no ha alcanzado ese grado necesario de in-
felicidad para producir textos tan conmovedores. No consi-
dera interesante dar a conocer las anécdotas de su familia, por
más pintorescas que sean, ni tiene paciencia para estudiar
algún personaje histórico y convertirlo en héroe de sus relatos,
pero siente que debe escribir: se cree poseída de un don espe-
cial, que las cosas le susurran al oído y capta un diálogo invi-
sible detrás de los hechos. Muchas veces se apresura ante sus
ocurrencias para modelarlas en el papel y no perder lo ima-
ginado en el terrible desencanto del olvido. Durante años la
poesía le sirvió de catarsis, pero la abandonó porque al publi-
car sus versos sólo elogiaron el trabajo de la imprenta, nadie
tomó en cuenta lo que expresaban y la experiencia le demos-
tró, además, que el sentimentalismo no ayuda a mantenerse
económicamente. Desde entonces decidió desechar la sensi-
blería y se obligó a escribir metódicamente las cuartillas que
debe entregar a la prensa con rigurosa puntualidad, pues aun-
que no involucre el alma es este tipo de escritura la que le da
de comer.

Hora tras hora llena folios en la búsqueda de temas escritos
con la palabra correcta, tratando de expresar las imágenes que
se le acumulan en la mente y suponiendo que así consigue
trascender. Sabe que es muy difícil alcanzar notoriedad con la
pluma; es duro el trabajo de escribir, requiere de mucho
tiempo para la introspección y el repaso. Le cuesta conseguir

28

períodos de serena reflexión, su vida está constantemente al-
terada por obligaciones cotidianas que la agitan y le acortan
las horas. A veces sondea el alma buscando sincerar los sen-
timientos y emergen imágenes del padre de sus hijos. Ella lo
conoce a fondo, calibra su estado miserable y no dejan de sor-
prenderle las reacciones de ese hombre con el que compartió
muchos años. Sabe que el origen de los desequilibrios del ex
marido data de los maltratos que sufrió en la infancia. Corina
lo amó hasta el punto de imaginar que con la intuición podría
revindicarlo; soportó con paciencia los variables estados de
ánimo por los que él pasaba. Al cesar los momentos de agre-
sividad, en el posterior desaliento, cuando quedaba consu-
mido por la inútil confrontación, el hombre desolado se
refugiaba en sus brazos. De nada valieron las ocasiones en que
después de hacer el amor compartieron la placidez por haber
alcanzado juntos la plenitud. Corina esperó inútilmente que
esa imagen que parecía tan verdadera le sirviera de asidero a
su pareja para salir de las depresiones; sin embargo, él se man-
tuvo resentido, incapaz de ver las cosas buenas, siempre nega-
tivo, sin importarle las frases de aliento y los libros de
autoayuda que ella le hizo leer. Después del último intento
desesperado, argumentando sobre el futuro y la estabilidad
de los hijos, recurrió a la pasión que una vez los unió y le hizo
llegar unas letras, cargadas de erotismo, que mostraban el
deseo de volver a estar con él. No supo si recibió esas líneas o
fue inútil manifestarle sus ansias de sentirse amada. Todavía
se avergüenza de su incapacidad para recuperar a ese hombre
cuyo dibujo nítido tiene aún en el alma. Nunca logró conmo-
verlo ni penetró en el fondo de su existencia, por lo que fue
imposible salvar el matrimonio a pesar de haberlo amado con

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vehemencia. Durante los primeros años sin su compañía,
tenía el cuerpo cargado de tensiones que le ocasionaban do-
lores musculares, además de una actitud generalmente exal-
tada, atribuible —según piensa— a la falta de sexo. Cuando
lo recordaba, una terrible ansiedad le hacia latir acelerada-
mente el corazón. Al intentar dormir, no hallaba el cuerpo
que tantas veces la había complacido; en la cama no volvió a
encontrar la cálida piel del hombre que durante mucho
tiempo fue su marido. Posteriormente, después de algunas
decepciones, renunció a la búsqueda del sustituto perfecto.
Se dio cuenta de que los tipos que le parecían apetecibles, de
risueño aliento y brillante piel, eran demasiado jóvenes; y que,
aparte de la satisfacción que le brindaban sus caricias, las con-
versaciones le resultaban fastidiosas. Mientras que a los indi-
viduos maduros con los que había intentado una relación los
encontró repletos de prejuicios y sin libertad para el amor.
Comenzó al mismo tiempo a sentir el paso de los años y poco
a poco se convenció de que ya no podía conquistar a nadie. Se
percata de que dejó de ser una amante espontánea y creativa
por estar pendiente de esconder —tras la oscuridad, las sá-
banas o las manos—, la piel flácida de los pechos caídos. Está
dedicada al celibato y, como ella dice, se cauterizó el alma; su-
pone que nunca más volverá a abrir la gaveta del amor, pero
imagina en secreto que algún individuo ardiente se le acercará
un día para dejarse tentar por una deliciosa auque falsa ilusión.

Mientras piensa, Corina va recogiendo los platos sucios,
aprovecha para regar las matas que tiene en la ventana de la
cocina y limpiar la caja que sirve de vivienda a unos pequeños
morrocoyes, la única mascota que ha permitido a sus hijos
en la casa, pues son discretos y se mantienen con una dieta

30

económica, aunque reconoce que son aburridos y que el
único momento de diversión que han tenido con los anima-
litos fue cuando su hija les pintó las uñas con esmalte rojo. A
pesar de no ser ordenada ha decidido mantener la organiza-
ción de la vivienda, ya que pierde mucho tiempo cuando
busca algo y no lo encuentra. Lo que le pagan por los artículos
en el periódico y las esporádicas colaboraciones como guio-
nista de telenovelas no le alcanza para gozar de servicio do-
méstico. Cuando pudo contratar muchachas para las tareas
caseras la suerte no la acompañó, resultaron desaseadas e in-
clusive llegaron a robarle; con esa mensualidad prefiere pagar
la televisión por cable. Opina que la disposición correcta de
las cosas es una cuestión científica, asunto de metodología y
disciplina; considera que las personas ordenadas están en un
nivel más avanzado de la evolución. Tener un lugar para cada
cosa la ha ayudado a reducir esos escenarios en que algo —
que ha visto segundos antes— desaparece frente a su nariz.
Esta situación, aunque resulta increíble, suele ocurrir y una de
sus tías la atribuye a «la perversidad de los objetos inanima-
dos». Intenta agrupar los artículos según su especie —libros
con libros, discos con discos, franelas con franelas—, pero hay
ocasiones en que todo está revuelto; entonces se ve obligada
a organizar a fondo el apartamento y dedica largos períodos
a colocar en «su santo lugar» lo que está desarreglado. Luego
de estas batallas contra la anarquía, se siente satisfecha porque
controla el hogar. Cuando baja la guardia, los hijos dejan las
cosas en cualquier sitio y Corina, resignada, admite que de
nuevo tiene que consagrarse a una jornada de orden.

Cuando finalmente deja la tarjeta de invitación que acaba
de recibir, sostenida por un imán en la puerta de la nevera, se

31

da cuenta de que debe empezar a buscar la ropa que se pon-
drá esa noche. Desde hace años no compra nada nuevo, en el
clóset sólo tiene unos bluyines anticuados y lo único elogiable
de ellos es que conservan la misma talla de cuando estaba sol-
tera. Se siente bien cada vez que se enfunda en esos pantalo-
nes, las dimensiones del cuerpo no le han cambiado
mayormente y todavía le siguen quedando cómodos. Percibe
cierta nostalgia por el tiempo en que le interesaba su arreglo
personal; no se alisaba la ondulada cabellera, la lucía al natu-
ral pues le daba un aire rebelde del cual se sentía orgullosa.
Llevaba con vanidad los primeros pantalones de bota cam-
pana con el corte más abajo del ombligo, que le hacían pare-
cer el talle más largo y dejaban ver los huesos de la estrecha
cadera. Entonces se decoraba los brazos con una extensa co-
lección de ligas negras que sacaba de las tapas de las compotas
y llenaba el incipiente escote con collares de diminutas cuen-
tas de colores. Cuando tenía una fiesta tomaba sol en el patio
de la casa para que el tono de la piel le resaltara durante la
noche y, engalanada con la frescura de la juventud, salía a la
calle con la sensación de comerse el mundo; podía enfrentarse
a cualquier diálogo en el que se hiciera referencia a un escritor
o un filme de moda, con puntos de vista actualizados y co-
mentarios cargados de fino humor.

Ahora lleva una vida mecánica y hasta cierto punto abu-
rrida si la compara con la época en que no se perdía ningún
festival de teatro o de cine; iba a dos o tres funciones diarias,
conocía a los organizadores y participantes de los eventos, asis-
tía a las recepciones de esos grupos bohemios, utilizaba frane-
las alusivas a los espectáculos y repartía panfletos publicitarios.
Todavía mantiene intacto su apetito por la información y los

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eventos de actualidad, pero en la juventud era tanto su arrojo
que una noche llenó de grafitis varias paredes residenciales;
en ese entonces, la mayoría de los jardines de la ciudad esta-
ban abiertos y los escasos muros resultaban una tentadora
pantalla para publicar sus ideas.

Sin darse cuenta se puso a hablar sola y mientras se dirigía
al cuarto para ponerse a trabajar se dijo en voz alta:

—¡A ver si te animas un poco, mijita!

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V

Doménico encomendó a un especialista la organización de
sus compromisos personales, porque de las citas con promo-
tores internacionales y notas de prensa se encarga su repre-
sentante; así tiene un poco más de tiempo para disfrutar de su
país natal cuando lo visita.

Pasó unos días junto al mar y ahora, de vuelta a la capital,
está ligeramente más delgado, luego de una dieta a base de
pescado fresco. Después de sus caminatas por la extensa costa
se recompensaba con agua de coco, líquido que absorbe frío,
«en su propia nuez» y que le brinda el placer indescriptible de
los secretos del Trópico. Lo considera un elixir único, desver-
gonzadamente expuesto a la vista de todos, pero sólo alcan-
zable por la habilidad del trepador y el corte de machete.

También en Caracas se hospeda en la habitación de un
hotel, como si estuviera de gira. El único inmueble que tiene
en estas tierras es una casa que su segunda esposa se empeñó
en comprar y que conserva a pesar del agresivo divorcio, sur-
gido cuando ella se percató de que la vida del artista no era lo
glamorosa y divertida que había soñado. Después de haber
disfrutado de viajes y de amplios carros con chofer, de lujosos
hoteles y encuentros con personalidades, la mujer se fue can-
sando de sentirse sola, su esposo la abandonaba con frecuencia

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para sumergirse en el proceso creador, muchos días aislado,
intensamente pensativo y sin comunicación con nadie. Final-
mente decidió marcharse, estableció un vehemente proceso
legal y no hizo más esfuerzos por esconder su identidad ines-
crupulosamente interesada.

La casa que le quedó a Doménico es gigantesca pero como
no logró manejarla, la dejó en manos de inquilinos que pagan
puntualmente en moneda extranjera, lo cual lo distanció más
de la nación donde pasó su niñez de hijo de inmigrantes tra-
bajadores y exitosos. Alguna vez pensó con melancolía que si
hubiese tenido una relación matrimonial más equilibrada po-
seería un sitio pequeño y fácil de mantener, para hospedarse
al llegar a la ciudad que lo vio nacer. Aquí se siente cercano a
los días de su juventud, cuando, al igual que las hormonas, le
afloraban en la cara furtivas inseguridades y exageradas for-
talezas. Estando en este lugar, algo lo devuelve a la vida real;
en el extranjero tiene la felicidad de estar cerca de sus dos
hijas, fruto del primer matrimonio, pero en estas tierras él se
percibe más humano y terrenal. Le aflige encontrar modernas
construcciones discordantes con deterioradas obras civiles, y
nota las mismas vías de comunicación de siempre maltrata-
das por numerosos automóviles que conducen cambiando de
canal sin sentido aparente. En contraposición con el recuerdo
de las pocas personas que veía cuando era niño al desplazarse
en el transporte escolar, se topa con una desconocida multi-
tud, una aglomeración de gente con expresión de enojo, visi-
blemente sofocada por el calor urbano. El ritmo acelerado de
los habitantes lo percibe en los botones de los ascensores, ya
que se encuentran desgastados los que cierran las puertas y no
los que las mantienen abiertas. Supone que la población, en

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su afán por trasladarse rápidamente, olvida la consideración
con el prójimo. Pero en este espacio se encuentra ubicado y
centrado; una montaña, imponente bloque natural que es-
conde misterios y mar, es la referencia que todos utilizan y
que él comparte para ubicar el Norte. No necesita ver el reloj
porque distingue las horas por la intensidad de la luz del día
y se siente a gusto cuando, con cordialidad, los porteros y los
barrenderos le llaman jefe.

En esta ciudad se mantiene poco tiempo al año porque la
soledad le golpea con fuerza y le hace sentirse más frágil. Es
notable la nostalgia que percibe en este sitio, el único del
mundo en donde le gusta ver la televisión local ya que apare-
cen anunciados los mismos productos que consumía cuando
era niño, aunque ya ningún canal comience la programación
infantil como la iniciaban entonces: «Niños, no juguéis a la
guerra porque la guerra es mala; jugad a la paz porque la paz
es buena». Luego proseguían las imágenes de su transmisión
favorita en la que cantaban y él se sentía en «el país donde los
niños son felices». Aquí consigue intacta la barbería donde
acompañaba a su padre a cortarse el cabello; en las calles es-
cucha a las chicharras llamando la lluvia desde unos árboles
que recordaba enormes, pero que en el presente encuentra
pequeños, e imagina la desdicha de Alicia al experimentar su
crecimiento sorpresivo en el País de las Maravillas.

Después del café con leche, que en las mañanas le llevan a
la habitación del hotel, se dispone a revisar la agenda que le
espera. Le llama la atención tener un compromiso que no sea
un evento público o cuyo oferente sea alguien que no esté re-
lacionado con su trabajo. Está invitado a cenar en la casa de
Irene Briceño. Le costó recordar de quién se trata, pero final-

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mente tiene la idea de que es una de esas muchachas de fami-
lias acomodadas que asistían en hordas a sus actividades ar-
tísticas al inicio de su carrera. Una admiradora de las que veía
de lejos en un auditorio o con la que se cruzaba, entre el ruido
y el humo, en extravagantes lugares nocturnos de moda.
Puede pertenecer a ese grupo de mujeres, entonces muy jóve-
nes, que en un momento de la vida le sirvió de inspiración
para creer que valía «algo». No sabe si fue de las que alguna
vez besó, dejando en los ingenuos labios el sabor de lo irrepe-
tible y sin que a él le quedara una huella tangible. Eran tiem-
pos en que su dura piel combatía por hacerse camino,
mientras la mente le atormentaba con la aspiración de hacer
una obra trascendente.

Duda en acudir a esa invitación. No sabe qué tipo de reu-
nión será. Detesta las recepciones numerosas, aunque pre-
sume que ésta no debe ser el caso ya que la esquela que recibió
fue escrita a mano en cartulina de hilo. No tiene deseos de
entablar comunicación con desconocidos, mucho menos
de remover recuerdos y sumergirse en añoranzas innecesa-
rias; por otro lado, el aislamiento en que se encuentra le hace
pensar que nada perderá si asiste a esa cena.

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VI

Durante un viaje de trabajo a Los Ángeles, Irene encontró,
en la revista de la línea aérea, una interesante receta de cocina.
Arrancó la página y la guardó sin imaginarse que iba a prepa-
rarla ella misma en la cena de esa noche. La tarjeta que envió
a los invitados indicaba fecha, hora y dirección; había colo-
cado en la misiva el teléfono de la casa, pidiendo que, por
favor, en caso de no poder asistir, le avisaran. Como invaria-
blemente tiene conectada la secretaria telefónica y nadie la ha
llamado, supone que los cinco comensales asistirán con pun-
tualidad.

Compró con antelación los ingredientes de la receta que se
propuso preparar y encargó otros platos que no es capaz de
presentar con la perfección a la que está acostumbrada. Con-
trató a un mesonero que trabajaba ocasionalmente en la casa
de sus padres cuando daban reuniones más numerosas de lo
habitual, por lo que no cree necesario extenderse en la explica-
ción de cómo servir la mesa ya que su madre lo había entre-
nado, mediante esquemas y dibujos, en la forma correcta de
colocar las copas y cubiertos y de presentar las bandejas a los
comensales. Esperó a que el ayudante llegara para darle las ins-
trucciones sobre el orden en que debía servir el menú y las be-
bidas, en especial los vinos, aireados en garrafas decantadoras.

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Duda por un momento si el primer plato será el adecuado,
pero recuerda que hace calor en esta época del año y, aunque
en las noches sopla algo de brisa, un plato frío caerá bien; ade-
más, de aperitivo obsequiará, recién horneados, unos peque-
ños volován, rellenos de hongos y queso gruyer, encargados a
una casa reconocida por su delicada pasta de hojaldre.

Se dispone a preparar por primera vez la sopa, cuya receta
había conservado desde su viaje a Los Angeles y que servirá
como primer plato, presentada en unas cazuelitas de terracota
que su madre había traído años antes de México. La receta
indica condimentar con sal, pimienta, una pizca de nuez mos-
cada y un chorrito de aceite de oliva la pulpa de un melón
maduro pasada por el tamiz y bien refrigerada. Antes de ser-
vir, agregar una cucharada, no muy grande, de nata fresca ali-
ñada con cebollin y jamón serrano picaditos; luego colocar
encima de los platos una pequeña brocheta, ensartando dos
perlitas de melón envueltas cada una en una lonja de jamón.

La comida que ofrecerá a continuación fue encargada a un
reconocido chef, quien tiene un servicio de catering y sirve a
gente prestigiosa: filetes de pargo en papillote, práctico porque
evita el olor del pescado. Cada plato se servirá junto a una pe-
queña porción de papas al vapor y juliana de vegetales, acom-
pañado de un platito con ensalada de lechugas bebé y tomates
cherry, aderezada con vinagreta transparente de limón. Antes
de servir hará tostar el pan, rebanado en finas ruedas cubiertas
con mantequilla, hasta darle un crujiente tono dorado.

Para seleccionar la vajilla, Irene observa los tramos del cló-
set con los enseres de porcelana, cristal y plata que trasladó de
la casa de su infancia; los encuentra lustrosos, con un aire
nuevo muy distinto al que se respiraba en los polvorientos y

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oscuros depósitos anteriores, donde permanecieron muchos
años sin usar. Frente a los rústicos azules que adornan las pie-
zas de Talavera y los suntuosos dorados de la casa Rosenthal,
se decide por el fresco diseño botánico de Villerroy et Boch,
quizás el juego que su madre menos aprovechó por haber sido
un antojo de sus últimos años. Como complemento, selec-
ciona unas copas verdes de la firma Val San Lambert; y, para
lucir el contraste con la madera oscura de la mesa, coloca
unos individuales de hilo que obtuvo al cortar un mantel de
encajes de Bruselas, que por sus grandes dimensiones supo
que jamás iba a usar.

Al considerar que todo está dispuesto, va al cuarto para
tomar una ducha, tibia al comienzo y luego fresca, según la
costumbre adoptada en los inviernos, cuando estuvo interna
en el exterior y no había suficiente agua caliente; los placen-
teros y prolongados baños de la niñez fueron sustituidos en-
tonces por esporádicas y cortas irrigaciones a las que se
sometía con el único objetivo de eliminar el jabón aplicado en
ciertas zonas de su cuerpo. Desde aquellos tiempos, bañarse
es una rutina que realiza por disciplina y con la cual logra una
sensación restauradora, pero no le brinda ningún placer.

Para recibir a los convidados se pone un vestido negro con
un sobrio juego de zarcillos y collar de Van Cleef, elegido del
cofre de cuero donde su madre guardaba las prendas que
usaba con más frecuencia. Las piezas de mayor valor las sigue
conservando en una de las arcas de seguridad de un banco.

En el salón de la casa, Irene se sienta a esperar la llegada de
los invitados. Experimenta una ligera compasión por sí
misma al pensar en el trabajo que invirtió para este momento,
depositando su ilusión en personas casi desconocidas.

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VII

Sandra selecciona con antelación la ropa que usa en las no-
ches; está acostumbrada a realizar un lento y riguroso rito
para engalanarse, al que se entrega plenamente cada vez que
tiene un compromiso. Aparte de los viajes, únicamente sale
cuando tiene una invitación o cuando organiza algún en-
cuentro para almorzar con otras mujeres. Las diligencias de la
casa las realiza el chofer, también encargado de transportar a
los hijos, mientras que la cocinera —experta en los cortes de
las carnes y las verduras de estación— es quien hace las com-
pras. Más allá del incentivo de conocer un nuevo ambiente,
arreglarse para asistir a un evento le proporciona la ocasión
de un encuentro íntimo consigo misma.

Se retira al salón interno que comunica los baños (separa-
dos por la habitación matrimonial), un selecto espacio donde
la madera del piso luce las alfombras persas, seleccionadas
por el colorido de la seda entre los tapetes que un comerciante
libanés les mostró en la Piazza d´Herbes de Verona. Los mue-
bles ingleses están decorados con piezas de plata; en enor-
mes portarretratos aparecen ella y sus hijos, elegantemente
vestidos, mejorados por el maquillaje y la brisa artificial de
cotizados fotógrafos. Otras imágenes de menor calidad, pero
de igual tamaño, tomadas durante los viajes de la familia,

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exhiben los íconos representativos de cada lugar visitado. Las
flores frescas y la selección de perfumes que Sandra utiliza,
junto al olor de la reciente tapicería y el sistema de aire acon-
dicionado central, conforman un ambiente de grato aroma,
elegancia y confort.

Cuando se quita la ropa, la pone en un perchero si está lim-
pia, o la deposita, según la calidad, en una cesta para lavarse
en casa o en el canasto que va para la tintorería. Permanece
completamente desnuda mientras elige lo que se va a poner;
en la confianza de la soledad le complace sentir la libertad de
la piel sin vínculos con la vestimenta, así coloca sobre la cama
las piezas y accesorios seleccionados para luego darse un
baño. Los delicados pies jamás tocan el suelo, mientras se des-
plaza por el piso de madera o recorre la fría superficie de már-
mol de su baño, en las áreas separadas de lavamanos, jacuzzi
y water closet, el sereno caminar está protegido por finas pan-
tuflas de seda y moiré.

Su tersa piel, gracias a las prolongadas horas de sueño y la
ausencia de sol, le concede un especial atractivo, pero ha co-
menzado a perder lozanía y desarrollado cierta fragilidad ca-
pilar: al más mínimo tropiezo le aparecen marcas cardenales
que ella acepta como una desafortunada característica de su
clara tez. Se aplica cremas con frecuencia, añade aceites al
agua de la bañera, permanece largo tiempo sumergida en la
tibia emulsión jabonosa y se adormece con el borbotear del
agua. Le satisface acariciar sus piernas torneadas, su vientre
firme; al tentar su depilada intimidad, el roce imprudente de
los dedos provoca la sinéresis de los relajados muslos.

Cuando se pone de pie, el hermoso cuerpo se cubre con
un sutil vapor que ella aplaca lentamente al apretar contra la

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piel una de las esponjosas toallas que están a su alcance. Lo
primero que se seca es el rostro, apoya la cara contra la tela to-
davía sin desdoblar y disfruta del aroma de pulcritud que des-
prende la lencería de la casa. Luego, con el lienzo abierto, hace
absorber las gotas que quedaron sostenidas en las menudas
pecas de los hombros, envuelve a manera de turbante la hú-
meda cabeza y arropa el resto del cuerpo con otra toalla. De
nuevo el olor inmaculado del paño le brinda placer; tal vez
evoca la seguridad que sentía cuando era pequeña y la abri-
gaban con una bata después de varias horas en el mar, un nos-
tálgico aroma que asocia con almendrones y crema solar. Sale
con lentitud de la bañera y se coloca de nuevo las estilizadas
pantuflas que le aguardan junto a la tina.

El atuendo para la noche espera tendido sobre la cama
mientras se pone la ropa interior. Durante el día usa lingerie
de algodón blanco que se ajusta a la bien conservada figura
para que no se evidencie debajo de los vestidos; en cambio, en
las noches, cuando asiste a algún evento, utiliza ropa interior
oscura de elaborados encajes. Selecciona un conjunto de seda
negro con el sostén tipo balconcini que realza el escote.

A pesar de la edad sigue siendo hermosa, el cuerpo agra-
dece las disciplinadas sesiones de gimnasia y ballet que man-
tiene desde niña como prevención, además, de una deficiencia
coronaria de origen genético. Lleva corta la rubia cabellera y
con apenas un soplido del secador se peina con aspecto juve-
nil. Se sienta frente a la cómoda de mármol, donde varias bo-
tellas de perfume lucen agrupadas sobre una bandeja de plata,
junto a antiguos envases de cristal tallado que guardan polvos
de talco y algodones. Aplica retoques de maquillaje a sus fac-
ciones que, ennoblecidas por el claro colorido de los ojos,

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mantiene al natural; sólo coloca en las mejillas, después del
hidratante, un leve toque de rubor.

Se viste con un traje de gasa de color malva; como todas sus
prendas, se caracteriza por su refinada tela y cuidadosa cos-
tura; en su clóset sólo coloca trajes de reconocidos diseñado-
res internacionales. En otro estante tiene numerosos pares de
zapatos: bordados con pedrería, mocasines de cuero o ga-
muza, calzados de tacón alto y exóticas babuchas. Sandra
cambia las pantuflas por unas estilizadas sandalias y para atar-
las se sienta en una diminuta butaca que tiene para ese fin.
Escoge un pequeño bolso de noche y coloca dentro las cosas
que quizá necesitará durante la velada.

Antes de dirigirse al estudio de la casa, donde aguardará la
llegada del marido para ir juntos a la cena, se perfuma ro-
zando contra las muñecas y entre los pechos la tapa de cristal
de un frasco de sutil fragancia. Una vez más observa su rostro
en el espejo y esparce algo de brillo en la boca para disimular
que, últimamente, a esos labios les cuesta sonreír.

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VIII

Tulio Augusto tiene varias horas sin poder dormir, eleva la
mirada al techo de su habitación, alquilada en el oeste de la ciu-
dad, y busca una salida al problema que le agobia. Siente los so-
nidos de la noche; muchos de ellos son conocidos, como el
gotear de las cañerías y los esporádicos ronquidos de fantasma-
les motocicletas que atraviesan la lejanía; otros, novedosos, qui-
zás imaginarios, como el viento que parece gemir ante el marco
de la ventana. En el desvelo trata de controlar la angustia, de
calmarse, y busca la explicación del abatimiento, justificándose
ante la posibilidad de que sean vibraciones universales y cíclicas,
producto del biorritmo. Piensa que si la luna afecta las mareas
debe influir en nuestro organismo, compuesto mayormente de
agua; también considera que podría ser debilidad interna de
origen orgánico, una baja de defensas, el comienzo de una gripe
o quizás la andropausia. En momentos difíciles suele consultar
el I Ching. El destino que al azar ofrecen las monedas le brinda
la tranquilidad de que un orden establecido controla la exis-
tencia. Se ha forjado la idea de que todo cambia y, por lo tanto,
la situación no puede seguir siendo igual; sabe que esos mo-
mentos de angustia se repiten y que después de mucha medi-
tación, en la que va reduciendo mentalmente las necesidades a
los elementos más básicos, logra calmar la inquietud.

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A veces se desalienta al pensar que nunca va a llegar un por-
venir mejor pues, aunque ha disminuido los gastos, no logra
ahorrar. Si bien por la gestión de sus compañeros de equipo ha
conseguido financiamiento para sus excursiones y el patrocinio
de una marca de ropa le suministra prendas deportivas para
usarlas en entrevistas y presentaciones públicas, sus ingresos
son esporádicos y en ocasiones se mortifica. Piensa que si llega
un momento de déficit y no tiene algo guardado se verá en pro-
blemas. Repite frases optimistas para darse ánimo; con ayuno,
privaciones materiales y ejercicios espirituales se reconforta.

Eliminó las compras a crédito después de un viaje en el
que excedió los límites y luego sufrió un largo período de
aprietos. Para poder pagar esa deuda tuvo, inclusive, que ven-
der unos objetos que le había regalado su tía Alana: una
pluma fuente de oro, un cronómetro y un telescopio. Descarta
la idea de recurrir a la madrina en caso de necesidad, no po-
dría soportar la vergüenza de mostrarse fracasado ante ella,
una persona tan importante que lo percibe con admiración.
Sólo una vez consideró la posibilidad de solicitarle una suma
de dinero a manera de préstamo, para costear la operación
de cataratas de su padre. Ese hombre que había sido figura
ejemplar por su bondad, ahora, con el paso de los años, se en-
cuentra muy ajustado con la jubilación. Aun así mantiene el
señorío, mostrando su figura pulcra y bien arreglada desde
las primeras horas de la mañana y entregando minúsculas
propinas en la estación de gasolina. Afortunadamente no fue
necesario pedir el préstamo, el padre salvó la vista gracias al
seguro médico que brinda la compañía donde trabaja una
hija que tuvo fuera del matrimonio y que cubre los gastos clí-
nicos de los miembros directos de su familia.

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Hace un esfuerzo y se propone respirar, concentrándose
en el aire mientras llena los pulmones. Considera que ese acto
mecánico lo mantiene vivo y conectado con el cosmos, una
bendición que aparta de su mente los temores. Logra varios
minutos de meditación, concentrado en una luz imaginaria
que entra por el cerebro, recorre la columna vertebral y se
proyecta poderosa hacia el exterior, saliendo como un ma-
nantial a través del plexo solar.

Casi al mediodía abandona la casa para hacer ejercicios,
supone que, al aumentar las endorfinas, cambiará su estado
de ánimo. Aunque la situación económica no varía ni logra
conseguir la deseada libertad financiera, por lo menos no
piensa en eso mientras hace su entrenamiento. Distrae la
mente con las palpitaciones de su agitado corazón, con la re-
sistencia de los músculos y la desintoxicante sudoración; ob-
serva el majestuoso paisaje que brinda la montaña que bordea
la ciudad y siente gran placer al sentirse inmerso en la vege-
tación. Así comienza la rutina en la que acostumbra platicar
con la gente que consigue al recorrer el circuito. Se detiene a
tomar un jugo de frutas, cuyo sabor selecciona indistinta-
mente y que degusta mientras le da una mirada superficial a
un periódico que le prestan en un quiosco vecino. A veces
aprovecha para comprar o cambiar alguna película; sabe
donde se encuentran los principales distribuidores de copias
quienes, a sabiendas de su afición, le consiguen y guardan los
filmes que solicita. Ése quizá sea el único capricho que se per-
mite fuera de sus necesidades para sobrevivir. Le mortifica re-
currir a versiones no originales pues sabe que no es legal y a
veces la calidad de las copias deja mucho que desear, pero se
consuela al saber que no es fácil conseguir los títulos clásicos

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que le apasionan en versiones auténticas y que de ser así cos-
tarían cifras que él no podría afrontar. Disfruta al ver obras de
antiguos comediantes: Toto, Groucho Marx, Benny Hill, Luis
de Funes, Viruta y Capulina. Pasa horas complacido con las
sencillas historias y las ocurrentes interpretaciones que le
arrancan espontáneas y sonoras risotadas que considera tera-
péuticas.

Cuando regresa a su casa, a pesar del gran apetito, come
con lentitud cuatro rebanadas de pan integral con pechuga
de pavo y de postre un cambur. Luego, lentamente, desem-
paca una hamaca de moriche que compró en uno de sus via-
jes y conserva como un tesoro, la cuelga en las alcayatas,
atravesando toda su habitación y duerme una siesta con la
cual recupera las horas de sueño perdidas durante la desve-
lada de la noche anterior. Al final de la tarde se dispone para
ir a la casa de Irene, sin saber cuántas personas ni qué tipo de
gente encontrará allí; aunque ella es muy formal, él asistirá
con su habitual ropa deportiva pues así se siente más cómodo.

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IX

Corina cumple una jornada de las que agotan a las madres
que, además, trabajan. Después de entregar unas cuartillas en
el periódico, va a buscar unos cheques que no están listos y
pierde mucho tiempo; luego hace una cola interminable en
un banco en donde, por la gran cantidad y variedad de gente
que hay en las taquillas, se nota que es día de pago. De ahí
lleva a su hija, con una enorme maqueta, al instituto en donde
estudia. Al regresar, en medio del tráfico, decide entrar a una
peluquería que encuentra en el camino, uno de los tantos ne-
gocios que se anuncian en el vidrio posterior de los autobuses
populares, con la foto del orgulloso dueño de la franquicia.
Después de consultar la lista de precios se entrega a unas
manos desconocidas para pintarse las canas, depilarse las cejas
y secarse el pelo. Va a cenar con Irene: si no se arregla tem-
prano, en la noche estará cansada para hacerlo; y, si se queda
en su casa, seguro que mañana se arrepentirá. Tiene suerte
porque la atendieron en seguida; cuando estuvo lista disfruta
con el favorecedor cambio que le proporcionó la hora y media
que estuvo en el bien llamado salón de belleza, y eso la recon-
forta al momento de ofrecer su tarjeta de crédito para pagar.
Antes de llegar a su apartamento, pasa por la casa de una

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