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Published by paul.newman.dev, 2022-11-29 14:45:44

La Cena

Gisela Cappellin

vecina que trabaja en una boutique y siempre está vestida a la
moda. Esta le ofreció, en préstamo, algo que le combina con
unas sandalias altas que piensa usar esa noche. Después de
probarse varias cosas con las que se siente disfrazada, se de-
cide por una camisa bordada tipo hindú que le pareció apro-
piada y le resultó cómoda. Finalmente se pondrá uno de sus
jeans y confía en que el más nuevo, que le queda apretadito y
con el que la piropean de vez en cuando, esté limpio.

Llega a la casa y, antes de ir a su cuarto a engalanarse, apoya
la camisa prestada en la mesa de la cocina, para sacar de la
nevera algo congelado y dejarle preparada la comida a los
muchachos. En medio de la faena, una de las mangas de la
prenda se ensucia con la salsa de tomate derramada de un en-
vase roto.

—¡Lo que me faltaba! —gritó a punto de llorar; pero se
sobrepone para que no le de un ataque de rabia, sabe que si
estalla en lágrimas los ojos y la nariz se le pondrán horribles.
Respira corto y rapidito, como le enseñaron a hacerlo cuando
iba a dar a luz, y pone un disco de Benny Moré. La música del
cubano la anima a hacer con gusto los oficios del hogar, inclu-
sive incitándola a marcar con un movimiento de caderas el
suave ritmo que la acompaña hasta llegar al surco de «La mú-
cura está en el suelo, ¡ay mamá, no puedo con ella...!».

Ya no escucha a Tito Rodríguez. Dejó de concebir ese pla-
cer masoquista del amor de cuando se sentía «Tan lejos de
ti…» —como dice la canción Hoja seca, pieza con la que mu-
chas veces lloró mientras coleteaba o guardaba la compra—;
ahora sabe que no tiene quien la ayude con su múcura de
agua, pero no se lamenta y disfruta de la soledad, por lo que,
al ritmo de la música, se dispone a lavar la camisa. Diluye el

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jabón en el agua, en un recipiente donde puede expandir la
manga para limpiarla, apretando y aflojando suavemente el
puño, no restregando con fuerza, como creía cuando no había
aprendido a lavar, sino dejando pasar el líquido a través del te-
jido para desprender así la mancha de la tela. Su mente se va
distanciando mientras piensa que, a pesar de los avances de la
tecnología y de la gran ayuda que significa tener una lavadora
y una secadora, siempre habrán piezas que sólo se pueden
lavar a mano. El pensamiento se va mas atrás y comienza a
sentir admiración por la evolución de la mujer y su participa-
ción en la sociedad; retrocede en el tiempo y se siente afortu-
nada de vivir en la actual época. Se imagina cuando el agua no
llegaba por cañerías sino que había que ir a buscarla; intenta
explicarse qué harían las mujeres en urbes sin ríos o lagos cer-
canos, piensa en las dificultades para obtener un envase con
el preciado líquido, pues no todas habrán tenido el privilegio
de que alguien le cargara un recipiente hasta la intimidad de
su aposento. Cavila y se da cuenta de que, además, no había
detergentes; cuando se inventaron los jabones eran grasientos
y no ayudaban a desprender las sustancias indeseables. Es-
pecula con el horror que pudieron sentir algunas mujeres
antes de que los humanos se organizaran en ciudades con pa-
redes tras las cuales ellas pudieran esconder sus secretos.
Siente, entonces, el consuelo de que las indias deben haber
disfrutado de libertad para caminar desnudas, con las piernas
laqueadas por tonos rojizos y marrones como los de su piel,
y para enjuagarse dulcemente a la vera de un riachuelo; está
segura de que el flujo menstrual no les produciría ningún
dolor, los malestares deben de haber venido con la civiliza-
ción, al sentirse agobiadas por la vergüenza.

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X

Aislado en el sauna del hotel, Doménico intenta relajarse y
olvidarse de la próxima presentación de su obra. Le abate la
incertidumbre, una idea persistente le socava el cerebro, es-
pecula sobre el resultado de su empeño. Duda si en la actua-
lidad el arte llega a la gente más por el hábil mercadeo y las
labores de promoción que por la calidad de las obras. Sus pri-
meros trabajos, aunque no expresaban todavía la habilidad y
soltura de su experiencia actual, fueron elaborados en medio
de tormentas emocionales. Recuerda que en aquel tiempo de-
dicaba muchas horas a la revisión de su obra antes de atre-
verse a presentarla al público, mientras que ahora, apenas
concibe y elabora una pieza, ésta sale de sus manos y co-
mienza una travesía por diversos caminos de negociadores.
Le mortifica admitir que la publicidad y los contactos influ-
yen directamente en la percepción de la opinión pública. Los
compromisos con medios de comunicación y admiradores,
—sobre todo aduladores—, le arrebatan parte de su tiempo de
reflexión y teme que sus obras sean presentadas con premura,
sin la suficiente profundidad que exige el proceso creador.

Recuerda con nostalgia sus primeras creaciones. La inspi-
ración entonces lo hacía sentirse iluminado, cargado de una
energía creativa que le planteaba alternativas, cuando el

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inconformismo de la juventud, combinado con el temor al
fracaso, le incitaban a analizar una y otra vez el contenido de
las piezas, buscando entonces la ansiada perfección como
parte de sus exigencias.

Actualmente, a pesar de haber alcanzado el respeto de la
gente y de disfrutar de holgura económica, no estudia sus
obras con la intensidad de antes. Considera dudoso su valor,
le disgusta que sus admiradores las coleccionen por vanidad,
como símbolo de estatus o quizá por nostalgia, pues alguna
de sus piezas son emblemáticas de una época. Se reprocha que
no conmuevan la mente del público ni logren transformar su
pensamiento; la actitud trivial de la mayoría de las personas
es un egoísmo que él desearía convertir en un sentimiento so-
lidario y bondadoso.

En ocasiones se percibe como una roca inalterable de su
carrera profesional, lleva muchos años de trabajo. La recia
disciplina mantenida en el tiempo le permite ahora vivir en
libertad su visión universal ilimitada, pero se percata también
de que su obra ha alcanzado una dimensión inmensa, posi-
blemente excesiva, beneficiada por el generoso y prolongado
mecenazgo de sus principales devotos.

Al calor de la cámara de tablones de pino, observa que sur-
gen gruesas gotas de sudor en las zonas de la piel que general-
mente no transpiran. Se cubre con un grueso batín de paño
y se retira a la habitación. Después de vestirse, llama a la re-
cepción y pide un taxi que lo llevará a la dirección que indica
la reciente invitación a cenar.

Sabe que va a reunirse con un grupo de gente que no co-
noce, tendrá que luchar contra la timidez, la cual le hace pa-
recer distante. La inseguridad lo hunde, la inquieta cabeza

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llena de pensamientos profundos lo mantiene absorto y le
cuesta socializar. Nadie se imagina que sufre por la pusilanimi-
dad, parece huraño pero le gustaría ser cordial y conocer de
cerca, con más soltura y naturalidad, la esencia de las personas.

Desde la terraza del vestíbulo del hotel, mientras espera el
automóvil que lo llevará a la cena, observa la lejana ciudad
en la penumbra de la noche, de nuevo le sorprende ver cuanto
ha crecido. Aunque percibe que la sociedad ha alcanzado
cierto grado de evolución y algunas formas de riqueza, intuye
un sentimiento de inconformismo, graves injusticias en la
forma en que están distribuidos los beneficios y una acen-
tuada división entre las clases. El destello de un manto de
luces cubre a miles de personas con existencias disímiles,
coincidentes en la miseria y, posiblemente, en la soledad;
desea de alguna manera acompañar a los distantes corazones,
pero incisivamente recapacita y admite que aún con sensibi-
lidad y el talento no puede alcanzarlos a todos, son muchas,
infinitas almas. Abandonado en el lento río del tráfico re-
cuerda que oyó decir a un poeta local que «los edificios sue-
ñan el sueño de sus inquilinos».

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XI

Asdrúbal se encuentra con unos socios en un restaurante
donde habitualmente se reúnen a almorzar. Un litro de
whisky de dieciocho años fue consumido con rapidez y sus-
tituido por otro de igual calidad. El empresario tintinea su
trago sin beber, con discreción reemplaza el vaso colmado por
otro vacío que el mesonero vuelve a rellenar y así da la sensa-
ción a sus compañeros de mesa de que consume tanto como
ellos. Quiere mantenerse sobrio porque en la tarde asistirá a
una junta directiva que requerirá de toda su atención, pues
intuye que otros accionistas de esa firma planean una jugada
con la que él no está de acuerdo y van a tratar de realizarla a
pesar de su oposición. Y así ocurrió. Pero él logró maniobrar
las circunstancias a su favor al insinuar que podía hacer pú-
blica una operación reciente, poco transparente. La situación
no fue difícil de manejar, pero el estado de tensión en que se
mantuvo durante la asamblea le dejó un agudo dolor de ca-
beza. Después de esa reunión tuvo un encuentro con un grupo
de empleados que le propusieron apadrinar un equipo de béis-
bol integrado por jóvenes obreros de la empresa. Estuvo de
acuerdo, ante todo porque la decisión forma parte de la ima-
gen que intenta proyectar: el patrono benefactor que en oca-
siones brinda cierto tipo de «ayudita» a sus asalariados.

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Durante muchos años ha acumulado la gran fortuna que
ahora lo acredita; atrás quedaron sus primeros pasos, cuando
compraba mercancía en liquidación para revenderla a lucra-
tivos precios. Las arriesgadas participaciones en la bolsa, que
resultaron acertadas, le permitieron reunir su primer capital.
Empezó a trabajar en un banco donde ganó la amistad de eje-
cutivos y directivos poco escrupulosos, por lo que pudo ob-
tener grandes préstamos sin más garantías que compañías de
papel. Posteriormente promovió la venta de inmuebles a so-
breprecio con la misma fórmula: en caso de tener éxito obte-
nía grandes ganancias y aportaba algo a los otros partícipes,
sin asumir riesgos. Las posibilidades de pérdida las asumía el
banco, donde compró acciones que le otorgaron un conside-
rable control sobre la institución financiera y sus cómplices
internos. Luego adquirió otra entidad bancaria y, con su mé-
todo de hacer negocios, sumado a la época inflacionaria favo-
rable, alcanzó el poder necesario para incluir en nómina a
importantes funcionarios públicos, de los que obtuvo bonos
y notas estructuradas con las cuales multiplicó exponencial-
mente su riqueza.

Entre sus aficiones están los automóviles. Es un reconocido
coleccionista que, con presunción, conduce sus exclusivos
modelos, pero últimamente, a pesar de que tiene los carros
blindados, se siente inseguro al desplazarse por las calles de la
ciudad y está considerando la idea de que un chofer armado
maneje sus costosos vehículos.

A partir del más reciente chequeo médico, Asdrúbal está
sometido a un agresivo tratamiento preventivo, y su actitud
ante la vida ha cambiado desde que está en este proceso. Aun-
que sabe que la salud por ahora no le dará mayores problemas,

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la idea de la muerte lo acecha como un animal, siente las fau-
ces y la respiración de la bestia a sus espaldas. Está constan-
temente perseguido por esa imagen que lo petrifica;
comprende que el temible final llegará, inevitablemente, y que
algún día deberá encarar el misterio. Piensa en la cantidad de
conocidos que se congregarían durante el acto funerario; sabe
que en el ambiente en el cual se desenvuelve la gente asiste a
la celebración de los sacramentos con rectitud. La misma den-
sidad de personas que se hace presente en matrimonios y co-
muniones se manifiesta en los velorios y entierros, aunque en
estos últimos no se ofrece ningún tipo de obsequio. Le preo-
cupa su imagen, quisiera trascender a generaciones futuras y
especula sobre, una vez muerto, qué foto suya seleccionarían,
si alguien quisiera rendirle homenaje a su memoria. Se ha
vuelto sensible a situaciones que antes no llamaban su aten-
ción. Teme por su seguridad personal, desconfía de los emple-
ados que le rodean, de los guardias que lo acompañan
invariablemente a reuniones de trabajo, visitas personales y
durante viajes; se siente intranquilo, observado. Le inquieta
que la familia ha aparecido en revistas del corazón a raíz del
romance de su hijo con una popular actriz, y recuerda con
molestia que su nombre aparece en la lista de los individuos
más ricos del país, documento que ha circulado extensamente
a través de Internet y por lo que ha tenido que duplicar el nú-
mero de escoltas que acompañan a sus hijos a los centros de
estudio y a las actividades sociales.

Tiene dificultad para encontrar momentos de paz. Sólo
logra atenuar su desasosiego fuera de su patria y ya ni si-
quiera en los inmuebles de su propiedad, sino en casas de
campo y cotos de cacería de amistades extranjeras, o en leja-

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nas y exclusivas estaciones de ski. Allí logra dormir sin recu-
rrir a somníferos, pues en las noches, frecuentemente lo in-
vade una petrificante sensación de terror que lo hace sudar
frío y lo mantiene desvelado.

Cuando maneja rumbo a su casa, obsesivamente intenta
adelantarse a la cola de vehículos; ve por el retrovisor la ca-
mioneta que lo escolta y cumple con el gesto acordado para
avisar que todo está bien. Esa tarde, al llegar a la calle privada
de su vivienda, examina los alrededores y luego de hacer el
cambio de luces convenido, para indicar a los guardias que
abran el portón, conduce el carro a través de los jardines de
la lujosa mansión, donde otros vigilantes armados lo reciben
y le dan las buenas noches.

Una vez dentro de la residencia se dirige a la habitación,
pero percibe la luz del estudio encendida; al acercarse observa
de lejos la figura de su esposa que aguarda por él, extendida
sobre un sillón. Esa mujer es la imagen palpable de la realidad,
se estremece cuando ve sus transparentes ojos y recuerda que
en ella ha engendrado su descendencia; admira la blancura
de la piel y las tonalidades rosadas de sus mejillas, cambiantes
según la hora del día. Asdrúbal la complace en todo deseo
material, por costoso que sea, pero contrariamente a los sen-
timientos que alberga, trata a su esposa con brusquedad, cree
que con rudeza puede someterla, considera la cortesía una
debilidad; mucho menos es capaz de confiarle sus temores,
eso sería contrario al perfil de hombre fuerte que siempre ha
intentado proyectar.

Entre ambos existe una profunda atracción física, en oca-
siones chocan los cuerpos y desnudos buscan alimentar las
ansias mutuas; él se siente intensamente atraído por la belleza

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y suavidad de la mujer donde su desapacible humanidad tiene
derecho a saciar los deseos, y ella acepta los precarios contac-
tos de bruscas caricias con el conformismo de saberse amada
durante esos minutos. Han pasado más de la mitad de la vida
juntos y son cómplices de instintos recíprocos. Ella se estre-
mece entre esos brazos que le dan seguridad económica y
concibe poderosos. Aunque no ha logrado conseguir de ellos
la ternura que le apetece, la complace saber que, después de
que la sujetan y acarician férreamente, se ve más hermosa
ante el espejo, con el rostro sosegado y la boca ligeramente
inflamada por el roce con la áspera tez de su marido.

Mientras esperaba a su esposo, Sandra se había servido
algo de beber en un bargueño, situado en el salón interno,
junto a los cuartos de baño de la pareja, donde tiene lo nece-
sario para prepararse un trago y mantener al servicio domés-
tico al margen de las dosis de licor que consume cuando
siente que la vida no le interesa, en los momentos en que la
acompaña el campanear del hielo contra el vaso y la entre-
tiene la ligereza, que por el licor, adquieren los pensamientos.

El matrimonio se saludó brevemente. Ella le recordó que
esa noche tenían una cena y el marido, visiblemente cansado,
se retiró con la intención de cambiarse la camisa. Él haría un
esfuerzo para asistir porque —admitió— le agrada Irene, una
mujer inteligente, estampa de abolengo que, además, no era
una aprovechada como el resto de las amigas de su esposa,
interesadas sólo en las fiestas y los viajes.

En el carro, mientras el matrimonio se dirige a la casa de
Irene, el hombre decidió escuchar un vallenato. La mujer no
deja de cavilar y su pensamiento es tan distante que puede así
tolerar la música que ha puesto su marido y que para ella es

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una composición atormentadora. Se siente oprimida, se cues-
tiona si la vida es difícil o si será que a ella le cuesta llevarla.
No logra sentirse a gusto consigo misma, mira su imagen en
el espejo del parasol y se percata de sus marcadas líneas de
expresión. A pesar de los tratamientos cosméticos y los reto-
ques quirúrgicos, se ahoga de tristeza al darse cuenta de que
su principal deterioro es la pérdida de tersura en la piel y que
para ello, admite con exagerado dramatismo, no hay solución
posible.

Sandra admira a su pareja por la forma de pensar y por su
capacidad en la toma de decisiones, aunque le molesta que
no considere sus sugerencias. A veces percibe claramente que
no la escucha y que debe ir esparciendo su opinión en peda-
zos, a través de la conversación de los otros, para sentir que,
finalmente, ha completado una idea. Recuesta la cabeza en el
espaldar del asiento e intenta relajarse, le gustaría que Asdrú-
bal percibiera su malestar y la conforte con una frase de
aliento, pero supone que él ni siquiera nota su presencia. Hace
un esfuerzo para no llorar y con firmeza interrumpe la gra-
bación, lo cual el hombre acepta sin alterarse. Durante los si-
guientes minutos, en silencio, se siente ignorada. No hay
música que lo distraiga sin embargo él no le toma la mano, ni
le acaricia la rodilla como ella desearía. Descompuesta escoge
una jubilosa canción de los años ochenta e intenta mostrarse
alegre, esperando llamar la atención del marido. Sintió deseos
de reventar, al observar que la música hizo que su esposo lle-
vara el ritmo dando golpecitos contra el volante, pero Sandra
ni siquiera consiguió una mirada.

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XII

Suena el timbre e Irene siente la tranquilidad de que el es-
fuerzo no ha sido en vano, alguien ha acudido a la invitación.
Se pregunta quien será la persona que llegó, la más puntual y
consecuente, la que va a entrar por primera vez a su casa. A
través del intercomunicador oye preguntar:

—¿Está Irene? Es Corina Valladares, ¡Mimina!
—Sube, es en el tercer piso.
Corina presiona el botón del último piso del ascensor, que
al abrirse muestra un recién remodelado pasillo y una puerta
de madera tallada —quizás de origen oriental, color gra-
nate— que la esperaba abierta. Al entrar descubre un espacio
espléndido, un acogedor recibo junto al comedor y un venta-
nal al fondo, cuyas hojas de cristal agrupadas en los extremos
enmarcan un jardín que da la sensación de estar en el aire. A
un lado, un postigo deja ver una impecable cocina.
La anfitriona espera de pie, en medio del salón, con las
manos sujetadas entre sí. Corina observa la figura de una
mujer adulta, elegante y sobria, con una expresión parecida a
la de la niña que recordaba en el patio del colegio, aquella que
se distinguía por el impecable planchado del jumper, muy dis-
tinto al estado en que llevaban el uniforme la mayoría de las
compañeras. Al encontrarse una frente a la otra se mantienen

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un rato mirándose a los ojos, buscando señales de tiempos
pasados, entrelazando nostalgias e imágenes comunes hasta
que, por instinto, simultáneamente se abrazan. A partir de ese
instante Irene considera que la idea de la niña solitaria que
ha forjado de ella misma, sólo existe en su imaginación. Mu-
chos años de terapia, a la que por iniciativa propia ha acudido
para optimizar su autocontrol, le ha hecho considerar que
creó un cerco alrededor de la gente, que nadie la rechazaba,
sino que adoptó una actitud distante sin hacer ningún intento
por acercarse a los demás. Asombrada sospecha que quizás es
cierto que no la veían mal, ni la evitaban expresamente; se re-
procha por haberse mantenido aislada cuando, en los agrada-
bles brazos de la antigua compañera de estudios, encuentra
una calidez que la estremece hasta empañarle los ojos.

Corina se siente complacida por la invitación de esa amiga,
diferente a las demás por sus placenteras condiciones de vida,
los viajes de estudio, el chofer que la iba a buscar y otras fri-
volidades que impresionan en la edad escolar. Además está
satisfecha porque le gusta mantener contacto con la mayoría
de sus compañeras de graduación, con las que había compar-
tido, años atrás, en un selecto colegio de monjas. Suelta los
brazos y con la picardía de siempre exclama:

—¡Caramba amiga, se me había olvidado que usted es rica!
¡Qué bella casa!

Irene ríe con una alegría que le sale del alma y agradece la
franca expresión de confianza de la recién llegada.

—Sigues igual de divertida. Te recuerdo hablando con en-
tusiasmo de los libros que nos mandaban a leer, mientras que
las demás muchachas, a última hora, te pedían los apuntes
para contestar los exámenes. Una vez le dijiste a unas compa-

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ñeras, que evidentemente estaban trasnochadas, que habían
amanecido «zurumbáticas». Yo me reía para mis adentros: es-
taba segura de que nadie más se había leído Cien años de so-
ledad.

—¿Continúas leyendo con frecuencia?—pregunta Irene,
mientras se sienta en uno de los sofás y hace un gesto con la
mano para indicarle a la invitada que se siente a su lado.

—Debería, pero sufro del mal urbano de sentirme víctima
por no tener tiempo para lo que me gusta, aunque, cuando
encuentro un libro recomendado, me lo devoro. Tú sí lees
mucho, ¿verdad?

—Me complace la lectura y me gusta volver a leer un libro
que ya me haya deleitado. Así revivo personajes y encuentro vie-
jos amigos. Con Opus nigrum, de Margueritte Yourcenar, me
sucedió que, al terminarlo, le di la vuelta y lo volví a empezar.

Sin darse cuenta, mientras conversan, llega otro invitado a
quien el mesonero recibe y hace entrar.

—Señorita Irene, la solicitan.
Cuando las mujeres levantan los ojos, Tulio Augusto está
frente a ellas, informalmente vestido, con el cabello todavía
mojado y oloroso a jabón. Tiene una amplia sonrisa y en la
mano sostiene una botella envuelta en papel periódico.
—Te traje esto —dijo el hombre mientras le entrega a la
anfitriona el singular obsequio—. Es Cocuy de Penca, una be-
bida ancestral obtenida de unos alambiques artesanales.
Irene encuentra al recién llegado original, como siempre,
y lo observa dirigirse a Corina y presentarse ante ella son-
riendo abiertamente. Los tres se sientan a conversar y cuando
la anfitriona ofrece algo de beber pregunta cómo se toma el
exótico licor que acaba de recibir.

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—Mejor después de comer —dice Tulio—. Es un aguar-
diente igual al tequila, hecho de una planta llamada agave; tó-
malo seco, para disfrutar del sabor natural, o cuando ofrezcas
el café, sírvelo negro, y viertes un poquito en cada taza. Por
cierto, Irene, ¡gracias por la invitación!

Mientras tanto, Corina observa con detenimiento el apar-
tamento de la amiga; disfruta de los espléndidos objetos de-
corativos, colocados en justo equilibrio, permitiendo
holgados espacios. Uno de los cuadros despierta especial-
mente su interés: reproduce unas rosas momentos antes de
desflorarse, con los pétalos suavemente adormecidos, apenas
sostenidos al pistilo. Percibe que el ramo consigue así su
mayor dimensión, su plenitud, y entiende que lo magnífico de
esas flores es que exhiben, espléndidas, su madurez.

Tulio permanece sentado; a pesar de la expresión sonriente
se mantiene rígido y constantemente balancea las piernas,
acercando y separando las rodillas entre sí. A él también le ha
impresionado el apartamento, tiene un aire de buen gusto
que le recuerda la casa de su tía y algunos detalles lo llenan de
añoranzas, como el olor recóndito de la madera, una antigua
vasija de porcelana que acoge una planta floreada, alguna
apreciable talla colonial y los mantelitos bordados sobre las
bandejas de plata.

Las tres personas se mantienen un tiempo en franca y
amena conversación. Al rato la anfitriona se pregunta inter-
namente si algún otro comensal asistirá, por lo que decide es-
perar un poco más antes de dar la orden de calentar los
hojaldres del aperitivo. Casi media hora después suena de
nuevo el timbre del intercomunicador. Cuando la pareja in-
vitada atraviesa la puerta todos quedan inmóviles unos

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segundos, hasta que Irene se levanta de su asiento para recibir
y presentar a los recién llegados. Es la primera vez que se reú-
nen. Ninguno de ellos se ha visto antes.

—Asdrúbal Matos y Sandra, su esposa —dice la anfitriona.
Corina Valladares permanece sentada mientras que Tulio
Augusto Otáñez se pone de pie. Todos se saludan dándose la
mano, con una sonrisa convencional.
Irene deja a los recién llegados con el mesonero mientras
éste les ofrece algo de beber y va a su habitación; allí se da
cuenta de que tiene en la casa a la gente que esperaba y que
ahora vendrá la parte más difícil del compromiso: pretender
que todos se sientan a gusto, que la comida resulte deliciosa
y esté bien servida. Se siente intimidada al visualizar lo frágil
del límite entre el éxito y el fracaso. Se mira en el espejo, da un
poco de color a sus labios y antes de volver al salón se dirige
a la cocina donde manda a calentar y servir el aperitivo.
Al sentarse con los invitados —que continuaban conocién-
dose e intentando conseguir parentescos, amistades o refe-
rencias comunes, con el convencimiento de que en la ciudad
en que viven todos se conocen— se percata de que no ha lle-
gado Doménico. La última vez que lo vio fue en un evento
corporativo, entonces se acababa de separar de la primera es-
posa, todos lo comentaron pues lucía feliz y descaradamente
cariñoso con su joven y nueva compañera. En ese entonces
se saludaron al intentar pedir simultáneamente una copa en
el bar, para sorpresa de Irene, que pensó que él no la recono-
cería, pues los habían presentado años antes con nombre y
apellido, cuando él todavía no era famoso. Pero lo más seguro
es —reflexiona ahora— que el artista no asista esta noche y
aunque le hubiera fascinado volverlo a ver, entiende que se

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ha hecho una falsa ilusión por lo que se concentra en la plá-
tica de los otros comensales.

La primera conversación que toma fuerza es alrededor de
un tema curioso. Irene comenta que en un viaje que había
hecho a África en 1986, mientras Nelson Mandela estaba
preso, le había llamado la atención que las diferencias sociales
se notaban en los pies de la gente, que andaba calzada o des-
calza, según sus posibilidades, a lo que Tulio Augusto dice:

—En el Cuzco quedé impresionado por la pobreza del
pueblo y el grosor de la piel de los pies, expuestos por gene-
raciones a la rudeza de la tierra.

Corina añade que un tiempo atrás, en el Museo de Arte
Contemporáneo de Caracas, vio una exposición de fotos to-
madas en Auschwitz y le conmovió la toma de unos zapatos
usados, apilados unos encima de otros.

—Imaginen lo apreciables que serían unos zapatos en
pleno invierno, en tiempo de guerra. Me dirán que soy sarcás-
tica, pero eran un verdadero botín.

Sandra interviene diciendo que Victoria Beckham diseña
unos tacones fantasiosos, que publicita usándolos ella misma,
y se venden a precios astronómicos.

—Son unos spinellos altísimos y recargados de adornos—ex-
clama la hermosa mujer mientras Asdrúbal permanece callado.

El mesonero comienza a ofrecer el aperitivo, suena el tim-
bre y pausadamente Irene indica al empleado que coloque la
bandeja en la mesa del centro y que, por favor, atienda el in-
tercomunicador. Alguien llama. La dueña de la casa convida
a los demás a tomar los pequeños canapés antes de que se en-
fríen y entrega a cada invitado una servilleta de tela delicada-
mente bordada.

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Al abrirse la puerta, Doménico ingresa al apartamento y
celebra la poca gente que encuentra; desea que no lleguen
otros invitados impuntuales que rompan el cálido ambiente
que lo recibió. Irene, desde su asiento, dice el nombre del re-
cién llegado y sin esmerarse en mayor presentación, le ofrece
algo de beber. Asdrúbal es el primero en dirigirse al artista,
conoce su obra y es el tipo de personalidad con la que le gusta
codearse. Corina, abiertamente, se levanta y se acerca a ellos.
Sandra, mientras tanto, escucha con atención la descripción
que hace Tulio de una de sus intrépidas excursiones; ella en-
cuentra en este interlocutor una agradable placidez y le gusta
la idea de sostener con él una interesante conversación.

La anfitriona da las indicaciones precisas al mesonero para
que, cuando los invitados pasen a la mesa, ya estén colocados
los recipientes individuales con la sopa. El nombre de cada
comensal destaca en una pequeña tarjeta manuscrita que in-
dica su puesto; el matrimonio queda separado y los hombres
y las mujeres intercalados, detalle que fue previsto por la an-
fitriona para que la disposición de los invitados facilite la co-
municación.

Una vez sentados, mientras toman la entrada, es servido el
vino: un jerez dulce que Irene consideró apropiado para
acompañar la nueva receta. Concluida la sopa son presenta-
dos el pescado y las legumbres, ya servidos en los platos; pos-
teriormente, colocan al lado de cada invitado una bandejita
con la ensalada. Todos permanecen callados disfrutando de
la comida, el pescado está en su punto y con el fresco vino
blanco el maridaje es perfecto.

—¡Este silencio —dice Irene conmovida— es más elo-
cuente que cualquier otro elogio!

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Doménico comienza a hablar con una compostura inva-
riable ante el resto de los invitados; su moderación parece
premeditada para que aprecien cada palabra y conformar una
acompasada sonoridad, perfecto bastidor para el contenido
de sus ideas. Irene lo había conocido de joven y lo recuerda
siempre sensible y reservado. Cuando platica es parco, pero
todos le ponen atención pues la consagración de su obra lo ha
convertido en una figura importante. Sin embargo, continúa
aparentando la misma sencillez, como si fuera un niño ence-
rrado en un cuerpo altísimo. El cabello ha encanecido de una
manera agraciada, completamente blanco, dándole una lu-
minosidad especial que, sumada a un moderno, corto y asi-
métrico corte de pelo, le brinda un aire especial que emana
superioridad. Comenta que la original camisa que le elogia-
ron por amabilidad al llegar, la había comprado en Corfú. En
ese mismo instante se hizo un silencio y él continúa diciendo
que en otros tiempos ése fue el destino favorito de los reyes de
Austria.

—Cuando los turcos perdieron la península Balcánica la
isla quedó en manos de los Hamburgo y fue un lugar muy
atractivo para la alta sociedad austriaca de la época. Sisí, la
emperatriz, poseía un palacio con una monumental estatua
originaria de la antigua Grecia, que reflejaba su admiración
por el mítico Aquiles.

Doménico describe sin sobresaltos, con inexpresiva actitud
corporal, la imagen del titán derribado al haber recibido, de
las manos precisas de Paris, una flecha en el lugar más débil,
el único espacio vulnerable de su cuerpo. Corina lo observa
con detenimiento, intenta descubrir qué guarda la mente del
artista, conocer algún detalle relacionado con su obra. A ella

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le hubiera gustado preguntarle cómo le llega la inspiración.
Pero nadie habla, el bohemio personaje guarda silencio y su
mirada se encuentra brevemente con los sosegados ojos de la
anfitriona; permanece unos segundos contemplando las re-
posadas facciones de Irene hasta que ella esboza una leve son-
risa, baja la mirada y continúa manejando con soltura los
antiguos cubiertos de plata y empuñadura de marfil.

Sandra se levanta para ir al baño y mientras camina la dis-
tancia entre sus ojos y el piso le parece mayor que la habitual.
No logra controlar el movimiento de las piernas y sus largos
muslos al andar se cruzan levemente. Ingresa en el cuarto, en-
ciende la luz e intenta cerrar la puerta, por la ineptitud al ma-
nipular la cerradura se percata de que ha bebido demasiado.
Se dirige a su propia imagen reflejada en el espejo y se ríe apa-
rentemente sin razón. Observa sus labios levemente oscure-
cidos por el tanino del vino, se echa un poco hacia atrás para
verse desde una distancia más favorable, lanza un beso sonoro
apretando la boca con fuerza y vuelve a reírse. Después limpia
bruscamente el tope de mármol del lavamanos, utilizando un
paño bordado con iniciales para uso de los invitados, y voltea
el contenido de la cartera de noche sobre la lisa superficie.
Ruedan sobre la misma un tubo de labial, un estuche com-
pacto y un pequeño frasco de vidrio que Sandra agarra con
rapidez y aprieta fuertemente en el puño. Ella ha visto a algu-
nas de sus amigas consumir la sustancia que contiene; sabe
que la inhalan y manifiestan agrado porque les permite con-
trolar el desarreglo que produce la bebida. Varias de ellas se
unen para comprar el preciado polvo compartir la travesura.
Siempre quiso probarlo, pero le parecía desaseado que la sus-
tancia llegara a la nariz a través de un billete enrollado. El

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envase que tiene en la mano trae una extensión de la tapa, en
forma de cucharita, que resulta práctica para servir el conte-
nido y evita el sucio procedimiento del papel moneda, que
tanto asco le provoca. A la última gran fiesta celebrada en su
casa asistió un hombre que muchos de los invitados conocían
y trataban con simpatía. A «Panza», como lo llamaban, lo
llevó de compañero una de sus inseparables amigas. Era un
tipo con la cabeza completamente rapada, que la mayor parte
del tiempo mantuvo los brazos cruzados a la altura del pecho,
esbozando una sonrisa cada vez que cruzaba la mirada con
alguien y saludaba a las mujeres que conocía con un beso en
cada mejilla. Cuando se lo presentaron, éste le colocó en la
mano, sin que los demás se dieran cuenta, el frasquito que
ahora está a punto de abrir. Le llamó la atención el gesto del
desconocido, que interpretó como una amabilidad de su
parte; guardó el regalo como un tesoro y desde entonces la
idea de consumir el producto le da vueltas en la cabeza. Esta
noche se decide, tiene deseos de seguir bebiendo, se le ha co-
menzado a nublar la vista y le avergüenza dar un espectáculo.
La bella mujer abre el recipiente y con la cucharita de cabo
largo recoge una pequeña porción de la blanca sustancia; la
acerca a uno de los orificios de la nariz y, mientras con el ín-
dice aprieta la otra fosa nasal, aspira con fuerza, como lo vio
hacer alguna vez. Siente que la sustancia penetra directamente
al cerebro y se le humedecen los ojos, repite la operación en
la otra cavidad y un breve escalofrío le sacude el cuerpo mien-
tras que un sabor amargo le alcanza la garganta. Tapa el fras-
quito, pasa suavemente los dedos por la nariz para que no le
queden rastros de su osadía, se pone brillo en los labios y re-
gresa al comedor. Camina con satisfacción por el acto que

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acaba de cometer; se considera atrevida, audaz. Toma asiento,
piensa fumarse un cigarrillo y se acuerda que dejó ese hábito en
los tiempos de la universidad.

—¡Claro —dice para sí—, desde que me casé! —y se alegra
con la idea de sentirse joven como antes.

El mesonero, según instrucciones indicadas por la anfi-
triona, retira los platos de fondo y sirve el postre sobre la des-
pejada superficie de los individuales. Pequeños recipientes de
cristal tallado (cada uno de un color diferente y colocados
sobre un delicado plato de nácar) presentan porciones de un
cremoso dulce de almendras, decorado con unos hilos de azú-
car acaramelada que le doblan la altura. Todos comen con de-
leite el tentador manjar y elogian las habilidades de la
anfitriona que oculta el nombre del famoso repostero a quien
encargó la exquisitez.

Corina refleja en el rostro el placer de comer, en cada bo-
cado cierra levemente los ojos y aprieta la lengua contra el
paladar para que el sabor de la dulce y aromática crema le in-
vada la boca. Sandra no quiere probar el postre aludiendo una
supuesta dieta y Asdrúbal, su marido, sin ninguna vergüenza
propone solucionar el desplante ofreciéndose como volunta-
rio para comerse la despreciada ración. Los demás ríen ante
el gesto goloso del comensal mientras que su mujer perma-
nece impávida, sin reaccionar. Ella está concentrada en sí
misma, nota una sensación de adormecimiento en las encías
y el ritmo del corazón acelerado. Se pregunta si alguien nota
el cambio pues se siente en otra dimensión y percibe que las
demás personas hablan lentamente.

Irene propone tomar el café en el salón y esta excusa sirve
a cada uno para ubicarse en el lugar que le parece más con-

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veniente. Asdrúbal se sienta en una cómoda poltrona para en-
cender un habano cuyo extremo rebana con una pequeña
guillotina de plata. Espera que alguno de los hombres elogie
el aroma que emana de la fina hoja importada para obse-
quiarle con otro ejemplar, que siempre lleva consigo, y com-
partir el perfumado deleite. Irene va a la cocina a ordenar que
saquen la bandeja con el servicio de café; Corina se ofrece
para acompañar a la amiga que colma dos bomboneritas de
porcelana, una con granos de café cubiertos de chocolate y la
otra con finas cáscaras de limón abrillantadas con azúcar; las
coloca junto a la jarras de la infusión y de la leche, cuyas asas
tienen unas capuchas de encaje para evitar que la plata ca-
liente pueda provocar una quemadura.

Sandra —tras tomar un cigarrillo que sustrae de la cajetilla
de la anfitriona— busca sentarse junto a Tulio, quien muestra
evidente interés por la conversación y compañía de la bella y
elegante mujer. Doménico se dirige a la repisa que contiene
una amplia colección de discos y se deleita por su excelencia;
le gustaría escuchar la exclusiva edición de Son Ra and the
Sun Orchestra, pero el free jazz resultará demasiado potente
para la ocasión, por lo que selecciona como música de fondo
los Sketches of Spain de Miles Davis. Recorre con la mirada el
espacio y disfruta del equilibrio estético del ambiente cuando
ve a la dueña del lugar salir de la cocina y observa que, aunque
no es una mujer bonita, tiene un porte distinguido.

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XIII

Cuando los invitados se marchan, Irene aprovecha la ayuda
del mesonero para guardar en su lugar los enseres utilizados
y dejar perfectamente ordenado el apartamento; luego des-
pide al empleado tras entregarle un sobre con el pago conve-
nido más una sustanciosa propina; apaga las luces y se dirige
a la habitación. Experimenta la grata sensación de quitarse
los zapatos y deshacerse de la ropa después del agotamiento
que genera un duro trabajo. Al ponerse la dormilona de algo-
dón el cuerpo agradece el ligero roce de la tela. Limpia su ros-
tro de los residuos de maquillaje y se cepilla los dientes
durante varios minutos; se mete en la cama y al cerrar los ojos
repasa mentalmente los momentos vividos durante la cena. Se
queda dormida sin tener que recurrir a la técnica que utiliza
si no logra conciliar el sueño, en la que evoca las mañanas de
invierno cuando estudiaba interna y le exigían levantarse; ese
recuerdo le hace valorar la delicia de poder estar acostada sin
presiones y le facilita dormirse. Esta noche está postrada por
el cansancio físico y, ante la placidez de sentirse satisfecha, no
siente la ansiedad que algunas veces la acompaña.

A la mañana siguiente, a pesar de haber dormido pocas
horas, se levanta ágilmente de la cama y antes de salir del
cuarto se recoge el cabello en un pequeño moño a la altura del

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cuello. Le gusta estar bien arreglada, eso la llena de fortaleza;
entiende que Holly Golightly en Desayuno en Tiffanys se sirva
del labial para enfrentar las dificultades. Irene se maquilla
aplicando sobre la cara los cinco elementos sin los cuales se
siente incapaz de presentarse ante alguien; en el orden habi-
tual coloca polvos compactos, delineador, rimmel, blush on y
pintura de boca. En lugar de vestirse con la ropa de trabajo se
pone una bata de piqué blanco y se dirige al estudio a revisar
el correo electrónico. Desea que alguno de los comensales,
con quienes se sintió íntimamente ligada la noche anterior,
le haya dirigido unas líneas comentando la invitación; su co-
razón necesita sentir, más que un simple agradecimiento de
cortesía, el cálido afecto que brinda la cercanía de una amis-
tad. Quiere conservar los lazos que se abrieron durante la
cena, volver a estar en contacto con los invitados; sin em-
bargo, decide no sentarse frente a la computadora, segura-
mente nadie le ha escrito, solamente ella está pendiente de esa
comunicación y piensa que los otros invitados quizá estén
durmiendo por la velada y el vino.

Cuando va al cuarto de baño se sorprende al sentir una
fragancia que le recuerda a su madre. Nunca intimó con ella,
fue de una generación que mantenía ante todo el respeto
entre padres e hijos, pero en una ocasión, siendo ya mayor la
progenitora, fueron juntas a un baño público. En una inusual
confianza, que sonroja a Irene cuando la trae a la memoria, su
mamá le comentó que con la vejez las mujeres aumentan la
capacidad de los sentimientos en el corazón, pero reducen la
de retener líquidos en la vejiga.

De pronto valora los méritos que tuvieron sus padres. La
bondad y rectitud con la que llevaron la vida les hizo ganar el

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afecto de quienes les acompañaban y, gracias a la atención
afectuosa de sus asistentes personales, se conservaron siempre
pulcros e impecables, con fresco aroma de agua de colonia,
hasta los últimos días. Se acuerda como las enfermeras velaban
por su salud, cubriendo las zonas de mayor roce con adhesivos,
aplicando percusiones para evitar la flema y suministrando oxí-
geno cuando estaban cansados. Considera lo arduo que son
los años de la vejez cuando se pierden habilidades. Sus padres
se destacaron por la entereza que mantuvieron siempre, la
cual les permitió llevar la vida con dignidad. Jamás los vio de-
caer; aunque pasaron períodos de aprietos, nunca transmi-
tieron los problemas y custodiaron ante todo la concordia del
hogar. De ningún modo los oyó quejarse y soportaron con
nobleza las difíciles pruebas de la senectud, desde el deterioro
de los sentidos hasta los sufrimientos de la muerte. Evoca con
embeleso la postura serena de su padre, cómodamente sen-
tado, abstraído durante largas horas en su trabajo y el apla-
cado andar de la madre llevando estolas y sombreros al salir
de viaje.

Considera que su posición privilegiada puede ser un golpe
de suerte, una bendición o el resultado de una genética que le
brindó su carácter tenaz, tomado de generaciones anteriores.
En las memorias de la infancia ve la imagen de una niña casi
siempre al margen de las actividades de los padres y de los
hermanos —dos varones mucho mayores que ella con los que
no compartía juegos ni conversaciones—, a quienes ahora,
de mayores, tampoco frecuenta pues ambos están casados con
extranjeras y viven fuera del país. Pero no guarda resenti-
miento por esta situación, siempre aceptó y entendió este es-
cenario como consecuencia de los rigores protocolares de la

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educación de la época; recuerda con nostalgia momentos de
grata convivencia, durante cenas con parientes o visitas a un
club, donde ella sentía el orgullo de ser parte de un grupo fa-
miliar a quienes todos trataban con amabilidad y admiración.

Por primera vez Irene se complace con sus reminiscencias.
Recuerda un viaje que realizó con sus padres con el objetivo
de organizar unos documentos relacionados con derechos de
sucesión, para el cual se llevaron a la hija entonces recién gra-
duada de bachiller. Viajaron en automóvil a lo largo del te-
rritorio nacional, haciendo trayectos no mayores de dos
horas, apreciando las construcciones y costumbres de vida de
cada región. Vuelve a ver la diversidad de paisajes que reco-
rrieron: llanuras, montañas y costas, así como las frutas y los
platos que iban recolectando en la travesía: mandarinas, nai-
boas, chicharrón, dulces abrillantados y huevas de lisa. En las
ciudades en que se quedaban a dormir tenían reservadas dos
habitaciones, una para el matrimonio y otra para la señorita.
Los períodos en las carreteras y los restaurantes de los alber-
gues estaban signados por gratas conversaciones, en las que se
hacía referencia a los elementos culturales de cada zona visi-
tada, como la arquitectura colonial de plazas y catedrales, y al
ingenio popular aplicado a mercados y viviendas rurales.
Aprecia el trato respetuoso que hubo entre sus padres y ella.
Recuerda que ellos se dirigían a todos con la misma amabili-
dad, sin distinción de condición o raza.

Una vez oyó decir que las verdaderas amistades comparten,
ante todo, inteligencia y lucidez. Desde anoche se abre una
posibilidad, cuando quiera escuchar las fustigadoras y jocosas
acotaciones de Corina no tendrá reparos en buscar su com-
pañía; propiciará otro encuentro para conversar y recordar

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imágenes comunes de años compartidos en el colegio, o para
comentar la lectura de libros interesantes, sin temor a ser re-
chazada si la antigua compañera no puede atender la invita-
ción con la inmediatez que ella desea. Se acercará a la gente,
sin temor a ser herida; está segura de que podrá controlar esa
afligida e infundada impresión que hasta ahora la ha mante-
nido apartada de los demás. La soledad nunca volverá a ser
igual, cuando la asalte la nostalgia no se negará a sí misma la
compañía del prójimo. Ahora sabe que requiere de la proxi-
midad de los otros para sentirse a gusto; entiende que su ais-
lamiento ha sido falso e inútil.

Se sienta en el salón del apartamento para disfrutar de una
taza de té antes de ir a la oficina, satisfecha por haber invitado
a sus amigos a cenar la noche anterior; encuentra que no fue
difícil la tarea, comparada con el agrado que representa ha-
berse atrevido a compartir su vida privada, lo cual le ha lle-
nado el alma de un novedoso y agradable sentimiento. Se
detiene mentalmente en cada paso efectuado y descubre que
el propósito de una cena no es deleitar el paladar de los co-
mensales sino abrir las puertas del corazón a los seres que uno
invita.

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XIV

A pesar de estar muy inquieta, Sandra aparenta naturali-
dad al llegar a su casa. Desea volver a consumir el producto
que inhaló esa noche por primera vez y experimentar de
nuevo la sacudida. Lleva escondido el cigarrillo que robó de
la cajetilla de la anfitriona para fumarlo en la intimidad, sin
que nadie, especialmente Asdrúbal, se percate de ello. Se di-
rige al marido con indiferencia, con la esperanza de que el
hombre se vaya a su habitación y se meta en la cama, quiere
estar sola para disfrutar la excitación de su cuerpo.

En el baño, después de asegurarse de que las puertas están ce-
rradas, enciende las luces y hace sonar el equipo de música; se
desviste a la carrera y, ataviada sólo con la ropa interior, ve en el
espejo la imagen de una mujer poderosa que mantiene en secreto
su picardía. Saca del bolso el frasco con el resto de la sustancia, lo
vierte sobre el dorso de la mano y aspira el contenido con frenesí;
aprecia de nuevo el ardor del químico irritando las fosas nasales,
abre la boca y saca la lengua todo lo que puede, riéndose ante su
depravada imagen. Baila con soltura, le gustaría que alguien mi-
rara sus creativas coreografías. Al ritmo de una canción se dirige
al salón interno para servirse un trago, siente excitación por el
amplio espacio que es capaz de atravesar casi desnuda y yergue el
pecho como una modelo a quien aplauden por su belleza.

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Anhela sentir nuevamente el desenfreno de la sustancia
pero se percata de que ha consumido el polvo por completo.
Con desesperación lame el resto adherido al recipiente y ante
lo improductivo del resultado llena el envase con agua del
grifo e intenta beber lo que pretende sea una mágica poción;
la asalta una gran pesadumbre al darse cuenta de que la po-
sibilidad de extender la fantasía ha finalizado. El trastornado
organismo, una vez disipada la alucinación de placer que
brinda la droga, percibe carencias y necesidades; al haber de-
rrochado su dosis natural de dopamina ha perdido la sensa-
ción de bienestar.

Lava con afán el rostro marcado por los surcos de la vigilia,
pretende erradicar el olor a licor y tabaco; quisiera eliminar
también las trazas que la imprudencia ha dejado en su in-
consciente. Arroja al piso la ropa interior y se va descalza al
cuarto donde está el marido. A tientas, en la oscuridad, palpa
el borde de la cama para saber en donde se va a acostar y se
mete en el lecho, tratando de no perturbar el sueño de As-
drúbal; él acostumbra ingerir somníferos pero si se despierta
le es imposible volver a dormirse. Le da pavor ser descubierta
y que un disgusto los distancie más. Ansía finalizar la experien-
cia y salir ilesa, pero su inquietud le impide el descanso.
Piensa buscar, entre los medicamentos de su esposo, un cal-
mante, quizás un ansiolítico que le aplaque el tormento, pero
no quiere arriesgarse a despertar a su compañero y evidenciar
su extraño comportamiento. Cambia de posición intentando
el codiciado reposo, mas el terror la invade al percatarse de
que ha aumentado la frecuencia cardiaca y no logra serenarse;
atemorizada intenta sostener la respiración, piensa que las
palpitaciones de su pecho retumban en la cama y despertarán

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a su marido. Con los primeros vestigios de luz el extenuado
cuerpo finalmente se desvanece.

Por la cantidad de sol que entra por debajo de la puerta,
Asdrúbal nota que se despertó más tarde de lo acostumbrado,
le reconforta sentir que durmió bien e imagina que la serena
velada de la noche anterior influyó en el descanso. Sale de la
habitación para comenzar la rutina que realiza en las maña-
nas; saluda al entrenador personal y se dirigen al área del gim-
nasio donde va a hacer unos minutos de máquinas y no la
acostumbrada sesión de pilates, ya que no tiene tiempo. Antes
de ir a vestirse se sienta en la terraza para leer la prensa y
tomar el desayuno. En primer lugar se sirve una ración de
frutas fibrosas que, por recomendación del nutricionista,
debe consumirlas antes de comer otra cosa; mastica lenta-
mente cada bocado para facilitar la digestión, toma medio
vaso de jugo de cranberry, que es bueno para los riñones y la
próstata y come un plato de cereal humedecido con leche light
de almendras. Suele beber una taza de té verde, pero aprove-
cha que ha dormido plácidamente y se decide por una infu-
sión de jengibre, un alcaloide fuerte que solamente toma
cuando ha descansado bien. Finalmente ingiere varias grageas
de vitaminas y productos de soporte hepático, además de al-
gunas cápsulas para la memoria y para la piel.

Mira con orgullo el amplio jardín y sube a su sala de baño
para acicalarse. Ataviado con camisa de yuntas, chaqueta azul
marino y bluyín, conversa con los vigilantes de la casa y para
un asunto relacionado con los turnos de trabajo, les reco-
mienda que se dirijan directamente a su secretaria.

El exitoso hombre de negocios escoge entre sus vehícu-
los un modelo deportivo y sale de la residencia sintiéndose

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satisfecho, sin haber notado que esa mañana Sandra, su es-
posa, no se había despertado.

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XV

El teléfono suena y al descolgarlo una grabación le advierte
a Doménico que es la hora en que pidió lo despertaran. Se
queda tendido sobre la cama, desnudo e inmóvil, con los ojos
abiertos hasta que, minutos después, tocan a la puerta para
ofrecerle el desayuno que suelen llevarle a la habitación. Por
el efecto de la cafeína logra despertarse del todo, se dispone a
vestirse para bajar a la recepción y tomar el carro que lo es-
pera para trasladarlo a una cita que acordó su representante.

En el automóvil, a pesar de los lentes oscuros, aprecia los
colores del Trópico. El albor ofrece una luz radiante, los verdes
en abundancia engalanan con revelados matices la metrópoli
recién despertada, la ciudad que se escondía en la densa noche
luce ahora resplandeciente. Bandadas de loros atraviesan el
cielo sin nubes y de los árboles surge el canto de las guacha-
racas. «Aves que se congregan», cavila el artista, a diferencia
de los colibríes con los que se siente identificado, pues liban
flores en solitario vuelo. Vienen a su mente los arúspices,
sacerdotes de la antigua Roma que examinaban las entra-
ñas de los pájaros para profetizar el porvenir. Al visualizar
las viejas técnicas adivinatorias sondea su posible destino;
el celibato se cuela en su inquieta percepción y le atropella
la conciencia.

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Llega a una emisora donde ha sido invitado para participar
en un programa de alta sintonía. Doménico no sabe de qué va
a hablar durante la transmisión, piensa que se limitará a res-
ponder las preguntas del entrevistador. Le gustaría que no se
dedicara a elogiar su trabajo, pero el locutor seguramente exa-
gerará su importancia para dar a entender a la audiencia que
seleccionó a una personalidad excepcional. Disfruta del silen-
cio en la recámara acústica, cubierta de material esponjoso y
descubre que su preferencia por épocas pasadas está relacio-
nada con los sonidos de entonces. La sencillez de tiempos vi-
vidos lo conmueve; en el pasado la sensibilidad de un artista
estaba amparada por la carencia de artificios. La duda vuelve
a sacudirlo y otra vez recapacita sobre su obra. Siente que ac-
tualmente las decisiones expresivas de un creador se hacen
difíciles, por tener al alcance tanta variedad de técnicas y por-
que el público está atiborrado de información. Doménico
percibe a su alrededor mucho estímulo ajeno y le cuesta al-
canzar un estado satisfactorio de armonía. Vienen a su me-
moria imágenes de la noche anterior pues, en la serena velada,
la mesura de la anfitriona le brindó una inusual placidez. Re-
cuerda el Ordo amoris, de Max Scheler, «…toda autenticidad,
falsedad o error de la vida depende de un orden justo y obje-
tivo de las incitaciones de amor y odio», y reconoce que hay
que respetar la disposición intuitiva de los afectos para lograr
el equilibrio. Evoca entonces, nuevamente, la sensación que
experimentó durante la cena y siente el bienestar que lo em-
briagó en la casa de Irene, una mujer que él podría convertir
en duende, musa o ángel.

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XVI

Tulio Augusto se despierta con una sensación de pesadez a
la que no está habituado. Las pocas copas que bebió durante
la velada anterior le permitieron conciliar el sueño con rapi-
dez y le brindaron un descanso profundo durante la noche,
pero al despertar siente una pastosidad en el paladar que re-
sulta desagradable. En la mitad de la habitación hace una serie
de los llamados ritos tibetanos; da vueltas sobre su propio eje,
con los brazos extendidos, para proseguir acostado a lo largo
del piso, levantando simultáneamente las piernas y la cabeza
hasta concluir la sucesión de los cinco ejercicios que permiten
la movilización y oxigenación de los diferentes chakras, círcu-
los de energía del cuerpo. En esta mañana no se entrega a los
habituales minutos que dedica a la meditación cuando se le-
vanta. Después de comer un trozo de fruta, mete algunas
cosas en una pequeña bolsa de tejido indígena y se dirige
hacia una estación de transporte público para tomar un au-
tobús hasta el litoral.

Parte sin su carro para evitar la preocupación del estaciona-
miento, porque no quiere sentir ningún tipo de ataduras y por-
que le complace viajar en transportes colectivos para sumergirse
en la multitud desconocida, sentarse entre personas diversas
que llevan la vida a cuestas, cada una envuelta en el manto de

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sus propias contrariedades. Durante el trayecto observa la va-
riedad de rostros marcados por la indiferencia, le asombran
las disímiles facciones y tipologías, se percata de las imper-
fecciones (pieles marcadas por enfermedades de la niñez,
dentaduras incompletas) y se siente parte de esa masa hu-
mana que comparte el espacio del colectivo y el sofocante
calor. Nada ni nadie puede determinar quién es mejor que
otro; al estar vivo se tiene derecho a existir sin otra alternativa
que cohabitar con los demás. Acepta con resignación el balan-
ceo del cuerpo cuando el autobús, en cada parada, se detiene
y vuelve a arrancar. Le gusta ser uno más del montón, diluir
sus angustias entre las inquietudes de personas desconocidas,
que nadie note que desde anoche se movió algo en su interior.
A ratos mira por la ventana y observa el cielo, dejando que
los ojos se conecten con el azul infinito que le brinda sereni-
dad, pero le cuesta alcanzarla pues se siente avergonzado por
deseos reprimidos que, desde ayer, le han vuelto a aflorar.

Al bajarse del vehículo que lo llevó hasta el litoral, camina
durante varios minutos para alejarse de la multitud. Divisa
un edificio de balcones en curva, que durante su niñez lin-
daba con un balneario público, y donde alguna vez fue con su
familia; se sorprende al notar la costa muy retirada del in-
mueble y al no encontrar rastros de las paredes inclinadas que
bordeaban la enorme poza de sus baños vacacionales. En su
lugar descubre una extensa playa, de áspera arena, y perma-
nece un largo rato de pie, observando el mar. El rumor del
oleaje da vueltas en su cabeza e intenta disfrutar el aroma sa-
lino que habitualmente lo llena de vitalidad. Camina por la
costa, mira las piedras que se confunden con la arena y recoge
alguna de ellas. Tiene guijarros recolectados a través de sus

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viajes y los conserva como si fueran un tesoro: piedras redon-
deadas por el roce del agua, otras de origen volcánico, corali-
nas porosas, trozos de cuarzo, granito y jaspe. Se imagina
intérprete de la naturaleza cuando diferencia los matices de
los minerales compactados, siente orgullo cuando acaricia las
piezas y recuerda el lugar donde las recolectó. Durante algún
tiempo coleccionó mariposas, labor que lograba gracias a su
paciencia y minuciosidad. Supo que la mayoría de estos insec-
tos sigue olores fuertes, como el de la carne o el de la fruta en
descomposición, y que también las atrae el sudor humano.
Utilizaba mallas o trampas para apresarlas y capturaba una
pareja de cada especie. Así supo que el macho es siempre más
pequeño y hermoso que la hembra. Sin saber por qué, este
detalle le hizo abandonar su afición por la entomología y re-
galó el muestrario de mariposas a un plantel educativo en
donde dio una charla en una ocasión.

Tulio de nuevo se concentra en el borde del mar; con la
mirada hace un recorrido visual por donde pasan las olas y re-
vuelven la arena, hasta encontrar piedritas que se distinguen
por ser diferentes. Cuando tiene un manojo considerable de
guijarros, se sienta a observar con detenimiento el producto
de la colecta; se estremece al darse cuenta de que, a pesar de
haberlas encontrado juntas, tienen desiguales orígenes. La di-
versidad de los componentes le hace suponer que son despo-
jos de una civilización que fue arrastrada por los estragos de
la lluvia; descifra fragmentos traslúcidos, blancuzcos o añil
que una vez fueron pedazos de vidrio, segmentos de arcilla
con una capa de cerámica, piezas de distintos umbrales, y
aprieta la mano con respeto al considerarlas vestigios ur-
banos.

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Se mete al agua y permanece varios minutos inmóvil flo-
tando en la superficie mientras el cuerpo extendido recibe los
rayos del sol, para después sumergirse, expulsar el aire y dis-
traerse con la estela que dejan las burbujas de la respiración.
Luego, sentado a la sombra, abraza las rodillas contra el pecho
y mira a lo lejos, junto a una quebrada, la figura esbelta de
una garza blanca; admira el lento caminar y la estilizada fi-
gura del ave. Acepta entonces su debilidad, entiende que la
permanencia en el apartamento de Irene le trajo recuerdos
de cuando era niño e iba a la casa de su madrina. En ese en-
tonces, aunque lo recibían con privilegios, se sentía inferior,
indigno, ajeno al sofisticado ambiente que se respiraba en la
elegante mansión. Por más que se aseaba con esmero antes
de ir para allá, pensaba que los otros notaban que su ropa
mantenía impregnado el olor grasiento de la comida que pre-
paraban en su casa. Admiraba las manos de la madrina, de
uñas largas y esmaltadas, decoradas con joyas extraordinarias.
Recuerda que las movía con expresividad mientras hablaba
de temas interesantes, mencionaba rutas de viajes y describía
encuentros con personalidades.

La conversación que la noche anterior mantuvo con San-
dra le permitió a Tulio disfrutar de cerca la suavidad de la piel
y la elegancia de los movimientos de esa mujer. Admite, abo-
chornado, que el contacto con la feminidad lo transportó al
vívido recuerdo del tiempo en que, siendo adolescente, se
quedaba a dormir en casa de la tía. En ese entonces, después
de bañarse y de cenar, se escondía en una de las habitaciones
de la enorme casa para pasearse frente al espejo, vistiendo su
menudo cuerpo con refinados trajes de mujer. Cuando ador-
naba su figura con prendas femeninas lograba mimetizarse

92


con ese mundo superior que le atraía, pero que resultaba muy
diferente al suyo. La evocación le despierta un cosquilleo, que
siendo niño apreciaba bajo el abdomen pero ahora arranca
de sus genitales, dándole la sensación de que pequeñas agujas
invisibles surcan su intimidad.

Visiblemente abatido Tulio recoge las pertenencias que
están sobre la arena, se pone los zapatos atándolos fuerte-
mente y emprende a correr a lo largo de la carretera que con-
duce a la ciudad; conserva el paso firme durante un tiempo
prolongado, huyendo de sus propias debilidades. Aturdido
por el cansancio mira alternativamente la punta de los pies y
el cuerpo percibe exclusivamente el ritmo acelerado del cora-
zón, hasta que el agotamiento le obliga a distinguir el malestar
agudo de cada uno de los músculos y del dolor surge el llanto,
un lamento profundo que le baña el rostro de lágrimas y cuyo
gemir no había escuchado desde que era un niño. Casi sin
poder ver, por lo inundado que están los ojos, mantiene el
paso constante a sabiendas de lo absurdo que resulta ese es-
fuerzo y la estupidez que significa subir por la vía congestio-
nada de la autopista, en lugar de ir por algunos caminos y
senderos hermosos que ofrece la montaña, pero seleccionó la
envolvente contaminación y el riesgo de un atropellamiento
para reprimir el sentimiento de culpa que lo tortura.

Luego de recorrer muchos kilómetros, cuando se siente
desfallecer por el desgaste físico al que se ha sometido, toma
de nuevo el transporte público que lo llevará de vuelta a su
casa. La gente lo mira sorprendida por la excesiva sudoración
y las hinchadas venas del cuello y la frente. Tumbado en un
asiento que consiguió libre respira con rapidez para dominar
la sensación de ahogo que le abate y se percata de que unos

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niños le observan con detenimiento. Entonces, se sienta co-
rrectamente, con la mano arregla los mojados cabellos e in-
tenta dibujar una sonrisa con la expresión serena de siempre.

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XVII

Esa mañana, al despertar, Corina se queda en la cama sin
abrir los párpados para que el resplandor del nuevo día no
llegue a sus ojos. Mientras estira los brazos y las piernas, ex-
hala un fuerte suspiro seguido de una sonrisa: amaneció re-
cordando cuán agradable fue la noche anterior. Agradece que
la compañera de colegio la haya invitado a su acogedor apar-
tamento, donde no hubo carencias ni excesos. Le resultó in-
teresante compartir con gente recién conocida y disfrutar, en
la mesa arreglada con sobriedad, de la comida, que encontró
exquisita, salvo la sopa, que le pareció un poco rara aunque de
buen sabor. Repasa la noche y piensa que lo que más le gustó
fue corroborar que las cosas no siempre son como uno las
imagina. Por años alguien puede tener una percepción equi-
vocada de otra persona, pero al apartar los prejuicios del co-
razón ve a la gente desde otro ángulo, y cambia por completo
la apreciación. Admite que, a veces, uno observa a los demás
con una visión estrecha, como si se mirara por el ojo de una
cerradura, sin abrir la puerta que permite distinguir el aba-
nico de pluralidades que ofrece la vida. «Hasta envidia creo
que le tuve a Irene», se dice a media voz y luego continúa in-
ternamente su reflexión, admitiendo que tanto privilegio
siempre molesta. Irene le parecía la hija consentida de esos

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señores refinados que asistían a los actos del colegio por ser
miembros de la Asociación de Padres y Maestros. Juzgaba que
eso le concedía privilegios dentro de la institución, al tener
representantes acaudalados con tiempo disponible para ir a
todas las reuniones y eventos que inventaban las monjas. La
imaginaba feliz en su amplia casa con jardín, mientras ella
compartía con cuatro hermanos una vivienda mucho más
pequeña.

Anoche, cuando se reunió con su antigua compañera de
estudios, percibió con claridad el esfuerzo de la anfitriona por
hacer las cosas extremadamente bien, para agradar a los
demás, no por autocomplacencia, y la encontró tan humana
que le pareció, inclusive, frágil en su soledad. No pudo evitar
sentir cierta tristeza por su amiga al percatarse de que jamás
amó como ella que, aunque sufrió con la indolencia de su ma-
rido, conoció el placer enorme de estar enamorada. Irene
nunca percibió la manera cruda de sentirse viva, ni al sufrir
un abandono ni ante el privilegio trascendental de la mater-
nidad. Qué extraordinario es concebir un hijo, llevarlo en las
entrañas, apreciar el cálido e íntimo acto de amamantar y en-
tender que se tiene sucesión cuando comienza el declive de
la naturaleza humana.

Corina empieza a abrigar una emoción que le empaña los
ojos. Siente de pronto deseos de abrazar a los hijos, está a
punto de entrar a su cuarto y despertarlos, pero piensa que es
egoísta de su parte interrumpirles el sueño. Cuando ve el so-
brecama en el suelo vuelve a sonreír. Alguna vez había de-
seado tener una cama con sábanas blancas, llena de cojines y
encajes también blancos; inclusive, llego a reprocharse no
poder tener un lecho así pues son costosos, además es difícil

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mantenerlos limpios y bien acomodados. De pronto se con-
sidera vanidosa con su cobertor de diseño rústico, de dibujos
de bacterias en colores oscuros, verde oliva, vino tinto y añil,
donde extiende el periódico y recibe a los hijos recién llegados
de la calle, con los morrales atiborrados y los zapatos de goma
mugrientos. Comienza a sentir satisfacción por su forma de
ser, su manera de llevar la vida. Aprecia las dificultades coti-
dianas, como ese casi diario derramarse de la leche al hervir
—a pesar de estar pendiente— que la obliga luego a despegar
la costra ahumada de las hornillas. Ríe al darse cuenta de que
el tubo de pasta de dientes ha desaparecido del vaso donde
suele ponerlo. Esa mañana se mira en el espejo, orgullosa de
las arrugas que han comenzado a bordearle los labios y una
fuerte carcajada le sale del alma al pensar que esas líneas de
expresión son su código de barras.

Cuando los jóvenes se van, después de recoger el desayuno,
Corina prepara un café «clarito» para beberlo lentamente en
una taza que le regalaron en Navidad; le gusta agarrar el
grueso recipiente con las dos manos y soplar el contenido ca-
liente para que el vapor le empañe los cristales de sus anteo-
jos. De pronto aprecia sus propias costumbres, recuerda con
satisfacción que tiene el hábito de comentar con sus hijos los
artículos de interés que aparecen en revistas especializadas,
que sostiene con ellos largas conversaciones sobre temas de
actualidad y los escucha hablar en libertad de sus intimidades.
Descubre un deseo interno de querer transmitir a sus descen-
dientes lo que sabe, secretos que ha aprendido a lo largo de los
años, desde simplicidades —como añadir un «clavito de olor»
a la carne guisada— hasta cuestiones de gran importancia.
Para ella es trascendental compartir sus viajes emprendidos a

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través de la lectura y entregarles como legado las obras que ha
leído. También desea dejarles las cosas que recibió en herencia
de su abuela, aunque sean un reloj que ya no sirve o un fru-
tero astillado que alguna vez fue hermoso. Quiere buscar los
primeros artículos que publicó en ya viejos periódicos estu-
diantiles y, organizados en una carpeta, dárselos a leer. Ansía
concederles algo especial y comienza a canturrear una balada
de los años setenta que interpretaba Gian Franco Pagliaro:
«Te regalaré: mi soledad, mi rebelión, mi juventud; mi trans-
parencia, mi canción, mi libertad... todo lo que sé y no sé».

De pronto descubre que se ha vuelto conservadora en re-
lación con las convicciones de su juventud, que piensa como
una de esas burguesas que en otros tiempos criticaba. Explo-
rando su corazón se percata de que algo ha cambiado dentro
de ella, se inquieta al darse cuenta de que las ideas revolucio-
narias por las que tanto luchó estaban basadas, probable-
mente, en su propia rebeldía, en una injusta envidia por
aquellos a quienes creía más afortunados o quizás por estar
inconforme consigo misma. Ahora, palpando la maternidad
como un privilegio y calibrando al prójimo como un espejo,
abriga en el espíritu una plenitud que quiere expresar. Siem-
pre intentó redactar temas profundos, con los cuales sus lec-
tores pudieran conectar el alma; tiene la impresión de que el
sentimiento de dicha que le embarga esta mañana probable-
mente alguien más lo ha sentido y quiere compartirlo.

Después de un sorbo de café se dispone a escribir. Para
iniciar su trabajo busca una forma de representar su estado
de ánimo y en su mente asoma la musaenda, una planta
que, hasta con las hojas cansadas, mantiene su color con
intensidad. Entonces, en su deseo de concretar las ideas

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para entregarlas al destino, decide relatar el encuentro de la
noche anterior. Comienza por imaginar la expectativa de la
anfitriona ante la posibilidad de que nadie acuda a su invita-
ción cuando, pasada la hora acordada, en el tiempo de la es-
pera, los minutos se perciben eternos.

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INDICE

I Irene 7
II Asdrúbal y Sandra 15
III Tulio Augusto 21
IV Corina 25
V Doménico 35
VI Irene 39
VII Sandra 43
VIII Tulio Augusto 47
IX Corina 51
X Doménico 55
XI Asdrúbal y Sandra 59

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