Libro
de
Almas
Diario de un Shinigami
Ketty Carig
Un shinigami es un dios en la cultura
japonesa que incita a la muerte e introduce
en los seres humanos el deseo de morir.
Cómo todo escritor de ficción he
modificado esto para que se adapte a
nuestros libros, así que me he tomado
ciertas licencias.
Este relato es un pequeño extracto de la
vida de un shinigami, desde su nacimiento
hasta convertirse en adulto y obtener su
libro de almas.
El shinigami del mundo de Blueland.
Ketty Carig
Dedicado a Vero San:
A nuestra compi soñadora, bromista y
sensata, por ser quién eres. Tus
compañeros de fechorías te deseamos un
feliz cumpleaños.
Que la magia de los libros te traiga,
lágrimas y alegría, felicidad y tristeza.
Felicidad por los sueños compartidos
tristeza por los que se terminan.
Que la vida solo te depare alegrías, y
aunque trillado que el año que inicias sea
mejor que el anterior, pero no tan bueno
como el que vendrá.
Muchas Felicidades
Dicen que estoy maldito
dicen que cada alma que llevo
me condena un poco más.
Dicen que mi hambre no se sacia
que mis dedos vacíos están,
que mi condena es eterna
y soy hijo de la eternidad.
Dicen aquellos que no saben,
aquellos incautos que no me esperan
qué impunes caminan por la vida.
Soy muerte y soy vida,
juez y verdugo,
soy tu suerte o tu condena,
soy un shinigami.
Principio
No recuerdo mi vida anterior, ni
recuerdo haber muerto. Al principio era
todo oscuridad y las voces. Tantas voces
que gritaban en mi cabeza, tanto dolor,
tanto tormento y sufrimiento. Luego se
hacía el silencio. Después llegaban los
cantos, inundando todo de calor, de vida y
alegría.
Lo llaman la forja, porque allí se
forjan a los shinigami. A las puertas del
averno y a la vez, a las puertas del edén.
Nacido de la eternidad,
del llanto de los condenados,
del silencio de los penitentes
y los cantos de los salvados.
Mi esencia es la eternidad, en ella moro
y en ella yaceré. Los gritos de los
condenados me colmaron de dolor, que me
ha dado una conciencia. El silencio de los
penitentes, me ha hecho reflexivo y el canto
de los salvados, anhelar algo que nunca
tendré, me ha llenado de odio.
Nacido del dolor y la alegría, forjado
en el silencio, un shinigami.
Así nací a la vida, en la forja del dolor,
la llaman algunos, otros la forja del
silencio y los menos afortunados, la forja
de los cantos. Para mí solo fue la forja.
Allí crecí, allí mi alma tomó forma,
entre gritos, cantos y silencios.
Y mi alma vagó deseando escapar de su
confinamiento, yendo hacia los cantos,
huyendo de llanto y refugiándose en el
silencio.
Luego se hizo la nada y mi alma
cansada, retorna derrotada.
Se oyen los llantos lejanos y llega el
dolor. A veces profundo, a veces llevadero;
pero grito igual que aquellos que gritaban
en mi mente. Y mi alma se desgarra y mi
esencia se estremece.
Después reina el silencio, respiro, mi
alma se recompone y vuelve a descansar.
Al final, me despiertan los cantos, la
alegría llena mi alma y hay gozo en mi
corazón.
Pero nada es duradero en la forja,
vuelven los llantos, el silencio, lo cantos.
Un ciclo de vida eterno, así la eternidad se
convierte en madre.
Así en la eternidad de un mundo sin
tiempo , la forja da forma a mi cuerpo y al
fin, me despierto.
Abro los ojos, respiro, oigo y siento. Mi
piel se siente tirante sobre un mar de
huesos. Me siento en la oscuridad, la
soledad, el silencio.
Siento el hambre reconcomerme por
dentro. Aguardo, escucho y veo.
Veo las almas entrando y saliendo, y mi
hambre aumenta y me siento sediento, más
mis manos no alcanzan aquello que deseo.
El hambre se hace mi amiga
inseparable, mis manos se crispan, mi
estómago se retuerce.
Vago salvaje en mi jaula etérea de
eternidad, las puertas no se abren y no
alcanzo aquello que acallará mi hambre y
saciará mi sed. Mis garras desgarran mi
carne, intentando devorar mi alma.
Grito desesperado y sé que en ese
momento he nacido, llega a mi el
conocimiento. Aquello que soy, aquello que
anhelo.
Al fondo brota una luz, se abre mi
camino y lo sigo.
Calvario
La luz me llevó a otro plano de mi
existencia, para seguir creciendo, para
seguir formándome. La luz no es cálida, es
fría y hiere el alma. Aquí uno puede ver los
planos de existencia y a los que moran en
ellos.
Un shinigami nace hambriento, de
todo. Hambre de alimentos, de vida, de
sentimientos… Y sed, la sed nunca cesa, es
como un dolor agudo, que nunca te
abandona y no se calma.
Solo cesa un instante, solo en ese
mínimo momento en que un alma pasa a
otro plano; dolor, silencio o canto.
Entonces me siento lleno y mi energía de
vida rebosa y el hambre remite, no así la
sed.
La sed del Desierto de las Almas
perdura durante toda la existencia de un
shinigami. Cuando naces eres arrastrado
allí. Y como su nombre indica allí no hay
almas, solo retazos de las mismas, como
miasmas de su existencia. No alimentan
solo merman el hambre.
El desierto es feroz, te desgarra y duras
penas puedes sobrevivir. El hambre
aumenta, y buscas el miasma que los
planos de existencia van dejando a su paso.
Te alimentas de los que puedes encontrar,
antes de que se fundan en las arenas del
olvido. Y así mi cuerpo creció y mi alma
siguió su camino de transformación.
Solitario, viendo vidas pasar, como
proyecciones sin fin, en aquel desierto sin
vida. Aprendiendo, soñando, anhelando
una vida distinta a la mía.
Vagué por el desierto en busca de
planos, absorbiendo conocimientos,
descubriendo el bien y el mal, aprendiendo
a juzgar, a ver mi balanza.
Seguí sin rumbo la estela de vidas, su
brillo incesante, pero frío.
Soportando la carga de pecados que no
eran míos, las alegrías de la bondad y el
silencio de los que tiran la piedra y
esconden la mano.
El miasma que dejaban estas
existencias a su paso, cada vez me sabía a
menos, anhelaba disponer de las Almas y
juzgarlas, saciar mi hambre y mi sed con
su muerte en un plano y su desplazamiento
a otro. Oír en la lejanía sus llantos o
cantos, incluso solo escuchar el silencio.
Mi calvario en vida. La eternidad de
nuevo se volvió madre, hermana y
confidente, mientras vagaba por las arenas
del olvido.
Olvidado vaga por el olvido
solitario contempla la vida
aquel que mora en la luz
del crepúsculo de la existencia.
El hambre me atenazó un día, la sed se
hizo imposible de soportar, caí en la arena,
dolorido y gritando en agonía. Quizás la
eternidad oyó mi llanto, quizás mi llanto
me trajo descanso, pero cerré los ojos y
expiré.
El Camposanto
La lluvia empapaba mi cuerpo y
calentaba mi cuerpo. Lo lavaba de las
heridas infligidas por la luz. Un nuevo
paso en el camino se abría ante mí.
Un nuevo paisaje lleno de vida se
extiende ante mí. Árboles con las ramas
retorcidas y desnudas se mueven al viento,
produciendo extraños gemidos de llanto.
Mi hambre no se ha extinguido, mi
sed aún quema mis entrañas. Me levanto y
comienzo a caminar por ese bosque de
árboles desnudos. El agua sigue golpeando
mi rostro, pero las huelo, mis presas,
almas errantes que han perdido su rumbo,
que no han avanzado y quedan presas en
un mar de tinieblas.
Camino siguiendo su rastro como un
lobo hambriento detrás de un ciervo. Mis
manos se cierran en puños, mis garras
cercenan las palmas. El hambre es ciega y
no ve que ciego camino, y el ansia come
mis entrañas.
El viento amaina, la lluvia lentamente
va dejando una una bruma a su paso. Sigo
mi rumbo, entre los árboles. Las ramas
golpean mi carne, arañan mi piel; pero el
hambre me obliga a seguir, sin rumbo o
por instinto.
El cielo ahora se tiñe de rojos y azules,
como si el Averno y el Edén pugnaran una
batalla.
Y al fin veo mi primera alma, siento su
sabor dulce ya en mi boca, solloza en un
claro del bosque, atrapada en la tierra sin
poder moverse.
Entonces mis ojos realmente se
abrieron, observé lo que aquel bosque era
realmente, un cementerio de almas.
Almas atrapadas en el campo del estío,
para secarse y morir en agonía. Mis ojos
ahora podían verlas en muchos de los
árboles como presencias fantasmales de lo
que una vez fueron.
Pero esas almas ya estaban perdidas,
atrapadas por siempre en un nicho de
madera, recordando para la eternidad su
vida.
Sin embargo, esa que habìa olido, era
fresca, la muerte de su cuerpo reciente. Su
apego por la vida la había retenido y no la
dejaba avanzar. La parca la había
encontrado, sin ella desearla. Pero yo tenía
el poder de equilibrar su balanza, de
llevarla a su lugar de reposo. Fuese el uno,
fuese el otro, su tránsito me alimentaria.
Entonces lo vi, al otro lado, aún lejos
de ella, pero acercándose a mi presa.
Era otro como yo, pero más fuerte.
Sabía que ella no sería mi alimento. Luego
se acercó otra sombra, más robusta, más
compacta. Con una enorme guadaña en su
espalda.
Y comenzó la lucha, las sombras de
los dos shinigami se movieron una sobre la
otra. Ondulantes y sinuosas, como dos
serpientes enfrentadas. El resultado, al
final, es el mismo; o comes o te comen. Fue
la primera vez que vi como un shinigami
devoraba a otro, y no sería la última.
Es un mundo cruel para un shinigami
recién nacido. No importa lo que hagas en
la ley del más fuerte.
La sombra dejó de serlo y en su lugar
apareció una mujer hermosa con una gran
guadaña en su espalda. Con un sencillo
movimiento de muñeca, la guadaña
cercenó el tronco de árbol y el shinigami
recogió el alma en un pequeño frasco de
cristal. Entonces no lo supe, pero aquella
alma proveería de alimento más adelante
en época de necesidad, para alguien
amado.
No obstante, yo estaba famélico y
agotado. Sin energía ya para salir de
caza. Temeroso a la vez de pasar de
cazador a presa. Así que me senté,
apoyado en el tronco de un árbol.
Escuché pasar el tiempo, en el sonido
del viento. Luego llegaron los sollozos, las
plegarias, las voces de nuevo en mi cabeza.
Sin embargo, el silencio no llegaba, eran
otras voces. Eran almas atrapadas, aún
vivas, algunas agonizantes, otras solo
cansadas, pero siguen siendo almas.
Levanté la vista y la vi, ahí estaba.
Casi ya ahogada, casi ya olvidada su
esencia de vida y el estío casi dueño y señor
de su mundo. Perecer para renacer, su
promesa. Tenía que pensar y hacer mía
esa alma moribunda, y el hambre agudiza
el ingenio.
Así que solo hice lo que me pareció más
sencillo y lógico, hablé con ella. Al
principio mis palabras no la alcanzaron,
luego el alma comenzó a hablarme de ella.
Sus recuerdos fueron míos, sus sueños, sus
penas y alegrías…
No sabía de qué me serviría y estaba
agotado. Mi cuerpo se extinguía y mi
mente se dormía. Pero con mi último
aliento, dije lo que sentía mi corazón.
Saqué la balanza, y juzgue, que su lugar
era cantado, trayendo dicha a condenados
como él.
Entonces, el hambre cesó, me sentía
pleno y completo. La sed se extinguió por
un momento, un instante de placer, exiguo
y a la vez eterno. El árbol a mis espaldas
tembló y se hizo polvo que arrastró el
viento.
Camposanto de estío
sembrado de almas.
Oscuras tus raíces,
de muerte y de olvido.
Seguí mi camino, escuchando las voces
mortecinas, que el agua de lluvia acallaba.
Agua cálida que silenciaba sus voces y
ayuda al olvido. Después de cada tormenta
reiniciaba mi búsqueda. Mis hallazgos me
fortalecían y mi sombra era cada vez más
poderosa.
Y llegó de nuevo el día en que encontré
un alma fresca y a otro shinigami joven
cazando. Oí sus gruñidos de aviso, sentí su
temor, su desesperanza y su hambre.
Sonreí, me giré y busqué a mi nueva presa,
el bosque estaba lleno de ellas.
El camposanto era mi feudo.
Poco a poco, el Camposanto me
desveló sus secretos. Muchos éramos los
que allí morábamos, pocos los que
reinaban. Las tormentas de lluvia eran
cíclicas, llovía y luego llegaba el estío. Era
la época de caza. Pero como pude ver no
solo de almas, los shinigami también
éramos presas.
Eran tres, el bosque los llamaba
Maestros, eran y no eran shinigamis, eran
meras sombras sedientas. Ellos cazaban,
nos cazaban, cuando buscabas una presa,
eras la presa.
Acechaban y cuando el hambre nos
cegaba, allí estaban. Te rodeaban, cazando
en manada, como lobos hambrientos y
luego atacaban. Devoraban la esencia del
shinigami y dejaban el alma. Luego
volvían al acecho. Uno tras otro, cayendo
en sus redes. Ellos buscaban, ellos
devoraban, ellos gobernaban.
Yo los observaba, yo los eludía, pero
algún día la lluvia no cubriría mis huellas
y a sus sentidos expuesto quedaría.
El feudo
Sabía que había crecido en poder,
tanto que la sed solo era un ligero
tormento. Mis poderes habían crecido, mi
velocidad, mi capacidad de fundirme con
las sombras, mi fuerza para invocar la
balanza… También sé que tarde o
temprano vendrán a por mí.
El camposanto es mi feudo, porque no
lucho con nadie por el alimento, pero no
reino, ni soy señor.
Pronto los Maestros vendrán a por mí.
No para absorberme, soy demasiado fuerte
para eso, pero no sé cuál es su plan. Hace
tiempo que ellos habitan este plano y no
van a permitir que yo usurpe su lugar. Sé
que he de moverme, trasladarme a otro
plano o me tomarán y no seguiré mi
camino.
He de buscar al otro, al que todos
temen, a “Guadaña”. Él no es un Maestro,
está por encima de ellos, solo viene de vez
en cuando, cuando extravía un alma.
No obstante, encontrar a Guadaña y
no ser hallado es ardua tarea. Las almas
recientes son el coto de caza de los
Maestros y aguardar a Guadaña podría
ser mi sentencia de muerte.
Quizás la solución no sea esa, quizás
pasaba por conocer mi feudo. Guadaña
entraba y salía por algún lado, y tenía que
encontrarlo.
Así que me dediqué a viajar
adentrándome, más y más en la espesura
de bosque.
El bosque siempre fue inhóspito, pero a
medida que avanzo, lo veo más temible.
Aquí los árboles apenas hablan, sus voces
son meros susurros apagados y casi
inaudibles. Y los hay que guardan un
silencio eterno convertidos en fósiles.
Cuanto más me adentro los fósiles son
cada vez mayores y han dejado de parecer
árboles. Sus ramas yacen en el suelo,
partidas en pedazos conformando un suelo
de gravilla que hiere los pies al caminar.
Los troncos han perdido su forma
humanoide y el viento los erosiona.
La lluvia ya no cae aquí, y el estío es
perpetuo. El viento es árido y arrastra
esquirlas a su paso que se clavan en tu piel
y te hieren.
El hambre a regresado, aquí no hay
almas, no logro alimentarme. Y la sed es
tan fuerte como antes.
Los árboles han desaparecido,
lentamente se han convertido en rocas
parduzcas y ya ni hay viento, como si el
silencio fue el dueño del lugar.
Perecieron un día
y olvidados yacen.
Como olvidada su vida
huecos fósiles sin alma.
Estoy cansado.
Entonces veo el humo, se eleva en
espiral detrás de un cerro. Algo me dice
que es mi destino y hacia allí encamino
mis pasos.
Hace tiempo que no noto la presencia
de los Maestros siguiéndome, desde el mar
de fósiles negros, pero han estado ahí, todo
el tiempo, como guiando mis pasos para
que no me pierda o de media vuelta. Son
depredadores, y ese es su coto, no el
nuestro. Para nosotros es un mero paso
más en el camino.
Tiene sentido, alimentarse en el bosque
es muy sencillo, sin nuestro propio
depredador, aniquilaríamos todo a nuestro
paso, quedando solo ceniza. Hasta
convertirnos en ellos, en nuestros propios
depredadores, sin avanzar.
Quizás sea una prueba y solo aquellos
que la pasan logran evadir a los Maestros,
realmente cómo descubrí luego, no
maestros sino guardianes del bosque de las
ánimas.
La forja
Un nuevo paisaje se abrió ante mis
ojos. Los árboles dejaron de estar desnudos
y el verde los cubría. Su interior ya no
albergaba almas humanas. Su alma era
más antigua y tenía su lugar.
La forja estaba allí, al pie del cerro.
Un arroyuelo, alimentaba el taller, para
así enfriar el metal. Parecía atemporal y
fuera de lugar, sin embargo sería mi
hogar.
Y allí también entre las sombras de la
noche encontré a Guadaña.
Guadaña realmente se llamaba
Shiana. Era una shinigami adulta y
gracias a ella aprendì muchas cosas. Y
realmente fui muy afortunado de que
estuviera allì, sino mi paso por la forja no
sería tan sencillo.
La forja es un ente propio, con sus
manías y caprichos. La guadaña de cada
Shinigami es única. La forja responde a ti,
a los sentimientos del alma, ya que en sí,
la guadaña también es una parte del
shinigami. Una unidad indisoluble, una
unidad para la eternidad.
Así que me puse a forjar mi guadaña, y
mientras me peleaba con la forja,
preguntaba a Shiana. ¿Cómo era el
mundo? ¿Qué hacía ella allí? ¿Qué eran
las botellitas de colores que atesoraba?
¿Para qué servían? ¿Cuándo podría irme?
¿Y adónde?
Todo era un ciclo; fundir, templar,
enfriar.
Al principio, Shiana era reticente a
hablar; sin embargo, al terminar mi
primera guadaña, me dijo lo que tenía que
hacer. Tenía que cercenar un árbol del
Bosque de las Ánimas y guardar el alma
en una de la botellas destinadas.
Me habló de los Guardianes del
Equilibrio, los Señores del Camposanto.
Ahora no tendría nada que temer porque
era un elegido.
La guadaña tenía que ser una extensión
de mí, si se quebraba, si yo me
desgarraba… entonces lo era la guadaña y
vuelta a empezar.
La primera vez que la utilicé casi no
pude levantarla, no había equilibrio, pero
aún así logré cercenar el árbol y tomar el
alma, la cual se introdujo rçápidamente en
uno de los frasquitos rojos que tenía en la
cintura. En mis ratos de ocio, cuando la
forja no me dejaba trabajar lo miraba
intrigado. Brillaba a la luz y parecìa como
si una vida se moviese en su interior.