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Cien anos de soledad - Gabriel Garcia Marquez

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Published by , 2016-11-29 15:39:27

Cien anos de soledad - Gabriel Garcia Marquez

Cien anos de soledad - Gabriel Garcia Marquez

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«Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel
Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo
llevó a conocer el hielo». Macondo, en ese entonces, era una pequeña aldea
a la que llegaban todos los años, por el mes de marzo, los gitanos dirigidos
por Melquíades, llevando los últimos inventos de la ciencia. El patriarca y
fundador de Macondo, José Arcadio Buendía, se obsesiona con los inventos
de los gitanos al extremo de descuidar a su familia. Descubre que la tierra
es redonda y planea un viaje para encontrar la tierra de los inventos, pero
luego de un peligroso viaje, sólo llega al mar. Ante su decisión de abandonar
Macondo, Úrsula, su mujer, lo detiene y le dice que se ocupe de sus hijos.
José Arcadio se entretiene en darles leccciones poco verídicas a sus hijos,
José Arcadio y Aureliano. Cuando vuelven los gitanos, José Arcadio se
entera de la muerte de Melquíades. Además, junto con sus dos hijos, conoce
el hielo, que el cree es el más grande invento de su tiempo.

Gabriel García Márquez
Cien años de soledad

Para Jomí García Ascot
y María Luisa Elío

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano
Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a
conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y
cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban
por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El
mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para
mencionarlas había que señalarlas con el dedo. Todos los años, por el mes de
marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea,
y con un grande alboroto de pitos y timbales daban a conocer los nuevos
inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano corpulento, de barba montaraz y
manos de gorrión, que se presentó con el nombre de Melquíades, hizo una
truculenta demostración pública de lo que él mismo llamaba la octava maravilla
de los sabios alquimistas de Macedonia. Fue de casa en casa arrastrando dos
lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó al ver que los calderos, las pailas,
las tenazas y los anafes se caían de su sitio, y las maderas crujían por la
desesperación de los clavos y los tornillos tratando de desenclavarse, y aun los
objetos perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían por donde más se les
había buscado, y se arrastraban en desbandada turbulenta detrás de los fierros
mágicos de Melquíades. « Las cosas tienen vida propia —pregonaba el gitano con
áspero acento—, todo es cuestión de despertarles el ánima» . José Arcadio
Buendía, cuy a desaforada imaginación iba siempre más lejos que el ingenio de
la naturaleza, y aun más allá del milagro y la magia, pensó que era posible
servirse de aquella invención inútil para desentrañar el oro de la tierra.
Melquíades, que era un hombre honrado, le previno: « Para eso no sirve» . Pero
José Arcadio Buendía no creía en aquel tiempo en la honradez de los gitanos, así
que cambió su mulo y una partida de chivos por los dos lingotes imantados.
Úrsula Iguarán, su mujer, que contaba con aquellos animales para ensanchar el
desmedrado patrimonio doméstico, no consiguió disuadirlo. « Muy pronto ha de
sobrarnos oro para empedrar la casa» , replicó su marido. Durante varios meses
se empeñó en demostrar el acierto de sus conjeturas. Exploró palmo a palmo la
región, inclusive el fondo del río, arrastrando los dos lingotes de hierro y
recitando en voz alta el conjuro de Melquíades. Lo único que logró desenterrar

fue una armadura del siglo XV con todas sus partes soldadas por un cascote de
óxido, cuy o interior tenía la resonancia hueca de un enorme calabazo lleno de
piedras. Cuando José Arcadio Buendía y los cuatro hombres de su expedición
lograron desarticular la armadura, encontraron dentro un esqueleto calcificado
que llevaba colgado en el cuello un relicario de cobre con un rizo de mujer.

En marzo volvieron los gitanos. Esta vez llevaban un catalejo y una lupa del
tamaño de un tambor, que exhibieron como el último descubrimiento de los
judíos de Amsterdam. Sentaron una gitana en un extremo de la aldea e instalaron
el catalejo a la entrada de la carpa. Mediante el pago de cinco reales, la gente se
asomaba al catalejo y veía a la gitana al alcance de su mano. « La ciencia ha
eliminado las distancias» , pregonaba Melquíades. « Dentro de poco, el hombre
podrá ver lo que ocurre en cualquier lugar de la tierra, sin moverse de su casa» .
Un mediodía ardiente hicieron una asombrosa demostración con la lupa
gigantesca: pusieron un montón de hierba seca en mitad de la calle y le
prendieron fuego mediante la concentración de los ray os solares. José Arcadio
Buendía, que aún no acababa de consolarse por el fracaso de sus imanes,
concibió la idea de utilizar aquel invento como un arma de guerra. Melquíades,
otra vez, trató de disuadirlo. Pero terminó por aceptar los dos lingotes imantados
y tres piezas de dinero colonial a cambio de la lupa. Úrsula lloró de
consternación. Aquel dinero formaba parte de un cofre de monedas de oro que
su padre había acumulado en toda una vida de privaciones, y que ella había
enterrado debajo de la cama en espera de una buena ocasión para invertirlas.
José Arcadio Buendía no trató siquiera de consolarla, entregado por entero a sus
experimentos tácticos con la abnegación de un científico y aun a riesgo de su
propia vida. Tratando de demostrar los efectos de la lupa en la tropa enemiga, se
expuso él mismo a la concentración de los ray os solares y sufrió quemaduras
que se convirtieron en úlceras y tardaron mucho tiempo en sanar. Ante las
protestas de su mujer, alarmada por tan peligrosa inventiva, estuvo a punto de
incendiar la casa. Pasaba largas horas en su cuarto, haciendo cálculos sobre las
posibilidades estratégicas de su arma novedosa, hasta que logró componer un
manual de una asombrosa claridad didáctica y un poder de convicción
irresistible. Lo envió a las autoridades acompañado de numerosos testimonios
sobre sus experiencias y de varios pliegos de dibujos explicativos, al cuidado de
un mensajero que atravesó la sierra, se extravió en pantanos desmesurados,
remontó ríos tormentosos y estuvo a punto de perecer bajo el azote de las fieras,
la desesperación y la peste, antes de conseguir una ruta de enlace con las mulas
del correo. A pesar de que el viaje a la capital era en aquel tiempo poco menos
que imposible, José Arcadio Buendía prometía intentarlo tan pronto como se lo
ordenara el gobierno, con el fin de hacer demostraciones prácticas de su invento
ante los poderes militares, y adiestrarlos personalmente en las complicadas artes
de la guerra solar. Durante varios años esperó la respuesta. Por último, cansado

de esperar, se lamentó ante Melquíades del fracaso de su iniciativa, y el gitano
dio entonces una prueba convincente de honradez: le devolvió los doblones a
cambio de la lupa, y le dejó además unos mapas portugueses y varios
instrumentos de navegación. De su puño y letra escribió una apretada síntesis de
los estudios del monje Hermann, que dejó a su disposición para que pudiera
servirse del astrolabio, la brújula y el sextante. José Arcadio Buendía pasó los
largos meses de lluvia encerrado en un cuartito que construy ó en el fondo de la
casa para que nadie perturbara sus experimentos. Habiendo abandonado por
completo las obligaciones domésticas, permaneció noches enteras en el patio
vigilando el curso de los astros, y estuvo a punto de contraer una insolación por
tratar de establecer un método exacto para encontrar el mediodía. Cuando se hizo
experto en el uso y manejo de sus instrumentos, tuvo una noción del espacio que
le permitió navegar por mares incógnitos, visitar territorios deshabitados y trabar
relación con seres espléndidos, sin necesidad de abandonar su gabinete. Fue esa
la época en que adquirió el hábito de hablar a solas, paseándose por la casa sin
hacer caso de nadie, mientras Úrsula y los niños se partían el espinazo en la
huerta cuidando el plátano y la malanga, la y uca y el ñame, la ahuy ama y la
berenjena. De pronto, sin ningún anuncio, su actividad febril se interrumpió y fue
sustituida por una especie de fascinación. Estuvo varios días como hechizado,
repitiéndose a sí mismo en voz baja un sartal de asombrosas conjeturas, sin dar
crédito a su propio entendimiento. Por fin, un martes de diciembre, a la hora del
almuerzo, soltó de un golpe toda la carga de su tormento. Los niños habían de
recordar por el resto de su vida la augusta solemnidad con que su padre se sentó a
la cabecera de la mesa, temblando de fiebre, devastado por la prolongada vigilia
y por el encono de su imaginación, y les reveló su descubrimiento:

—La tierra es redonda como una naranja.
Úrsula perdió la paciencia. « Si has de volverte loco, vuélvete tú solo» , gritó.
« Pero no trates de inculcar a los niños tus ideas de gitano» . José Arcadio
Buendía, impasible, no se dejó amedrentar por la desesperación de su mujer, que
en un rapto de cólera le destrozó el astrolabio contra el suelo. Construy ó otro,
reunió en el cuartito a los hombres del pueblo y les demostró, con teorías que
para todos resultaban incomprensibles, la posibilidad de regresar al punto de
partida navegando siempre hacia el Oriente. Toda la aldea estaba convencida de
que José Arcadio Buendía había perdido el juicio, cuando llegó Melquíades a
poner las cosas en su punto. Exaltó en público la inteligencia de aquel hombre que
por pura especulación astronómica había construido una teoría y a comprobada
en la práctica, aunque desconocida hasta entonces en Macondo, y como una
prueba de su admiración le hizo un regalo que había de ejercer una influencia
terminante en el futuro de la aldea: un laboratorio de alquimia.
Para esa época, Melquíades había envejecido con una rapidez asombrosa. En
sus primeros viajes parecía tener la misma edad de José Arcadio Buendía. Pero

mientras éste conservaba su fuerza descomunal, que le permitía derribar un
caballo agarrándolo por las orejas, el gitano parecía estragado por una dolencia
tenaz. Era, en realidad, el resultado de múltiples y raras enfermedades contraídas
en sus incontables viajes alrededor del mundo. Según él mismo le contó a José
Arcadio Buendía mientras lo ay udaba a montar el laboratorio, la muerte lo
seguía a todas partes, husmeándole los pantalones, pero sin decidirse a darle el
zarpazo final. Era un fugitivo de cuantas plagas y catástrofes habían flagelado al
género humano. Sobrevivió a la pelagra en Persia, al escorbuto en el archipiélago
de Malasia, a la lepra en Alejandría, al beriberi en el Japón, a la peste bubónica
en Madagascar, al terremoto de Sicilia y a un naufragio multitudinario en el
estrecho de Magallanes. Aquel ser prodigioso que decía poseer las claves de
Nostradamus, era un hombre lúgubre, envuelto en un aura triste, con una mirada
asiática que parecía conocer el otro lado de las cosas. Usaba un sombrero grande
y negro, como las alas extendidas de un cuervo, y un chaleco de terciopelo
patinado por el verdín de los siglos. Pero a pesar de su inmensa sabiduría y de su
ámbito misterioso tenía un peso humano, una condición terrestre que lo mantenía
enredado en los minúsculos problemas de la vida cotidiana. Se quejaba de
dolencias de viejo, sufría por los más insignificantes percances económicos y
había dejado de reír desde hacía mucho tiempo, porque el escorbuto le había
arrancado los dientes. El sofocante mediodía en que reveló sus secretos, José
Arcadio Buendía tuvo la certidumbre de que aquel era el principio de una grande
amistad. Los niños se asombraron con sus relatos fantásticos. Aureliano, que no
tenía entonces más de cinco años, había de recordarlo por el resto de su vida
como lo vio aquella tarde, sentado contra la claridad metálica y reverberante de
la ventana, alumbrando con su profunda voz de órgano los territorios más oscuros
de la imaginación, mientras chorreaba por sus sienes la grasa derretida por el
calor. José Arcadio, su hermano may or, había de transmitir aquella imagen
maravillosa, como un recuerdo hereditario, a toda su descendencia. Úrsula, en
cambio, conservó un mal recuerdo de aquella visita, porque entró al cuarto en el
momento en que Melquíades rompió por distracción un frasco de bicloruro de
m e rc urio.

—Es el olor del demonio —dijo ella.
—En absoluto —corrigió Melquíades—. Está comprobado que el demonio
tiene propiedades sulfúricas, y esto no es más que un poco de solimán.
Siempre didáctico, hizo una sabia exposición sobre las virtudes diabólicas del
cinabrio, pero Úrsula no le hizo caso, sino que se llevó los niños a rezar. Aquel
olor mordiente quedaría para siempre en su memoria, vinculado al recuerdo de
Melquíades.
El rudimentario laboratorio —sin contar una profusión de cazuelas, embudos,
retortas, filtros y coladores— estaba compuesto por un atanor primitivo; una
probeta de cristal de cuello largo y angosto, imitación del huevo filosófico, y un

destilador construido por los propios gitanos según las descripciones modernas del
alambique de tres brazos de María la judía. Además de estas cosas, Melquíades
dejó muestras de los siete metales correspondientes a los siete planetas, las
fórmulas de Moisés y Zósimo para el doblado del oro, y una serie de apuntes y
dibujos sobre los procesos del Gran Magisterio, que permitían a quien supiera

interpretarlos intentar la fabricación de la piedra filosofal. Seducido por la
simplicidad de las fórmulas para doblar el oro, José Arcadio Buendía cortejó a
Úrsula durante varias semanas, para que le permitiera desenterrar sus monedas
coloniales y aumentarlas tantas veces como era posible subdividir el azogue.
Úrsula cedió, como ocurría siempre, ante la inquebrantable obstinación de su
marido. Entonces José Arcadio Buendía echó treinta doblones en una cazuela, y
los fundió con raspadura de cobre, oropimente, azufre y plomo. Puso a hervir
todo a fuego vivo en un caldero de aceite de ricino hasta obtener un jarabe
espeso y pestilente más parecido al caramelo vulgar que al oro magnífico. En
azarosos y desesperados procesos de destilación, fundida con los siete metales
planetarios, trabajada con el mercurio hermético y el vitriolo de Chipre, y vuelta
a cocer en manteca de cerdo a falta de aceite de rábano, la preciosa herencia de
Úrsula quedó reducida a un chicharrón carbonizado que no pudo ser desprendido
del fondo del caldero.

Cuando volvieron los gitanos, Úrsula había predispuesto contra ellos a toda la
población. Pero la curiosidad pudo más que el temor, porque aquella vez los
gitanos recorrieron la aldea haciendo un ruido ensordecedor con toda clase de
instrumentos músicos, mientras el pregonero anunciaba la exhibición del más
fabuloso hallazgo de los nasciancenos. De modo que todo el mundo se fue a la
carpa, y mediante el pago de un centavo vieron un Melquíades juvenil, repuesto,
desarrugado, con una dentadura nueva y radiante. Quienes recordaban sus encías
destruidas por el escorbuto, sus mejillas fláccidas y sus labios marchitos se
estremecieron de pavor ante aquella prueba terminante de los poderes
sobrenaturales del gitano. El pavor se convirtió en pánico cuando Melquíades se
sacó los dientes, intactos, engastados en las encías, y se los mostró al público por
un instante —un instante fugaz en que volvió a ser el mismo hombre decrépito de
los años anteriores— y se los puso otra vez y sonrió de nuevo con un dominio
pleno de su juventud restaurada. Hasta el propio José Arcadio Buendía consideró
que los conocimientos de Melquíades habían llegado a extremos intolerables,
pero experimentó un saludable alborozo cuando el gitano le explicó a solas el
mecanismo de su dentadura postiza. Aquello le pareció a la vez tan sencillo y
prodigioso, que de la noche a la mañana perdió todo interés en las investigaciones
de alquimia; sufrió una nueva crisis de mal humor, no volvió a comer en forma
regular y se pasaba el día dando vueltas por la casa. « En el mundo están
ocurriendo cosas increíbles» , le decía a Úrsula. « Ahí mismo, al otro lado del río,
hay toda clase de aparatos mágicos, mientras nosotros seguimos viviendo como

los burros» . Quienes lo conocían desde los tiempos de la fundación de Macondo
se asombraban de cuánto había cambiado bajo la influencia de Melquíades.

Al principio, José Arcadio Buendía era una especie de patriarca juvenil, que
daba instrucciones para la siembra y consejos para la crianza de niños y
animales, y colaboraba con todos, aun en el trabajo físico, para la buena marcha
de la comunidad. Puesto que su casa fue desde el primer momento la mejor de
la aldea, las otras fueron arregladas a su imagen y semejanza. Tenía una salita
amplia y bien iluminada, un comedor en forma de terraza con flores de colores
alegres, dos dormitorios, un patio con un castaño gigantesco, un huerto bien
plantado y un corral donde vivían en comunidad pacífica los chivos, los cerdos y
las gallinas. Los únicos animales prohibidos no sólo en la casa, sino en todo el
poblado, eran los gallos de pelea.

La laboriosidad de Úrsula andaba a la par con la de su marido. Activa,
menuda, severa, aquella mujer de nervios inquebrantables, a quien en ningún
momento de su vida se la oy ó cantar, parecía estar en todas partes desde el
amanecer hasta muy entrada la noche, siempre perseguida por el suave susurro
de sus pollerines de olán. Gracias a ella, los pisos de tierra golpeada, los muros de
barro sin encalar, los rústicos muebles de madera construidos por ellos mismos
estaban siempre limpios, y los viejos arcones donde se guardaba la ropa
exhalaban un tibio olor de albahaca.

José Arcadio Buendía, que era el hombre más emprendedor que se vería
jamás en la aldea, había dispuesto de tal modo la posición de las casas, que desde
todas podía llegarse al río y abastecerse de agua con igual esfuerzo, y trazó las
calles con tan buen sentido que ninguna casa recibía más sol que otra a la hora
del calor. En pocos años, Macondo fue una aldea más ordenada y laboriosa que
cualquiera de las conocidas hasta entonces por sus 300 habitantes. Era en verdad
una aldea feliz, donde nadie era may or de treinta años y donde nadie había
m ue rto.

Desde los tiempos de la fundación, José Arcadio Buendía construy ó trampas
y jaulas. En poco tiempo llenó de turpiales, canarios, azulejos y petirrojos no sólo
la propia casa, sino todas las de la aldea. El concierto de tantos pájaros distintos
llegó a ser tan aturdidor, que Úrsula se tapó los oídos con cera de abejas para no
perder el sentido de la realidad. La primera vez que llegó la tribu de Melquíades
vendiendo bolas de vidrio para el dolor de cabeza, todo el mundo se sorprendió de
que hubieran podido encontrar aquella aldea perdida en el sopor de la ciénaga, y
los gitanos confesaron que se habían orientado por el canto de los pájaros.

Aquel espíritu de iniciativa social desapareció en poco tiempo, arrastrado por
la fiebre de los imanes, los cálculos astronómicos, los sueños de transmutación y
las ansias de conocer las maravillas del mundo. De emprendedor y limpio, José
Arcadio Buendía se convirtió en un hombre de aspecto holgazán, descuidado en
el vestir, con una barba salvaje que Úrsula lograba cuadrar a duras penas con un



















































ordeñarla todas las mañanas para que produzca leche y a la leche hay que

hervirla para mezclarla con el café y hacer café con leche. Así continuaron

viviendo en una realidad escurridiza, momentáneamente capturada por las
palabras, pero que había de fugarse sin remedio cuando olvidaran los valores de
la letra escrita.

En la entrada del camino de la ciénaga se había puesto un anuncio que decía
Macondo y otro más grande en la calle central que decía Dios existe. En todas las

casas se habían escrito claves para memorizar los objetos y los sentimientos.
Pero el sistema exigía tanta vigilancia y tanta fortaleza moral, que muchos
sucumbieron al hechizo de una realidad imaginaria, inventada por ellos mismos,
que les resultaba menos práctica pero más reconfortante. Pilar Ternera fue quien
más contribuy ó a popularizar esa mistificación, cuando concibió el artificio de
leer el pasado en las barajas como antes había leído el futuro. Mediante ese
recurso, los insomnes empezaron a vivir en un mundo construido por las
alternativas inciertas de los naipes, donde el padre se recordaba apenas como el
hombre moreno que había llegado a principios de abril y la madre se recordaba
apenas como la mujer trigueña que usaba un anillo de oro en la mano izquierda,
y donde una fecha de nacimiento quedaba reducida al último martes en que
cantó la alondra en el laurel. Derrotado por aquellas prácticas de consolación,
José Arcadio Buendía decidió entonces construir la máquina de la memoria que
una vez había deseado para acordarse de los maravillosos inventos de los gitanos.
El artefacto se fundaba en la posibilidad de repasar todas las mañanas, y desde el
principio hasta el fin, la totalidad de los conocimientos adquiridos en la vida. Lo
imaginaba como un diccionario giratorio que un individuo situado en el eje
pudiera operar mediante una manivela, de modo que en pocas horas pasaran
frente a sus ojos las nociones más necesarias para vivir. Había logrado escribir
cerca de catorce mil fichas, cuando apareció por el camino de la ciénaga un
anciano estrafalario con la campanita triste de los durmientes, cargando una
maleta ventruda amarrada con cuerdas y un carrito cubierto de trapos negros.
Fue directamente a la casa de José Arcadio Buendía.

Visitación no lo conoció al abrirle la puerta, y pensó que llevaba el propósito
de vender algo, ignorante de que nada podía venderse en un pueblo que se hundía
sin remedio en el tremedal del olvido. Era un hombre decrépito. Aunque su voz
estaba también cuarteada por la incertidumbre y sus manos parecían dudar de la
existencia de las cosas, era evidente que venía del mundo donde todavía los
hombres podían dormir y recordar. José Arcadio Buendía lo encontró sentado en
la sala, abanicándose con un remendado sombrero negro, mientras leía con
atención compasiva los letreros pegados en las paredes. Lo saludó con amplias
muestras de afecto, temiendo haberlo conocido en otro tiempo y ahora no
recordarlo. Pero el visitante advirtió su falsedad. Se sintió olvidado, no con el
olvido remediable del corazón, sino con otro olvido más cruel e irrevocable que

él conocía muy bien, porque era el olvido de la muerte. Entonces comprendió.
Abrió la maleta atiborrada de objetos indescifrables, y de entre ellos sacó un
maletín con muchos frascos. Le dio a beber a José Arcadio Buendía una
sustancia de color apacible, y la luz se hizo en su memoria. Los ojos se le
humedecieron de llanto, antes de verse a sí mismo en una sala absurda donde los
objetos estaban marcados, y antes de avergonzarse de las solemnes tonterías
escritas en las paredes, y aun antes de reconocer al recién llegado en un
deslumbrante resplandor de alegría. Era Melquíades.

Mientras Macondo celebraba la reconquista de los recuerdos, José Arcadio
Buendía y Melquíades le sacudieron el polvo a su vieja amistad. El gitano iba
dispuesto a quedarse en el pueblo. Había estado en la muerte, en efecto, pero
había regresado porque no pudo soportar la soledad. Repudiado por su tribu,
desprovisto de toda facultad sobrenatural como castigo por su fidelidad a la vida,
decidió refugiarse en aquel rincón del mundo todavía no descubierto por la
muerte, dedicado a la explotación de un laboratorio de daguerrotipia. José
Arcadio Buendía no había oído hablar nunca de ese invento. Pero cuando se vio a
sí mismo y a toda su familia plasmados en una edad eterna sobre una lámina de
metal tornasol, se quedó mudo de estupor. De esa época databa el oxidado
daguerrotipo en el que apareció José Arcadio Buendía con el pelo erizado y
ceniciento, el acartonado cuello de la camisa prendido con un botón de cobre y
una expresión de solemnidad asombrada, y que Úrsula describía muerta de risa
como « un general asustado» . En verdad, José Arcadio Buendía estaba asustado
la diáfana mañana de diciembre en que le hicieron el daguerrotipo, porque
pensaba que la gente se iba gastando poco a poco a medida que su imagen
pasaba a las placas metálicas. Por una curiosa inversión de la costumbre, fue
Úrsula quien le sacó aquella idea de la cabeza, como fue también ella quien
olvidó sus antiguos resquemores y decidió que Melquíades se quedara viviendo
en la casa, aunque nunca permitió que le hicieran un daguerrotipo porque (según
sus propias palabras textuales) no quería quedar para burla de sus nietos. Aquella
mañana vistió a los niños con sus ropas mejores, les empolvó la cara y les dio
una cucharada de jarabe de tuétano a cada uno para que pudieran permanecer
absolutamente inmóviles durante casi dos minutos frente a la aparatosa cámara
de Melquíades. En el daguerrotipo familiar, el único que existió jamás, Aureliano
apareció vestido de terciopelo negro, entre Amaranta y Rebeca. Tenía la misma
languidez y la misma mirada clarividente que había de tener años más tarde
frente al pelotón de fusilamiento. Pero aún no había sentido la premonición de su
destino. Era un orfebre experto, estimado en toda la ciénaga por el preciosismo
de su trabajo. En el taller que compartía con el disparatado laboratorio de
Melquíades, apenas si se le oía respirar. Parecía refugiado en otro tiempo,
mientras su padre y el gitano interpretaban a gritos las predicciones de
Nostradamus, entre un estrépito de frascos y cubetas, y el desastre de los ácidos

derramados y el bromuro de plata perdido por los codazos y traspiés que daban a
cada instante. Aquella consagración al trabajo, el buen juicio con que
administraba sus intereses, le habían permitido a Aureliano ganar en poco tiempo
más dinero que Úrsula con su deliciosa fauna de caramelo, pero todo el mundo
se extrañaba de que fuera y a un hombre hecho y derecho y no se le hubiera
conocido mujer. En realidad no la había tenido.

Meses después volvió Francisco el Hombre, un anciano trotamundos de casi
200 años que pasaba con frecuencia por Macondo divulgando las canciones
compuestas por él mismo. En ellas, Francisco el Hombre relataba con detalles
minuciosos las noticias ocurridas en los pueblos de su itinerario, desde Manaure
hasta los confines de la ciénaga, de modo que si alguien tenía un recado que
mandar o un acontecimiento que divulgar, le pagaba dos centavos para que lo
incluy era en su repertorio. Fue así como se enteró Úrsula de la muerte de su
madre, por pura casualidad, una noche que escuchaba las canciones con la
esperanza de que dijeran algo de su hijo José Arcadio. Francisco el Hombre, así
llamado porque derrotó al diablo en un duelo de improvisación de cantos, y cuy o
verdadero nombre no conoció nadie, desapareció de Macondo durante la peste
del insomnio y una noche reapareció sin ningún anuncio en la tienda de Catarino.
Todo el pueblo fue a escucharlo para saber qué había pasado en el mundo. En esa
ocasión llegaron con él una mujer tan gorda que cuatro indios tenían que llevarla
cargada en un mecedor, y una mulata adolescente de aspecto desamparado que
la protegía del sol con un paraguas. Aureliano fue esa noche a la tienda de
Catarino. Encontró a Francisco el Hombre, como un camaleón monolítico,
sentado en medio de un círculo de curiosos. Cantaba las noticias con su vieja voz
descordada, acompañándose con el mismo acordeón arcaico que le regaló Sir
Walter Raleigh en la Guay ana, mientras llevaba el compás con sus grandes pies
caminadores agrietados por el salitre. Frente a una puerta del fondo por donde
entraban y salían algunos hombres, estaba sentada y se abanicaba en silencio la
matrona del mecedor. Catarino, con una rosa de fieltro en la oreja, vendía a la
concurrencia tazones de guarapo fermentado, y aprovechaba la ocasión para
acercarse a los hombres y ponerles la mano donde no debía. Hacia la
medianoche el calor era insoportable. Aureliano escuchó las noticias hasta el
final sin encontrar ninguna que le interesara a su familia. Se disponía a regresar a
casa cuando la matrona le hizo una señal con la mano.

—Entra tú también —le dijo—. Sólo cuesta veinte centavos.
Aureliano echó una moneda en la alcancía que la matrona tenía en las
piernas y entró en el cuarto sin saber para qué. La mulata adolescente, con sus
teticas de perra, estaba desnuda en la cama. Antes de Aureliano, esa noche,
sesenta y tres hombres habían pasado por el cuarto. De tanto ser usado, y
amasado en sudores y suspiros, el aire de la habitación empezaba a convertirse
en lodo. La muchacha quitó la sábana empapada y le pidió a Aureliano que la

tuviera de un lado. Pesaba como un lienzo. La exprimieron, torciéndola por los
extremos, hasta que recobró su peso natural. Voltearon la estera, y el sudor salía
del otro lado. Aureliano ansiaba que aquella operación no terminara nunca.
Conocía la mecánica teórica del amor, pero no podía tenerse en pie a causa del
desaliento de sus rodillas, y aunque tenía la piel erizada y ardiente no podía
resistir a la urgencia de expulsar el peso de las tripas. Cuando la muchacha acabó
de arreglar la cama y le ordenó que se desvistiera, él le hizo una explicación
atolondrada: « Me hicieron entrar. Me dijeron que echara veinte centavos en la
alcancía y que no me demorara» . La muchacha comprendió su ofuscación. « Si
echas otros veinte centavos a la salida, puedes demorarte un poco más» , dijo
suavemente. Aureliano se desvistió, atormentado por el pudor, sin poder quitarse
la idea de que su desnudez no resistía la comparación con su hermano. A pesar de
los esfuerzos de la muchacha, él se sintió cada vez más indiferente, y
terriblemente solo. « Echaré otros veinte centavos» , dijo con voz desolada. La
muchacha se lo agradeció en silencio. Tenía la espalda en carne viva. Tenía el
pellejo pegado a las costillas y la respiración alterada por un agotamiento
insondable. Dos años antes, muy lejos de allí, se había quedado dormida sin
apagar la vela y había despertado cercada por el fuego. La casa donde vivía con
la abuela que la había criado quedó reducida a cenizas. Desde entonces la abuela
la llevaba de pueblo en pueblo, acostándola por veinte centavos, para pagarse el
valor de la casa incendiada. Según los cálculos de la muchacha, todavía le
faltaban unos diez años de setenta hombres por noche, porque tenía que pagar
además los gastos de viaje y alimentación de ambas y el sueldo de los indios que
cargaban el mecedor. Cuando la matrona tocó la puerta por segunda vez,
Aureliano salió del cuarto sin haber hecho nada, aturdido por el deseo de llorar.
Esa noche no pudo dormir pensando en la muchacha, con una mezcla de deseo y
conmiseración. Sentía una necesidad irresistible de amarla y protegerla. Al
amanecer, extenuado por el insomnio y la fiebre, tomó la serena decisión de
casarse con ella para liberarla del despotismo de la abuela y disfrutar todas las
noches de la satisfacción que ella le daba a setenta hombres. Pero a las diez de la
mañana, cuando llegó a la tienda de Catarino, la muchacha se había ido del
pueblo.

El tiempo aplacó su propósito atolondrado, pero agravó su sentimiento de
frustración. Se refugió en el trabajo. Se resignó a ser un hombre sin mujer toda la
vida para ocultar la vergüenza de su inutilidad. Mientras tanto, Melquíades
terminó de plasmar en sus placas todo lo que era plasmable en Macondo, y
abandonó el laboratorio de daguerrotipia a los delirios de José Arcadio Buendía,
quien había resuelto utilizarlo para obtener la prueba científica de la existencia de
Dios. Mediante un complicado proceso de exposiciones superpuestas tomadas en
distintos lugares de la casa, estaba seguro de hacer tarde o temprano el
daguerrotipo de Dios, si existía, o poner término de una vez por todas a la

suposición de su existencia. Melquíades profundizó en las interpretaciones de
Nostradamus. Estaba hasta muy tarde, asfixiándose dentro de su descolorido
chaleco de terciopelo, garrapateando papeles con sus minúsculas manos de
gorrión, cuy as sortijas habían perdido la lumbre de otra época. Una noche crey ó
encontrar una predicción sobre el futuro de Macondo. Sería una ciudad luminosa,
con grandes casas de vidrio, donde no quedaba ningún rastro de la estirpe de los
Buendía. « Es una equivocación» , tronó José Arcadio Buendía. « No serán casas
de vidrio sino de hielo, como y o lo soñé, y siempre habrá un Buendía, por los
siglos de los siglos» . En aquella casa extravagante, Úrsula pugnaba por preservar
el sentido común, habiendo ensanchado el negocio de animalitos de caramelo
con un horno que producía toda la noche canastos y canastos de pan y una
prodigiosa variedad de pudines, merengues y bizcochuelos, que se esfumaban en
pocas horas por los vericuetos de la ciénaga. Había llegado a una edad en que
tenía derecho a descansar, pero era, sin embargo, cada vez mas activa. Tan
ocupada estaba en sus prósperas empresas, que una tarde miró por distracción
hacia el patio, mientras la india la ay udaba a endulzar la masa, y vio dos
adolescentes desconocidas y hermosas bordando en bastidor a la luz del
crepúsculo. Eran Rebeca y Amaranta. Apenas se habían quitado el luto de la
abuela, que guardaron con inflexible rigor durante tres años, y la ropa de color
parecía haberles dado un nuevo lugar en el mundo. Rebeca, al contrario de lo que
pudo esperarse, era la más bella. Tenía un cutis diáfano, unos ojos grandes y
reposados y unas manos mágicas que parecían elaborar con hilos invisibles la
trama del bordado. Amaranta, la menor, era un poco sin gracia, pero tenía la
distinción natural, el estiramiento interior de la abuela muerta. Junto a ellas,
aunque y a revelaba el impulso físico de su padre, Arcadio parecía un niño. Se
había dedicado a aprender el arte de la platería con Aureliano, quien además le
había enseñado a leer y escribir. Úrsula se dio cuenta de pronto que la casa se
había llenado de gente, que sus hijos estaban a punto de casarse y tener hijos, y
que se verían obligados a dispersarse por falta de espacio. Entonces sacó el
dinero acumulado en largos años de dura labor, adquirió compromisos con sus
clientes, y emprendió la ampliación de la casa. Dispuso que se construy era una
sala formal para las visitas, otra más cómoda y fresca para el uso diario, un
comedor para una mesa de doce puestos donde se sentara la familia con todos
sus invitados; nueve dormitorios con ventanas hacia el patio y un largo corredor
protegido del resplandor del mediodía por un jardín de rosas, con un pasamanos
para poner macetas de helechos y tiestos de begonias. Dispuso ensanchar la
cocina para construir dos hornos, destruir el viejo granero donde Pilar Ternera le
ley ó el porvenir a José Arcadio, y construir otro dos veces más grande para que
nunca faltaran los alimentos en la casa. Dispuso construir en el patio, a la sombra
del castaño, un baño para las mujeres y otro para los hombres, y al fondo una
caballeriza grande, un gallinero alambrado, un establo de ordeña y una pajarera

abierta a los cuatro vientos para que se instalaran a su gusto los pájaros sin
rumbo. Seguida por docenas de albañiles y carpinteros, como si hubiera
contraído la fiebre alucinante de su esposo, Úrsula ordenaba la posición de la luz
y la conducta del calor, y repartía el espacio sin el menor sentido de sus límites.
La primitiva construcción de los fundadores se llenó de herramientas y
materiales, de obreros agobiados por el sudor, que le pedían a todo el mundo el
favor de no estorbar, sin pensar que eran ellos quienes estorbaban, exasperados
por el talego de huesos humanos que los perseguía por todas partes con su sordo
cascabeleo. En aquella incomodidad, respirando cal viva y melaza de alquitrán,
nadie entendió muy bien cómo fue surgiendo de las entrañas de la tierra no sólo
la casa más grande que habría nunca en el pueblo, sino la más hospitalaria y
fresca que hubo jamás en el ámbito de la ciénaga. José Arcadio Buendía,
tratando de sorprender a la Divina Providencia en medio del cataclismo, fue
quien menos lo entendió. La nueva casa estaba casi terminada cuando Úrsula lo
sacó de su mundo quimérico para informarle que había orden de pintar la
fachada de azul, y no de blanco como ellos querían. Le mostró la disposición
oficial escrita en un papel. José Arcadio Buendía, sin comprender lo que decía su
esposa, descifró la firma.

—¿Quién es este tipo? —preguntó.
—El corregidor —dijo Úrsula desconsolada—. Dicen que es una autoridad
que mandó el gobierno.
Don Apolinar Moscote, el corregidor, había llegado a Macondo sin hacer
ruido. Se bajó en el Hotel de Jacob —instalado por uno de los primeros árabes
que llegaron haciendo cambalache de chucherías por guacamay as— y al día
siguiente alquiló un cuartito con puerta hacia la calle, a dos cuadras de la casa de
los Buendía. Puso una mesa y una silla que le compró a Jacob, clavó en la pared
un escudo de la república que había traído consigo, y pintó en la puerta el letrero:
Corregidor. Su primera disposición fue ordenar que todas las casas se pintaran de

azul para celebrar el aniversario de la independencia nacional. José Arcadio
Buendía, con la copia de la orden en la mano, lo encontró durmiendo la siesta en
una hamaca que había colgado en el escueto despacho. « ¿Usted escribió este
papel?» , le preguntó. Don Apolinar Moscote, un hombre maduro, tímido, de
complexión sanguínea, contestó que sí. « ¿Con qué derecho?» , volvió a preguntar
José Arcadio Buendía. Don Apolinar Moscote buscó un papel en la gaveta de la
mesa y se lo mostró: « He sido nombrado corregidor de este pueblo» . José
Arcadio Buendía ni siquiera miró el nombramiento.

—En este pueblo no mandamos con papeles —dijo sin perder la calma—. Y
para que lo sepa de una vez, no necesitamos ningún corregidor porque aquí no
hay nada que corregir.

Ante la impavidez de don Apolinar Moscote, siempre sin levantar la voz, hizo
un pormenorizado recuento de cómo habían fundado la aldea, de cómo se habían

repartido la tierra, abierto los caminos e introducido las mejoras que les había ido
exigiendo la necesidad, sin haber molestado a gobierno alguno y sin que nadie los
molestara. « Somos tan pacíficos que ni siquiera nos hemos muerto de muerte
natural» , dijo. « Ya ve que todavía no tenemos cementerio» . No se dolió de que
el gobierno no los hubiera ay udado. Al contrario, se alegraba de que hasta
entonces los hubiera dejado crecer en paz, y esperaba que así los siguiera
dejando, porque ellos no habían fundado un pueblo para que el primer
advenedizo les fuera a decir lo que debían hacer. Don Apolinar Moscote se había
puesto un saco de dril, blanco como sus pantalones, sin perder en ningún
momento la pureza de sus ademanes.

—De modo que si usted se quiere quedar aquí, como otro ciudadano común y
corriente, sea muy bienvenido —concluy ó José Arcadio Buendía—. Pero si
viene a implantar el desorden obligando a la gente que pinte su casa de azul,
puede agarrar sus corotos y largarse por donde vino. Porque mi casa ha de ser
blanca como una paloma.

Don Apolinar Moscote se puso pálido. Dio un paso atrás y apretó las
mandíbulas para decir con una cierta aflicción:

—Quiero advertirle que estoy armado.
José Arcadio Buendía no supo en qué momento se le subió a las manos la
fuerza juvenil con que derribaba un caballo. Agarró a don Apolinar Moscote por
la solapa y lo levantó a la altura de sus ojos.
—Esto lo hago —le dijo— porque prefiero cargarlo vivo y no tener que
seguir cargándolo muerto por el resto de mi vida.
Así lo llevó por la mitad de la calle, suspendido por las solapas, hasta que lo
puso sobre sus dos pies en el camino de la ciénaga. Una semana después estaba
de regreso con seis soldados descalzos y harapientos, armados con escopetas, y
una carreta de buey es donde viajaban su mujer y sus siete hijas. Más tarde
llegaron otras dos carretas con los muebles, los baúles y los utensilios domésticos.
Instaló la familia en el Hotel de Jacob, mientras conseguía una casa, y volvió a
abrir el despacho protegido por los soldados. Los fundadores de Macondo,
resueltos a expulsar a los invasores, fueron con sus hijos may ores a ponerse a
disposición de José Arcadio Buendía. Pero él se opuso, según explicó, porque don
Apolinar Moscote había vuelto con su mujer y sus hijas, y no era cosa de
hombres abochornar a otros delante de su familia. Así que decidió arreglar la
situación por las buenas.
Aureliano lo acompañó. Ya para entonces había empezado a cultivar el bigote
negro de puntas engomadas, y tenía la voz un poco estentórea que había de
caracterizarlo en la guerra. Desarmados, sin hacer caso de la guardia, entraron al
despacho del corregidor. Don Apolinar Moscote no perdió la serenidad. Les
presentó a dos de sus hijas que se encontraban allí por casualidad: Amparo, de
dieciséis años, morena como su madre, y Remedios, de apenas nueve años, una














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