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algo por dentro. —Sacudió la cabeza, irritado por su propia descripción—. Ahora
solo lo noto raro. Entumecido. Como dormido.
Bast le hincó un dedo en el hombro, examinándolo con recelo.
Cronista miró a Kvothe.
—El chico tenía razón respecto a lo del fuego, ¿verdad? Hasta que no lo ha
mencionado, no lo he enten... ¡aaay! —gritó el escribano apartándose de Bast—.
¿Qué diablos ha sido eso? —inquirió.
—Supongo que los nervios de tu plexo braquial —contestó Kvothe con
aspereza.
—Necesito determinar la gravedad de la herida —dijo Bast sin inmutarse—.
Reshi, ¿podrías traerme un poco de grasa de oca, ajo, mostaza...? ¿Nos quedan de
esas cosas verdes que huelen a cebolla pero que no lo son?
Kvothe asintió.
—Keveral. Sí, creo que quedan algunas.
—Tráemelas, y también una venda. Voy a aplicarle un bálsamo.
Kvothe hizo un gesto con la cabeza y salió por la puerta que había detrás de la
barra. Nada más perderse de vista, Bast se inclinó hacia la oreja de Cronista.
—No le preguntes nada de eso —susurró con apremio—. No lo menciones
siquiera.
Cronista parecía desconcertado.
—¿De qué me estás hablando?
—De la botella. De la simpatía que ha intentado hacer.
—Entonces, ¿es verdad que trataba de prenderle fuego a esa cosa? ¿Por qué
no ha funcionado? ¿Qué...?
Bast le apretó el hombro con fuerza, hincándole el pulgar en el hueco entre las
clavículas. El escribano dio otro grito.
—No hables de eso —le susurró Bast al oído—. No hagas preguntas. —
Sujetando al escribano por los hombros, lo zarandeó un poco, como haría un padre
enfadado con un niño testarudo.
—Dios mío, Bast. Lo oigo aullar desde la cocina —dijo Kvothe. Bast se
enderezó y sentó a Cronista en su silla; el posadero salió de la cocina—. Que Tehlu
nos asista, está pálido como la cera. ¿Crees que se pondrá bien?
—No es más grave que una congelación —dijo Bast con tono desdeñoso—. Yo
no tengo la culpa de que chille como una chiquilla.
—Bueno, ten cuidado con él —dijo Kvothe poniendo un tarro de grasa y un
puñado de dientes de ajo encima de la mesa—. Va a necesitar ese brazo al menos
un par de días más.
Kvothe peló y aplastó los dientes de ajo. Bast preparó el bálsamo y le aplicó el
apestoso mejunje en el hombro al escribano; luego se lo vendó. Cronista permaneció
muy quieto.
—¿Te animas a escribir un poco más esta noche? —preguntó Kvothe cuando
el escribano se hubo puesto de nuevo la camisa—. Aún estamos muy lejos del final,
pero puedo atar algunos cabos sueltos antes de acostarnos.
—Yo todavía aguanto unas cuantas horas —dijo Cronista. Se apresuró a abrir
su cartera evitando mirar a Bast.
—Yo también. —Bast miró a Kvothe; estaba resplandeciente—. Quiero saber
qué encontraste debajo de la Universidad.
Kvothe esbozó una sonrisa.
502
—Me lo imaginaba, Bast. —Fue a la mesa y se sentó—. Debajo de la
Universidad encontré lo que más deseaba, si bien no era lo que yo esperaba. —
Indicó con una seña a Cronista que cogiera su pluma—. Como suele pasar cuando
alcanzas el deseo de tu corazón.
89
Una tarde agradable
Al día siguiente me azotaron en el gran patio adoquinado que . en otros
tiempos se llamara el Quoyan Hayel. La Casa del Viento. Lo encontré curiosamente
apropiado.
Como era de esperar, una impresionante multitud acudió a presenciar el
castigo. Cientos de alumnos llenaban el patio. Había muchos asomados a ventanas
y puertas. Algunos hasta subieron a los tejados para ver mejor. En realidad no se lo
reprocho. Resulta difícil renunciar a un espectáculo gratuito.
Me dieron seis latigazos, con un látigo simple, en la espalda. Como no quería
decepcionar a mi público, le di algo de lo que más tarde pudiera hablar. Una
repetición. No grité, ni sangré, ni me desmayé. Salí del patio por mi propio pie, con la
cabeza muy alta.
Después de que Mola me diera cincuenta y siete pulcros puntos de sutura en la
espalda, me consolé con un viaje a Imre, donde me gasté el dinero de Ambrose en
un laúd precioso, dos bonitas mudas de ropa de segunda mano para mí, una botella
pequeña que contenía mi propia sangre y un vestido nuevo para Auri.
Fue una tarde muy agradable.
90
Casas medio construidas
Todas las noches iba a explorar bajo tierra con Auri. Vi muchas cosas
interesantes; algunas quizá las mencione más tarde, pero de momento basta con
que diga que Auri me enseñó los numerosos y variados rincones de la Subrealidad.
Me llevó a Bajantes, Brincos, el Bosque, Miradero, Grillito, Centenas, Candelero...
Los nombres que Auri les había puesto a esos sitios, que al principio parecían
disparatados, encajaron a la perfección cuando por fin vi lo que describían. El
Bosque no tenía nada que ver con un bosque. No era más que una serie de salas y
habitaciones medio derruidas, con los techos apuntalados con gruesas vigas de
madera. En Grillito, un hilillo de agua fresca bajaba por una pared. La humedad
atraía a los grillos, que llenaban la alargada habitación de techo bajo con sus
canciones. Brincos era un pasillo estrecho con tres profundas grietas en el suelo.
Entendí el nombre después de ver cómo Auri saltaba las tres grietas en rápida suce-
503
sión para llegar al otro lado.
Pasaron varios días hasta que Auri me llevó a Trapo, un laberinto de túneles
entrecruzados. Pese a que estábamos al menos treinta metros bajo tierra, por ellos
circulaba un viento constante que olía a polvo y a cuero.
El viento me dio la pista que yo necesitaba. Gracias al viento supe que estaba
más cerca de encontrar lo que había ido a buscar. Sin embargo, me fastidiaba no
entender el nombre de ese sitio, y sabía que se me escapaba algo.
—¿Por qué llamas Trapo a este sitio? —le pregunté a Auri.
—Se llama así —contestó ella sin más. El viento hacía que su cabello ondulara
tras ella como un fino banderín—. Las cosas se llaman por su nombre. Para eso
sirven los nombres.
Sonreí de mala gana.
—¿Por qué tiene ese nombre?
Auri me miró y ladeó la cabeza. Su cabello se arremolinó alrededor de su cara,
y ella se lo apartó con las manos.
—¿No sabes qué es un trapo? —me preguntó.
—¿Un paño para limpiar?
Auri rió encantada.
—No está mal. —Sonrió—. Inténtalo otra vez.
Traté de pensar en alguna otra cosa que tuviera sentido.
Entonces Auri alargó un brazo y cogió el borde de mi capa, abriéndola hacia un
lado para que el viento la hinchara como la vela de un velero. Me miró sonriendo,
como si acabara de hacer un truco de magia.
Trapo. Claro. Sonreí también, y luego solté una carcajada.
Una vez resuelto ese pequeño misterio, Auri y yo iniciamos una meticulosa
investigación de Trapo. Pasadas unas horas, empecé a tener la impresión de que
conocía aquel sitio, de que entendía por qué camino tenía que ir. Solo era cuestión
de encontrar el túnel que me llevara hasta allí.
Era exasperante. Los túneles serpenteaban dando amplios e inútiles rodeos.
En las raras ocasiones en que encontraba un túnel que trazaba una línea recta, al
final no había salida. Había pasillos que torcían hacia arriba o hacia abajo, de modo
que no podía seguir por ellos. En uno había unos gruesos barrotes de hierro, sujetos
a las paredes de piedra, que cerraban el paso. Otro iba haciéndose cada vez más
estrecho, hasta que solo había un palmo de una pared a otra. Otro terminaba en un
derrumbe de madera y tierra.
Tras días buscando, por fin encontramos una vieja y enmohecida puerta; la
madera, húmeda, se desmenuzó cuando intenté abrirla.
Auri arrugó la nariz y sacudió la cabeza.
—Me despellejaré las rodillas.
Alumbré más allá de la ruinosa puerta con mi lámpara simpática y entendí por
qué lo decía. El techo de la habitación que había detrás estaba inclinado, y hacia el
fondo solo tenía un metro de alto.
—¿Me esperas aquí? —pregunté mientras me quitaba la capa y me
arremangaba la camisa—. No sé si sabría encontrar la salida sin ti.
Auri asintió con cara de preocupación.
—Entrar es más fácil que salir. Hay sitios muy estrechos. Podrías quedar
atrapado.
Yo trataba de no pensar en eso.
504
—Solo voy a echar un vistazo. Volveré dentro de media hora.
Auri ladeó la cabeza.
—¿Y si pasa media hora y no has aparecido?
Sonreí.
—Entonces tendrás que ir a buscarme.
Auri asintió, solemne como una niña pequeña.
Sujeté la lámpara simpática con la boca, proyectando su rojiza luz contra la
impenetrable oscuridad que tenía ante mí. Entonces me puse a gatas y empecé a
avanzar; la rugosa piedra del suelo me lastimaba las rodillas.
Di varios giros; el techo cada vez era más bajo, hasta el punto de que ya no
podía seguir avanzando a cuatro patas. Tras evaluar la situación, me tumbé en el
suelo y empecé a reptar, empujando la lámpara delante de mí. Con cada movimiento
que hacía, se me tensaban los puntos de la espalda.
Si no habéis estado nunca bajo tierra, dudo que entendáis lo que sentía. La
oscuridad es absoluta, casi tangible. Acecha más allá de la luz, esperando para
abalanzarse sobre ti como una repentina riada. La atmósfera está inmóvil y viciada.
No se oye nada, excepto el ruido que haces tú mismo. Oyes tu propia respiración. El
corazón te late ruidosamente. Y no olvidas ni por un instante que miles de toneladas
de tierra y piedra presionan sobre ti.
Aun así, seguí arrastrándome, avanzando centímetro a centímetro. Tenía las
manos sucias, y el sudor se me metía en los ojos. El camino se hizo aún más
estrecho, y cometí el error de dejar un brazo pegado contra el costado. Me entró
pánico, y un sudor frío me empapó todo el cuerpo. Me retorcí tratando de extender el
brazo delante de mí...
Tras unos minutos angustiosos, conseguí liberar el brazo. Entonces, después
de quedarme quieto unos momentos, temblando en la oscuridad, seguí avanzando.
Y encontré lo que estaba buscando.
Tras salir de la Subrealidad, me colé con mucho cuidado por una ventana, abrí
una puerta cerrada con llave y entré en el ala de las mujeres de las Dependencias.
Llamé suavemente a la puerta de Fela, para no despertar a nadie más. Los hombres
no podían entrar solos en el ala de las mujeres de las Dependencias, sobre todo a
altas horas de la noche.
Llamé tres veces y al final oí ruidos en la habitación. Tras unos momentos, Fela
abrió la puerta; llevaba el cabello muy alborotado. Todavía tenía los ojos
entrecerrados; escudriñó el pasillo con expresión de desconcierto. Al verme allí
plantado parpadeó, como si no esperara ver a nadie.
Iba desnuda y envuelta en una sábana. He de admitir que la visión de la
espléndida y exuberante Fela, medio desnuda, fue uno de los momentos más
asombrosamente eróticos de mi corta vida.
—¿Kvothe? —dijo Fela conservando, a pesar de todo, la compostura. Intentó
taparse un poco más y lo consiguió solo en parte, pues al tirar de la sábana hacia el
cuello, dejó al descubierto un escandaloso trozo de larga y bien torneada pierna—.
¿Qué hora es? ¿Cómo has entrado?
—Dijiste que si alguna vez necesitaba algo, podía acudir a ti —dije con
apremio—. ¿Lo decías en serio?
—Sí, claro —respondió ella—. Dios mío, estás hecho un desastre. ¿Qué te ha
505
pasado?
Me miré, y entonces vi en qué estado me encontraba. Estaba cubierto de
mugre, y toda la parte frontal de mi cuerpo estaba cubierta de polvo, de arrastrarme
por el suelo. Tenía un desgarrón en los pantalones, a la altura de la rodilla, y debajo
debía de estar sangrando. Estaba tan emocionado que no me había fijado, y no se
me había ocurrido cambiarme de ropa antes de ir a hablar con Fela.
Fela dio un paso hacia atrás y abrió la puerta un poco más, dejándome sitio
para entrar. Al abrirse, la puerta produjo una leve ráfaga de aire que apretó la
sábana contra el cuerpo de la joven, acentuando por un instante el contorno de su
desnudo cuerpo.
—¿Quieres pasar?
—No puedo entretenerme —dije sin pensar, reprimiendo el impulso de
quedarme allí con la boca abierta—. Necesito que mañana por la noche te
encuentres con un amigo mío en el Archivo. Al sonar la quinta campanada, en la
puerta de las cuatro placas. ¿Podrás hacerme este favor?
—Tengo clase —respondió Fela—. Pero si es importante, puedo saltármela.
—Gracias —dije, y me marché.
Casi había llegado a mi habitación de Anker's cuando me di cuenta de que
había rechazado una invitación de Fela, medio desnuda, a entrar en su habitación, y
eso dice mucho de la importancia de lo que había encontrado en los túneles que
había debajo de la Universidad.
Al día siguiente, Fela se saltó la clase de Geometría Avanzada y se dirigió al
Archivo. Subió varios tramos de escalera y recorrió un laberinto de pasillos y
estantes hasta encontrar el único tramo de pared de piedra de todo el edificio que no
estaba forrado de libros. Allí estaba la puerta de las cuatro placas, silenciosa e
inmóvil como una montaña: VALARITAS.
Fela miró alrededor con nerviosismo, trasladando el peso del cuerpo de una
pierna a otra.
Al cabo de un rato, una figura encapuchada surgió de la oscuridad y se acercó
a la rojiza luz de la lámpara de mano de Fela.
La joven sonrió con inquietud.
—Hola —dijo en voz baja—. Un amigo mío me ha pedido que... —Se
interrumpió y ladeó un poco la cabeza, tratando de escudriñar la cara que había bajo
la sombra de la capucha.
Supongo que no os sorprenderá saber a quién vio.
—¡Kvothe! —dijo con incredulidad, y miró alrededor, presa del pánico—. Dios
mío, ¿qué haces aquí?
—Entrar en el Archivo sin autorización —contesté con ligereza.
Fela me agarró y me llevó por un laberinto de pasillos hasta que llegamos a
uno de los Rincones de Lectura que había repartidos por todo el Archivo. Me hizo
entrar de un empujón, cerró firmemente la puerta y se apoyó en ella.
—¿Cómo has entrado aquí? ¡Lorren se va a poner hecho un basilisco!
¿Quieres que nos expulsen a los dos?
—A ti no te expulsarían por esto —dije con desenvoltura—. Como mucho,
pueden acusarte de connivencia. Y por eso no pueden expulsarte. Seguramente solo
te multarían, porque a las mujeres no os azotan. —Moví un poco los hombros, y noté
506
el tirón de los puntos de la espalda—. Lo cual, si te interesa mi opinión, no me
parece del todo justo.
—¿Cómo has entrado? —repitió Fela—. ¿Te has colado por el mostrador sin
que te vieran?
—Será mejor que no lo sepas —dije, saliéndome por la tangente.
Había entrado por Trapo, por supuesto. Nada más oler a cuero viejo y a polvo,
supe que estaba cerca. Oculta en el laberinto de túneles había una puerta que
conducía directamente al nivel inferior del Archivo. Estaba allí para que los
secretarios tuvieran un fácil acceso al sistema de ventilación. La puerta estaba
cerrada con llave, por supuesto, pero las puertas cerradas nunca han sido un gran
obstáculo para mí. Lo siento.
Sin embargo, no le conté nada de eso a Fela. Sabía que mi ruta secreta solo
funcionaría si seguía siendo secreta. Revelársela a una secretaria, aunque fuera una
secretaria que me debía un favor, no me parecía buena idea.
—Escucha —me apresuré a decir—. Es totalmente seguro. Llevo horas aquí y
ni siquiera se me ha acercado nadie. Todo el mundo lleva su propia luz, así que es
fácil evitarlos.
—Es que me has sorprendido —dijo Fela recogiéndose el oscuro cabello detrás
de los hombros—. Pero tienes razón, seguramente hay menos peligro ahí fuera. —
Abrió la puerta y se asomó para asegurarse de que no había nadie cerca—. Los
secretarios realizan controles al azar de los Rincones de Lectura para asegurarse de
que no haya nadie durmiendo o... practicando sexo.
-¿Qué?
—Hay muchas cosas que no sabes sobre el Archivo. —Sonrió y abrió más la
puerta.
—Por eso necesito tu ayuda —dije mientras salíamos del Rincón de Lectura —.
No me aclaro con este sitio.
—¿Qué buscas? —preguntó Fela.
—Un millar de cosas —dije, y no mentía—. Pero podríamos empezar por la
historia de los Amyr. O por cualquier ensayo serio sobre los Chandrian. Cualquier
cosa sobre cualquiera de los dos, la verdad. No he encontrado nada.
No me molesté en tratar de disimular mi frustración. Me exasperaba haber
entrado por fin en el Archivo, después de tanto tiempo, y no ser capaz de encontrar
ninguna de las respuestas que andaba buscando.
—Creía que esto estaría mejor organizado —refunfuñé.
Fela se rió entre dientes.
—Y ¿cómo lo harías tú, exactamente? Me refiero a cómo lo organizarías.
—Pues mira, llevo un par de horas pensándolo. Lo mejor sería ordenar los
libros por temas. Ya sabes: historia, memorias, gramáticas...
Fela dejó de andar y exhaló un hondo suspiro.
—Será mejor que aclaremos esto cuanto antes. —Cogió al azar un libro
delgado de uno de los estantes—. ¿De qué temática es este libro?
Lo abrí y lo hojeé un poco. Estaba escrito con caligrafía antigua de escribano,
con trazos delgados e inseguros, difícil de descifrar.
—Parece una autobiografía.
—¿Qué clase de autobiografía? ¿Cómo la clasificarías en relación a otras
memorias?
Seguí hojeándolo y vi un mapa meticulosamente dibujado.
507
—Parece más bien un libro de viajes.
—Muy bien —repuso Fela—. ¿Cómo lo clasificarías dentro del apartado de
autobiografías y libros de viajes?
—Los organizaría geográficamente —dije; me estaba divirtiendo con aquel
juego. Pasé más páginas—. Atur, Modeg, y... ¿Vintas? —Fruncí el ceño y miré el
lomo del libro—. ¿De qué año es esto? El imperio de Atur absorbió Vintas hace más
de trescientos años.
—Más de cuatrocientos años —me corrigió Fela—. ¿Dónde pones un libro de
viajes que se refiere a un sitio que ya no existe?
—En realidad entraría en el apartado de historia —dije más despacio.
—¿Y si no es exacto? —insistió Fela—. ¿Y si se basa en habladurías en lugar
de la experiencia personal? ¿Y si es pura ficción? Los libros de viaje ficticios estaban
muy de moda en Modeg hace doscientos años.
Cerré el libro y lo puse en su sitio.
—Empiezo a entender el problema —dije, pensativo.
—No, no lo entiendes —me contradijo Fela—. Solo empiezas a atisbar los
bordes del problema. —Señaló las estanterías que nos rodeaban—. Imagínate que
mañana te conviertes en maestro archivero. ¿Cuánto tiempo tardarías en organizar
todo esto?
Miré alrededor. Había infinidad de estanterías que se extendían hasta perderse
en la oscuridad.
—Sería el trabajo de toda una vida.
—La experiencia ha demostrado que se tarda más de una vida —dijo Fela con
aspereza—. Aquí hay más de tres cuartos de millón de volúmenes, y eso sin contar
las tablillas de arcilla, los rollos de pergamino ni los fragmentos de Caluptena.
Hizo un gesto de desdén y prosiguió:
—Así que pasas años desarrollando el sistema de organización perfecto, que
hasta tiene un apartado adecuado para tu libro de viajes autobiográfico histórico de
ficción. Los secretarios y tú pasáis décadas identificando, seleccionando y
reordenando decenas de miles de libros. —Me miró a los ojos—. Y entonces vas y te
mueres. ¿Qué pasa a continuación?
Empecé a entender adonde quería llegar Fela.
—Bueno, en un mundo perfecto, el siguiente maestro archivero continuaría
desde donde yo lo había dejado.
—Sí, eso en un mundo perfecto —dijo Fela con sarcasmo; se dio la vuelta y
empezó a guiarme de nuevo entre las estanterías.
—Supongo que muchas veces el nuevo maestro archivero tiene sus propias
ideas sobre cómo hay que organizado todo, ¿no? —apunté.
—Muchas veces no —admitió Fela—. A veces hay varios maestros archiveros
seguidos que trabajan aplicando el mismo sistema. Pero tarde o temprano aparece
alguien que está convencido de que sabe una manera mejor de hacer las cosas, y
hay que volver a empezar desde cero.
—¿Cuántos sistemas diferentes ha habido? —Vi una débil luz roja que
avanzaba a lo lejos entre los estantes, y apunté hacia ella.
Fela cambió de dirección para alejarnos de la luz y de quienquiera que fuese
que la llevaba.
—Eso depende de cómo los cuentes —dijo en voz baja—. Como mínimo nueve
en los últimos trescientos años. La peor época fue hace unos cincuenta años: hubo
508
cuatro maestros archiveros nuevos cada cinco años. El resultado fue que
aparecieron tres facciones diferentes entre los secretarios; cada una utilizaba un
sistema de catalogación diferente, y cada una creía que el suyo era el mejor.
—Parece una guerra civil —comenté.
—Una guerra santa —me corrigió Fela—. Una cruzada muy discreta y
circunspecta donde cada bando estaba convencido de que lo que hacía era proteger
el alma inmortal del Archivo. Robaban libros que ya habían sido catalogados según
otro sistema. Se escondían los libros unos a otros, o los cambiaban de orden en los
estantes.
—¿Cuánto tiempo duró eso?
—Casi quince años. Quizá durara todavía si los secretarios del maestro Tolem
no hubieran conseguido, por fin, robar los libros de registro de Larkin y quemarlos.
Después de eso, los Larkin tuvieron que rendirse.
—Y la moraleja de la historia es que la gente se apasiona mucho con los libros,
¿no? —-bromeé—. De ahí la necesidad de realizar controles al azar de los Rincones
de Lectura.
Fela me sacó la lengua.
—La moraleja de la historia es que esto es un lío. Cuando Tolem quemó los
registros de Larkin, «perdimos» casi doscientos mil libros. Esos registros eran el
único sitio donde estaba anotada la localización de aquellos libros. Y Tolem murió
cinco años más tarde. ¿Adivinas qué pasó entonces?
—¿Llegó un nuevo maestro archivero dispuesto a empezar desde cero?
—Es como una cadena interminable de casas a medio construir —prosiguió
Fela con exasperación—. Resulta fácil encontrar los libros según el viejo sistema, de
modo que así es como construyen el nuevo sistema. El que construye la casa nueva
siempre roba madera de lo que ya está construido. Los sistemas viejos siguen ahí,
en forma de piezas y trozos desperdigados. Todavía encontramos bolsas de libros
que unos secretarios se escondieron a otros hace años.
—Tengo la impresión de que estás un poco picada con este asunto —dije
esbozando una sonrisa.
Llegamos a una escalera, y Fela se dio la vuelta y me dijo:
—Todos los secretarios que aguantan más de dos días trabajando en el
Archivo acaban picados. En Volúmenes, la gente se queja cuando tardas una hora
en llevarles lo que nos han pedido. No se dan cuenta de que no es tan fácil como ir
al estante de «Historia de los Amyr» y coger un libro.
Se volvió y empezó a subir por la escalera. La seguí en silencio, apreciando la
nueva perspectiva.
91
Persecución
Después de eso, el bimestre de otoño se me hizo mucho más agradable. Poco
a poco, Fela fue desvelándome el funcionamiento del Archivo, y yo pasaba todo mi
tiempo libre merodeando por allí, tratando de encontrar respuestas para mis mil pre-
509
guntas.
Elodin hacía algo que podríamos llamar enseñar, pero por lo general parecía
más interesado en confundirme que en hacerme entender la nominación. Mis
progresos eran tan insignificantes que a veces me preguntaba si existía la
posibilidad de progresar.
El tiempo que no pasaba estudiando en el Archivo lo pasaba en el camino de
Imre, haciéndole frente al viento, cada vez más frío, ya que no podía buscar su
nombre. El Eolio era el sitio donde tenía más probabilidades de encontrar a Denna, y
a medida que el clima empeoraba, cada vez la veía allí con más frecuencia. Para
cuando cayó la primera nevada, solíamos encontrarnos en uno de cada tres de mis
viajes.
Por desgracia, raramente la tenía para mí solo, pues ella casi siempre estaba
con alguien. Como había mencionado Deoch, Denna no era de esa clase de mujeres
que pasan mucho tiempo a solas.
Y sin embargo, yo seguía yendo a Imre. ¿Por qué? Porque siempre que Denna
me veía, se encendía una luz en su interior que la hacía resplandecer unos
instantes. Se levantaba de un brinco, corría hacia mí y me agarraba por el brazo.
Entonces, sonriente, me llevaba a su mesa y me presentaba a su último
acompañante.
Acabé por conocerlos a casi todos. Ninguno era lo bastante bueno para ella,
así que yo los despreciaba y los odiaba. Ellos, a su vez, me odiaban y me temían.
Pero éramos cordiales y educados. Era una especie de juego. El tipo me
invitaba a sentarme, y yo le invitaba a una copa. Nos poníamos a hablar los tres, y
los ojos de él iban oscureciéndose poco a poco al ver cómo Denna me sonreía. Su
boca se estrechaba cuando oía la risa que brotaba de ella cuando yo bromeaba,
contaba historias, cantaba...
Todos esos tipos reaccionaban igual, tratando de demostrar mediante
pequeños gestos que Denna les pertenecía: le cogían la mano, le daban un beso, le
acariciaban distraídamente un hombro.
Se aferraban a ella con denuedo. A algunos sencillamente les molestaba mi
presencia, porque me consideraban un rival. Pero otros tenían un miedo y una
certeza soterrados en la mirada desde el principio. Sabían que Denna se marcharía,
y no sabían por qué. De modo que se aferraban a ella como marineros náufragos
que se agarran a las rocas pese a que las olas los estrellen contra ellas. Casi sentía
lástima por ellos. Casi.
Así que ellos me odiaban, y ese odio brillaba en sus ojos cuando Denna no
miraba. Yo me ofrecía para pagar otra ronda, pero ellos insistían, y yo aceptaba con
elegancia y les daba las gracias y sonreía.
«Yo la conozco desde hace más tiempo», decía mi sonrisa. «Sí, tú has estado
entre sus brazos, has probado el sabor de su boca, has sentido su calor, y eso es
algo que yo nunca he tenido. Pero hay una parte de ella que es solo para mí. Tú no
puedes tocarla, por mucho que te esfuerces. Y cuando te deje, yo seguiré estando
aquí, haciéndola reír. Y mi luz brillará en ella. Yo seguiré estando aquí mucho
después de que ella haya olvidado tu nombre.»
Eran muchos. Denna los atravesaba como atraviesa una pluma el papel
mojado. Los dejaba, decepcionada. O ellos, frustrados, la abandonaban y la dejaban
dolida y triste, pero nunca lo suficiente para llorar.
La vi llorar una o dos veces. Pero no por los hombres a los que había perdido,
510
ni por los hombres a los que había abandonado.
Lloraba en silencio por ella misma, porque había algo profundamente herido en
su interior. Yo ignoraba qué era, ni me atrevía a preguntárselo. Me limitaba a decir lo
que podía para calmar su dolor y la ayudaba a cerrar los ojos para rehuir la realidad.
A veces hablaba de Denna con Wilem y Simmon. Como eran verdaderos
amigos, ellos me daban consejos sensatos y me ofrecían su comprensión, más o
menos a partes iguales.
La comprensión la agradecía, pero sus consejos eran inútiles, o algo peor. Me
empujaban hacia la verdad, me instaban a abrirle mi corazón a Denna. A
perseguirla. A escribirle poemas. A enviarle rosas.
Rosas. Ellos no la conocían. Pese a que yo los odiaba, los amigos de Denna
mé enseñaron una lección que, de otra forma, quizá nunca habría aprendido.
—Lo que no entiendes —le expliqué a Simmon una tarde que estábamos
sentados bajo el poste del banderín— es que los hombres se enamoran
continuamente de Denna. ¿Te imaginas lo que eso supone para ella? ¿Lo tedioso
que resulta? Yo soy uno de los pocos amigos que tiene. No quiero arriesgarme a
perder eso. No pienso abalanzarme sobre ella. Ella no quiere que lo haga. No voy a
convertirme en uno más del centenar de pretendientes de mirada lánguida que se
pasan el día persiguiéndola como un borrego enamorado.
—Mira, no entiendo qué ves en ella —dijo Sim escogiendo sus palabras con
cuidado—. Ya sé que es encantadora, fascinante y demás. Pero parece... —vaciló
un momento— cruel.
Asentí.
—Es que lo es.
Simmon me miró, expectante, y al final dijo:
—Pero ¿cómo? ¿No vas a defenderla?
—No. «Cruel» es un buen calificativo para Denna. Pero creo que cuando dices
«cruel», tú quieres decir otra cosa. Denna no es mala, ni retorcida, ni rencorosa. Es
cruel.
Sim se quedó largo rato callado. Luego replicó:
—Creo que es algunas de esas cosas, y también cruel.
El bueno de Sim, tan sincero y diplomático. Le costaba mucho hablar mal de
los demás; solo hacía insinuaciones. Y hasta eso le costaba.
Levantó la cabeza y me miró.
—He hablado con Sovoy. Todavía no se la ha quitado de la cabeza. La amaba
de verdad. La trataba como a una princesa. Habría hecho cualquier cosa por ella. Y
aun así, ella lo dejó sin darle ninguna explicación.
—Denna es una criatura salvaje —expliqué—. Como una cierva o una tormenta
de verano. Si una tormenta derribara tu casa, o derribara un árbol, no dirías que la
tormenta era mala. Era cruel. Actuó conforme a su naturaleza y, desgraciadamente,
produjo daños. Con Denna pasa lo mismo.
»¿Sabes de qué sirve perseguir a una criatura salvaje? De nada. Si persigues
a una cierva, solo consigues asustarla. Lo único que puedes hacer es quedarte
quieto donde estás, y confiar en que, con el tiempo, la cierva vaya hacia ti.
Sim asintió, pero vi que no me entendía.
—¿Sabes que este sitio se llamaba Patio de las Interrogaciones? —pregunté
511
cambiando deliberadamente de tema—. Los alumnos escribían preguntas en trozos
de papel y dejaban que el viento los arrastrara. Según la dirección en que el papel
saliera de la plaza, obtenías diferentes respuestas. —Señalé los espacios entre los
grises edificios que me había enseñado Elodin—. Sí. No. Quizá. En otro sitio. Pronto.
La campana de la torre dio la hora, y Simmon suspiró; se daba cuenta de que
era inútil prolongar la conversación.
—¿Jugamos a esquinas esta noche?
Asentí. Cuando Sim se hubo marchado, metí una mano en mi capa y saqué la
nota que Denna había dejado en mi ventana. La releí, despacio. Entonces recorté
con cuidado la parte de debajo de la hoja, donde Denna había firmado.
Doblé la tira de papel con el nombre de Denna, la retorcí y dejé que el viento
me la arrancara de la mano y la hiciera girar entre las pocas hojas de otoño que
quedaban esparcidas por el suelo.
El trozo de papel danzó por los adoquines. Giraba y giraba, trazando caóticos
dibujos que yo no podía entender. Esperé hasta el anochecer, pero el viento no se lo
llevó. Cuando me marché, mi pregunta todavía daba vueltas por la Casa del Viento;
no me daba respuestas, pero insinuaba muchas. «Sí.» «No.» «Quizá.» «En otro
sitio.» «Pronto.»
Por último, estaba el problema de mi enemistad con Ambrose. Yo no bajaba
nunca la guardia: sabía que acabaría vengándose. Pero pasaron los meses y no
sucedió nada. Al final llegué a la conclusión de que por fin había aprendido la lección
y prefería mantener las distancias.
Estaba equivocado, por supuesto. Completamente equivocado. Ambrose solo
había aprendido a aguardar el momento oportuno. Consiguió vengarse, y cuando lo
hizo, me pilló desprevenido y me vi obligado a marcharme de la Universidad.
Pero, como suele decirse, cada cosa a su tiempo.
92
La música que suena
Creo que, de momento, eso es todo —dijo Kvothe indicándole a Cronista que
dejara la pluma—. Ahora ya tenemos todo el trabajo preliminar hecho. Los cimientos
sobre los que construir la historia.
Kvothe se levantó, movió los hombros y estiró la espalda.
—Mañana os contaré una de mis historias favoritas. Mi viaje a la corte de
Alveron. Cómo aprendí a luchar con los Adem. Felu-rian... —Cogió un trapo limpio y
se volvió hacia Cronista—. ¿Necesitas algo antes de acostarte?
El escribano negó con la cabeza; sabía cuándo tenía que retirarse.
—No, gracias. No necesito nada. —Lo guardó todo en su cartera de piel y
subió a su habitación.
—Tú también, Bast —dijo Kvothe—. Yo me encargaré de recoger. —Hizo un
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ademán anticipándose a las protestas de su pupilo—. Vete. Necesito tiempo para
pensar en la historia de mañana. Estas cosas no se planean ellas solas.
Bast se encogió de hombros y se dirigió también hacia la escalera; sus pasos
producían un fuerte ruido en los peldaños de madera.
Kvothe inició su ritual nocturno. Retiró la ceniza de la gran chimenea de piedra
y fue a buscar leña para el día siguiente. Salió a apagar las lámparas que había
junto al letrero de la Roca de Guía, y vio que había olvidado encenderlas al
anochecer. Cerró la puerta de la posada con llave, y tras pensarlo un momento, dejó
la llave en la puerta para que Cronista pudiera salir si se levantaba temprano.
A continuación barrió el suelo, limpió las mesas y le sacó brillo a la barra,
moviéndose con una metódica eficacia. Por último, limpió las botellas. Mientras
realizaba esas tareas, tenía la mirada extraviada, como si estuviera perdido en sus
recuerdos. No silbó ni tarareó melodía alguna. Tampoco cantó.
En su habitación, Cronista iba inquieto de un lado para otro; estaba cansado,
pero demasiado nervioso para conciliar el sueño. Sacó las hojas escritas de su
cartera y las dejó encima de la gran cómoda de madera. Limpió todos sus plumines
y los puso a secar. Con cuidado, se quitó el vendaje del hombro, tiró la apestosa
venda en el orinal y lo tapó; por último, se lavó el hombro en el lavamanos.
Bostezando, se acercó a la ventana y contempló el pueblo, pero no había nada
que ver. Ni luces, ni nada que se moviera. Abrió un poco la ventana y dejó que
entrara el fresco aire otoñal. Corrió las cortinas y se desvistió para acostarse,
dejando la ropa en el respaldo de una silla. Por último se quitó la sencilla rueda de
hierro que llevaba colgada del cuello y la puso en la mesilla de noche.
Cronista se acostó y le sorprendió comprobar que durante el día le habían
cambiado las sábanas, que estaban frescas y olían a lavanda.
Tras vacilar un momento, Cronista se levantó y cerró con llave la puerta de la
habitación. Dejó la llave en la mesilla de noche; frunció el ceño, cogió la estilizada
rueda de hierro y volvió a colgársela del cuello; entonces apagó la lámpara y se
metió en la cama.
Cronista pasó casi una hora tumbado en su aromática cama, despierto,
volviéndose hacia uno y otro lado. Al final suspiró y se destapó. Volvió a encender la
lámpara con una cerilla de azufre y se levantó de la cama. Fue hasta la pesada
cómoda, que estaba junto a la ventana, y la empujó. Al principio la cómoda no se
movió, pero cuando la empujó con la espalda, consiguió deslizaría lentamente por el
liso suelo de madera.
Un minuto más tarde, el pesado mueble estaba apoyado contra la puerta de la
habitación. Cronista volvió a acostarse, apagó la lámpara y se sumió en un profundo
y plácido sueño.
Cronista despertó y notó algo blando apretado contra su cara. La habitación
estaba completamente a oscuras. El escribano se retorció, más por un reflejo
instintivo que por el impulso de huir. La mano que le tapaba firmemente la boca
amortiguó su grito.
Tras el pánico inicial, Cronista se quedó quieto y dejó de oponer resistencia. Se
quedó tumbado, respirando por la nariz, con los ojos muy abiertos.
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—Soy yo —susurró Bast sin retirar la mano.
Cronista dijo algo, pero no se le entendió.
—Tenemos que hablar. —Bast se arrodilló junto a la cama contemplando el
oscuro bulto de Cronista, retorcido bajo las sábanas—. Voy a encender la lámpara, y
tú no harás ruido. ¿De acuerdo?
Cronista asintió. Al cabo de un instante, se encendió una cerilla que llenó la
habitación de una luz rojiza e irregular y del acre olor del azufre. Entonces se
encendió la lámpara, que proyectó una luz más uniforme. Bast se chupó los dedos y
apagó la cerilla.
Cronista, un poco tembloroso, se incorporó en la cama y apoyó la espalda en la
pared. Llevaba el torso desnudo; con timidez, se ciñó las mantas alrededor de la
cintura y miró hacia la puerta. La pesada cómoda seguía en su sitio.
Bast le siguió la mirada.
—Eso es una muestra de desconfianza —dijo con aspereza—. Más vale que
no le hayas rayado el suelo. Esas cosas lo ponen furioso.
—¿Cómo has entrado? —preguntó Cronista.
Bast agitó las manos ante la cara de Cronista.
—¡Silencio! —susurró—. No podemos hacer ruido. Tiene orejas de halcón.
—¿Cómo...? —empezó a decir Cronista, en voz más baja; pero se interrumpió
y dijo—: Los halcones no tienen orejas.
Bast lo miró sin comprender.
—¿Qué?
—Acabas de decir que tiene orejas de halcón. Y eso no tiene sentido.
Bast arrugó la frente.
—Ya sabes a qué me refiero. No quiero que sepa que estoy aquí. —Se sentó
en el borde de la cama y se alisó los pantalones con afectación.
Cronista agarró las mantas alrededor de su cintura.
—¿Por qué has venido?
—Ya te lo he dicho. Tenemos que hablar. —Bast miró a Cronista con
seriedad—. Tenemos que hablar de por qué has venido.
—Me dedico a esto —dijo Cronista con fastidio—. Recopilo historias. Y cuando
tengo ocasión, investigo extraños rumores y compruebo si encierran algo de verdad.
—Y ¿qué rumor fue el que te trajo aquí? Por curiosidad.
—Por lo visto, te emborrachaste, te pusiste sensiblero y le constaste algo a un
carretero. Tuviste un descuido muy tonto, dadas las circunstancias.
Bast miró a Cronista con profundo desprecio.
—Mírame a la cara —dijo como si hablara con un niño—. Y piensa. ¿Crees que
un carretero podría emborracharme? ¿A mí?
Cronista abrió la boca y volvió a cerrarla.
—Entonces...
—Él era mi mensaje en la botella. Uno de tantos. Y tú fuiste la primera persona
que encontró uno y vino a fisgar.
Cronista se tomó su tiempo para asimilar esa información.
—Creía que estabais escondidos los dos.
—Sí, claro que estamos escondidos —repuso Bast con amargura—. Estamos
sanos y salvos, y él se está convirtiendo en un mueble más.
—Entiendo que esto te agobie —dijo Cronista—. Pero la verdad, no entiendo
qué tiene que ver el malhumor con el precio de la mantequilla.
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Los ojos de Bast emitieron un destello de rabia.
—¡Tiene mucho que ver con el precio de la mantequilla! —masculló entre
dientes—. Y es mucho más que malhumor, ignorante y maldito anbaut-fehn. Este
sitio lo está matando.
Cronista palideció ante el arrebato de Bast.
—Yo... Yo no...
Bast cerró los ojos y respiró hondo; era evidente que trataba de calmarse.
—Tú no entiendes nada —continuó Bast, como si hablara consigo mismo
además de con Cronista—. Por eso he venido, para explicártelo. Llevo meses
esperando que aparezca alguien. Cualquiera. Incluso si vinieran viejos enemigos a
ajustarle las cuentas, sería mejor que ver cómo se consume. Pero he tenido más
suerte de la que esperaba. Tú eres perfecto.
—Perfecto ¿para qué? —preguntó Cronista—. Ni siquiera sé dónde está el
problema.
—Es como... ¿Conoces la historia de Martin, el fabricante de máscaras? —
Cronista negó con la cabeza, y Bast dio un suspiro de frustración—. ¿Y alguna obra
de teatro? ¿Has visto El fantasma y la pastora, o El rey del medio penique}
Cronista frunció el ceño.
—¿No es esa en la que el rey le vende su corona a un niño huérfano?
Bast asintió.
—Y el niño se convierte en un rey mejor que el verdadero. La pastora se
disfraza de condesa y todo el mundo queda asombrado por su encanto y su
elegancia. —Titubeó, buscando las palabras que necesitaba—. Verás, existe una
conexión fundamental entre lo que uno parece y lo que uno es. Todos los niños Fata
lo saben, pero vosotros, los mortales, no lo veis. Nosotros sabemos lo peligrosas
que pueden resultar las máscaras. Todos nos convertimos en lo que fingimos ser.
Cronista se relajó un poco, pues pisaba terreno conocido.
—Eso es psicología elemental. Si vistes a un mendigo con ropa lujosa, la gente
lo trata como a un noble, y el mendigo está a la altura de lo que esperan de él.
—Eso solo es la parte más pequeña —replicó Bast—. La verdad es mucho más
profunda. Es... —Bast se atascó un momento—. Todos nos contamos una historia
sobre nosotros mismos. Siempre. Continuamente. Esa historia es lo que nos
convierte en lo que somos. Nos construimos a nosotros mismos a partir de esa
historia.
Cronista arrugó la frente y despegó los labios, pero Bast levantó una mano.
—No, escúchame. Ya lo tengo. Conoces a una chica tímida y sencilla. Si le
dices que es hermosa, ella pensará que eres simpático, pero no te creerá. Sabe que
esa belleza es obra de tu contemplación. —Bast se encogió de hombros—. Y a
veces basta con eso.
Sus ojos se iluminaron.
—Pero existe una manera mejor de hacerlo. Le demuestras que es hermosa.
Conviertes tus ojos en espejos, tus manos en plegarias cuando la acaricias. Es
difícil, muy difícil, pero cuando ella se convence de que dices la verdad... —Bast hizo
un ademán, emocionado—. De pronto la historia que ella se cuenta a sí misma
cambia. Se transforma. Ya no la ven hermosa. Es hermosa, y la ven.
—¿Qué demonios quieres decir? —le espetó Cronista—. Solo dices tonterías.
—Lo que digo es demasiado profundo para que lo entiendas —dijo Bast con
enojo—. Pero estás a punto de captarlo. Piensa en lo que ha dicho él hoy. La gente
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lo tenía por un héroe, y él interpretaba ese papel. Lo interpretaba como si llevara una
máscara, pero al final se lo creyó. Su ficción se convirtió en realidad. Pero ahora...
—Ahora la gente ve a un posadero —dijo Cronista.
—No —dijo Bast en voz baja—. La gente veía a un posadero hace un año. Él
se quitaba la máscara cuando salían por la puerta. Ahora él se ve a sí mismo como
un posadero, y lo que es peor: como un posadero fracasado. Ya has visto cómo se
ha transformado esta noche cuando han entrado Cob y los demás. Has visto esa
sombra de un hombre detrás de la barra. Antes era una interpretación...
Bast levantó la cabeza, emocionado.
—Pero tú eres perfecto. Tú puedes ayudarlo a recordar cómo era antes. Hacía
meses que no lo veía tan animado. Sé que tú puedes lograrlo.
Cronista frunció un poco el ceño.
—No sé si...
—Sé que funcionará —insistió Bast—. Yo probé algo parecido hace un par de
meses. Conseguí que empezara una autobiografía.
Cronista se enderezó.
—¿Escribió una autobiografía?
—Empezó a escribirla —puntualizó Bast—. Estaba muy emocionado, no
hablaba de otra cosa. Se preguntaba por dónde tenía que empezar. Después de la
primera noche escribiendo, volvió a ser el de antes. Parecía que hubiera crecido un
metro y que llevara un relámpago sobre los hombros. —Bast suspiró—. Pero algo
salió mal. Al día siguiente, leyó lo que había escrito y le cambió el humor. Dijo que
aquella era la peor idea que había tenido jamás.
—¿Dónde están las hojas que escribió?
Bast hizo como si arrugara una hoja y la lanzara.
—¿Qué ponía? —preguntó el escribano.
Bast negó con la cabeza.
—No se deshizo de ellas. Solo... las tiró. Llevan meses encima de su mesa.
La curiosidad de Cronista era casi palpable.
—¿Por qué no...? —Agitó los dedos—. Ya sabes, podrías recuperarlas.
—Anpauen. No. —Bast estaba horrorizado—. Después de leerlas se puso
furioso. —Se estremeció un poco—. No sabes cómo se pone cuando se enfada de
verdad. No soy tan tonto como para hacerlo enfadar por una cosa así.
—Sí, supongo que tú lo conoces mejor que yo —dijo Cronista sin convicción.
Bast asintió con ímpetu.
—Exacto. Por eso he venido a hablar contigo. Porque yo lo conozco mejor.
Tienes que impedir que se concentre en las cosas oscuras. Si no... —Bast se
encogió de hombros y repitió la mímica de arrugar y lanzar una hoja de papel.
—Pero yo estoy registrando la historia de su vida. La verdadera historia. Sin las
partes oscuras, solo sería un estúpido cuen... —Cronista no terminó la palabra, y,
nervioso, desvió la mirada hacia un lado.
Bast sonrió como un niño que sorprende a un sacerdote blasfemando.
—Sigue —dijo con una mirada que denotaba un profundo placer. Una mirada
dura, terrible—. Dilo.
—Un estúpido cuento de hadas —obedeció Cronista con un hilo de voz.
Bast esbozó una amplia sonrisa.
—Si crees que nuestras historias no tienen también su lado oscuro, es que no
sabes nada de los Fata. Pero aparte de eso, esto es un cuento de seres Fata,
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porque tú los estás recopilando para mí.
Cronista tragó saliva y se recompuso un poco.
—Lo que quiero decir es que lo que él está contando es una historia verídica, y
que todas las historias verídicas tienen partes desagradables. La suya más que
ninguna, me imagino. Son desordenadas, complicadas y...
—Ya sé que no puedes hacer que no las mencione —le interrumpió Bast—.
Pero puedes hacer que no se detenga en ellas. Puedes ayudarlo a recordar lo
bueno: las aventuras, las mujeres, las peleas, los viajes, la música... —Bast paró en
seco—. Bueno, la música no. No le preguntes sobre eso, ni por qué ya no hace
magia.
Cronista frunció el ceño.
—¿Por qué no? Por lo visto, la música...
Bast adoptó una expresión sombría.
—No —dijo con firmeza—. No son materias productivas. Antes te he hecho
parar —le dio unos golpecitos en el hombro— porque ibas a preguntarle qué había
pasado con su simpatía. Antes no lo sabías. Ahora ya lo sabes. Concéntrate en las
proezas, en su astucia. —Agitó las manos—. En ese tipo de cosas.
—En realidad, a mí no me corresponde guiarlo hacia un sitio o hacia otro —dijo
Cronista con fría formalidad—. Yo solo soy un recopilador. Solo estoy aquí para
registrar la historia. Al fin y al cabo, lo que importa es la historia.
—Al cuerno con tu historia —le espetó Bast—. Harás lo que yo te mande, o te
partiré como si fueras una astilla.
Cronista se quedó helado.
—¿Me estás diciendo que trabajo para ti?
—Te estoy diciendo que me perteneces. —Bast se había puesto muy serio—.
Hasta la médula. Yo te traje hasta aquí para alcanzar mi objetivo. Has comido en mi
mesa, y te he salvado la vida. —Apuntó al desnudo pecho de Cronista—. Me
perteneces tres veces. Eso hace que seas mío. Un instrumento de mi voluntad.
Harás lo que yo te ordene.
Cronista levantó un poco la barbilla y su expresión se endureció.
—Haré lo que crea conveniente —dijo, y lentamente, llevó una mano hasta el
trozo de metal que colgaba de su cuello.
Bast bajó un momento la vista, y luego volvió a alzarla.
—¿Crees que estoy jugando? —preguntó con gesto de incredulidad—. ¿Crees
que el hierro te protegerá? —Bast se inclinó hacia delante, apartó la mano de
Cronista de un manotazo y asió el disco de oscuro metal antes de que el escribano
pudiera reaccionar. Inmediatamente, el brazo de Bast se puso rígido, y sus ojos se
cerraron en un gesto de dolor. Cuando los abrió, se habían vuelto de un azul sólido,
el color de las aguas profundas o del cielo al anochecer.
Bast se inclinó hacia delante y acercó su rostro a la cara de Cronista. El
escribano, presa del pánico, intentó hacerse a un lado y levantarse de la cama, pero
Bast lo sujetó por el hombro.
—Escucha lo que voy a decirte, hombrecito —susurró—. No dejes que mi
máscara te confunda. Ves motitas de luz en la superficie del agua y olvidas la honda
y fría oscuridad que hay debajo. —Los tendones de la mano de Bast crujieron
cuando apretó el disco de hierro—. Escúchame. Tú no puedes hacerme daño. No
puedes huir ni esconderte. No permitiré que me desobedezcas.
Mientras hablaba, los ojos de Bast palidecieron, hasta volverse del puro azul
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del cielo a mediodía.
—Te lo juro por toda la sal que hay en mí: si contravienes mis deseos, el resto
de tu breve existencia será una orquesta de desgracias. Lo juro por la piedra, el
roble y el olmo: te convertiré en mi blanco. Te seguiré sin que me veas y apagaré
cualquier chispa de placer que encuentres. Jamás conocerás la caricia de una mujer,
un momento de descanso, un instante de paz.
Los ojos de Bast tenían la palidez azulada del relámpago, y su voz era tersa y
feroz.
—Y juro por el cielo nocturno y por la luna que si perjudicas a mi maestro, te
abriré en canal y saltaré en tus entrañas como un niño en un charco. Encordaré un
violín con tus tripas y te haré tocarlo mientras bailo.
Bast se inclinó un poco más, hasta que sus caras quedaron a solo unos
centímetros de distancia; tenía los ojos blancos como el ópalo, blancos como la luna
llena.
—Eres un hombre instruido. Sabes que no existen los demonios. —Bast
compuso una sonrisa terrible—. Solo estamos los de mi raza. —Se inclinó un poco
más, y Cronista percibió su aliento, que olía a flores—. No eres lo bastante sabio
para temerme como deberías temerme. No has oído ni la primera nota de la música
que me impulsa.
Bast se apartó bruscamente de Cronista y se retiró unos pasos de la cama. Se
quedó plantado al borde de la parpadeante luz de la lámpara, abrió la mano y el
disco de hierro cayó al suelo de madera, resonando débilmente. Al cabo de un
momento, Bast inspiró hondo y se pasó las manos por el cabello.
Cronista se quedó donde estaba, pálido y sudoroso.
Bast se agachó y recogió el anillo sujetándolo por el cordel, roto. Le hizo un
nudo al cordel con dedos ágiles.
—Mira, no hay ninguna razón para que no seamos amigos —dijo con
naturalidad tendiéndole el collar a Cronista. Sus ojos volvían a ser de un azul
humano, y su sonrisa, dulce y encantadora—. No hay ninguna razón para que no
obtengamos todos lo que queremos. Tú consigues tu historia. Él consigue narrarla.
Tú consigues saber la verdad. Él consigue recordar quién es en realidad. Ganamos
todos, y cada cual sigue su camino, más contento que unas pascuas.
Cronista alargó un brazo para coger el collar. Le temblaba un poco la mano.
—¿Qué consigues tú? —preguntó con un áspero susurro—. ¿Qué esperas
obtener tú con todo esto?
La pregunta pilló desprevenido a Bast. Se quedó quieto un momentó, tenso;
toda su fluida elegancia lo había abandonado. Por un instante, pareció que fuera a
romper a llorar.
—¿Qué quiero? Solo quiero recuperar a Reshi —dijo con voz débil,
angustiada—. Quiero que vuelva a ser como era antes.
Hubo un momento de silencio. Bast se frotó la cara con ambas manos y tragó
saliva.
—Llevo demasiado tiempo aquí —dijo de pronto. Fue hasta la ventana y la
abrió. Pasó una pierna por encima del antepecho y giró la cabeza para mirar a
Cronista—. ¿Quieres que te traiga algo? ¿Algo caliente para beber? ¿Más mantas?
Cronista negó con la cabeza, como aturdido. Bast le dijo adiós con la mano,
salió por la ventana y la cerró con cuidado.
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EPÍLOGO
Un silencio triple
Volvía a ser de noche. En la posada Roca de Guía reinaba el silencio, un
silencio triple.
El primer silencio era una calma hueca y resonante, constituida por las cosas
que faltaban. Si hubiera habido caballos en los establos, estos habrían piafado y
mascado y lo habrían hecho pedazos. Si hubiera habido gente en la posada, aunque
solo fuera un puñado de huéspedes que pasaran allí la noche, su agitada respiración
y sus ronquidos habrían derretido el silencio como una cálida brisa primaveral. Si
hubiera habido música... pero no, claro que no había música. De hecho, no había
ninguna de esas cosas, y por eso persistía el silencio.
En la posada Roca de Guía, un hombre yacía acurrucado en su mullida y
aromática cama. Esperaba el sueño con los ojos abiertos en la oscuridad, inmóvil.
Eso añadía un pequeño y asustado silencio al otro silencio, hueco y mayor.
Componían una especie de aleación, una segunda voz.
El tercer silencio no era fácil reconocerlo. Si pasabas una hora escuchando,
quizá empezaras a notarlo en las gruesas paredes de piedra de la vacía taberna y
en el metal, gris y mate, de la espada que colgaba detrás de la barra. Estaba en la
débil luz de la vela que alumbraba una habitación del piso de arriba con sombras
danzarinas. Estaba en el desorden de unas hojas arrugadas que se habían quedado
encima de un escritorio. Y estaba en las manos del hombre allí sentado, ignorando
deliberadamente las hojas que había escrito y que había tirado mucho tiempo atrás.
El hombre tenía el pelo rojo como el fuego. Sus ojos eran oscuros y distantes, y
se movía con la sutil certeza de quienes saben muchas cosas.
La posada Roca de Guía era suya, y también era suyo el tercer silencio. Así
debía ser, pues ese era el mayor de los tres silencios, y envolvía a los otros dos. Era
profundo y ancho como el final del otoño. Era grande y pesado como una gran roca
alisada por la erosión de las aguas de un río. Era un sonido paciente e impasible
como el de las flores cortadas; el silencio de un hombre que espera la muerte.
Aquí termina el primer día de la historia de Kvothe. Continuará...
ESTE LIBRO HA SIDO IMPRESO
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