The words you are searching are inside this book. To get more targeted content, please make full-text search by clicking here.
Discover the best professional documents and content resources in AnyFlip Document Base.
Search
Published by zurdoterzi, 2020-08-09 14:36:59

Mancha

Mancha

para oír canciones. Y ansí, dijo a su amo: -Bien puede vuestra merced acomodarse
desde luego adonde ha de posar esta noche, que el trabajo que estos buenos
hombres tienen todo el día no permite que pasen las noches cantando. -Ya te
entiendo, Sancho -le respondió don Quijote-; que bien se me trasluce que las
visitas del zaque piden más recompensa de sueño que de música. -A todos nos sabe
bien, bendito sea Dios -respondió Sancho. -No lo niego -replicó don Quijote-,
pero acomódate tú donde quisieres, que los de mi profesión mejor parecen velando
que durmiendo. Pero, con todo esto, sería bien, Sancho, que me vuelvas a curar
esta oreja, que me va doliendo más de lo que es menester. Hizo Sancho lo que se
le mandaba; y, viendo uno de los cabreros la herida, le dijo que no tuviese
pena, que él pondría remedio con que fácilmente se sanase. Y, tomando algunas
hojas de romero, de mucho que por allí había, las mascó y las mezcló con un poco
de sal, y, aplicándoselas a la oreja, se la vendó muy bien, asegurándole que no
había menester otra medicina; y así fue la verdad.

Capítulo XII. De lo que contó un cabrero a los que estaban con don Quijote

Estando en esto, llegó otro mozo de los que les traían del aldea el bastimento,
y dijo:
-¿Sabéis lo que pasa en el lugar, compañeros?
-¿Cómo lo podemos saber? -respondió uno dellos.
-Pues sabed -prosiguió el mozo- que murió esta mañana aquel famoso pastor
estudiante llamado Grisóstomo, y se murmura que ha muerto de amores de aquella
endiablada moza de Marcela, la hija de Guillermo el rico, aquélla que se anda en
hábito de pastora por esos andurriales.
-Por Marcela dirás -dijo uno.
-Por ésa digo -respondió el cabrero-. Y es lo bueno, que mandó en su testamento
que le enterrasen en el campo, como si fuera moro, y que sea al pie de la peña
donde está la fuente del alcornoque; porque, según es fama, y él dicen que lo
dijo, aquel lugar es adonde él la vio la vez primera. Y también mandó otras
cosas, tales, que los abades del pueblo dicen que no se han de cumplir, ni es
bien que se cumplan, porque parecen de gentiles. A todo lo cual responde aquel
gran su amigo Ambrosio, el estudiante, que también se vistió de pastor con él,
que se ha de cumplir todo, sin faltar nada, como lo dejó mandado Grisóstomo, y
sobre esto anda el pueblo alborotado; mas, a lo que se dice, en fin se hará lo
que Ambrosio y todos los pastores sus amigos quieren; y mañana le vienen a
enterrar con gran pompa adonde tengo dicho. Y tengo para mí que ha de ser cosa
muy de ver; a lo menos, yo no dejaré de ir a verla, si supiese no volver mañana
al lugar.
-Todos haremos lo mesmo -respondieron los cabreros-; y echaremos suertes a quién
ha de quedar a guardar las cabras de todos.
-Bien dices, Pedro -dijo uno-; aunque no será menester usar de esa diligencia,
que yo me quedaré por todos. Y no lo atribuyas a virtud y a poca curiosidad mía,
sino a que no me deja andar el garrancho que el otro día me pasó este pie.
-Con todo eso, te lo agradecemos -respondió Pedro.
Y don Quijote rogó a Pedro le dijese qué muerto era aquél y qué pastora aquélla;
a lo cual Pedro respondió que lo que sabía era que el muerto era un hijodalgo
rico, vecino de un lugar que estaba en aquellas sierras, el cual había sido
estudiante muchos años en Salamanca, al cabo de los cuales había vuelto a su
lugar, con opinión de muy sabio y muy leído.
-«Principalmente, decían que sabía la ciencia de las estrellas, y de lo que
pasan, allá en el cielo, el sol y la luna; porque puntualmente nos decía el
cris del sol y de la luna.»
-Eclipse se llama, amigo, que no cris, el escurecerse esos dos luminares mayores
-dijo don Quijote. Mas Pedro, no reparando en niñerías, prosiguió su cuento
diciendo:

51

-«Asimesmo adevinaba cuándo había de ser el año abundante o estil.»
-Estéril queréis decir, amigo -dijo don Quijote.
-Estéril o estil -respondió Pedro-, todo se sale allá. «Y digo que con esto que
decía se hicieron su padre y sus amigos, que le daban crédito, muy ricos, porque
hacían lo que él les aconsejaba, diciéndoles: ''Sembrad este año cebada, no
trigo; en éste podéis sembrar garbanzos y no cebada; el que viene será de guilla
de aceite; los tres siguientes no se cogerá gota''.»
-Esa ciencia se llama astrología -dijo don Quijote.
-No sé yo cómo se llama -replicó Pedro-, mas sé que todo esto sabía, y aún más.
«Finalmente, no pasaron muchos meses, después que vino de Salamanca, cuando un
día remaneció vestido de pastor, con su cayado y pellico, habiéndose quitado los
hábitos largos que como escolar traía; y juntamente se vistió con él de pastor
otro su grande amigo, llamado Ambrosio, que había sido su compañero en los
estudios. Olvidábaseme de decir como Grisóstomo, el difunto, fue grande hombre
de componer coplas; tanto, que él hacía los villancicos para la noche del
Nacimiento del Señor, y los autos para el día de Dios, que los representaban los
mozos de nuestro pueblo, y todos decían que eran por el cabo. Cuando los del
lugar vieron tan de improviso vestidos de pastores a los dos escolares, quedaron
admirados, y no podían adivinar la causa que les había movido a hacer aquella
tan estraña mudanza. Ya en este tiempo era muerto el padre de nuestro
Grisóstomo, y él quedó heredado en mucha cantidad de hacienda, ansí en muebles
como en raíces, y en no pequeña cantidad de ganado, mayor y menor, y en gran
cantidad de dineros; de todo lo cual quedó el mozo señor desoluto, y en verdad
que todo lo merecía, que era muy buen compañero y caritativo y amigo de los
buenos, y tenía una cara como una bendición. Después se vino a entender que el
haberse mudado de traje no había sido por otra cosa que por andarse por estos
despoblados en pos de aquella pastora Marcela que nuestro zagal nombró denantes,
de la cual se había enamorado el pobre difunto de Grisóstomo.» Y quiéroos decir
agora, porque es bien que lo sepáis, quién es esta rapaza; quizá, y aun sin
quizá, no habréis oído semejante cosa en todos los días de vuestra vida, aunque
viváis más años que sarna.
-Decid Sarra -replicó don Quijote, no pudiendo sufrir el trocar de los vocablos
del cabrero.
-Harto vive la sarna -respondió Pedro-; y si es, señor, que me habéis de andar
zaheriendo a cada paso los vocablos, no acabaremos en un año.
-Perdonad, amigo -dijo don Quijote-; que por haber tanta diferencia de sarna a
Sarra os lo dije; pero vos respondistes muy bien, porque vive más sarna que
Sarra; y proseguid vuestra historia, que no os replicaré más en nada.
-«Digo, pues, señor mío de mi alma -dijo el cabrero-, que en nuestra aldea hubo
un labrador aún más rico que el padre de Grisóstomo, el cual se llamaba
Guillermo, y al cual dio Dios, amén de las muchas y grandes riquezas, una hija,
de cuyo parto murió su madre, que fue la más honrada mujer que hubo en todos
estos contornos. No parece sino que ahora la veo, con aquella cara que del un
cabo tenía el sol y del otro la luna; y, sobre todo, hacendosa y amiga de los
pobres, por lo que creo que debe de estar su ánima a la hora de ahora gozando de
Dios en el otro mundo. De pesar de la muerte de tan buena mujer murió su marido
Guillermo, dejando a su hija Marcela, muchacha y rica, en poder de un tío suyo
sacerdote y beneficiado en nuestro lugar. Creció la niña con tanta belleza, que
nos hacía acordar de la de su madre, que la tuvo muy grande; y, con todo esto,
se juzgaba que le había de pasar la de la hija. Y así fue, que, cuando llegó a
edad de catorce a quince años, nadie la miraba que no bendecía a Dios, que tan
hermosa la había criado, y los más quedaban enamorados y perdidos por ella.
Guardábala su tío con mucho recato y con mucho encerramiento; pero, con todo
esto, la fama de su mucha hermosura se estendió de manera que, así por ella como
por sus muchas riquezas, no solamente de los de nuestro pueblo, sino de los de
muchas leguas a la redonda, y de los mejores dellos, era rogado, solicitado e

52

importunado su tío se la diese por mujer. Mas él, que a las derechas es buen
cristiano, aunque quisiera casarla luego, así como la vía de edad, no quiso
hacerlo sin su consentimiento, sin tener ojo a la ganancia y granjería que le
ofrecía el tener la hacienda de la moza, dilatando su casamiento. Y a fe que se
dijo esto en más de un corrillo en el pueblo, en alabanza del buen sacerdote.»
Que quiero que sepa, señor andante, que en estos lugares cortos de todo se trata
y de todo se murmura; y tened para vos, como yo tengo para mí, que debía de ser
demasiadamente bueno el clérigo que obliga a sus feligreses a que digan bien
dél, especialmente en las aldeas.
-Así es la verdad -dijo don Quijote-, y proseguid adelante, que el cuento es muy
bueno, y vos, buen Pedro, le contáis con muy buena gracia.
-La del Señor no me falte, que es la que hace al caso. «Y en lo demás sabréis
que, aunque el tío proponía a la sobrina y le decía las calidades de cada uno en
particular, de los muchos que por mujer la pedían, rogándole que se casase y
escogiese a su gusto, jamás ella respondió otra cosa sino que por entonces no
quería casarse, y que, por ser tan muchacha, no se sentía hábil para poder
llevar la carga del matrimonio. Con estas que daba, al parecer justas escusas,
dejaba el tío de importunarla, y esperaba a que entrase algo más en edad y ella
supiese escoger compañía a su gusto. Porque decía él, y decía muy bien, que no
habían de dar los padres a sus hijos estado contra su voluntad. Pero hételo
aquí, cuando no me cato, que remanece un día la melindrosa Marcela hecha
pastora; y, sin ser parte su tío ni todos los del pueblo, que se lo
desaconsejaban, dio en irse al campo con las demás zagalas del lugar, y dio en
guardar su mesmo ganado. Y, así como ella salió en público y su hermosura se vio
al descubierto, no os sabré buenamente decir cuántos ricos mancebos, hidalgos y
labradores han tomado el traje de Grisóstomo y la andan requebrando por esos
campos. Uno de los cuales, como ya está dicho, fue nuestro difunto, del cual
decían que la dejaba de querer, y la adoraba. Y no se piense que porque Marcela
se puso en aquella libertad y vida tan suelta y de tan poco o de ningún
recogimiento, que por eso ha dado indicio, ni por semejas, que venga en
menoscabo de su honestidad y recato; antes es tanta y tal la vigilancia con que
mira por su honra, que de cuantos la sirven y solicitan ninguno se ha alabado,
ni con verdad se podrá alabar, que le haya dado alguna pequeña esperanza de
alcanzar su deseo. Que, puesto que no huye ni se esquiva de la compañía y
conversación de los pastores, y los trata cortés y amigablemente, en llegando a
descubrirle su intención cualquiera dellos, aunque sea tan justa y santa como la
del matrimonio, los arroja de sí como con un trabuco. Y con esta manera de
condición hace más daño en esta tierra que si por ella entrara la pestilencia;
porque su afabilidad y hermosura atrae los corazones de los que la tratan a
servirla y a amarla, pero su desdén y desengaño los conduce a términos de
desesperarse; y así, no saben qué decirle, sino llamarla a voces cruel y
desagradecida, con otros títulos a éste semejantes, que bien la calidad de su
condición manifiestan. Y si aquí estuviésedes, señor, algún día, veríades
resonar estas sierras y estos valles con los lamentos de los desengañados que la
siguen. No está muy lejos de aquí un sitio donde hay casi dos docenas de altas
hayas, y no hay ninguna que en su lisa corteza no tenga grabado y escrito el
nombre de Marcela; y encima de alguna, una corona grabada en el mesmo árbol,
como si más claramente dijera su amante que Marcela la lleva y la merece de toda
la hermosura humana. Aquí sospira un pastor, allí se queja otro; acullá se oyen
amorosas canciones, acá desesperadas endechas. Cuál hay que pasa todas las horas
de la noche sentado al pie de alguna encina o peñasco, y allí, sin plegar los
llorosos ojos, embebecido y transportado en sus pensamientos, le halló el sol a
la mañana; y cuál hay que, sin dar vado ni tregua a sus suspiros, en mitad del
ardor de la más enfadosa siesta del verano, tendido sobre la ardiente arena,
envía sus quejas al piadoso cielo. Y déste y de aquél, y de aquéllos y de éstos,
libre y desenfadadamente triunfa la hermosa Marcela; y todos los que la
conocemos estamos esperando en qué ha de parar su altivez y quién ha de ser el

53

dichoso que ha de venir a domeñar condición tan terrible y gozar de hermosura
tan estremada.» Por ser todo lo que he contado tan averiguada verdad, me doy a
entender que también lo es la que nuestro zagal dijo que se decía de la causa de
la muerte de Grisóstomo. Y así, os aconsejo, señor, que no dejéis de hallaros
mañana a su entierro, que será muy de ver, porque Grisóstomo tiene muchos
amigos, y no está de este lugar a aquél donde manda enterrarse media legua.
-En cuidado me lo tengo -dijo don Quijote-, y agradézcoos el gusto que me habéis
dado con la narración de tan sabroso cuento.
-¡Oh! -replicó el cabrero-, aún no sé yo la mitad de los casos sucedidos a los
amantes de Marcela, mas podría ser que mañana topásemos en el camino algún
pastor que nos los dijese. Y, por ahora, bien será que os vais a dormir debajo
de techado, porque el sereno os podría dañar la herida, puesto que es tal la
medicina que se os ha puesto, que no hay que temer de contrario acidente. Sancho
Panza, que ya daba al diablo el tanto hablar del cabrero, solicitó, por su
parte, que su amo se entrase a dormir en la choza de Pedro. Hízolo así, y todo
lo más de la noche se le pasó en memorias de su señora Dulcinea, a imitación de
los amantes de Marcela. Sancho Panza se acomodó entre Rocinante y su jumento, y
durmió, no como enamorado desfavorecido, sino como hombre molido a coces.

Capítulo XIII. Donde se da fin al cuento de la pastora Marcela, con otros
sucesos

Mas, apenas comenzó a descubrirse el día por los balcones del oriente, cuando
los cinco de los seis cabreros se levantaron y fueron a despertar a don Quijote,
y a decille si estaba todavía con propósito de ir a ver el famoso entierro de
Grisóstomo, y que ellos le harían compañía. Don Quijote, que otra cosa no
deseaba, se levantó y mandó a Sancho que ensillase y enalbardase al momento, lo
cual él hizo con mucha diligencia, y con la mesma se pusieron luego todos en
camino. Y no hubieron andado un cuarto de legua, cuando, al cruzar de una senda,
vieron venir hacia ellos hasta seis pastores, vestidos con pellicos negros y
coronadas las cabezas con guirnaldas de ciprés y de amarga adelfa. Traía cada
uno un grueso bastón de acebo en la mano. Venían con ellos, asimesmo, dos
gentiles hombres de a caballo, muy bien aderezados de camino, con otros tres
mozos de a pie que los acompañaban. En llegándose a juntar, se saludaron
cortésmente, y, preguntándose los unos a los otros dónde iban, supieron que
todos se encaminaban al lugar del entierro; y así, comenzaron a caminar todos
juntos.
Uno de los de a caballo, hablando con su compañero, le dijo:
-Paréceme, señor Vivaldo, que habemos de dar por bien empleada la tardanza que
hiciéremos en ver este famoso entierro, que no podrá dejar de ser famoso, según
estos pastores nos han contado estrañezas, ansí del muerto pastor como de la
pastora homicida.
-Así me lo parece a mí -respondió Vivaldo-; y no digo yo hacer tardanza de un
día, pero de cuatro la hiciera a trueco de verle.
Preguntóles don Quijote qué era lo que habían oído de Marcela y de Grisóstomo.
El caminante dijo que aquella madrugada habían encontrado con aquellos pastores,
y que, por haberles visto en aquel tan triste traje, les habían preguntado la
ocasión por que iban de aquella manera; que uno dellos se lo contó, contando la
estrañeza y hermosura de una pastora llamada Marcela, y los amores de muchos que
la recuestaban, con la muerte de aquel Grisóstomo a cuyo entierro iban.
Finalmente, él contó todo lo que Pedro a don Quijote había contado.
Cesó esta plática y comenzóse otra, preguntando el que se llamaba Vivaldo a don
Quijote qué era la ocasión que le movía a andar armado de aquella manera por
tierra tan pacífica. A lo cual respondió don Quijote:
-La profesión de mi ejercicio no consiente ni permite que yo ande de otra
manera. El buen paso, el regalo y el reposo, allá se inventó para los blandos

54

cortesanos; mas el trabajo, la inquietud y las armas sólo se inventaron e
hicieron para aquellos que el mundo llama caballeros andantes, de los cuales yo,
aunque indigno, soy el menor de todos. Apenas le oyeron esto, cuando todos le
tuvieron por loco; y, por averiguarlo más y ver qué género de locura era el
suyo, le tornó a preguntar Vivaldo que qué quería decir "caballeros andantes".
-¿No han vuestras mercedes leído -respondió don Quijote- los anales e historias
de Ingalaterra, donde se tratan las famosas fazañas del rey Arturo, que
continuamente en nuestro romance castellano llamamos el rey Artús, de quien es
tradición antigua y común en todo aquel reino de la Gran Bretaña que este rey no
murió, sino que, por arte de encantamento, se convirtió en cuervo, y que,
andando los tiempos, ha de volver a reinar y a cobrar su reino y cetro; a cuya
causa no se probará que desde aquel tiempo a éste haya ningún inglés muerto
cuervo alguno? Pues en tiempo de este buen rey fue instituida aquella famosa
orden de caballería de los caballeros de la Tabla Redonda, y pasaron, sin faltar
un punto, los amores que allí se cuentan de don Lanzarote del Lago con la reina
Ginebra, siendo medianera dellos y sabidora aquella tan honrada dueña
Quintañona, de donde nació aquel tan sabido romance, y tan decantado en nuestra
España, de:
Nunca fuera caballero
de damas tan bien servido
como fuera Lanzarote

cuando de Bretaña vino; con aquel progreso tan dulce y tan suave de sus amorosos
y fuertes fechos. Pues desde entonces, de mano en mano, fue aquella orden de
caballería estendiéndose y dilatándose por muchas y diversas partes del mundo; y
en ella fueron famosos y conocidos por sus fechos el valiente Amadís de Gaula,
con todos sus hijos y nietos, hasta la quinta generación, y el valeroso
Felixmarte de Hircania, y el nunca como se debe alabado Tirante el Blanco, y
casi que en nuestros días vimos y comunicamos y oímos al invencible y valeroso
caballero don Belianís de Grecia. Esto, pues, señores, es ser caballero andante,
y la que he dicho es la orden de su caballería; en la cual, como otra vez he
dicho, yo, aunque pecador, he hecho profesión, y lo mesmo que profesaron los
caballeros referidos profeso yo. Y así, me voy por estas soledades y despoblados
buscando las aventuras, con ánimo deliberado de ofrecer mi brazo y mi persona a
la más peligrosa que la suerte me deparare, en ayuda de los flacos y
menesterosos. Por estas razones que dijo, acabaron de enterarse los caminantes
que era don Quijote falto de juicio, y del género de locura que lo señoreaba, de
lo cual recibieron la mesma admiración que recibían todos aquellos que de nuevo
venían en conocimiento della. Y Vivaldo, que era persona muy discreta y de
alegre condición, por pasar sin pesadumbre el poco camino que decían que les
faltaba, al llegar a la sierra del entierro, quiso darle ocasión a que pasase
más adelante con sus disparates. Y así, le dijo:
-Paréceme, señor caballero andante, que vuestra merced ha profesado una de las
más estrechas profesiones que hay en la tierra, y tengo para mí que aun la de
los frailes cartujos no es tan estrecha.
-Tan estrecha bien podía ser -respondió nuestro don Quijote-, pero tan necesaria
en el mundo no estoy en dos dedos de ponello en duda. Porque, si va a decir
verdad, no hace menos el soldado que pone en ejecución lo que su capitán le
manda que el mesmo capitán que se lo ordena. Quiero decir que los religiosos,
con toda paz y sosiego, piden al cielo el bien de la tierra; pero los soldados y
caballeros ponemos en ejecución lo que ellos piden, defendiéndola con el valor
de nuestros brazos y filos de nuestras espadas; no debajo de cubierta, sino al
cielo abierto, puestos por blanco de los insufribles rayos del sol en verano y
de los erizados yelos del invierno. Así que, somos ministros de Dios en la
tierra, y brazos por quien se ejecuta en ella su justicia. Y, como las cosas de
la guerra y las a ellas tocantes y concernientes no se pueden poner en ejecución
sino sudando, afanando y trabajando, síguese que aquellos que la profesan

55

tienen, sin duda, mayor trabajo que aquellos que en sosegada paz y reposo están
rogando a Dios favorezca a los que poco pueden. No quiero yo decir, ni me pasa
por pensamiento, que es tan buen estado el de caballero andante como el del
encerrado religioso; sólo quiero inferir, por lo que yo padezco, que, sin duda,
es más trabajoso y más aporreado, y más hambriento y sediento, miserable, roto y
piojoso; porque no hay duda sino que los caballeros andantes pasados pasaron
mucha malaventura en el discurso de su vida. Y si algunos subieron a ser
emperadores por el valor de su brazo, a fe que les costó buen porqué de su
sangre y de su sudor; y que si a los que a tal grado subieron les faltaran
encantadores y sabios que los ayudaran, que ellos quedaran bien defraudados de
sus deseos y bien engañados de sus esperanzas.
-De ese parecer estoy yo -replicó el caminante-; pero una cosa, entre otras
muchas, me parece muy mal de los caballeros andantes, y es que, cuando se ven en
ocasión de acometer una grande y peligrosa aventura, en que se vee manifiesto
peligro de perder la vida, nunca en aquel instante de acometella se acuerdan de
encomendarse a Dios, como cada cristiano está obligado a hacer en peligros
semejantes; antes, se encomiendan a sus damas, con tanta gana y devoción como si
ellas fueran su Dios: cosa que me parece que huele algo a gentilidad.
-Señor -respondió don Quijote-, eso no puede ser menos en ninguna manera, y
caería en mal caso el caballero andante que otra cosa hiciese; que ya está en
uso y costumbre en la caballería andantesca que el caballero andante que, al
acometer algún gran fecho de armas, tuviese su señora delante,vuelva a ella los
ojos blanda y amorosamente, como que le pide con ellos le favorezca y ampare en
el dudoso trance que acomete; y aun si nadie le oye, está obligado a decir
algunas palabras entre dientes, en que de todo corazón se le encomiende; y desto
tenemos innumerables ejemplos en las historias. Y no se ha de entender por esto
que han de dejar de encomendarse a Dios; que tiempo y lugar les queda para
hacerlo en el discurso de la obra.
-Con todo eso -replicó el caminante-, me queda un escrúpulo, y es que muchas
veces he leído que se traban palabras entre dos andantes caballeros, y, de una
en otra, se les viene a encender la cólera, y a volver los caballos y tomar una
buena pieza del campo, y luego, sin más ni más, a todo el correr dellos, se
vuelven a encontrar; y, en mitad de la corrida, se encomiendan a sus damas; y lo
que suele suceder del encuentro es que el uno cae por las ancas del caballo,
pasado con la lanza del contrario de parte a parte, y al otro le viene también
que, a no tenerse a las crines del suyo, no pudiera dejar de venir al suelo. Y
no sé yo cómo el muerto tuvo lugar para encomendarse a Dios en el discurso de
esta tan acelerada obra. Mejor fuera que las palabras que en la carrera gastó
encomendándose a su dama las gastara en lo que debía y estaba obligado como
cristiano. Cuanto más, que yo tengo para mí que no todos los caballeros andantes
tienen damas a quien encomendarse, porque no todos son enamorados.
-Eso no puede ser -respondió don Quijote-: digo que no puede ser que haya
caballero andante sin dama, porque tan proprio y tan natural les es a los tales
ser enamorados como al cielo tener estrellas, y a buen seguro que no se haya
visto historia donde se halle caballero andante sin amores; y por el mesmo caso
que estuviese sin ellos, no sería tenido por legítimo caballero, sino por
bastardo, y que entró en la fortaleza de la caballería dicha, no por la puerta,
sino por las bardas, como salteador y ladrón.
-Con todo eso -dijo el caminante-, me parece, si mal no me acuerdo, haber leído
que don Galaor, hermano del valeroso Amadís de Gaula, nunca tuvo dama señalada a
quien pudiese encomendarse; y, con todo esto, no fue tenido en menos, y fue un
muy valiente y famoso caballero.
A lo cual respondió nuestro don Quijote:
-Señor, una golondrina sola no hace verano. Cuanto más, que yo sé que de secreto
estaba ese caballero muy bien enamorado; fuera que, aquello de querer a todas
bien cuantas bien le parecían era condición natural, a quien no podía ir a la
mano. Pero, en resolución, averiguado está muy bien que él tenía una sola a

56

quien él había hecho señora de su voluntad, a la cual se encomendaba muy a
menudo y muy secretamente, porque se preció de secreto caballero.
-Luego, si es de esencia que todo caballero andante haya de ser enamorado -dijo
el caminante-, bien se puede creer que vuestra merced lo es, pues es de la
profesión. Y si es que vuestra merced no se precia de ser tan secreto como don
Galaor, con las veras que puedo le suplico, en nombre de toda esta compañía y en
el mío, nos diga el nombre, patria, calidad y hermosura de su dama; que ella se
tendría por dichosa de que todo el mundo sepa que es querida y servida de un tal
caballero como vuestra merced parece.
Aquí dio un gran suspiro don Quijote, y dijo:
-Yo no podré afirmar si la dulce mi enemiga gusta, o no, de que el mundo sepa
que yo la sirvo; sólo sé decir, respondiendo a lo que con tanto comedimiento se
me pide, que su nombre es Dulcinea; su patria, el Toboso, un lugar de la Mancha;
su calidad, por lo menos, ha de ser de princesa, pues es reina y señora mía; su
hermosura, sobrehumana, pues en ella se vienen a hacer verdaderos todos los
imposibles y quiméricos atributos de belleza que los poetas dan a sus damas: que
sus cabellos son oro, su frente campos elíseos, sus cejas arcos del cielo, sus
ojos soles, sus mejillas rosas, sus labios corales, perlas sus dientes,
alabastro su cuello, mármol su pecho, marfil sus manos, su blancura nieve, y las
partes que a la vista humana encubrió la honestidad son tales, según yo pienso y
entiendo, que sólo la discreta consideración puede encarecerlas, y no
compararlas.
-El linaje, prosapia y alcurnia querríamos saber -replicó Vivaldo.
A lo cual respondió don Quijote:
-No es de los antiguos Curcios, Gayos y Cipiones romanos, ni de los modernos
Colonas y Ursinos; ni de los Moncadas y Requesenes de Cataluña, ni menos de los
Rebellas y Villanovas de Valencia; Palafoxes, Nuzas, Rocabertis, Corellas,
Lunas, Alagones, Urreas, Foces y Gurreas de Aragón; Cerdas, Manriques, Mendozas
y Guzmanes de Castilla; Alencastros, Pallas y Meneses de Portogal; pero es de
los del Toboso de la Mancha, linaje, aunque moderno, tal, que puede dar generoso
principio a las más ilustres familias de los venideros siglos. Y no se me
replique en esto, si no fuere con las condiciones que puso Cervino al pie del
trofeo de las armas de Orlando, que decía:
nadie las mueva
que estar no pueda con Roldán a prueba.
-Aunque el mío es de los Cachopines de Laredo -respondió el caminante-, no le
osaré yo poner con el del Toboso de la Mancha, puesto que, para decir verdad,
semejante apellido hasta ahora no ha llegado a mis oídos.
-¡Como eso no habrá llegado! -replicó don Quijote.
Con gran atención iban escuchando todos los demás la plática de los dos, y aun
hasta los mesmos cabreros y pastores conocieron la demasiada falta de juicio de
nuestro don Quijote. Sólo Sancho Panza pensaba que cuanto su amo decía era
verdad, sabiendo él quién era y habiéndole conocido desde su nacimiento; y en lo
que dudaba algo era en creer aquello de la linda Dulcinea del Toboso, porque
nunca tal nombre ni tal princesa había llegado jamás a su noticia, aunque vivía
tan cerca del Toboso.
En estas pláticas iban, cuando vieron que, por la quiebra que dos altas montañas
hacían, bajaban hasta veinte pastores, todos con pellicos de negra lana vestidos
y coronados con guirnaldas, que, a lo que después pareció, eran cuál de tejo y
cuál de ciprés. Entre seis dellos traían unas andas, cubiertas de mucha
diversidad de flores y de ramos. Lo cual visto por uno de los cabreros, dijo:
-Aquellos que allí vienen son los que traen el cuerpo de Grisóstomo, y el pie de
aquella montaña es el lugar donde él mandó que le enterrasen. Por esto se dieron
priesa a llegar, y fue a tiempo que ya los que venían habían puesto las andas en
el suelo; y cuatro dellos con agudos picos estaban cavando la sepultura a un
lado de una dura peña.

57

Recibiéronse los unos y los otros cortésmente; y luego don Quijote y los que con
él venían se pusieron a mirar las andas, y en ellas vieron cubierto de flores un
cuerpo muerto, vestido como pastor, de edad, al parecer, de treinta años; y,
aunque muerto, mostraba que vivo había sido de rostro hermoso y de disposición
gallarda. Alrededor dél tenía en las mesmas andas algunos libros y muchos
papeles, abiertos y cerrados. Y así los que esto miraban, como los que abrían la
sepultura, y todos los demás que allí había, guardaban un maravilloso silencio,
hasta que uno de los que al muerto trujeron dijo a otro:
-Mirá bien, Ambrosio, si es éste el lugar que Grisóstomo dijo, ya que queréis
que tan puntualmente se cumpla lo que dejó mandado en su testamento.
-Éste es -respondió Ambrosio-; que muchas veces en él me contó mi desdichado
amigo la historia de su desventura. Allí me dijo él que vio la vez primera a
aquella enemiga mortal del linaje humano, y allí fue también donde la primera
vez le declaró su pensamiento, tan honesto como enamorado, y allí fue la última
vez donde Marcela le acabó de desengañar y desdeñar, de suerte que puso fin a la
tragedia de su miserable vida. Y aquí, en memoria de tantas desdichas, quiso él
que le depositasen en las entrañas del eterno olvido.
Y, volviéndose a don Quijote y a los caminantes, prosiguió diciendo:
-Ese cuerpo, señores, que con piadosos ojos estáis mirando, fue depositario de
un alma en quien el cielo puso infinita parte de sus riquezas. Ése es el cuerpo
de Grisóstomo, que fue único en el ingenio, solo en la cortesía, estremo en la
gentileza, fénix en la amistad, magnífico sin tasa, grave sin presunción, alegre
sin bajeza, y, finalmente, primero en todo lo que es ser bueno, y sin segundo en
todo lo que fue ser desdichado. Quiso bien, fue aborrecido; adoró, fue
desdeñado; rogó a una fiera, importunó a un mármol, corrió tras el viento, dio
voces a la soledad, sirvió a la ingratitud, de quien alcanzó por premio ser
despojos de la muerte en la mitad de la carrera de su vida, a la cual dio fin
una pastora a quien él procuraba eternizar para que viviera en la memoria de las
gentes, cual lo pudieran mostrar bien esos papeles que estáis mirando, si él no
me hubiera mandado que los entregara al fuego en habiendo entregado su cuerpo a
la tierra.
-De mayor rigor y crueldad usaréis vos con ellos -dijo Vivaldo- que su mesmo
dueño, pues no es justo ni acertado que se cumpla la voluntad de quien lo que
ordena va fuera de todo razonable discurso. Y no le tuviera bueno Augusto César
si consintiera que se pusiera en ejecución lo que el divino Mantuano dejó en su
testamento mandado. Ansí que, señor Ambrosio, ya que deis el cuerpo de vuestro
amigo a la tierra, no queráis dar sus escritos al olvido; que si él ordenó como
agraviado, no es bien que vos cumpláis como indiscreto. Antes haced, dando la
vida a estos papeles, que la tenga siempre la crueldad de Marcela, para que
sirva de ejemplo, en los tiempos que están por venir, a los vivientes, para que
se aparten y huyan de caer en semejantes despeñaderos; que ya sé yo, y los que
aquí venimos, la historia deste vuestro enamorado y desesperado amigo, y sabemos
la amistad vuestra, y la ocasión de su muerte, y lo que dejó mandado al acabar
de la vida; de la cual lamentable historia se puede sacar cuánto haya sido la
crueldad de Marcela, el amor de Grisóstomo, la fe de la amistad vuestra, con el
paradero que tienen los que a rienda suelta corren por la senda que el
desvariado amor delante de los ojos les pone. Anoche supimos la muerte de
Grisóstomo, y que en este lugar había de ser enterrado; y así, de curiosidad y
de lástima, dejamos nuestro derecho viaje, y acordamos de venir a ver con los
ojos lo que tanto nos había lastimado en oíllo. Y, en pago desta lástima y del
deseo que en nosotros nació de remedialla si pudiéramos, te rogamos, ¡oh
discreto Ambrosio! (a lo menos, yo te lo suplico de mi parte), que, dejando de
abrasar estos papeles, me dejes llevar algunos dellos.
Y, sin aguardar que el pastor respondiese, alargó la mano y tomó algunos de los
que más cerca estaban; viendo lo cual Ambrosio, dijo:
-Por cortesía consentiré que os quedéis, señor, con los que ya habéis tomado;
pero pensar que dejaré de abrasar los que quedan es pensamiento vano.

58

Vivaldo, que deseaba ver lo que los papeles decían, abrió luego el uno dellos y
vio que tenía por título: Canción desesperada. Oyólo Ambrosio y dijo:
-Ése es el último papel que escribió el desdichado; y, porque veáis, señor, en
el término que le tenían sus desventuras, leelde de modo que seáis oído; que
bien os dará lugar a ello el que se tardare en abrir la sepultura.
-Eso haré yo de muy buena gana -dijo Vivaldo.
Y, como todos los circunstantes tenían el mesmo deseo, se le pusieron a la
redonda; y él, leyendo en voz clara, vio que así decía:

Capítulo XIV. Donde se ponen los versos desesperados del difunto pastor,
con otros no esperados sucesos

Canción de Grisóstomo

Ya que quieres, cruel, que se publique,
de lengua en lengua y de una en otra gente,
del áspero rigor tuyo la fuerza,
haré que el mesmo infierno comunique
al triste pecho mío un son doliente,
con que el uso común de mi voz tuerza.
Y al par de mi deseo, que se esfuerza
a decir mi dolor y tus hazañas,
de la espantable voz irá el acento,
y en él mezcladas, por mayor tormento,
pedazos de las míseras entrañas.
Escucha, pues, y presta atento oído,
no al concertado son, sino al rüido
que de lo hondo de mi amargo pecho,
llevado de un forzoso desvarío,
por gusto mío sale y tu despecho.

El rugir del león, del lobo fiero
el temeroso aullido, el silbo horrendo
de escamosa serpiente, el espantable
baladro de algún monstruo, el agorero
graznar de la corneja, y el estruendo
del viento contrastado en mar instable;
del ya vencido toro el implacable
bramido, y de la viuda tortolilla
el sentible arrullar; el triste canto
del envidiado búho, con el llanto
de toda la infernal negra cuadrilla,
salgan con la doliente ánima fuera,
mezclados en un son, de tal manera
que se confundan los sentidos todos,
pues la pena cruel que en mí se halla
para contalla pide nuevos modos.

De tanta confusión no las arenas
del padre Tajo oirán los tristes ecos,
ni del famoso Betis las olivas:
que allí se esparcirán mis duras penas
en altos riscos y en profundos huecos,
con muerta lengua y con palabras vivas;
o ya en escuros valles, o en esquivas
playas, desnudas de contrato humano,

59

o adonde el sol jamás mostró su lumbre,
o entre la venenosa muchedumbre
de fieras que alimenta el libio llano;
que, puesto que en los páramos desiertos
los ecos roncos de mi mal, inciertos,
suenen con tu rigor tan sin segundo,
por privilegio de mis cortos hados,
serán llevados por el ancho mundo.

Mata un desdén, atierra la paciencia,
o verdadera o falsa, una sospecha;
matan los celos con rigor más fuerte;
desconcierta la vida larga ausencia;
contra un temor de olvido no aprovecha
firme esperanza de dichosa suerte.
En todo hay cierta, inevitable muerte;
mas yo, ¡milagro nunca visto!, vivo
celoso, ausente, desdeñado y cierto
de las sospechas que me tienen muerto;
y en el olvido en quien mi fuego avivo,
y, entre tantos tormentos, nunca alcanza
mi vista a ver en sombra a la esperanza,
ni yo, desesperado, la procuro;
antes, por estremarme en mi querella,
estar sin ella eternamente juro.

¿Puédese, por ventura, en un instante
esperar y temer, o es bien hacello,
siendo las causas del temor más ciertas?
¿Tengo, si el duro celo está delante,
de cerrar estos ojos, si he de vello
por mil heridas en el alma abiertas?
¿Quién no abrirá de par en par las puertas
a la desconfianza, cuando mira
descubierto el desdén, y las sospechas,
¡oh amarga conversión!, verdades hechas,
y la limpia verdad vuelta en mentira?
¡Oh, en el reino de amor fieros tiranos
celos, ponedme un hierro en estas manos!
Dame, desdén, una torcida soga.
Mas, ¡ay de mí!, que, con cruel vitoria,
vuestra memoria el sufrimiento ahoga.

Yo muero, en fin; y, porque nunca espere
buen suceso en la muerte ni en la vida,
pertinaz estaré en mi fantasía.
Diré que va acertado el que bien quiere,
y que es más libre el alma más rendida
a la de amor antigua tiranía.
Diré que la enemiga siempre mía
hermosa el alma como el cuerpo tiene,
y que su olvido de mi culpa nace,
y que, en fe de los males que nos hace,
amor su imperio en justa paz mantiene.
Y, con esta opinión y un duro lazo,
acelerando el miserable plazo
a que me han conducido sus desdenes,

60

ofreceré a los vientos cuerpo y alma,
sin lauro o palma de futuros bienes.

Tú, que con tantas sinrazones muestras
la razón que me fuerza a que la haga
a la cansada vida que aborrezco,
pues ya ves que te da notorias muestras
esta del corazón profunda llaga,
de cómo, alegre, a tu rigor me ofrezco,
si, por dicha, conoces que merezco
que el cielo claro de tus bellos ojos
en mi muerte se turbe, no lo hagas;
que no quiero que en nada satisfagas,
al darte de mi alma los despojos.
Antes, con risa en la ocasión funesta,
descubre que el fin mío fue tu fiesta;
mas gran simpleza es avisarte desto,
pues sé que está tu gloria conocida
en que mi vida llegue al fin tan presto.

Venga, que es tiempo ya, del hondo abismo
Tántalo con su sed; Sísifo venga
con el peso terrible de su canto;
Ticio traya su buitre, y ansimismo
con su rueda Egïón no se detenga,
ni las hermanas que trabajan tanto;
y todos juntos su mortal quebranto
trasladen en mi pecho, y en voz baja
-si ya a un desesperado son debidas-
canten obsequias tristes, doloridas,
al cuerpo a quien se niegue aun la mortaja.
Y el portero infernal de los tres rostros,
con otras mil quimeras y mil monstros,
lleven el doloroso contrapunto;
que otra pompa mejor no me parece
que la merece un amador difunto.

Canción desesperada, no te quejes
cuando mi triste compañía dejes;
antes, pues que la causa do naciste
con mi desdicha augmenta su ventura,
aun en la sepultura no estés triste.

Bien les pareció, a los que escuchado habían, la canción de Grisóstomo, puesto
que el que la leyó dijo que no le parecía que conformaba con la relación que él
había oído del recato y bondad de Marcela, porque en ella se quejaba Grisóstomo
de celos, sospechas y de ausencia, todo en perjuicio del buen crédito y buena
fama de Marcela. A lo cual respondió Ambrosio, como aquel que sabía bien los más
escondidos pensamientos de su amigo:
-Para que, señor, os satisfagáis desa duda, es bien que sepáis que cuando este
desdichado escribió esta canción estaba ausente de Marcela, de quien él se había
ausentado por su voluntad, por ver si usaba con él la ausencia de sus ordinarios
fueros. Y, como al enamorado ausente no hay cosa que no le fatigue ni temor que
no le dé alcance, así le fatigaban a Grisóstomo los celos imaginados y las
sospechas temidas como si fueran verdaderas. Y con esto queda en su punto la
verdad que la fama pregona de la bondad de Marcela; la cual, fuera de ser cruel,

61

y un poco arrogante y un mucho desdeñosa, la mesma envidia ni debe ni puede
ponerle falta alguna.
-Así es la verdad -respondió Vivaldo.
Y, queriendo leer otro papel de los que había reservado del fuego, lo estorbó
una maravillosa visión -que tal parecía ella- que improvisamente se les ofreció
a los ojos; y fue que, por cima de la peña donde se cavaba la sepultura, pareció
la pastora Marcela, tan hermosa que pasaba a su fama su hermosura. Los que hasta
entonces no la habían visto la miraban con admiración y silencio, y los que ya
estaban acostumbrados a verla no quedaron menos suspensos que los que nunca la
habían visto. Mas, apenas la hubo visto Ambrosio, cuando, con muestras de ánimo
indignado, le dijo:
-¿Vienes a ver, por ventura, ¡oh fiero basilisco destas montañas!, si con tu
presencia vierten sangre las heridas deste miserable a quien tu crueldad quitó
la vida? ¿O vienes a ufanarte en las crueles hazañas de tu condición, o a ver
desde esa altura, como otro despiadado Nero, el incendio de su abrasada Roma, o
a pisar, arrogante, este desdichado cadáver, como la ingrata hija al de su padre
Tarquino? Dinos presto a lo que vienes, o qué es aquello de que más gustas; que,
por saber yo que los pensamientos de Grisóstomo jamás dejaron de obedecerte en
vida, haré que, aun él muerto, te obedezcan los de todos aquellos que se
llamaron sus amigos.
-No vengo, ¡oh Ambrosio!, a ninguna cosa de las que has dicho –respondió
Marcela-, sino a volver por mí misma, y a dar a entender cuán fuera de razón van
todos aquellos que de sus penas y de la muerte de Grisóstomo me culpan; y así,
ruego a todos los que aquí estáis me estéis atentos, que no será menester mucho
tiempo ni gastar muchas palabras para persuadir una verdad a los discretos.
»Hízome el cielo, según vosotros decís, hermosa, y de tal manera que, sin ser
poderosos a otra cosa, a que me améis os mueve mi hermosura; y, por el amor que
me mostráis, decís, y aun queréis, que esté yo obligada a amaros.
Yo conozco, con el natural entendimiento que Dios me ha dado, que todo lo
hermoso es amable; mas no alcanzo que, por razón de ser amado, esté obligado lo
que es amado por hermoso a amar a quien le ama. Y más, que podría acontecer que
el amador de lo hermoso fuese feo, y, siendo lo feo digno de ser aborrecido, cae
muy mal el decir ''Quiérote por hermosa; hasme de amar aunque sea feo''. Pero,
puesto caso que corran igualmente las hermosuras, no por eso han de correr
iguales los deseos, que no todas hermosuras enamoran; que algunas alegran la
vista y no rinden la voluntad; que si todas las bellezas enamorasen y rindiesen,
sería un andar las voluntades confusas y descaminadas, sin saber en cuál habían
de parar; porque, siendo infinitos los sujetos hermosos, infinitos habían de ser
los deseos. Y, según yo he oído decir, el verdadero amor no se divide, y ha de
ser voluntario, y no forzoso. Siendo esto así, como yo creo que lo es, ¿por qué
queréis que rinda mi voluntad por fuerza, obligada no más de que decís que me
queréis bien? Si no, decidme: si como el cielo me hizo hermosa me hiciera fea,
¿fuera justo que me quejara de vosotros porque no me amábades? Cuanto más, que
habéis de considerar que yo no escogí la hermosura que tengo; que, tal cual es,
el cielo me la dio de gracia, sin yo pedilla ni escogella. Y, así como la víbora
no merece ser culpada por la ponzoña que tiene, puesto que con ella mata, por
habérsela dado naturaleza, tampoco yo merezco ser reprehendida por ser hermosa;
que la hermosura en la mujer honesta es como el fuego apartado o como la espada
aguda, que ni él quema ni ella corta a quien a ellos no se acerca. La honra y
las virtudes son adornos del alma, sin las cuales el cuerpo, aunque lo sea, no
debe de parecer hermoso. Pues si la honestidad es una de las virtudes que al
cuerpo y al alma más adornan y hermosean, ¿por qué la ha de perder la que es
amada por hermosa, por corresponder a la intención de aquel que, por sólo su
gusto, con todas sus fuerzas e industrias procura que la pierda?
»Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos.
Los árboles destas montañas son mi compañía, las claras aguas destos arroyos mis
espejos; con los árboles y con las aguas comunico mis pensamientos y hermosura.

62

Fuego soy apartado y espada puesta lejos. A los que he enamorado con la vista he
desengañado con las palabras. Y si los deseos se sustentan con esperanzas, no
habiendo yo dado alguna a Grisóstomo ni a otro alguno, el fin de ninguno dellos
bien se puede decir que antes le mató su porfía que mi crueldad. Y si se me hace
cargo que eran honestos sus pensamientos, y que por esto estaba obligada a
corresponder a ellos, digo que, cuando en ese mismo lugar donde ahora se cava su
sepultura me descubrió la bondad de su intención, le dije yo que la mía era
vivir en perpetua soledad, y de que sola la tierra gozase el fruto de mi
recogimiento y los despojos de mi hermosura; y si él, con todo este desengaño,
quiso porfiar contra la esperanza y navegar contra el viento, ¿qué mucho que se
anegase en la mitad del golfo de su desatino? Si yo le entretuviera, fuera
falsa; si le contentara, hiciera contra mi mejor intención y prosupuesto. Porfió
desengañado, desesperó sin ser aborrecido:
¡mirad ahora si será razón que de su pena se me dé a mí la culpa! Quéjese el
engañado, desespérese aquel a quien le faltaron las prometidas esperanzas,
confíese el que yo llamare, ufánese el que yo admitiere; pero no me llame cruel
ni homicida aquel a quien yo no prometo, engaño, llamo ni admito.
»El cielo aún hasta ahora no ha querido que yo ame por destino, y el pensar que
tengo de amar por elección es escusado. Este general desengaño sirva a cada uno
de los que me solicitan de su particular provecho; y entiéndase, de aquí
adelante, que si alguno por mí muriere, no muere de celoso ni desdichado, porque
quien a nadie quiere, a ninguno debe dar celos; que los desengaños no se han de
tomar en cuenta de desdenes. El que me llama fiera y basilisco, déjeme como cosa
perjudicial y mala; el que me llama ingrata, no me sirva; el que desconocida, no
me conozca; quien cruel, no me siga; que esta fiera, este basilisco, esta
ingrata, esta cruel y esta desconocida, ni los buscará, servirá, conocerá ni
seguirá en ninguna manera. Que si a Grisóstomo mató su impaciencia y arrojado
deseo, ¿por qué se ha de culpar mi honesto proceder y recato? Si yo conservo mi
limpieza con la compañía de los árboles, ¿por qué ha de querer que la pierda el
que quiere que la tenga con los hombres? Yo, como sabéis, tengo riquezas propias
y no codicio las ajenas; tengo libre condición y no gusto de sujetarme: ni
quiero ni aborrezco a nadie. No engaño a éste ni solicito aquél, ni burlo con
uno ni me entretengo con el otro. La conversación honesta de las zagalas destas
aldeas y el cuidado de mis cabras me entretiene. Tienen mis deseos por término
estas montañas, y si de aquí salen, es a contemplar la hermosura del cielo,
pasos con que camina el alma a su morada primera.
Y, en diciendo esto, sin querer oír respuesta alguna, volvió las espaldas y se
entró por lo más cerrado de un monte que allí cerca estaba, dejando admirados,
tanto de su discreción como de su hermosura, a todos los que allí estaban. Y
algunos dieron muestras -de aquellos que de la poderosa flecha de los rayos de
sus bellos ojos estaban heridos- de quererla seguir, sin aprovecharse del
manifiesto desengaño que habían oído. Lo cual visto por don Quijote,
pareciéndole que allí venía bien usar de su caballería, socorriendo a las
doncellas menesterosas, puesta la mano en el puño de su espada, en altas e
inteligibles voces, dijo:
-Ninguna persona, de cualquier estado y condición que sea, se atreva a seguir a
la hermosa Marcela, so pena de caer en la furiosa indignación mía.
Ella ha mostrado con claras y suficientes razones la poca o ninguna culpa que ha
tenido en la muerte de Grisóstomo, y cuán ajena vive de condescender con los
deseos de ninguno de sus amantes, a cuya causa es justo que, en lugar de ser
seguida y perseguida, sea honrada y estimada de todos los buenos del mundo, pues
muestra que en él ella es sola la que con tan honesta intención vive.
O ya que fuese por las amenazas de don Quijote, o porque Ambrosio les dijo que
concluyesen con lo que a su buen amigo debían, ninguno de los pastores se movió
ni apartó de allí hasta que, acabada la sepultura y abrasados los papeles de
Grisóstomo, pusieron su cuerpo en ella, no sin muchas lágrimas de los
circunstantes. Cerraron la sepultura con una gruesa peña, en tanto que se

63

acababa una losa que, según Ambrosio dijo, pensaba mandar hacer, con un epitafio
que había de decir desta manera:

Yace aquí de un amador
el mísero cuerpo helado,
que fue pastor de ganado,
perdido por desamor.
Murió a manos del rigor
de una esquiva hermosa ingrata,
con quien su imperio dilata
la tiranía de su amor.

Luego esparcieron por cima de la sepultura muchas flores y ramos, y, dando todos
el pésame a su amigo Ambrosio, se despidieron dél. Lo mesmo hicieron Vivaldo y
su compañero, y don Quijote se despidió de sus huéspedes y de los caminantes,
los cuales le rogaron se viniese con ellos a Sevilla, por ser lugar tan
acomodado a hallar aventuras, que en cada calle y tras cada esquina se ofrecen
más que en otro alguno. Don Quijote les agradeció el aviso y el ánimo que
mostraban de hacerle merced, y dijo que por entonces no quería ni debía ir a
Sevilla, hasta que hubiese despojado todas aquellas sierras de ladrones
malandrines, de quien era fama que todas estaban llenas. Viendo su buena
determinación, no quisieron los caminantes importunarle más, sino, tornándose a
despedir de nuevo, le dejaron y prosiguieron su camino, en el cual no les faltó
de qué tratar, así de la historia de Marcela y Grisóstomo como de las locuras de
don Quijote. El cual determinó de ir a buscar a la pastora Marcela y ofrecerle
todo lo que él podía en su servicio. Mas no le avino como él pensaba, según se
cuenta en el discurso desta verdadera historia, dando aquí fin la segunda parte.

Tercera parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha

Capítulo XV. Donde se cuenta la desgraciada aventura que se topó don Quijote en
topar con unos desalmados yangüeses

Cuenta el sabio Cide Hamete Benengeli que, así como don Quijote se despidió de
sus huéspedes y de todos los que se hallaron al entierro del pastor Grisóstomo,
él y su escudero se entraron por el mesmo bosque donde vieron que se había
entrado la pastora Marcela; y, habiendo andado más de dos horas por él,
buscándola por todas partes sin poder hallarla, vinieron a parar a un prado
lleno de fresca yerba, junto del cual corría un arroyo apacible y fresco; tanto,
que convidó y forzó a pasar allí las horas de la siesta, que rigurosamente
comenzaba ya a entrar. Apeáronse don Quijote y Sancho, y, dejando al jumento y a
Rocinante a sus anchuras pacer de la mucha yerba que allí había, dieron saco a
las alforjas, y, sin cerimonia alguna, en buena paz y compañía, amo y mozo
comieron lo que en ellas hallaron.
No se había curado Sancho de echar sueltas a Rocinante, seguro de que le conocía
por tan manso y tan poco rijoso que todas las yeguas de la dehesa de Córdoba no
le hicieran tomar mal siniestro. Ordenó, pues, la suerte, y el diablo, que no
todas veces duerme, que andaban por aquel valle paciendo una manada de hacas
galicianas de unos arrieros gallegos, de los cuales es costumbre sestear con su
recua en lugares y sitios de yerba y agua; y aquel donde acertó a hallarse don
Quijote era muy a propósito de los gallegos. Sucedió, pues, que a Rocinante le
vino en deseo de refocilarse con las señoras facas; y saliendo, así como las
olió, de su natural paso y costumbre, sin pedir licencia a su dueño, tomó un
trotico algo picadillo y se fue a comunicar su necesidad con ellas. Mas ellas,
que, a lo que pareció, debían de tener más gana de pacer que de ál, recibiéronle

64

con las herraduras y con los dientes, de tal manera que, a poco espacio, se le
rompieron las cinchas y quedó, sin silla, en pelota. Pero lo que él debió más de
sentir fue que, viendo los arrieros la fuerza que a sus yeguas se les hacía,
acudieron con estacas, y tantos palos le dieron que le derribaron malparado en
el suelo. Ya en esto don Quijote y Sancho, que la paliza de Rocinante habían
visto, llegaban ijadeando; y dijo don Quijote a Sancho:
-A lo que yo veo, amigo Sancho, éstos no son caballeros, sino gente soez y de
baja ralea. Dígolo porque bien me puedes ayudar a tomar la debida venganza del
agravio que delante de nuestros ojos se le ha hecho a Rocinante.
-¿Qué diablos de venganza hemos de tomar -respondió Sancho-, si éstos son más de
veinte y nosotros no más de dos, y aun, quizá, nosotros sino uno y medio?
-Yo valgo por ciento -replicó don Quijote.
Y, sin hacer más discursos, echó mano a su espada y arremetió a los gallegos, y
lo mesmo hizo Sancho Panza, incitado y movido del ejemplo de su amo. Y, a las
primeras, dio don Quijote una cuchillada a uno, que le abrió un sayo de cuero de
que venía vestido, con gran parte de la espalda. Los gallegos, que se vieron
maltratar de aquellos dos hombres solos, siendo ellos tantos, acudieron a sus
estacas, y, cogiendo a los dos en medio, comenzaron a menudear sobre ellos con
grande ahínco y vehemencia. Verdad es que al segundo toque dieron con Sancho en
el suelo, y lo mesmo le avino a don Quijote, sin que le valiese su destreza y
buen ánimo; y quiso su ventura que viniese a caer a los pies de Rocinante, que
aún no se había levantado; donde se echa de ver la furia con que machacan
estacas puestas en manos rústicas y enojadas.
Viendo, pues, los gallegos el mal recado que habían hecho, con la mayor presteza
que pudieron, cargaron su recua y siguieron su camino, dejando a los dos
aventureros de mala traza y de peor talante.
El primero que se resintió fue Sancho Panza; y, hallándose junto a su señor, con
voz enferma y lastimada, dijo:
-¡Señor don Quijote! ¡Ah, señor don Quijote!
-¿Qué quieres, Sancho hermano? -respondió don Quijote con el mesmo tono
afeminado y doliente que Sancho.
-Querría, si fuese posible -respondió Sancho Panza-, que vuestra merced me diese
dos tragos de aquella bebida del feo Blas, si es que la tiene vuestra merced ahí
a mano. Quizá será de provecho para los quebrantamientos de huesos como lo es
para las feridas.
-Pues, a tenerla yo aquí, desgraciado yo, ¿qué nos faltaba? -respondió don
Quijote-. Mas yo te juro, Sancho Panza, a fe de caballero andante, que antes que
pasen dos días, si la fortuna no ordena otra cosa, la tengo de tener en mi
poder, o mal me han de andar las manos.
-Pues, ¿en cuántos le parece a vuestra merced que podremos mover los pies?
-replicó Sancho Panza.
-De mí sé decir -dijo el molido caballero don Quijote- que no sabré poner
término a esos días. Mas yo me tengo la culpa de todo, que no había de poner
mano a la espada contra hombres que no fuesen armados caballeros como yo; y así,
creo que, en pena de haber pasado las leyes de la caballería, ha permitido el
dios de las batallas que se me diese este castigo. Por lo cual, Sancho Panza,
conviene que estés advertido en esto que ahora te diré, porque importa mucho a
la salud de entrambos; y es que, cuando veas que semejante canalla nos hace
algún agravio, no aguardes a que yo ponga mano al espada para ellos, porque no
lo haré en ninguna manera, sino pon tú mano a tu espada y castígalos muy a tu
sabor; que si en su ayuda y defensa acudieren caballeros, yo te sabré defender y
ofendellos con todo mi poder; que ya habrás visto por mil señales y experiencias
hasta adónde se estiende el valor de este mi fuerte brazo.
Tal quedó de arrogante el pobre señor con el vencimiento del valiente vizcaíno.
Mas no le pareció tan bien a Sancho Panza el aviso de su amo que dejase de
responder, diciendo:

65

-Señor, yo soy hombre pacífico, manso, sosegado, y sé disimilar cualquiera
injuria, porque tengo mujer y hijos que sustentar y criar. Así que, séale a
vuestra merced también aviso, pues no puede ser mandato, que en ninguna manera
pondré mano a la espada, ni contra villano ni contra caballero; y que, desde
aquí para delante de Dios, perdono cuantos agravios me han hecho y han de hacer:
ora me los haya hecho, o haga o haya de hacer, persona alta o baja, rico o
pobre, hidalgo o pechero, sin eceptar estado ni condición alguna.
Lo cual oído por su amo, le respondió:
-Quisiera tener aliento para poder hablar un poco descansado, y que el dolor que
tengo en esta costilla se aplacara tanto cuanto, para darte a entender, Panza,
en el error en que estás. Ven acá, pecador; si el viento de la fortuna, hasta
ahora tan contrario, en nuestro favor se vuelve, llevándonos las velas del deseo
para que seguramente y sin contraste alguno tomemos puerto en alguna de las
ínsulas que te tengo prometida, ¿qué sería de ti si, ganándola yo, te hiciese
señor della? Pues ¿lo vendrás a imposibilitar por no ser caballero, ni quererlo
ser, ni tener valor ni intención de vengar tus injurias y defender tu señorío?
Porque has de saber que en los reinos y provincias nuevamente conquistados nunca
están tan quietos los ánimos de sus naturales, ni tan de parte del nuevo señor
que no se tengan temor de que han de hacer alguna novedad para alterar de nuevo
las cosas, y volver, como dicen, a probar ventura; y así, es menester que el
nuevo posesor tenga entendimiento para saberse gobernar, y valor para ofender y
defenderse en cualquiera acontecimiento.
-En este que ahora nos ha acontecido -respondió Sancho-, quisiera yo tener ese
entendimiento y ese valor que vuestra merced dice; mas yo le juro, a fe de pobre
hombre, que más estoy para bizmas que para pláticas. Mire vuestra merced si se
puede levantar, y ayudaremos a Rocinante, aunque no lo merece, porque él fue la
causa principal de todo este molimiento. Jamás tal creí de Rocinante, que le
tenía por persona casta y tan pacífica como yo. En fin, bien dicen que es
menester mucho tiempo para venir a conocer las personas, y que no hay cosa
segura en esta vida. ¿Quién dijera que tras de aquellas tan grandes cuchilladas
como vuestra merced dio a aquel desdichado caballero andante, había de venir,
por la posta y en seguimiento suyo, esta tan grande tempestad de palos que ha
descargado sobre nuestras espaldas?
-Aun las tuyas, Sancho -replicó don Quijote-, deben de estar hechas a semejantes
nublados; pero las mías, criadas entre sinabafas y holandas, claro está que
sentirán más el dolor desta desgracia. Y si no fuese porque imagino..., ¿qué
digo imagino?, sé muy cierto, que todas estas incomodidades son muy anejas al
ejercicio de las armas, aquí me dejaría morir de puro enojo.
A esto replicó el escudero:
-Señor, ya que estas desgracias son de la cosecha de la caballería, dígame
vuestra merced si suceden muy a menudo, o si tienen sus tiempos limitados en que
acaecen; porque me parece a mí que a dos cosechas quedaremos inútiles para la
tercera, si Dios, por su infinita misericordia, no nos socorre.
-Sábete, amigo Sancho -respondió don Quijote-, que la vida de los caballeros
andantes está sujeta a mil peligros y desventuras; y, ni más ni menos, está en
potencia propincua de ser los caballeros andantes reyes y emperadores, como lo
ha mostrado la experiencia en muchos y diversos caballeros, de cuyas historias
yo tengo entera noticia. Y pudiérate contar agora, si el dolor me diera lugar,
de algunos que, sólo por el valor de su brazo, han subido a los altos grados que
he contado; y estos mesmos se vieron antes y después en diversas calamidades y
miserias. Porque el valeroso Amadís de Gaula se vio en poder de su mortal
enemigo Arcaláus el encantador, de quien se tiene por averiguado que le dio,
teniéndole preso, más de docientos azotes con las riendas de su caballo, atado a
una coluna de un patio. Y aun hay un autor secreto, y de no poco crédito, que
dice que, habiendo cogido al Caballero del Febo con una cierta trampa que se le
hundió debajo de los pies, en un cierto castillo, y al caer, se halló en una
honda sima debajo de tierra, atado de pies y manos, y allí le echaron una destas

66

que llaman melecinas, de agua de nieve y arena, de lo que llegó muy al cabo; y
si no fuera socorrido en aquella gran cuita de un sabio grande amigo suyo, lo
pasara muy mal el pobre caballero. Ansí que, bien puedo yo pasar entre tanta
buena gente; que mayores afrentas son las que éstos pasaron, que no las que
ahora nosotros pasamos. Porque quiero hacerte sabidor, Sancho, que no afrentan
las heridas que se dan con los instrumentos que acaso se hallan en las manos; y
esto está en la ley del duelo, escrito por palabras expresas: que si el zapatero
da a otro con la horma que tiene en la mano, puesto que verdaderamente es de
palo, no por eso se dirá que queda apaleado aquel a quien dio con ella. Digo
esto porque no pienses que, puesto que quedamos desta pendencia molidos,
quedamos afrentados; porque las armas que aquellos hombres traían, con que nos
machacaron, no eran otras que sus estacas, y ninguno dellos, a lo que se me
acuerda, tenía estoque, espada ni puñal.
-No me dieron a mí lugar -respondió Sancho- a que mirase en tanto; porque,
apenas puse mano a mi tizona, cuando me santiguaron los hombros con sus pinos,
de manera que me quitaron la vista de los ojos y la fuerza de los pies, dando
conmigo adonde ahora yago, y adonde no me da pena alguna el pensar si fue
afrenta o no lo de los estacazos, como me la da el dolor de los golpes, que me
han de quedar tan impresos en la memoria como en las espaldas.
-Con todo eso, te hago saber, hermano Panza -replicó don Quijote-, que no hay
memoria a quien el tiempo no acabe, ni dolor que muerte no le consuma.
-Pues, ¿qué mayor desdicha puede ser -replicó Panza- de aquella que aguarda al
tiempo que la consuma y a la muerte que la acabe? Si esta nuestra desgracia
fuera de aquellas que con un par de bizmas se curan, aun no tan malo; pero voy
viendo que no han de bastar todos los emplastos de un hospital para ponerlas en
buen término siquiera.
-Déjate deso y saca fuerzas de flaqueza, Sancho -respondió don Quijote-, que así
haré yo, y veamos cómo está Rocinante; que, a lo que me parece, no le ha cabido
al pobre la menor parte desta desgracia.
-No hay de qué maravillarse deso -respondió Sancho-, siendo él tan buen
caballero andante; de lo que yo me maravillo es de que mi jumento haya quedado
libre y sin costas donde nosotros salimos sin costillas.
-Siempre deja la ventura una puerta abierta en las desdichas, para dar remedio a
ellas -dijo don Quijote-. Dígolo porque esa bestezuela podrá suplir ahora la
falta de Rocinante, llevándome a mí desde aquí a algún castillo donde sea curado
de mis feridas. Y más, que no tendré a deshonra la tal caballería, porque me
acuerdo haber leído que aquel buen viejo Sileno, ayo y pedagogo del alegre dios
de la risa, cuando entró en la ciudad de las cien puertas iba, muy a su placer,
caballero sobre un muy hermoso asno.
-Verdad será que él debía de ir caballero, como vuestra merced dice -respondió
Sancho-, pero hay grande diferencia del ir caballero al ir atravesado como
costal de basura.
A lo cual respondió don Quijote:
-Las feridas que se reciben en las batallas, antes dan honra que la quitan. Así
que, Panza amigo, no me repliques más, sino, como ya te he dicho, levántate lo
mejor que pudieres y ponme de la manera que más te agradare encima de tu
jumento, y vamos de aquí antes que la noche venga y nos saltee en este
despoblado.
-Pues yo he oído decir a vuestra merced -dijo Panza- que es muy de caballeros
andantes el dormir en los páramos y desiertos lo más del año, y que lo tienen a
mucha ventura.
-Eso es -dijo don Quijote- cuando no pueden más, o cuando están enamorados; y es
tan verdad esto, que ha habido caballero que se ha estado sobre una peña, al sol
y a la sombra, y a las inclemencias del cielo, dos años, sin que lo supiese su
señora. Y uno déstos fue Amadís, cuando, llamándose Beltenebros, se alojó en la
Peña Pobre, ni sé si ocho años o ocho meses, que no estoy muy bien en la cuenta:
basta que él estuvo allí haciendo penitencia, por no sé qué sinsabor que le hizo

67

la señora Oriana. Pero dejemos ya esto, Sancho, y acaba, antes que suceda otra
desgracia al jumento, como a Rocinante.
-Aun ahí sería el diablo -dijo Sancho.
Y, despidiendo treinta ayes, y sesenta sospiros, y ciento y veinte pésetes y
reniegos de quien allí le había traído, se levantó, quedándose agobiado en la
mitad del camino, como arco turquesco, sin poder acabar de enderezarse; y con
todo este trabajo aparejó su asno, que también había andado algo destraído con
la demasiada libertad de aquel día. Levantó luego a Rocinante, el cual, si
tuviera lengua con que quejarse, a buen seguro que Sancho ni su amo no le fueran
en zaga.
En resolución, Sancho acomodó a don Quijote sobre el asno y puso de reata a
Rocinante; y, llevando al asno de cabestro, se encaminó, poco más a menos, hacia
donde le pareció que podía estar el camino real. Y la suerte, que sus cosas de
bien en mejor iba guiando, aún no hubo andado una pequeña legua, cuando le
deparó el camino, en el cual descubrió una venta que, a pesar suyo y gusto de
don Quijote, había de ser castillo. Porfiaba Sancho que era venta, y su amo que
no, sino castillo; y tanto duró la porfía, que tuvieron lugar, sin acabarla, de
llegar a ella, en la cual Sancho se entró, sin más averiguación, con toda su
recua.

Capítulo XVI. De lo que le sucedió al ingenioso hidalgo en la venta que él
imaginaba ser castillo

El ventero, que vio a don Quijote atravesado en el asno, preguntó a Sancho qué
mal traía. Sancho le respondió que no era nada, sino que había dado una caída de
una peña abajo, y que venía algo brumadas las costillas. Tenía el ventero por
mujer a una, no de la condición que suelen tener las de semejante trato, porque
naturalmente era caritativa y se dolía de las calamidades de sus prójimos; y
así, acudió luego a curar a don Quijote y hizo que una hija suya, doncella,
muchacha y de muy buen parecer, la ayudase a curar a su huésped. Servía en la
venta, asimesmo, una moza asturiana, ancha de cara, llana de cogote, de nariz
roma, del un ojo tuerta y del otro no muy sana. Verdad es que la gallardía del
cuerpo suplía las demás faltas: no tenía siete palmos de los pies a la cabeza, y
las espaldas, que algún tanto le cargaban, la hacían mirar al suelo más de lo
que ella quisiera. Esta gentil moza, pues, ayudó a la doncella, y las dos
hicieron una muy mala cama a don Quijote en un camaranchón que, en otros
tiempos, daba manifiestos indicios que había servido de pajar muchos años.
En la cual también alojaba un arriero, que tenía su cama hecha un poco más allá
de la de nuestro don Quijote. Y, aunque era de las enjalmas y mantas de sus
machos, hacía mucha ventaja a la de don Quijote, que sólo contenía cuatro mal
lisas tablas, sobre dos no muy iguales bancos, y un colchón que en lo sutil
parecía colcha, lleno de bodoques, que, a no mostrar que eran de lana por
algunas roturas, al tiento, en la dureza, semejaban de guijarro, y dos sábanas
hechas de cuero de adarga, y una frazada, cuyos hilos, si se quisieran contar,
no se perdiera uno solo de la cuenta.
En esta maldita cama se acostó don Quijote, y luego la ventera y su hija le
emplastaron de arriba abajo, alumbrándoles Maritornes, que así se llamaba la
asturiana; y, como al bizmalle viese la ventera tan acardenalado a partes a don
Quijote, dijo que aquello más parecían golpes que caída.
-No fueron golpes -dijo Sancho-, sino que la peña tenía muchos picos y
tropezones.
Y que cada uno había hecho su cardenal. Y también le dijo:
-Haga vuestra merced, señora, de manera que queden algunas estopas, que no
faltará quien las haya menester; que también me duelen a mí un poco los lomos.
-Desa manera -respondió la ventera-, también debistes vos de caer.

68

-No caí -dijo Sancho Panza-, sino que del sobresalto que tomé de ver caer a mi
amo, de tal manera me duele a mí el cuerpo que me parece que me han dado mil
palos.
-Bien podrá ser eso -dijo la doncella-; que a mí me ha acontecido muchas veces
soñar que caía de una torre abajo y que nunca acababa de llegar al suelo, y,
cuando despertaba del sueño, hallarme tan molida y quebrantada como si
verdaderamente hubiera caído.
-Ahí está el toque, señora -respondió Sancho Panza-: que yo, sin soñar nada,
sino estando más despierto que ahora estoy, me hallo con pocos menos cardenales
que mi señor don Quijote.
-¿Cómo se llama este caballero? -preguntó la asturiana Maritornes.
-Don Quijote de la Mancha -respondió Sancho Panza-, y es caballero aventurero, y
de los mejores y más fuertes que de luengos tiempos acá se han visto en el
mundo.
-¿Qué es caballero aventurero? -replicó la moza.
-¿Tan nueva sois en el mundo que no lo sabéis vos? -respondió Sancho Panza-.
Pues sabed, hermana mía, que caballero aventurero es una cosa que en dos
palabras se ve apaleado y emperador. Hoy está la más desdichada criatura del
mundo y la más menesterosa, y mañana tendría dos o tres coronas de reinos que
dar a su escudero.
-Pues, ¿cómo vos, siéndolo deste tan buen señor -dijo la ventera-, no tenéis, a
lo que parece, siquiera algún condado?
-Aún es temprano -respondió Sancho-, porque no ha sino un mes que andamos
buscando las aventuras, y hasta ahora no hemos topado con ninguna que lo sea. Y
tal vez hay que se busca una cosa y se halla otra. Verdad es que, si mi señor
don Quijote sana desta herida o caída y yo no quedo contrecho della, no trocaría
mis esperanzas con el mejor título de España. Todas estas pláticas estaba
escuchando, muy atento, don Quijote, y, sentándose en el lecho como pudo,
tomando de la mano a la ventera, le dijo:
-Creedme, fermosa señora, que os podéis llamar venturosa por haber alojado en
este vuestro castillo a mi persona, que es tal, que si yo no la alabo, es por lo
que suele decirse que la alabanza propria envilece; pero mi escudero os dirá
quién soy. Sólo os digo que tendré eternamente escrito en mi memoria el servicio
que me habedes fecho, para agradecéroslo mientras la vida me durare; y pluguiera
a los altos cielos que el amor no me tuviera tan rendido y tan sujeto a sus
leyes, y los ojos de aquella hermosa ingrata que digo entre mis dientes; que los
desta fermosa doncella fueran señores de mi libertad.
Confusas estaban la ventera y su hija y la buena de Maritornes oyendo las
razones del andante caballero, que así las entendían como si hablara en griego,
aunque bien alcanzaron que todas se encaminaban a ofrecimiento y requiebros; y,
como no usadas a semejante lenguaje, mirábanle y admirábanse, y parecíales otro
hombre de los que se usaban; y, agradeciéndole con venteriles razones sus
ofrecimientos, le dejaron; y la asturiana Maritornes curó a Sancho, que no menos
lo había menester que su amo.
Había el arriero concertado con ella que aquella noche se refocilarían juntos, y
ella le había dado su palabra de que, en estando sosegados los huéspedes y
durmiendo sus amos, le iría a buscar y satisfacerle el gusto en cuanto le
mandase. Y cuéntase desta buena moza que jamás dio semejantes palabras que no
las cumpliese, aunque las diese en un monte y sin testigo alguno; porque
presumía muy de hidalga, y no tenía por afrenta estar en aquel ejercicio de
servir en la venta, porque decía ella que desgracias y malos sucesos la habían
traído a aquel estado.
El duro, estrecho, apocado y fementido lecho de don Quijote estaba primero en
mitad de aquel estrellado establo, y luego, junto a él, hizo el suyo Sancho, que
sólo contenía una estera de enea y una manta, que antes mostraba ser de anjeo
tundido que de lana. Sucedía a estos dos lechos el del arriero, fabricado, como
se ha dicho, de las enjalmas y todo el adorno de los dos mejores mulos que

69

traía, aunque eran doce, lucios, gordos y famosos, porque era uno de los ricos
arrieros de Arévalo, según lo dice el autor desta historia, que deste arriero
hace particular mención, porque le conocía muy bien, y aun quieren decir que era
algo pariente suyo. Fuera de que Cide Mahamate Benengeli fue historiador muy
curioso y muy puntual en todas las cosas; y échase bien de ver, pues las que
quedan referidas, con ser tan mínimas y tan rateras, no las quiso pasar en
silencio; de donde podrán tomar ejemplo los historiadores graves, que nos
cuentan las acciones tan corta y sucintamente que apenas nos llegan a los
labios, dejándose en el tintero, ya por descuido, por malicia o ignorancia, lo
más sustancial de la obra. ¡Bien haya mil veces el autor de Tablante de
Ricamonte, y aquel del otro libro donde se cuenta los hechos del conde Tomillas;
y con qué puntualidad lo describen todo!
Digo, pues, que después de haber visitado el arriero a su recua y dádole el
segundo pienso, se tendió en sus enjalmas y se dio a esperar a su puntualísima
Maritornes. Ya estaba Sancho bizmado y acostado, y, aunque procuraba dormir, no
lo consentía el dolor de sus costillas; y don Quijote, con el dolor de las
suyas, tenía los ojos abiertos como liebre. Toda la venta estaba en silencio, y
en toda ella no había otra luz que la que daba una lámpara que colgada en medio
del portal ardía.
Esta maravillosa quietud, y los pensamientos que siempre nuestro caballero traía
de los sucesos que a cada paso se cuentan en los libros autores de su desgracia,
le trujo a la imaginación una de las estrañas locuras que buenamente imaginarse
pueden. Y fue que él se imaginó haber llegado a un famoso castillo -que, como se
ha dicho, castillos eran a su parecer todas las ventas donde alojaba-, y que la
hija del ventero lo era del señor del castillo, la cual, vencida de su
gentileza, se había enamorado dél y prometido que aquella noche, a furto de sus
padres, vendría a yacer con él una buena pieza; y, teniendo toda esta quimera,
que él se había fabricado, por firme y valedera, se comenzó a acuitar y a pensar
en el peligroso trance en que su honestidad se había de ver, y propuso en su
corazón de no cometer alevosía a su señora Dulcinea del Toboso, aunque la mesma
reina Ginebra con su dama Quintañona se le pusiesen delante.
Pensando, pues, en estos disparates, se llegó el tiempo y la hora -que para él
fue menguada- de la venida de la asturiana, la cual, en camisa y descalza,
cogidos los cabellos en una albanega de fustán, con tácitos y atentados pasos,
entró en el aposento donde los tres alojaban en busca del arriero. Pero, apenas
llegó a la puerta, cuando don Quijote la sintió, y, sentándose en la cama, a
pesar de sus bizmas y con dolor de sus costillas, tendió los brazos para recebir
a su fermosa doncella. La asturiana, que, toda recogida y callando, iba con las
manos delante buscando a su querido, topó con los brazos de don Quijote, el cual
la asió fuertemente de una muñeca y, tirándola hacía sí, sin que ella osase
hablar palabra, la hizo sentar sobre la cama. Tentóle luego la camisa, y, aunque
ella era de harpillera, a él le pareció ser de finísimo y delgado cendal. Traía
en las muñecas unas cuentas de vidro, pero a él le dieron vislumbres de
preciosas perlas orientales. Los cabellos, que en alguna manera tiraban a
crines, él los marcó por hebras de lucidísimo oro de Arabia, cuyo resplandor al
del mesmo sol escurecía. Y el aliento, que, sin duda alguna, olía a ensalada
fiambre y trasnochada, a él le pareció que arrojaba de su boca un olor suave y
aromático; y, finalmente, él la pintó en su imaginación de la misma traza y modo
que lo había leído en sus libros de la otra princesa que vino a ver el mal
ferido caballero, vencida de sus amores, con todos los adornos que aquí van
puestos. Y era tanta la ceguedad del pobre hidalgo, que el tacto, ni el aliento,
ni otras cosas que traía en sí la buena doncella, no le desengañaban, las cuales
pudieran hacer vomitar a otro que no fuera arriero; antes, le parecía que tenía
entre sus brazos a la diosa de la hermosura. Y, teniéndola bien asida, con voz
amorosa y baja le comenzó a decir:
-Quisiera hallarme en términos, fermosa y alta señora, de poder pagar tamaña
merced como la que con la vista de vuestra gran fermosura me habedes fecho, pero

70

ha querido la fortuna, que no se cansa de perseguir a los buenos, ponerme en
este lecho, donde yago tan molido y quebrantado que, aunque de mi voluntad
quisiera satisfacer a la vuestra, fuera imposible. Y más, que se añade a esta
imposibilidad otra mayor, que es la prometida fe que tengo dada a la sin par
Dulcinea del Toboso, única señora de mis más escondidos pensamientos; que si
esto no hubiera de por medio, no fuera yo tan sandio caballero que dejara pasar
en blanco la venturosa ocasión en que vuestra gran bondad me ha puesto.
Maritornes estaba congojadísima y trasudando, de verse tan asida de don Quijote,
y, sin entender ni estar atenta a las razones que le decía, procuraba, sin
hablar palabra, desasirse. El bueno del arriero, a quien tenían despierto sus
malos deseos, desde el punto que entró su coima por la puerta, la sintió; estuvo
atentamente escuchando todo lo que don Quijote decía, y, celoso de que la
asturiana le hubiese faltado la palabra por otro, se fue llegando más al lecho
de don Quijote, y estúvose quedo hasta ver en qué paraban aquellas razones, que
él no podía entender. Pero, como vio que la moza forcejaba por desasirse y don
Quijote trabajaba por tenella, pareciéndole mal la burla, enarboló el brazo en
alto y descargó tan terrible puñada sobre las estrechas quijadas del enamorado
caballero, que le bañó toda la boca en sangre; y, no contento con esto, se le
subió encima de las costillas, y con los pies más que de trote, se las paseó
todas de cabo a cabo.
El lecho, que era un poco endeble y de no firmes fundamentos, no pudiendo sufrir
la añadidura del arriero, dio consigo en el suelo, a cuyo gran ruido despertó el
ventero, y luego imaginó que debían de ser pendencias de Maritornes, porque,
habiéndola llamado a voces, no respondía. Con esta sospecha se levantó, y,
encendiendo un candil, se fue hacia donde había sentido la pelaza. La moza,
viendo que su amo venía, y que era de condición terrible, toda medrosica y
alborotada, se acogió a la cama de Sancho Panza, que aún dormía, y allí se
acorrucó y se hizo un ovillo. El ventero entró diciendo:
-¿Adónde estás, puta? A buen seguro que son tus cosas éstas.
En esto, despertó Sancho, y, sintiendo aquel bulto casi encima de sí, pensó que
tenía la pesadilla, y comenzó a dar puñadas a una y otra parte, y entre otras
alcanzó con no sé cuántas a Maritornes, la cual, sentida del dolor, echando a
rodar la honestidad, dio el retorno a Sancho con tantas que, a su despecho, le
quitó el sueño; el cual, viéndose tratar de aquella manera y sin saber de quién,
alzándose como pudo, se abrazó con Maritornes, y comenzaron entre los dos la más
reñida y graciosa escaramuza del mundo.
Viendo, pues, el arriero, a la lumbre del candil del ventero, cuál andaba su
dama, dejando a don Quijote, acudió a dalle el socorro necesario. Lo mismo hizo
el ventero, pero con intención diferente, porque fue a castigar a la moza,
creyendo sin duda que ella sola era la ocasión de toda aquella armonía. Y así
como suele decirse: el gato al rato, el rato a la cuerda, la cuerda al palo,
daba el arriero a Sancho, Sancho a la moza, la moza a él, el ventero a la moza,
y todos menudeaban con tanta priesa que no se daban punto de reposo; y fue lo
bueno que al ventero se le apagó el candil, y, como quedaron ascuras, dábanse
tan sin compasión todos a bulto que, a doquiera que ponían la mano, no dejaban
cosa sana.
Alojaba acaso aquella noche en la venta un cuadrillero de los que llaman de la
Santa Hermandad Vieja de Toledo, el cual, oyendo ansimesmo el estraño estruendo
de la pelea, asió de su media vara y de la caja de lata de sus títulos, y entró
ascuras en el aposento, diciendo:
-¡Ténganse a la justicia! ¡Ténganse a la Santa Hermandad!
Y el primero con quien topó fue con el apuñeado de don Quijote, que estaba en su
derribado lecho, tendido boca arriba, sin sentido alguno, y, echándole a tiento
mano a las barbas, no cesaba de decir:
-¡Favor a la justicia!

71

Pero, viendo que el que tenía asido no se bullía ni meneaba, se dio a entender
que estaba muerto, y que los que allí dentro estaban eran sus matadores; y con
esta sospecha reforzó la voz, diciendo:
-¡Ciérrese la puerta de la venta! ¡Miren no se vaya nadie, que han muerto aquí a
un hombre!
Esta voz sobresaltó a todos, y cada cual dejó la pendencia en el grado que le
tomó la voz. Retiróse el ventero a su aposento, el arriero a sus enjalmas, la
moza a su rancho; solos los desventurados don Quijote y Sancho no se pudieron
mover de donde estaban. Soltó en esto el cuadrillero la barba de don Quijote, y
salió a buscar luz para buscar y prender los delincuentes; mas no la halló,
porque el ventero, de industria, había muerto la lámpara cuando se retiró a su
estancia, y fuele forzoso acudir a la chimenea, donde, con mucho trabajo y
tiempo, encendió el cuadrillero otro candil.

Capítulo XVII. Donde se prosiguen los innumerables trabajos que el bravo don
Quijote y su buen escudero Sancho Panza pasaron en la venta que, por su mal,
pensó que era castillo

Había ya vuelto en este tiempo de su parasismo don Quijote, y, con el mesmo tono
de voz con que el día antes había llamado a su escudero, cuando estaba tendido
en el val de las estacas, le comenzó a llamar, diciendo:
-Sancho amigo, ¿duermes? ¿Duermes, amigo Sancho?
-¿Qué tengo de dormir, pesia a mí -respondió Sancho, lleno de pesadumbre y de
despecho-; que no parece sino que todos los diablos han andado conmigo esta
noche?
-Puédeslo creer ansí, sin duda -respondió don Quijote-, porque, o yo sé poco, o
este castillo es encantado. Porque has de saber... Mas, esto que ahora quiero
decirte hasme de jurar que lo tendrás secreto hasta después de mi muerte.
-Sí juro -respondió Sancho.
-Dígolo -replicó don Quijote-, porque soy enemigo de que se quite la honra a
nadie.
-Digo que sí juro -tornó a decir Sancho- que lo callaré hasta después de los
días de vuestra merced, y plega a Dios que lo pueda descubrir mañana.
-¿Tan malas obras te hago, Sancho -respondió don Quijote-, que me querrías ver
muerto con tanta brevedad?
-No es por eso -respondió Sancho-, sino porque soy enemigo de guardar mucho las
cosas, y no querría que se me pudriesen de guardadas.
-Sea por lo que fuere -dijo don Quijote-; que más fío de tu amor y de tu
cortesía; y así, has de saber que esta noche me ha sucedido una de las más
estrañas aventuras que yo sabré encarecer; y, por contártela en breve, sabrás
que poco ha que a mí vino la hija del señor deste castillo, que es la más
apuesta y fermosa doncella que en gran parte de la tierra se puede hallar. ¿Qué
te podría decir del adorno de su persona? ¿Qué de su gallardo entendimiento?
¿Qué de otras cosas ocultas, que, por guardar la fe que debo a mi señora
Dulcinea del Toboso, dejaré pasar intactas y en silencio? Sólo te quiero decir
que, envidioso el cielo de tanto bien como la ventura me había puesto en las
manos, o quizá, y esto es lo más cierto, que, como tengo dicho, es encantado
este castillo, al tiempo que yo estaba con ella en dulcísimos y amorosísimos
coloquios, sin que yo la viese ni supiese por dónde venía, vino una mano pegada
a algún brazo de algún descomunal gigante y asentóme una puñada en las quijadas,
tal, que las tengo todas bañadas en sangre; y después me molió de tal suerte que
estoy peor que ayer cuando los gallegos, que, por demasías de Rocinante, nos
hicieron el agravio que sabes. Por donde conjeturo que el tesoro de la fermosura
desta doncella le debe de guardar algún encantado moro, y no debe de ser para
mí.

72

-Ni para mí tampoco -respondió Sancho-, porque más de cuatrocientos moros me han
aporreado a mí, de manera que el molimiento de las estacas fue tortas y pan
pintado. Pero dígame, señor, ¿cómo llama a ésta buena y rara aventura, habiendo
quedado della cual quedamos? Aun vuestra merced menos mal, pues tuvo en sus
manos aquella incomparable fermosura que ha dicho, pero yo, ¿qué tuve sino los
mayores porrazos que pienso recebir en toda mi vida? ¡Desdichado de mí y de la
madre que me parió, que ni soy caballero andante, ni lo pienso ser jamás, y de
todas las malandanzas me cabe la mayor parte!
-Luego, ¿también estás tú aporreado? -respondió don Quijote.
-¿No le he dicho que sí, pesia a mi linaje? -dijo Sancho.
-No tengas pena, amigo -dijo don Quijote-, que yo haré agora el bálsamo precioso
con que sanaremos en un abrir y cerrar de ojos.
Acabó en esto de encender el candil el cuadrillero, y entró a ver el que pensaba
que era muerto; y, así como le vio entrar Sancho, viéndole venir en camisa y con
su paño de cabeza y candil en la mano, y con una muy mala cara, preguntó a su
amo:
-Señor, ¿si será éste, a dicha, el moro encantado, que nos vuelve a castigar, si
se dejó algo en el tintero?
-No puede ser el moro -respondió don Quijote-, porque los encantados no se dejan
ver de nadie.
-Si no se dejan ver, déjanse sentir -dijo Sancho-; si no, díganlo mis espaldas.
-También lo podrían decir las mías -respondió don Quijote-, pero no es bastante
indicio ése para creer que este que se vee sea el encantado moro.
Llegó el cuadrillero, y, como los halló hablando en tan sosegada conversación,
quedó suspenso. Bien es verdad que aún don Quijote se estaba boca arriba, sin
poderse menear, de puro molido y emplastado. Llegóse a él el cuadrillero y
díjole:
-Pues, ¿cómo va, buen hombre?
-Hablara yo más bien criado -respondió don Quijote-, si fuera que vos. ¿Úsase en
esta tierra hablar desa suerte a los caballeros andantes, majadero?
El cuadrillero, que se vio tratar tan mal de un hombre de tan mal parecer, no lo
pudo sufrir, y, alzando el candil con todo su aceite, dio a don Quijote con él
en la cabeza, de suerte que le dejó muy bien descalabrado; y, como todo quedó
ascuras, salióse luego; y Sancho Panza dijo:
-Sin duda, señor, que éste es el moro encantado, y debe de guardar el tesoro
para otros, y para nosotros sólo guarda las puñadas y los candilazos.
-Así es -respondió don Quijote-, y no hay que hacer caso destas cosas de
encantamentos, ni hay para qué tomar cólera ni enojo con ellas; que, como son
invisibles y fantásticas, no hallaremos de quién vengarnos, aunque más lo
procuremos. Levántate, Sancho, si puedes, y llama al alcaide desta fortaleza, y
procura que se me dé un poco de aceite, vino, sal y romero para hacer el
salutífero bálsamo; que en verdad que creo que lo he bien menester ahora, porque
se me va mucha sangre de la herida que esta fantasma me ha dado.
Levántose Sancho con harto dolor de sus huesos, y fue ascuras donde estaba el
ventero; y, encontrándose con el cuadrillero, que estaba escuchando en qué
paraba su enemigo, le dijo:
-Señor, quien quiera que seáis, hacednos merced y beneficio de darnos un poco de
romero, aceite, sal y vino, que es menester para curar uno de los mejores
caballeros andantes que hay en la tierra, el cual yace en aquella cama,
malferido por las manos del encantado moro que está en esta venta.
Cuando el cuadrillero tal oyó, túvole por hombre falto de seso; y, porque ya
comenzaba a amanecer, abrió la puerta de la venta, y, llamando al ventero, le
dijo lo que aquel buen hombre quería. El ventero le proveyó de cuanto quiso, y
Sancho se lo llevó a don Quijote, que estaba con las manos en la cabeza,
quejándose del dolor del candilazo, que no le había hecho más mal que levantarle
dos chichones algo crecidos, y lo que él pensaba que era sangre no era sino
sudor que sudaba con la congoja de la pasada tormenta.

73

En resolución, él tomó sus simples, de los cuales hizo un compuesto,
mezclándolos todos y cociéndolos un buen espacio, hasta que le pareció que
estaban en su punto. Pidió luego alguna redoma para echallo, y, como no la hubo
en la venta, se resolvió de ponello en una alcuza o aceitera de hoja de lata, de
quien el ventero le hizo grata donación. Y luego dijo sobre la alcuza más de
ochenta paternostres y otras tantas avemarías, salves y credos, y a cada palabra
acompañaba una cruz, a modo de bendición; a todo lo cual se hallaron presentes
Sancho, el ventero y cuadrillero; que ya el arriero sosegadamente andaba
entendiendo en el beneficio de sus machos.
Hecho esto, quiso él mesmo hacer luego la esperiencia de la virtud de aquel
precioso bálsamo que él se imaginaba; y así, se bebió, de lo que no pudo caber
en la alcuza y quedaba en la olla donde se había cocido, casi media azumbre; y
apenas lo acabó de beber, cuando comenzó a vomitar de manera que no le quedó
cosa en el estómago; y con las ansias y agitación del vómito le dio un sudor
copiosísimo, por lo cual mandó que le arropasen y le dejasen solo. Hiciéronlo
ansí, y quedóse dormido más de tres horas, al cabo de las cuales despertó y se
sintió aliviadísimo del cuerpo, y en tal manera mejor de su quebrantamiento que
se tuvo por sano; y verdaderamente creyó que había acertado con el bálsamo de
Fierabrás, y que con aquel remedio podía acometer desde allí adelante, sin temor
alguno, cualesquiera ruinas, batallas y pendencias, por peligrosas que fuesen.
Sancho Panza, que también tuvo a milagro la mejoría de su amo, le rogó que le
diese a él lo que quedaba en la olla, que no era poca cantidad. Concedióselo don
Quijote, y él, tomándola a dos manos, con buena fe y mejor talante, se la echó a
pechos, y envasó bien poco menos que su amo. Es, pues, el caso que el estómago
del pobre Sancho no debía de ser tan delicado como el de su amo, y así, primero
que vomitase, le dieron tantas ansias y bascas, con tantos trasudores y desmayos
que él pensó bien y verdaderamente que era llegada su última hora; y, viéndose
tan afligido y congojado, maldecía el bálsamo y al ladrón que se lo había dado.
Viéndole así don Quijote, le dijo:
-Yo creo, Sancho, que todo este mal te viene de no ser armado caballero, porque
tengo para mí que este licor no debe de aprovechar a los que no lo son.
-Si eso sabía vuestra merced -replicó Sancho-, ¡mal haya yo y toda mi
parentela!, ¿para qué consintió que lo gustase?
En esto, hizo su operación el brebaje, y comenzó el pobre escudero a desaguarse
por entrambas canales, con tanta priesa que la estera de enea, sobre quien se
había vuelto a echar, ni la manta de anjeo con que se cubría, fueron más de
provecho. Sudaba y trasudaba con tales parasismos y accidentes, que no solamente
él, sino todos pensaron que se le acababa la vida. Duróle esta borrasca y mala
andanza casi dos horas, al cabo de las cuales no quedó como su amo, sino tan
molido y quebrantado que no se podía tener.
Pero don Quijote, que, como se ha dicho, se sintió aliviado y sano, quiso
partirse luego a buscar aventuras, pareciéndole que todo el tiempo que allí se
tardaba era quitársele al mundo y a los en él menesterosos de su favor y amparo;
y más con la seguridad y confianza que llevaba en su bálsamo. Y así, forzado
deste deseo, él mismo ensilló a Rocinante y enalbardó al jumento de su escudero,
a quien también ayudó a vestir y a subir en el asno. Púsose luego a caballo, y,
llegándose a un rincón de la venta, asió de un lanzón que allí estaba, para que
le sirviese de lanza.
Estábanle mirando todos cuantos había en la venta, que pasaban de más de veinte
personas; mirábale también la hija del ventero, y él también no quitaba los ojos
della, y de cuando en cuando arrojaba un sospiro que parecía que le arrancaba de
lo profundo de sus entrañas, y todos pensaban que debía de ser del dolor que
sentía en las costillas; a lo menos, pensábanlo aquellos que la noche antes le
habían visto bizmar. Ya que estuvieron los dos a caballo, puesto a la puerta de
la venta, llamó al ventero, y con voz muy reposada y grave le dijo:
-Muchas y muy grandes son las mercedes, señor alcaide, que en este vuestro
castillo he recebido, y quedo obligadísimo a agradecéroslas todos los días de mi

74

vida. Si os las puedo pagar en haceros vengado de algún soberbio que os haya
fecho algún agravio, sabed que mi oficio no es otro sino valer a los que poco
pueden, y vengar a los que reciben tuertos, y castigar alevosías. Recorred
vuestra memoria, y si halláis alguna cosa deste jaez que encomendarme, no hay
sino decilla; que yo os prometo, por la orden de caballero que recebí, de
faceros satisfecho y pagado a toda vuestra voluntad.
El ventero le respondió con el mesmo sosiego:
-Señor caballero, yo no tengo necesidad de que vuestra merced me vengue ningún
agravio, porque yo sé tomar la venganza que me parece, cuando se me hacen. Sólo
he menester que vuestra merced me pague el gasto que esta noche ha hecho en la
venta, así de la paja y cebada de sus dos bestias, como de la cena y camas.
-Luego, ¿venta es ésta? -replicó don Quijote.
-Y muy honrada -respondió el ventero.
-Engañado he vivido hasta aquí -respondió don Quijote-, que en verdad que pensé
que era castillo, y no malo; pero, pues es ansí que no es castillo sino venta,
lo que se podrá hacer por agora es que perdonéis por la paga, que yo no puedo
contravenir a la orden de los caballeros andantes, de los cuales sé cierto, sin
que hasta ahora haya leído cosa en contrario, que jamás pagaron posada ni otra
cosa en venta donde estuviesen, porque se les debe de fuero y de derecho
cualquier buen acogimiento que se les hiciere, en pago del insufrible trabajo
que padecen buscando las aventuras de noche y de día, en invierno y en verano, a
pie y a caballo, con sed y con hambre, con calor y con frío, sujetos a todas las
inclemencias del cielo y a todos los incómodos de la tierra.
-Poco tengo yo que ver en eso -respondió el ventero-; págueseme lo que se me
debe, y dejémonos de cuentos ni de caballerías, que yo no tengo cuenta con otra
cosa que con cobrar mi hacienda.
-Vos sois un sandio y mal hostalero -respondió don Quijote.
Y, poniendo piernas al Rocinante y terciando su lanzón, se salió de la venta sin
que nadie le detuviese, y él, sin mirar si le seguía su escudero, se alongó un
buen trecho.
El ventero, que le vio ir y que no le pagaba, acudió a cobrar de Sancho Panza,
el cual dijo que, pues su señor no había querido pagar, que tampoco él pagaría;
porque, siendo él escudero de caballero andante, como era, la mesma regla y
razón corría por él como por su amo en no pagar cosa alguna en los mesones y
ventas. Amohinóse mucho desto el ventero, y amenazóle que si no le pagaba, que
lo cobraría de modo que le pesase. A lo cual Sancho respondió que, por la ley de
caballería que su amo había recebido, no pagaría un solo cornado, aunque le
costase la vida; porque no había de perder por él la buena y antigua usanza de
los caballeros andantes, ni se habían de quejar dél los escuderos de los tales
que estaban por venir al mundo, reprochándole el quebrantamiento de tan justo
fuero.
Quiso la mala suerte del desdichado Sancho que, entre la gente que estaba en la
venta, se hallasen cuatro perailes de Segovia, tres agujeros del Potro de
Córdoba y dos vecinos de la Heria de Sevilla, gente alegre, bien intencionada,
maleante y juguetona, los cuales, casi como instigados y movidos de un mesmo
espíritu, se llegaron a Sancho, y, apeándole del asno, uno dellos entró por la
manta de la cama del huésped, y, echándole en ella, alzaron los ojos y vieron
que el techo era algo más bajo de lo que habían menester para su obra, y
determinaron salirse al corral, que tenía por levantarle en alto y a holgarse
con él como con perro por carnestolendas.
Las voces que el mísero manteado daba fueron tantas, que llegaron a los oídos de
su amo; el cual, determinándose a escuchar atentamente, creyó que alguna nueva
aventura le venía, hasta que claramente conoció que el que gritaba era su
escudero; y, volviendo las riendas, con un penado galope llegó a la venta, y,
hallándola cerrada, la rodeó por ver si hallaba por donde entrar; pero no hubo
llegado a las paredes del corral, que no eran muy altas, cuando vio el mal juego
que se le hacía a su escudero. Viole bajar y subir por el aire, con tanta gracia

75

y presteza que, si la cólera le dejara, tengo para mí que se riera. Probó a
subir desde el caballo a las bardas, pero estaba tan molido y quebrantado que
aun apearse no pudo; y así, desde encima del caballo, comenzó a decir tantos
denuestos y baldones a los que a Sancho manteaban, que no es posible acertar a
escribillos; mas no por esto cesaban ellos de su risa y de su obra, ni el
volador Sancho dejaba sus quejas, mezcladas ya con amenazas, ya con ruegos; mas
todo aprovechaba poco, ni aprovechó, hasta que de puro cansados le dejaron.
Trujéronle allí su asno, y, subiéndole encima, le arroparon con su gabán. Y la
compasiva de Maritornes, viéndole tan fatigado, le pareció ser bien socorrelle
con un jarro de agua, y así, se le trujo del pozo, por ser más frío. Tomóle
Sancho, y llevándole a la boca, se paró a las voces que su amo le daba,
diciendo:
-¡Hijo Sancho, no bebas agua! ¡Hijo, no la bebas, que te matará! ¿Ves? Aquí
tengo el santísimo bálsamo -y enseñábale la alcuza del brebaje-, que con dos
gotas que dél bebas sanarás sin duda.
A estas voces volvió Sancho los ojos, como de través, y dijo con otras mayores:
-¿Por dicha hásele olvidado a vuestra merced como yo no soy caballero, o quiere
que acabe de vomitar las entrañas que me quedaron de anoche?
Guárdese su licor con todos los diablos y déjeme a mí.
Y el acabar de decir esto y el comenzar a beber todo fue uno; mas, como al
primer trago vio que era agua, no quiso pasar adelante, y rogó a Maritornes que
se le trujese de vino, y así lo hizo ella de muy buena voluntad, y lo pagó de su
mesmo dinero; porque, en efecto, se dice della que, aunque estaba en aquel
trato, tenía unas sombras y lejos de cristiana.
Así como bebió Sancho, dio de los carcaños a su asno, y, abriéndole la puerta de
la venta de par en par, se salió della, muy contento de no haber pagado nada y
de haber salido con su intención, aunque había sido a costa de sus acostumbrados
fiadores, que eran sus espaldas. Verdad es que el ventero se quedó con sus
alforjas en pago de lo que se le debía; mas Sancho no las echó menos, según
salió turbado. Quiso el ventero atrancar bien la puerta así como le vio fuera,
mas no lo consintieron los manteadores, que eran gente que, aunque don Quijote
fuera verdaderamente de los caballeros andantes de la Tabla Redonda, no le
estimaran en dos ardites.

Capítulo XVIII. Donde se cuentan las razones que pasó Sancho Panza con su
señor Don Quijote, con otras aventuras dignas de ser contadas

Llegó Sancho a su amo marchito y desmayado; tanto, que no podía arrear a su
jumento. Cuando así le vio don Quijote, le dijo:
-Ahora acabo de creer, Sancho bueno, que aquel castillo o venta, de que es
encantado sin duda; porque aquellos que tan atrozmente tomaron pasatiempo
contigo, ¿qué podían ser sino fantasmas y gente del otro mundo? Y confirmo esto
por haber visto que, cuando estaba por las bardas del corral mirando los actos
de tu triste tragedia, no me fue posible subir por ellas, ni menos pude apearme
de Rocinante, porque me debían de tener encantado; que te juro, por la fe de
quien soy, que si pudiera subir o apearme, que yo te hiciera vengado de manera
que aquellos follones y malandrines se acordaran de la burla para siempre,
aunque en ello supiera contravenir a las leyes de la caballería, que, como ya
muchas veces te he dicho, no consienten que caballero ponga mano contra quien no
lo sea, si no fuere en defensa de su propria vida y persona, en caso de urgente
y gran necesidad.
-También me vengara yo si pudiera, fuera o no fuera armado caballero, pero no
pude; aunque tengo para mí que aquellos que se holgaron conmigo no eran
fantasmas ni hombres encantados, como vuestra merced dice, sino hombres de carne
y hueso como nosotros; y todos, según los oí nombrar cuando me volteaban, tenían
sus nombres: que el uno se llamaba Pedro Martínez, y el otro Tenorio Hernández,
y el ventero oí que se llamaba Juan Palomeque el Zurdo. Así que, señor, el no

76

poder saltar las bardas del corral, ni apearse del caballo, en ál estuvo que en
encantamentos. Y lo que yo saco en limpio de todo esto es que estas aventuras
que andamos buscando, al cabo al cabo, nos han de traer a tantas desventuras que
no sepamos cuál es nuestro pie derecho. Y lo que sería mejor y más acertado,
según mi poco entendimiento, fuera el volvernos a nuestro lugar, ahora que es
tiempo de la siega y de entender en la hacienda, dejándonos de andar de Ceca en
Meca y de zoca en colodra, como dicen.
-¡Qué poco sabes, Sancho -respondió don Quijote-, de achaque de caballería!
Calla y ten paciencia, que día vendrá donde veas por vista de ojos cuán honrosa
cosa es andar en este ejercicio. Si no, dime: ¿qué mayor contento puede haber en
el mundo, o qué gusto puede igualarse al de vencer una batalla y al de triunfar
de su enemigo? Ninguno, sin duda alguna.
-Así debe de ser -respondió Sancho-, puesto que yo no lo sé; sólo sé que,
después que somos caballeros andantes, o vuestra merced lo es (que yo no hay
para qué me cuente en tan honroso número), jamás hemos vencido batalla alguna,
si no fue la del vizcaíno, y aun de aquélla salió vuestra merced con media oreja
y media celada menos; que, después acá, todo ha sido palos y más palos, puñadas
y más puñadas, llevando yo de ventaja el manteamiento y haberme sucedido por
personas encantadas, de quien no puedo vengarme, para saber hasta dónde llega el
gusto del vencimiento del enemigo, como vuestra merced dice.
-Ésa es la pena que yo tengo y la que tú debes tener, Sancho -respondió don
Quijote-; pero, de aquí adelante, yo procuraré haber a las manos alguna espada
hecha por tal maestría, que al que la trujere consigo no le puedan hacer ningún
género de encantamentos; y aun podría ser que me deparase la ventura aquella de
Amadís, cuando se llamaba el Caballero de la Ardiente Espada, que fue una de las
mejores espadas que tuvo caballero en el mundo, porque, fuera que tenía la
virtud dicha, cortaba como una navaja, y no había armadura, por fuerte y
encantada que fuese, que se le parase delante.
-Yo soy tan venturoso -dijo Sancho- que, cuando eso fuese y vuestra merced
viniese a hallar espada semejante, sólo vendría a servir y aprovechar a los
armados caballeros, como el bálsamo; y los escuderos, que se los papen duelos.
-No temas eso, Sancho -dijo don Quijote-, que mejor lo hará el cielo contigo.
Es estos coloquios iban don Quijote y su escudero, cuando vio don Quijote que
por el camino que iban venía hacia ellos una grande y espesa polvareda; y, en
viéndola, se volvió a Sancho y le dijo:
-Éste es el día, ¡oh Sancho!, en el cual se ha de ver el bien que me tiene
guardado mi suerte; éste es el día, digo, en que se ha de mostrar, tanto como en
otro alguno, el valor de mi brazo, y en el que tengo de hacer obras que queden
escritas en el libro de la Fama por todos los venideros siglos.
¿Ves aquella polvareda que allí se levanta, Sancho? Pues toda es cuajada de un
copiosísimo ejército que de diversas e innumerables gentes por allí viene
marchando.
-A esa cuenta, dos deben de ser -dijo Sancho-, porque desta parte contraria se
levanta asimesmo otra semejante polvareda.
Volvió a mirarlo don Quijote, y vio que así era la verdad; y, alegrándose
sobremanera, pensó, sin duda alguna, que eran dos ejércitos que venían a
embestirse y a encontrarse en mitad de aquella espaciosa llanura; porque tenía a
todas horas y momentos llena la fantasía de aquellas batallas, encantamentos,
sucesos, desatinos, amores, desafíos, que en los libros de caballerías se
cuentan, y todo cuanto hablaba, pensaba o hacía era encaminado a cosas
semejantes. Y la polvareda que había visto la levantaban dos grandes manadas de
ovejas y carneros que, por aquel mesmo camino, de dos diferentes partes venían,
las cuales, con el polvo, no se echaron de ver hasta que llegaron cerca. Y con
tanto ahínco afirmaba don Quijote que eran ejércitos, que Sancho lo vino a creer
y a decirle:
-Señor, ¿pues qué hemos de hacer nosotros?

77

-¿Qué? -dijo don Quijote-: favorecer y ayudar a los menesterosos y desvalidos. Y
has de saber, Sancho, que este que viene por nuestra frente le conduce y guía el
grande emperador Alifanfarón, señor de la grande isla Trapobana; este otro que a
mis espaldas marcha es el de su enemigo, el rey de los garamantas, Pentapolén
del Arremangado Brazo, porque siempre entra en las batallas con el brazo derecho
desnudo.
-Pues, ¿por qué se quieren tan mal estos dos señores? -preguntó Sancho.
-Quierénse mal -respondió don Quijote- porque este Alefanfarón es un foribundo
pagano y está enamorado de la hija de Pentapolín, que es una muy fermosa y
además agraciada señora, y es cristiana, y su padre no se la quiere entregar al
rey pagano si no deja primero la ley de su falso profeta Mahoma y se vuelve a la
suya.
-¡Para mis barbas -dijo Sancho-, si no hace muy bien Pentapolín, y que le tengo
de ayudar en cuanto pudiere!
-En eso harás lo que debes, Sancho -dijo don Quijote-, porque, para entrar en
batallas semejantes, no se requiere ser armado caballero.
-Bien se me alcanza eso -respondió Sancho-, pero, ¿dónde pondremos a este asno
que estemos ciertos de hallarle después de pasada la refriega? Porque el entrar
en ella en semejante caballería no creo que está en uso hasta agora.
-Así es verdad -dijo don Quijote-. Lo que puedes hacer dél es dejarle a sus
aventuras, ora se pierda o no, porque serán tantos los caballos que tendremos,
después que salgamos vencedores, que aun corre peligro Rocinante no le trueque
por otro. Pero estáme atento y mira, que te quiero dar cuenta de los caballeros
más principales que en estos dos ejércitos vienen. Y, para que mejor los veas y
notes, retirémonos a aquel altillo que allí se hace, de donde se deben de
descubrir los dos ejércitos.
Hiciéronlo ansí, y pusierónse sobre una loma, desde la cual se vieran bien las
dos manadas que a don Quijote se le hicieron ejército, si las nubes del polvo
que levantaban no les turbara y cegara la vista; pero, con todo esto, viendo en
su imaginación lo que no veía ni había, con voz levantada comenzó a decir:
-Aquel caballero que allí ves de las armas jaldes, que trae en el escudo un león
coronado, rendido a los pies de una doncella, es el valeroso Laurcalco, señor de
la Puente de Plata; el otro de las armas de las flores de oro, que trae en el
escudo tres coronas de plata en campo azul, es el temido Micocolembo, gran duque
de Quirocia; el otro de los miembros giganteos, que está a su derecha mano, es
el nunca medroso Brandabarbarán de Boliche, señor de las tres Arabias, que viene
armado de aquel cuero de serpiente, y tiene por escudo una puerta que, según es
fama, es una de las del templo que derribó Sansón, cuando con su muerte se vengó
de sus enemigos. Pero vuelve los ojos a estotra parte y verás delante y en la
frente destotro ejército al siempre vencedor y jamás vencido Timonel de
Carcajona, príncipe de la Nueva Vizcaya, que viene armado con las armas partidas
a cuarteles, azules, verdes, blancas y amarillas, y trae en el escudo un gato de
oro en campo leonado, con una letra que dice: Miau, que es el principio del
nombre de su dama, que, según se dice, es la sin par Miulina, hija del duque
Alfeñiquén del Algarbe; el otro, que carga y oprime los lomos de aquella
poderosa alfana, que trae las armas como nieve blancas y el escudo blanco y sin
empresa alguna, es un caballero novel, de nación francés, llamado Pierres Papín,
señor de las baronías de Utrique; el otro, que bate las ijadas con los herrados
carcaños a aquella pintada y ligera cebra, y trae las armas de los veros azules,
es el poderoso duque de Nerbia, Espartafilardo del Bosque, que trae por empresa
en el escudo una esparraguera, con una letra en castellano que dice así: Rastrea
mi suerte. Y desta manera fue nombrando muchos caballeros del uno y del otro
escuadrón, que él se imaginaba, y a todos les dio sus armas, colores, empresas y
motes de improviso, llevado de la imaginación de su nunca vista locura; y, sin
parar, prosiguió diciendo:
-A este escuadrón frontero forman y hacen gentes de diversas naciones: aquí
están los que bebían las dulces aguas del famoso Janto; los montuosos que pisan

78

los masílicos campos; los que criban el finísimo y menudo oro en la felice
Arabia; los que gozan las famosas y frescas riberas del claro Termodonte; los
que sangran por muchas y diversas vías al dorado Pactolo; los númidas, dudosos
en sus promesas; los persas, arcos y flechas famosos; los partos, los medos, que
pelean huyendo; los árabes, de mudables casas; los citas, tan crueles como
blancos; los etiopes, de horadados labios, y otras infinitas naciones, cuyos
rostros conozco y veo, aunque de los nombres no me acuerdo. En estotro escuadrón
vienen los que beben las corrientes cristalinas del olivífero Betis; los que
tersan y pulen sus rostros con el licor del siempre rico y dorado Tajo; los que
gozan las provechosas aguas del divino Genil; los que pisan los tartesios
campos, de pastos abundantes; los que se alegran en los elíseos jerezanos
prados; los manchegos, ricos y coronados de rubias espigas; los de hierro
vestidos, reliquias antiguas de la sangre goda; los que en Pisuerga se bañan,
famoso por la mansedumbre de su corriente; los que su ganado apacientan en las
estendidas dehesas del tortuoso Guadiana, celebrado por su escondido curso; los
que tiemblan con el frío del silvoso Pirineo y con los blancos copos del
levantado Apenino; finalmente, cuantos toda la Europa en sí contiene y encierra.
¡Válame Dios, y cuántas provincias dijo, cuántas naciones nombró, dándole a cada
una, con maravillosa presteza, los atributos que le pertenecían, todo absorto y
empapado en lo que había leído en sus libros mentirosos!
Estaba Sancho Panza colgado de sus palabras, sin hablar ninguna, y, de cuando en
cuando, volvía la cabeza a ver si veía los caballeros y gigantes que su amo
nombraba; y, como no descubría a ninguno, le dijo:
-Señor, encomiendo al diablo hombre, ni gigante, ni caballero de cuantos vuestra
merced dice parece por todo esto; a lo menos, yo no los veo; quizá todo debe ser
encantamento, como las fantasmas de anoche.
-¿Cómo dices eso? -respondió don Quijote-. ¿No oyes el relinchar de los
caballos, el tocar de los clarines, el ruido de los atambores?
-No oigo otra cosa -respondió Sancho- sino muchos balidos de ovejas y carneros.
Y así era la verdad, porque ya llegaban cerca los dos rebaños.
-El miedo que tienes -dijo don Quijote- te hace, Sancho, que ni veas ni oyas a
derechas; porque uno de los efectos del miedo es turbar los sentidos y hacer que
las cosas no parezcan lo que son; y si es que tanto temes, retírate a una parte
y déjame solo, que solo basto a dar la victoria a la parte a quien yo diere mi
ayuda. Y, diciendo esto, puso las espuelas a Rocinante, y, puesta la lanza en el
ristre, bajó de la costezuela como un rayo. Diole voces Sancho, diciéndole:
-¡Vuélvase vuestra merced, señor don Quijote, que voto a Dios que son carneros y
ovejas las que va a embestir! ¡Vuélvase, desdichado del padre que me engendró!
¿Qué locura es ésta? Mire que no hay gigante ni caballero alguno, ni gatos, ni
armas, ni escudos partidos ni enteros, ni veros azules ni endiablados. ¿Qué es
lo que hace? ¡Pecador soy yo a Dios!
Ni por ésas volvió don Quijote; antes, en altas voces, iba diciendo:
-¡Ea, caballeros, los que seguís y militáis debajo de las banderas del valeroso
emperador Pentapolín del Arremangado Brazo, seguidme todos: veréis cuán
fácilmente le doy venganza de su enemigo Alefanfarón de la Trapobana!
Esto diciendo, se entró por medio del escuadrón de las ovejas, y comenzó de
alanceallas con tanto coraje y denuedo como si de veras alanceara a sus mortales
enemigos. Los pastores y ganaderos que con la manada venían dábanle voces que no
hiciese aquello; pero, viendo que no aprovechaban, desciñéronse las hondas y
comenzaron a saludalle los oídos con piedras como el puño. Don Quijote no se
curaba de las piedras; antes, discurriendo a todas partes, decía:
-¿Adónde estás, soberbio Alifanfuón? Vente a mí; que un caballero solo soy, que
desea, de solo a solo, probar tus fuerzas y quitarte la vida, en pena de la que
das al valeroso Pentapolín Garamanta.
Llegó en esto una peladilla de arroyo, y, dándole en un lado, le sepultó dos
costillas en el cuerpo. Viéndose tan maltrecho, creyó sin duda que estaba muerto
o malferido, y, acordándose de su licor, sacó su alcuza y púsosela a la boca, y

79

comenzó a echar licor en el estómago; mas, antes que acabase de envasar lo que a
él le parecía que era bastante, llegó otra almendra y diole en la mano y en el
alcuza tan de lleno que se la hizo pedazos, llevándole de camino tres o cuatro
dientes y muelas de la boca, y machucándole malamente dos dedos de la mano.
Tal fue el golpe primero, y tal el segundo, que le fue forzoso al pobre
caballero dar consigo del caballo abajo. Llegáronse a él los pastores y creyeron
que le habían muerto; y así, con mucha priesa, recogieron su ganado, y cargaron
de las reses muertas, que pasaban de siete, y, sin averiguar otra cosa, se
fueron.
Estábase todo este tiempo Sancho sobre la cuesta, mirando las locuras que su amo
hacía, y arrancábase las barbas, maldiciendo la hora y el punto en que la
fortuna se le había dado a conocer. Viéndole, pues, caído en el suelo, y que ya
los pastores se habían ido, bajó de la cuesta y llegóse a él, y hallóle de muy
mal arte, aunque no había perdido el sentido, y díjole:
-¿No le decía yo, señor don Quijote, que se volviese, que los que iba a acometer
no eran ejércitos, sino manadas de carneros?
-Como eso puede desparecer y contrahacer aquel ladrón del sabio mi enemigo.
Sábete, Sancho, que es muy fácil cosa a los tales hacernos parecer lo que
quieren, y este maligno que me persigue, envidioso de la gloria que vio que yo
había de alcanzar desta batalla, ha vuelto los escuadrones de enemigos en
manadas de ovejas. Si no, haz una cosa, Sancho, por mi vida, porque te
desengañes y veas ser verdad lo que te digo: sube en tu asno y síguelos
bonitamente, y verás cómo, en alejándose de aquí algún poco, se vuelven en su
ser primero, y, dejando de ser carneros, son hombres hechos y derechos, como yo
te los pinté primero... Pero no vayas agora, que he menester tu favor y ayuda;
llégate a mí y mira cuántas muelas y dientes me faltan, que me parece que no me
ha quedado ninguno en la boca.
Llegóse Sancho tan cerca que casi le metía los ojos en la boca, y fue a tiempo
que ya había obrado el bálsamo en el estómago de don Quijote; y, al tiempo que
Sancho llegó a mirarle la boca, arrojó de sí, más recio que una escopeta, cuanto
dentro tenía, y dio con todo ello en las barbas del compasivo escudero.
-¡Santa María! -dijo Sancho-, ¿y qué es esto que me ha sucedido? Sin duda, este
pecador está herido de muerte, pues vomita sangre por la boca. Pero, reparando
un poco más en ello, echó de ver en la color, sabor y olor, que no era sangre,
sino el bálsamo de la alcuza que él le había visto beber; y fue tanto el asco
que tomó que, revolviéndosele el estómago, vomitó las tripas sobre su mismo
señor, y quedaron entrambos como de perlas. Acudió Sancho a su asno para sacar
de las alforjas con qué limpiarse y con qué curar a su amo; y, como no las
halló, estuvo a punto de perder el juicio. Maldíjose de nuevo, y propuso en su
corazón de dejar a su amo y volverse a su tierra, aunque perdiese el salario de
lo servido y las esperanzas del gobierno de la prometida ínsula.
Levantóse en esto don Quijote, y, puesta la mano izquierda en la boca, porque no
se le acabasen de salir los dientes, asió con la otra las riendas de Rocinante,
que nunca se había movido de junto a su amo -tal era de leal y bien
acondicionado-, y fuese adonde su escudero estaba, de pechos sobre su asno, con
la mano en la mejilla, en guisa de hombre pensativo además. Y, viéndole don
Quijote de aquella manera, con muestras de tanta tristeza, le dijo:
-Sábete, Sancho, que no es un hombre más que otro si no hace más que otro.
Todas estas borrascas que nos suceden son señales de que presto ha de serenar el
tiempo y han de sucedernos bien las cosas; porque no es posible que el mal ni el
bien sean durables, y de aquí se sigue que, habiendo durado mucho el mal, el
bien está ya cerca. Así que, no debes congojarte por las desgracias que a mí me
suceden, pues a ti no te cabe parte dellas.
-¿Cómo no? -respondió Sancho-. Por ventura, el que ayer mantearon, ¿era otro que
el hijo de mi padre? Y las alforjas que hoy me faltan, con todas mis alhajas,
¿son de otro que del mismo?
-¿Que te faltan las alforjas, Sancho? -dijo don Quijote.

80

-Sí que me faltan -respondió Sancho.
-Dese modo, no tenemos qué comer hoy -replicó don Quijote.
-Eso fuera -respondió Sancho- cuando faltaran por estos prados las yerbas que
vuestra merced dice que conoce, con que suelen suplir semejantes faltas los tan
malaventurados andantes caballeros como vuestra merced es.
-Con todo eso -respondió don Quijote-, tomara yo ahora más aína un cuartal de
pan, o una hogaza y dos cabezas de sardinas arenques, que cuantas yerbas
describe Dioscórides, aunque fuera el ilustrado por el doctor Laguna. Mas, con
todo esto, sube en tu jumento, Sancho el bueno, y vente tras mí; que Dios, que
es proveedor de todas las cosas, no nos ha de faltar, y más andando tan en su
servicio como andamos, pues no falta a los mosquitos del aire, ni a los
gusanillos de la tierra, ni a los renacuajos del agua; y es tan piadoso que hace
salir su sol sobre los buenos y los malos, y llueve sobre los injustos y justos.
-Más bueno era vuestra merced -dijo Sancho- para predicador que para caballero
andante.
-De todo sabían y han de saber los caballeros andantes, Sancho -dijo don
Quijote-, porque caballero andante hubo en los pasados siglos que así se paraba
a hacer un sermón o plática, en mitad de un campo real, como si fuera graduado
por la Universidad de París; de donde se infiere que nunca la lanza embotó la
pluma, ni la pluma la lanza.
-Ahora bien, sea así como vuestra merced dice -respondió Sancho-, vamos ahora de
aquí, y procuremos donde alojar esta noche, y quiera Dios que sea en parte donde
no haya mantas, ni manteadores, ni fantasmas, ni moros encantados; que si los
hay, daré al diablo el hato y el garabato.
-Pídeselo tú a Dios, hijo -dijo don Quijote-, y guía tú por donde quisieres, que
esta vez quiero dejar a tu eleción el alojarnos. Pero dame acá la mano y
atiéntame con el dedo, y mira bien cuántos dientes y muelas me faltan deste lado
derecho de la quijada alta, que allí siento el dolor.
Metió Sancho los dedos, y, estándole tentando, le dijo:
-¿Cuántas muelas solía vuestra merced tener en esta parte?
-Cuatro -respondió don Quijote-, fuera de la cordal, todas enteras y muy sanas.
-Mire vuestra merced bien lo que dice, señor -respondió Sancho.
-Digo cuatro, si no eran cinco -respondió don Quijote-, porque en toda mi vida
me han sacado diente ni muela de la boca, ni se me ha caído ni comido
de neguijón ni de reuma alguna.
-Pues en esta parte de abajo -dijo Sancho- no tiene vuestra merced más de dos
muelas y media, y en la de arriba, ni media ni ninguna, que toda está rasa como
la palma de la mano.
-¡Sin ventura yo! -dijo don Quijote, oyendo las tristes nuevas que su escudero
le daba-, que más quisiera que me hubieran derribado un brazo, como no fuera el
de la espada; porque te hago saber, Sancho, que la boca sin muelas es como
molino sin piedra, y en mucho más se ha de estimar un diente que un diamante.
Mas a todo esto estamos sujetos los que profesamos la estrecha orden de la
caballería. Sube, amigo, y guía, que yo te seguiré al paso que quisieres.
Hízolo así Sancho, y encaminóse hacia donde le pareció que podía hallar
acogimiento, sin salir del camino real, que por allí iba muy seguido. Yéndose,
pues, poco a poco, porque el dolor de las quijadas de don Quijote no le dejaba
sosegar ni atender a darse priesa, quiso Sancho entretenelle y divertille
diciéndole alguna cosa; y, entre otras que le dijo, fue lo que se dirá en el
siguiente capítulo.

Capítulo XIX. De las discretas razones que Sancho pasaba con su amo, y de la
aventura que le sucedió con un cuerpo muerto, con otros acontecimientos famosos

-Paréceme, señor mío, que todas estas desventuras que estos días nos han
sucedido, sin duda alguna han sido pena del pecado cometido por vuestra merced
contra la orden de su caballería, no habiendo cumplido el juramento que hizo de

81

no comer pan a manteles ni con la reina folgar, con todo aquello que a esto se
sigue y vuestra merced juró de cumplir, hasta quitar aquel almete de Malandrino,
o como se llama el moro, que no me acuerdo bien.
-Tienes mucha razón, Sancho -dijo don Quijote-; mas, para decirte verdad, ello
se me había pasado de la memoria; y también puedes tener por cierto que por la
culpa de no habérmelo tú acordado en tiempo te sucedió aquello de la manta; pero
yo haré la enmienda, que modos hay de composición en la orden de la caballería
para todo.
-Pues, ¿juré yo algo, por dicha? -respondió Sancho.
-No importa que no hayas jurado -dijo don Quijote-: basta que yo entiendo que de
participantes no estás muy seguro, y, por sí o por no, no será malo proveernos
de remedio.
-Pues si ello es así -dijo Sancho-, mire vuestra merced no se le torne a olvidar
esto, como lo del juramento; quizá les volverá la gana a las fantasmas de
solazarse otra vez conmigo, y aun con vuestra merced si le ven tan pertinaz.
En estas y otras pláticas les tomó la noche en mitad del camino, sin tener ni
descubrir donde aquella noche se recogiesen; y lo que no había de bueno en ello
era que perecían de hambre; que, con la falta de las alforjas, les faltó toda la
despensa y matalotaje. Y, para acabar de confirmar esta desgracia, les sucedió
una aventura que, sin artificio alguno, verdaderamente lo parecía. Y fue que la
noche cerró con alguna escuridad; pero, con todo esto, caminaban, creyendo
Sancho que, pues aquel camino era real, a una o dos leguas, de buena razón,
hallaría en él alguna venta.
Yendo, pues, desta manera, la noche escura, el escudero hambriento y el amo con
gana de comer, vieron que por el mesmo camino que iban venían hacia ellos gran
multitud de lumbres, que no parecían sino estrellas que se movían. Pasmóse
Sancho en viéndolas, y don Quijote no las tuvo todas consigo; tiró el uno del
cabestro a su asno, y el otro de las riendas a su rocino, y estuvieron quedos,
mirando atentamente lo que podía ser aquello, y vieron que las lumbres se iban
acercando a ellos, y mientras más se llegaban, mayores parecían; a cuya vista
Sancho comenzó a temblar como un azogado, y los cabellos de la cabeza se le
erizaron a don Quijote; el cual, animándose un poco, dijo:
-Ésta, sin duda, Sancho, debe de ser grandísima y peligrosísima aventura, donde
será necesario que yo muestre todo mi valor y esfuerzo.
-¡Desdichado de mí! -respondió Sancho-; si acaso esta aventura fuese de
fantasmas, como me lo va pareciendo, ¿adónde habrá costillas que la sufran?
-Por más fantasmas que sean -dijo don Quijote-, no consentiré yo que te toque en
el pelo de la ropa; que si la otra vez se burlaron contigo, fue porque no pude
yo saltar las paredes del corral, pero ahora estamos en campo raso, donde podré
yo como quisiere esgremir mi espada.
-Y si le encantan y entomecen, como la otra vez lo hicieron -dijo Sancho-, ¿qué
aprovechará estar en campo abierto o no?
-Con todo eso -replicó don Quijote-, te ruego, Sancho, que tengas buen ánimo,
que la experiencia te dará a entender el que yo tengo.
-Sí tendré, si a Dios place -respondió Sancho.
Y, apartándose los dos a un lado del camino, tornaron a mirar atentamente lo que
aquello de aquellas lumbres que caminaban podía ser; y de allí a muy poco
descubrieron muchos encamisados, cuya temerosa visión de todo punto remató el
ánimo de Sancho Panza, el cual comenzó a dar diente con diente, como quien tiene
frío de cuartana; y creció más el batir y dentellear cuando distintamente vieron
lo que era, porque descubrieron hasta veinte encamisados, todos a caballo, con
sus hachas encendidas en las manos; detrás de los cuales venía una litera
cubierta de luto, a la cual seguían otros seis de a caballo, enlutados hasta los
pies de las mulas; que bien vieron que no eran caballos en el sosiego con que
caminaban. Iban los encamisados murmurando entre sí, con una voz baja y
compasiva. Esta estraña visión, a tales horas y en tal despoblado, bien bastaba
para poner miedo en el corazón de Sancho, y aun en el de su amo; y así fuera en

82

cuanto a don Quijote, que ya Sancho había dado al través con todo su esfuerzo.
Lo contrario le avino a su amo, al cual en aquel punto se le representó en su
imaginación al vivo que aquélla era una de las aventuras de sus libros.
Figurósele que la litera eran andas donde debía de ir algún mal ferido o muerto
caballero, cuya venganza a él solo estaba reservada; y, sin hacer otro discurso,
enristró su lanzón, púsose bien en la silla, y con gentil brío y continente se
puso en la mitad del camino por donde los encamisados forzosamente habían de
pasar, y cuando los vio cerca alzó la voz y dijo:
-Deteneos, caballeros, o quienquiera que seáis, y dadme cuenta de quién sois, de
dónde venís, adónde vais, qué es lo que en aquellas andas lleváis; que, según
las muestras, o vosotros habéis fecho, o vos han fecho, algún desaguisado, y
conviene y es menester que yo lo sepa, o bien para castigaros del mal que
fecistes, o bien para vengaros del tuerto que vos ficieron.
-Vamos de priesa -respondió uno de los encamisados- y está la venta lejos, y no
nos podemos detener a dar tanta cuenta como pedís.
Y, picando la mula, pasó adelante. Sintióse desta respuesta grandemente don
Quijote, y, trabando del freno, dijo:
-Deteneos y sed más bien criado, y dadme cuenta de lo que os he preguntado; si
no, conmigo sois todos en batalla.
Era la mula asombradiza, y al tomarla del freno se espantó de manera que,
alzándose en los pies, dio con su dueño por las ancas en el suelo. Un mozo que
iba a pie, viendo caer al encamisado, comenzó a denostar a don Quijote, el cual,
ya encolerizado, sin esperar más, enristrando su lanzón, arremetió a uno de los
enlutados, y, mal ferido, dio con él en tierra; y, revolviéndose por los demás,
era cosa de ver con la presteza que los acometía y desbarataba; que no parecía
sino que en aquel instante le habían nacido alas a Rocinante, según andaba de
ligero y orgulloso.
Todos los encamisados era gente medrosa y sin armas, y así, con facilidad, en un
momento dejaron la refriega y comenzaron a correr por aquel campo con las hachas
encendidas, que no parecían sino a los de las máscaras que en noche de regocijo
y fiesta corren. Los enlutados, asimesmo, revueltos y envueltos en sus
faldamentos y lobas, no se podían mover; así que, muy a su salvo, don Quijote
los apaleó a todos y les hizo dejar el sitio mal de su grado, porque todos
pensaron que aquél no era hombre, sino diablo del infierno que les salía a
quitar el cuerpo muerto que en la litera llevaban.
Todo lo miraba Sancho, admirado del ardimiento de su señor, y decía entre
sí:
-Sin duda este mi amo es tan valiente y esforzado como él dice.
Estaba una hacha ardiendo en el suelo, junto al primero que derribó la mula, a
cuya luz le pudo ver don Quijote; y, llegándose a él, le puso la punta del
lanzón en el rostro, diciéndole que se rindiese; si no, que le mataría. A lo
cual respondió el caído:
-Harto rendido estoy, pues no me puedo mover, que tengo una pierna quebrada;
suplico a vuestra merced, si es caballero cristiano, que no me mate; que
cometerá un gran sacrilegio, que soy licenciado y tengo las primeras órdenes.
-Pues, ¿quién diablos os ha traído aquí -dijo don Quijote-, siendo hombre de
Iglesia?
-¿Quién, señor? -replicó el caído-: mi desventura.
-Pues otra mayor os amenaza -dijo don Quijote-, si no me satisfacéis a todo
cuanto primero os pregunté.
-Con facilidad será vuestra merced satisfecho -respondió el licenciado-; y así,
sabrá vuestra merced que, aunque denantes dije que yo era licenciado, no soy
sino bachiller, y llámome Alonso López; soy natural de Alcobendas; vengo de la
ciudad de Baeza con otros once sacerdotes, que son los que huyeron con las
hachas; vamos a la ciudad de Segovia acompañando un cuerpo muerto, que va en
aquella litera, que es de un caballero que murió en Baeza, donde fue depositado;

83

y ahora, como digo, llevábamos sus huesos a su sepultura, que está en Segovia,
de donde es natural.
-¿Y quién le mató? -preguntó don Quijote.
-Dios, por medio de unas calenturas pestilentes que le dieron -respondió el
bachiller.
-Desa suerte -dijo don Quijote-, quitado me ha Nuestro Señor del trabajo que
había de tomar en vengar su muerte si otro alguno le hubiera muerto; pero,
habiéndole muerto quien le mató, no hay sino callar y encoger los hombros,
porque lo mesmo hiciera si a mí mismo me matara. Y quiero que sepa vuestra
reverencia que yo soy un caballero de la Mancha, llamado don Quijote, y es mi
oficio y ejercicio andar por el mundo enderezando tuertos y desfaciendo
agravios.
-No sé cómo pueda ser eso de enderezar tuertos -dijo el bachiller-, pues a mí de
derecho me habéis vuelto tuerto, dejándome una pierna quebrada, la cual no se
verá derecha en todos los días de su vida; y el agravio que en mí habéis
deshecho ha sido dejarme agraviado de manera que me quedaré agraviado para
siempre; y harta desventura ha sido topar con vos, que vais buscando aventuras.
-No todas las cosas -respondió don Quijote- suceden de un mismo modo. El daño
estuvo, señor bachiller Alonso López, en venir, como veníades, de noche,
vestidos con aquellas sobrepellices, con las hachas encendidas, rezando,
cubiertos de luto, que propiamente semejábades cosa mala y del otro mundo; y
así, yo no pude dejar de cumplir con mi obligación acometiéndoos, y os
acometiera aunque verdaderamente supiera que érades los memos satanases del
infierno, que por tales os juzgué y tuve siempre.
-Ya que así lo ha querido mi suerte -dijo el bachiller-, suplico a vuestra
merced, señor caballero andante (que tan mala andanza me ha dado), me ayude a
salir de debajo desta mula, que me tiene tomada una pierna entre el estribo y la
silla.
-¡Hablara yo para mañana! -dijo don Quijote-. Y ¿hasta cuándo aguardábades a
decirme vuestro afán?
Dio luego voces a Sancho Panza que viniese; pero él no se curó de venir, porque
andaba ocupado desvalijando una acémila de repuesto que traían aquellos buenos
señores, bien bastecida de cosas de comer. Hizo Sancho costal de su gabán, y,
recogiendo todo lo que pudo y cupo en el talego, cargó su jumento, y luego
acudió a las voces de su amo y ayudó a sacar al señor bachiller de la opresión
de la mula; y, poniéndole encima della, le dio la hacha, y don Quijote le dijo
que siguiese la derrota de sus compañeros, a quien de su parte pidiese perdón
del agravio, que no había sido en su mano dejar de haberle hecho. Díjole también
Sancho:
-Si acaso quisieren saber esos señores quién ha sido el valeroso que tales los
puso, diráles vuestra merced que es el famoso don Quijote de la Mancha, que por
otro nombre se llama el Caballero de la Triste Figura.
Con esto, se fue el bachiller; y don Quijote preguntó a Sancho que qué le había
movido a llamarle el Caballero de la Triste Figura, más entonces que nunca.
-Yo se lo diré -respondió Sancho-: porque le he estado mirando un rato a la luz
de aquella hacha que lleva aquel malandante, y verdaderamente tiene vuestra
merced la más mala figura, de poco acá, que jamás he visto; y débelo de haber
causado, o ya el cansancio deste combate, o ya la falta de las muelas y dientes.
-No es eso -respondió don Quijote-, sino que el sabio, a cuyo cargo debe de
estar el escribir la historia de mis hazañas, le habrá parecido que será bien
que yo tome algún nombre apelativo, como lo tomaban todos los caballeros
pasados: cuál se llamaba el de la Ardiente Espada; cuál, el del Unicornio;
aquel, de las Doncellas; aquéste, el del Ave Fénix; el otro, el Caballero del
Grifo; estotro, el de la Muerte; y por estos nombres e insignias eran conocidos
por toda la redondez de la tierra. Y así, digo que el sabio ya dicho te habrá
puesto en la lengua y en el pensamiento ahora que me llamases el Caballero de la
Triste Figura, como pienso llamarme desde hoy en adelante; y, para que mejor me

84

cuadre tal nombre, determino de hacer pintar, cuando haya lugar, en mi escudo
una muy triste figura.
-No hay para qué gastar tiempo y dineros en hacer esa figura -dijo Sancho-, sino
lo que se ha de hacer es que vuestra merced descubra la suya y dé rostro a los
que le miraren; que, sin más ni más, y sin otra imagen ni escudo, le llamarán el
de la Triste Figura; y créame que le digo verdad, porque le prometo a vuestra
merced, señor, y esto sea dicho en burlas, que le hace tan mala cara la hambre y
la falta de las muelas, que, como ya tengo dicho, se podrá muy bien escusar la
triste pintura. Rióse don Quijote del donaire de Sancho, pero, con todo, propuso
de llamarse de aquel nombre en pudiendo pintar su escudo, o rodela, como había
imaginado.
En esto volvió el bachiller y le dijo a don Quijote:
-Olvidábaseme de decir que advierta vuestra merced que queda descomulgado por
haber puesto las manos violentamente en cosa sagrada: juxta illud: Si quis
suadente diabolo, etc.
-No entiendo ese latín -respondió don Quijote-, mas yo sé bien que no puse las
manos, sino este lanzón; cuanto más, que yo no pensé que ofendía a sacerdotes ni
a cosas de la Iglesia, a quien respeto y adoro como católico y fiel cristiano
que soy, sino a fantasmas y a vestiglos del otro mundo; y, cuando eso así fuese,
en la memoria tengo lo que le pasó al Cid Ruy Díaz, cuando quebró la silla del
embajador de aquel rey delante de Su Santidad del Papa, por lo cual lo
descomulgó, y anduvo aquel día el buen Rodrigo de Vivar como muy honrado y
valiente caballero.
En oyendo esto el bachiller, se fue, como queda dicho, sin replicarle palabra.
Quisiera don Quijote mirar si el cuerpo que venía en la litera eran huesos o no,
pero no lo consintió Sancho, diciéndole:
-Señor, vuestra merced ha acabado esta peligrosa aventura lo más a su salvo de
todas las que yo he visto; esta gente, aunque vencida y desbaratada, podría ser
que cayese en la cuenta de que los venció sola una persona, y, corridos y
avergonzados desto, volviesen a rehacerse y a buscarnos, y nos diesen en qué
entender. El jumento está como conviene, la montaña cerca, la hambre carga, no
hay que hacer sino retirarnos con gentil compás de pies, y, como dicen, váyase
el muerto a la sepultura y el vivo a la hogaza. Y, antecogiendo su asno, rogó a
su señor que le siguiese; el cual, pareciéndole que Sancho tenía razón, sin
volverle a replicar, le siguió. Y, a poco trecho que caminaban por entre dos
montañuelas, se hallaron en un espacioso y escondido valle, donde se apearon; y
Sancho alivió el jumento, y, tendidos sobre la verde yerba, con la salsa de su
hambre, almorzaron, comieron, merendaron y cenaron a un mesmo punto,
satisfaciendo sus estómagos con más de una fiambrera que los señores clérigos
del difunto -que pocas veces se dejan mal pasar- en la acémila de su repuesto
traían.
Mas sucedióles otra desgracia, que Sancho la tuvo por la peor de todas, y
fue que no tenían vino que beber, ni aun agua que llegar a la boca; y, acosados
de la sed, dijo Sancho, viendo que el prado donde estaban estaba colmado de
verde y menuda yerba, lo que se dirá en el siguiente capítulo.

Capítulo XX. De la jamás vista ni oída aventura que con más poco peligro fue
acabada de famoso caballero en el mundo, como la que acabó el valeroso don
Quijote de la Mancha

-No es posible, señor mío, sino que estas yerbas dan testimonio de que por aquí
cerca debe de estar alguna fuente o arroyo que estas yerbas humedece; y así,
será bien que vamos un poco más adelante, que ya toparemos donde podamos mitigar
esta terrible sed que nos fatiga, que, sin duda, causa mayor pena que la hambre.
Parecióle bien el consejo a don Quijote, y, tomando de la rienda a Rocinante, y
Sancho del cabestro a su asno, después de haber puesto sobre él los relieves que

85

de la cena quedaron, comenzaron a caminar por el prado arriba a tiento, porque
la escuridad de la noche no les dejaba ver cosa alguna; mas, no hubieron andado
docientos pasos, cuando llegó a sus oídos un grande ruido de agua, como que de
algunos grandes y levantados riscos se despeñaba. Alegróles el ruido en gran
manera, y, parándose a escuchar hacia qué parte sonaba, oyeron a deshora otro
estruendo que les aguó el contento del agua, especialmente a Sancho, que
naturalmente era medroso y de poco ánimo. Digo que oyeron que daban unos golpes
a compás, con un cierto crujir de hierros y cadenas, que, acompañados del
furioso estruendo del agua, que pusieran pavor a cualquier otro corazón que no
fuera el de don Quijote.
Era la noche, como se ha dicho, escura, y ellos acertaron a entrar entre unos
árboles altos, cuyas hojas, movidas del blando viento, hacían un temeroso y
manso ruido; de manera que la soledad, el sitio, la escuridad, el ruido del agua
con el susurro de las hojas, todo causaba horror y espanto, y más cuando vieron
que ni los golpes cesaban, ni el viento dormía, ni la mañana llegaba;
añadiéndose a todo esto el ignorar el lugar donde se hallaban. Pero don Quijote,
acompañado de su intrépido corazón, saltó sobre Rocinante, y, embrazando su
rodela, terció su lanzón y dijo:
-Sancho amigo, has de saber que yo nací, por querer del cielo, en esta nuestra
edad de hierro, para resucitar en ella la de oro, o la dorada, como suele
llamarse. Yo soy aquél para quien están guardados los peligros, las grandes
hazañas, los valerosos hechos. Yo soy, digo otra vez, quien ha de resucitar los
de la Tabla Redonda, los Doce de Francia y los Nueve de la Fama, y el que ha de
poner en olvido los Platires, los Tablantes, Olivantes y Tirantes, los Febos y
Belianises, con toda la caterva de los famosos caballeros andantes del pasado
tiempo, haciendo en este en que me hallo tales grandezas, estrañezas y fechos de
armas, que escurezcan las más claras que ellos ficieron. Bien notas, escudero
fiel y legal, las tinieblas desta noche, su estraño silencio, el sordo y confuso
estruendo destos árboles, el temeroso ruido de aquella agua en cuya busca
venimos, que parece que se despeña y derrumba desde los altos montes de la luna,
y aquel incesable golpear que nos hiere y lastima los oídos; las cuales cosas,
todas juntas y cada una por sí, son bastantes a infundir miedo, temor y espanto
en el pecho del mesmo Marte, cuanto más en aquel que no está acostumbrado a
semejantes acontecimientos y aventuras. Pues todo esto que yo te pinto son
incentivos y despertadores de mi ánimo, que ya hace que el corazón me reviente
en el pecho, con el deseo que tiene de acometer esta aventura, por más
dificultosa que se muestra. Así que, aprieta un poco las cinchas a Rocinante y
quédate a Dios, y espérame aquí hasta tres días no más, en los cuales, si no
volviere, puedes tú volverte a nuestra aldea, y desde allí, por hacerme merced y
buena obra, irás al Toboso, donde dirás a la incomparable señora mía Dulcinea
que su cautivo caballero murió por acometer cosas que le hiciesen digno de poder
llamarse suyo.
Cuando Sancho oyó las palabras de su amo, comenzó a llorar con la mayor
ternura del mundo y a decille:
-Señor, yo no sé por qué quiere vuestra merced acometer esta tan temerosa
aventura: ahora es de noche, aquí no nos vee nadie, bien podemos torcer el
camino y desviarnos del peligro, aunque no bebamos en tres días; y, pues no hay
quien nos vea, menos habrá quien nos note de cobardes; cuanto más, que yo he
oído predicar al cura de nuestro lugar, que vuestra merced bien conoce, que
quien busca el peligro perece en él; así que, no es bien tentar a Dios
acometiendo tan desaforado hecho, donde no se puede escapar sino por milagro; y
basta los que ha hecho el cielo con vuestra merced en librarle de ser manteado,
como yo lo fui, y en sacarle vencedor, libre y salvo de entre tantos enemigos
como acompañaban al difunto. Y, cuando todo esto no mueva ni ablande ese duro
corazón, muévale el pensar y creer que apenas se habrá vuestra merced apartado
de aquí, cuando yo, de miedo, dé mi ánima a quien quisiere llevarla. Yo salí de
mi tierra y dejé hijos y mujer por venir a servir a vuestra merced, creyendo

86

valer más y no menos; pero, como la cudicia rompe el saco, a mí me ha rasgado
mis esperanzas, pues cuando más vivas las tenía de alcanzar aquella negra y
malhadada ínsula que tantas veces vuestra merced me ha prometido, veo que, en
pago y trueco della, me quiere ahora dejar en un lugar tan apartado del trato
humano. Por un solo Dios, señor mío, que non se me faga tal desaguisado; y ya
que del todo no quiera vuestra merced desistir de acometer este fecho, dilátelo,
a lo menos, hasta la mañana; que, a lo que a mí me muestra la ciencia que
aprendí cuando era pastor, no debe de haber desde aquí al alba tres horas,
porque la boca de la Bocina está encima de la cabeza, y hace la media noche en
la línea del brazo izquierdo.
-¿Cómo puedes tú, Sancho -dijo don Quijote-, ver dónde hace esa línea, ni dónde
está esa boca o ese colodrillo que dices, si hace la noche tan escura que no
parece en todo el cielo estrella alguna?
-Así es -dijo Sancho-, pero tiene el miedo muchos ojos y vee las cosas debajo de
tierra, cuanto más encima en el cielo; puesto que, por buen discurso, bien se
puede entender que hay poco de aquí al día.
-Falte lo que faltare -respondió don Quijote-; que no se ha de decir por mí,
ahora ni en ningún tiempo, que lágrimas y ruegos me apartaron de hacer lo que
debía a estilo de caballero; y así, te ruego, Sancho, que calles; que Dios, que
me ha puesto en corazón de acometer ahora esta tan no vista y tan temerosa
aventura, tendrá cuidado de mirar por mi salud y de consolar tu tristeza. Lo que
has de hacer es apretar bien las cinchas a Rocinante y quedarte aquí, que yo
daré la vuelta presto, o vivo o muerto.
Viendo, pues, Sancho la última resolución de su amo y cuán poco valían con él
sus lágrimas, consejos y ruegos, determinó de aprovecharse de su industria y
hacerle esperar hasta el día, si pudiese; y así, cuando apretaba las cinchas al
caballo, bonitamente y sin ser sentido, ató con el cabestro de su asno ambos
pies a Rocinante, de manera que cuando don Quijote se quiso partir, no pudo,
porque el caballo no se podía mover sino a saltos. Viendo Sancho Panza el buen
suceso de su embuste, dijo:
-Ea, señor, que el cielo, conmovido de mis lágrimas y plegarias, ha ordenado que
no se pueda mover Rocinante; y si vos queréis porfiar, y espolear, y dalle, será
enojar a la fortuna y dar coces, como dicen, contra el aguijón.
Desesperábase con esto don Quijote, y, por más que ponía las piernas al caballo,
menos le podía mover; y, sin caer en la cuenta de la ligadura, tuvo por bien de
sosegarse y esperar, o a que amaneciese, o a que Rocinante se menease, creyendo,
sin duda, que aquello venía de otra parte que de la industria de Sancho; y así,
le dijo:
-Pues así es, Sancho, que Rocinante no puede moverse, yo soy contento de esperar
a que ría el alba, aunque yo llore lo que ella tardare en venir.
-No hay que llorar -respondió Sancho-, que yo entretendré a vuestra merced
contando cuentos desde aquí al día, si ya no es que se quiere apear y echarse a
dormir un poco sobre la verde yerba, a uso de caballeros andantes, para hallarse
más descansado cuando llegue el día y punto de acometer esta tan desemejable
aventura que le espera.
-¿A qué llamas apear o a qué dormir? -dijo don Quijote-. ¿Soy yo, por ventura,
de aquellos caballeros que toman reposo en los peligros? Duerme tú, que naciste
para dormir, o haz lo que quisieres, que yo haré lo que viere que más viene con
mi pretensión.
No se enoje vuestra merced, señor mío -respondió Sancho-, que no lo dije por
tanto.
Y, llegándose a él, puso la una mano en el arzón delantero y la otra en el otro,
de modo que quedó abrazado con el muslo izquierdo de su amo, sin osarse apartar
dél un dedo: tal era el miedo que tenía a los golpes, que todavía
alternativamente sonaban. Díjole don Quijote que contase algún cuento para
entretenerle, como se lo había prometido, a lo que Sancho dijo que sí hiciera si
le dejara el temor de lo que oía.

87

-Pero, con todo eso, yo me esforzaré a decir una historia que, si la acierto a
contar y no me van a la mano, es la mejor de las historias; y estéme vuestra
merced atento, que ya comienzo. «Érase que se era, el bien que viniere para
todos sea, y el mal, para quien lo fuere a buscar...» Y advierta vuestra merced,
señor mío, que el principio que los antiguos dieron a sus consejas no fue así
comoquiera, que fue una sentencia de Catón Zonzorino, romano, que dice: "Y el
mal, para quien le fuere a buscar", que viene aquí como anillo al dedo, para que
vuestra merced se esté quedo y no vaya a buscar el mal a ninguna parte, sino que
nos volvamos por otro camino, pues nadie nos fuerza a que sigamos éste, donde
tantos miedos nos sobresaltan.
-Sigue tu cuento, Sancho -dijo don Quijote-, y del camino que hemos de seguir
déjame a mí el cuidado.
-«Digo, pues -prosiguió Sancho-, que en un lugar de Estremadura había un pastor
cabrerizo (quiero decir que guardaba cabras), el cual pastor o cabrerizo, como
digo, de mi cuento, se llamaba Lope Ruiz; y este Lope Ruiz andaba enamorado de
una pastora que se llamaba Torralba, la cual pastora llamada Torralba era hija
de un ganadero rico, y este ganadero rico...»
-Si desa manera cuentas tu cuento, Sancho -dijo don Quijote-, repitiendo dos
veces lo que vas diciendo, no acabarás en dos días; dilo seguidamente y cuéntalo
como hombre de entendimiento, y si no, no digas nada.
-De la misma manera que yo lo cuento -respondió Sancho-, se cuentan en mi tierra
todas las consejas, y yo no sé contarlo de otra, ni es bien que vuestra merced
me pida que haga usos nuevos.
-Di como quisieres -respondió don Quijote-; que, pues la suerte quiere que no
pueda dejar de escucharte, prosigue.
-«Así que, señor mío de mi ánima -prosiguió Sancho-, que, como ya tengo dicho,
este pastor andaba enamorado de Torralba, la pastora, que era una moza rolliza,
zahareña y tiraba algo a hombruna, porque tenía unos pocos de bigotes, que
parece que ahora la veo.»
-Luego, ¿conocístela tú? -dijo don Quijote.
-No la conocí yo -respondió Sancho-, pero quien me contó este cuento me dijo que
era tan cierto y verdadero que podía bien, cuando lo contase a otro, afirmar y
jurar que lo había visto todo. «Así que, yendo días y viniendo días, el diablo,
que no duerme y que todo lo añasca, hizo de manera que el amor que el pastor
tenía a la pastora se volviese en omecillo y mala voluntad; y la causa fue,
según malas lenguas, una cierta cantidad de celillos que ella le dio, tales que
pasaban de la raya y llegaban a lo vedado; y fue tanto lo que el pastor la
aborreció de allí adelante que, por no verla, se quiso ausentar de aquella
tierra e irse donde sus ojos no la viesen jamás. La Torralba, que se vio
desdeñada del Lope, luego le quiso bien, mas que nunca le había querido.»
-Ésa es natural condición de mujeres -dijo don Quijote-: desdeñar a quien las
quiere y amar a quien las aborrece. Pasa adelante, Sancho.
-«Sucedió -dijo Sancho- que el pastor puso por obra su determinación, y,
antecogiendo sus cabras, se encaminó por los campos de Estremadura, para pasarse
a los reinos de Portugal. La Torralba, que lo supo, se fue tras él, y seguíale a
pie y descalza desde lejos, con un bordón en la mano y con unas alforjas al
cuello, donde llevaba, según es fama, un pedazo de espejo y otro de un peine, y
no sé qué botecillo de mudas para la cara; mas, llevase lo que llevase, que yo
no me quiero meter ahora en averiguallo, sólo diré que dicen que el pastor llegó
con su ganado a pasar el río Guadiana, y en aquella sazón iba crecido y casi
fuera de madre, y por la parte que llegó no había barca ni barco, ni quien le
pasase a él ni a su ganado de la otra parte, de lo que se congojó mucho, porque
veía que la Torralba venía ya muy cerca y le había de dar mucha pesadumbre con
sus ruegos y lágrimas; mas, tanto anduvo mirando, que vio un pescador que tenía
junto a sí un barco, tan pequeño que solamente podían caber en él una persona y
una cabra; y, con todo esto, le habló y concertó con él que le pasase a él y a
trecientas cabras que llevaba. Entró el pescador en el barco, y pasó una cabra;

88

volvió, y pasó otra; tornó a volver, y tornó a pasar otra.» Tenga vuestra merced
cuenta en las cabras que el pescador va pasando, porque si se pierde una de la
memoria, se acabará el cuento y no será posible contar más palabra dél. «Sigo,
pues, y digo que el desembarcadero de la otra parte estaba lleno de cieno y
resbaloso, y tardaba el pescador mucho tiempo en ir y volver. Con todo esto,
volvió por otra cabra, y otra, y otra...»
-Haz cuenta que las pasó todas -dijo don Quijote-: no andes yendo y viniendo
desa manera, que no acabarás de pasarlas en un año.
-¿Cuántas han pasado hasta agora? -dijo Sancho.
-¡Yo qué diablos sé! -respondió don Quijote-.
-He ahí lo que yo dije: que tuviese buena cuenta. Pues, por Dios, que se ha
acabado el cuento, que no hay pasar adelante.
-¿Cómo puede ser eso? -respondió don Quijote-. ¿Tan de esencia de la historia es
saber las cabras que han pasado, por estenso, que si se yerra una del número no
puedes seguir adelante con la historia?
-No señor, en ninguna manera -respondió Sancho-; porque, así como yo pregunté a
vuestra merced que me dijese cuántas cabras habían pasado y me respondió que no
sabía, en aquel mesmo instante se me fue a mí de la memoria cuanto me quedaba
por decir, y a fe que era de mucha virtud y contento.
-¿De modo -dijo don Quijote- que ya la historia es acabada?
-Tan acabada es como mi madre -dijo Sancho.
-Dígote de verdad -respondió don Quijote- que tú has contado una de las más
nuevas consejas, cuento o historia, que nadie pudo pensar en el mundo; y que tal
modo de contarla ni dejarla, jamás se podrá ver ni habrá visto en toda la vida,
aunque no esperaba yo otra cosa de tu buen discurso; mas no me maravillo, pues
quizá estos golpes, que no cesan, te deben de tener turbado el entendimiento.
-Todo puede ser -respondió Sancho-, mas yo sé que en lo de mi cuento no hay más
que decir: que allí se acaba do comienza el yerro de la cuenta del pasaje de las
cabras.
-Acabe norabuena donde quisiere -dijo don Quijote-, y veamos si se puede mover
Rocinante.
Tornóle a poner las piernas, y él tornó a dar saltos y a estarse quedo: tanto
estaba de bien atado.
En esto, parece ser, o que el frío de la mañana, que ya venía, o que Sancho
hubiese cenado algunas cosas lenitivas, o que fuese cosa natural -que es lo que
más se debe creer-, a él le vino en voluntad y deseo de hacer lo que otro no
pudiera hacer por él; mas era tanto el miedo que había entrado en su corazón,
que no osaba apartarse un negro de uña de su amo. Pues pensar de no hacer lo que
tenía gana, tampoco era posible; y así, lo que hizo, por bien de paz, fue soltar
la mano derecha, que tenía asida al arzón trasero, con la cual, bonitamente y
sin rumor alguno, se soltó la lazada corrediza con que los calzones se
sostenían, sin ayuda de otra alguna, y, en quitándosela, dieron luego abajo y se
le quedaron como grillos. Tras esto, alzó la camisa lo mejor que pudo y echó al
aire entrambas posaderas, que no eran muy pequeñas. Hecho esto -que él pensó que
era lo más que tenía que hacer para salir de aquel terrible aprieto y angustia-,
le sobrevino otra mayor, que fue que le pareció que no podía mudarse sin hacer
estrépito y ruido, y comenzó a apretar los dientes y a encoger los hombros,
recogiendo en sí el aliento todo cuanto podía; pero, con todas estas
diligencias, fue tan desdichado que, al cabo al cabo, vino a hacer un poco de
ruido, bien diferente de aquel que a él le ponía tanto miedo. Oyólo don Quijote
y dijo:
-¿Qué rumor es ése, Sancho?
-No sé, señor -respondió él-. Alguna cosa nueva debe de ser, que las aventuras y
desventuras nunca comienzan por poco.
Tornó otra vez a probar ventura, y sucedióle tan bien que, sin más ruido ni
alboroto que el pasado, se halló libre de la carga que tanta pesadumbre le había
dado. Mas, como don Quijote tenía el sentido del olfato tan vivo como el de los

89

oídos, y Sancho estaba tan junto y cosido con él que casi por línea recta subían
los vapores hacia arriba, no se pudo escusar de que algunos no llegasen a sus
narices; y, apenas hubieron llegado, cuando él fue al socorro, apretándolas
entre los dos dedos; y, con tono algo gangoso, dijo:
-Paréceme, Sancho, que tienes mucho miedo.
-Sí tengo -respondió Sancho-; mas, ¿en qué lo echa de ver vuestra merced ahora
más que nunca?
-En que ahora más que nunca hueles, y no a ámbar -respondió don Quijote.
-Bien podrá ser -dijo Sancho-, mas yo no tengo la culpa, sino vuestra merced,
que me trae a deshoras y por estos no acostumbrados pasos.
-Retírate tres o cuatro allá, amigo -dijo don Quijote (todo esto sin quitarse
los dedos de las narices)-, y desde aquí adelante ten más cuenta con tu persona
y con lo que debes a la mía; que la mucha conversación que tengo contigo ha
engendrado este menosprecio.
-Apostaré -replicó Sancho- que piensa vuestra merced que yo he hecho de mi
persona alguna cosa que no deba.
-Peor es meneallo, amigo Sancho -respondió don Quijote.
En estos coloquios y otros semejantes pasaron la noche amo y mozo. Mas, viendo
Sancho que a más andar se venía la mañana, con mucho tiento desligó a Rocinante
y se ató los calzones. Como Rocinante se vio libre, aunque él de suyo no era
nada brioso, parece que se resintió, y comenzó a dar manotadas; porque corvetas
-con perdón suyo- no las sabía hacer. Viendo, pues, don Quijote que ya Rocinante
se movía, lo tuvo a buena señal, y creyó que lo era de que acometiese aquella
temerosa aventura.
Acabó en esto de descubrirse el alba y de parecer distintamente las cosas, y vio
don Quijote que estaba entre unos árboles altos, que ellos eran castaños, que
hacen la sombra muy escura. Sintió también que el golpear no cesaba, pero no vio
quién lo podía causar; y así, sin más detenerse, hizo sentir las espuelas a
Rocinante, y, tornando a despedirse de Sancho, le mandó que allí le aguardase
tres días, a lo más largo, como ya otra vez se lo había dicho; y que, si al cabo
dellos no hubiese vuelto, tuviese por cierto que Dios había sido servido de que
en aquella peligrosa aventura se le acabasen sus días. Tornóle a referir el
recado y embajada que había de llevar de su parte a su señora Dulcinea, y que,
en lo que tocaba a la paga de sus servicios, no tuviese pena, porque él había
dejado hecho su testamento antes que saliera de su lugar, donde se hallaría
gratificado de todo lo tocante a su salario, rata por cantidad, del tiempo que
hubiese servido; pero que si Dios le sacaba de aquel peligro sano y salvo y sin
cautela, se podía tener por muy más que cierta la prometida ínsula. De nuevo
tornó a llorar Sancho, oyendo de nuevo las lastimeras razones de su buen señor,
y determinó de no dejarle hasta el último tránsito y fin de aquel negocio.
Destas lágrimas y determinación tan honrada de Sancho Panza saca el autor desta
historia que debía de ser bien nacido, y, por lo menos, cristiano viejo. Cuyo
sentimiento enterneció algo a su amo, pero no tanto que mostrase flaqueza
alguna; antes, disimulando lo mejor que pudo, comenzó a caminar hacia la parte
por donde le pareció que el ruido del agua y del golpear venía.
Seguíale Sancho a pie, llevando, como tenía de costumbre, del cabestro a su
jumento, perpetuo compañero de sus prósperas y adversas fortunas; y, habiendo
andado una buena pieza por entre aquellos castaños y árboles sombríos, dieron en
un pradecillo que al pie de unas altas peñas se hacía, de las cuales se
precipitaba un grandísimo golpe de agua. Al pie de las peñas, estaban unas casas
mal hechas, que más parecían ruinas de edificios que casas, de entre las cuales
advirtieron que salía el ruido y estruendo de aquel golpear, que aún no cesaba.
Alborotóse Rocinante con el estruendo del agua y de los golpes, y, sosegándole
don Quijote, se fue llegando poco a poco a las casas, encomendándose de todo
corazón a su señora, suplicándole que en aquella temerosa jornada y empresa le
favoreciese, y de camino se encomendaba también a Dios, que no le olvidase. No
se le quitaba Sancho del lado, el cual alargaba cuanto podía el cuello y la

90

vista por entre las piernas de Rocinante, por ver si vería ya lo que tan
suspenso y medroso le tenía.
Otros cien pasos serían los que anduvieron, cuando, al doblar de una
punta,pareció descubierta y patente la misma causa, sin que pudiese ser otra, de
aquel horrísono y para ellos espantable ruido, que tan suspensos y medrosos toda
la noche los había tenido. Y eran -si no lo has, ¡oh lector!, por pesadumbre y
enojo- seis mazos de batán, que con sus alternativos golpes aquel estruendo
formaban.
Cuando don Quijote vio lo que era, enmudeció y pasmóse de arriba abajo. Miróle
Sancho, y vio que tenía la cabeza inclinada sobre el pecho, con muestras de
estar corrido. Miró también don Quijote a Sancho, y viole que tenía los
carrillos hinchados y la boca llena de risa, con evidentes señales de querer
reventar con ella, y no pudo su melanconía tanto con él que, a la vista de
Sancho, pudiese dejar de reírse; y, como vio Sancho que su amo había comenzado,
soltó la presa de manera que tuvo necesidad de apretarse las ijadas con los
puños, por no reventar riendo. Cuatro veces sosegó, y otras tantas volvió a su
risa con el mismo ímpetu que primero; de lo cual ya se daba al diablo don
Quijote, y más cuando le oyó decir, como por modo de fisga:
-«Has de saber, ¡oh Sancho amigo!, que yo nací, por querer del cielo, en esta
nuestra edad de hierro, para resucitar en ella la dorada, o de oro. Yo soy aquél
para quien están guardados los peligros, las hazañas grandes, los valerosos
fechos...»
Y por aquí fue repitiendo todas o las más razones que don Quijote dijo la vez
primera que oyeron los temerosos golpes.
Viendo, pues, don Quijote que Sancho hacía burla dél, se corrió y enojó en tanta
manera, que alzó el lanzón y le asentó dos palos, tales que, si, como los
recibió en las espaldas, los recibiera en la cabeza, quedara libre de pagarle el
salario, si no fuera a sus herederos. Viendo Sancho que sacaba tan malas veras
de sus burlas, con temor de que su amo no pasase adelante en ellas, con mucha
humildad le dijo:
-Sosiéguese vuestra merced; que, por Dios, que me burlo.
-Pues, porque os burláis, no me burlo yo -respondió don Quijote-. Venid acá,
señor alegre: ¿paréceos a vos que, si como éstos fueron mazos de batán, fueran
otra peligrosa aventura, no había yo mostrado el ánimo que convenía para
emprendella y acaballa? ¿Estoy yo obligado, a dicha, siendo, como soy,
caballero, a conocer y destinguir los sones y saber cuáles son de batán o no? Y
más, que podría ser, como es verdad, que no los he visto en mi vida, como vos
los habréis visto, como villano ruin que sois, criado y nacido entre ellos. Si
no, haced vos que estos seis mazos se vuelvan en seis jayanes, y echádmelos a
las barbas uno a uno, o todos juntos, y, cuando yo no diere con todos patas
arriba, haced de mí la burla que quisiéredes.
-No haya más, señor mío -replicó Sancho-, que yo confieso que he andado algo
risueño en demasía. Pero dígame vuestra merced, ahora que estamos en paz (así
Dios le saque de todas las aventuras que le sucedieren tan sano y salvo como le
ha sacado désta), ¿no ha sido cosa de reír, y lo es de contar, el gran miedo que
hemos tenido? A lo menos, el que yo tuve; que de vuestra merced ya yo sé que no
le conoce, ni sabe qué es temor ni espanto.
-No niego yo -respondió don Quijote- que lo que nos ha sucedido no sea cosa
digna de risa, pero no es digna de contarse; que no son todas las personas tan
discretas que sepan poner en su punto las cosas.
-A lo menos -respondió Sancho-, supo vuestra merced poner en su punto el lanzón,
apuntándome a la cabeza, y dándome en las espaldas, gracias a Dios y a la
diligencia que puse en ladearme. Pero vaya, que todo saldrá en la colada; que yo
he oído decir: "Ése te quiere bien, que te hace llorar"; y más, que suelen los
principales señores, tras una mala palabra que dicen a un criado, darle luego
unas calzas; aunque no sé lo que le suelen dar tras haberle dado de palos, si ya

91

no es que los caballeros andantes dan tras palos ínsulas o reinos en tierra
firme.
-Tal podría correr el dado -dijo don Quijote- que todo lo que dices viniese a
ser verdad; y perdona lo pasado, pues eres discreto y sabes que los primeros
movimientos no son en mano del hombre, y está advertido de aquí adelante en una
cosa, para que te abstengas y reportes en el hablar demasiado conmigo; que en
cuantos libros de caballerías he leído, que son infinitos, jamás he hallado que
ningún escudero hablase tanto con su señor como tú con el tuyo. Y en verdad que
lo tengo a gran falta, tuya y mía: tuya, en que me estimas en poco; mía, en que
no me dejo estimar en más. Sí, que Gandalín, escudero de Amadís de Gaula, conde
fue de la ínsula Firme; y se lee dél que siempre hablaba a su señor con la gorra
en la mano, inclinada la cabeza y doblado el cuerpo more turquesco. Pues, ¿qué
diremos de Gasabal, escudero de don Galaor, que fue tan callado que, para
declararnos la excelencia de su maravilloso silencio, sola una vez se nombra su
nombre en toda aquella tan grande como verdadera historia? De todo lo que he
dicho has de inferir, Sancho, que es menester hacer diferencia de amo a mozo, de
señor a criado y de caballero a escudero. Así que, desde hoy en adelante, nos
hemos de tratar con más respeto, sin darnos cordelejo, porque, de cualquiera
manera que yo me enoje con vos, ha de ser mal para el cántaro. Las mercedes y
beneficios que yo os he prometido llegarán a su tiempo; y si no llegaren, el
salario, a lo menos, no se ha de perder, como ya os he dicho.
-Está bien cuanto vuestra merced dice -dijo Sancho-, pero querría yo saber, por
si acaso no llegase el tiempo de las mercedes y fuese necesario acudir al de los
salarios, cuánto ganaba un escudero de un caballero andante en aquellos tiempos,
y si se concertaban por meses, o por días, como peones de albañir.
-No creo yo -respondió don Quijote- que jamás los tales escuderos estuvieron a
salario, sino a merced. Y si yo ahora te le he señalado a ti en el testamento
cerrado que dejé en mi casa, fue por lo que podía suceder; que aún no sé cómo
prueba en estos tan calamitosos tiempos nuestros la caballería, y no querría que
por pocas cosas penase mi ánima en el otro mundo. Porque quiero que sepas,
Sancho, que en él no hay estado más peligroso que el de los aventureros.
-Así es verdad -dijo Sancho-, pues sólo el ruido de los mazos de un batán pudo
alborotar y desasosegar el corazón de un tan valeroso andante aventurero como es
vuestra merced. Mas, bien puede estar seguro que, de aquí adelante, no
despliegue mis labios para hacer donaire de las cosas de vuestra merced, si no
fuere para honrarle, como a mi amo y señor natural.
-Desa manera -replicó don Quijote-, vivirás sobre la haz de la tierra; porque,
después de a los padres, a los amos se ha de respetar como si lo fuesen.

Capítulo XXI. Que trata de la alta aventura y rica ganancia del yelmo de
Mambrino, con otras cosas sucedidas a nuestro invencible caballero

En esto, comenzó a llover un poco, y quisiera Sancho que se entraran en el
molino de los batanes; mas habíales cobrado tal aborrecimiento don Quijote, por
la pesada burla, que en ninguna manera quiso entrar dentro; y así, torciendo el
camino a la derecha mano, dieron en otro como el que habían llevado el día de
antes.
De allí a poco, descubrió don Quijote un hombre a caballo, que traía en la
cabeza una cosa que relumbraba como si fuera de oro, y aún él apenas le hubo
visto, cuando se volvió a Sancho y le dijo:
-Paréceme, Sancho, que no hay refrán que no sea verdadero, porque todos son
sentencias sacadas de la mesma experiencia, madre de las ciencias todas,
especialmente aquel que dice: "Donde una puerta se cierra, otra se abre". Dígolo
porque si anoche nos cerró la ventura la puerta de la que buscábamos,
engañándonos con los batanes, ahora nos abre de par en par otra, para otra mejor
y más cierta aventura; que si yo no acertare a entrar por ella, mía será la

92

culpa, sin que la pueda dar a la poca noticia de batanes ni a la escuridad de la
noche. Digo esto porque, si no me engaño, hacia nosotros viene uno que trae en
su cabeza puesto el yelmo de Mambrino, sobre que yo hice el juramento que sabes.
-Mire vuestra merced bien lo que dice, y mejor lo que hace -dijo Sancho-, que no
querría que fuesen otros batanes que nos acabasen de abatanar y aporrear el
sentido.
-¡Válate el diablo por hombre! -replicó don Quijote-. ¿Qué va de yelmo a
batanes?
-No sé nada -respondió Sancho-; mas, a fe que si yo pudiera hablar tanto como
solía, que quizá diera tales razones que vuestra merced viera que se engañaba en
lo que dice.
-¿Cómo me puedo engañar en lo que digo, traidor escrupuloso? -dijo don Quijote-.
Dime, ¿no ves aquel caballero que hacia nosotros viene, sobre un caballo rucio
rodado, que trae puesto en la cabeza un yelmo de oro?
-Lo que yo veo y columbro -respondió Sancho- no es sino un hombre sobre un asno
pardo, como el mío, que trae sobre la cabeza una cosa que relumbra.
-Pues ése es el yelmo de Mambrino -dijo don Quijote-. Apártate a una parte y
déjame con él a solas: verás cuán sin hablar palabra, por ahorrar del tiempo,
concluyo esta aventura y queda por mío el yelmo que tanto he deseado.
-Yo me tengo en cuidado el apartarme -replicó Sancho-, mas quiera Dios, torno a
decir, que orégano sea, y no batanes.
-Ya os he dicho, hermano, que no me mentéis, ni por pienso, más eso de los
batanes -dijo don Quijote-; que voto..., y no digo más, que os batanee el alma.
Calló Sancho, con temor que su amo no cumpliese el voto que le había echado,
redondo como una bola.
Es, pues, el caso que el yelmo, y el caballo y caballero que don Quijote veía,
era esto: que en aquel contorno había dos lugares, el uno tan pequeño que ni
tenía botica ni barbero, y el otro, que estaba junto, sí; y así, el barbero del
mayor servía al menor, en el cual tuvo necesidad un enfermo de sangrarse y otro
de hacerse la barba, para lo cual venía el barbero, y traía una bacía de azófar;
y quiso la suerte que, al tiempo que venía, comenzó a llover, y, porque no se le
manchase el sombrero, que debía de ser nuevo, se puso la bacía sobre la cabeza;
y, como estaba limpia, desde media legua relumbraba. Venía sobre un asno pardo,
como Sancho dijo, y ésta fue la ocasión que a don Quijote le pareció caballo
rucio rodado, y caballero, y yelmo de oro; que todas las cosas que veía, con
mucha facilidad las acomodaba a sus desvariadas caballerías y malandantes
pensamientos. Y cuando él vio que el pobre caballero llegaba cerca, sin ponerse
con él en razones, a todo correr de Rocinante le enristró con el lanzón bajo,
llevando intención de pasarle de parte a parte; mas cuando a él llegaba, sin
detener la furia de su carrera, le dijo:
-¡Defiéndete, cautiva criatura, o entriégame de tu voluntad lo que con tanta
razón se me debe!
El barbero, que, tan sin pensarlo ni temerlo, vio venir aquella fantasma sobre
sí, no tuvo otro remedio, para poder guardarse del golpe de la lanza, si no fue
el dejarse caer del asno abajo; y no hubo tocado al suelo, cuando se levantó más
ligero que un gamo y comenzó a correr por aquel llano, que no le alcanzara el
viento. Dejóse la bacía en el suelo, con la cual se contentó don Quijote, y dijo
que el pagano había andado discreto y que había imitado al castor, el cual,
viéndose acosado de los cazadores, se taraza y arpa con los dientes aquéllo por
lo que él, por distinto natural, sabe que es perseguido. Mandó a Sancho que
alzase el yelmo, el cual, tomándola en las manos, dijo:
-Por Dios, que la bacía es buena y que vale un real de a ocho como un maravedí.
Y, dándosela a su amo, se la puso luego en la cabeza, rodeándola a una parte y a
otra, buscándole el encaje; y, como no se le hallaba, dijo:
-Sin duda que el pagano, a cuya medida se forjó primero esta famosa celada,
debía de tener grandísima cabeza, y lo peor dello es que le falta la mitad.

93

Cuando Sancho oyó llamar a la bacía celada, no pudo tener la risa; mas vínosele
a las mientes la cólera de su amo, y calló en la mitad della.
-¿De qué te ríes, Sancho? -dijo don Quijote.
-Ríome -respondió él- de considerar la gran cabeza que tenía el pagano dueño
deste almete, que no semeja sino una bacía de barbero pintiparada.
-¿Sabes qué imagino, Sancho? Que esta famosa pieza deste encantado yelmo, por
algún estraño acidente, debió de venir a manos de quien no supo conocer ni
estimar su valor, y, sin saber lo que hacía, viéndola de oro purísimo, debió de
fundir la otra mitad para aprovecharse del precio, y de la otra mitad hizo ésta,
que parece bacía de barbero, como tú dices. Pero, sea lo que fuere; que para mí
que la conozco no hace al caso su trasmutación; que yo la aderezaré en el primer
lugar donde haya herrero, y de suerte que no le haga ventaja, ni aun le llegue,
la que hizo y forjó el dios de las herrerías para el dios de las batallas; y, en
este entretanto, la traeré como pudiere, que más vale algo que no nada; cuanto
más, que bien será bastante para defenderme de alguna pedrada.
-Eso será -dijo Sancho- si no se tira con honda, como se tiraron en la pelea de
los dos ejércitos, cuando le santiguaron a vuestra merced las muelas y le
rompieron el alcuza donde venía aquel benditísimo brebaje que me hizo vomitar
las asaduras.along
-No me da mucha pena el haberle perdido, que ya sabes tú, Sancho -dijo don
Quijote-, que yo tengo la receta en la memoria.
-También la tengo yo -respondió Sancho-, pero si yo le hiciere ni le probare más
en mi vida, aquí sea mi hora. Cuanto más, que no pienso ponerme en ocasión de
haberle menester, porque pienso guardarme con todos mis cinco sentidos de ser
ferido ni de ferir a nadie. De lo del ser otra vez manteado, no digo nada, que
semejantes desgracias mal se pueden prevenir, y si vienen, no hay que hacer otra
cosa sino encoger los hombros, detener el aliento, cerrar los ojos y dejarse ir
por donde la suerte y la manta nos llevare.
-Mal cristiano eres, Sancho -dijo, oyendo esto, don Quijote-, porque nunca
olvidas la injuria que una vez te han hecho; pues sábete que es de pechos nobles
y generosos no hacer caso de niñerías. ¿Qué pie sacaste cojo, qué costilla
quebrada, qué cabeza rota, para que no se te olvide aquella burla? Que, bien
apurada la cosa, burla fue y pasatiempo; que, a no entenderlo yo ansí, ya yo
hubiera vuelto allá y hubiera hecho en tu venganza más daño que el que hicieron
los griegos por la robada Elena. La cual, si fuera en este tiempo, o mi Dulcinea
fuera en aquél, pudiera estar segura que no tuviera tanta fama de hermosa como
tiene.
Y aquí dio un sospiro, y le puso en las nubes. Y dijo Sancho:
-Pase por burlas, pues la venganza no puede pasar en veras; pero yo sé de qué
calidad fueron las veras y las burlas, y sé también que no se me caerán de la
memoria, como nunca se quitarán de las espaldas. Pero, dejando esto aparte,
dígame vuestra merced qué haremos deste caballo rucio rodado, que parece asno
pardo, que dejó aquí desamparado aquel Martino que vuestra merced derribó; que,
según él puso los pies en polvorosa y cogió las de Villadiego, no lleva pergenio
de volver por él jamás; y ¡para mis barbas, si no es bueno el rucio!
-Nunca yo acostumbro -dijo don Quijote- despojar a los que venzo, ni es uso de
caballería quitarles los caballos y dejarlos a pie, si ya no fuese que el
vencedor hubiese perdido en la pendencia el suyo; que, en tal caso, lícito es
tomar el del vencido, como ganado en guerra lícita. Así que, Sancho, deja ese
caballo, o asno, o lo que tú quisieres que sea, que, como su dueño nos vea
alongados de aquí, volverá por él.
-Dios sabe si quisiera llevarle -replicó Sancho-, o, por lo menos, trocalle con
este mío, que no me parece tan bueno. Verdaderamente que son estrechas las leyes
de caballería, pues no se estienden a dejar trocar un asno por otro; y querría
saber si podría trocar los aparejos siquiera.

94

-En eso no estoy muy cierto -respondió don Quijote-; y, en caso de duda, hasta
estar mejor informado, digo que los trueques, si es que tienes dellos necesidad
estrema.
-Tan estrema es -respondió Sancho- que si fueran para mi misma persona, no los
hubiera menester más.
Y luego, habilitado con aquella licencia, hizo mutatio caparum y puso su jumento
a las mil lindezas, dejándole mejorado en tercio y quinto. Hecho esto,
almorzaron de las sobras del real que del acémila despojaron, bebieron del agua
del arroyo de los batanes, sin volver la cara a mirallos: tal era el
aborrecimiento que les tenían por el miedo en que les habían puesto.
Cortada, pues, la cólera, y aun la malenconía, subieron a caballo, y, sin tomar
determinado camino, por ser muy de caballeros andantes el no tomar ninguno
cierto, se pusieron a caminar por donde la voluntad de Rocinante quiso, que se
llevaba tras sí la de su amo, y aun la del asno, que siempre le seguía por
dondequiera que guiaba, en buen amor y compañía. Con todo esto, volvieron al
camino real y siguieron por él a la ventura, sin otro disignio alguno.
Yendo, pues, así caminando, dijo Sancho a su amo:
-Señor, ¿quiere vuestra merced darme licencia que departa un poco con él? Que,
después que me puso aquel áspero mandamiento del silencio, se me han podrido más
de cuatro cosas en el estómago, y una sola que ahora tengo en el pico de la
lengua no querría que se mal lograse.
-Dila -dijo don Quijote-, y sé breve en tus razonamientos, que ninguno hay
gustoso si es largo.
-Digo, pues, señor -respondió Sancho-, que, de algunos días a esta parte, he
considerado cuán poco se gana y granjea de andar buscando estas aventuras que
vuestra merced busca por estos desiertos y encrucijadas de caminos, donde, ya
que se venzan y acaben las más eligrosas, no hay quien las vea ni sepa; y así,
se han de quedar en perpetuo silencio, y en perjuicio de la intención de vuestra
merced y de lo que ellas merecen. Y así, me parece que sería mejor, salvo el
mejor parecer de vuestra merced, que nos fuésemos a servir a algún emperador, o
a otro príncipe grande que tenga alguna guerra, en cuyo servicio vuestra merced
muestre el valor de su persona, sus grandes fuerzas y mayor entendimiento; que,
visto esto del señor a quien sirviéremos, por fuerza nos ha de remunerar, a cada
cual según sus méritos, y allí no faltará quien ponga en escrito las hazañas de
vuestra merced, para perpetua memoria. De las mías no digo nada, pues no han de
salir de los límites escuderiles; aunque sé decir que, si se usa en la
caballería escribir hazañas de escuderos, que no pienso que se han de quedar las
mías entre renglones.
-No dices mal, Sancho -respondió don Quijote-; mas, antes que se llegue a ese
término, es menester andar por el mundo, como en aprobación, buscando las
aventuras, para que, acabando algunas, se cobre nombre y fama tal que, cuando se
fuere a la corte de algún gran monarca, ya sea el caballero conocido por sus
obras; y que, apenas le hayan visto entrar los muchachos por la puerta de la
ciudad, cuando todos le sigan y rodeen, dando voces, diciendo: ''Éste es el
Caballero del Sol'', o de la Sierpe, o de otra insignia alguna, debajo de la
cual hubiere acabado grandes hazañas. ''Éste es -dirán- el que venció en
singular batalla al gigantazo Brocabruno de la Gran Fuerza; el que desencantó al
Gran Mameluco de Persia del largo encantamento en que había estado casi
novecientos años''. Así que, de mano en mano, irán pregonando tus hechos, y
luego, al alboroto de los muchachos y de la demás gente, se parará a las
fenestras de su real palacio el rey de aquel reino, y así como vea al caballero,
conociéndole por las armas o por la empresa del escudo, forzosamente ha de
decir: ''¡Ea, sus! ¡Salgan mis caballeros, cuantos en mi corte están, a recebir
a la flor de la caballería, que allí viene!'' A cuyo mandamiento saldrán todos,
y él llegará hasta la mitad de la escalera, y le abrazará estrechísimamente, y
le dará paz besándole en el rostro; y luego le llevará por la mano al aposento
de la señora reina, adonde el caballero la hallará con la infanta, su hija, que

95

ha de ser una de las más fermosas y acabadas doncellas que, en gran parte de lo
descubierto de la tierra, a duras penas se pueda hallar.
Sucederá tras esto, luego en continente, que ella ponga los ojos en el
caballero y él en los della, y cada uno parezca a otro cosa más divina que
humana; y, sin saber cómo ni cómo no, han de quedar presos y enlazados en la
intricable red amorosa, y con gran cuita en sus corazones por no saber cómo se
han de fablar para descubrir sus ansias y sentimientos. Desde allí le llevarán,
sin duda, a algún cuarto del palacio, ricamente aderezado, donde, habiéndole
quitado las armas, le traerán un rico manto de escarlata con que se cubra; y si
bien pareció armado, tan bien y mejor ha de parecer en farseto. Venida la noche,
cenará con el rey, reina e infanta, donde nunca quitará los ojos della,
mirándola a furto de los circustantes, y ella hará lo mesmo con la mesma
sagacidad, porque, como tengo dicho, es muy discreta doncella. Levantarse han
las tablas, y entrará a deshora por la puerta de la sala un feo y pequeño enano
con una fermosa dueña, que, entre dos gigantes, detrás del enano viene, con
cierta aventura, hecha por un antiquísimo sabio, que el que la acabare será
tenido por el mejor caballero del mundo. Mandará luego el rey que todos los que
están presentes la prueben, y ninguno le dará fin y cima sino el caballero
huésped, en mucho pro de su fama, de lo cual quedará contentísima la infanta, y
se tendrá por contenta y pagada además, por haber puesto y colocado sus
pensamientos en tan alta parte. Y lo bueno es que este rey, o príncipe, o lo que
es, tiene una muy reñida guerra con otro tan poderoso como él, y el caballero
huésped le pide (al cabo de algunos días que ha estado en su corte) licencia
para ir a servirle en aquella guerra dicha. Darásela el rey de muy buen talante,
y el caballero le besará cortésmente las manos por la merced que le face. Y
aquella noche se despedirá de su señora la infanta por las rejas de un jardín,
que cae en el aposento donde ella duerme, por las cuales ya otras muchas veces
la había fablado, siendo medianera y sabidora de todo una doncella de quien la
infanta mucho se fiaba. Sospirará él, desmayaráse ella, traerá agua la doncella,
acuitaráse mucho porque viene la mañana, y no querría que fuesen descubiertos,
por la honra de su señora. Finalmente, la infanta volverá en sí y dará sus
blancas manos por la reja al caballero, el cual se las besará mil y mil veces y
se las bañará en lágrimas. Quedará concertado entre los dos del modo que se han
de hacer saber sus buenos o malos sucesos, y rogarále la princesa que se detenga
lo menos que pudiere; prometérselo ha él con muchos juramentos; tórnale a besar
las manos, y despídese con tanto sentimiento que estará poco por acabar la vida.
Vase desde allí a su aposento, échase sobre su lecho, no puede dormir del dolor
de la partida, madruga muy de mañana, vase a despedir del rey y de la reina y de
la infanta; dícenle, habiéndose despedido de los dos, que la señora infanta está
mal dispuesta y que no puede recebir visita; piensa el caballero que es de pena
de su partida, traspásasele el corazón, y falta poco de no dar indicio
manifiesto de su pena. Está la doncella medianera delante, halo de notar todo,
váselo a decir a su señora, la cual la recibe con lágrimas y le dice que una de
las mayores penas que tiene es no saber quién sea su caballero, y si es de
linaje de reyes o no; asegúrala la doncella que no puede caber tanta cortesía,
gentileza y valentía como la de su caballero sino en subjeto real y grave;
consuélase con esto la cuitada; procura consolarse, por no dar mal indicio de sí
a sus padres, y, a cabo de dos días, sale en público. Ya se es ido el caballero:
pelea en la guerra, vence al enemigo del rey, gana muchas ciudades, triunfa de
muchas batallas, vuelve a la corte, ve a su señora por donde suele, conciértase
que la pida a su padre por mujer en pago de sus servicios. No se la quiere dar
el rey, porque no sabe quién es; pero, con todo esto, o robada o de otra
cualquier suerte que sea, la infanta viene a ser su esposa y su padre lo viene a
tener a gran ventura, porque se vino a averiguar que el tal caballero es hijo de
un valeroso rey de no sé qué reino, porque creo que no debe de estar en el mapa.
Muérese el padre, hereda la infanta, queda rey el caballero en dos palabras.
Aquí entra luego el hacer mercedes a su escudero y a todos aquellos que le

96

ayudaron a subir a tan alto estado: casa a su escudero con una doncella de la
infanta, que será, sin duda, la que fue tercera en sus amores, que es hija de un
duque muy principal.
-Eso pido, y barras derechas -dijo Sancho-; a eso me atengo, porque todo, al pie
de la letra, ha de suceder por vuestra merced, llamándose el Caballero de la
Triste Figura.
-No lo dudes, Sancho -replicó don Quijote-, porque del mesmo y por los mesmos
pasos que esto he contado suben y han subido los caballeros andantes a ser reyes
y emperadores. Sólo falta agora mirar qué rey de los cristianos o de los paganos
tenga guerra y tenga hija hermosa; pero tiempo habrá para pensar esto, pues,
como te tengo dicho, primero se ha de cobrar fama por otras partes que se acuda
a la corte. También me falta otra cosa; que, puesto caso que se halle rey con
guerra y con hija hermosa, y que yo haya cobrado fama increíble por todo el
universo, no sé yo cómo se podía hallar que yo sea de linaje de reyes, o, por lo
menos, primo segundo de emperador; porque no me querrá el rey dar a su hija por
mujer si no está primero muy enterado en esto, aunque más lo merezcan mis
famosos hechos. Así que, por esta falta, temo perder lo que mi brazo tiene bien
merecido. Bien es verdad que yo soy hijodalgo de solar conocido, de posesión y
propriedad y de devengar quinientos sueldos; y podría ser que el sabio que
escribiese mi historia deslindase de tal manera mi parentela y decendencia, que
me hallase quinto o sesto nieto de rey. Porque te hago saber, Sancho, que hay
dos maneras de linajes en el mundo: unos que traen y derriban su decendencia de
príncipes y monarcas, a quien poco a poco el tiempo ha deshecho, y han acabado
en punta, como pirámide puesta al revés; otros tuvieron principio de gente baja,
y van subiendo de grado en grado, hasta llegar a ser grandes señores. De manera
que está la diferencia en que unos fueron, que ya no son, y otros son, que ya no
fueron; y podría ser yo déstos que, después de averiguado, hubiese sido mi
principio grande y famoso, con lo cual se debía de contentar el rey, mi suegro,
que hubiere de ser. Y cuando no, la infanta me ha de querer de manera que, a
pesar de su padre, aunque claramente sepa que soy hijo de un azacán, me ha de
admitir por señor y por esposo; y si no, aquí entra el roballa y llevalla donde
más gusto me diere; que el tiempo o la muerte ha de acabar el enojo de sus
padres.
-Ahí entra bien también -dijo Sancho- lo que algunos desalmados dicen: "No pidas
de grado lo que puedes tomar por fuerza"; aunque mejor cuadra decir: "Más vale
salto de mata que ruego de hombres buenos". Dígolo porque si el señor rey,
suegro de vuestra merced, no se quisiere domeñar a entregalle a mi señora la
infanta, no hay sino, como vuestra merced dice, roballa y trasponella. Pero está
el daño que, en tanto que se hagan las paces y se goce pacíficamente el reino,
el pobre escudero se podrá estar a diente en esto de las mercedes. Si ya no es
que la doncella tercera, que ha de ser su mujer, se sale con la infanta, y él
pasa con ella su mala ventura, hasta que el cielo ordene otra cosa; porque bien
podrá, creo yo, desde luego dársela su señor por ligítima esposa.
-Eso no hay quien la quite -dijo don Quijote.
-Pues, como eso sea -respondió Sancho-, no hay sino encomendarnos a Dios, y
dejar correr la suerte por donde mejor lo encaminare.
-Hágalo Dios -respondió don Quijote- como yo deseo y tú, Sancho, has menester; y
ruin sea quien por ruin se tiene.
-Sea par Dios -dijo Sancho-, que yo cristiano viejo soy, y para ser conde esto
me basta.
-Y aun te sobra -dijo don Quijote-; y cuando no lo fueras, no hacía nada al
caso, porque, siendo yo el rey, bien te puedo dar nobleza, sin que la compres ni
me sirvas con nada. Porque, en haciéndote conde, cátate ahí caballero, y digan
lo que dijeren; que a buena fe que te han de llamar señoría, mal que les pese.
-Y ¡montas que no sabría yo autorizar el litado! -dijo Sancho.
-Dictado has de decir, que no litado -dijo su amo.

97

-Sea ansí -respondió Sancho Panza-. Digo que le sabría bien acomodar, porque,
por vida mía, que un tiempo fui muñidor de una cofradía, y que me asentaba tan
bien la ropa de muñidor, que decían todos que tenía presencia para poder ser
prioste de la mesma cofradía. Pues, ¿qué será cuando me ponga un ropón ducal a
cuestas, o me vista de oro y de perlas, a uso de conde estranjero? Para mí tengo
que me han de venir a ver de cien leguas.
-Bien parecerás -dijo don Quijote-, pero será menester que te rapes las barbas a
menudo; que, según las tienes de espesas, aborrascadas y mal puestas, si no te
las rapas a navaja, cada dos días por lo menos, a tiro de escopeta se echará de
ver lo que eres.
-¿Qué hay más -dijo Sancho-, sino tomar un barbero y tenelle asalariado en casa?
Y aun, si fuere menester, le haré que ande tras mí, como caballerizo de grande.
-Pues, ¿cómo sabes tú -preguntó don Quijote- que los grandes llevan detrás de sí
a sus caballerizos?
-Yo se lo diré -respondió Sancho-: los años pasados estuve un mes en la corte, y
allí vi que, paseándose un señor muy pequeño, que decían que era muy grande, un
hombre le seguía a caballo a todas las vueltas que daba, que no parecía sino que
era su rabo. Pregunté que cómo aquel hombre no se juntaba con el otro, sino que
siempre andaba tras dél. Respondiéronme que era su caballerizo y que era uso de
los grandes llevar tras sí a los tales. Desde entonces lo sé tan bien que nunca
se me ha olvidado.
-Digo que tienes razón -dijo don Quijote-, y que así puedes tú llevar a tu
barbero; que los usos no vinieron todos juntos, ni se inventaron a una, y puedes
ser tú el primero conde que lleve tras sí su barbero; y aun es de más confianza
el hacer la barba que ensillar un caballo.
-Quédese eso del barbero a mi cargo -dijo Sancho-, y al de vuestra merced se
quede el procurar venir a ser rey y el hacerme conde.
-Así será -respondió don Quijote.
Y, alzando los ojos, vio lo que se dirá en el siguiente capítulo.

Capítulo XXII. De la libertad que dio don Quijote a muchos desdichados que, mal
de su grado, los llevaban donde no quisieran ir

Cuenta Cide Hamete Benengeli, autor arábigo y manchego, en esta gravísima,
altisonante, mínima, dulce e imaginada historia que, después que entre el famoso
don Quijote de la Mancha y Sancho Panza, su escudero, pasaron aquellas razones
que en el fin del capítulo veinte y uno quedan referidas, que don Quijote alzó
los ojos y vio que por el camino que llevaba venían hasta doce hombres a pie,
ensartados, como cuentas, en una gran cadena de hierro por los cuellos, y todos
con esposas a las manos. Venían ansimismo con ellos dos hombres de a caballo y
dos de a pie; los de a caballo, con escopetas de rueda, y los de a pie, con
dardos y espadas; y que así como Sancho Panza los vido, dijo:
-Ésta es cadena de galeotes, gente forzada del rey, que va a las galeras.
-¿Cómo gente forzada? -preguntó don Quijote-. ¿Es posible que el rey haga fuerza
a ninguna gente?
-No digo eso -respondió Sancho-, sino que es gente que, por sus delitos, va
condenada a servir al rey en las galeras de por fuerza.
-En resolución -replicó don Quijote-, comoquiera que ello sea, esta gente,
aunque los llevan, van de por fuerza, y no de su voluntad.
-Así es -dijo Sancho.
-Pues desa manera -dijo su amo-, aquí encaja la ejecución de mi oficio: desfacer
fuerzas y socorrer y acudir a los miserables.
-Advierta vuestra merced -dijo Sancho- que la justicia, que es el mesmo rey, no
hace fuerza ni agravio a semejante gente, sino que los castiga en pena de sus
delitos.

98

Llegó, en esto, la cadena de los galeotes, y don Quijote, con muy corteses
razones, pidió a los que iban en su guarda fuesen servidos de informalle y
decille la causa, o causas, por que llevan aquella gente de aquella manera.
Una de las guardas de a caballo respondió que eran galeotes, gente de Su
Majestad que iba a galeras, y que no había más que decir, ni él tenía más que
saber.
-Con todo eso -replicó don Quijote-, querría saber de cada uno dellos en
particular la causa de su desgracia.
Añadió a éstas otras tales y tan comedidas razones, para moverlos a que dijesen
lo que deseaba, que la otra guarda de a caballo le dijo:
-Aunque llevamos aquí el registro y la fe de las sentencias de cada uno destos
malaventurados, no es tiempo éste de detenerles a sacarlas ni a leellas; vuestra
merced llegue y se lo pregunte a ellos mesmos, que ellos lo dirán si quisieren,
que sí querrán, porque es gente que recibe gusto de hacer y decir bellaquerías.
Con esta licencia, que don Quijote se tomara aunque no se la dieran, se llegó a
la cadena, y al primero le preguntó que por qué pecados iba de tan mala guisa.
Él le respondió que por enamorado iba de aquella manera.
-¿Por eso no más? -replicó don Quijote-. Pues, si por enamorados echan a
galeras, días ha que pudiera yo estar bogando en ellas.
-No son los amores como los que vuestra merced piensa -dijo el galeote-; que los
míos fueron que quise tanto a una canasta de colar, atestada de ropa blanca, que
la abracé conmigo tan fuertemente que, a no quitármela la justicia por fuerza,
aún hasta agora no la hubiera dejado de mi voluntad.
Fue en fragante, no hubo lugar de tormento; concluyóse la causa, acomodáronme
las espaldas con ciento, y por añadidura tres precisos de gurapas, y acabóse la
obra.
-¿Qué son gurapas? -preguntó don Quijote.
-Gurapas son galeras -respondió el galeote.
El cual era un mozo de hasta edad de veinte y cuatro años, y dijo que era
natural de Piedrahíta. Lo mesmo preguntó don Quijote al segundo, el cual no
respondió palabra, según iba de triste y malencónico; mas respondió por él el
primero, y dijo:
-Éste, señor, va por canario; digo, por músico y cantor.
-Pues, ¿cómo -repitió don Quijote-, por músicos y cantores van también a
galeras?
-Sí, señor -respondió el galeote-, que no hay peor cosa que cantar en el ansia.
-Antes, he yo oído decir -dijo don Quijote- que quien canta sus males espanta.
-Acá es al revés -dijo el galeote-, que quien canta una vez llora toda la vida.
-No lo entiendo -dijo don Quijote.
Mas una de las guardas le dijo:
-Señor caballero, cantar en el ansia se dice, entre esta gente non santa,
confesar en el tormento. A este pecador le dieron tormento y confesó su delito,
que era ser cuatrero, que es ser ladrón de bestias, y, por haber confesado, le
condenaron por seis años a galeras, amén de docientos azotes que ya lleva en las
espaldas. Y va siempre pensativo y triste, porque los demás ladrones que allá
quedan y aquí van le maltratan y aniquilan, y escarnecen y tienen en poco,
porque confesó y no tuvo ánimo de decir nones.
Porque dicen ellos que tantas letras tiene un no como un sí, y que harta ventura
tiene un delincuente, que está en su lengua su vida o su muerte, y no en la de
los testigos y probanzas; y para mí tengo que no van muy fuera de camino.
-Y yo lo entiendo así -respondió don Quijote.
El cual, pasando al tercero, preguntó lo que a los otros; el cual, de
presto y con mucho desenfado, respondió y dijo:
-Yo voy por cinco años a las señoras gurapas por faltarme diez ducados.
-Yo daré veinte de muy buena gana -dijo don Quijote- por libraros desa
pesadumbre.

99

-Eso me parece -respondió el galeote- como quien tiene dineros en mitad del
golfo y se está muriendo de hambre, sin tener adonde comprar lo que ha menester.
Dígolo porque si a su tiempo tuviera yo esos veinte ducados que vuestra merced
ahora me ofrece, hubiera untado con ellos la péndola del escribano y avivado el
ingenio del procurador, de manera que hoy me viera en mitad de la plaza de
Zocodover, de Toledo, y no en este camino, atraillado como galgo; pero Dios es
grande: paciencia y basta.
Pasó don Quijote al cuarto, que era un hombre de venerable rostro con una barba
blanca que le pasaba del pecho; el cual, oyéndose preguntar la causa por que
allí venía, comenzó a llorar y no respondió palabra; mas el quinto condenado le
sirvió de lengua, y dijo:
-Este hombre honrado va por cuatro años a galeras, habiendo paseado las
acostumbradas vestido en pompa y a caballo.
-Eso es -dijo Sancho Panza-, a lo que a mí me parece, haber salido a la
vergüenza.
-Así es -replicó el galeote-; y la culpa por que le dieron esta pena es por
haber sido corredor de oreja, y aun de todo el cuerpo. En efecto, quiero decir
que este caballero va por alcahuete, y por tener asimesmo sus puntas y collar de
hechicero.
-A no haberle añadido esas puntas y collar -dijo don Quijote-, por solamente el
alcahuete limpio, no merecía él ir a bogar en las galeras, sino a mandallas y a
ser general dellas; porque no es así comoquiera el oficio de alcahuete, que es
oficio de discretos y necesarísimo en la república bien ordenada, y que no le
debía ejercer sino gente muy bien nacida; y aun había de haber veedor y
examinador de los tales, como le hay de los demás oficios, con número deputado y
conocido, como corredores de lonja; y desta manera se escusarían muchos males
que se causan por andar este oficio y ejercicio entre gente idiota y de poco
entendimiento, como son mujercillas de poco más a menos, pajecillos y truhanes
de pocos años y de poca experiencia, que, a la más necesaria ocasión y cuando es
menester dar una traza que importe, se les yelan las migas entre la boca y la
mano y no saben cuál es su mano derecha. Quisiera pasar adelante y dar las
razones por que convenía hacer elección de los que en la república habían de
tener tan necesario oficio, pero no es el lugar acomodado para ello: algún día
lo diré a quien lo pueda proveer y remediar. Sólo digo ahora que la pena que me
ha causado ver estas blancas canas y este rostro venerable en tanta fatiga, por
alcahuete, me la ha quitado el adjunto de ser hechicero; aunque bien sé que no
hay hechizos en el mundo que puedan mover y forzar la voluntad, como algunos
simples piensan; que es libre nuestro albedrío, y no hay yerba ni encanto que le
fuerce. Lo que suelen hacer algunas mujercillas simples y algunos embusteros
bellacos es algunas misturas y venenos con que vuelven locos a los hombres,
dando a entender que tienen fuerza para hacer querer bien, siendo, como digo,
cosa imposible forzar la voluntad.
-Así es -dijo el buen viejo-, y, en verdad, señor, que en lo de hechicero que no
tuve culpa; en lo de alcahuete, no lo pude negar. Pero nunca pensé que hacía mal
en ello: que toda mi intención era que todo el mundo se holgase y viviese en paz
y quietud, sin pendencias ni penas; pero no me aprovechó nada este buen deseo
para dejar de ir adonde no espero volver, según me cargan los años y un mal de
orina que llevo, que no me deja reposar un rato.
Y aquí tornó a su llanto, como de primero; y túvole Sancho tanta compasión, que
sacó un real de a cuatro del seno y se le dio de limosna.
Pasó adelante don Quijote, y preguntó a otro su delito, el cual respondió con no
menos, sino con mucha más gallardía que el pasado:
-Yo voy aquí porque me burlé demasiadamente con dos primas hermanas mías, y con
otras dos hermanas que no lo eran mías; finalmente, tanto me burlé con todas,
que resultó de la burla crecer la parentela, tan intricadamente que no hay
diablo que la declare. Probóseme todo, faltó favor, no tuve dineros, víame a
pique de perder los tragaderos, sentenciáronme a galeras por seis años,

100


Click to View FlipBook Version