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Published by Juan Pablo Bellini, 2023-09-24 07:14:57

UN DRAGÓN DE MORONDANGA

Superpoder

Valeria Daveloza Catalina Lábaque Sartori con ilustraciones de Un cuento de Esta historia no sucedió hace muchos años en un reino muy lejano. Ocurrió acá a la vuelta, en un pueblo chiquito. Y si bien es cierto que tenía un rey, eso duró poco, gracias a un dragón y a la gente de Morondanga.


Un dragón de Morondanga un cuento de Valeria Daveloza Catalina Lábaque Sartori con ilustraciones de


Así es el pueblo de Morondanga, sus habitantes y costumbres Capítulo I


5 sta historia no sucedió hace muchos años en un reino muy lejano. Ocurrió acá a la vuelta, en un pueblo chiquito. Y si bien es cierto que tenía un rey, eso duró poco, gracias a un dragón y a la gente de Morondanga. Este pueblito es como los de postal. Tranquilo, con un río, campos sembrados y gente amable que se conoce desde siempre. Los domingos se da la vuelta del perro, los más jóvenes se encuentran en la plaza, y los vecinos salen a tomar mate en las veredas rojas y verdes.


6 Allí, como en muchos otros pueblos, había personas y personajes; y cada uno cumplía su papel como mejor sabía. Doña Benita, por ejemplo, era la sabia del pueblo. A mí me juraron que ya había nacido abuelita. Era buena para contar cuentos y curar con yuyos, y aunque no era más alta que algunos de los chicos más chicos, todos en Morondanga la querían y escuchaban lo que decía. También estaba don Jacinto, dueño del mejor restaurante del Mundo (Mundo se llamaba el pasaje en el que estaba el mejor y único restaurante del pueblo). Con bigotes poblados como un cepillo y una panza que contaba su carrera como cocinero, don Jacinto había tenido el honor de ganar el Primer Premio al Mejor Alfajor de Maicena del Mundo (en este caso, no por el pasaje, sino por un concurso internacional).


7 Por ahí, y entre medio de los sembrados, escondidos detrás de las puertas o espiando los resultados de sus bromas, estaban los mellizos Flor, ¡un azote para los serios! Se especializaban en gente sin sentido del humor y nada se les escapaba: chicharras de mano, almohadones con ruido, caramelos picantes, o chocolates que pintaban la boca. Pero como eran amables y siempre estaban dispuestos a ayudar al que lo necesitara, todos en el pueblo se reían con sus inventos. ¿Todos? Bueno… todos, todos, no.


8 La familia Tacatán no se reía. Ni mucho, ni nunca. Eran los únicos en Morondanga que no iban a la plaza y no tomaban mate en las veredas rojas y verdes. En primer lugar, porque sus veredas eran negras. En segundo lugar, porque habían hecho su casa lejos del pueblo y no se juntaban con los vecinos. Y en tercer lugar, porque decían que ellos sí eran una familia seria e importante, no como los de Morondanga (aunque ellos también fueran morondangueños). Los bisbisbisbisabuelos Tacatán habían llegado en un coche enorme un día, anunciando que tenían negocios importantes. Se quedaron en Morondanga, pero nunca se sintieron parte del pueblo. Ni siquiera cuando fueron naciendo los nuevos tacatanes. Sí, es cierto que todos iban a la escuela. Sí, es cierto que todos comían en el mejor restaurante del Mundo. Sí, es cierto que todos compraban en la misma panadería, verdulería y farmacia. Pero los Tacatán pensaban que eran diferentes.


9 Tan diferentes se creían que un domingo apareció en la plaza Eleuterio, el bisbisbisbisnieto Tacatán, con una escalerita y un megáfono cargados por su ayudante. Eleuterio Tacatán se subió a la escalerita (porque era petiso, pero quería que todo el pueblo lo mirara desde abajo), encendió el megáfono y dijo:


10 ¡Pueblo! ¿No están hartos de ser un pueblo cualquiera? ¿No están hartos de no ser diferentes, especiales, MEJORES? A partir de hoy, ¡todo eso cambiará! Porque yo, Eleuterio Tacatán, ¡seré rey de Morondanga y este pueblo dejará de ser pueblo! ¡A partir de hoy será Reino de Morondanga!


11 Los vecinos se miraron entre ellos y después miraron fijo a los mellizos Flor, pensando en cómo habían hecho para convencer a un Tacatán de participar en una broma tan grande. Pero los mellizos levantaron los hombros diciendo: «¡De esto no sabemos nada!». Entonces, los vecinos se volvieron a mirar entre ellos, miraron a Eleuterio, arriba de su escalerita, y se quedaron en silencio. El rey empezaba a ponerse nervioso cuando los mellizos Flor gritaron: «¡Viva el rey Petiso!». Y la gente del pueblo, entendiendo que toda la situación era muy ridícula gritó a coro: «¡Viva el rey Petiso!». Y aunque a Eleuterio Tacatán le hubiera gustado un apodo más impresionante como El Magnánimo, El Sabio o incluso El Cruel, cuando escuchó que todo el pueblo lo coreaba rey, entendió que por fin Morondanga había comprendido que los Tacatán eran diferentes, especiales, mejores. En los días que siguieron, nada cambió en Morondanga. Los vecinos siguieron haciendo sus cosas y el rey Petiso se encerró en su casa a pensar cuáles iban a ser las medidas reales que iba a imponer en este pueblo.


12 Ni doña Benita, ni don Jacinto, ni los mellizos Flor, ni el rey Petiso sabían que la vida tranquila de Morondanga estaba a punto de cambiar.


Capítulo II De cómo vino a nacer un dragón en Morondanga


15 Alos pocos días de que Eleuterio Tacatán decidiera, él solito, ser rey de Morondanga, apareció rodando un huevo. Vino desde los sembradíos y rodando es un decir. Como todo huevo, era ovoide y entonces se sacudía para un lado y para el otro, a veces más derechito y a veces girando por las puntas. Pasó por el camino viejo, por las veredas, por la plaza, por el pasaje Mundo hasta que chocó en la puerta del restaurante, justo, justo en el mismo momento en


16 que don Jacinto le contaba a doña Benita su nuevo proyecto: El omelette más grande del mundo. ¡Qué decir de la cara de don Jacinto! ¡Y qué decir de los vecinos que venían siguiendo al ovoide desde los sembradíos! Todos estaban con cara de: ¡OHHHHHH! Doña Benita miró al ovoide, le puso la mano con cuidado, como si le tomara la fiebre y entonces dijo: «Este huevo ha elegido Morondanga para vivir. ¿Por qué? Todavía no lo sabemos. Pero… ¡a quién se le ocurre discutir con un huevo!». Como era un huevo bastante grande y pesado, doña Benita pidió ayuda y el pueblo de Morondanga ahí nomás se organizó: Don Jacinto aportó un canasto grande para que no se rompiera, ¡y no le costó nadita sacrificar su sueño del omelette más grande del mundo!


17 El club de tejido le hizo una funda para que no se enfriara. Los sembradores lo pusieron en una carretilla para que fuera más fácil trasladarlo. La ingeniera armó un sistema de lámparas para que terminara de crecer.


18 El maestro aportó libros de cuentos y poesía porque todos saben que es bueno leer desde la panza (o desde el huevo, en este caso). Los más chicos se turnaron para leerle y contarle chistes.


19 A los mellizos Flor, los miraron de reojo, pero se portaron tan, pero tan responsables que nadie dudó en dejarlos cuidar al futuro ciudadano de Morondanga. Cuando se organizaron los turnos y el huevo pasó los días yendo de casa en casa, todos quedaron de acuerdo en que los domingos el ovoide iba a la plaza con los vecinos. ¿Todos estaban de acuerdo? Bueno… todos, todos, no.


20 El rey Petiso no tenía idea de lo que estaba pasando en el pueblo, pero justo ese domingo tenía pensado anunciarles a sus súbditos sus grandes planes. Claro que no sabía que sus proyectos de estatuas, cambio de nombre de las calles, impuestos para hacerse más rico y la fiesta en su honor, iban a quedar en el olvido porque un dragón tenía pensado venir al mundo en Morondanga, justo, justo, ese mismo domingo.


Capítulo III De cómo el rey se enfrenta al dragón (y al pueblo)


23 E l domingo amaneció soleado, con una linda brisa que hacía flotar olor a brotes nuevos. El huevo había pasado la noche en lo de la ingeniera, que se asustó muchísimo cuando el huevo hizo: «¡Atchís!». La ingeniera, preocupada, llamó al maestro que vivía al lado. El maestro le tocó la puerta a don Jacinto, y el cocinero alertó a los mellizos Flor. Los mellizos llamaron al club de tejido y el club entero convocó a los sembradores, a la panadera, al verdulero, al farmacéutico y, claro, a doña Benita. ¡El huevo estornudó! El eco rebotaba por las calles por las calles y callecitas de Morondanga. Para cuando todos llegaron a la plaza, el huevo ya estaba instalado en el centro de la ronda donde empezaban a ir y venir los mates. Doña Benita, otra vez, le apoyó la mano con cuidado, como si le tomara la fiebre y dijo: «¡Hoy nace un ciudadano de Morondanga!». Todos aplaudieron y empezaron a preguntar: «¿Cómo se espera a lo que sea que salga del huevo?».


¿Hirviendo agua? «Sí, para los ñoquis», dijo don Jacinto. ¿Tejiendo ropita? «Sí, para entretenerse en la espera», dijo el maestro. ¿Haciendo chistes? «Sí, para aliviar la tensión», dijo el farmacéutico. «¿Avisando al rey Petiso?», preguntaron los mellizos. «¡Nooooo!», dijo todo el mundo, festejando la broma. Lo que sí pasó es que don Jacinto se puso a hacer sus famosos alfajores de maicena para poder convidar apenas naciera. ¿Qué es lo que iba a nacer? Nadie sabía, pero a nadie le preocupaba. Fuera lo que fuera, el ovoide era ya un morondangueño más. Porque si algo sabía la gente de Morondanga, es que uno pertenece al lugar donde lo quieren y lo cuidan, no importa de qué especie sea. 24


Entre mates, chistes, tejido y agua hirviendo se fue pasando la mañana, mientras todo Morondanga cuidaba al futuro vecino o vecina. ¿Todos? Bueno… todos, todos, no. Mientras el pueblo estaba en ronda compartiendo la espera, el rey Petiso llegó con su megáfono y su escalerita cargados, claro, por su ayudante. ¡Y no pudo creer lo que vio! Todo el pueblo le prestaba atención a un huevo. Enorme, sí, pero huevo al fin. Huevo y no rey. Y eso le dio una rabia que se le subió a los cachetes y lo dejó colorado, rabioso, protestando y… solo. El pueblo estaba tan ocupado que nadie lo había visto llegar. El rey Tacatán se trepó rápido a la escalerita, agarró el megáfono y pegó un grito desafinado y todo enojado: 25


26 ¡¿Qué están haciendo acá?! ¡¿Con el permiso de quién están criando un huevo de vaya a saber qué raro y peligroso bicho?! ¡Ya mismo lo llevan a mi pajarera!


27 Y claro, entre los gritos desafinados y el ruido del megáfono la gente se dio vuelta en el mismo momento en que el huevo hacía ¡crick, crack!, y mandaron al rey a hacer ¡chitón! con los dedos cruzando las bocas de todo Morondanga. Por un momento, el rey se quedó mudo del enojo y fue cuando el pueblo se puso a ver cómo se iba quebrando el huevo y de él asomaba… Una punta (¿Cuerno? ¿Oreja? ¿Ala? ¿Pico? Imposible decirlo). Un ojo, que se abría y cerraba con enormes pestañotas. Un hocico con dos huequitos de nariz. «¡Un lagarto!», «¡Cocodrilo!», «¡Iguana!», «¡Tortuga!»… Gritaban alegres los morondangueños, felices de que al fin naciera un nuevo ciudadano. Cuando del huevo salió un dragón con dos alas, dos ojos con pestañotas, una nariz respingona, cuatro patas regordetas con sus respectivas garras, una cola fuerte con escamas y una panza redondita, pachona y tibiecita, todos dijeron: ¡OHHHHHH!


29 ¿Todos? Bueno… todos, todos, no. A Eleuterio Tacatán le agarró un enojo tan furioso que la voz le salió, otra vez, aguda y desordenada: ¿Se puede saber qué es eso? ¿Por qué este ser nació sin mi real permiso? ¿Acaso lo anotaron en la real cédula de inscripción? ¿Cómo se atreven a pasar por encima de mi real autoridad? ¡En este pueblo de Morondanga nadie nace si yo no doy el real permiso!


30 Todos estaban saludando y abrazando al nuevo ciudadano; entre las risas, los besos y las caricias, ninguno hizo caso de la voz chillona que, del enojo que tenía el rey, sonaba tan, pero tan finita, que la habían confundido con el silbido de una pava y nadie le hizo caso. Lo que este pueblo de Morondanga no sabía, era que cuando un rey –por más petiso que sea– se siente ofendido, se puede poner muy, pero muy furioso y eso quiere decir, muy, pero muy peligroso.


Capítulo IV De lo que sucedió en la plaza


33 E l dragón abrió los ojos, pestañeó varias veces y empezó a hacer unos ruidos como de gato ronroneando al sol. Los vecinos se turnaban para saludarlo, darle un beso en la punta del hocico o rascarle un poco la espalda ahí, justo entre las dos alas. Mientras el pueblo saludaba al dragón, el rey Petiso le había indicado a su ayudante que fuera a traer la escopeta del bisbisbisbisabuelo Tacatán, y apenas la tuvo en la mano, se trepó a la escalera y empezó a cargarle unas balas gordas, enormes y pesadas. La brisa de esa mañana traía el perfume de los campos en flor y del sol de un domingo de primavera. Todo junto parece muy lindo, pero a los dragones recién nacidos tanto perfume les da alergia y el dragón empezó con los atchís a repetición. El primer atchís le chamuscó las puntas del bigote a don Jacinto que se las apagó rápido con el repasador. El segundo atchís le quemó el tejido a don Pedro que estaba terminando una mañanita para su señora. Y el tercer atchís terminó en el pañuelo que doña Benita había mojado en un té de yuyos y que aplicó con cariño en el hocico del dragón; y de esa forma, pararon un poco los atchices incendiarios.


34 ¡Todos se sorprendieron muchísimo cuando el dragón les pidió perdón! ¡Y es que claro! Con tanto cuento, tanto chiste, tanta poesía que le habían leído o contado dentro del huevo, no era raro que el dragón hubiese aprendido a hablar. ¿Todos se sorprendieron mucho? Bueno… todos, todos, no. Ahí fue cuando Morondanga se dio cuenta que el rey Petiso estaba loco. Dando gritos y revoleando la escopeta del bisbisbisbisabuelo por ahí, amenazando con sacar a los escopetazos a ese bicho peligroso y desautorizado de su reino. En vano fue que doña Benita le pidiera calma. El rey, maleducado le dijo: ¡Callate, vieja! En vano fue que don Jacinto lo amenazara con no cocinarle más. El rey, grosero dijo: ¡Callate, panzón! En vano fue que el farmacéutico le dijera que no gritara. El rey, malo, malísimo le dijo: ¡Callate, anteojudo! ¡Y así siguió! Ofendiendo a todos, gritándoles que se callen, diciendo cosas que jamás los vecinos se habían dicho entre sí.


35 Y así hubiera seguido si no fuera porque el dragón dio cuatro pasos al frente, y de manera muy calmada le dijo: En este pueblo de Morondanga no hay lugar para los maleducados. Acá somos todos ciudadanos, no importa si tenemos años, panza, anteojos, escamas o alas. Y diciendo esto, estornudó sobre la escopeta del bisbisbisbisabuelo y la derritió toda, toda, todita.


36 El rey, rojo del enojo, empezó a amenazar y a gritarle a su ayudante para que hiciera algo. Y el ayudante, cansado de los gritos, de que Eleuterio Tacatán se sintiera «diferente», «especial», «mejor» que la gente de Morondanga, hizo algo: Miró al rey Petiso, miró al pueblo, y sin decir ni mu, soltó la escalerita, ¡y el rey se fue de trompa al piso! Todos festejaron que el ayudante se sumara al pueblo de Morondanga, y el dragón aprovechó la ocasión para lanzar unas llamitas, quemar el pantalón de Tacatán y dejarle los calzones al aire.


37 Doña Benita, con todo el pueblo detrás, exayudante y dragón incluidos, dijo: «Yo seré viejita y chiquita, pero sé mejor que nadie que en este pueblo nunca hubo ni habrá un rey caprichoso que nadie mandó a llamar». Eleuterio Tacatán quiso amenazarlos, pero el dragón le dejó muy en claro que había decidido vivir en Morondanga y que, aunque fuera redondito y pachón, siempre sabría sacar llamas para quemar los pantalones que hiciera falta. Y entonces… ¿Qué pasó después? Bueno… el pueblo de Morondanga siguió como siempre, aunque don Jacinto cocinó más que de costumbre porque el dragón terminó siendo un gran comedor de alfajores de maicena. Y doña Benita tuvo que preparar más té de yuyos que nunca, porque así como el dragón comía, se agarraba unos dolores de panza tamaño dragón. Por lo demás, el dragón se hizo de Morondanga nomás. Ayuda en la cosecha, lleva agua en los veranos, prende el fuego en los inviernos, enseña a leer y a escribir en la escuela, sostiene los ovillos del club de tejido, y le hace bromas a los mellizos Flor.


40 ¿Y el rey Petiso? Ese día se fue de la plaza, indignado y amenazando a todos. Y aunque nunca más volvió a Morondanga… ¡Cuidado! Dicen que anda por ahí buscando un pueblo que se quiera sentir diferente, especial, mejor, para dividir y reinar.


FIN


Edición: Lisa Daveloza Edición de arte y diseño: Juan Pablo Bellini Daveloza, Valeria Un dragón de Morondanda / Valeria Daveloza; Catalina Lábaque Sartori; Editado por Lisa Daveloza González; Ilustrado por Catalina Lábaque Sartori. - 1a ed. ilustrada. Córdoba : Superpoder, 2023. 44 p. : il. ; 235 x 150 cm. ISBN 978-987-47322-3-1 1. Ciudadanía. 2. Solidaridad. 3. Derecho de Migración. I. Daveloza González, Lisa, ed. II. Lábaque Sartori, Catalina, ilus. III. Título. CDD A863.9282 Un dragón de Morondanga Primera edición: Septiembre 2023 Superpoder Laprida 915, B.° Observatorio (5000) Córdoba, Córdoba, Argentina Libro impreso en Argentina.


Un dragón de Morondanga


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