DIARIO JAEN. MARTES 29 / 8 / 2023. PÁGINA 27 GUADALQUIVIR Nunca un nombre engañó tanto: Cualquier persona podría pensar, si no conoce este paraje, que el Charco de la Pringue es una balsa de agua sucia. No hay nada más lejos de la realidad, puesto que el también conocido como Charco del Aceite es una piscina natural formada por el antiguo cauce del río Guadalquivir que sorprende a sus visitantes por el color turquesa que presumen sus aguas. El nombre con el que se conoce a este oasis jiennenses proviene de una leyenda que afirma que un burro cargado de aceite se resbaló y cayó en el interior de la gran balsa de agua, lo que originó que adquiriera un color que, más allá de cualquier tono de azul, es comparado por muchos con el del aceite de Jaén. Cuentos aparte, el Charco del Aceite es una auténtica playa de interior. PLAYAS NATURALES
DIARIO JAÉN. MARTES 29 DE AGOSTO DE 2023 28 | Salto de agua hacia un paraíso veraniego: Solo hay que circular por la vía que lleva hasta Villanueva del Arzobispo. A tan solo seis kilómetros del municipio, hay que tomar un desvío que por destino tiene el Charco de la Pringue, un lugar perfecto en el que disfrutar del agua y del sol, una gran piscina natural que cuenta con numerosos y variados alicientes: estanque de agua con un rebosadero, chinringuito, zonas adecuadas
DIARIO JAÉN. MARTES 29 DE AGOSTO DE 2023 | 29 CHARCO DEL ACEITE para hacer barbacoas y otra de piedras desde la que los viajeros se zambullen en el agua, uno de los deportes más practicados por quienes deciden acercarse por este mágico rincón de la provincia de Jaén. No se puede hablar de la fauna acuática de esta zona sin referirse a la trucha común, aunque no es raro ver barbos, bogas y nutrias, todo ello aderezado por una vegetación de pinos, fresnos, adelfas y otras especies. 8
DIARIO JAÉN. MARTES 29 DE AGOSTO DE 2023 | 30 | Como en todo el Parque Natural, en Las Villas la cocina tenía su base en la matanza, la reserva proteica para todo el año, el aceite, la harina, legumbres y los socorridos productos de la huerta, prácticamente todo de cosecha propia. Si era invierno, las migas eran el desayuno para ir a recoger la aceituna con temperaturas bajo cero. Antes, en la última quincena de noviembre, se había hecho la matanza de los cochinos que habíamos comprado el año anterior, de “estete” (recién destetados) en la feria de Beas, por la Virgen de la Paz, o en Villanueva del Arzobispo, por San Miguel, que eran una “bendición” (la base de la alimentación), para todo el invierno y parte del año. Los “lienzos” de tocino nos proporcionaban las “tajás” (ahora se dice torreznos), con las que acompañábamos las migas de harina, además de algún pimiento “colorao seco” que habíamos recogido en la última “restribá” (recolección) que dábamos al hortal. A la una de la tarde, nos reuníamos y tomábamos un moje de garbanzos con cebolla y algo de bacalao, todo bien rehogado con aceite y un poco de chorizo de patata con picante asado a la lumbre con un “pestuga” de oliva que utilizábamos a modo de pincho para asar el choricete. De postre siempre caía alguna “raspa” (racimo) de uvas pasas o alguna nuez con higos secos que nos servían para hacernos un casado. Finalizada esta tarea, sobre las siete de la noche, nos esperaba un gratificante cocido o potaje de habichuelas que había cocido durante todo el día junto a la lumbre de la chimenea. De postre, era muy habitual una ensalada de granada o una compota de membrillo. Pasado el invierno, alternábamos la asistencia a la escuela con la preparación de las tierras para las siembras de los cultivos que complementaban nuestra despensa e incluso la de nuestros animales domésticos. En estos casos, los desayunos eran más livianos, a base de achicoria y un buen tazón de leche de la cabra, que para esos menesteres teníamos en la casa, acompañados de picatostes, tortas de manteca o de chicharrones o unas buenas rebanadas de pan con aceite, tomate y jamón, que hacía mi madre en el horno casero cada quincena y que bien guardado en una bolsa de plástico, metido en una orza de barro, aguantaba perfectamente hasta la próxima. En estas épocas, pronto se preparaba un ajo de harina y que, en época de “guizcanos” (nízcalos les llaman fuera de la sierra) y bien picante, es una comida que ya quisieran comer en más de una mesa de postín, a pesar de su poca presencia. Le ocurre lo mismo a los “galianos”, que es una comida de pastores a base de tortas de harina y alguna que otra perdiz, conejo y hasta liebre, que en su diario trasiego por estas tierras tan trabajosas, lograban cazar con sus perros, que también lo hacían por interés, ya que siempre se beneficiaban de tan jugoso y trabajado manjar. Los “andrajos” tienen prácticamente la misma base, pero aquellos son jugosos, casi secos y estos se acompañan de un nutritivo caldo aromatizado con hierbabuena. Una vez que los hortales empezaban a dar sus frutos, admiraba la imaginación de nuestras madres para hacer, casi a diario, platos distintos y sabrosos, teniendo como base la patata. Destacaba el “ajoatao”, una comida que con cuatro patatas, unos huevos, ajo y el aceite que precise, es capaz de consolar a muchas criaturas, pues al fin y al cabo, son comidas de subsistencia, como es esta tierra serrana de Las Villas. Recuerdo, en esta época de abundancia en la huerta, un plato, el tomate frito, con pimientos o sin ellos, que se daba en todas las casas y que siempre era muy socorrido, ya que se puede acompañar con todo tipo de carnes, huevos e incluso “viudo” (sin acompañamiento). Le decíamos fritao: cocido en el fuego de leña, con producto recolectado en su momento directamente de la mata, acompañado de pollo o magro de cerdo, es uno de los platos que mi memoria gustativa recuerda a diario y creo que es muy común en los pueblos de las Cuatro Villas, así como los embutidos, tanto frescos como los que se conservaban en las orzas, los lomos adobados o conservados en manteca, donde encontramos verdaderos especialistas. Recuerdo a un amigo que protestaba a su madre porque estaba cansado de tanto chorizo y envidiaba a los hijos de los empleados de la central y del pantano, que tenían economato y podían comer mortadela. Para las celebraciones, en estas tierras apartadas, se acudía a los corrales en busca de los conejos, pollos e incluso chotos o corderos que siempre se tenían para ocasiones especiales. Nunca podré olvidar el día en que la “hermana” Isabel tuvo que echar mano del mejor pollo del corral para “hacer un arroz” de conciliación porque Antonio “El Cañeíllas”, que se había llevado a la novia, asumió toda la responsabilidad y los novios se “echaron las bendiciones” en la Iglesia de El Tranco. POR ANTONIO ARROYO SERRANO Producto de temporada, a Dios gracia