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El Foro Ecuménico Social junto con la Fundación Internacional Jorge Luis Jorges realizaron jornadas sobre la literatura borgeana, que dialoga frecuentemente con los discursos que distintas culturas han elaborado acerca de lo divino. En esta publicación incluimos valiosos trabajos presentados en esos debates.

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Published by foroe, 2022-01-21 17:42:11

Borges, diálogo de las culturas y religiones

El Foro Ecuménico Social junto con la Fundación Internacional Jorge Luis Jorges realizaron jornadas sobre la literatura borgeana, que dialoga frecuentemente con los discursos que distintas culturas han elaborado acerca de lo divino. En esta publicación incluimos valiosos trabajos presentados en esos debates.

en que el pueblo de Dios buscaba el Nombre
en las vigilias de la judería (…).

El poema evoca el estado espiritual en que el lenguaje contiene al objeto, adonde no hay ob–
jectum, no hay ente fuera de la conciencia. Hace referencia al Paraíso, del cual fuimos
expulsados por el pecado de Adán a un lugar donde el lenguaje contenía al objeto; pero los
cabalistas creen que el Nombre –el espíritu– está entre nosotros y que se lo puede descifrar en
las letras de la Torah. Por su parte, el “candor del hombre” que “no tiene fin”, refiere a la
negación de la pérdida del espíritu.

Los límites: la aceptación de la pérdida del espíritu

Finalmente, los griegos aceptaron la pérdida y comenzaron a explorar la forma de ser de
nuestro limitado conocimiento, un conocimiento ceñido y parcial que no refiere la verdad, que
es siempre caótica, eterna e infinita, inconcebible para nuestra estrecha razón, para nuestro
lenguaje de la representación. También propusieron que vivimos en un cosmos artificial,
creado por nuestra conciencia con límites inexistentes, porque nos es imposible entender sin
ellos.

Nos referiremos en primer término a Tales de Mileto, uno de los Siete Sabios de
Grecia, y al desarrollo de la Geometría, que es la parte de las Matemáticas que estudia las
idealizaciones del espacio, en términos de las propiedades y medidas de las figuras
geométricas. La Geometría no estudia el espacio real en sí mismo, sino objetos ideales
(también conocidos como objetos matemáticos o geométricos), sus propiedades, relaciones y
teorías, construidos por abstracción de cualidades del espacio real. Las formas geométricas
son eso: la ley que reposa oculta en los objetos naturales y que “abstraemos”, la ley que une lo
diferente y lo vuelve comprensible, sujeto a las limitaciones de la razón. El único modo de
someter a la caótica realidad a una ley única es extraer, abstraer de las formas reales (que son
todas distintas) aquello que tienen en común. En efecto, las formas y cuerpos de la Geometría:
puntos, rectas, triángulos, cuadriláteros, todos los polígonos y poliedros, círculos, esferas, etc.,
están contenidas en las formas irregulares de la naturaleza y son su lenguaje, la ley que
permite entenderlas. Por tanto, la naturaleza aparentemente caótica está sometida a un orden
geométrico: no es un caos, es un cosmos, tiene un lenguaje, se puede entender porque está
sometida a una única ley.

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Más tarde Anaximandro, discípulo de Tales según Teofrasto, entendió el principio o

primer principio como una masa primordial infinita e ilimitada: apeiron. En griego peirar

significa fin, límite. Apeiron entonces significa “sin límites” o “indefinido”; pero de esta masa

sin límites deriva la existencia de un cosmos, un orden dinámico que se destruye y se

reconstruye con límites. A Anaximandro se le atribuye la siguiente sentencia: “De donde las

cosas tienen su origen, allí ocurre su destrucción como está ordenado. Porque se hacen justicia

y se compensan unos a otros por su injusticia según el orden del tiempo” (de Simplicius,

citado en Diels y Kranz). De modo que hay un cosmos que muere y renace según la Justicia,

Diké, que en este caso representa el orden, la compensación, el equilibrio dinámico. Tanto el

caos, el apeiron, como el cosmos, están siempre presentes.

Posteriormente, Heráclito de Éfeso, llamado el Oscuro, sostiene en la interpretación

más aceptada que “todo cambia” –“panta rei”–, con la conocida metáfora del río, por lo cual

no habría cosmos posible, o en todo caso es inasible para nosotros. Hay un orden

inalcanzable, que él designa como el fuego, el rayo –“to keraunos”– y otras veces como el

logos. Con lo cual habría un orden, pero se rige por leyes que no podemos conocer, nuestro

conocimiento es impotente ante el cambio frenético de la naturaleza.

Así, se va desarrollando en los presocráticos un dualismo que afirma la existencia de

un cosmos real, eterno e infinito, inalcanzable por nuestra razón, y otro cosmos inventado por

nosotros, artificial, falso, creado sobre el supuesto de límites inexistentes. Platón separa el

mundo perfecto de las Ideas, o mundo de las Formas, de nuestro conocimiento imperfecto,
que es una “reminiscencia” o “anamnesis”14 que nos ha quedado de esas Ideas, sin las cuáles

no existiría el mundo sensible en el que vivimos, mero recuerdo. De nuevo, encontramos un

cosmos inasible para la razón, que solo puede recordarlo, y una realidad caótica a la cual es

necesario ponerle límites para entender. Aristóteles desarrolla la dualidad en este mundo,

distinguiendo la esencia de la existencia, la materia de la forma, la sustancia del accidente y el

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14 En Fedón o “Sobre el Alma”, el siguiente diálogo sucede poco antes de la muerte de Sócrates. Platón describe
un grupo de hombres que está en una caverna desde su nacimiento y que solo puede mirar hacia la pared del
fondo. Lejos, hay una hoguera y la entrada de la cueva. Los hombres solo ven las sombras de los objetos que
pasan delante de las llamas, proyectadas en la pared a la que miran. No pueden ver otra cosa, entonces creen que
lo que ven, meras sombras, es la verdad. Si pudieran mirar la realidad que pasa detrás del fuego verían la verdad,
que es más profunda, completa, atemporal e infinita; pero no pueden. Si alguno por ventura pudiera desatarse,
salir y ver el Sol, vería la verdad, pero cuando se la contase a sus compañeros, no le creerían y serían capaces de
matarlo. Esta es la idea con la que Platón seguramente alude a la muerte de Sócrates. Al final del relato, se nos
dice que las sombras son el mundo irreal que vemos, el mundo sensible sujeto a límites. En cambio, el Sol fuera
de la caverna es el mundo inteligible de las Ideas absolutas, que no nos han sido dadas y que son el fundamento
de lo sensible. Entonces, lo que vemos es puro recuerdo, reminiscencia necesariamente limitada de aquellas
Ideas. La contemplación del Absoluto –que no tiene límites– no está entre nuestras facultades.

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acto de la potencia. Con esto evita un mundo suprasensible, pero cuando explica el
movimiento, solo puede atribuir el origen al conocido “primer motor inmóvil”.

De modo que, para existir, el dualismo de este mundo requiere una contradicción en
los términos, una afirmación inexplicable y caótica, un Ser tan misterioso como las Ideas
platónicas, como el Paraíso de Mekone o de los hebreos. Así, estamos nuevamente ante un
cosmos que no nos ha sido dado conocer, porque no podemos asir la infinitud ni la eternidad;
y ante un conocimiento necesariamente limitado de la realidad, porque nuestro intelecto
requiere límites.

Borges y los límites15

Veremos ahora la indagación, mejor dicho, la obsesión, de Borges con los límites, que
es comparable con la de los presocráticos. En el inicio del cuento “Tlön, Uqbar, Orbis
Tertius” hay sentencias que son signos definitivos del desarrollo del cuento. Borges nos
informa:

Debo a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar.
El espejo inquietaba el fondo de un corredor en una quinta de la calle Gaona, en
Ramos Mejía; la enciclopedia falazmente se llama The Anglo-American
Cyclopaedía (New York, 1917) y es una reimpresión literal, pero también morosa, de
la Encyclopaedia Britannica de 1902.

Tlön es entonces un descubrimiento hallado en la imagen, en el espejo y en el concepto, una
exposición de los instrumentos del límite: la enciclopedia. Para que no nos quepan dudas,
Borges enfatiza la falsedad; la imagen procede de un espejo, o sea que es la representación de
la representación, y el concepto surge de una enciclopedia falsificada a la cual se le han
agregado unas páginas.

Después de muchas vicisitudes, Borges nos informa que Tlön es un planeta, Uqbar un
país de Tlön y Orbis Tertius una enciclopedia en la que se concentra todo el conocimiento que
existe sobre Tlön. Y también nos comunica su famosa sentencia, tan irónica y tan terrorífica:

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! !!!!!!!!!!!!!!!!!!!!
15 Los textos referidos a “Tlön, Uqbar y Orbius Tertius” y “La lotería en Babilonia” han sido tomados con
algunas modificaciones de mi ensayo “Borges y Xul Solar: entre el lenguaje escrito y el lenguaje visual”,
Providence: Editorial, Inti, Revista de literatura hispánica, No. 87, 2018.

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“Los espejos y la paternidad son abominables porque multiplican el número de hombres”. Son
abominables porque multiplican la falsedad de lo soñado, de lo ilusorio, de las imágenes
infinitas de los espejos, con la multiplicidad real de los hombres que produce la paternidad.

Tlön ha sido inventado por un genio de múltiples saberes. Se trata de un genio que
podía coordinar a un grupo de ingenieros, a un grupo de geómetras, de metafísicos, de
científicos, de arquitectos. Los intelectuales, fabricantes de límites, son quienes, en definitiva,
pudieron hacer Tlön. Este bien podría haber sido inventado por el Spinoza de Borges, porque
es la construcción de un intelecto, no del espíritu. En el Génesis, en cambio, el Creador es el
espíritu, el Espíritu de Dios, que flotaba sobre las aguas, y quien con su Palabra convierte el
caos en cosmos; pero en Tlön no hay espíritu. Por eso Tlön ha sido inventado, porque el
intelecto solo puede “inventar”, transformar lo existente, en cambio el espíritu crea ex nihilo,
pone en existencia lo que no existía.

Tlön es, entonces, un supuesto país de un supuesto planeta, adonde se ha decidido
eliminar el error al que conduce la realidad. Con tal fin, se ha eliminado la realidad: solo
existe un idealismo absoluto y extremo, pura expresión de nuestro necesario límite, y no
existe la realidad. Por otra parte, el lenguaje de Uqbar no tiene sustantivos ni adjetivos. En
tanto no hay realidad que referir, no hay nada que re-presentar, de modo que eliminamos la
falsedad necesaria del dualismo razón/objeto. Así que solamente hay verbos, porque no
habiendo objetos ni realidad, solo queda el acontecer, ya que los sabios de Tlön no han
querido –o no han podido– destruir el tiempo. Por ejemplo, para decir que sale la luna, se dice
“lunecer”. No hay una Luna, solamente un acontecimiento: lunece.

Asimismo, la metafísica en Tlön es considerada una rama de la literatura fantástica.
Como no hay espacio, no hay extensión, ni hay ciencias, física, química, en fin, ninguna
ciencia que se refiera a algo por fuera del intelecto; por eso, la única ciencia que se admite
como tal es la psicología. La doctrina más escandalosa que hubo alguna vez en Tlön ha sido el
materialismo. Y en la literatura hay un único sujeto, o sea que todos los libros son sobre ese
mismo sujeto (¿será que ese sujeto es un Dios oculto y subversivo?).

En cierto momento, los habitantes de Tlön descubren en una caverna –fuerte
referencia a la “Alegoría de la Caverna” de Platón– ciertos objetos que representan con buena
aproximación a las ideas. Los llaman hrön, pero se los descarta rápidamente por falsos y se
declara que esos objetos no existen.

Buckley, un millonario norteamericano, uno de esos falsos personajes típicos de
Borges, quiere intelectuales puros, entonces prohíbe el testimonio más poderoso de lo
misterioso, de lo espiritual: prohíbe a Jesucristo, es decir que prohíbe el misterio. Buckley

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sostiene, además, que Dios no existe y que los hombres de Tlön deben demostrarle a ese Dios,

que no existe, que ellos son capaces de inventar un mundo. Estos hombres inventando un

mundo para un dios que no existe, ¿no nos recuerdan acaso a Spinoza, el intelectual que
quiere labrar un dios con la geometría?16

En este punto, Borges pone de manifiesto y dramatiza toda la vanidad ridícula del

absurdo intelectualismo, del positivismo científico, del sentido de suficiencia del intelecto,

que pese a la evidencia brutal persiste simplemente en negar lo que no puede saber. Tlön
detesta y niega la perplejidad de los sabios, y se afirma con Buckley en la vanidad de los

intelectuales. Y de Adán. En Tlön impera la pura falsedad y la soberbia, la creencia ciega en
inventar límites que nos consuelen de lo desmesurado del caos real; la única posibilidad es

negar la realidad y someterla a un idealismo absurdo. Esto quizás nos haga acordar a

Parménides, que, frente a la evidencia plantada por Heráclito, sostiene que toda la naturaleza,
todo el movimiento es una ilusión y que lo único que hay es el Ser inmóvil, absoluto,

integrador. Borges nos dice además que Tlön es un laberinto. Recordemos que el laberinto de
Creta, creado por Dédalo, un ingeniero, es el símbolo universal del intelecto sometido al

deseo. Y también nos advierte que Tlön está creado por ajedrecistas, por intelectuales, y no

por ángeles, por mensajeros del espíritu.
Al final, en un supuesto agregado de 1947 –aunque incluido ya en la primera aparición

del texto, en 1940– se nos dice con cierto dramatismo que hay un idealismo perverso que se
apoderó de todas las ciencias, de todas las artes, de todos los hombres y de todos los países, y

nos advierte: “el mundo será Tlön”. Es decir, un futuro tremendo, invadido por la soberbia y

la vanidad, donde se cree ciegamente en la existencia real de los límites impuestos por la
razón, se niega la extensión y el tiempo ilimitados, y ni siquiera se permite la perplejidad

frente a lo inasible, frente al misterio. Precisamente, en “Tlön…” Borges nos cuenta cuál es el

único modo de evadir el misterio y la perplejidad: el encierro en los límites del intelecto, la
burda negación de la misteriosa existencia.

En “La lotería en Babilonia” (Ficciones, 1944), Borges nos enfrenta al azar, que no es
sino un nombre suave del caos y del terror a la muerte, de la falta de límites, de apeiron. Se

trata de una ciudad hipotética que carece de nuestro simulacro de límites; no hay ciencia,

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16 Recordemos el poema “Baruch Spinoza” (La moneda de hierro, 1976): “Bruma de oro, el occidente alumbra/
la ventana. El asiduo manuscrito/ aguarda, ya cargado de infinito./ Alguien construye a Dios en la penumbra./ Un
hombre engendra a Dios. Es un judío/ de tristes ojos y de piel cetrina;/ lo lleva el tiempo como lleva el río/ una
hoja en el agua que declina./ No importa. El hechicero insiste y labra/ a Dios con geometría delicada;/ desde su
enfermedad, desde su nada,/ Sigue erigiendo a Dios con la palabra./ El más pródigo amor le fue otorgado,/ el
amor que no espera ser amado.

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religión ni ley que permitan el juego de la razón. Allí todo es puro caos, azar sin límite, sin
otra apariencia que su crueldad. En esta Babilonia de Borges la lotería empieza como un
juego y de a poco lo va abarcando todo. Hay una compañía misteriosa, la Compañía, que rige
todo sin límite alguno, está fuera del intelecto, sin ningún sentido para los hombres de
Babilonia, o con un sentido solo conocido por la Compañía. Entonces nadie entiende, ni
puede entender, porque nada está sujeto a la razón, con lo cual la Compañía manda y
determina la vida de todos, todo es injusticia pura, absoluta e imprevisible. No hay lógica, ni
matemáticas, ni ciencias; no hay religión, ni ley, ni metafísica, nada se entiende porque nada
está sujeto a los límites ficticios del intelecto. La lotería demuestra que no podemos vivir sin
nuestros límites, por falsos que sean.

Al final del cuento, el narrador nos dice que hay algunos que sostienen que la
Compañía es Dios, mientras que otros que esa Compañía ni siquiera existe. Peor aún, hay
algunos “heresiarcas” que sostienen que nunca existió ni existirá, y que todo es puro azar. Sin
embargo, si no existe la Compañía, no hay ninguna esperanza; del mismo modo, sin Dios no
hay esperanzas. Es importante observar que en “Tlön…” se negaba la misma existencia de la
realidad, para someterla a un orden ideal inexistente y arbitrario, al orden de los límites que
no existen. Inversamente, en la Babilonia de Borges se niega cualquier idea o sistema,
cualquier orden o límite, y se acepta el caos, el desorden y la implacable injusticia de la
realidad. Sin embargo, el resultado en ambos relatos es el mismo: no podemos vivir con puros
límites en un racionalismo que niega la realidad, pero tampoco podemos prescindir de ellos y
vivir en el caos y el azar. Vivimos en las sombras de la caverna.

Borges insiste en la falsedad de los límites. Dice en “Los espejos” (El hacedor, 1960):

Dios ha creado las noches que se arman
de sueños y las formas del espejo
para que el hombre sienta que es reflejo
y vanidad. Por eso nos alarman.

Nuevamente se pone de manifiesto que el misterio, eterno e infinito, es inasible para nosotros
y que solo podemos representar, reflejar con límites. Por eso estamos vacíos, somos pura
“vanidad”, pura soberbia, como Adán, que creyó que con el intelecto –el Árbol de la
Sabiduría del Bien y del Mal– sería igual a Dios.

Sin embargo, la expresión más directa de Borges sobre los límites se encuentra
justamente en el poema del mismo nombre, “Límites” (El otro, el mismo, 1964):

De estas calles que ahondan el poniente,
una habrá (no sé cuál) que he recorrido
ya por última vez, indiferente
y sin adivinarlo, sometido

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a quien prefija omnipotentes normas
y una secreta y rígida medida
a las sombras, los sueños y las formas
que destejen y tejen esta vida.

Si para todo hay término y hay tasa
y última vez y nunca más y olvido
¿Quién nos dirá de quién, en esta casa,
sin saberlo, nos hemos despedido?

Tras el cristal ya gris la noche cesa
y del alto de libros que una trunca
sombra dilata por la vaga mesa,
alguno habrá que no leeremos nunca.

Hay en el Sur más de un portón gastado
con sus jarrones de mampostería
y tunas, que a mi paso está vedado
como si fuera una litografía.

Para siempre cerraste alguna puerta
y hay un espejo que te aguarda en vano;
la encrucijada te parece abierta
y la vigila, cuadrifronte, Jano.

Hay, entre todas tus memorias, una
que se ha perdido irreparablemente;
no te verán bajar a aquella fuente
ni el blanco sol ni la amarilla luna.

No volverá tu voz a lo que el persa
dijo en su lengua de aves y de rosas,
cuando al ocaso, ante la luz dispersa,
quieras decir inolvidables cosas.

¿Y el incesante Ródano y el lago,
todo ese ayer sobre el cual hoy me inclino?
Tan perdido estará como Cartago
que con fuego y con sal borró el latino.

Creo en el alba oír un atareado
rumor de multitudes que se alejan;
son lo que me ha querido y olvidado;
espacio, tiempo y Borges ya me dejan.

Para todo hay límites, como para el espacio referido en las “calles que ahondan el poniente”,

y esos límites los fija alguien misterioso, que a su vez “prefija omnipotentes normas/ y una

secreta y rígida medida/ a las sombras, los sueños y las formas”, de modo que los límites han

sido inscriptos en nuestra conciencia por el Creador, no se pueden eludir. También la amistad

tiene el límite de la despedida, y el conocimiento de libros “que no leeremos nunca”; Jano, el

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de las encrucijadas que parecen abiertas, dirige el destino, el final,17 y se terminará también la

poesía simbolizada por “el persa” y “su lengua de aves y de rosas”.

La memoria tiene el límite del olvido, y la historia se perderá como Cartago, “que con

fuego y con sal borró el latino”.18 En el poema, Borges va describiendo los límites del tiempo

y del espacio, las categorías sin las cuales nuestra conciencia no existe, hasta que llega al

último límite: la extinción de su nombre, Borges, el artículo de su propia muerte. Porque así

somos de contradictorios; nacemos y morimos: tenemos límite. Pero, ¿qué sucedió antes y

después? ¿Podemos “concebir”, “imaginar” el misterio? ¿Podemos?

Los ciclos

Otro modo de ser de los límites son los ciclos. Este pensamiento consiste en sostener que la

aparente recta infinita del tiempo es parte de una circunferencia, y que la extensión infinita del

espacio es en realidad una esfera, de modo que siempre recorremos lo mismo y volvemos una

y otra vez al mismo instante y al mismo lugar. El olvido es el otro elemento esencial para el

pensamiento cíclico: olvidamos aquel lugar y aquel instante por el cual pasamos; por eso nos

parecen nuevos.

Salgamos por un momento de los griegos y de Borges para citar el Eclesiastés, que

contiene una expresión por demás elocuente de la “verdad cíclica”:

Todas las cosas fatigan más de lo que es posible expresar. ¡Los ojos nunca se cansan de
ver, ni se fatigan los oídos de oír! ¿Qué es lo que antes fue? ¡Lo mismo que habrá de ser!
¿Qué es lo que ha sido hecho? ¡Lo mismo que habrá de hacerse! ¡Y no hay nada nuevo
bajo el sol! No hay nada de lo que pueda decirse: ¡Miren, aquí hay algo nuevo!, porque
eso ya existía mucho antes que nosotros. Nadie recuerda lo que antes fue, ni nadie que
nazca después recordará lo que está por suceder.19

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! !!!!!!!!!!!!!!!!!!!!
17 Jano es el dios romano del comienzo y del final, de los límites. Por eso se lo representa con dos caras, una
hacia el pasado, lo terminado, y otra hacia el futuro, el porvenir. Se lo sitúa simbólicamente al final del año con
una cara hacia diciembre y la otra hacia enero. De su nombre deriva el del primer mes del año, ianuarius en
latín, con sus derivados en los idiomas romances y algunos germánicos. Un rostro mira hacia oriente, la puerta
de entrada para las almas que llegan a la tierra (oriente viene de oriris, nacer, de donde también viene
“oriundo”); el otro mira hacia occidente, la puerta por donde las almas abandonan los cuerpos físicos
(“occidente” viene de occiso). Al mirar hacia esos dos puntos cardinales, Jano equilibra el cosmos: abre o cierra
todo sobre la tierra con su voluntad. Los arcos que en Roma se dedicaron a este dios son de dos tipos: Jano
Bifrons y Jano Quadrifrons. Al último, que está en Roma, se refiere Borges. Jano cuadrifronte puede referirse al
comienzo y final de las cuatro estaciones o a la vigilancia que ejerce el dios en las encrucijadas, dirigiendo el
destino. (Cfr. Guillermo Bustamante Zamudio, “El maestro cuadrifronte”).
18 En la tercera Guerra Púnica, Escipión el Africano derrotó a los cartagineses en su tierra. Los romanos
destruyeron definitivamente a Cartago, la incendiaron y después araron con sal la traza de la ciudad.
19 Eclesiastés 1: 8-9

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Si admitimos el infinito en el tiempo y en el espacio, el conocimiento sería progresivo; pero
en el pensamiento cíclico el conocimiento es siempre regresivo, es una ilusión.

Entre los griegos se cree que el primero en afirmar que el conocimiento es ciclo fue
Pitágoras. Él sostuvo que había un cosmos, un orden que estaba fundado en leyes
matemáticas.20 Creía solamente en los números enteros y en las fracciones periódicas, de
modo que las escalas y los períodos se repetían cíclicamente. No hay eternidad en el tiempo,
sino ciclo. A su vez, los planetas giran alrededor de la Tierra, que es esférica, contenidos en
“esferas celestes”. Nuevamente, no hay infinito en el espacio, sino ciclo.

Un pitagórico, Hipaso de Metaponto, desarrolló la raíz cuadrada de dos, que arroja
como resultado una fracción infinita que carece de período. Los pitagóricos llamaron a estos
números álogos, o sea “irracionales”, que es como los llamamos hasta hoy. La aparición de
fracciones sin período, es decir infinitas, destruía toda la construcción de un cosmos
pitagórico cíclico, porque no hay ciclo en el infinito.21

Los estoicos, mucho más tarde, afirmaron la existencia de un cosmos regido por un
principio, pneuma, espíritu.22 Todo está previsto en el pneuma, una sucesión de causas y
efectos que determinan el universo y el tiempo, todo se repite. Tampoco existe el azar; lo que
no conocemos es olvido. Hay ciclos cósmicos que se repiten y que los estoicos llaman “aion”;
nosotros también somos repetición y olvido.

Borges y los ciclos

También Borges siente que todo es cíclico y se aproxima a Pitágoras en “La Noche Cíclica”:

Lo supieron los arduos alumnos de Pitágoras:
los astros y los hombres vuelven cíclicamente;
los átomos fatales repetirán la urgente
Afrodita de oro, los tebanos, las ágoras.

En edades futuras oprimirá el centauro
con el casco solípedo el pecho del lapita;
cuando Roma sea polvo, gemirá en la infinita
noche de su palacio fétido el minotauro.

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20 Mucho más adelante, Galileo dirá que “el universo está escrito en lengua matemática” (Il Saggiatore, 1623).
21 Hay varias versiones sobre la muerte de Hipaso de Metaponto. Algunos dijeron que fue arrojado al mar, otros
que fue asesinado por los pitagóricos, y otros que fue expulsado de la escuela y se erigió una tumba con su
nombre, simbolizando su muerte.
22 Es por lo menos curioso que el Misterio sea invocado siempre con el aire, o más bien el soplo que nos da la
vida. Así pneuma en griego, espíritu de spirare, en latín y ruaj en hebreo.

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Volverá toda noche de insomnio: minuciosa.
La mano que esto escribe renacerá del mismo
vientre. Férreos ejércitos construirán el abismo.
(David Hume de Edimburgo dijo la misma cosa).

No sé si volveremos en un ciclo segundo
como vuelven las cifras de una fracción periódica;
pero sé que una oscura rotación pitagórica
noche a noche me deja en un lugar del mundo
(…)
Vuelve la noche cóncava que descifró Anaxágoras;
vuelve a mi carne humana la eternidad constante
y el recuerdo ¿el proyecto? de un poema incesante:
«Lo supieron los arduos alumnos de Pitágoras…»

El poema termina con el mismo verso con que empieza, poniendo de manifiesto el ciclo que

aborda en sus versos. A su vez, en la “Nueva refutación del tiempo”, Borges se refiere a los

ciclos en la conciencia y vuelve a citar el célebre sueño de Chuang Tzu: Chuang Tzu soñó que
era una mariposa, y al despertar no sabía si era Chuang Tzu que había soñado que era una

mariposa o si era una mariposa que estaba soñando que era Chuang Tzu.
Por otra parte, en “Las ruinas circulares” Borges refiere el eterno sueño del hombre de

crear otro hombre: el Gólem, la criatura de Frankenstein. Se trata de un mago que llega en

canoa a un templo en la selva, con ese propósito, el de crear a un hombre. Intenta por varios
caminos, hasta que lo consigue soñando y lo considera un hijo. Lo educa, pero más tarde lo

envía a otro templo, despojándolo de toda memoria sobre su origen, porque no quiere que este
hijo que él ha inventado sepa que es solamente un sueño. Más tarde oye cuentos de viajeros

sobre un mago –su hijo– que puede caminar en el fuego sin quemarse, y teme que descubra

que es un sueño. Sin embargo, estos temores se interrumpen cuando un enorme incendio
forestal abrasa la selva y el templo del mago. Cuando las llamas lo cercan y lo deberían

consumir, advierte que no lo queman, que él es invulnerable al fuego. Entonces, se da cuenta
–"con alivio, con humillación, con terror"– de que él también es una ilusión y que él es un

sueño de otro. En términos geométricos, el mago advierte que la supuesta recta que existe

entre él y su hijo soñado es parte de una circunferencia en la cual ambos son sueños. Son
momentos de un ciclo.

¿Y por qué el alivio, la humillación y el terror? El alivio, porque finalmente descubre

que el conocimiento tiene límite, en este caso ciclo; la infinitud, el apeirón de Anaximandro,
tan temidos, no existen para nosotros. Luego, humillación por haber querido construir un

hombre vanamente, porque el hombre, el supuesto Gólem, es él mismo que también es
cíclicamente soñado. Terror, por último, porque todo intento adánico, toda pretensión de

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conocer lo mismo que Dios comiendo del sagrado Árbol, en este caso la creación de un
hombre, será castigada con la Expulsión del Paraíso, o como lo sucedido en Mekone, cuando
los hombres fueron separados de los dioses y perdieron el lenguaje del espíritu.

Laberinto

Antes de ingresar en el mítico laberinto de Creta es necesario hacer algunas
aclaraciones preliminares. Considero que los griegos, igual que los hebreos, sostienen en sus
mitologías la presencia del deseo irracional carente de libertad, porque ante todo somos
animales, seres animados que se mueven a diferencia de los vegetales. Pero además, en
nuestra existencia está presente el intelecto, la razón, que provoca la libertad de elegir, la
capacidad de entender todo aquello en que “hay término y hay tasa y última vez y nunca más
y olvido”. Entender es una función de la razón, entendemos todo aquello que no es infinito,
que no es eterno, lo cual está más allá de la razón. Mientras el deseo se rige por el instinto y
no elige, la razón elige, porque su reino es la libertad.

Si no lleváramos en nuestra conciencia los principios enunciados por Aristóteles, de
causa y efecto, materia y forma, sustancia y accidente, etc., allí, en la razón, terminarían
nuestros desvelos. Sin embargo, no es así: la pregunta por el origen, por la causa de la cual
nacen las sucesivas causas que son sucesivos efectos, nos asedia siempre; nos asedia la
eternidad que no se somete a la razón. Lo mismo puede predicarse del pretendido Universo,
del Cosmos, del orden de cuya existencia tampoco tenemos constancia. La infinitud, el caos,
tampoco se someten a la razón.

La eternidad y la infinitud pertenecen al espíritu, al pneuma, al ruaj, al Misterio que no
existe, que solamente es y allí no llega la razón.23 Tanto en el Éxodo como en Borges se
representa con maestría al Misterio que no puede ser entendido, que no puede “cifrarse en un
nombre”. Vanos son los intentos de dominar la eternidad y la infinitud con el intelecto; pero
la persistencia está en nuestro destino. A veces recurrimos al remedio de negar la eternidad y
la infinitud, nos resignamos a nuestra animalidad que absorbe a la razón, que se convierte en
meramente utilitaria: solo existe para satisfacer el deseo, con lo cual perdemos la libertad. Los

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! !!!!!!!!!!!!!!!!!!!!
23 “Dijo Moisés a Dios: He aquí que llego yo a los hijos de Israel, y les digo: El Dios de vuestros padres me ha
enviado a vosotros. Si ellos me preguntaren: ¿Cuál es su nombre?, ¿qué les responderé? Y respondió Dios a
Moisés: Yo Soy el que Soy. Y dijo: Así dirás a los hijos de Israel: Yo Soy me envió a vosotros” (Éxodo 3, 13-
14). Y Borges en “Everness”, que ya he analizado: “Solo una cosa no hay. Es el olvido./ Dios, que salva el metal,
salva la escoria /y cifra en Su profética memoria/ las lunas que serán y las que han sido”.

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griegos simbolizan estos tres ámbitos de nuestro ser. El deseo animal está representado por el
mar, el mar incontenible que todo lo invade, que no tiene límites. Por otro lado, el intelecto se
representa con la tierra, que pone límites al mar, que lo contiene –y, de hecho, todavía
llamamos “continentes” a las porciones de tierra que contienen al mar–. El símbolo del
Misterio es el pneuma, espíritu, inasible para la razón. Allí no podemos llegar, desde que
fuimos abandonados en Mekone.

Entonces, el intelecto tiene libertad, puede inclinarse hacia abajo, hacia el deseo que lo
gobierne, y será un “intelecto utilitario”; y puede inclinarse hacia arriba, hacia ese Misterio al
que nunca arribará, hacia el espíritu. Con nuestros torpes y limitados conceptos e imágenes,
podemos construir metáforas, mensajes detrás de los mensajes, mensajes cifrados que
trascienden el entendimiento e intentan avizorar el alma. Por eso los hombres somos seres de
la vacilación, de la libertad.

La dinámica de los héroes es siempre un viaje por el mar, por el deseo inconsciente, y
el uso del intelecto que intenta llegar al Misterio, que intenta las metáforas, y que comete
errores y se engaña en ese tránsito, para finalmente elevarse al Espíritu. Así, Odiseo sale de
Troya y navega por su deseo inconsciente, por su mar, y quiere llegar a Itaca, el espíritu. Para
ello cuenta solamente con su metis, con su intelecto. En el camino cometerá graves errores,
orgullo y soberbia, sexualidad desenfrenada, olvido y eliminación de la memoria y tantos
otros, que se representarán en las islas que recorre: Calipso, Circe, los Lotófagos, Escila y
Caribdis y algunas más. Pero en ese viaje lleno de peligros y acechanzas que lo acercan a su
propio ser animal, a su incontenible deseo carente de libertad, pronunciará metáforas,
mensajes ocultos y recibirá también mensajes del Espíritu, transportados por Hermes, el
mensajero de los dioses. Son mensajes “herméticos” que no pueden ser entendidos con la
razón y que lo salvarán del error. De este modo, mediante el intelecto podemos aspirar a
acercarnos al espíritu pero, cómo veremos, solamente a acercarnos.

El laberinto de Creta

El mito inicia relatando que Poseidón, el dios del mar, le regala a Minos, rey de Creta,
un toro blanco que aparece en la playa. El toro representa el deseo sexual y la fuerza en casi
todas las mitologías, y en la griega también. Pasífae, reina de Creta, se enamora perdidamente
del toro, es decir que está poseída por su deseo sexual; y llama a Dédalo, un ingeniero, un
hombre de la razón, para que la ayude a satisfacer su deseo. Así, la razón se pone al servicio
de su incontenible deseo, ya que Dédalo construye una vaca de madera y Pasífae, ocultándose

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detrás, tiene una relación sexual con el toro. Su incontenible deseo se satisface mediante el

intelecto. De esta unión bestial nace el Minotauro, un hombre con cabeza de toro, un ser

salvaje y antropófago, un hombre dominado por el deseo animal, por el instinto. Minos

encarcela a Dédalo por haber facilitado la unión del toro con su esposa y luego decide

encerrar al Minotauro; para ello libera al primero, a quien encarga la tarea. Dédalo construye

el Laberinto, un nuevo ingenio de su razón, en donde se encierra al Minotauro. De aquí

podemos derivar que en el centro de la razón, es decir, el laberinto construido por Dédalo,

anida nuestro deseo, el Minotauro. El intelecto, entonces, está dominado y al servicio de

nuestro ser animal: la razón no es más que instrumento del deseo y no podemos tener ninguna

aspiración de acercarnos tan siquiera al pneuma, al espíritu. En aquel momento Minos se

entera de que los atenienses habían matado a su hijo Androgeo, por lo que se declara una

guerra en la cual Atenas es vencida. Como tributo, Minos impone a Atenas la dura carga de

entregar anualmente siete varones y siete doncellas para dárselos al Minotauro, que los

devoraba. Así Egeo, rey de los atenienses envía a su hijo Teseo, de quien se enamora Ariadna,

hija de Minos; pero Teseo tiene el cargo de matar al Minotauro. Ariadna, enamorada,

nuevamente consulta a Dédalo, a la razón, quien le entrega una espada y el hilo del destino.

Al matar al Minotauro, Teseo deja libre a la razón de su sometimiento al deseo, y sale del
laberinto guiado por el hilo del destino que ha desovillado en el camino.24

Minos entonces se venga de Dédalo encerrándolos a él y a su hijo Ícaro en el laberinto.

Ellos quedan así sometidos al puro imperio del intelecto, ya sin deseo y sin mirada al espíritu;

ya no son hombres, porque son “razón pura”. Dédalo decide salir del laberinto y para ello
fabrica unas alas de plumas y cera,25 con las cuales él y su hijo escapan del laberinto: salen del
intelecto por arriba, volando hacia el espíritu.26 Pero allí no termina el mito, porque Ícaro,

infatuado por el vuelo hacia el espíritu, contra las advertencias de su padre vuela tan alto que

sus alas se derriten, por lo que cae y muere. Nuevamente, los mitos indican que podemos

acercarnos al espíritu, pero que jamás seremos parte de él, que eso es pura vanidad, como la

vanidad adánica: el deseo de la sabiduría del bien y del mal, el deseo de ser iguales a Dios.

Dédalo vuela hacia Sicilia, adonde construye un santuario en honor de Apolo, el dios símbolo

de la belleza, de la perfección, de la armonía, del equilibrio y de la razón, patrono del Oráculo

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! !!!!!!!!!!!!!!!!!!!!
24 Teseo posee el hilo del destino, que siempre está en manos de mujeres o diosas, como Penélope o como las
Moiras: Clotho, la que ovilla, Láquesis, la que mide y desovilla y Átropos, la que lo corta, dando fin a la vida.
25 Las alas son siempre símbolo de los seres que pueden elevarse al espíritu: los ángeles tienen alas, como así
también Hermes, Perseo, Pegaso, etc.
26 Según Leopoldo Marechal, del laberinto solamente se sale por arriba. Marechal, Leopoldo. ”Laberinto de
Amor”, Adán Buenosayres, Buenos Aires: Editorial Sur, 1936.

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de Delfos, cuyas pitonisas emitían mensajes dirigidos al alma, mensajes no sujetos a la razón.
Apolo es también patrono de las Musas, representantes de las artes, de las metáforas poéticas,
dramáticas, musicales, hechas con imágenes y palabras que nada “significan” y que nos
acercan al espíritu: Dédalo entrega la razón al espíritu.

Hemos relatado extensamente el mito del Laberinto de los griegos, con su potente
simbolismo, ya que narra las aventuras y desventuras de nuestro deseo sometido a la
naturaleza, carente de razón, sin libertad, esclavo de un destino predeterminado, puro instinto.
Pero también describe al intelecto que nos da la libertad y por tanto la vacilación: la libertad
de elevarnos hacia el espíritu, como Dédalo; la de sucumbir al deseo, como Pasífae; o la de
optar por la vanidad, como Ícaro. De modo que este mito es una maravillosa metáfora que
describe quiénes somos nosotros, los hombres, ya que recorre todas nuestras instancias de
acuerdo al pensamiento griego.

Los laberintos de Borges

De acuerdo a lo que hemos visto, los laberintos griegos simbolizan el intelecto, ya sea el
intelecto dominado por el deseo, cuando en el centro está el Minotauro, o la razón pura,
cuando en el centro está Dédalo. El primer laberinto es el de la razón sometida al deseo; el
segundo, la razón pura es el símbolo de la soberbia. Pero también hemos visto que del
laberinto griego se puede salir hacia arriba, invocando al espíritu, como Dédalo. Veamos
ahora los laberintos de Borges. En “Juan 1, 14” leemos:

Yo quise jugar con Mis hijos
Conocí la memoria,
esa moneda que no es nunca la misma.
Conocí la esperanza y el temor,
esos dos rostros del incierto futuro.

Conocí la vigilia, el sueño, los sueños,
la ignorancia, la carne,
los torpes laberintos de la razón,
la amistad de los hombres,
la misteriosa devoción de los perros (…)

En este poema nos habla Cristo por intermedio de Juan el Evangelista, quien escribe lo que
Cristo le dicta.27 Dice Juan:

1 Ella [la palabra, el intelecto] estaba en el principio con Dios. 3. Todo se hizo por ella y
sin ella no se hizo nada de cuanto existe. 4. En ella estaba la vida y la vida era la luz de
los hombres, 5. Y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron.
!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! !!!!!!!!!!!!!!!!!!!!
27 Los Evangelios son el “buen mensaje”, el mensaje que el Señor dicta a sus escribientes.

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Es decir que la palabra estaba alojada en el espíritu, en la luz. Más adelante encontramos el
célebre versículo que motiva el poema: “Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre
nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno
de gracia y de verdad" (Juan 1, 14). Esto significa que, en el tiempo y la existencia, la
“Palabra se hizo carne”: nació Cristo, que vivió la vida con nosotros, que fue hombre, animal
racional y que experimentó por supuesto el intelecto y el deseo.

Borges se refiere a la razón, a la “memoria que nunca es la misma”, y que por eso es
un “torpe laberinto de la razón” que evoca la Palabra, el lenguaje del espíritu que “estaba en el
principio con Dios”, y con la cual se hizo todo, pero que ya no lo es, porque perdimos el
lenguaje adánico y solamente nos quedó el intelecto, un torpe laberinto, la razón sometida al
deseo.

Pero hay otro laberinto en Borges, precisamente en el poema “Laberinto”:

No habrá nunca una puerta. Estás adentro
y el alcázar abarca el universo
y no tiene ni anverso ni reverso
ni externo muro ni secreto centro.

No esperes que el rigor de tu camino
que tercamente se bifurca en otro,
que tercamente se bifurca en otro,
tendrá fin. Es de hierro tu destino

como tu juez. No aguardes la embestida
del toro que es un hombre y cuya extraña
forma plural da horror a la maraña

de interminable piedra entretejida.
No existe. Nada esperes. Ni siquiera
en el negro crepúsculo de la fiera.

Este laberinto es el de la razón pura. Acá no hay deseo (no hay Minotauro) que domine al
intelecto; lo domina la vanidad: la soberbia de creer, como los positivistas, que todo está
sometido a la razón, que hay una única diosa, la Diosa Razón de la Revolución Francesa.
Vanidad significa vacío, vano; este laberinto de la vanidad, el de la razón pura, es terrible
porque está vacío y porque no se puede salir, ya que “abarca el universo”. Es un universo
confuso que no tiene “anverso ni reverso”, carece de sentido con sus infinitas bifurcaciones.
Ni siquiera hay deseo en este laberinto de la vanidad y de la soberbia; nada se puede esperar
de él, “ni siquiera (…) la fiera”. Es el laberinto de nuestra razón engreída, que pretende
entender el universo, cuando ni siquiera se entiende a sí misma.

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Finalmente, Borges evoca la relación entre la vanidad del intelecto y el espíritu en el

poema “El laberinto” (Elogio de la sombra, 1969):

Zeus no podría desatar las redes
de piedra que me cercan. He olvidado
los hombres que antes fui; sigo el odiado
camino de monótonas paredes
que es mi destino. Rectas galerías
que se curvan en círculos secretos
al cabo de los años. Parapetos
que ha agrietado la usura de los días.
En el pálido polvo he descifrado
rastros que temo. El aire me ha traído
en las cóncavas tardes un bramido
o el eco de un bramido desolado.
Sé que en la sombra hay Otro, cuya suerte
es fatigar las largas soledades
que tejen y destejen este Hades
y ansiar mi sangre y devorar mi muerte.
Nos buscamos los dos. Ojalá fuera
éste el último día de la espera.

Zeus, el espíritu, es impotente para elevar la razón al misterio, si la razón no elige mirar hacia

arriba, volar como Dédalo. “No puede desatar las redes de piedra” que cercan al intelecto

dominado por el deseo, preso del laberinto; tampoco nosotros podemos salir por nuestros

propios medios: estamos presos en la razón que en realidad es sinrazón, “rectas galerías que

se curvan en círculos secretos”, no abordables por el intelecto. Hay solamente una espera, o

una esperanza: la muerte. Porque no se puede vivir sin creer, no se puede vivir en el puro

laberinto de la razón y de la vanidad.

Laberintos y ciclos

A continuación analizaremos dos cuentos en los que Borges relaciona el laberinto con el ciclo.

Por un lado, nos encontramos con “La muerte y la brújula”. El tres de diciembre de un año

desconocido se produce el asesinato de Yarmolinsky, un rabino que había concurrido al

Tercer Congreso Talmúdico, quien aparece muerto de una puñalada en el pecho. A la escena

concurren un policía tradicional llamado Treviranus y el protagonista del cuento, un detective

llamado Erik Lönnrot. Treviranus considera que el móvil del crimen es el robo de una

colección de zafiros del Tetrarca de Galilea, alojado en la habitación frente a la de

Yarmolinsky, y se da a la investigación con métodos tradicionales. Erik Lönnrot (Eric el

Rojo) encuentra una carta en el lugar del asesinato que dice: “La primera letra del Nombre ha

sido articulada”. Además, encuentra entre los libros del muerto una colección de distintas

obras sobre el secreto nombre de Dios y se dedica a leerlas en profundidad. Erik Lönnrot

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intuye vagamente que Red Scharlach (Rojo Escarlata), un asesino con quien se buscan hace

tiempo, está vinculado al crimen. Poco después, el tres de enero aparece otro cadáver, ésta vez

el de Daniel Simón Azevedo, un matón en decadencia, que aparece muerto del mismo modo

salvaje que Yarmolinsky. Muy cerca, escrita en tiza aparece la leyenda: “La segunda letra del

Nombre ha sido articulada”. El tres de febrero se producen una serie de avisos confusos de un

hombre que dice saber quién es el asesino, pero cuando Lönnrot y Treviranus concurren al

lugar él no está. Sin embargo, encuentran a un par de arlequines borrachos que escriben: “La

tercera letra del Nombre ha sido articulada”.

Lönnrot se da cuenta por medio de intrincadísimos medios –típicos de Borges– que los

tres asesinatos forman un triángulo perfecto: una representación de las bases de la geometría,

del primer polígono, y como hemos señalado antes, el símbolo del límite, descripto por los

presocráticos. Si Lönnrot hubiera permanecido dentro del límite triangular, protegido por la

geometría, hubiese estado a salvo; pero Lönnrot ya sabe que se va a pronunciar una cuarta

letra, que va a haber un cuarto asesinato. Lo sabe porque las “letras del Nombre” se refieren al

sagrado nombre de Dios, al Tetragramatón, a las cuatro letras sagradas: YAVÉ. Espacio y

tiempo coinciden: el ángulo faltante del cuadrilátero determina el espacio y la fecha será el

cuatro de marzo. Recuerda que los días se cuentan de ocaso a ocaso entre los judíos, de modo

que confía en llegar antes del crimen. Le anuncia a Treviranus que podrá aprehender a los

asesinos y evitar el cuarto crimen.

Cuando Lönnrot sale del triángulo para encontrar el sitio de la cuarta letra que integra

el Sagrado Nombre, Lönnrot sale de la protección del límite para ingresar en el campo del

Misterio: ha ingresado en territorio prohibido, donde campean la infinitud y la eternidad, que

nos enloquecen porque son inconcebibles, porque nuestra conciencia no vive fuera de los

límites. Lönnrot está en peligro. Así, llega al cuarto ángulo en el cual está situada la quinta de

Triste-le-Roy y se encuentra con el asesino, Red Scharlach, quien antes de darle muerte le

explica sus motivos y su método. El motivo es una venganza: Lönnrot ha participado o es

causante de la muerte de su hermano. Así, el método para “cazar” al detective ha sido trazar

un triángulo de muertes, sugiriendo en cada ángulo de cada muerte las sagradas letras del

nombre de Dios, con la certeza de que los conocimientos y la lucidez de Lönnrot advertirían

que el lugar y la fecha del próximo asesinato, estarían en el ángulo que completa el sugerido

cuadrado. Red Scharlach explica que el triángulo de muertes fue en realidad un laberinto para

inducir a Lönnrot a situarse en el lugar de su muerte, la quinta de Triste-le-Roy, donde se

completa la cuarta fecha y el cuarto ángulo que señalan el Tetragramatón, el Misterio, la

ausencia de la protección de los límites.

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El triángulo de Scharlach es –como hemos dicho– símbolo de límite, de gonos; pero
Scharlach con su ardid consigue que Lönnrot salga de la protección de los límites. Lo
contrario a gonos es agonos, el estado previo a la muerte, la situación de la conciencia
desquiciada que se produce afuera de la geometría, afuera de los límites. Lönnrot que sabe
que va a morir, y le sugiere a Scharlach que a próxima vez que lo asesine, use un laberinto
lineal:

Yo sé de un laberinto griego que es una línea única, recta. En esa línea se han perdido
tantos filósofos que bien puede perderse un mero detective. Scharlach, cuando en otro
avatar usted me dé caza, finja (o cometa) un crimen en A, luego un segundo crimen en B,
a 8 kilómetros de A, luego un tercer crimen en C, a 4 kilómetros de A y de B, a mitad de
camino entre los dos. Aguárdeme después en D, a 2 kilómetros de A y de C, de nuevo a
mitad de camino. Máteme en D, como ahora va a matarme en Triste-le-Roy.
—Para la otra vez que lo mate —replicó Scharlach— le prometo ese laberinto, que consta
de una sola línea recta y que es invisible, incesante.

El “laberinto griego” es la paradoja de Aquiles y la Tortuga28 de Zenón de Elea, discípulo de
Parménides, que explica la inmovilidad del Ser con la infinita divisibilidad de una recta. “La
muerte y la brújula” es una magistral exposición de los límites, de los laberintos y ese
“afuera” el aperiron, el abismo, lo desmesurado y desconocido, que no tiene nombre porque
no podemos poseerlo ni denominarlo. El título del cuento es un verdadero anuncio, nos dice
que tratamos con dos opuestos: la brújula, que enseña las direcciones del supuesto universo,
que construye la orientación, el orden y el rumbo de la existencia; y la muerte, el misterio
insondable que nos acecha al final, el vacío.

El triángulo de muertes es el límite, la protección de una geometría que impone leyes
comunes al caos y construye un cosmos. Pero sabemos que los límites son artificios de
nuestra conciencia, que no soporta la infinitud ni la eternidad, que detrás del límite acecha el
Misterio. Lönnrot es inducido a salir del límite con un ardid basado en su poderoso intelecto y
en su vanidad, por creer que podía evitar la muerte descubriendo, como los cabalistas, el
Sagrado Nombre de cuatro letras. Finalmente, antes de la muerte de Lönnrot, aparece la
paradoja de Zenón, que implica que una recta también es un laberinto del cual no se pude salir
si no es por arriba, con un vuelo hacia el espíritu como Dédalo. ¿Podrá Lönnrot en el futuro
abandonar la vanidad de la razón, la vanidad del laberinto; podrá volar hacia el espíritu? Es la
pregunta que nos queda.

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28 La paradoja es bien conocida: Aquiles, el de los “pies ligeros”, no puede alcanzar a la tortuga debido a la
infinita divisibilidad de una recta. Zenón intenta demostrar la tesis de su maestro Parménides: el movimiento, la
existencia es pura ilusión, solamente hay un Ser total, inmóvil.

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El otro cuento que analizaremos es “La biblioteca de Babel” (Ficciones, 1944). Aquí,
Borges nos enfrenta nuevamente a la contradicción: las bibliotecas contienen el saber,
contienen los elementos que hemos inventado para someter el caos a la razón, para entender,
para creer en un Cosmos; pero esta biblioteca está en Babel, en la torre en que se
confundieron las lenguas, en el lugar en que los hombres perdimos la posibilidad de entender
a los otros. La vanidad de la razón nos indujo a llegar hasta el misterio con la ayuda de un
rudimentario instrumento como la torre, igual que Ícaro, quien quiso volar demasiado alto con
unas alas producto del intelecto y se precipitó a la Tierra, en una región que todavía se llama
Icaria.

La biblioteca de Babel está formada por hexágonos que parecen infinitos. Los
hexágonos son la forma más eficiente de la geometría, en el sentido de que con el menor
perímetro contienen la máxima superficie. Aparecen con frecuencia como símbolos
espirituales: la Estrella de David contiene un hexágono, también algunas catedrales, y además
es un símbolo de la mitología hindú. Para los griegos está vinculado al número seis y de allí
se deriva el nombre del sexto planeta, Saturno –Cronos en griego–, el Titán que fue vencido
en la Theomachia por los Olímpicos liderados por Zeus. También los hexágonos aparecen en
la naturaleza con mucha frecuencia: por supuesto, en los paneles de las abejas, pero también
en los cristales de nieve, en la piel de ciertas serpientes y muchos más. Además, el hexágono
representa el sexto día de la Creación, en el cual se creó al hombre, adjudicándole el dominio
de la naturaleza.

De modo que desde el principio existe la creencia de que los hexágonos son infinitos,
son parte del caos, y no son aprehensibles por la razón. En la Biblioteca de Babel son Babel,
la infinitud, la eternidad, la confusión. Por eso Borges nos dice que:

Desde cualquier hexágono se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente. La
distribución de las galerías es invariable. En el zaguán hay un espejo, que fielmente
duplica las apariencias. Los hombres suelen inferir de ese espejo que la Biblioteca no es
infinita (si lo fuera realmente ¿a qué esa duplicación ilusoria?); yo prefiero soñar que las
superficies bruñidas figuran y prometen el infinito.

Como dijimos, la cantidad de hexágonos es infinita, es caótica y eterna, inasible para la razón,
pero ella recurre al instrumento de siempre: la representación en el espejo, que impone un
límite y permite una comprensión ilusoria, que nunca reflejará la verdad.

En cambio, los libros tienen límite. Las posibilidades de combinación de las letras del
alfabeto son vastas, pero son limitadas:

No hay en la vasta Biblioteca, dos libros idénticos. De esas premisas incontrovertibles
dedujo que la Biblioteca es total y que sus anaqueles registran todas las posibles

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combinaciones de los veintitantos símbolos ortográficos, (número, aunque vastísimo, no
infinito) o sea todo lo que es dable expresar: en todos los idiomas.

Los libros vastísimos pero limitados refieren al intelecto, a la razón, que necesariamente tiene
límite. De este modo, en la Biblioteca de Babel hay una clara contraposición entre el caos
eterno, que no entendemos, y al cual le ponemos límites artificiales; y la pura razón, limitada
a una cantidad de combinaciones que forman libros limitados. Sin embargo, también se señala
que nuestro conocimiento está sujeto a la confusión, a las falsedades y al mal entendimiento,
porque el intelecto es Babel.

Borges finalmente recurre al ciclo para resolver la contradicción entre caos y cosmos,
entre infinito y razón:

No he interpolado ese adjetivo por una costumbre retórica; digo que no es ilógico pensar
que el mundo es infinito. Quienes lo juzgan limitado, postulan que en lugares remotos los
corredores y escaleras y hexágonos pueden inconcebiblemente cesar, lo cual es absurdo.
Quienes la imaginan sin límites, olvidan que los tiene el número posible de libros. Yo me
atrevo a insinuar esta solución del antiguo problema: La biblioteca es ilimitada y
periódica.

Sin embargo, al mencionar que la solución es el ciclo, que la biblioteca es ilimitada y
periódica, Borges nos enfrenta nuevamente al abismo.

En efecto, hemos visto que el ciclo no es sino una manera más tolerable de afrontar la
contradicción de nuestra conciencia limitada frente a la eternidad y la infinitud. Para eso
solamente se requiere incorporar el olvido. Los griegos decían que al morir, antes de entrar en
el Hades, había dos fuentes: Letheo, u olvido, y Mnemosyne, o memoria. Podemos entonces
optar por Letheo y calmar la ansiedad del límite falso frente a la eternidad, pero también
podemos beber de Mnemosyne y sufrir la angustia de nuestra razón limitada, de nuestro
conocimiento falso. Ésa sigue siendo la opción. La única opción.

Palabras finales

Hemos recorrido, con los griegos y con Borges, el límite, el ciclo y el laberinto: tres ilusiones
que nos apaciguan, que nos permiten vivir a pesar de la angustia de no conocer, de no
entender, de saber que la razón es impotente para abarcar la infinitud y la eternidad. En ambos
nos sorprende la simetría de su pensamiento, la similitud, la equivalencia de las
preocupaciones y de sus esperanzas. Es cierto que el límite y el ciclo organizan mundos
cerrados, perímetros infranqueables como dirían los griegos, perímetros que no nos aseguran
que la eternidad y e infinito no existan –o más precisamente no sean–. Más allá de la sospecha

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de falsedad, estos límites y ciclos son imprescindibles para la conciencia hecha de imágenes y
conceptos, que jamás representan la totalidad; lo sabemos.

El laberinto es diferente. El primer abordaje simbólico implica que el Minotauro reina
en el centro, que el deseo posee a la razón, que el intelecto es utilitario, destinado a satisfacer
el instinto, que nos desnaturaliza como hombres al privarnos de la libertad, de la vacilación.
Por otra parte, también puede ocurrir que el laberinto sea puro intelecto. Orgullosos de la
razón queremos ser iguales al misterio, poseerlo con la razón, dominarlo con la conciencia,
con la razón pura –como Adán, como los hombres de Mekone–; creencia vana, vacía de todo
contenido, que será castigada por la falsedad que entraña, como la Diosa Razón de la
ilustración, de los positivistas, y de todos los demás negadores de aquello que está fuera de los
límites.

Con todo, en último término –como siempre– está la esperanza: Dédalo puede volar
con su intelecto hacia el misterio, acercarse con metáforas que, hechas de rudimentarios
conceptos e imágenes están dirigidas al espíritu, al alma. Porque la razón, en su libertad
suprema, también puede inclinarse hacia arriba con poesía y con arte. Es posible que así
podamos contemplar, de lejos, de muy lejos, los “arquetipos y los esplendores”.

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Belén de los Santos

Versos sobre el Otro

En esta nueva edición de las Jornadas Borges nos hemos propuesto conversar sobre su
poesía. ¿Por qué, tratándose de una obra que ha cambiado el curso de la narrativa a nivel
mundial, convocarnos entonces a pensar su obra poética? Una respuesta posible a esta
pregunta, la más evidente, está en la belleza ineludible de algunos versos que sería una pena
pasar por alto. Otra, quizá, se encuentre en el tono reflexivo de la poesía borgeana —
especialmente en la de la última etapa de su obra— como espacio propicio para indagar sobre
algunas claves que permitan pensar la literatura dentro de la obra de Borges en general.

Ya sea que se entienda como búsqueda de sentido o como juegos nihilistas, la
pregunta por cómo debe pensarse la literatura borgeana en relación con los tópicos que
recorre y con los discursos provenientes de distintas disciplinas que pone en juego ha sido una
constante dentro las lecturas críticas que la han abordado.29 En la segunda etapa de la poesía
de Borges, desde la publicación de El hacedor (1960) hasta Los conjurados (1985), la
reflexión sobre la muerte (propia y ajena) y los significados que esta despierta adquiere gran
relevancia. Una podría decir que la obra completa del escritor argentino rodea constantemente
la pregunta por las limitaciones de la experiencia humana. Sin embargo, ya sea por el tono
más intimista que impone el propio género lírico, por la autorreferencialidad explícita de
alguno de sus textos o por la construcción de una figura autoral ya cercada por la muerte en
esta última etapa (que, no obstante, se extenderá durante un cuarto de siglo), lo cierto es que
esta zona de su poesía obliga a volver a pensar cómo leer el abordaje borgeano de la muerte y
su revés, la posibilidad de trascendencia.

Claro está que plantear una lectura de estas cuestiones no significa intentar adivinar
entre líneas un posicionamiento metafísico o religioso del autor, un gesto que poco tiene que
ver con la crítica literaria. Sin embargo, sí puede resultar de interés rastrear en los textos que
se hacen cargo de estas problemáticas una forma de comprender la potencia de la literatura
como espacio fértil para explorar el propio límite del conocimiento humano.

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29 El trabajo de Robin Lefere, Borges y los poderes de la literatura (1998), propone un recorrido de la forma en
la que los diferentes críticos han leído esta cuestión.

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Entonces, ¿qué puede pensarse como trascendente –si es que puede pensarse algo en
ese sentido– en relación con la literatura? Tras este interrogante propongo la lectura del
poema “El otro”, publicado en El otro, el mismo de 1964.

La literatura como invocación

El poema se abre con una invocación: un escritor llama a una divinidad con el objetivo
de poder crear su obra.

En el primero de sus largos miles
De hexámetros de bronce invoca el griego
A la ardua musa o a un arcano fuego
Para cantar la cólera de Aquiles. (Borges, 1974: 890)

Se trata de Homero al comienzo de la Ilíada, quien invoca a la musa con el fin de ser
capaz de plasmar en sus versos la historia de Aquiles. El comienzo del poema nos lleva así a
otro comienzo: el primer verso de Borges vuelve sobre el primer verso de Homero. Y casi
podría pensarse que remitirse al primer verso de Homero es igual a remontarse al comienzo de
la literatura misma, por lo menos en la genealogía occidental que se traza desde la mitología
griega en adelante. Entonces, es como si la invocación misma del escritor, el pedido de
intervención de una divinidad para crear, estuviera puesta en el comienzo de la literatura
como parte intrínseca de la labor literaria. Esta relación entre el escritor y la divinidad es un
tópico recurrente en la obra de Borges —para acudir a la referencia más cercana en el tiempo,
en el prólogo a este mismo volumen escribe sobre el poema “El Golem” que contiene “la
relación de la divinidad con el hombre y acaso la del poeta con la obra” (Borges, 1974:
857)—: así permite trazar la analogía entre la creación literaria y la Creación divina. En ese
paralelismo se cifra alguna clave en torno a pensar la literatura como actividad humana que
anhela al menos la alusión de algo que excede sus posibilidades.

¿Por qué invoca Homero? ¿Por qué comienza así su canto?

Sabía que otro —un Dios— es el que hiere
de brusca luz nuestra labor oscura; […] (Borges, 1974: 890)

El verso comienza remarcando el saber: Homero, como primer escritor, sabe, es consciente,
de que necesita de la intervención de esa divinidad para que su labor literaria se concrete. Y el
yo lírico, que todavía no aparece en primer plano, pareciera afirmar ese saber. No se distancia
diciendo que Homero pensaba o creía que esto era necesario. Nombrarlo como un saber
implica posicionarse junto a él. ¿Y qué es lo que se afirma? El trabajo humano no alcanza
para completar la labor literaria: su concreción depende del ingreso de un aspecto de lo divino

74!
!

en él. Como el narrador de “El aleph” reconoce ante su desesperación de escritor estar “en
análogo trance” (Borges, 1974: 624) a los místicos que lo precedieron, acá el yo lírico junto a
Homero afirma la necesidad de la invocación como condición de posibilidad del hecho
literario. Es indispensable que otro sea convocado.

El otro –un Dios–

Si entendemos que el otro es en cada caso aquello que se encuentra por fuera de la
propia identidad y pensamos lo propio como el conjunto de todas las posibilidades humanas,
entonces el otro es en última instancia la divinidad, lo sagrado. Llevado a su relación con la
escritura, más que tratarse de una definición metafísica o religiosa de la literatura, podríamos
pensar esta relación como una forma de nombrar el ejercicio creador que implica apuntar
hacia aquello que se encuentra más allá de las limitaciones del lenguaje humano. La literatura
misma se define entonces como ese espacio dispuesto a franquear o cuestionar las barreras de
lo decible por las voces de los hombres.

Y ese otro en el poema es nombrado como “un Dios”. Este dios en mayúscula, que por
el contexto de producción y de lectura podríamos asociar al dios judeocristiano, aparece como
un dios monoteísta: Dios como nombre propio y, por ende, único. Sin embargo, aparece
antepuesto del artículo “un”, lo cual constituye una tensión en sí misma. ¿Cómo leer esta
forma particular de nombrar la divinidad? Recordemos, además, que antes también aparecía
nombrada en la forma de la musa o el fuego (y en ese caso el artículo podría estar
remitiéndonos al politeísmo griego). Más que adscribir o tomar una tradición religiosa o
mítica en particular, pareciera que el texto de Borges va a servirse de imágenes y motivos de
diferentes tradiciones que en cada caso le permitan nombrar ese más allá de las posibilidades
humanas que entra en contacto con la labor literaria. ¿Y cómo nombrar eso que es lo más
radicalmente otro? A partir de las diferentes formas que los lenguajes humanos han construido
para señalarlo, apuntando justamente hacia ese gesto.

Vale detenerse también en el verbo que se utiliza para marcar el ingreso de lo divino
en el lenguaje literario humano: herir. Como si hubiese algo en ese rebajarse (condescender
será un término también muy recurrente en la obra borgeana en este mismo sentido) de lo
sagrado que penetra en esta creación humana, la literatura, destinado a dañar. Como si esa
creación que roza o juega con la capacidad divina del nombrar no pudiera darse sin dolor, sin
sacrificio.

75!
!

Por último, es necesario notar que a esa dimensión de lo otro como “un Dios” se le
contrapone “nuestra labor oscura”, donde el yo lírico aparece finalmente en primer lugar a
través del posesivo plural de primera persona. Ese nosotros se constituye únicamente en
relación con la labor literaria. ¿Quién configura, hasta acá, ese “nosotros”? Homero, que es el
primero, el que sabía de esta dimensión divina que es intrínseca a la literatura y por eso
invocó por primera vez. Y, junto a él, el yo lírico.

Don como marca: poesía y martirio

[…] siglos después diría la Escritura
que el Espíritu sopla donde quiere. (Borges, 1974: 890)

“Siglos después”: se enhebran estas escenas como una continuación. El poema va de
del comienzo de la Ilíada al Nuevo Testamento. La referencia nos lleva a un pasaje del
evangelio de Juan en el que Jesús conversa con el fariseo Nicodemo. Por un lado, se trata de
un diálogo que parte de la afirmación de la realidad divina de Jesús: “Dios está en él”. Esa
condición primera de encarnación de lo divino es una de las características que a Borges más
llama la atención de Jesús, un personaje que por lo demás es muy recurrente en su obra (en
este mismo volumen, Lucas Adur analiza el poema “Cristo en la cruz”, una imagen clave para
pensar su figura en la obra borgeana).

Y es que si en la creación literaria, el acto de crear a partir del lenguaje humano, se
juega algo del contacto con lo divino, si el escritor es el que debe convocar el favor de un dios
para crear, Jesús aparece entonces como su arquetipo. Un personaje que es literalmente la
encarnación humana de lo divino es, bajo esta mirada, el Poeta por excelencia. En efecto,
Jesús es recurrentemente nombrado de ese modo a lo largo de la obra de Borges

Y en la referencia bíblica que retoma el poema es justamente Jesús quien da cuenta de
la cualidad divina (del Espíritu) que guía o ingresa dentro del accionar humano. El yo lírico
retoma su voz: “El viento sopla donde quiere, y oyes su sonido; mas ni sabes de dónde viene
ni a dónde va; así es todo aquél que es nacido del Espíritu.” (Juan 3:8). 30

Jesús es, en la obra borgeana, por un lado el Poeta, por ser la encarnación de dios en
cuerpo de hombre, la divinidad que puede efectivamente articular las palabras humanas. Y es
también, por otro lado, el martirio: el sacrificio necesario que conlleva la encarnación. Su

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! !!!!!!!!!!!!!!!!!!!!
30 La misma palabra en griego puede tomarse como viento o espíritu, aclara la edición Reina-Valera 1960.

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figura parece retomar así la duplicidad abierta por el verbo “herir” antes: la encarnación y la
cruz como dos caras de un mismo fenómeno. El mismo destino corresponderá a los poetas.

¿Cómo responde el dios, la divinidad, a la invocación del escritor?

La cabal herramienta a su elegido
da el despiadado dios que no se nombra:
a Milton las paredes de la sombra,
el destierro a Cervantes y el olvido. (Borges, 1974: 890)

Lo sagrado, eso que está más allá, eso otro, responde con la forma del don: el dios ‘da
la herramienta’. Es una figura sobre la que Borges vuelve para pensar justamente esta relación
entre la escritura y la divinidad. Y el don marca a algunos como elegidos: se trata de quienes
serán capaces de traducir, cifrar en la creación literaria algo de lo nuevo en el sentido de aquel
ir más allá de las posibilidades humanas.

¿Quiénes son los elegidos? Homero en el comienzo, ahora Milton y Cervantes. Y el yo
lírico, quien se desliza junto a ellos en la primera persona plural. Sin embargo, esa misma
marca que distingue y que hermana, implica también, como en Cristo, un sacrificio en la
forma de pérdida o herida dentro del terreno de lo humano. Para Milton —como para
Homero—, la ceguera —recordemos que en “Poema de los dones” (Borges, 1974: 809) se
utiliza repetidas veces la misma forma metafórica de nombrarla como “sombra”, en ese caso
sí en referencia al propio yo lírico borgeano—; para Cervantes, el destierro y olvido.

La memoria y el poema en construcción

¿Qué puede haber, entonces, de trascendencia en la obra literaria? ¿Qué puede ingresar
de lo sagrado en la creación literaria humana, si puede ingresar algo? Llegamos así al final del
poema:

Suyo es lo que perdura en la memoria
del tiempo secular. Nuestra la escoria. (Borges: 890)

¿Qué queda más allá del límite último a toda vida humana que es la muerte? Toda
creación humana está atada, como el lenguaje, al tiempo sucesivo y a ese límite final que
implica perecer. Sin embargo, la memoria queda del lado de lo sagrado, del lado de lo divino.
Lo que ingresa en la memoria trasciende limitación: la lectura permite el diálogo y la
coexistencia de Homero, Milton, Cervantes y el yo lírico borgeano en un espacio por fuera del
tiempo secular, más allá de la muerte.

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!

La última nota del poema vuelve sobre aquel posesivo “nuestra”: la conformación de
un nosotros, de una suerte de linaje que se arma en este poema desde Homero hasta el yo
lírico, pasando por Milton y Cervantes, de elegidos que se unen en una primera persona plural
en torno a una tarea creadora común. Comparten frente a lo divino su condición mortal, la
escoria, aquello destinado a desaparecer; pero los hermana su actividad de creación literaria,
son los traductores de aquello que está más allá del lenguaje de los hombres.

Y resulta interesante detenernos sobre ese nosotros, ese linaje, en el marco de la obra
de Borges, que está repleta de referencias, menciones y reescrituras a textos de otros autores.
Especialmente en esta última etapa de su obra, desde El hacedor en adelante, hay una suerte
de vuelta sobre los grandes escritores, los escritores consagrados, aquellos que justamente
lograron trascender e ingresar en la memoria de nuestra tradición literaria. Sin embargo,
solemos leer estas referencias como identificaciones individuales, uno a uno, del yo lírico o
narrador borgeano con cada una de las obras de estos escritores y poetas: Borges-Homero,
Borges-Milton, Borges-Cervantes. Podríamos pensar lo mismo para Dante, Shakespeare,
Quevedo y otra multiplicidad de asociaciones que construye la obra en esa línea. Frente a esta
lógica del uno a uno, aparece acá, en dos oportunidades, una vuelta insistente sobre el
“nosotros” para nombrar este linaje.

Gran parte de la literatura de Borges coquetea con la idea de que el objetivo último de
la literatura –justamente en tanto intenta ir más allá de sus propias limitaciones humanas– es
llegar a decir el Poema, la totalidad en el lenguaje (un objetivo imposible, y es frente a esa
imposibilidad que se construye la creación literaria). Quizá una nueva formulación posible sea
que este propósito, inalcanzable en la elaboración individual, cobra mayor sentido si se lo
piensa como la construcción colectiva de ese nosotros.

Un fragmento de “Otro poema de los dones”, incluido también en El otro, el mismo,
permite mejor ilustrar esta idea. En él también se establece una relación particular entre el
escritor y la divinidad, porque el poema es una larga sucesión de realidades por las que el yo
lírico agradece “al divino / Laberinto de los efectos y de las causas” (Borges, 1974: 936). Y
hacia el final del poema puede leerse también su agradecimiento:

por Whitman y Francisco de Asís que ya escribieron el poema,
por el hecho de que el poema es inagotable
y se confunde con la suma de las criaturas
y no llegará jamás al último verso
y varía según los hombres, (937)

Quizá el poema sea inagotable y solo tenga su versión individual e inconclusa en cada
obra que haya ingresado a la tradición, pero se realice, a su vez, en la “suma de las criaturas”

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y ahí —no en una sola obra sino en el conjunto, en la primera persona plural— deba ser
buscado. ¿Qué hay de sagrado en la obra literaria? La posibilidad de saltar las limitaciones del
tiempo que ciñe todo lo mortal e ingresar en la memoria, para poder ser parte, entonces, de la
construcción de El poema: aquel que diga todo lo que nuestras pobres voces humanas
(individuales) no llegan a decir.
Bibliografía:
Borges, Jorge Luis (1974): Obras completas 1923-1972. Buenos Aires: Emecé Editores.
Lefere, Robin (1998): Borges y los poderes de la literatura. Berlín: Peter Lang.

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!

María Sevlever

El hombre olvida que es un muerto que

conversa con muertos. Trascendencia (o

no) en algunos poemas de El otro, el

mismo

1. Introducción: trascendencia y “símbolo de sí”

Es sabido que Borges concebía la metafísica y la teología, en buena medida, como
formas y posibilidades de la ficción. También se indagó con recurrencia en su escritura como
una creación de códigos que hicieron uso, tergiversaron y jugaron con ideas pertenecientes a
estos discursos. Lucas Adur (2012) propone, incluso, que Borges no solo parte de esa
premisa, sino que construye cierta “nivelación” entre estos discursos y el literario, que habilita
nuevas preguntas, conjeturas y respuestas.

En El otro, el mismo (1964), que podemos considerar como el primer poemario de
madurez de Jorge Luis Borges, este acercamiento a temas metafísicos –en particular, a las
cuestiones de la muerte y la posibilidad de trascendencia– constituye un leitmotiv. Si bien se
trata de tópicos que el autor ya había abordado en El hacedor cuatro años antes, y que se
retoman con recurrencia en publicaciones posteriores, nos interesa indagar cuál es la forma
específica que adquieren en el primer volumen exclusivamente poético de esta etapa. Para
eso, nos detendremos en algunos de los poemas que abordan esta cuestión, e indagaremos las
distintas formas en que se plantea.

La pregunta por la trascendencia tiene su revés en el llamado a distinguir qué es lo que
verdaderamente se pierde con la muerte, y esta doble inquietud, como veremos, también
aparece de manera constante. No es posible preguntarse por lo que queda o por lo que espera

81!
!

después de morir sin estar haciendo referencia también a aquello que llega a un final
definitivo.

Antes de adentrarnos en los poemas, nos parece necesario establecer una aclaración
respecto del concepto de trascendencia, porque concentra una doble acepción: se puede hablar
de trascendencia en términos del acceso a una instancia posterior a la muerte, pero también
para referirnos a aquello que se hace en vida y que perdura, en el mundo de los vivos, aún
después de muerto el hacedor. Los poemas seleccionados de este volumen exploran ambos
sentidos de lo trascendente, en relación a la vida y obra de personajes diversos.

En El otro, el mismo Borges hace uso de formas poéticas cerradas, de las que en otro
tiempo había desconfiado. No deja de ser significativo que las elija para inaugurar un periodo
de retorno a la poesía cuando, en sus inicios, había optado siempre por el verso libre. En este
poemario, que inaugura una última etapa en su obra, la forma clásica asume entonces -y
paradójicamente- una suerte de renovación.

Esta elección de métricas fijas y formatos cerrados podría brindar una apariencia de
cerrazón, de conclusividad, incluso de solemnidad. Sin embargo -y siguiendo con la idea de
que, en este caso, parecen asumir un sentido de renovación-, consideramos que hay aspectos,
en relación a la muerte y la trascendencia, que quedan abiertos, inconclusos, como
interrogantes. La mayoría de estos poemas están atravesados por la pregunta sobre lo que
significa pero, sobre todo, por lo que produce (o desarma) la muerte. Y veremos que, al poner
en diálogo más de dos poemas entre sí, esta pregunta queda abierta.

Muchos de los poemas de El otro, el mismo son recuerdos, palabras dedicadas a
personas muertas. A poetas y personajes históricos de siglos pasados, trascendentales y
también intrascendentes. A Whitman, a Carlos I y XII, a Spinoza, a un poeta sajón, a un poeta
menor, al que inventó el soneto, al lector o los lectores, a Borges, que en ningún momento
olvida que es y que va a ser un muerto que conversa con muertos. En este sentido, nos
interesa leer estos textos también haciéndonos una pregunta basada en las concepciones
plasmadas por Lefere en Borges. Entre autorretrato y automitografía (2005), donde el crítico
postula, en primer lugar, que Borges, por un lado, reniega de lo autobiográfico pero hace, a la
vez, un uso literariamente muy productivo de la perspectiva personalista. Lefere refiere que
esa postura, en apariencia contradictoria, tiene dos explicaciones: la primera, que la escritura
viene a construir antes que a expresar la subjetividad del autor (o sea, que la subjetividad no
precede del todo a la escritura); la segunda, la productividad del “símbolo de sí” que un
escritor puede plasmar en su obra. Borges, una y otra vez, construye y actualiza este “símbolo
de sí”; las más de las veces, incluso, pareciera hacerlo a sabiendas de lo que la riqueza de ese

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!

símbolo dejaría para las producciones ulteriores (es decir, pensando en las potencialidades de
la trascendencia). Parte de esta conciencia y de estos gestos se ve, de hecho, en la elección de
esos otros nombres propios que conforman el poemario. Se refleja, se esconde, se compara
con esas otras trascendencias.

Para desarrollarlo brevemente, nos detendremos en tres puntos que sintetizan un
recorrido posible: en primer lugar, vamos a ver poemas donde la muerte se configura como
una instancia epifánica, de acceso a cosas hasta entonces vedadas. Después, veremos otros en
donde se pone de manifiesto qué es lo que queda y qué lo que se pierde con la muerte. Y, por
último, nos preguntamos qué es lo que se espera o lo que se pide, en definitiva, a la muerte.
En relación a esto, vamos a ver que, en ocasiones, se espera borramiento, se pide olvido;
otras, recuerdo o permanencia. En este vaivén se está moviendo Borges también en relación a
esa autofiguración autoral en este último periodo de su obra: entre el deseo de olvido y el de
perduración.

2. La muerte como revelación
El primer tópico sobre el que nos vamos a detener, entonces, es el de la muerte como instancia
epifánica, como circunstancia en que las cosas parecen revelar su aspecto “verdadero”. Con la
muerte, al hombre le es dado saber cosas que hasta ese momento le eran inaccesibles. La
muerte aparece, en reiteradas ocasiones, como un velo que se levanta. ¿De qué naturaleza es
ese conocimiento que se deja ver? Es del orden de la Verdad, de lo Real. Las formas
auténticas, lo que conforma la sustancia verdadera, lo contrario de la apariencia. En el poema
“Everness”, por ejemplo, leemos: “Solo del otro lado del ocaso / Verás los arquetipos y
esplendores” (927). Esta idea de acceso a lo Real, otras veces, implica también la identidad o
la esencia del poeta mismo. “El mar” cierra así: “¿Quién es el mar, quién soy? Lo sabré el día
/ Ulterior que sucede a la agonía” (943). La muerte es concebida como una forma del
despertar. El poeta tiene la expectativa de acceder, al traspasarla, a un conocimiento superior,
sobre el mundo y sobre sí mismo, que sospecha o intuye pero al que hasta entonces no había
podido llegar.

Otros dos poemas refieren, casi con las mismas palabras, a esas formas de lo real, con
matices distintos que nos proponen una diferenciación sobre esta dicotomía real / artificio,
verdadero / falso. “A quien ya no es joven” empieza así: “Ya puedes ver el trágico escenario /
y cada cosa en el lugar debido” (895). Cada cosa en el lugar debido, como si la cercanía de la
muerte develara las posiciones correctas, un acomodarse de las cosas en sus lugares

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auténticos. Como si lo que es cierto se configurase, ante los ojos del poeta, en esa instancia. El
otro poema, “El despertar”, hace explícita esta relación entre la muerte y el despertar:

Entra la luz y asciendo torpemente
de los sueños al sueño compartido
y las cosas recobran su debido
y esperado lugar
(894)

Acá el lugar “debido” es el que se recupera con el despertar. Las cosas se habrían
“desacomodado” en el sueño y la vigilia las reacomoda pero, a diferencia del poema anterior,
no se establecen en una Verdad sino, por el contrario, en el “sueño compartido”, como el
poeta define a la vigilia. La vida, entonces, está representada como un letargo; en un caso,
interrumpido por el “desacomodo” de los sentidos que se produce en el sueño; en el otro, por
el “esclarecimiento” que produce la cercanía con la muerte, esta perspectiva superior. El
despertar del sueño lleva, en un caso, a ese “sueño compartido”; la muerte, por su parte, a lo
Real como único despertar verdadero. La muerte, entonces, se configura de nuevo como el
corrimiento de un velo, como un hecho que organiza, que da sentido.

3. Muerte como corte y como pérdida
Si en los poemas que vimos la muerte establece un pasaje o un desvelamiento, en otros

poemas del libro también arma una cesura, una jerarquía, un límite entre lo que queda y lo que
no. Entonces surge la pregunta por cómo eso se evidencia. Esta pregunta es, también, sobre
cómo leer: cómo entendemos esa resignificación, ese cambio en el sentido que se produce
sobre ciertas marcas, cierto recorrido de un personaje (desde la perspectiva, claro, del yo
lírico). La muerte produce un quiebre en la interpretación: a veces es esclarecedora, y
evidencia qué de lo que se hizo va a perdurar; otras, muestra cómo lo que parecía permanente
se torna último, irrepetible, se pierde. Este es el caso de “Límites”: “De estas calles que
ahondan el poniente, / una habrá (no sé cuál) que he recorrido / ya por última vez,
indiferente”. El poeta no lo sabe, pero alguien o algo, en algún lugar, parece saber. En ese
momento de cercanía con el final, hay una presencia inefable: ese “quien prefija omnipotentes
normas”. Se trata de esa perspectiva omnipresente, aludida en más de un poema, que parece
alojarlo todo, integrarlo todo, capaz de distinguir aquello que los hombres no. Su identidad,
así como la calle última, es uno de los enigmas centrales que atraviesan este poemario. Esa
perspectiva se fusiona con el conocimiento que trae la muerte, sugiriendo un espacio de
conciencia trascendente.

84!
!

En relación a esta cesura entre lo que se pierde y lo que queda, hay dos poemas que llevan

el mismo título, “A un poeta sajón”, y cifran esto de forma muy interesante. Nos detenemos

en la apertura y el cierre del primero que aparece en el volumen:

Tú cuya carne, hoy dispersión y polvo,
pesó como la nuestra sobre la tierra
[...]
hoy no eres otra cosa que unas palabras
que los germanistas anotan.
Hoy no eres otra cosa que mi voz
cuando revive tus palabras de hierro.

Pido a mis dioses o a la suma del tiempo
que mis días merezcan el olvido,
que mi nombre sea Nadie como el de Ulises,
pero que algún verso perdure
en la noche propicia a la memoria
o en las mañanas de los hombres. (906)

En este poema lo que se pierde tiene que ver con la carne, con el cuerpo, con lo que tiene peso

y marca la tierra. Está claro que eso pertenece al orden de lo irrecuperable. Lo que perdura, en

cambio, es la obra, los versos, la palabra. El segundo “A un poeta sajón” abre y cierra de este

modo:

La nieve de Nortumbria ha conocido
y ha olvidado la huella de tus pasos
[...]
¿Dónde buscar tus rasgos y tu nombre?
Esas son cosas que el antiguo olvido
guarda. Nunca sabré cómo habrás sido
cuando sobre la tierra fuiste un hombre.
Seguiste los caminos del destierro;
Ahora solo eres tu cantar de hierro. (945)

Hay una clara distinción entre lo que pertenece a la instancia de los vivos y lo que

pertenece a la posibilidad de trascendencia. El nombre y los rasgos se perdieron, pero sus

palabras están vivas, o son revividas al leerse. Y el poeta pide para sí mismo un destino

similar al que le está escribiendo al anónimo: que queden, sobre todo, las palabras. Pero ni

siquiera la palabra del nombre, sino la palabra de la obra. Hay poemas del volumen que son

odas, citas, referencias a poetas consagrados, con nombre y apellido, pero en este, dedicado a

un poeta sin nombre, el poeta pide “que mi nombre sea Nadie como el de Ulises”. Por

momentos el nombre propio parece poder perderse, y esa tensión entre la pérdida y la

persistencia del nombre parece condensarse en ese verso: hay una intención de borramiento y

hay, a la vez, la insistencia en el nombre. Esto también es una pregunta central para la obra

85!
!

borgeana, en este procedimiento de construcción del “símbolo de sí”: qué lugar tiene el

nombre en la permanencia, en el recuerdo, en la tradición, incluso en la propia obra.31

Ahora bien, en relación a cómo la muerte también produce (o no) claves sobre la

modificación de la vida de un hombre que se acerca al final, leemos “Una mañana de 1649”,

que relata la marcha de Carlos I de Inglaterra hacia su ejecución:

Carlos avanza entre su pueblo. Mira
a izquierda y a derecha. Ha rechazado
los brazos de la escolta. Liberado
de la necesidad de la mentira,

sabe que hoy va a la muerte, no al olvido,
y que es un rey. La ejecución lo espera;
la mañana es atroz y verdadera.
[...]
No lo infama el patíbulo. Los jueces
no son el Juez. Saluda levemente
y sonríe. Lo ha hecho tantas veces. (944)

Vemos cómo aparecen dos cosas recurrentes en este poemario: por un lado, lo que

pasará con la figura de este hombre una vez muerto. “Los jueces no son el Juez”: el resto, el

juicio real, se hará en otro lado; no acá. Vuelve a plasmarse esta instancia donde existe la

perspectiva trascendente -en el sentido de plano que existe solo de aquél lado, inaccesible- a

la que nos referimos en relación a “Límites”. Acá, además, no hay olvido. La ejecución, desde

la perspectiva del poeta, no va a modificar la identidad del personaje; acaso lo contrario. Eso

permanece. Así, en este poema quedan plasmados ambos aspectos de la trascendencia: por un

lado, lo que queda del rey en este plano (“sabe que hoy va a la muerte, no al olvido, / y que es

un rey [...]”) y, por el otro, qué es lo que lo espera en esa instancia posterior, de “juicio real”

(con “el Juez”).

Luego aparece lo que se hace de forma tan habitual que no cambia siquiera con la

muerte. Un hábito que hace al hombre, y que parece ser más fuerte que el final. El saludo y la

sonrisa, en el caso del rey, su repetición, lo acompañan hasta ahí. Hay otros poemas donde lo

cotidiano aparece como algo inmutable incluso después de la muerte. Como en “Los

compadritos muertos”: Lo que hacían continúa haciéndose, de alguna forma, más allá de

ellos. Su marca queda. En este sentido, la muerte no establece un corte, sino que se lee, desde

la perspectiva del poeta, una permanencia, una continuidad:

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! !!!!!!!!!!!!!!!!!!!!
31 Para problematizar esta cuestión leemos, por ejemplo, la reflexión borgeana plasmada en “Paul Goussac”
(1929, luego en Discusión, 1932): “No hay muerte de escritor sin el inmediato planteo de un problema ficticio,
que reside en indagar —o profetizar— qué parte quedará de su obra. Ese problema es generoso, ya que postula la
existencia posible de hechos intelectuales eternos, fuera de la persona o circunstancias que los produjeron; pero
también es ruin, porque parece husmear corrupciones. Yo afirmo que el problema de la inmortalidad es más bien
dramático. Persiste el hombre total o desaparece.”

86!
!

Siguen apuntalando la recova
Del Paseo de Julio, sombras vanas
En eterno altercado con hermanas
Sombras o con el hambre, esa otra loba.
[...]
Vuelven a su crepúsculo, fatales
Y muertos, a su puta y su cuchillo.

Perduran en apócrifas historias,
En un modo de andar, en el rasguido
De una cuerda, en un rostro, en un silbido,
En pobres cosas y en oscuras glorias. (949)

Sus gestos, sus vicios, su modo de estar, siguen ahí. El que lo ve, el que lo descifra, es

el poeta. La vida de un hombre parece fusionarse con el hábito y la repetición. Como si la

identidad, ante el final, se develara como lo que se repite, lo que hace sin cesar, lo que no

puede dejar de hacer.

Sin embargo, la repetición también es una instancia que puede mostrar lo irrecuperable

en el último instante antes de perderse para siempre. La muerte hace que se distinga esa

aparición final, su detenimiento. Como vimos en “Límites”, “una de estas calles habré

recorrido por última vez”... Una foto de cómo quedan las cosas “definitivas” de este lado

cuando alguien parte. “A quien ya no es joven”, poema que comentamos anteriormente,

termina así:

¿A qué sigues buscando [...]
si están aquí [...]
la brusca sangre y el abierto foso?
Aquí te acecha el insondable espejo
que soñará y olvidará el reflejo
de tus postrimerías y agonías.
Ya te cerca lo último. Es la casa
donde tu lenta y breve tarde pasa
y la calle que ves todos los días.(895)

Lo que era cotidiano se vuelve definitivo, deja de repetirse. La imagen última es legible a los

ojos del que va a la muerte, y del poeta, que vuelve a ubicarse en ese espacio de la perspectiva

trascendente: sugiere de nuevo ese espacio de conocimiento superior, elevado o más allá de

los hombres, que puede configurar la poesía, pero que en este caso parece proponer una

clausura: “a qué sigues buscando”, “te cerca lo último”. Nombra incluso lo que va a haber

después de la muerte -sueño y olvido- pero, de este lado, la muerte invita a detener la

búsqueda, sin ofrecer revelaciones.

Volvemos por un momento a “Límites”, porque cifra estas dos cosas: hay revelación,

hay un ordenamiento y hay también la pérdida absoluta; la muerte, precisamente, como límite.

Hay, entre todas tus memorias, una

87!

!

que se ha perdido irreparablemente;
no te verán bajar a aquella fuente
ni el blanco sol ni la amarilla luna.

¿Y el incesante Ródano y el lago,
todo ese ayer sobre el cual hoy me inclino?
Tan perdido estará como Cartago
que con fuego y con sal borró el latino.

Creo en el alba oír un atareado
rumor de multitudes que se alejan;
son lo que me ha querido y olvidado;
espacio, tiempo y Borges ya me dejan. (879)

La muerte barre, incluso, con el olvido: “Lo que me ha olvidado se aleja”. Ni siquiera
el olvido queda. Es un más allá del olvido. Entonces, hay momentos en estos poemas que
refieren a la llana pérdida. A aquello que ni se transforma, ni se reconfigura, ni emerge
revelado. Pero el poema se escribe de este lado, y se hace jugando con esa posibilidad,
exclusivamente poética, de acceder -de inventar- una perspectiva superadora, abarcadora de la
vida, de la muerte y de la trascendencia: un poeta que habla con muertos y juega con la
posibilidad de descifrar de qué se trata la muerte, cómo se lee lo que se deja, cómo se escribe -
se adivina- lo que va a permanecer. Y, por supuesto, de escribir, asimismo y para sí mismo,
un destino, un legado.

4. ¿Qué se espera de la muerte?
Si retomamos, entonces, la idea de “símbolo de sí”, podemos decir que Borges, en estos
poemas, ciertamente está trabajando sobre la construcción de este símbolo. El yo lírico que se
despliega en varios de los poemas de El otro, el mismo tiene una relación, por lo menos,
ambigua o ambivalente con la muerte en general, y con la muerte del poeta en particular.
¿Podemos decir que hay un pedido de olvido, de borramiento del nombre pero, en simultáneo,
de perduración de la obra? ¿Hay una reivindicación de la muerte como despedida de aquello
que solo trae sufrimiento? ¿Hay un alivio en el desprendimiento de la carne y de la historia?
Sin dudas hay algo del final que trae sosiego, y que en ocasiones incluso se reclama, se
anhela. “A Carlos XII” invoca la idea de la muerte de esta manera. Leemos:

Supiste que vencer o ser vencido
son caras de un Azar indiferente,
que no hay otra virtud que ser valiente
y que el mármol, al fin, será el olvido. (908)

“Al fin”, como si trajera un descanso esperado, un consuelo. Entonces vemos, en simultáneo,
un pedido de olvido pero también de trascendencia, de memoria, de supervivencia de la

88!
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palabra, si pensamos en relación a los poemas anteriores. “Edipo y el enigma” muestra algo

similar en relación al aspecto positivo, liberador, del final:

Nos aniquilaría ver la ingente
forma de nuestro ser; piadosamente
Dios nos depara sucesión y olvido. (929)

Si recordamos por un momento el final del primer “A un poeta sajón” (“que mi

nombre sea Nadie (...) pero que algún verso perdure”), el poeta parece estar pidiendo en

simultáneo olvido y trascendencia; borramiento y permanencia. Borramiento del yo, de los

rasgos personales; trascendencia de los versos. Este doble movimiento, donde el poeta

expresa la conciencia de la pérdida absoluta pero, a la vez, una especie de convencimiento de

totalidad y de pervivencia de la obra, se sintetiza hermosamente en dos poemas en particular:

“Composición escrita en un ejemplar de la Gesta de Beowulf” termina así:

Será (me digo entonces) que de un modo
secreto y suficiente el alma sabe
que es inmortal y que su vasto y grave
círculo abarca todo y puede todo.
Más allá de este afán y de este verso
me aguarda inagotable el universo. (902)

Acá se propone al alma como algo inmortal: el poeta no solamente pide la perduración de la

obra, sino del alma misma. Ese universo que la alojaría parece ser, por un momento, dos

distintos y el mismo, condensando esos dos aspectos de la idea de trascendencia: aquél donde

permanece la obra, en el mundo de los vivos, y también el que espera del otro lado, el de las

verdades, al que se accede solo en la muerte. El otro poema,“Ewigkeit” (que significa, en

español, “Eternidad”, igual que “Everness”, el poema con el que comenzamos), empieza así:

Torne en mi boca el verso castellano
a decir lo que siempre está diciendo
desde el latín de Séneca: el horrendo
dictamen de que todo es del gusano.

Para después negar esta idea:

No así. Lo que mi barro ha bendecido
No lo voy a negar como un cobarde.
Sé que una cosa no hay. Es el olvido;

Sé que en la eternidad perdura y arde
Lo mucho y lo precioso que he perdido
esa fragua, esa luna y esa tarde. (928)

En “Edipo y el enigma”, Dios deparaba sucesión y olvido, casi como un consuelo. Aquí, en

cambio, no hay olvido. En la eternidad (y aparece este otro modo de nombrar el espacio-

tiempo de la trascendencia, desde el nombre mismo del poema) todo perdura. La pérdida es

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ilusoria. Pero incluso el centro de este poema pone en escena la tensión del yo lírico: el verbo
quiere decir que todo es del gusano (del mismo modo que “en algún lugar está escrito el
epitafio”, 924) pero el poeta se opone; creer en la caducidad sería una cobardía. Postula,
entonces, la certeza de perennidad. ¿De qué se trata esa eternidad? Se trata de este espacio de
perduración, en relación a esa primera acepción de la trascendencia; el plano superior,
posterior o por fuera de la vida humana. Este espacio se configura, o se alude, poéticamente, a
través de la voz lírica, muchas veces, para plasmar preguntas, hipótesis, sobre el destino del
poeta (y de su obra). Es desde este lugar, consideramos, que el poeta puede permitirse
explorar hipótesis sobre ambos sentidos de la trascendencia personal. Y es este gesto también,
consideramos, un recurso central de la obra borgeana que invita a abrir, explorar y estimular
la proliferación de hipótesis, como invitación a participar de un juego de lecturas siempre
abierto, de la conversación infinita que es la literatura y que de alguna forma aloja, incluso, lo
que va a perderse.

Bibliografía

Adur Nobile, Lucas Martín (2012). “Escándalos de la razón - Nivelación y desajustes de la
literatura y la teología en “La otra muerte” de J.L. Borges”, Teoliterária, Vol. 2, Nº. 3:
124-142.

Borges, Jorge Luis (1974). Obras completas, Buenos Aires: Emecé Editores S.A.
Lefere, Robin (2005). Borges. Entre autorretrato y automitografía, Madrid: Gredos.

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María Amelia Arancet Ruda

La muerte o el revés de la trama en Los

conjurados, libro final de Borges

A María Amelia Ruda,
mi madre.

De la extensa obra poética de Jorge Luis Borges he leído con mayor detenimiento el primer
libro y el último. Esas lecturas han tenido móviles más bien azarosos. Fervor de Buenos Aires
me cautivó, sobre todo en su primera edición; estimo que, fundamentalmente, por mi inicial
pasión por la vanguardia, especialmente literaria y, más aún, argentina. Tal firme interés por
estudiar lo vanguardista en poesía ha quedado en evidencia en mi largo estudiar a Jacobo
Fijman.

En cuanto al último libro, la causa parece mucho más ligada a un destino –el mío–. En
1986, durante mi primer año en la carrera de Letras, año del fallecimiento de nuestro autor, mi
madre me regaló Los conjurados, en su segunda edición en Alianza Literatura.32
Extrañamente, es el único libro que mi madre me regaló en toda su vida. Posiblemente, con un
velado afán de comunicación, realicé un breve estudio de él en 1996 (Arancet Ruda, 1999); y,
posiblemente, con intención de reencuentro, vuelvo a hacerlo veinticinco años después. Así,
este modesto trabajo sobre Los conjurados es, además de la respuesta a la amable invitación,
un homenaje a mi madre. Supongo que a Borges le habría gustado ser ocasión del tendido de
este puente.

***
A lo largo de este trabajo nos detendremos en tres aspectos que la lectura, el análisis y las
asociaciones arrojaron: el asomo de lo personal, la muerte y la trama en mutua
correspondencia, y la categoría de ‘libro final’.

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32 Todas las citas de Los conjurados provienen de esta edición, por lo que cuando lo citemos solamente
referiremos el número de página.

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1. Algo diferente en lo conocido

Al ingresar en este decimosegundo poemario y postrer libro, lo primero en lo que reparamos
es en cómo está compuesto.33 El índice de textos nos llama inmediatamente la atención. Entre
ellos los dos primeros, el “Prólogo” y la dedicatoria, titulada “Inscripción”, 34 serían
usualmente considerados paratextos; aunque, en el caso de Borges, no exclusivamente;
sabemos que sus prólogos merecen una atención aparte y especial. Por otro lado, así lo
registró el editor, pues en el prólogo Borges señala “unas cuarenta composiciones” (14), mas
en el índice constan cuarenta y dos. Todas se contabilizan, pues provienen de su pluma.

Como es usual en la literatura de nuestro autor, no hay emocionalidad abierta, de
acuerdo con una recatada timidez dominante en su escritura. Pero sí hay afectividad, volcada
de maneras más o menos indirectas. El afecto en estas letras está retenido en cuanto a dejar
ver su aspecto, sus rasgos; pero no en cuanto a su insistente presencia solapada. Tal
insistencia -emisaria de la afectividad, entonces- toma la forma de iteración, que, además,
reedita el imaginario que es seña de identidad borgeana, es verdad, pero no la única. La
iteración de las figuras tópicas de la muerte y de la trama, a pesar de no ser nuevas, y la
iteración de estructuras, determinan un presente de la enunciación algo distinto. En Los
conjurados la mirada de un sujeto añoso, que, por inquisitiva, es ineludiblemente
retrospectiva, está cargada de contenida emotividad. Salvo en un texto que es la excepción,
porque en él lo emocional se despliega. Luego volveremos a este punto relativo a lo
emocional, y nos detendremos en él, donde -sospechamos- se abrió alguna compuerta.

2. La muerte y la trama

Vamos a señalar, entonces, los mentados motivos de la trama y de la muerte, pero no
haciendo un puntilloso registro, sino viendo de qué maneras se presentifican e interactúan
funcionalmente entre sí.

La trama, tan recurrente en la obra de Borges, vuelve a aparecer en Los conjurados.
Actúa como motivo condensador e imagen fundante, para dar cuenta de la diversidad del
universo. La composición que así se denomina, “La trama” (23), termina con un largo verso

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33 Estamos contando Fervor de Buenos Aires (1923), Luna de enfrente (1925), Cuaderno San Martín (1929), El
hacedor (1960), El otro, el mismo (1964), Para las seis cuerdas (1965), Elogio de la sombra (1969), La rosa
profunda (1975), La moneda de hierro (1976), Historia de la noche (1977), La cifra (1981) y el que nos ocupa,
Los conjurados (1985).
34 Opinamos que, especialmente en este libro final, la voluntad de Borges al seguir adelante con su habilidad de
escribir es, en verdad, el deseo de inscribir, para que perdure.

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explicativo de la extensa enumeración que lo antecede en el poema: “No hay una sola de esas
cosas perdidas que no proyecte ahora una larga sombra y que no determine lo que haces hoy o
lo que harás mañana” (24, nuestro destacado). “Ahora”, “hoy”, ‘proyectar’, “mañana”: cada
cosa avanza a lo largo del tiempo urdiendo conexiones y permitiendo la renovada
continuidad, de acuerdo con el habitus de la concepción del tiempo como discontinuo, por
ejemplo, de Gaston Roupnel.35 Así se arma el tejido, que es, simultáneamente, dispar y
homogéneo -cfr. “1982” (93)-. Trama que en “La suma” es caracterizada como “[…] vasta
algarabía / de líneas […]” (41), “algarabía” que conforma la vida y el rostro de un everyman,
un hombre cualquiera.

Como sabemos, uno de los recursos más usados por Borges en su poesía es la
enumeración, acerca de la cual dice “que los tratadistas llaman caótica y que, de hecho, es
cósmica, porque todas las cosas están unidas por vínculos secretos” -cfr. “Alguien sueña”
(44)-. La enumeración, frecuente figurativización (Greimas, 1970) de la trama en poemas de
Borges, no construye únicamente en el área del imaginario. La repetición estructural -por
ejemplo, con anáforas y paralelismos- genera una malla. Este conjunto de hilos cruzados y
enlazados no es, en el poemario que nos ocupa, un motivo más. Está presente muchas veces
en la estructura de superficie por medio de la mención explícita del semema ‘trama’; y otras,
figuradamente, a través de la abundante enumeración de elementos que se tejen, incluso hasta
tener la apariencia de listas o de catálogos. Sin embargo, esto no es todo, la trama no queda
ahí. En la estructura profunda hay un mecanismo de productividad discursiva que funciona
parecidamente a ella. Por este mecanismo generativo se da una elisión central que pide, para
cubrir el consecuente vacío circundante, una proliferación metonímica. Severo Sarduy (1972:
170) explica este mecanismo de la proliferación a propósito del barroco: en torno de un
significante elidido -dice- nace una cadena de significantes, de manera que podemos inferirlo.
En el caso de Borges, la elipsis nunca es total; ocurre solamente en el cuerpo del texto; por lo
general, el significante en cuestión está desplazado, por ejemplo, en el título o bien hacia el
final del poema. Este mecanismo, entonces, fabrica una trama que queda a la vista, es decir
que la figurativiza (Greimas, 1970) en el mismo crecimiento discursivo. La composición
“Haydee Lange” es un excelente ejemplo de este mecanismo. En ella, una vez más, la
enumeración de casi catorce versos enteros y el breve remate explicativo –“[…] Esas cosas, /
sin nombrarte te nombran” (75)- invitan al lector a hacer parecido ejercicio de evocación, o
más bien de invocación, porque se presentifica algo o alguien, casi como en un ritual mágico.

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35 Roupnel (Francia, 1871-1946) fue un caro amigo y colega de Gaston Bachelard en la Universidad de Dijon en
la década de 1920. Bachelard toma su noción de “habitus” en La intuición del instante, de 1932.

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En el entramado nada es excluido; interviene todo, de lo pequeño a lo ingente, de lo

ínfimo a lo excelso. Está hecho por “las generaciones de las hormigas y las generaciones de

los reyes” (44). Son múltiples hebras, variadas e hiladas a lo largo de los años y con diversos
materiales:

Las divinidades del alba que no han dejado ni un ídolo ni un símbolo.
El surco del arado de Caín.
El rocío en la hierba del Paraíso.
Los hexagramas que un emperador descubrió en la caparazón de una de las tortugas
sagradas.
Las aguas que no saben que son el Ganges.
El peso de una rosa en Persépolis.
El peso de una rosa en Bengala.
Los rostros que se puso una máscara que guarda una vitrina.
El nombre de la espada de Hengist.
El último sueño de Shakespeare.[…]
El primer espejo, el primer hexámetro.
Las páginas que leyó un hombre gris y que le revelaron que podía ser don Quijote. (23)

La trama figura en Los Conjurados nuevamente, no tanto para mostrar sus dibujos

tejidos, sino para exhibir su reverso. Ahora importa ver esa parte llena de cortes y de nudos

toscos que sostiene el bello diseño de símbolos, tan profundamente significativos como
meramente ornamentales, y, por lo mismo, fútiles. Ahora importa dar vuelta el tapiz. Tal

reverso es la muerte, ya no como tópico, sino como fenómeno palpable. Todos esos hilos /
motivos hacen patente que, más allá de los abundantes datos eruditos que pueden aportar para

poblar el ancho mundo lector -ese vacío acechante-, nuestra vida sigue siendo “el agua, no el

diamante duro, / la que se pierde, no la que reposa” (27).
La muerte y la trama se resignifican, al punto de que la primera es ahora el revés de la

segunda, y cuestiona su valor: “¿Hay un fin en la trama? Schopenhauer la creía tan insensata

como las caras o los leones que vemos en la configuración de una nube. ¿Hay un fin de la
trama?” (93). En efecto, hay dos poemas de este último libro, consecutivos, que ya desde sus

títulos impugnan la validez de la trama como afán de conocimiento y de dominio. Así, en
“Nubes (I)” se declara: “La numerosa / nube que se deshace en el poniente / es nuestra

imagen” (55). Y en “Nubes (II)” se cierra el desarrollo reflexivo con esta apreciación: “Quizá

la nube sea no menos vana / que el hombre que la mira en la mañana” (57).
Respecto de la muerte en Los conjurados hemos escrito detalladamente para otra

ocasión (Arancet Ruda, 1999). Ella aparece de diversas maneras; ya no tanto como tema de
disquisiciones filosóficas, sino también como experiencia. De los poemas en que la muerte es

más patente elegimos mencionar tres. En primer lugar, “Cristo en la cruz” que, no

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casualmente, abre el libro, y que termina en una pregunta llena de dolor y de encubierto
reclamo: “¿De qué puede servirme que aquel hombre / haya sufrido, si yo sufro ahora?”
(16).36 En segundo lugar, “Elegía”, escrito a raíz del fallecimiento del amigo: “Tuyo es ahora,
Abramowicz, el singular sabor de la muerte, a nadie negado, que me será ofrecido en esta casa
o del otro lado del mar, a orillas de tu Ródano, […] / No sé si todavía eres alguien, no sé si
estás oyéndome” (33-34). Lo que acontece a un par siempre es asaz perturbador, puesto que
es casi propio. En esta última línea del texto se dicen la inquietante incertidumbre y una oculta
angustia.

Finalmente, seleccionamos el texto que sigue al recién citado, y al que aludimos en el
comienzo de esta exposición: “Abramowicz” (35). Es un texto de un tono muy diferente al del
resto del libro. En esta composición el yo se dirige expresamente a quien fuera su amigo
desde la adolescencia, Maurice Abramowicz. Al dirigirse al tú podría tomarse como una carta,
una epístola fuerte, luminosa e incluso esperanzada, que nos retrotrae al “fervor” del primer
libro: “Esta noche, no lejos de la cumbre de la colina de Saint Pierre, una valerosa y venturosa
música griega nos acaba de revelar que la muerte es más inverosímil que la vida y que, por
consiguiente, el alma perdura cuando su cuerpo es caos” (35). Parece claro que subyace una
anécdota, no una abstracción: “tú también estás con nosotros, Maurice. Con vino rojo hemos
brindado a tu salud. […] Estabas ahí, silencioso y sin duda sonriente, al percibir que nos
asombraba y maravillaba ese hecho tan notorio de que nadie puede morir” (35). Es evidente
que se ha resquebrajado el dique que contenía la efusión afectiva. Y lo entendemos, porque no
hace falta pudor cuando lo que aflora es valiente -aunque paradójico- entusiasmo vital, el que
se lee en el cierre de la epístola: “Esta noche me has dicho sin palabras, Abramowicz, que
debemos entrar en la muerte como quien entra en una fiesta” (36). La súbita y tal vez fugaz
certeza -no lo sabemos- de que no termina todo aquí dio lugar a que el yo personal se
permitiera aparecer sin demasiado tapujo (Terrón de Bellomo, 1987).

3. Libro final como categoría

Al decir de Saúl Yurkievich, Borges es un poeta circular (1968). Encontramos que, si bien es
cierto en cuanto a la reiteración de sus símbolos y motivos -el coraje, los tigres, el laberinto,
los libros, los espejos, la mitología del arrabal, entre tantos otros-, en el caso de Los
conjurados las recurrencias adquieren, por lo menos, otro sentido, nuevo por tratarse del libro

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36 Esta es, desde ya, solo una de las varias posibles interpretaciones de esta pregunta final. Ver sobre este poema
el trabajo de Adur, en este mismo volumen.

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final. Proponemos esta frase nominal como categoría de lectura y de interpretación de la obra
en sí misma, para emplear la cual es necesario tomar en consideración el corpus total de la
producción de un escritor –cosa que, naturalmente, no podemos hacer en esta ocasión–.

Al decir ‘libro final’ no coincidimos exactamente con lo que Tamara Kamenszain
(2000) denominara “lírica terminal”, a propósito, por ejemplo, de Chorreo de las
iluminaciones (1992) del argentino Néstor Perlongher y del póstumo Diario de muerte (1989)
del chileno Enrique Lihn.37 En primer lugar, no coincidimos porque nuestra categoría no
traspasa necesariamente el límite hacia la privacidad ni hace de la enfermedad su eje. Por otro
lado, aunque es requisito, para aplicar la categoría a un libro no basta con que sea el último
que un autor escribe. En tercer lugar, tiene que manifestar un conocimiento intuitivo –aunque
no haya plena conciencia– de la proximidad de la muerte. En cuarto lugar, el libro que así se
clasifique debe venir a dar clausura a algunos aspectos de la obra total del autor a través de la
operación de retomarse a sí mismo; este retomarse se da regresando -deliberadamente, o no- a
sus libros previos para hacerlos intervenir, de alguna manera -aquí las variantes dependen de
cada autor-, en el último.

Hemos llegado al enfoque de esta categoría con sorpresa, al cabo de haber estudiado la
obra de otros poetas argentinos. Nos referimos a Miguel Ángel Bustos, con su libro final El
Himalaya o la moral de los pájaros (1970); al Julio Cortázar poeta, con Salvo el crepúsculo
(1986); y a Héctor Viel Temperley, con su Hospital Británico (1986). Las operaciones para
retomarse -como ya adelantáramos- pueden ser muy diversas. En Bustos las operaciones más
llamativas son tres: presentar en el último libro cómo termina la historia de los cuatro
personajes de su primer libro, Cuatro murales (1957); desplegar la historia de un juguete -un
cristal-, que en Cuatro murales era secundario y que en el último se vuelve protagonista;
volver a incorporar las tradiciones precolombinas, occidental cristiana y oriental, mucho más
combinadas entre sí todavía que en sus libros previos, para generar un contenido místico. En
el libro póstumo de Cortázar la operación es extraer fragmentos de sus propios libros
anteriores -poemarios o no- e insertarlos en Salvo el crepúsculo, articulándolos mediante
distintas voces que hacen de nexo y que sopesan lo escrito con bastante sorna, pero también
con honda nostalgia. Cortázar recorre a conciencia su quehacer escriturario. Finalmente, en el
caso de Viel Temperley, el más estudiado en este punto, la operación es reintroducir
fragmentos de distintas obras precedentes para producir una obra final que emula un mosaico,

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37 Perlongher falleció en noviembre de 1992. Lihn había fallecido en 1988.

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donde lo antes escrito recibe otra luz, desde la perspectiva de lo ya vivido y de la escritura
nueva en el libro final.

Mirado desde esta óptica de ‘libro final’, en Los conjurados de Borges la reaparición
de motivos y de tópicos es una operación para retomarse, puesto que, debido a la insistencia –
como señalamos antes–, hace ingresar la afectividad, más precisamente: el deseo de seguridad
existencial a partir de poder reconocer el camino ya transitado por el sujeto poético.

Otra operación, en pos de seguir orientándose el sujeto, es la de construir, sutilmente,
su propia rosa de los vientos. Este símbolo, que permite identificar rumbos, en Los
conjurados se traza a partir de los puntos marcados por cuatro ciudades que constan como
sitio de escritura, con datación, al pie de cuatro textos. Tales ciudades son Kyoto,38 Buenos
Aires,39 Berna40 y Cnossos,41 emblemáticas por ser, respectivamente, la antigua capital de
Japón, la capital de la Argentina, la capital de Suiza y, si cupiera, la capital del laberinto por
antonomasia. Esta ubicación en una geografía simbólica trae a la memoria el cierre del primer
poema del primer libro de Borges, en la edición de 1923:

Hacia los cuatro puntos cardinales
se van desplegando como banderas las calles:
ojalá en mis versos enhiestos
vuelen esas banderas.
(1923: 9)

No se trata de norte, sur, este y oeste. Estas ciudades no son los puntos cardinales
compartidos por todos, pero sí han llegado a ser para el yo poético, que en su poesía sabemos
muy autorreferencial,42 lugares señalados por la íntima entraña. Hacia el final de su vida el
lugar en el mundo de este poeta puede ubicarse a partir de estas coordenadas cordiales, que
representan, respectivamente: el amor; el paisaje porteño anhelado y de los antepasados; el
país que fue acogida en la infancia y en la ancianidad; y el asentamiento del principal
laberinto histórico, el de Creta, figura representativa, si las hay, para identificar la literatura de
nuestro autor. Aquellas “calles” de los veinticuatro años adquirieron, a los casi ochenta y
siete, otro alcance. Se extendieron sobre el orbe, pero siguen aspirando a ser la “recuperada
heredad” de “Barrio reconquistado” de 1923 (Borges, 1923: 23).

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38 “Kyoto, 1984”, al pie de “Cristo en la cruz” (16).
39 “Buenos Aires, catorce de enero de 1984”, al pie de “Elegía” (34).
40 “Berna, 1984”, al pie de “Fragmentos de una tablilla de barro descifrada por Edmund Bishop en 1867” (38).
41 “Cnossos, 1984”, al pie de “El hilo de la fábula” (61).
42 La reiterada titulación de poemas como “On his blindness” (59) es un ejemplo notorio.

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En correlato con el ámbito de lo espacial simbólico hallamos que es posible indicar,

también, un tiempo distintivo. Ese momento es la tarde en el soneto homónimo, y en tantas

otras composiciones anteriores; momento limítrofe con el no tiempo, frontera donde se
vislumbra lo que no puede verse ni asirse del todo:

Las tardes que serán y las que han sido
son una sola, inconcebiblemente.
[…]
Son los espejos de esa tarde eterna
Que en un cielo secreto se atesora (31).

Tal tiempo, en correspondencia con la geografía simbólica, es, asimismo, el tiempo de

las “triviales circunstancias”, aquellas mucho más personales, que nuestro poeta no suele
consignar. En el poema “Reliquias” se alude a una “epifanía”, término que implica

manifestación, es decir que no sería una idea, sino una experiencia. De ella vagamente se
predica “que le fue dada [a un hombre], hace ya tantos años, / del otro lado de una numerada /

puerta de hotel”. Hay algo, entonces, donde todo es intimidad, y que se guarda en la memoria

como “reliquias”:

Un nombre de mujer, una blancura,
Un cuerpo ya sin cara, la penumbra
De una tarde sin fecha, la llovizna,
Unas flores de cera43 sobre un mármol
Y las paredes, color rosa pálido (25).

Así, lo inane por momentos ofrece afincamiento para salvar al hombre de la
disolución. En “Góngora”44 se le atribuye al español la voz para admitir el distanciamiento
entre “lo que se está viendo” -diría Joaquín Giannuzzi- y su versión estilizada:

Veo en el tiempo que huye una saeta
rígida y un cristal en la corriente
y perlas en la lágrima doliente.
Tal es mi extraño oficio de poeta (83).

Este poema se cierra con un pareado, separado del resto del texto por un espacio, en
que el deseo es clara y directamente dicho desde la primera palabra: “Quiero volver a las

comunes cosas: / el agua, el pan, un cántaro, unas rosas…” (83). Las “triviales circunstancias”

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43 También se llaman flores de nácar; florecen desde la primavera y todo el verano. Esa es la etapa evocada.
44 Este pater poeta y emblema en Jorge Luis Borges, tantas veces mentado, viene claramente a ser una máscara
más, o un portavoz. El barroco que representa, tan presente en el jovencísimo Borges del Fervor…, reaparece en
este último libro muy especialmente en “Piedras y Chile”, donde además se enuncia “las máscaras que he sido”
(87). Trazar un mapa con las encrucijadas y con las calles porteñas mentadas por Borges quizá daría un dibujo
equivalente del rostro final.

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antes mentadas son el espacio desde donde recibir lo que aprehender no se puede, figurado en
el tiempo de “las tardes”.

5. Conclusiones, mientras pulsa la sangre

Esta obra, hecha -como se dice en el prólogo- de “el verso, la prosa, el estilo barroco o el
llano” (13) es la única que se mantuvo mixta. No hubo correcciones posteriores, seguramente
por falta de tiempo; así, no fueron escindidos el verso de la prosa, quizá porque Borges no
llegó a hacerlo y, por tanto, el editor no tocó su integridad, como sí ocurrió con los libros
anteriores, lamentablemente para nosotros. Diríamos que esta miscelánea es un reflejo más
fiel de la poética de nuestro autor, quien, sin duda, consideraba que la poesía no es propiedad
exclusiva del verso. Este libro final no pudo labrarse a posteriori -invoco los versos que aquí
rezan “El pasado es arcilla que el presente / labra a su antojo. Interminablemente” (85). Esta
arcilla guarda las huellas del moldeado original, donde sobreabundan formas de decir y
formas de pensar, si es que pueden deslindarse: versos endecasílabos y blancos; once sonetos
(19, 27, 31, 41, 55, 57, 59, 65, 81, 85, 87); supuestos fragmentos arqueológicos (37) y
apócrifos (77); epístolas (33, 35); elegías (33, 39); disquisiciones reflexivas de corte filosófico
(43, 47, 79, 93); cuartetos en alejandrinos (49); dos milongas (89, 91); un cuento (69); un
“noctuario”,45 o colección de sueños registrados; en efecto, Borges mismo adelantó en el
prólogo que “en este libro hay muchos sueños […] que fueron don de la noche o, más
precisamente del alba, no ficciones deliberadas” (14). Así, este libro final ofrece una vasta
diversidad de formas escriturarias, gracias a que no sufrió la poda debida, tal vez, a una muy
acotada idea de qué cosa es la poesía.

“Ocurre en la pulsación de la sangre”, se dice respecto de la muerte representada por el
Juicio Final en “Doomsday”. Este morir ocurre en cada instante en el interior del propio
cuerpo: “No hay un instante que no esté cargado como un arma” (17). Todos los referentes
culturales con los que el yo está urdido, esa trama en la cual es un hilo más, no son otra cosa
que distractores o atenuantes. El deíctico de la muerte es “aquí”, como se repite
anafóricamente seis veces en el tercer poema, “César” (19); y una de las sensaciones que trae
aparejadas es alivio, ritualmente tres veces escrito en “Tríada”:

El alivio que habrá sentido César en la mañana de Farsalia, al pensar: Hoy es la batalla.

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45 Así llama Julio Cortázar a su Diario de Andrés Fava (1950), precisamente porque lo medular proviene de la
noche.

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El alivio que habrá sentido Carlos Primero al ver el alba en el cristal y pensar: Hoy es el
día del patíbulo, del coraje y del hacha.

El alivio que tú y yo sentiremos en el instante que precede a la muerte, cuando la suerte
nos desate de la triste costumbre de ser alguien y del peso del universo (21).

Desde el enfoque de ‘libro final’ los motivos de la trama y de la muerte son
determinantes del presente; se desactiva la trama mundi y se activa la cercanía de muerte
como experiencia que habilita la emoción. “Nunca daremos con el hilo”, se dice en “El hilo
de la fábula” (61). Tal aseveración puede ser tanto una renuncia, cuanto una especie de
advertimiento de que la punta de ese hilo está en la propia mano, presente, hic et nunc: “acaso
lo encontramos y lo perdemos en un acto de fe, en una cadencia, en el sueño, en las palabras
que se llaman filosofía o en la mera y sencilla felicidad” (61).

La muerte y la trama son dos símbolos frecuentes en Borges, también retomados en
este libro. Sin embargo, aquí y ahora, en Los conjurados, se ofrece una versión algo distinta,
en que lo personal asoma con mayor libertad. Por eso hay lugar para la revelación -así la
clasifica Borges- que recibe maravillosamente del amigo después de muerto; la de que -repito
la cita- “debemos entrar en la muerte como quien entra en una fiesta” (36).

Nos preguntamos si todos los nombres de los muertos en este libro mentados no serán,
acaso, los conjurados del título, que se suman a los del poema homónimo. O, más
precisamente, si no se los convoca, acaso, para establecer una alianza defensiva contra la
muerte y el olvido. Claro está, como corresponde, la pregunta queda abierta.

En definitiva, todo es parte del tejido verbal que acecha, anhelante, lo que no puede
decirse, el conocimiento que solo la muerte otorga. Por cierto, ni la muerte ni la trama son
nuevos en la imaginería borgeana; pero en este libro final se resignifican, al punto de que una
funciona como contracara de la otra, así como están imbricados el haz y el envés de la
moneda. Quizás esta habría de ser la moneda a entregar al laborioso barquero, Caronte.

Bibliografía

Arancet Ruda, María Amelia. (1999). “Presencia de la muerte en Los conjurados”, Letras,
nos. 38-39, julio 1998-junio 1999, monográfico: Jornadas Borgeanas, 18, 19 y 20 de
septiembre de 1996, Bs. As., Centro de Investigación en Literatura Argentina (CILA),
Departamento de Letras, Facultad de Filosofía y Letras, Pontificia Universidad
Católica Argentina, 9-17.

100!
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