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SOBRE EL MAR LATINO DE JOSÉ ANTONIO RAMOS SUCRE Alba Rosa Hernández Bossio

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Published by Ruta Poética de José Antonio Ramos Sucre, 2022-09-28 15:16:20

SOBRE EL MAR LATINO DE JOSÉ ANTONIO RAMOS SUCRE . Alba Rosa Hernández Bossio

SOBRE EL MAR LATINO DE JOSÉ ANTONIO RAMOS SUCRE Alba Rosa Hernández Bossio

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Helena

SOBRE EL MAR LATINO DE JOSÉ ANTONIO RAMOS SUCRE

Alba Rosa Hernández Bossio

1

Marceliano Ramírez, Carmen Elena de las Casas, 1918. Colección María Fernanda Palacios
2

SOBRE EL MAR LATINO DE JOSÉ ANTONIO RAMOS SUCRE

Alba Rosa Hernández Bossio

La lectura de un número mayor de poemas en prosa de José Antonio
Ramos Sucre, excita el deseo de repasar o rememorar, de regresar a
autores hace tiempo leídos y quizás relegados. Asimismo, la
necesidad de restaurar mitos y leyendas que parecían anulados, como
los reinos difuntos o en ruinas que sus personas poéticas gustan
frecuentar.
Mar latino, poema incluido en Las formas del fuego (1929) es uno
de los modelos para este género de lectura que busca restablecer los
textos míticos y literarios que subyacen y que actúan en la generación
del poema. Aun cuando el lector puede blanquear el poema y
disfrutarlo por sí solo, gracias al juego imaginario que aquél inventa.
Yo he elegido, como provocación, que me orienten los mismos
autores y mitos que guiaron al yo poético, algunos apenas
vislumbrados.

Me propongo entonces dilucidar las menciones y, sobre todo, las
alusiones literarias y culturales que el poema reconstruye, y que lo
relacionan con una tradición. También intento relacionarlo con la
tradición que Ramos Sucre inventa en su obra poética. Es decir, en
qué tema, en qué situación dramática se inscribe este texto particular,
qué palabras y ordenación continúa. En este caso, el tema es la
recreación de y por libros de algunos mitos clásicos. Y la situación, la
de un yo poético que con su voz los entona y modula, siempre ante o
una mujer. O la situación más repetida, la de un yo poético que los
sigue en la voz de la mujer que los reproduce o los encarna.

3

Aún otro motivo me llevó a elegir Mar latino, el poder cotejar este
poema con la primera versión, la original, cuya última estrofa fue
borrada, y, por tanto, es diferente de la que leemos ahora en la forma
definitiva de Las formas del fuego. Porque como producto de mi
investigación en busca de la hemerografía del poeta, me tocó la suerte
de recuperar de El Universal unos 120 de sus poemas. Y de las
revistas, bastantes aún sin clasificar en los sótanos de la Biblioteca
Nacional, al menos otros 36 poemas, todos luego incluidos en sus tres
libros, ninguno inédito, pero sí con variantes y supresiones, como esta
primera versión cuya última estrofa fue eliminada, y que publicó la
revista Venezuela, número 69 del 15 de noviembre de 1926. De este
modo también he podido acercarme a la historia del poema, a su
pasado, a la gesta con la palabra. He podido atisbar las primicias
borradas de sus poemas, de los cuales no tenemos los manuscritos ni
tampoco las anotaciones o borradores que el autor anotaba en los
márgenes de los libros de su biblioteca también perdida.
Mar latino nombra el espacio ficticio que recorren la persona poética
y la mujer que demanda o dirige el viaje. Este mar latino es el
Mediterráneo, el mare nostrum por y en donde se enseñoreó Roma
cuando fue un Imperio. Grecia que nunca fue un Imperio sino una
confederación de ciudades estado, convertida en provincia romana en
el año 146 a.C., impuso su religión, su arte, su arquitectura, su poesía,
su teatro, su escultura, su filosofía sobre el conquistador romano que
los asumió como suyos, e hizo del helenismo su modelo cultural. Por
consiguiente, el mar latino es también el mar helénico, el divino mar,
la púrpura llanura, el océano proceloso que cantó Homero.

Así, el poema representa la situación dramática entre un hombre, que
parece ser la voz cantante, y la mujer a quien aquél entretiene y
corteja. Primero, glosando los versos 146 al 160 de la rapsodia III de
La Ilíada, para sumergirse después en otros textos clásicos. Es decir,
como un rapsoda el yo poético reinventa los sentidos y connotaciones,
vivos y activos en la civilización grecolatina pero lejanos, difusos,
olvidados o diferentes en la época del poema, o en la nuestra.

4

Glosa era la palabra o palabras que el escriba de un texto clásico
superponía en el margen para traducir una palabra o frase, aclarar su
significado, apoderarse de su sentido. Era, por consiguiente, un lector
que recreaba las palabras y al anotarlas participaba del texto que
glosaba.
Está claro que en el poema el yo poético está reinventando, al rehacer
o renovar el viaje, los libros y mitos, a demanda de la mujer. Y por
esto, declara al abrir el poema: Estoy glosando el pasaje de la Ilíada…
único momento en toda la poesía de J.A.R.S. en el que una persona
poética usa el presente progresivo usando el gerundio. Por lo tanto, el
tiempo del poema y el tiempo del lector son el mismo, coinciden al
pertenecer ambos al presente, suspendido ante los libros que llaman a
aventurarse por el mar, no el mar histórico ni en el geográfico sino
por el mar de la poesía y del mito.
Tomando como medida Las formas del fuego, en donde está incluido
este poema, de sus 126 textos, 61, es decir, casi la mitad, están
imaginados en presente, a veces alternando con el pasado del cual ha
emanado el ahora. Por ejemplo, en Mar latino la última frase de la
tercera estrofa está en pasado, la primera en presente: La mujer me
invita…Horacio las recordaba… El pasado se hace presente cuando
éste se repite, como en la lectura poética. Tiempo presente en un
eterno retorno al reiterarlo el lector.

Aún tendría que anotar que esta situación poética entre el hombre y la
mujer que reinventan episodios de un libro o de un mito, tiene su
génesis en dos poemas anteriores de La torre de Timón (1925):
Trance donde el hablante poético cae de rodillas y enmudece ante el
despejo (habría que glosar las ricas connotaciones de esta palabra
revivida) de la mujer que, única y absoluta, diserta: He soñado con la
beldad rubia. Miro su despejo y siento su voz. Inicia con razones
elegantes una conversación de motivo lisonjero. Yo estoy
prosternado…

5

El otro poema es Diva donde el yo lírico como un trovador, admira,
contempla y cumple el oficio de servir a la dama endiosada sobre
quien escribe textos cifrados donde está su amor: La dama venusta
lee, entre sonrisas, las dos páginas de mi invención. Desea dar con
un pensamiento disimulado, escurrido entre las líneas.
Ahora en Mar latino la persona poética que es siempre el hombre,
glosa para la dama la escena de La Ilíada en donde los ancianos de
Troya, ante las puertas Esceas, arengando como chicharras, a los
combatientes, ven aparecer Helena y exclaman: No es reprensible que
troyanos y aqueos, de hermosos cabellos, sufran innumerables males
por una mujer como ésta cuyo rostro iguala al de las diosas
inmortales. Es decir, el mal que es la guerra se justifica si éste tiene
como fin la belleza de Helena. Invirtiendo los términos del aforismo
ramosucriano, la belleza es la autora del mal porque su posesión
genera sufrimiento, porque la belleza es un don trágico. De acuerdo
con esta absolución de Helena, después de la caída de Troya, el mito
imagina para ella destinos todos afortunados. En uno de ellos después
de muerta será la esposa eterna de Aquiles en la isla de los muertos
bienaventurados.

En el poema, la mujer floreciente que vindica la belleza de Helena y
la reproduce, es la heroína del canto. Y como Las formas del fuego
está dedicado a Carmen Helena de las Casas, considerada la mujer
más bella de su época, y a quien José Antonio Ramos Sucre visitaba
para sumergirse con ella en los clásicos latinos y griegos, ella es el
referente biográfico escondido entre las líneas del poema, en uno de
los escasos momentos cuando descubrimos un dato transparente de su
vida transfigurado en poesía.
Así las tres primeras estrofas del poema reinventan la inminencia y la
consumación del desastre que llevó a la muerte de los héroes: La
sucesión de los visos del mar, presentes en la memoria de Homero,
desaparece bajo el único tinte de la sangre. El verso alude a la
legendaria ceguera de Homero que su videncia poética repara.

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Y en él está la omnipresencia del mar griego, que ahora pierde la
complejidad sin fondo de sus visos para parecer sólo un mar de
lágrimas, un mar de dolor, tinto de sangre. En los poemas en prosa
de Ramos Sucre, el mar es una imagen constante del viaje. Por él
navegan las personas poéticas enfrentándolo en busca de una
purificación o transformación que, como en Mar latino, puede llevar,
no a la felicidad soñada, sino al abismo. Es reiterativa, por esto, en
esta poesía la asociación del mar y de la muerte, como si ante su
enigma el viaje por sus corrientes resultase a la larga extraviado. Por
eso, la nave puede ser la de Caronte, como la de El lapidario, también
de Las formas del fuego: Volvieron sus cenizas del destierro en un
país secular. El amor deshojaba, desde la nave taciturna, un ramo de
azucenas en el mar de las olas fúnebres.

De ahí que, en Entonces un poema inicial, perteneciente a La torre
de Timón, el yo poético sepa que el pesar de vivir no lo calmará la
maravilla de los mares nativos, perpetuamente luminosos. Y que, en
El rezagado, del mismo libro, la esperanza del yo poético que sueña
la misma imagen, sea infausta: Aliento la esperanza de volver a mi
suelo meridional, cerca del mar bruñido por el sol. Porque ese mar
iluminado y feliz, que rememora el mar de Cumaná (aludido sólo en
estos dos poemas de la primera fase de su poesía) no será el que la
imaginación le impondrá: los mares australes o boreales, los mares
extremos, inaccesibles, en donde subyace sólo el abismo: será el
océano de las ballenas y los témpanos de El cristiano, en El cielo de
esmalte, o el mar gemebundo, frecuentado por los albatros de
Carnaval en Las formas del fuego.

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Pero continuemos viajando por el mar del poema. Si en estas tres
primeras estrofas es Homero el que induce al viaje imaginario, y es la
voz del hombre la que reinventa la epopeya, ahora será la mujer quien
propondrá viajar en dirección contraria, hacia el mar occidental
extremo, en pos de las míticas islas de los bienaventurados, donde
perduran los héroes muertos, en donde Aquiles y Helena se aman.
Hay que regresar de nuevo a la lectura de Horacio, quien poetizó este
mito griego, para descubrir la alusión, cuya fuente está en el Epodo
XVI, dedicado al pueblo romano (Ad populum romanum). Allí, a los
ciudadanos romanos que se quejan de la depravación y de la pérdida
de las virtudes republicanas Horacio los invita a exilarse,
irónicamente, a buscar otra tierra donde reine la edad de oro, sólo
presente en las islas situadas en el confín mítico del occidente, las
islas de la dicha y de la plenitud: Busquemos los felices, los ricos
jardines.

Según este mito clásico, la edad de oro, nuestro bíblico jardín del
Edén, perduraba en estas islas donde moraban sólo los
bienaventurados. Esta leyenda de la isla dorada coincide con el mito
de Thule, identificada con lo blanco y situada en la región polar. O
con el país de los hiperbóreos, región inaccesible situada más allá del
Boreas, el viento del norte, ajena al sufrimiento y a la muerte porque
en ella reposaba el dios del sol.

Ambos mitos están presentes en la poesía de Ramos Sucre, sin
embargo, el que prevalece como imagen primordial, es el de la isla,
no sólo ésta occidental sino también aquélla donde se regenera la
inocencia, como en La ensenada de Las formas del fuego, que
recobra su virginidad y sencillez gracias a su suelo fertilizado por las
reliquias de Homero. La isla, celada por el mar, es, por tanto, el lugar
perfecto del apartamiento ascético, del retiro radical del mundo, del
regreso a la unidad.

8

Este rumbo hacia las islas horacianas, propuesto por la mujer, es
emprendido por la voz del hombre quien reconstituye el nuevo
derrotero del viaje, siguiendo asimismo los residuos lapidarios de una
leyenda perdida. Quizás sea una alusión a la mítica Atlántida, de cuya
leyenda hay fragmentos lapidarios en el Critias, el Timeo y La
República de Platón. Como sea, esta isla de la felicidad perenne –isla
de los bienaventurados, Atlántida- es también en el poema los
jardines quiméricos del ocaso que están más allá del finis terrae, de
la caída del sol.

Continuando con el poema, la nave del viaje-y ya lo imaginario es la
única verdad- es confiada (Ramos Sucre usa fiada como
procedimiento retórico que busca la forma básica) al desafortunado
piloto de la Eneida, Palinuro. En efecto, canta la Eneida en el Libro
V cómo el dios del sueño roció las sienes del piloto con un ramo
anegado en el agua del Leteo, por lo que aquél cayó al mar,
arrastrando consigo el timón de la nave. Alcanzada a nado la costa
tirrena de Italia, un pueblo cruel lo mató y lanzó al mar su cadáver.
En el libro VI Eneas, cuando visita el Hades, oye esta historia narrada
por la sombra de Palinuro que no podrá descansar entre los muertos
hasta que su cadáver sea cremado y enterrado bajo un túmulo.
Compadecida igual que Eneas, la sibila predice que así será, y que su
nombre tendrá memoria eterna. Como cumpliendo la profecía, en el
mar Tirreno, cerca de Nápoles, están la bahía y el cabo Palinuro, a la
vista de todos. El yo poético, también compadecido de Palinuro, lo
honra recordándolo y devolviéndole su nave, fiándosela para otro
viaje refundador, como el de Eneas.

9

Se llega de pronto, elípticamente, en la última estrofa, a la conclusión
del viaje cuando la voz mágica, como la de Orfeo, como la de Orión,
como la de los dioses, de la mujer, antes sólo la voz acompañante, es
la que salva al hablante poético al fugar a las sirenas, cuyo canto
irresistible arrastra a los navegantes al abismo, menos a Ulises
maniatado para no obedecerlo. Llama aquí la atención el regreso a la
forma latina fugat (fugit tempus: el tiempo se fuga, huye) que
sustituye a la perífrasis española poner en fuga, como otro
procedimiento que prestigia la concisión latina y la restituye.

Entrando de nuevo en el poema, esta voz taumatúrgica vence a las
sirenas, nunca antes humilladas (las que cantaron para Ulises se
suicidaron cuando aquél no las siguió). Pero, aún más prodigiosa,
manda y comanda a la hueste de emisarios que son larvas, por lo tanto,
en proceso de metamorfosis, que anuncian la llegada al mundo de los
muertos, que ahora son sombras, espectros dolientes, como el canto
flébil, lloroso, de la mujer. Es decir, no han alcanzado la isla de los
bienaventurados sino su reverso, la isla sepulcral de los muertos,
espectros, fantasmas, simulacros, sombras. Las larvas son, en la
mitología griega, especies de demonios, capaces de transformarse
para seducir y perder a los hombres, como la larva Empous que
aparecerá posteriormente en tres poemas de El cielo de esmalte, y
que en el Fausto es llamada prima de Mefistófeles.
Esta isla sepulcral es, por consiguiente, la isla maldita, es la isla de los
muertos. En ella, según Cirlot (Diccionario de símbolos, 1985) se
producen apariciones infernales, encantamientos, tormentas y
peligros. En conclusión, el viaje ha terminado, no en la
bienaventuranza, sino en el sufrimiento y en la posible muerte.
Siempre el mal, el autor de la belleza del mundo.

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Esta es la última estrofa del poema y ahora cabe preguntarse cómo
ocurrió su invención porque sabemos que no fue la que originalmente
apareció en la primera publicación de Mar latino en la revista
Venezuela del 15 de noviembre de 1926, por consiguiente, tres años
antes de que el poema fuese incluido en Las formas del fuego. Esta
primera versión hemerográfica es idéntica a la del libro hasta la quinta
estrofa y sólo la sexta y última estrofa es diferente. Y no puede
hablarse de una modificación sino de una transformación que anula
aquélla. Este caso de reescritura de toda una estrofa, además de que
nos permite recuperar las palabras rechazadas por el poeta, muestra
que Ramos Sucre no hacía el poema de una sola vez, en el rapto de un
día o de unas horas (aun cuando es posible que haya escrito alguno, a
algunas líneas de una vez por todas) sino
que lo escribía en un largo proceso de revisión y de recreación. Puedo
inferir que muchos de sus poemas pasaron, como Mar latino, por
suerte documentado, por el mismo proceso de reescritura.
Regresando a la estrofa rechazada, en ella la nave alcanza la isla que
resulta ser el islote temible de las sirenas, situada según los mitógrafos
al oeste de Italia, o cerca de Sicilia. Pero cuando éstas emergen ante
los viajeros, no es para hechizarlos con su canto mortal sino para
recibir a la mujer floreciente del poema que es una de ellas, una
hermana fugada. En esta versión, la hueste es de sirenas, aun cuando
en el mito éstas sean a lo sumo ocho y lo común es que sean sólo tres.
Y la mujer era una hermana desertada de su hueste. Al reescribir,
Ramos Sucre conservó la palabra hueste, una muchedumbre atropada
para atacar. Asimismo, llegó al verbo fugar a partir del verbo desertar
de esta estrofa sustituida.
Pero en la estrofa definitiva del libro no es la mujer quien ha desertado
o se ha fugado como en la versión de la revista, sino la que fuga a las
sirenas. Es decir, en esta primera versión anulada el yo poético ha
caído bajo el encantamiento de las sirenas, o de la mujer transmutada
en sirena, es decir, bajo el hechizo de una criatura sensual, fuente de
placer, hermosa (la alusión a su cabellera adornada de algas y corales
persiste en la versión final), un ser erótico.

11

Pero en la poesía de José Antonio Ramos Sucre las personas poéticas
suprimen el erotismo, eluden la belleza sensual de las criaturas, para
entregarse al ascetismo y a la huida del mundo, al a-isla-miento. En
su poesía la mujer es un objeto de culto que, sin embargo, se elude.
En Tácita, la musa décima de Las formas del fuego, esta Tácita, el
silencio, la décima musa que inventó Numa Pompilio, el legendario
rey de Roma, es para Ramos Sucre el ansiado silencio de la muerte
(El resto es silencio fueron las últimas palabras de Hamlet).

Tácita es la musa inspiradora, no la hermosa a quien la persona
poética admira (Aquel ser sufría de su misma perfección) pero a quien
aparta: Yo la he separado cruelmente de mi presencia. Podía
interrumpir mi fuga clandestina a través de la orgía del mundo, hacia
el abrazo letárgico de la muerte. Es el mismo sentimiento: la
necesidad de fugar a la mujer hermosa y perfecta para entregarse a
Tácita como única musa.
Pero en la primera versión de Mar latino la persona poética, la
glosita, el aeda, sí se entrega a la seducción de las sirenas. Esto podría
admitir una explicación fundada en la biografía de Ramos Sucre:
quizás Carmen Helena de las Casas, cuando publicó la primera
versión del poema, parecía aquélla por cuyo placer el mal se
justificaba, como se justificó Troya si su premio era Helena. No
sabemos cuándo, si inmediatamente luego de publicado por primera
vez el poema, si en la revisión tres años después para incluirlo en el
libro, si en algún momento antes, Ramos Sucre sintió que este final
era delusorio, que Carmen Helena no lo conduciría a la Isla de la
buenaventura, porque la agonía de vivir y el deseo de morir no podían
conjurarse con el placer. Y por eso la mujer floreciente, Carmen
Helena, guía a la única isla deseable, la de la muerte. Porque el mito
de la isla tiene sentidos opuestos: ésta puede ser el espacio de la
felicidad, pero también puede ser el de la muerte. Por eso, el poeta,
aunque confesó al final estar cansado de la vida del asceta y sentirse
derribado por pesares acumulados, no podía ser hechizado por la
ilusoria isla de las sirenas sino por la otra, la absoluta, la de su poesía
y la de la muerte.

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Ruinas de la colonia griega de Emporion, cerca de la actual Empúries, Girona.
(iStock)

13

MAR LATINO

Estoy glosando el pasaje de la Ilíada en donde los ancianos de Troya
confiesan la belleza de Helena. Me escucha una mujer floreciente del
mismo nombre. Los dos sentimos la solemnidad de ese momento de
la epopeya y esperamos el fragor del desastre suspendido sobre la
ciudad.
Agamenón, el rey de las mil naves, puede apresurar, apellidándolas,
el desenlace de la contienda.
La sucesión de los visos del mar, presentes en la memoria de Homero,
desaparece bajo el único tinte de la sangre.
La mujer me invita a dejar el recuento de las calamidades fabulosas y
a seguir el derrotero de una fantasía más serena, en demanda de unas
islas situadas en el occidente. Horacio las recordaba cuando quería
descansar de los males contemporáneos.
Yo emprendo la excursión irreal sirviéndome de los residuos
lapidarios de una leyenda perdida. Nuestro bajel solicita, a vela y
remo, los jardines quiméricos del ocaso. Nos hemos fiado a un piloto
de la Eneida. Su nombre designa actualmente un promontorio del
Tirreno.
La voz mágica de mi compañera fuga las sirenas ufanas de sus
cabellos, en donde se enredan las algas y los corales, y se muda en un
canto flébil. Invita a comparecer, bajo el cielo de lumbre desvanecida,
la hueste de larvas subterráneas, mensajeras de un mundo espectral.

De Las formas del fuego

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Última estrofa de MAR LATINO EN LA REVISTA VENEZUELA,
del 15 de noviembre de 1926, Año3, Número 69, Mes XV.
Yo contemplo reclinado sobre la borda y poseído del temor, un islote
envuelto en la gasa amarilla del otoño. Las sirenas salen al paso de
nosotros. Las algas y los corales se han enredado en sus cabellos.
Saludan en mi compañera a una hermana inolvidable, desertada de su
hueste.

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Aquiles

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