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Published by snullbug20, 2019-04-19 07:33:33

Vision Ciega - Peter Watts

Peter Watts Visión ciega



abultada, y de los gigantescos insectoides


generados por ordenador que, pese a su aspecto


alienígena, se comportan como simples perros


rabiosos recubiertos de quitina. Cierto es que la


diferencia por la diferencia, sin criterios que


reduzcan la arbitrariedad, no se diferenciaría



mucho del canon de Roddenberry; la selección


natural es tan ubicua como la vida misma, y los


mismos procesos básicos terminarán moldeando


la vida dondequiera que ésta evolucione. El reto,


por consiguiente, consiste en crear un


«alienígena» que le haga justicia a la palabra, sin


dejar de ser biológicamente plausible.



Los trepadores son mi primer intento por


responder a este desafío... y en vista de lo mucho


que se parecen a los ofiuroides de los mares



terrestres, podría decirse que pifié todo el


concepto de «nunca jamás visto», por lo menos


en términos de morfología general. Resulta


incluso que los ofiuroides tienen algo parecido al


despliegue de ojos de los trepadores. Del mismo


modo, la reproducción de éstos —el brote de su


progenie a partir de un tallo común— está



basada en la de las medusas. Aunque el biólogo


marino se vista de seda...






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Afortunadamente, los trepadores adquieren


matices más alienígenas si se miran más de cerca.


Cunningham menciona que en la Tierra no existe


nada parecido a sus cadenas motrices/sensoras


sincronizadas. No le falta razón, aunque puedo


citar un precursor que perfectamente podría



desarrollar semejante sistema. Nuestras propias


«neuronas espejo» se activan no sólo cuando


realizamos alguna acción, sino cuando


observamos a otra persona realizando la misma


acción; esta característica aparece mencionada en


la evolución tanto del lenguaje como de la


consciencia.



Las cosas adquieren un tinte aún más


alienígena a nivel metabólico. Aquí en la Tierra,


nada que dependiera exclusivamente de la



producción anaeróbica de adenosín trifosfato


superó nunca la fase unicelular. Aunque sea más


eficaz que nuestro sistema de combustión de


oxígeno, el metabolismo anaeróbico es


sencillamente demasiado lento para permitir


una multicelularidad avanzada. La solución


propuesta por Cunningham es la simplicidad



encarnada. El problema es que hay que pasarse


unos pocos miles de años durmiendo entre un






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turno y otro.



El concepto de procesos metabólicos


cuántico‐mecánicos quizá parezca aún más


descabellado, pero no lo es. La dualidad onda‐


partícula puede ejercer impactos significativos


sobre las reacciones bioquímicas en condiciones


fisiológicas a temperatura ambiente; el efecto



túnel de carbono de elevado peso atómico ha


llegado a agilizar el ritmo de dichas reacciones


hasta en 152 órdenes de magnitud.



Y he aquí algo realmente alienígena: la


ausencia de genes. El ejemplo de la colmena que


empleo a modo de analogía apareció por primera


vez en el casi desconocido tratado de Darwin


(Dios, qué ganas tenía de citar a este tipo); más


recientemente, un pequeño pero creciente grupo


de biólogos han empezado a extender el rumor



de que los ácidos nucleicos (en particular) y los


genes (en general) están seriamente


sobrevalorados como prerrequisitos para la vida.


Gran parte de la complejidad biológica radica no


en la programación genética, sino en la mera


interacción física y química de sus componentes.


Cierto, todavía hace falta algo que desencadene


las condiciones iniciales necesarias para el






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surgimiento de esos procesos; ahí es donde


entran en juego los campos magnéticos. Ninguna


patética cadena de nucleótidos sobreviviría al


entorno de la Rorschach, de todas formas.



Los más puntillosos se estarán preguntando:


«Ya, pero sin genes, ¿cómo evolucionan estos


bichos? ¿Cómo se adaptan a entornos



desconocidos? ¿Cómo se enfrenta su especie a lo


inesperado?». Y si Robert Cunningham estuviera


aquí hoy, respondería: «Juraría que la mitad del


sistema inmunológico tiene como blanco activo


la otra mitad. Y no se trata sólo del sistema


inmunológico. Algunas partes del sistema


nervioso parecen estar intentando, en fin,


hacerse pedazos. Creo que evolucionan


intraorgánicamente, por disparatado que



parezca. El organismo entero está en guerra


consigo mismo a nivel de tejidos, en una suerte


de principio de la Reina Roja a nivel celular. Es


como organizar una colonia de tumores


interactivos; cabe esperar que compitan


ferozmente entre sí para evitar que ninguno se


desmande. Al parecer cumple el mismo papel



que el sexo y la mutación para nosotros». Y si


toda esta cháchara os hace elevar los ojos al cielo,






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seguramente os eche el humo a la cara y se


refiera a la interpretación de esos mismos


conceptos por parte de cierto inmunólogo, tal y


como se ejemplifica en (por increíble que


parezca) The Matrix Revolutions.



También podría señalar que las conexiones


sinápticas de nuestro cerebro se moldean



mediante una forma parecida de selección


natural intra‐orgánica, catalizada por pedazos


de ADN parásito llamados «retrotransposones».



De hecho Cunningham llegó a decir algo


parecido en un primer borrador de esta novela,


pero la estructura comenzaba a tambalearse bajo


el peso de tantas teorías y decidí suprimirlo.


Después de todo, Rorschach es el arquitecto de


estas cosas, así que podría encargarse de todas


esas cosas aunque los trepadores no pudieran



por sí solos. Y uno de los mensajes para recordar


de Visión ciega es que la vida es cuestión de


grado; la diferencia entre los sistemas vivos y los


inertes siempre ha sido dudosa, y nunca tanto


como en las entrañas de ese puñetero artefacto


descubierto en el Oort.












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Sentiencia/ Inteligencia







Éste es el condenado quid de la cuestión.


Quitemos de en medio los escollos más grandes


primero. Being No One, de Metzinger, es el libro


más árido que haya leído jamás (y todavía hay


porciones de considerable tamaño que no he


llegado a leer), pero también contiene algunas de


las ideas más fascinantes con que me he topado,


tanto en la ficción como fuera de ella. La mayoría



de los autores se dedican descaradamente a dar


gato por liebre en lo que a la naturaleza de la


consciencia se refiere. Pinker titula su libro How


the Mind Works, o «cómo funciona la mente»,


para luego admitir en la primera página que «No


sabemos cómo funciona la mente». Koch (el tipo


que acuñó el término «agentes zombi») escribe



The Quest for Consáousness: A Neurobiological


Approach, en el que tímidamente soslaya todo el


tema de por qué la actividad neuronal tendría


que dar como resultado ningún tipo de


consciencia subjetiva.



Metzinger, gigante entre tales hormigas,


coge el toro por los cuernos. Su hipótesis del


«mundo cero» no sólo explica el sentido





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subjetivo del yo, sino también por qué semejante


narrador ilusorio en primera persona sería una


característica emergente de ciertos sistemas


cognitivos. Desconozco si tiene razón —este


hombre está muy por encima de mí—, pero por


lo menos aborda la verdadera pregunta que nos



mantiene en vela con la mirada clavada en el


techo a las tres de la madrugada, mucho después


de que se halla apagado la última colilla. Muchos


de los síndromes y trastornos que aparecen en


Visión ciega los encontré por primera vez en el


libro de Metzinger. Cualquier afirmación sin cita


en esta sección probablemente provenga de esa



misma fuente.


Si no, es posible que lo hagan de The Illusion


of Conscious Will, de Wegner. Menos ambicioso,



mucho más accesible, el libro de Wegner no se


ocupa tanto de la naturaleza de la consciencia


como de la naturaleza del libre albedrío, que


Wegner describe como «la forma que tiene


nuestra mente de estimar lo que cree que ha


hecho». Wegner presenta su propia lista de


síndromes y trastornos, todos los cuales



refuerzan la apabullante impresión de lo frágil y


subvertible que es nuestra maquinaria. Y,






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naturalmente, Oliver Saks ya estaba


enviándonos informes desde los límites de la


consciencia mucho antes de que ésta se pusiera


de moda.



Sería más fácil enumerar a aquellas personas


que no han hecho sus pinitos intentando


«explicar» la consciencia. Las teorías abarcan



toda la gama, desde difusos campos eléctricos a


espectáculos cuánticos de marionetas; la


consciencia se ha localizado en la corteza


frontoinsular, el hipotálamo y mil núcleos


dinámicos entre medias. (Al menos una teoría


sugiere que si bien los grandes simios y los


humanos adultos son sintientes, los niños


humanos no lo son. Reconozco sentir cierta


afinidad por esta conclusión; la no sentiencia de



los niños excusaría su carácter psicópata).



Pero debajo de la inofensiva y superficial


cuestión de qué es la consciencia subyace la


pregunta más práctica de para qué sirve. Visión


ciega juega con este tema a placer, por lo que no


insistiré sobre lo ya tratado. Baste decir que, al


menos en condiciones rutinarias, la consciencia


hace poco más aparte de recoger informes del


mucho más rico entorno subconsciente, ponerles






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su sello y llevarse todo el mérito. De hecho, la


mente inconsciente suele apañárselas tan bien


por su cuenta que llega incluso a emplear un


guardián en la corteza cingulada anterior para


no hacer nada más que impedir que el yo


consciente interfiera en las operaciones



cotidianas. (Si el resto de nuestro cerebro fuera


consciente, seguramente nos vería como el jefe


de pelo de punta de Dilbert.) Ni siquiera es


precisa la sentiencia para formular una «teoría


de la mente». Esto podría parecer


completamente contraintuitivo: ¿cómo aprender


a reconocer que otros individuos son agentes



autónomos, con sus propios intereses y


prioridades, si ni siquiera puede uno reconocerse


a sí mismo? Pero no existe ninguna


contradicción, ni hace falta apelar a la


consciencia. Es enteramente posible percibir las


intenciones ajenas sin ser autorreflexivo en


absoluto. Norretranders declaró sin rodeos que


«la consciencia es un fraude».



El arte podría suponer una excepción. Al


parecer la estética requiere cierto nivel de



autoconsciencia; de hecho, la evolución de la


estética bien pudiera ser lo que echó a rodar la






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pelota de la sentiencia para empezar. Cuando la


música es tan hermosa que te provoca


escalofríos, ahí tenemos los circuitos de


recompensa del sistema límbico en acción: los


mismos circuitos que nos recompensan por


tirarnos a una pareja atractiva o atiborrarnos de



sacarosa. Es un truco, dicho de otra forma; el


cerebro ha aprendido a obtener la recompensa


sin ganársela realmente aumentando su


adecuación. Es agradable, nos satisface, y hace


que la vida merezca la pena. Pero también nos


introvierte y nos distrae. Aquellas ratas de los


sesenta, las que aprendieron a estimular sus



centros del placer accionando una palanca: ¿os


acordáis de ellas? Estaban tan enganchadas a


darle a la manivela que se les olvidó comer. Se


murieron de hambre. Sin duda murieron felices,


pero murieron. Sin descendencia. Su adecuación


se redujo a cero.



Estética. Sentiencia. Extinción.



Y esto nos lleva a la pregunta final,


agazapada en la zona anóxica: ¿cuál es el precio


de la consciencia? Comparada con el


procesamiento subconsciente, la autoconsciencia


es lenta y costosa. (La premisa de una entidad






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separada más veloz al acecho en la base de


nuestros cerebros para asumir el mando en caso


de emergencia está basada en los estudios de,


entre otros, Joe LeDoux, de la Universidad de


Nueva York.) A modo de comparación,


consideremos los complejos cálculos que



algunos sabios autistas son capaces de realizar a


velocidad de vértigo; estas habilidades son no


cognitivas, y existen pruebas de que deben su


superfuncionalidad, no a una integración


general de los procesos mentales, sino a una


fragmentación neuronal relativa. Aunque los


procesos sintientes y no sintientes fueran igual



de eficaces, la percepción consciente de los


estímulos viscerales —por su propia


naturaleza— distrae al individuo de otras


amenazas y oportunidades presentes en su


entorno. (Me sentí muy orgulloso de mí mismo


cuando se me ocurrió esta idea. Comprenderéis


el chasco que me llevé al descubrir que Wegner


ya había presentado un argumento similar en


1994.) El precio de la inteligencia elevada se ha



demostrado mediante experimentos con moscas


de la fruta, donde las inteligentes pierden ante


las tontas a la hora de competir por el alimento,


posiblemente debido a que las exigencias



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metabólicas del aprendizaje y la memoria


reducen la energía necesaria para forrajear. No,


no se me ha olvidado que acabo de pasarme un


libro entero diciendo que la inteligencia y la


sentiencia son dos cosas distintas. Pero este


experimento sigue siendo relevante, porque algo



que ambos atributos tienen en común es su alto


coste metabólico. (La diferencia estriba en que, al


menos en algunos casos, merece la pena pagar el


precio de la inteligencia. A efectos de


supervivencia, ¿qué valor tiene obsesionarse con


una puesta de sol?) Si bien varias personas han


señalado los diversos costes e inconvenientes de



la sentiencia, muy pocas han dado el siguiente


paso y se han preguntado en voz alta si todo este


condenado asunto no nos acarreará demasiados


problemas para lo que nos reporta. Por supuesto


que no, pensaría cualquiera; de lo contrario la


selección natural se habría encargado de


erradicarla hace tiempo. Y probablemente sea


cierto. Espero que lo sea. Visión ciega es un


experimento de reflexión, un juego de



«imaginemos que» y «qué pasaría si». Nada más.



Por otra parte, los dodos y las vacas marinas


de Steller podrían haber empleado exactamente






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el mismo argumento para demostrar su


superioridad, hace mil años: «Si tan inadecuados


somos, ¿por qué no nos hemos extinguido?».


¿Por qué? Porque la selección natural lleva


tiempo, y el azar es un factor a tener en cuenta.


Los chicos más grandes del barrio en un



momento dado no tienen por qué ser los más


adecuados, ni los más eficientes, y no por eso se


acaba la partida. Esta partida nunca se acaba; no


hay línea de meta a este lado de la muerte


térmica. Y por eso mismo, tampoco puede haber


vencedores. Únicamente participantes que aún


no han perdido.



Las cifras de Cunningham sobre el


autorreconocimiento en los primates: también


ésas son reales. Los chimpancés poseen una



proporción cerebro/ cuerpo mayor que los


orangutanes, pero éstos siempre consiguen


reconocerse en el espejo mientras que los


chimpancés lo logran sólo la mitad de las veces.


De modo parecido, las especies no humanas


dotadas de aptitudes más sofisticadas para el


lenguaje son diversas aves y monos, no los



grandes simios supuestamente «más sintientes»


que son nuestros parientes más próximos. Si uno






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se para a pensarlo, hechos como éstos sugieren


que la sentiencia podría ser casi una fase, algo de


lo que los orangutanes todavía no se han


desembarazado pero que sus primos más


avanzados, los chimpancés, ya han empezado a


hacerlo. (Los gorilas no se reconocen en el espejo.



Quizá hayan evolucionado ya por encima de la


sentiencia, o quizá no la hayan tenido nunca.)


Las personas, naturalmente, no encajan en esta


pauta. Si es que se le puede llamar pauta. Somos


elementos aislados de la distribución: ésa es una


de las cosas que intento señalar.



Seguro que los vampiros encajarían, no


obstante. Ésa es la otra.



Por último, justo cuando Visión ciega se


encontraba en fase de corrección editorial, esta


desagradable premisa recibió un oportuno



apoyo experimental: resulta que a la mente


subconsciente se le da mejor tomar decisiones


complejas que a la consciente. Ésta sencillamente


es incapaz de manejar tantas variables, al


parecer. En palabras de uno de los


investigadores: «En algún punto de nuestra


evolución, empezamos a tomar decisiones


conscientemente, y no se nos da demasiado






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bien».






Ambientación miscelánea


(detalles sobre el trasfondo, cortocircuitos y la


condición humana)







El pequeño Siri Keeton no es extraordinario:


llevamos ya más de cincuenta años empleando la


hemisferectomía radical como tratamiento en


algunos casos graves de epilepsia.


Asombrosamente, la extirpación de medio



cerebro no parece tener el impacto que cabría


esperar sobre el CI o las habilidades motrices


(aunque la mayoría de los pacientes de una


hemisferectomía, al contrario que Keeton,


presentaban ya un CI bajo antes de la operación).


Sigo sin tener del todo claro por qué eliminan el


hemisferio; ¿por qué no escindir sencillamente el


corpus callosum, si lo único que se pretende es


impedir la retroalimentación en bucle entre



ambas mitades? ¿Extirpan una mitad para evitar


el síndrome de la mano ajena... y en tal caso, no


implica eso que están destruyendo a sabiendas


una personalidad sintiente?



Los opiodes de respuesta maternal




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empleados por Helen Keeton para detonar el


afecto hacia ella en su hijo dañado están


inspirados en trabajos recientes sobre el


trastorno de déficit afectivo en los ratones. Las


nubes devoradoras de hierro que aparecen tras


la Lluvia de Fuego se basan en las descritas por



Plane et al. La jerga lingüística empleada por la


Banda de los Cuatro procede de distintas


fuentes. Las pautas de discurso multilingüe de la


tripulación de la Teseo (descritas pero no citadas,


gracias a Dios) se me ocurrieron tras conocer las


reflexiones de Graddol, quien sugiere que la


ciencia debe abordarse con múltiples gramáticas



porque el lenguaje inspira el pensamiento, y un


solo lenguaje científico universal constreñiría


nuestra percepción del mundo.



El antecedente de los fenotipos extendidos


de Szpindel y Cunningham existe hoy en día, en


forma de un tal Matthew Nagel. Las prótesis


alteradas que les permiten percibir


sinestésicamente la información de sus equipos


de laboratorio se inspiran en la asombrosa


plasticidad de las cortezas sensoriales del



cerebro: se puede convertir una corteza auditiva


en una visual sencillamente acoplando el nervio






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óptico a los canales auditivos (si se hace a una


edad lo suficientemente temprana). Las mejoras


de carboplatino de Bates tienen su origen en el


reciente desarrollo de musculaturas metálicas.


La irónica denigración que hace Sascha de la


psicología del SigVein surge no sólo de mi



(limitada) experiencia personal, sino también de


un par de ensayos que despojan de su halo


místico varios casos del llamado «trastorno de


personalidad múltiple». (No es que el concepto


tenga nada de malo; sólo su diagnóstico.) La


variedad de fibrodisplasia que acaba con


Chelsea se basa en los síntomas descritos por



Kaplan et al.


Y, aunque no os lo creáis, los rostros chillones


que utiliza Sarasti hacia el final de la novela



representan una forma de análisis estadístico


completamente real: las caras de Chernoff, más


eficaces que los gráficos y tablas estadísticas


habituales a la hora de representar las


características fundamentales de un conjunto de


datos.



















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