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Published by snullbug20, 2018-11-03 04:46:12

El Leon De Comarre/ A la caida de la noche - Arthur C. Clarke

Arthur C. Clarke



El león de Comarre ‐ A la caída de la noche




Antologías de Ciencia Ficción Caralt 1





Título original: The lion of Comarre / Against the Fall of Night


Arthur C. Clarke, 1948



Traducción: Joaquín Adsuar Ortega




































1

A JOHNNIE




















































































2

Introducción






Aunque es muy poco lo que aún conservo en mi

memoria sobre aquel joven que escribió A la caída de la

noche, todavía recuerdo exactamente cómo comenzó todo.


La primera escena que abre la novela relampagueó

misteriosamente en mi cerebro y fue trasladada, de

inmediato, al papel allá por 1935. Se trataba de un suceso

aislado, sin relación con ninguna trama novelesca que a la


sazón tratara de desarrollar. Pasaron muchos años hasta

que me decidí a extenderlo y transformarlo en una novela.

Entre 1937 y 1946, se desarrollaron al menos cinco

versiones, cada una de mayor extensión. Los amigos que se


vieron obligados a leer los sucesivos borradores se

sonreirán divertidos al leer el estudio biográfico escrito

sobre mí por Sam Moskowitz bajo el título Seekers of


Tomorrow («Exploradores del Futuro»), en el que se afirma

que yo trabajé «secretamente» en el manuscrito.

Pero Moskowitz identifica, correctamente, las

influencias más importantes que actuaron sobre mi novela.


Quizá la primera de todas fue la tremenda saga de Olaf

Stapledon sobre la historia futura que lleva el título de Last

and First Men («Los primeros y los últimos hombres»).

Tropecé con ese volumen en la biblioteca pública de mi


ciudad natal, Minehead, poco después de su publicación




3

inicial, en 1930. Con su visión futura a millones de años

vista y su evocación de tantas civilizaciones, tan grandes

como condenadas, el libro causó sobre mí un profundo


impacto. Aún me acuerdo de cómo copié pacientemente las

Escalas de los Tiempos de Stapledon, hasta la última de ellas,

donde «Planetas formados» y «El Fin del Hombre» se


hallaban sólo a un centímetro de distancia apenas, a ambos

lados del momento temporal marcado en la escala como

«Hoy».

Poco después, «Don S. Stuart» (John W. Campbell)


causó un nuevo impacto similar sobre mí con su historia

Twilight («El crepúsculo»), publicada en «Astounding

Stories» en noviembre de 1934. Pero no todas las

influencias que cayeron sobre mí fueron literarias. Al


menos una fue musical: L’Après‐midi, de Debussy. Además,

es indudable que gran parte de la base emocional se debió

a mi traslado desde el campo (Somerset) a la gran ciudad


(Londres), cuando me incorporé al Servicio Civil Británico

en 1936. El conflicto entre una vida rural, pastoral, y otra

urbana, ciudadana, pesó sobre mí desde entonces como un

fantasma. Difícilmente podría haber imaginado que,


treinta años más tarde, trataría de resolver ese conflicto del

modo más drástico: haciendo un viaje alrededor del

mundo cada pocos meses, de Ceilán a Nueva York.

Para finales de la II Guerra Mundial, ya había logrado


vender cierto número de novelas cortas y relatos, y esto me




4

dio ánimos para terminar A la caída de la noche y dejarla lista

para su publicación. Tuve que ver, con gran desencanto,

cómo John Campbell (que había sido uno de sus padrinos)


me la devolvió, aun cuando, como siempre, acompañada

de una larga carta crítica, muy provechosa. Su mayor

reproche era que resultaba demasiado desalentadora,


aunque nada puede haber sido más desalentador que su

propia narración Twilight y aquélla que siguió: Night.

Incorporé a mi relato algunas de sus sugestiones y traté de

probar fortuna, de nuevo, con «Astounding Stories», pero


John continuó insatisfecho. Como resultado de todo ello,

mi relato apareció, en noviembre de 1948, en «Startling

Stories», cuya publicación con ilustraciones de cariz

erótico, completamente inoperantes, me fastidió


enormemente. Hace falta ser verdaderamente ingenuo

para ver algo sexual en la línea argumental, pero el

ilustrador de la portada de «Startling» hizo, horriblemente,


lo mejor que pudo para insinuarlo. La editorial Gnome

Press, de Martin Greenberg, publicó la novela en edición

encuadernada en tela unos cuantos años después (1953).

Esta edición hace mucho tiempo que está completamente


agotada.

Pese a todos los esfuerzos que había puesto en los

diversos manuscritos, el tema de la ciudad eterna en el fin

del mundo continuaba obsesionándome. Tenía la


impresión de que aún había mucho más que decir y escribir




5

sobre el tema. Además, con el tiempo yo había aprendido

mucho más sobre ciencia —y redacción— desde que el

relato fue concebido. Después de haber visto publicadas ya


varias novelas largas, regresé de nuevo a Diaspar.

La oportunidad se me ofreció durante el largo viaje

marítimo de Inglaterra a Australia, cuando uní mis fuerzas


con las de Mike Wilson y pusimos en marcha una

expedición submarina para explorar los arrecifes de la

Gran Barrera (véase The Coast of Coral). The City and the

Stars, una novela mucho más larga y cuidadosamente


revisada, fue terminada en Queensland, entre excursión y

excursión a los arrecifes y a los fondos del estrecho de

Torres. Fue publicada por Harcourt, Brace and World, en

1956, y desde entonces sigue publicándose en sucesivas


ediciones.

En esos días supuse que la nueva versión reemplazaría

totalmente a la antigua novela, pero A la caída de la noche no


pareció demostrar la menor tendencia a desaparecer. Al

contrario, con preocupación y también enojo, observé que

muchos lectores la preferían a su sucesora y que volvía a

ser reeditada muchas veces en ediciones de bolsillo (por


Pyramid Books). Un día me gustaría llevar a cabo una

encuesta para descubrir por qué esa versión ha resultado

más popular. Por mi parte, hace ya mucho tiempo que he

desistido de decidir si, también, es la mejor de todas.


La búsqueda de un título resultó casi tan larga como la




6

redacción de la novela. Al fin lo encontré en un poema de

A. E. Housman, que también me inspiró un relato corto

titulado Transience:


What shall I do or write

[1]
against the fall of night?



He aprovechado la oportunidad que me ofrece este

volumen para publicar otro relato que nunca apareció

anteriormente en forma de libro: El León de Comarre. Esta

historia fue escrita aproximadamente en la misma época y


está impregnada de las mismas emociones que la otra

novela de mayor extensión. Su única publicación anterior

tuvo lugar en la revista especializada «Thrilling Wonder

Stories», en el número de agosto de 1949.


Aunque sus acciones están separadas en el tiempo por

un evo , ambos relatos tienen mucho en común. Los dos
[2]
emprenden una búsqueda, una encuesta hacia metas y


objetivos desconocidos y misteriosos. En cada caso, los

objetivos reales, son el milagro y la magia, más que ninguna

intención de beneficio material. Y, también, en ambos

casos, el héroe de la narración es un joven descontento y en


desacuerdo con el ambiente que le rodea.

En la actualidad hay muchos jóvenes que sienten así y

tienen buenas razones para ello. A ellos les dedico estas dos

obras, que fueron escritas cuando todavía no habían


nacido.




7

ARTHUR C. CLARKE



Ciudad de Nueva York


Octubre de 1967











































































8

EL LEON DE COMARRE

























































9

1. LA REVUELTA






Hacia finales del siglo XXVI, la gran marea de la

Ciencia había comenzado a detenerse. La larga serie de

inventos que habían moldeado y modelado el mundo por


un período de casi mil años, había llegado a su fin. Todas

las cosas habían sido ya descubiertas. Uno tras otro, todos

los grandes sueños del pasado se habían convertido en

realidad.


La civilización se había mecanizado por completo,

aunque las máquinas parecían haberse desvanecido.

Escondidas en las murallas de las ciudades o enterradas a

grandes profundidades en el subsuelo, esas máquinas


perfectas llevaban sobre sí todo el peso del trabajo del

mundo. Silenciosamente, sin molestar en lo más mínimo,

sin interrupción ni averías, los robots atendían a las


necesidades de sus amos y hacían su trabajo tan

perfectamente que su presencia parecía tan natural como el

alba.

Quedaban, sin embargo, muchas cosas por aprender en


el terreno de la Ciencia pura, y los astrónomos, ahora que

ya no estaban ligados a la Tierra, tenían trabajo suficiente

para estar ocupados en los próximos mil años. Pero las

ciencias físicas y las técnicas que ellos venían practicando


habían cesado de ser la preocupación principal de la raza




10

humana. Para el año 2600 las más capaces mentes humanas

no se encontrarían en los laboratorios.

Los hombres cuyos nombres contaban más para el


mundo eran los artistas y los filósofos, los legisladores y los

estadistas. Los ingenieros y los grandes inventores

pertenecían al pasado. Al igual que aquellos otros hombres


que se habían ocupado con el estudio y el tratamiento de

las enfermedades, desaparecidas hacía ya mucho tiempo,

habían realizado su trabajo de manera tan perfecta que ya

no se tenía necesidad de ellos.


Habrían de transcurrir otros quinientos años más,

hasta que el péndulo iniciara nuevamente su movimiento

de retroceso.

* * *




La panorámica que se ofrecía desde el estudio era como

para cortar el aliento. La habitación, grande y de formas


curvadas, estaba situada a casi cuatro kilómetros por

encima de la base de la Torre Central. Los otros cinco

gigantescos edificios de la ciudad se apiñaban debajo, y sus

muros metálicos resplandecían con todos los colores del


espectro que recogían de los rayos del sol mañanero. Más

abajo todavía estaban los paneles de control y los campos

de las granjas automáticas se extendían hasta perderse en

la neblina del horizonte.


Pero por una vez, en esta ocasión, la belleza del paisaje




11

no fue apreciada por Richard Peyton II, mientras paseaba

de un lado a otro entre los grandes bloques de mármol

sintético que formaba la materia prima de su arte.


Las enormes masas de roca artificial, brillantemente

coloreadas, dominaban por completo el estudio. La mayor

parte de ellas eran todavía masas cúbicas, pero otras


comenzaban a adquirir ya las formas de animales, seres

humanos o sólidos abstractos, a los que, para poder

atreverse a dar un nombre, había que ser muy docto en

geometría. Sentado con aire descuidado sobre un enorme


bloque de diamante de diez toneladas de peso —el mayor

de todos los sintetizados hasta entonces— el hijo del artista

contemplaba a su famoso padre con una expresión poco

amistosa.


—No creo que me importara mucho —dijo Richard

Peyton II con tono desdeñoso— si te conformaras con no

hacer nada, en tanto que fueras capaz de vivir así,


graciosamente. Hay muchas personas que viven de ese

modo y, en realidad, hacen al mundo más interesante. Pero

tu intención de dedicar tu vida a estudiar ingeniería es algo

que no puedo entender, que va más allá de mi capacidad


imaginativa.

Hizo una leve pausa y continuó:

—Sí, ya sé que permitimos que la tecnología fuese la

materia básica de tus estudios, pero nunca nos figuramos


que lo tomaras tan en serio. Cuando yo tenía tu edad sentí




12

auténtica pasión por la botánica… pero nunca dejé que se

convirtiera en el interés principal de mi existencia. ¿Ha sido

el profesor Chandras Ling quien te ha imbuido esas ideas?


Richard Peyton III explotó:

—¿Y por qué no había de hacerlo? Yo sé cuál es mi

vocación y está de acuerdo conmigo. Ya has leído su


informe.

El escultor agitó en el aire un puñado de hojas de papel,

sosteniéndolas entre el pulgar y el índice como si se tratara

de un desagradable insecto.


—Sí, lo he leído —dijo con el ceño fruncido—:

«Muestra habilidad mecánica poco usual… ha llevado a

cabo experimentos originales en el campo de la

investigación subelectrónica…», etcétera. ¡Cielos…! Yo


pensaba que la raza humana había superado ya esos siglos

de jueguecitos técnicos. ¿Pretendes convertirte en un

ingeniero mecánico de primera clase y pasarte el tiempo


yendo de un lado para otro reparando robots estropeados?

Ése no es un trabajo digno para un hijo mío, y menos

todavía para el nieto de un Canciller del Mundo.

—Preferiría que no mezclaras al abuelo en esto —dijo


Richard Peyton III con aire de aburrimiento cada vez más

notable—. El hecho de que él sea un estadista no ha

impedido que tú te dediques al arte. ¿Por qué pretendes

que yo no haga lo mismo con respecto a ti?


La espectacular barba dorada del padre comenzó a




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erizarse presagiando su indignación.

—No me importa lo que hagas mientras se trate de algo

de lo que podamos sentirnos orgullosos. Pero ¿a qué viene


esa locura por las herramientas y las máquinas? Ya

tenemos todos los aparatos que necesitamos. El robot se

perfeccionó hace ya quinientos años. Las naves espaciales


apenas si han cambiado en casi ese mismo período. Creo

que nuestro sistema de comunicaciones cuenta ya con casi

ochocientos años. ¿Para qué cambiar cosas que ya son

perfectas?


—¡Esa manera de hablar parece una venganza! —le

respondió el joven—. ¡Me extraña que un artista como tú

afirme que haya algo perfecto! Padre, me avergüenzo de ti.

—No hiles demasiado fino. Ya sabes perfectamente lo


que quiero decir. Nuestros antepasados diseñaron y

construyeron máquinas que nos proveen de todo lo que

necesitamos. No dudo de que algunas de ellas podrían ser


perfeccionadas en un pequeño porcentaje. Pero ¿qué razón

hay para preocuparse de ello? ¿Puedes mencionarme algún

invento importante que no tengamos ya?

Richard Peyton III suspiró:


—Escúchame, padre —dijo con calma—. He estudiado

historia al mismo tiempo que ingeniería. Hace como unos

doce siglos, había gentes que decían que todo había sido ya

inventado… ¡Y eso ocurría antes de que se utilizara la


electricidad, y el vuelo y la astronomía no eran ni siquiera




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un sueño! Esos hombres eran incapaces de mirar con

penetración suficiente en el futuro… sus mentes estaban

demasiado firmemente arraigadas en el presente. Pues bien


—siguió el muchacho—, lo mismo está ocurriendo ahora.

El mundo lleva quinientos años viviendo de los cerebros

del pasado. Estoy dispuesto a admitir que en ciertos


campos el desarrollo ha llegado a su fin, pero hay docenas

de otros en los cuales ni siquiera ha comenzado.

Técnicamente, el mundo se ha estancado. No vivimos en

una era negra porque no hemos olvidado nada, pero


estamos dejando pasar el tiempo sin aprovecharlo. Mira los

viajes espaciales. Hace novecientos años llegamos a Plutón

y, ¿dónde estamos ahora? ¡Seguimos en Plutón! ¿Cuándo

vamos a cruzar los espacios interestelares?


—¿Es que hay alguien que quiera ir a las estrellas?

El muchacho dejó escapar una exclamación de enojo y,

con su excitación, saltó del bloque de diamante en el que se


hallaba sentado.

—¡Vaya una pregunta para hacerla en esta Era…! Hace

mil años la gente se preguntaba: «¿Quién desea ir a la

Luna?». Sí, ya sé que eso parece imposible en nuestros días,


pero lo he leído, está escrito en los libros antiguos. Y ahora,

fíjate: la Luna está sólo a cuarenta y cinco minutos de

camino y hay gente como Harn Jansen que trabaja en la

Tierra y vive en Plutón City.


Richard Peyton III se detuvo y al cabo de unos breves




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instantes continuó su explicación:

—Ahora consideramos los viajes interplanetarios como

algo ordinario y corriente. Un día ocurrirá lo mismo con los


auténticos viajes espaciales. También podría mencionarte

objetivos en otros campos que podrían resultar deseables.

Hay muchos terrenos de la investigación en los que nos


hemos detenido por completo sólo porque hay gente que,

como tú, está satisfecha con lo que ya ha conseguido.

—¿Y por qué no?

Peyton agitó los brazos como si quisiera abarcar con


ellos el estudio.

—¡Habla en serio, padre! ¿Te has sentido alguna vez

totalmente satisfecho con algo de lo que has hecho?

¿Verdad que no? Sólo los animales pueden sentirse


contentos con su obra.

El artista se echó a reír con aire compasivo.

—Tal vez tengas razón. Pero eso no afecta en nada mi


argumentación. Sigo pensando que estás desperdiciando

tu vida. Y lo mismo piensa el abuelo…

Se quedó mirando a su hijo con aire un tanto

embarazado.


—La verdad es que creo que el abuelo va a venir a la

Tierra especialmente para verte —le informó.

Peyton hijo se le quedó mirando alarmado.

—Óyeme, padre, ya te he dicho lo que pienso. No


quiero tener que repetirlo de nuevo. Porque ni el abuelo ni




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todo el Consejo Mundial serán capaces de hacerme cambiar

de modo de pensar.

Fue una declaración rotunda y Peyton se preguntó si


realmente había deseado que fuese así, si verdaderamente

estaba expresando su opinión. Su padre estaba a punto de

contestarle cuando una grave nota musical resonó en el


estudio. Un segundo después, una voz mecánica habló

desde el aire.

—Su padre desea verle, señor Peyton.

Éste se quedó mirando a su hijo con aire de triunfo.


—Debí añadir que se hallaba ya en camino —dijo—.

Pero ya conozco tu costumbre de desaparecer cuando más

se desea que te quedes.

El muchacho no respondió. Observó como su padre se


dirigía hacia la puerta. Sus labios esbozaron una sonrisa.

El único panel de glasita que ocupaba la pared frontal

del estudio estaba abierto y el joven Peyton se dirigió a la


terraza. A cuatro kilómetros por debajo de él, el gran

cinturón de cemento del aparcamiento brillaba

blanquecinamente bajo el sol, excepto donde estaba

manchado por las sombras de las naves aparcadas.


Peyton volvió la vista a la habitación. Estaba

completamente vacía aunque, sin embargo, podía oír la voz

de su padre que llegaba por la puerta abierta. No esperó

más. Colocó su mano en la balaustrada de la terraza y saltó


al espacio.




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Treinta segundos más tarde las dos figuras entraron en

el estudio y dirigieron una mirada sorprendida a su

entorno. Él, Richard Peyton, que no necesitaba un número


de orden, era un hombre que podría haber sido tomado por

sexagenario, aunque su edad era tres veces superior.

Vestía la túnica púrpura que sólo podían llevar veinte


hombres en toda la Tierra, y poco más de un centenar en

todo el Sistema Solar. Parecía irradiar autoridad. A su lado,

incluso su hijo, famoso y seguro de sí mismo, resultaba

insignificante e inconsecuente.


—Bueno, ¿dónde se ha metido?

—¡Qué Dios le confunda! Se ha ido por la ventana. Al

menos podremos decirle lo que pensamos de él.

Disgustado, Richard Peyton II manipuló en su muñeca


y marcó un número de ocho cifras en su intercomunicador

personal.

La respuesta llegó casi de inmediato.


Una voz clara, impersonal, automática, comenzó a

repetir ininterrumpidamente:

—¡Mi amo está durmiendo! ¡Por favor, no le molesten!

¡Mi amo está durmiendo! ¡Por favor, no le molesten!…


Con aire de disgusto y una exclamación adecuada,

Richard Peyton II desconectó su intercomunicador y se

volvió a su padre.

El anciano chasqueó la lengua y seguidamente


comentó:




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—Bueno, al menos hemos de reconocer que piensa

rápidamente. Nos ha ganado por la mano. No podemos

comunicarnos con él mientras no se le ocurra apretar el


botón de conexión de su comunicador personal. A mi edad,

como comprenderás, no voy a lanzarme a buscarlo por ahí.

Se produjo un momento de silencio y, seguidamente,


los dos hombres intercambiaron miradas de expresión

diversa. Después, casi simultáneamente, los dos se echaron

a reír.



























































19

2. LA LEYENDA DE COMARRE






Peyton cayó como una piedra durante unos dos

kilómetros antes de pulsar el neutralizador. La velocidad

del aire en su caída, aunque dificultaba su respiración, le


producía una sensación grata. Estaba cayendo a menos de

trescientos kilómetros por hora, pero la impresión de

velocidad se veía aumentada por el aparente crecer hacia

arriba del gran edificio que se hallaba a sólo unos metros


de distancia.

La suave presión del desacelerador fue deteniendo su

caída a unos doscientos cincuenta metros del suelo. Se

dirigió suavemente hasta la línea de aparatos voladores


aparcados al pie de la torre.

Su propio vehículo era un monoplaza, pequeño pero

totalmente automático. Al menos lo había sido cuando lo


construyeron, unos tres siglos antes. Su actual propietario

había hecho en él algunas modificaciones ilegales, de

manera que ninguna otra persona en el mundo podría

volar en él y vivir para contar la hazaña.


Peyton desconectó el cinturón neutralizador —un

instrumento divertido, aun cuando técnicamente pasado

de moda, que seguía ofreciendo posibilidades

interesantes— y se colocó en la cabina de su máquina. Dos


minutos más tarde las torres de la ciudad parecieron




20

esconderse bajo el borde del mundo y las Tierras Salvajes

pasaron por debajo a una velocidad de ocho mil kilómetros

por hora.


Peyton puso rumbo al Oeste y casi inmediatamente se

encontró sobre el océano. No podía hacer otra cosa que

esperar, puesto que la nave alcanzaría su destino de


manera automática. Se retrepó en el asiento de pilotaje,

sumergiéndose en sus amargos pensamientos y

sintiéndose triste al pensar en sí mismo. Estaba, realmente,

mucho más disgustado de lo que se atrevía a admitir. El


hecho de que su familia no estuviera en condiciones de

compartir su interés por la técnica ya le había preocupado

años antes. Pero la creciente oposición familiar, que en esos

momentos llegaba a su cénit, era realmente algo nuevo. Y


se sentía incapaz de comprenderlo.

Diez minutos después, un gran pilón de color

blanquecino comenzó a emerger del mar como la espada


de Excalibur alzándose desde el interior del lago. La ciudad

conocida por el mundo como «Ciencia» y por sus más

cínicos habitantes como el «Campamento Bate», había sido

construida ocho siglos antes sobre una isla situada muy


lejos de las grandes masas continentales y de las grandes

islas. Se había tratado de un gesto de independencia,

simplemente, pues las últimas trazas de nacionalismo

habían desaparecido, borradas, en las más viejas edades.


Peyton hizo que su nave aparcara en el cinturón




21

destinado a ello y, a pie, se dirigió a la más próxima puerta

de entrada. El rítmico resonar de las grandes olas al romper

sobre las rocas, a unos ochenta metros de distancia, era un


sonido que jamás dejaba de impresionarle.

Se detuvo por un momento junto a la entrada y aspiró

una profunda bocanada de aire fresco y salino mientras


contemplaba las gaviotas y las aves migratorias que

revoloteaban en círculo sobre la torre. Venían usando ese

trozo de tierra en medio del océano como lugar de

descanso desde los tiempos más remotos, cuando todavía


el hombre contemplaba la aurora con sus ojos desnudos y

asombrados preguntándose si se trataría del nacimiento de

un dios.

La Oficina de Genética ocupaba unos cien pisos en las


proximidades del centro de la torre. Peyton había tardado,

en su nave, apenas diez minutos en alcanzar la Ciudad de

la Ciencia. Y necesitó casi el mismo tiempo, una vez en ella,


para localizar al hombre que andaba buscando en todos

aquellos kilómetros cúbicos de oficinas y laboratorios.

Alan Henson II seguía siendo uno de los amigos más

íntimos de Peyton, aun cuando había dejado la


Universidad de Antártida dos años antes que él y se había

dedicado al estudio de las ciencias biogenéticas en vez de

la ingeniería. Cuando Peyton tenía problemas, cosa no

demasiado infrecuente, hallaba en la calma y el sentido


común de su amigo un poderoso tranquilizante. Resultaba




22

natural para él, en tales casos, volar hasta «Ciencia». En este

caso, además, había una razón especial: Henson le había

dirigido una llamada urgente el día anterior.


El biogenético se sintió satisfecho y aliviado cuando vio

a Peyton, pero en su saludo de bienvenida se notaba una

extraña corriente de nerviosismo.


—Me alegro de que hayas venido. Tengo algunas

noticias que creo te pueden interesar. Pero pareces

preocupado, ¿de qué se trata?

Peyton le dijo lo que le ocurría, no sin cierta


exageración. Henson guardó silencio por un momento.

—¡Así que ya han comenzado su ofensiva! —dijo—.

Desde luego era algo con lo que debíamos haber contado

desde el principio.


—¿Qué quieres decir? —le preguntó Peyton

sorprendido.

El biólogo abrió un cajón, sacó un sobre cerrado y


extrajo de él dos hojas de plástico en las cuales había

marcadas varios cientos de hendiduras paralelas de

distinta longitud. Le extendió una de las hojas.

—¿Sabes lo que es esto?


—Parece como un análisis del carácter.

—¡Cierto! Y da la casualidad que se trata del tuyo.

—Pero eso es ilegal, ¿no es así?

—No te preocupes por ello. La clave va impresa en la


parte baja de la hoja y abarca de «Apreciación Estética» a




23

«Imaginación». La última columna indica tu «Coeficiente

de Inteligencia». No dejes que se te suba a la cabeza.

Peyton estudió la ficha con atención, y tras haberlo


hecho, suspiró ligeramente.

—No comprendo cómo sabes todo esto.

—No importa —frunció el ceño Henson—. Ahora


observa este análisis.

Le extendió la segunda hoja a su amigo.

—Pero si es el mismo…

—No exactamente, pero sí muy parecido.


—¿De quién es?

Henson se echó hacia atrás en su asiento y comenzó a

hablar como si midiera sus palabras con el mayor cuidado.

—Este análisis, Dick, pertenece a uno de tus


antepasados, veintidós generaciones anterior a ti, en la

línea masculina directa… el gran Rolf Thordarsen.

Peyton saltó como un cohete.


—¡¿Qué?! —gritó.

—No hace falta que me derrumbes la oficina. En el caso

de que alguien viniera haremos como si estuviéramos

hablando de nuestros viejos tiempos en la Uni.


—Pero… ¡Thordarsen!

—Bueno, si nos adentramos lo suficiente en el tiempo,

todos nosotros tendremos antepasados igualmente ilustres.

Ahora ya comprenderás por qué tu abuelo te tiene miedo.


—Ha tardado mucho en demostrarlo. Demasiado.




24

Prácticamente, yo he terminado ya mi preparación y

entrenamiento.

—Debes agradecérnoslo a nosotros. Normalmente,


nuestros análisis sólo retroceden diez generaciones, veinte

como máximo en algunos casos. Se trata de un trabajo

enorme, apabullador. Son cientos de millones de fichas las


que existen en la Biblioteca de la Herencia, una de cada uno

de los hombres y mujeres que han vivido desde el siglo

XXIII. En este caso concreto, la coincidencia fue descubierta

de modo casi accidental hace algo así como un mes.


—¡Entonces fue cuando comenzaron los problemas y

ésta es la razón! Pero aún no acabo de comprender bien qué

significa todo este asunto.

—Exactamente, Dick, ¿qué es lo que sabes sobre tu


distinguido antepasado?

—Supongo que no mucho más que cualquier otro.

Ciertamente, no sé cómo y por qué desapareció, si es eso lo


que quieres decir. ¿Abandonó la Tierra?

—No. Dejó el mundo, si quieres expresarlo así, pero

nunca abandonó la Tierra. Son muy pocas las personas que

lo saben, Dick, pero fue Rolf Thordarsen el hombre que


construyó Comarre.

¡¡¡Comarre!!!

Peyton respiró la palabra entre sus labios semiabiertos

saboreando su significado y su exotismo. ¡Con que había


existido al fin y al cabo! Incluso hubo gente que lo había




25

negado sistemáticamente.

Henson siguió hablando.

—Supongo que no sabrás muchas cosas sobre los


Decadentes. Los libros de Historia han sido editados

cuidadosamente y han tratado de eliminar al máximo la

cuestión. Pero la historia de Comarre está ligada con el final


de la Segunda Era Electrónica…

* * *



A treinta y cinco mil kilómetros por encima de la


superficie de la Tierra, la luna artificial que servía de sede

al Consejo Mundial, giraba en su órbita eterna. El techo de

la Cámara del Consejo estaba constituido por una

inmaculada lámina de cristalita. Cuando los miembros del


Consejo se hallaban reunidos en sesión, parecía como si no

hubiera nada entre ellos y el gran globo terráqueo que

giraba por debajo.


El simbolismo tenía un profundo significado. Entre los

miembros del Consejo no podía anidar ningún sentimiento

localista. Era en aquel lugar, por encima de todo, donde las

mentes de los hombres debían producir sus obras cumbres.


Richard Peyton el Anciano había pasado su vida

guiando los destinos de la Tierra. Durante quinientos años,

la raza humana había conocido paz y había dispuesto de

todo aquello que el arte o la ciencia podía ofrecerles. Los


hombres que gobernaban el planeta podían sentirse




26

orgullosos de su obra.

Y, no obstante, el gran anciano estadista se sentía

intranquilo, incómodo. Tal vez los acontecimientos que se


avecinaban dejaban ya caer su sombra prematura,

anticipándose a ellos. Quizá sentía, aun cuando sólo fuese

con la parte subconsciente de su mente, que esos cinco


siglos de tranquilidad estaban dirigiéndose a su fin.

Peyton el Anciano conectó su máquina de escribir

automática y comenzó a dictar.

Peyton III sabía que la Primera Era Electrónica había


comenzado en 1908, hacía ya más de once siglos, con la

invención del tríodo por De Forest. Ese mismo siglo
[3]
fabuloso había conocido la formación del Estado Mundial,

el invento del aeroplano, de las naves espaciales, de la


energía atómica, así como de la mayor parte de los

dispositivos y mecanismos termiónicos fundamentales que

habían hecho posible la civilización que conocía.


La Segunda Era Electrónica había llegado cinco siglos

después. Su llegada no se debió a los físicos, sino a los

médicos y a los sicólogos. Durante casi quinientos años,

habían venido registrando las corrientes eléctricas que


fluyen en el cerebro durante el proceso del pensamiento. El

análisis había resultado sumamente complejo, pero pudo

ser completado después de generaciones de investigación

y esfuerzos. Una vez que ese análisis estuvo completo,


quedó abierto el camino para la construcción de las




27

primeras máquinas capaces de leer el cerebro humano.

Eso había sido sólo el principio. Una vez que el hombre

hubo descubierto el mecanismo de su propio cerebro pudo


seguir avanzando. Pudo reproducirlo utilizando

transistores y circuitos cerrados en vez de células.

Hacia finales del siglo XXV se construyeron las


primeras máquinas pensantes. Eran bastante rudas y se

requería casi cien metros cuadrados de equipo para realizar

el trabajo de un centímetro cúbico de cerebro humano. Pero

una vez que se dio el primer paso, no hubo de transcurrir


mucho tiempo para que el cerebro mecánico fuera

perfeccionado y empleado comúnmente.

Estos cerebros mecánicos podían realizar los grados

más humildes de trabajo intelectual, pero estaban faltos de


esas características humanas que son la iniciativa, la

intuición y todas las emociones. Sin embargo, en

circunstancias normales, no sujetas a variaciones


frecuentes, sus limitaciones no significaban un obstáculo

importante y estos cerebros podían realizar todo lo que

podía hacer el hombre.

La llegada de los cerebros metálicos produjo una de las


mayores crisis que jamás conociera la civilización humana.

Aun cuando los hombres tenían que seguir realizando las

más altas obligaciones y gestiones de la dirección política y

estatal, así como de control de la sociedad, la inmensa


rutina de la administración y la burocracia pasó a manos




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de los robots. Por fin el hombre había logrado la libertad.

Ya no tenía que seguir ocupando su cerebro en planear las

complejas operaciones del transporte ni en decidir


programas de producción ni en hacer el balance de los más

difíciles problemas económicos o presupuestarios. Las

máquinas, que muchos siglos antes se habían hecho cargo


de todo el trabajo manual, estaban ya en condiciones de

realizar la segunda de sus grandes contribuciones a la

sociedad.

El efecto que esta evolución causó en el cerebro


humano fue inmenso y el hombre reaccionó ante la nueva

situación de dos maneras distintas. Los hubo que utilizaron

esa nueva posibilidad de libertad, recién descubierta,

noblemente para la consecución de los objetivos que desde


siempre habían atraído a las mentes más elevadas: la

búsqueda de la belleza y la verdad, aún tan elusiva y fugaz

como lo fuese en los tiempos en que se construyó la


Acrópolis.

Pero hubo otros que reaccionaron de manera distinta.

Por fin, pensaron, nos hemos librado para siempre de la

maldición de Adán. Ahora podemos construir ciudades en


las que las máquinas se ocuparán de hacer todo el trabajo,

de cubrir todas nuestras necesidades tan pronto como éstas

entren en nuestras mentes, cuando los analizadores

puedan leer incluso los deseos más profundamente


enterrados en nuestro subconsciente. El objeto de la vida




29

no es otro que el placer y la felicidad. El hombre se ha

ganado este derecho. Estamos cansados de la interminable

lucha en busca del conocimiento y de ese ciego deseo de


cruzar el espacio para alcanzar las estrellas.

Éste había sido el viejo sueño de los Comedores de

Loto, un sueño tan viejo como la propia humanidad. Y


ahora, por vez primera, podía realizarse. Durante algún

tiempo no hubo muchos que lo compartieran. Las llamas

del Segundo Renacimiento aún no habían comenzado a

vacilar y apagarse. Pero a medida que fueron pasando los


años, los Decadentes fueron imponiendo más y más su

manera de pensar. En lugares ocultos de los planetas

interiores construyeron las ciudades de sus sueños.

Durante un siglo florecieron como raras plantas


exóticas hasta que el fervor, casi religioso, que había

inspirado sus construcciones, murió. Se prolongó su

existencia en declive durante una generación más.


Después, una tras otra, esas ciudades se borraron del

conocimiento humano. Al morir, los últimos Decadentes

dejaron tras sí una serie de fábulas y leyendas que habían

ido aumentando con el transcurrir de los siglos.


Según la leyenda, una de esas ciudades había sido

construida en la Tierra y sobre ella existían misterios que el

mundo externo jamás había llegado a resolver. Por razones

propias, sólo de él conocidas, el Consejo Mundial había


destruido todo conocimiento relacionado con ese lugar. Su




30

situación era un misterio. Algunos decían que se

encontraba en los vastos desiertos del Ártico; otros que se

hallaba oculta en el lecho del fondo del Pacífico. Con


certeza, no se sabía nada de ella, excepto su nombre:

Comarre.

* * *




Henson hizo una pausa en su relato y después

continuó explicándole a su amigo:

—Hasta ahora no te he dicho nada nuevo, nada que no


sea de todos conocido. El resto de la historia es un secreto

que sólo conoce el Consejo Mundial y, tal vez, cien

personas en toda la Ciudad de la Ciencia.

»Rolf Thordarsen, como sabes, fue el mayor genio de la


mecánica y la ingeniería que el mundo jamás conoció. Ni

siquiera Edison puede compararse con él. Fue Thordarsen

quien estableció los fundamentos de la ingeniería de los


robots y quien construyó las primeras máquinas pensantes.

»Sus laboratorios fueron produciendo una corriente

brillantísima de inventos durante más de veinte años.

Después, de repente, Thordarsen desapareció. La leyenda


dice que trató de alcanzar las estrellas. Pero lo que

realmente sucedió fue lo siguiente:

»Thordarsen creía que sus robots, las máquinas que

aún siguen rigiendo nuestra civilización, se hallaban sólo


en el comienzo de su desarrollo. Se dirigió al Consejo




31

Mundial con ciertas propuestas que hubieran cambiado la

faz de la sociedad humana. No sabemos cuáles serían esas

propuestas, pero Thordarsen opinaba que si no se


aceptaban nuestra raza estaba condenada a entrar en un

callejón sin salida… y muchos de nosotros creemos que eso

es lo que ha ocurrido.


»El Consejo Mundial mostró violentamente su

disconformidad con las ideas de Thordarsen. Debes

comprender que en esos días los robots estaban

comenzando a integrarse en la civilización y que la


estabilidad del mundo se estaba reinstaurando lentamente.

Esa misma estabilidad que se ha mantenido durante

quinientos años.

»Thordarsen se mostró amargamente decepcionado.


Con la capacidad de atracción que los Decadentes tenían

para el genio, entraron en contacto con él y lo persuadieron

para que se uniera a ellos y renunciara al mundo. Creían


que él era el único hombre capaz de realizar plenamente

sus sueños.

—¿Y Thordarsen aceptó? —preguntó Peyton.

—Nadie lo sabe. Pero Comarre fue construida… ¡esto


al menos es cierto! Nosotros sabemos dónde se halla y

también lo sabe el Consejo Mundial. Hay ciertas cosas que

no pueden ser conservadas para siempre en secreto.

«Eso es verdad», pensó Peyton. Aún en la actualidad


había gente que desaparecía y se afirmaba que habían




32

partido en busca de la ciudad soñada. La frase «se ha ido a

Comarre» se había convertido en una locución corriente en

el idioma, significando que la persona a quien se le aplicaba


estaba casi olvidada sin que nadie supiera dónde.

Henson se adelantó un poco hasta inclinarse sobre la

mesa y siguió hablando cada vez con mayor seriedad.


—Ésta es la parte más extraña de todo el asunto: el

Consejo Mundial podría destruir Comarre pero no desea

hacerlo. La creencia de que Comarre existe ejerce una

influencia estabilizadora sobre nuestra sociedad. Pese a


todos nuestros esfuerzos aún sigue habiendo sicópatas

entre nosotros. No resulta muy difícil, una vez sometidos a

hipnosis, poner en sus mentes la idea de Comarre y el

deseo de buscarla. Quizá jamás lleguen a encontrarla, pero


la tarea de su búsqueda los hace inofensivos.

»En los primeros días —continuó— que siguieron a la

fundación de la ciudad, el Consejo Mundial mandó sus


agentes a Comarre. Ninguno de ellos regresó. Y no se

trataba de que se ejerciera sobre ellos violencia de ningún

tipo, sino, simplemente, que no deseaban regresar. Lo sé

con toda certeza, definitivamente, porque varios de ellos


enviaron algunos mensajes aclarando las cosas. Supongo

que los Decadentes se dieron cuenta de que el Consejo

Mundial destruiría su ciudad si sus agentes eran retenidos

a la fuerza. He visto algunos de esos escritos. Son


extraordinarios. Sólo hay una palabra adecuada: exaltados.




33

Dick, sin duda hay algo en Comarre que hace que un

hombre, cualquier hombre, pueda olvidar a su familia, a

sus amigos, a todo el mundo exterior… ¡Todo! Trata de


imaginar qué podrá ser. Sólo puede significar una cosa: la

felicidad.

»Más tarde —concluyó Henson—, cuando se supo con


certeza que no quedaba con vida ningún Decadente, el

Consejo lo intentó de nuevo. Y lo siguió intentando hasta

hace cincuenta años. Pero, que sepamos, nadie ha

regresado de Comarre.


Mientras Richard Peyton hablaba, el robot agrupaba

los sonidos en conjuntos fonemáticos, insertaba la

puntuación adecuada y, de manera automática, llevaba el

dictado a la ficha electrónica correspondiente en que debía


ser archivado.

«Copia para el Presidente y mi archivo personal.

»Su memorándum del 22 y nuestra conversación de


esta mañana.

»He visto a mi hijo, pero R. P. III se me escapó. Está

completamente decidido y sólo conseguiremos causar

daño si tratamos de ejercer coerción sobre él. Thordarsen


debió habernos enseñado la lección.

»Mi opinión es que debemos ganarnos su gratitud

ofreciéndole cuanta asistencia precise. De ese modo

podremos mantener su investigación dentro de márgenes


de seguridad. En tanto que no descubra que R. T. fue su




34

antepasado, posiblemente no habrá peligro. Pese a la

similitud de caracteres parece poco probable que trate de

repetir la obra de R. T.


»Sobre todo, debemos asegurarnos de que jamás logre

localizar o visitar Comarre. Si ocurriera así nadie puede

vaticinar las consecuencias».


Henson detuvo su narración, pero su amigo no dijo

nada en absoluto. Estaba demasiado excitado para

interrumpirlo, y en vista de ello el otro continuó:

—Esto nos lleva a la época actual, a estos días y a ti. El


Consejo Mundial descubrió tu herencia, Dick, hace un mes.

Ahora sentimos habérselo dicho. Genéticamente eres una

reencarnación de Thordarsen en el puro sentido científico

de la palabra. Se ha producido uno de los más extraños


fenómenos de la naturaleza, como suele ocurrir en algunas

pocas familias cada varios siglos.

»Tú, Dick —siguió Henson—, podrías llevar a cabo la


obra que Thordarsen se vio obligado a dejar, cualquiera

que ésta fuese. Tal vez su trabajo se ha perdido para

siempre, pero si existe algún rastro de él, el secreto está en

Comarre. El Consejo Mundial lo sabe así. Ésa es la razón


por la que trata de apartarte de tu destino. No debes

enojarte por ello. En el Consejo están algunas de las mentes

más nobles que la raza humana ha producido jamás. No te

causarán daño y ninguno de ellos intentará violencia


alguna. Pero se encuentran apasionadamente decididos a




35

conservar las presentes estructuras de la sociedad que

creen la mejor de todas.

Lentamente Peyton se puso de pie. Por un momento


pareció como si fuese un observador neutral, exterior, que

observara lo que le estaba ocurriendo a un personaje

llamado Richard Peyton III, que ni siquiera era ya un


hombre, sino un símbolo, una de las claves del futuro del

mundo. Tuvo que hacer un fuerte esfuerzo mental para

volver a identificarse consigo mismo.

Su amigo le había estado observando en silencio.


—Hay algo que no me has dicho, Alan —habló por fin

Peyton—, ¿cómo has llegado a saber todo esto?

Henson sonrió.

—Ya estaba esperando esa pregunta. Sólo soy un


instrumento elegido por el hecho de que soy amigo tuyo.

No puedo decirte quiénes son los otros que me han elegido

como portavoz, ni siquiera a ti. Pero entre ellos se cuentan


un buen número de científicos que cuentan con tu

admiración. Como sabes, siempre existió cierta rivalidad

entre el Consejo y los científicos a su servicio y en los

últimos años, nuestros puntos de vista se han venido


separando cada vez más. Muchos de nosotros creemos que

la presente Era, que el Consejo cree va a durar para

siempre, es sólo un interregnum. Estamos convencidos de

que este largo período de estabilidad será causa de


decadencia. Los sicólogos y sociólogos del Consejo están




36

convencidos de que lograrán evitar que ocurra así.

Los ojos de Richard Peyton brillaron entusiasmados.

—¡Eso es justamente lo que yo vengo diciendo desde


hace tiempo! ¿Puedo unirme a vosotros?

—Más tarde. Antes hay mucho trabajo que hacer. Ya

puedes ver que somos una especie de revolucionarios.


Debemos poner en marcha una o dos reacciones sociales y,

cuando hayamos terminado, el peligro de decadencia racial

quedará pospuesto por milenios. Tú, Dick, eres uno de

nuestros catalizadores. Aunque no el único, si me permites


decirlo.

Hizo una pausa por unos momentos.

—Incluso si lo de Comarre no conduce a nada —

prosiguió— tenemos otra carta que podemos sacarnos de


la manga en el momento necesario. En cincuenta años

estamos seguros de haber logrado perfeccionar los viajes

interestelares.


—¡Por fin! —exclamó Peyton—. ¿Y qué haréis

entonces?

—Presentaremos nuestros logros al Consejo y le

diremos: «Bien, aquí lo tienen… Ahora pueden ir a las


estrellas. ¿No somos unos buenos chicos?» Y el Consejo no

tendrá más remedio que dedicarnos una sonrisa

fingidamente amable y comenzar a pensar en una nueva

clase de civilización. Una vez que tengamos la posibilidad


de realizar viajes interestelares, volveremos a contar con




37

una nueva civilización en expansión y el peligro del

estancamiento y decadencia quedará aplazado

indefinidamente.


—Confío en vivir para verlo —dijo Peyton—. Pero

ahora, ¿qué es lo que queréis que haga?

—Sólo esto: deseamos que vayas a Comarre para


descubrir qué es lo que ocurre allí. Creemos que tú puedes

vencer donde otros han fracasado. Ya están hechos todos

los planes.

—¿Y dónde está Comarre?


Henson se sonrió:

—Es muy sencillo, realmente. Sólo había un lugar

donde pudiera estar… El único lugar sobre el que no puede

volar ningún avión, donde no vive nadie, donde sólo


puede irse a pie. Está en la Gran Reserva.

El anciano desconectó la máquina automática de

escribir. Sobre él —o debajo, indiferentemente— la Tierra,


en su gran creciente, se destacaba entre las estrellas lejanas.

En su girar eterno, la pequeña luna artificial había entrado

en la sombra de la Tierra y así comenzaba su noche. Aquí

y allá, la Tierra oscurecida, que ahora estaba bajo ellos,


comenzaba a mancharse con las brillantes luces de las

ciudades.

La visión llenó de tristeza al anciano. Le recordó que

también su vida se encaminaba hacia el fin y su fin parecía


profetizar el final de la cultura que siempre había tratado




38

de proteger. Quizá, al fin y al cabo, los jóvenes científicos

tenían razón. El largo descanso estaba llegando a su

término y el mundo se movería, muy pronto, hacia nuevos


objetivos que él no podría contemplar.











































































39

3. EL LEÓN SALVAJE






Era ya de noche cuando la nave de Peyton volaba con

rumbo occidental sobre el Océano Indico. A simple vista no

podía distinguirse nada debajo, salvo la blanca línea de la


espuma que dejaban las olas al chocar contra la costa

africana. Pero la pantalla de navegación le mostraba hasta

el menor detalle de lo que tenía por debajo. La noche, desde

luego, ya había dejado de ofrecer protección o salvaguarda


y, sin embargo, ello aún significaba que ningún ojo humano

podía verlo a simple vista. En cuanto a los aparatos de

vigilancia que debían cuidarse de controlar cualquier

vuelo… ¡bueno!, los demás se habían ocupado de que en


esa ocasión no sirvieran de nada. Al parecer, entre los

científicos que los manejaban había muchos que pensaban

como Henson.


El proyecto había sido concebido con toda precisión.

Los detalles habían sido estudiados con todo cuidado, con

amor casi, por gentes que habían gozado haciéndolo. Debía

posar su nave en el límite extremo del bosque, lo más cerca


posible de la barrera de fuerza.

Ni siquiera los más influyentes de sus desconocidos

amigos podían desconectar la barrera sin despertar

sospechas. Por suerte, desde el límite de la barrera hasta


Comarre, a campo descubierto, sólo había unos treinta y




40

cinco kilómetros. Peyton tenía que terminar su viaje a pie.

Hubo un gran ruido de ramas rotas y desgajadas

cuando la pequeña nave volante se posó en el bosque


invisible. Se había quedado sobre la quilla en una posición

escorada y Peyton apagó la débil luz de la cabina y miró

por la ventanilla. No pudo ver nada. Recordando las


instrucciones recibidas no abrió la puerta. Se puso todo lo

cómodo que pudo para esperar la llegada del amanecer. Y

se quedó dormido.

Se despertó cuando un sol brillante llegó hasta sus ojos.


Rápidamente se hizo con el equipo que sus amigos le

habían proporcionado, abrió la puerta de la cabina y

emprendió el camino por el bosque.

El lugar de aterrizaje había sido elegido


cuidadosamente y no le resultó difícil llegar hasta campo

abierto unos cuantos metros más allá. Frente a él se

levantaban unas pequeñas colinas cubiertas de vegetación


y, en algunos puntos, se agrupaban los árboles. Era un día

suave, aún en pleno verano y no lejos del Ecuador.

Ochocientos años de control climatológico y los grandes

lagos artificiales, que habían humedecido los desiertos,


eran la causa de ello.

Casi por vez primera en su vida, Peyton estaba en

contacto directo con la naturaleza, con una naturaleza

semejante a la que había existido antes de que el hombre


apareciera sobre la tierra. Y, sin embargo, no era el




41

salvajismo de la escena lo que le hacía encontrar raro todo

aquello. Peyton jamás había conocido el silencio. Siempre

hubo en torno suyo el rumor de las máquinas o el lejano


ruido de los grandes vehículos interplanetarios de servicio

público proveniente de las grandes alturas de la

estratosfera.


Hasta allí no llegaba ninguno de esos ruidos, pues

ningún aparato podía cruzar la barrera de fuerza que

rodeaba la Gran Reserva. Los únicos sonidos que llegaban

a los oídos de Peyton eran el rumor del viento y el zumbar


de algunos insectos. Para Richard Peyton aquel sonido

resultaba insoportable e hizo lo que hubiese hecho

cualquier otro hombre de su tiempo. Apretó el botón de su

radio y seleccionó una banda que emitía música de fondo.


Así, kilómetro tras kilómetro, Peyton caminó por el

suelo ondulado que formaba la Gran Reserva, la mayor

zona de territorio natural que aún se conservaba en la


superficie del globo. El caminar no resultaba fatigoso en

absoluto puesto que el neutralizador que formaba parte de

su equipo reducía su peso casi a nada. Llevaba consigo esa

música relajante que había formado parte de la vida del


hombre casi desde que se descubrió la Radio. Aun cuando

no tenía que hacer otra cosa que girar un dial para entrar

en contacto con quien deseara en el planeta, quiso pensar,

sinceramente, que se hallaba solo, aislado de todo y de


todos, en pleno corazón de la naturaleza. Por un momento




42

sintió todas las emociones que debieron experimentar

Stanley o Livingstone cuando por primera vez penetraron

en ese mismo territorio virgen hacía más de mil años.


Afortunadamente, Peyton era un buen caminante y

andaba de prisa, así que para mediodía ya había recorrido

la mitad del camino que le separaba de su destino.


Descansó un rato para tomar su comida de mediodía en un

pequeño bosquecillo de coníferas importadas de Marte,

que habrían causado la mayor sorpresa y consternación a

un explorador de los viejos tiempos. En su ignorancia de


las cosas de la naturaleza, Peyton no se sorprendió lo más

mínimo.

Estaba recogiendo sus latas vacías cuando se dio

cuenta de que un objeto se movía rápidamente sobre la


llanura en dirección al lugar donde él se encontraba. Lo que

quiera que fuese estaba demasiado lejos para ser

identificado. Esperó hasta que «aquello» estuviera más


cerca de él para levantarse y echarle un vistazo. Hasta ese

momento no había visto ningún animal —aunque ellos sí

le habían visto a él— durante su marcha por la reserva. Así

que se quedó mirando con interés al recién llegado.


Peyton jamás había visto un león con anterioridad,

pero no tuvo la menor dificultad en identificar a la

magnífica fiera que se dirigía corriendo hacia él. Dice

mucho en su favor el que sólo dirigiera una mirada a las


ramas de los árboles próximos. Y decidió quedarse en el




43

suelo, firmemente.

Sabía que ya no quedaban en el mundo animales

realmente peligrosos. La Gran Reserva era algo así como


una mezcla entre un extenso laboratorio biológico y un

parque nacional visitado anualmente por miles de

personas. Se daba por garantizado que si uno no molestaba


a los habitantes salvajes de la reserva, éstos tampoco le

molestarían a uno. Y, en términos generales, el acuerdo

funcionaba perfectamente.

Ciertamente el animal parecía ansioso por mostrarse


amistoso. Una vez que estuvo al lado de Peyton comenzó a

rozarse cariñosamente contra el costado del viajero, como

si fuese un gran gato manso. Cuando Peyton se puso en pie

de nuevo, el león pareció interesarse grandemente por las


latas vacías que habían contenido la comida. Y le miró con

una expresión de petición irresistible.

Peyton se sonrió para sí, abrió una nueva lata de


comida y, cuidadosamente, puso su contenido sobre una

piedra plana que había en las proximidades. El león

saboreó la comida con satisfacción. Mientras el animal

comía, Peyton hojeó el índice de la guía oficial que sus


desconocidos amigos habían puesto a su disposición

dando muestras, con ello, de la atención que habían puesto

en la planificación minuciosa de su viaje. Había varias

páginas que trataban de leones, con fotografías para que


pudieran ser identificados por los visitantes extraterrestres.




44

Un milenio de crianza científica había mejorado

muchísimo al Rey de las Fieras. En el último siglo apenas si

una docena de personas habían sido devoradas por los


leones: en diez de los casos, la encuesta llevada a cabo por

las autoridades competentes había liberado a los animales

de toda culpa y, en los otros dos casos, su culpabilidad «no


pudo ser probada».

Pero el libro no decía nada sobre leones cuya compañía

no se deseaba ni de los medios a emplear para librarse de

ellos. Y tampoco decía que estos animales fuesen,


normalmente, tan amistosos como este caso en particular.

Peyton no era un hombre especialmente observador y,

tal vez por eso, tardó bastante tiempo en darse cuenta de la

pulsera metálica que rodeaba la mano derecha del león.


Llevaba una serie de letras, seguidas del sello oficial de la

Reserva.

No se trataba de un animal salvaje y lo más probable


era que se hubiera pasado la mayor parte de su juventud

entre los hombres. Posiblemente era uno de aquellos

superleones que habían sido criados por los biólogos en sus

intentos de mejorar la raza. Algunos de ellos eran casi tan


inteligentes como perros, a creer el informe que Peyton

acababa de leer en su guía.

Se dio cuenta, muy pronto, de que el león podía

entender bastantes palabras, en especial las relacionadas


con la comida. Incluso para esa época era una fiera




45

espléndida, casi treinta centímetros más alta que sus

piojosos antepasados de diez siglos antes.

Cuando Peyton se puso en marcha para continuar su


camino, el león marchó a su lado, al trote. El joven dudaba

sobre si la amistad del león valía más de una libra de carne

sintética, pero se hallaba satisfecho de tener alguien con


quien hablar… Y más todavía si este alguien era uno que

no hacía el menor intento de contradecirle. Después de

pensar un rato sobre el tema decidió que «Leo» podría ser

un buen nombre para su nuevo amigo.


Peyton llevaba andados unos cientos de metros cuando

de repente, delante de él, cruzó el aire un brillante

relámpago. Aunque de inmediato se dio cuenta de qué se

trataba, se sintió momentáneamente aturdido y se detuvo


cegado por la luz. Leo había emprendido una huida

precipitada y se había perdido de vista. Peyton pensó que,

en caso de apuro, aquel animal no le sería de mucha ayuda.


Pero muy pronto se vería en la necesidad de cambiar su

juicio.

Cuando sus ojos se recobraron del deslumbramiento,

Peyton vio ante él un aviso multicolor en letras de fuego


que flotaba en el aire, y leyó:

¡ATENCIÓN!

¡SE ESTA USTED APROXIMANDO

A UNA ZONA RESTRINGIDA!


¡DÉ LA VUELTA!




46

Por Orden,




El Consejo Mundial Reunido



Peyton contempló el aviso pensativamente durante


unos instantes. Seguidamente dirigió la vista en torno suyo

en busca del proyector. Estaba en el interior de una caja de

metal no muy bien oculta a un lado del camino.

Rápidamente abrió la caja con una de las llaves maestras


que un directivo de la Comisión de Electrónica le había

entregado cuando consiguió su primer título académico.

Después de unos minutos de estudio del aparato, dejó

escapar un suspiro de alivio. El proyector era simplemente


un aparato que operaba automáticamente, y cualquier

persona o animal que se acercara por la carretera podría

ponerlo en acción. Había una cámara fotográfica


registradora, desconectada, cosa que no causó extrañeza a

Peyton puesto que cualquier animal que pasara por allí

podía hacer funcionar el instrumento y seguramente a

nadie le interesaba una colección de fotografías de


animales. Pero para él eso significaba una suerte. Nadie

sabría nunca que Richard Peyton había pasado por allí.

Llamó a gritos a Leo que se aproximó lentamente con

aire de sentirse avergonzado por su anterior cobardía. El


cartel avisador había desaparecido del cielo y Peyton




47

mantuvo el aparato desconectado por unos instantes para

evitar que volviera a accionarse de nuevo al paso del león.

Después cerró la caja y continuó la marcha preguntándose


qué era lo que iba a ocurrir seguidamente.

Apenas llevaba andados cien metros cuando una voz,

que parecía no provenir de ninguna parte, comenzó a


amonestarle severamente. No le decía nada nuevo, pero le

amenazaba con una serie de pequeñas sanciones, algunas

de las cuales no le eran totalmente desconocidas.

Resultaba divertido observar la expresión de asombro


y desconcierto de Leo tratando de descubrir la fuente de

origen de la voz. Una vez más Peyton buscó el aparato que

hacía surgir la voz y lo controló antes de seguir adelante.

Pensó que sería más práctico abandonar la carretera por


completo, pues existía la posibilidad de que más adelante

hubiese aparatos automáticos de registro.

No sin dificultad consiguió que Leo siguiera


caminando por la senda metálica mientras él marchaba al

lado de ésta sobre el suelo húmedo. En el siguiente medio

kilómetro el león puso en acción dos nuevos aparatos de

alarma. El último de ellos parecía destinado a persuadir a


cualquiera de que continuar por allí resultaba peligroso.

Decía simplemente:

¡CUIDADO CON LOS LEONES SALVAJES!




Peyton miró a Leo y se echó a reír. Leo no podía




48

entender la causa de su euforia, pero pareció compartirla.

Dejaron tras ellos el flotante aviso que poco después se

desvaneció con un último destello.


Peyton se preguntó cuál podía ser la razón de todos

aquellos avisos. Posiblemente estaban destinados a asustar

a un viajero extraviado accidentalmente. Aquéllos que


sabían a dónde se dirigían difícilmente iban a dejarse

intimidar por ellos.

La carretera daba de repente un giro de noventa

grados… ¡Y allí, frente a él, estaba Comarre! Resultó


sorprendente que algo que ya esperaba pudiera causarle tal

impresión. Delante de él había un extenso calvero en el

centro de la jungla, medio cubierto por estructuras

metálicas.


La ciudad tenía la forma de un cono formado por

varias terrazas y de una altura de unos seiscientos metros

y un diámetro doble en la base. Peyton no podía suponer


hasta qué profundidad se extendía la ciudad en la jungla.

Se sintió abrumado por la altura, el tamaño y la extraña

forma del enorme edificio. Después, lentamente, se dirigió

hacia él.


Como una fiera carnívora encogida en su cubil, la ciudad

parecía estar al acecho. Aun cuando sus visitantes eran muy

escasos estaba dispuesta a recibirlos fuesen quienes fuesen.

Algunas veces daban la vuelta al primer aviso, otras al segundo.


Sólo unos pocos habían alcanzado la propia entrada antes de que




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