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Published by snullbug20, 2020-08-09 14:05:52

Vienen cuando hace frio - Carlos Sisi

Joe retrocedió un par de pasos, asqueado. Vivía


solo, el agua caliente se había vuelto una quimera


con las bajas temperaturas y además trataba de


ahorrar, por lo que cosas como el desodorante


habían pasado a la historia. Como consecuencia, el


olor corporal dentro del jersey había adquirido


lentamente ese penetrante aroma a masculinidad.



A pesar de eso, la pestilencia que emanaba aquel


órgano repulsivo conseguía imponerse. Resultaba


tan nauseabundo que tuvo un acceso de arcadas.



Sin darse mucho tiempo, tomó la manta que


protegía la pistola lanzaclavos y la tiró encima de


aquella aberración podrida. Luego ascendió


rápidamente por la escalera y regresó al salón. Los



pulmones le abrasaban, reclamaban aire fresco, así


que se precipitó hacia la puerta, la abrió de par en


par e inspiró una buena bocanada.



¡Oh, el aire era tan delicioso! Era frío, era puro, e


invadió sus pulmones como un bálsamo reparador.


No lo había notado, pero tenía las mejillas ardiendo


y la frente roja, y el viento normalmente inhóspito



y hostil le acarició dulcemente mientras arrastraba


copos de nieve hacia sus mejillas y su cabello.



Una vez que se sintió mejor, volvió a cerrar la


puerta y resopló pesadamente, arrugando la nariz.


El mal olor… ese mal olor, parecía estar





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ascendiendo pesadamente desde el sótano e


impregnándolo todo.



Joe trató de pensar con rapidez. Podía coger esa


cosa con la pala y llevarla fuera, enterrarla en la


nieve y olvidarse de ella; pero en su cabeza, una


pequeña voz le susurraba ideas muy diferentes. Esa


voz le decía que allí abajo tenía un trozo de carne



que, al menos a simple vista, había pasado años sin


agusanarse envuelta únicamente por una tela


negra. Si Pete Herron y sus vecinos no habían


tenido nada que ver (¿quién guardaría una


guarrada como aquella en el sótano de otra


persona, por el amor de Dios?), aquella cosa era casi


un milagro de la momificación, era el maldito



órgano incorrupto de algún santo que merecería ser


canonizado.



«Excepto que no se parece ni remotamente a ningún


órgano humano que haya visto jamás», se dijo.



Sin embargo, comprendía que la voz que susurraba


en su cabeza tenía razón. No debía desechar aquella


cosa tan rápidamente; no podía enterrarla sin más



en la nieve y orinar encima al día siguiente. No sin


averiguar un poco más.



El zumbido que bramaba en segundo plano y que


acompañaba a la voz en su mente, sin embargo,


murmuraba otro tipo de cosas, mucho más oscuras.




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Le hablaba de su abuelo, el mítico Cerón Harper.


Cerón Harper «el Santo», el que ayudaba a todos y


cada uno, el Padre del Klondike. Le recordaba que


ahí abajo había libros con títulos extraños y


cubiertas terroríficas y un arma que disparaba


clavos como si fuesen balas de un maldito fusil. Lo


que le preocupaba, por supuesto, era que el viejo



Harper hubiera estado metido en temas extraños.


Pensaba concretamente en ritos extraños, quizá


relacionados con asuntos satánicos. Vudú, magia


negra, brujería… Cosas relacionadas con vísceras,


pollos sin cabeza, sangre negra coagulada en un


vaso y lo que quiera que eso implicase.



Pero luego sacudió la cabeza.




Eso eran conjeturas.



Lo único real que había allí era la maldita peste (que


ya estaba llenando todo el salón), y podía ocuparse


de eso con facilidad si iba a la parte de atrás y traía


algunos de los tablones grandes. Taparía el agujero


con ellos y luego echaría hierbas aromáticas a la


chimenea. Hasta abriría la ventana si hacía falta; el



frío era más soportable que aquella podredumbre.


Haría lo que fuese… menos bajar al sótano y


enfrentarse con aquella cosa.



«Porque… por mucho que quieras ignorarlo, Joe,


esa mierda de órgano se movió. Y eso es lo que en




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realidad te preocupa de todo esto. Sabes que se


movió, que se contrajo como un latido, el latido de


un corazón, aunque sea uno tan grande y deforme


que no cabría en el tórax de un puto buey».



Aquella noche, Joe Harper durmió poco y mal. En


los pocos periodos en los que sí logró el descanso,


además, tuvo que enfrentarse a sueños densos y



confusos llenos de cosas que palpitaban en la


oscuridad; sueños como los que produce la fiebre.



La fiebre y la locura.




























































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Capítulo 5



Malos vecinos



Al día siguiente, el cielo amaneció encapotado y


recorrido por claroscuros que hacían de él una


deslumbrante y enigmática pintura impresionista.



Diferentes capas de nubes parecían moverse a


distinta velocidad: unas evolucionaban con


rapidez, otras, más lejanas y oscuras, se arrastraban


pesarosas y amenazantes. Abajo, el viento había


amainado casi por completo, sin embargo, y la


nieve descendía mansamente, como meciéndose al


son de una tonada inaudible.




Joe, parado junto a la puerta de la cabaña, admiraba


totalmente embelesado el paisaje que tenía ante los


ojos. Parecía una postal navideña. Los árboles


lucían sus mejores galas, tocados por blancos


imposibles y fulgurantes azules, y el suelo, cubierto


de nieve virgen, parecía de nácar. El coche estaba a


un lado, con las ruedas ocultas por un manto


bordado de débiles destellos producidos por la luz.


El techo y el capó estaban cuajados de nieve.




En un momento dado, Joe cerró los ojos y dejó que


el aire gélido entrara lentamente en sus pulmones,


una y otra vez. Concentrado tan solo en respirar,


Joe parecía un sumiller degustando una nueva


remesa de vinos.




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Ante semejante belleza, el trasiego de la noche


anterior cayó lentamente en las neblinas del olvido.


Joe había relegado las malas sensaciones y los


delirantes descubrimientos al fondo de su mente,


donde aún repiqueteaban los tambores de la


incertidumbre pero a un nivel apenas audible. Por


fin se animó a abrigarse y dar un paseo por los



alrededores de la cabaña, siguiendo el camino hacia


el valle. Era una senda que zigzagueaba entre las


colinas siguiendo el lindero de un bosque, y aunque


lo había recorrido en numerosas ocasiones desde


que vivía allí, encontró el paisaje transmutado por


la presencia de nieve, embriagado de belleza,


exultante de vida y de fría serenidad.




Hacia el mediodía, sin embargo, Joe empezó a


sentir hambre y se forzó a regresar. Se sentía otra


vez estupendamente, aunque los músculos de las


piernas parecieran arderle debido al esfuerzo de


caminar por la nieve hundido casi hasta las rodillas.


Llegó eufórico y muy cansado, así que engulló una


comida fugaz, encendió la chimenea y se recostó en


el sofá, donde, esta vez sí, tuvo un sueño reparador


y tranquilo.




Hasta que llegó la noche.



Se despertó sobresaltado, sobrecogido por un ruido


inesperado. La oscuridad era casi total; el fuego de





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la chimenea era ya unas ascuas rebozadas en


cenizas, así que miró hacia su izquierda por puro


instinto. Su mente dormida esperaba encontrar su


viejo despertador, aullando como lo había hecho


durante tantos años. Pero allí no había despertador;


ni siquiera había mesilla de noche, porque ya no


estaba en la ciudad, sino en la cabaña del




escalofriante hechicero vudú



mítico cazador Cerón Harper.



Joe pestañeó, confuso, hasta que la realidad lo


inundó de nuevo. Oh, desde luego, estaba en la


cabaña, pero… ¿qué lo había despertado? Había



sido una especie de golpe, aunque el sonido estaba


mezclado con sensaciones puramente oníricas.


Pudiera ser que hubiera soñado todo el asunto; al


fin y al cabo, la noche anterior le habían asaltado


toda clase de imágenes tenebrosas.



Se incorporó torpemente y encendió la luz. Se había


quedado completamente helado mientras dormía y



las piernas protestaron. Le dolían, y no solo por el


esfuerzo de caminar durante horas por la nieve sino


por el frío que lo atenazaba. El pequeño termómetro


de la pared (uno de los muchos regalos de Pete


Herron) denunciaba que la temperatura había


caído a ocho grados. ¡Ocho grados en el interior de


la cabaña, con el rescoldo de las brasas dibujando




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formas anaranjadas entre las cenizas! Ahí fuera


debía hacer por lo menos diez por debajo de cero.


Joe silbó.



Aterido, iba ya a colocar algunos troncos cuando,


de pronto, escuchó un ruido en el exterior.




PLAC.



Joe se quedó paralizado.



PLAC, PLAC.



No era un alarido, era un sonido metálico. Sin


embargo, aunque estaba seguro que había



escuchado antes un ruido como aquel, fue incapaz


de determinar de qué se trataba.



«El coche, eso es. La carrocería hace ese ruido


cuando la golpean».



«Sí, pero ¿qué puede golpear la carroce…?».




Joe sintió un escalofrío mientras ideas extrañas se


formaban en su mente. Inquieto, dejó los troncos en


el suelo, con cuidado de no hacer ruido, y se acercó


a la puerta. Se encontró a sí mismo haciéndose


preguntas extrañas, y eso le molestó; lo hizo


sentirse como una anciana temerosa cuyo ritmo


cardiaco se acelera cuando llaman a la puerta.




«Debe ser un estúpido animal, solo eso. La casa


siempre ha estado vacía, así que quizá estén


acostumbrados a buscar refugio para protegerse


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del frío. Quizá ha visto el coche parcialmente


enterrado en la nieve, y eso le ha llamado la


atención».



«Quizá».



«O quizá sea otra cosa…».




PLAC.



«Como esas cosas que vienen cuando hace frío…».



Sacudió la cabeza enérgicamente; estaba muy


cansado de dejarse influir por aquel cuento. Había


olvidado abrir los batientes de la ventana antes de



dormirse, así que tuvo que deslizar la hoja con


infinito cuidado para ver el exterior, pero cuando


por fin pudo mirar, descubrió que había estado


equivocado.



No era un animal. Era un hombre vestido con un


abrigo marrón que le cubría casi todo el cuerpo.


Quizá por eso, cuando la luz de la cabaña lo bañó



de forma inesperada le pareció una suerte de oso


erguido sobre los cuartos traseros.



El desconocido trasteaba junto al coche, apartando


la nieve con una pala pequeña. Cada vez que


golpeaba, producía un sonido contra la chapa.



PLAC.




Joe arrugó el entrecejo. Era la primera vez que veía


a alguien en aquella zona. Había visto las casas de


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algunos vecinos en el camino que recorría el


lindero, y calculaba que debía de haber como una


docena solamente en la periferia, pero nunca había


hablado con ninguno. Y además, ¿qué diablos hacía


con su coche?



Por un momento pensó en el arma que guardaba en


el sótano, la Fabulosa Pistola de Clavos Harper.




—¡Eh! —soltó de pronto, casi sin proponérselo.



El hombre se detuvo, dio un respingo y se quedó


mirándolo sin decir nada. Así permanecieron


durante lo que pareció ser una eternidad, envueltos


en un incómodo y expectante silencio, como dos



animales enfrentados que se estudian y valoran


desde una amenazante quietud.



La cabeza de Joe era un torbellino de sensaciones.



—¡Eh! —exclamó de pronto el desconocido. Había


levantado una mano y estaba señalando a Joe, con


los ojos abiertos como platos—. ¡Eh!




—¡Eh! —repitió Joe—. ¿Qué…? ¿Qué está


haciendo?



El hombre echó a correr hacia él. Joe retrocedió un


par de pasos, sintiendo que la adrenalina lo


encendía como una antorcha impregnada de brea.



—¡Eh! ¡Oiga!








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—¡No se mueva, amigo! —exclamó Joe,


proyectando las palmas hacia delante—. ¡Quédese


ahí!



El desconocido estaba ya a pocos metros de él.


Había algo en su expresión que resultaba


desconcertante; los ojos encendidos, vidriosos, tan


abiertos y dilatados que parecían dos círculos en



una máscara de cera. El pelo pegado a la frente. Y


algo más: una especie de marca oscura que le


recorría la mejilla; quizá un corte, o un rastro de


algo que podría ser…



«Sangre. Es sangre».




—El… El coche… —decía—. Necesito el coche…


¿Es suyo? ¿Tiene las… tiene las llaves?



—¿El coche? Pero ¿cómo quiere que…?



Pero el desconocido ya estaba junto a él. Se había


acercado tanto que Joe se sintió invadido en su


espacio vital. Recorrido por una suerte de arco


eléctrico que le erizaba el vello de la nuca, Joe



levantó ligeramente los brazos mientras mantenía


los puños apretados.



—¡Por favor! —dijo el extraño, y de repente su voz


se cargó de un tono de súplica anhelante que hizo


que Joe pestañeara como las luces de un árbol de


Navidad—. ¡Necesito el coche!






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—Espere un momento… —exclamó Joe,


visiblemente enfadado—. ¿Qué iba a hacer,


robarme el coche?, ¿es eso? ¿Es usted imbécil?, ¿no


ve que está atrapado por la nieve?



Joe descubrió algo: la línea oscura que cruzaba la


cara de aquel hombre era definitivamente sangre;


sangre reseca de un color tan oscuro que casi



parecía salsa barbacoa.



El desconocido se dio la vuelta y miró hacia la línea


de árboles que se arremolinaban más allá de la


pequeña zona diáfana donde el coche invernaba.


Aún jadeaba como un pequeño animal fatigado.




—Por Dios… —exclamó sin volverse, ahora en voz


baja—. Creo que los he oído…



—Pero…



—Ssshhh… —interrumpió el desconocido.



Joe siguió su línea de visión, inquieto. En las



tinieblas de la noche rasgadas por la trémula luz de


la luna, los árboles, todavía revestidos de la última


nevada, adquirían una palidez casi etérea, como la


de un ejército de acechantes espectros. Más allá de


los primeros troncos, sin embargo, la oscuridad era


impenetrable. Las formas borrosas que allí se


adivinaban sugerían figuras imprecisas que










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parecían moverse en los márgenes de la visión


periférica.



Pero no escuchó nada más que el sonido de la


respiración agitada del extraño.



—Oiga, ¿quiere explicarme qué demonios le



ocurre? ¿Está herido? Tiene… parece sangre, lo que


tiene en…



El extraño se volvió con un violento giro de cabeza.


En ese momento, se abalanzó hacia Joe y le agarró


del jersey con ambas manos.



—¡DEME LAS LLAVES DEL COCHE! —bramó.




—Pero ¡qué coño! —exclamó Joe. Con las sienes


palpitándole, se zafó del agarrón del extraño. La


adrenalina que lo consumía estaba empezando a


hacer que le temblara la mandíbula—. ¡Suélteme,


JODER!



El extraño miró entonces por encima de su hombro,



hacia el interior de la cabaña, y sus ojos, que eran ya


dos lunas redondas donde titilaba un deje de


locura, se abrieron más todavía. A continuación se


escabulló con un movimiento imprevisto y se lanzó


hacia la puerta.



—¡Eh! —exclamó Joe, demasiado tarde sin embargo


para que pudiera detenerlo; el desconocido había



entrado ya en la casa.




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Joe se lanzó tras él. El intruso había corrido hasta la


mitad de la habitación y miraba alrededor


moviendo la cabeza como si buscara algo


desesperadamente. Joe lo agarró del abrigo y tiró de


él con tanta fuerza como pudo. Estaba tenso como


un cable de acero, así que el resultado fue algo


exagerado: el hombre tropezó con sus propios pies



y cayó al suelo, donde quedó tendido boca abajo


con las manos debajo del cuerpo.



—¿Qué coño hace? —soltó Joe—. ¡Qué está


haciendo!



Sin embargo, en ese preciso instante, los dos


hombres se quedaron congelados.




Ahí fuera, en algún lugar, alguien o algo aullaba.



El sonido era como el lamento de una hiena, pero


más agudo; como el aullido de un lobo, pero


estridente. Era un sonido arrastrado y casi


sobrenatural, algo que Joe no había escuchado en su


vida pero que le recordaba a los gruñidos



desesperados de un cerdo en un matadero. Pero


había algo más; el alarido poseía una dimensión


vibratoria insoportable, un trasfondo grave y


amenazador que tuvo un efecto inmediato en los


dos hombres. Joe se llevó las manos a los oídos,


como si no pudiera soportar el sonido ni un


segundo más. Enseñaba los dientes apretados y




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entrecerraba los ojos, que se rodearon de un millar


de pequeñas arrugas. El intruso, por su parte, se


incorporó de un salto gritando como enloquecido,


saltó hacia la puerta y la cerró con un golpe rápido


y seco.



El aullido paró.




—¿Qué…? ¿Qué ha sido eso? —preguntó Joe, con


la frente cubierta de sudor frío. Miraba al intruso,


vuelto contra la puerta con los brazos y piernas


abiertos. Tenía la expresión desencajada, retorcida


por un desmedido rictus de terror. Sostenía la


puerta como si al otro lado hubiera una jauría de


lobos hambrientos.




—Nonononononono… —decía.



—Por el amor de Dios —insistió Joe, ahora en voz


baja—. ¿Qué ha sido ese… grito?



—¡NO! —gritó el extraño. Su cara era una máscara


de terror y angustia. Casi al instante echó a correr,


pasó al lado de Joe como una centella y se dirigió al



dormitorio por la única puerta que pudo encontrar.



—¡Eh! —gritó Joe, saliendo tras él. Para cuando


llegó al dormitorio, sin embargo, el extraño ya salía


otra vez. Parecía un animal acorralado que intenta


huir. Joe le dio un empellón en los hombros y lo


hizo retroceder.






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—¡BASTA! —exclamó.



—¡NO, NO, NO!



De pronto, Joe lanzó el brazo hacia atrás y lo


proyectó hacia delante, sacudiéndole una sonora


bofetada en la cara. El hombre retrocedió un par de



pasos, con ojos despavoridos, y terminó cayendo en


la cama, perplejo y boquiabierto. Joe iba a decir algo


cuando, de pronto, el extraño se abalanzó hacia él


gruñendo como una bestia mitológica. El impacto


lo hizo retroceder hasta la pared, al otro lado de la


puerta, donde se vio obligado a soltar todo el aire


de sus pulmones con un sonoro bufido. El hombre


seguía encima de él, descargando golpes bastante


torpes que no parecían dirigidos a ningún lugar en



concreto; casi todos fallaban y acababan golpeando


la pared de madera. En medio del vendaval de


brazos y puños, una mano crispada cruzó la cara de


Joe dejando una serie de marcas de uñas. Joe cerró


los ojos a tiempo.



—¡NO, NO, NO! —bramaba el intruso sin parar.




Joe se zafó como pudo, intentando poner distancia.


Necesitaba un poco de espacio; el intruso atacaba


como si fuera un gato salvaje, lanzándole zarpazos


a la cara.



Por fin, utilizando las piernas, Joe consiguió apartar


a su atacante. El golpe lo alcanzó en pleno



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estómago, y el desconocido se quedó en el suelo,


arrodillado, incapaz de regular el nivel de aire que


entraba en sus pulmones. Joe lo dejó allí, afectado


por quejidos y sibilancias, y fue a buscar una de las


palas al salón. El mango era de madera recia, y la


pala en sí, de hierro de más de cien años, pesada y


contundente. Con algo así entre las manos, creía



que podría frenar a aquel tipo.



—¡NO TE MUEVAS! —soltó cuando se puso a unos


pocos pasos de él, con las piernas ligeramente


abiertas y la pala en las manos.



El hombre levantó la cabeza y lo miró brevemente,


pero Joe pudo ver en el acto que su expresión no


había cambiado, que aquella locura que había



detectado seguía allí, intacta. Sus carrillos se


inflaban y distendían al ritmo de la respiración


fatigosa, y tenía una mano sobre el estómago


denunciando el dolor que sentía, pero sus ojos…


Sus ojos seguían contando historias sobre la locura.



Joe agarró el mango de la pala con más fuerza.




—No te levantes o te tumbo con esto. Te lo juro, tío.


Te daré en tu puta…



No pudo terminar. Inesperadamente, el


desconocido se lanzó de nuevo hacia él,


desplazándose casi a cuatro patas como un perro de


presa. Aullaba como la sirena de un viejo coche de



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policía. Joe respondió en el acto; la pala silbó al


cortar el aire y lo golpeó en la cabeza. Sonó un


insoportable crujir de huesos que resultó, a la vez,


extrañamente metálico. El intruso fue desviado


hacia un lado, dio contra la pared y resbaló hasta el


suelo, donde se dio media vuelta y se quedó


tendido, inmóvil.




Joe dejó caer la pala al suelo, súbitamente


horrorizado. La pala repiqueteó brevemente y


después un súbito silencio llenó la habitación. ¿Qué


había hecho? ¿Qué había pasado? El sonido del


cráneo resquebrajándose resonaba todavía en su


cabeza como el eco de un tambor de guerra,


ominoso y acuciante. Joe se limitó a permanecer en



el sitio, silencioso, concentrado tan solo en la figura


inerte que yacía junto a sus pies, intentando


descubrir algún movimiento del pecho o los


párpados. ¿Se estaba moviendo? «Por Dios, que se


mueva, que empiece a subir y a bajar como un


fuelle, aunque suene como el tubo de una pipa


empapado de residuos de alquitrán».




Pero no se movió.



Joe se pasó una mano temblorosa por la frente.


Estaba empapada de sudor, pero no reparó en ello.



Solo podía pensar en el cuerpo, el cuerpo inerte.



Demasiado inerte…



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Se agachó lentamente y trató de zarandearlo.


Suavemente al principio, luego con más ímpetu.



—¡Eh! —exclamaba—. ¡Eh, tío!



Ninguna respuesta.



«Lo he matado —se dijo—. Está muerto. Muerto».




La sola idea le hizo sentir una fuerte opresión en la


boca del estómago, una suerte de pinzamiento que


no tardó en extenderse a los pulmones. Retrocedió


unos pasos tambaleándose hasta llegar a la pared,


donde se dejó resbalar hasta el suelo. Una sensación


de ahogo se apoderó de él, nublándole la vista.


Después de unos instantes, sin embargo, abrió la



boca y se forzó a inspirar una bocanada de aire, lo


que le trajo un alivio inmediato: al menos ahora


podía enfocar otra vez la escena, que naturalmente


no había cambiado en absoluto. El cuerpo seguía


allí. Y, de repente, hacía calor; demasiado calor.



«Pero ¿está muerto de verdad, Joe? ¿Lo está?».




Estaba pensando en tomarle el pulso. Había visto


cómo lo hacían en mil películas diferentes, y en


todas lo hacían de manera que siempre parecía un


procedimiento sencillo; todo el proceso duraba


apenas unos pocos segundos. «Está muerto», decía


el detective con gravedad tras poner la mano en el










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cuello o la muñeca. Sin embargo, él nunca había


sido capaz siquiera de tomar su propio pulso.



Por fin, reptando por el suelo como un gigantesco


escarabajo, se situó al lado del cuerpo. Entonces le


puso una mano en el cuello y buscó la yugular,


explorando con las yemas de unos dedos


temblorosos. El cuerpo estaba frío, y aunque eso lo



asustó un poco, luego pensó que los cadáveres no


se quedan fríos con tanta rapidez: su temperatura


corporal debía deberse, sin duda, a las inclemencias


del frío exterior.



«Es el frío. Es solo el frío…».




Pero lo cierto era que, después de dedicar casi un


minuto y medio a buscarle el pulso, tuvo que


rendirse a la evidencia: lo había matado. Prueba


quizá de ello era el hilo de sangre que manaba


quedamente por la oreja derecha.



—Joder… —soltó.



«Ha sido en defensa propia —se precipitó a aullar



su mente—. Era un alucinado, un loco peligroso…


Entró en casa y tuviste que frenarlo; y de todas


maneras, fue un accidente. Todo el mundo puede


ver eso. Ssshhh. Ssshhh».



De pronto lo abordó un pensamiento. Recordó que


Pete le había hablado brevemente de sus vecinos.






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Matrimonios casi todos ellos, algunos con hijos,


pero todos gente curtida, con sobrada experiencia


para sobrevivir a un invierno en Yukón. Porque la


experiencia cuenta, había dicho, pero más cuenta la


compañía. Si estás solo, la crudeza y la soledad se


convierten en una dentellada mortal de la que no se


sale sin secuelas mentales.




Entonces, la línea de sangre que cruzaba la cara del


extraño destacó en su rostro como un signo de


exclamación. Y recordó el viento; el viento frío que


provenía de las latitudes donde se asentaba el Pozo,


la Planicie helada que tanto lo había afectado


cuando la visitó en compañía de Herron, y una idea


pavorosa germinó en su mente: si el hombre estaba



tan visiblemente fuera de sí, ¿de quién era la


sangre?



«Matrimonios con hijos, Joe. Gente acompañada».



Joe buscó en los pantalones del cadáver y no tardó


en localizar lo que intentaba encontrar: su cartera.


Allí descubrió que se llamaba David Wright y que


vivía en Oakfield Road. La foto del documento de



identidad mostraba un tipo sonriente con arrugas


alrededor de los ojos, muy distinta de la expresión


enloquecida que lo había visitado esa noche.


También averiguó que estaba casado, y en el


interior de la cartera, junto a algunas tarjetas de





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crédito, de almacenes DIY y de descuentos de


gasolineras, encontró una foto familiar.



—Oh, Dios.



Allí estaban papá, mamá y el pequeño David Junior


o como quiera que se llamase, un precioso niño de



cabello pajizo y ojos de un vívido tono de celeste.


Sostenía con una radiante sonrisa un pequeño


muñeco espacial.



Los miró durante un rato, con una suerte de congoja


asomando en la garganta, hasta que resolvió


devolver la foto a su sitio. Lo cierto era que conocía


el camino; debía de estar como a unos dos



kilómetros de allí. No era demasiada distancia ni


aunque la nieve lo sorprendiera en el camino.



A Joe le latía con fuerza el corazón. Un solo


pensamiento tamborileaba con terrible persistencia


en su cabeza: «¿De quién es la sangre? ¿De quién?».



Pensó que podría acercarse a Oakfield Road y


asegurarse de que allí estaba todo bien. Se imaginó



llamando a la puerta con los nudillos, y se imaginó


a mamá Wright abriendo con el pequeño David


Junior, con la mirada llena de cándida inocencia,


mirándolo desde el suelo. «¿Quién es, mamá?, ¿es


papá?». «No cariño, no es papá. Vuelve junto a la


chimenea, cariño». Pero si era así, ¿qué les diría?


«Señora, tengo a su marido en mi casa. No ha



121

podido venir porque está muerto ¿sabe?, pero no se


preocupe, porque solo ha sido un accidente».



¿Y si no abría nadie? Esa posibilidad era aún peor.


Si no abría nadie, podía significar que quizá, solo


quizá, encontraría al pequeño David Junior boca


abajo, con un brazo torcido en un ángulo imposible,


empapado en su propia sangre. Lo miraría con sus



ojos azules, acusadores y muertos, dejando una


huella en su memoria que se mantendría intacta


hasta el fin de sus días.



Sacudió la cabeza.



Sabía que tendría que ir, de todas formas, aunque



solo fuera para tener acceso a un teléfono. Tenía que


avisar a las autoridades e informar de lo ocurrido,


y cuanto antes mejor.



Lo inquietaba, no obstante, el hecho de que fuera de


noche. Los caminos estaban marcados con varas en


los laterales que indicaban la profundidad de la


nieve, así que estaba seguro de que podría llegar



hasta allí sin perder el rumbo. No era tanto eso


como todo lo demás: el hecho de que hubiera un


cadáver en su casa, por ejemplo, y el que todavía se


le erizase el vello cuando recordaba el aullido atroz


y desgarrado de hacía unos instantes. Joe no era un


experto en la fauna local, pero no recordaba haber


escuchado nada que sonase así. Pensaba que




122

algunos animales podían descender a cotas más


bajas a causa del frío pero, de cualquier modo, ¿qué


otra explicación había?



De una cosa estaba seguro: no iba a pasar la noche


en la cabaña con aquel desconocido manchando el


suelo de madera con la sangre que le manaba de las


orejas.




Así que, después de abrigarse, Joe salió al exterior


y empezó a andar por el camino. En su cabeza


flotaban imágenes que intentaba apartar, pero sin


éxito. Los ojos azules de David Junior,


inexplicablemente luminosos a pesar de atisbar


desde los campos yermos de la muerte, la boca


inmunda y hedionda del Pozo, el órgano que



pulsaba casi imperceptiblemente en la oscuridad…



«Estarán bien —se decía mientras andaba,


intentando concentrar sus pensamientos en algo


positivo—. No hay viento que sople desde la


Planicie, yo he estado bien, todo está bien. Es


solo…».




Pero de repente, cuando sin saber por qué giraba la


cabeza hacia el este, una repentina e inesperada


ráfaga de viento helado le hizo entrecerrar los ojos.



Joe sintió tanto miedo que, por unos instantes, fue


incapaz de dar un solo paso.







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Capítulo 6



Aullidos



Oakfield Road discurría mansamente entre unas


colinas gibosas, bordeando el linde del bosque.


Algunos altivos pinos y abetos se desparramaban



por el terreno intermedio, tan cubiertos de nieve


que parecían extrañas y delicadas esculturas de


hielo. El viento hacía sonar los carámbanos que


pendían de las ramas, creando una suerte de


música tintineante que resultaba tan hipnótica


como evocadora.



Joe había estado caminando sirviéndose tan solo de



la luz de la luna, pero en la última media hora, el


cielo se había encapotado progresivamente. Las


nubes, oscuras y henchidas, no tardaron en ocultar


la luna. Entonces, todo se volvió mucho más


oscuro, y la apariencia mágica de postal navideña


se desvaneció por completo. De pronto, el frío


parecía más intenso, y Joe se vio obligado a sacar la



linterna para hacer barridos de vez en cuando, tan


solo para asegurarse que no perdía el camino.



Casi enseguida, el viento comenzó a soplar con más


fuerza.









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Una cosa lo preocupaba: estaba casi seguro de que


en alguna parte al otro extremo del páramo debía


de haber algunas casas. No sabía qué hora era, pero


imaginaba que, al menos, debería haber avistado


luz en alguna ventana, aunque fuera el resplandor


de las llamas en los grandes hogares. Pero no había


nada de eso, ningún resplandor lejano, nada en



absoluto.



«Como si se hubieran ido todos. Como Pete».



Un poco más adelante, el camino se adentraba en el


bosque y discurría entre los árboles con apenas


unos metros a cada lado. Imaginó que los vetustos


abetos lo protegerían del viento racheado, pero


internarse en aquella ominosa oscuridad no le hacía



mucha gracia, dadas las circunstancias. De pronto,


todo el asunto le estaba produciendo cierto


resquemor, como si ya no fuese tan buena idea.


Hasta le parecía que los árboles que se


arremolinaban a ambos lados del camino se


inclinaban sobre este como garras oscuras y


amenazantes. Con una amarga sonrisa, pensó que



si había habido alguna vez un camino que llevase a


la Casa de la Bruja, era aquel.



Esa sensación se intensificó cuando estuvo


recorriendo el camino ya rodeado por los árboles.


Sin luna que iluminase su avance, parecían





125

mastodontes negros que el viento hacía susurrar en


un idioma desconocido, como si conspirasen contra


él. Joe decidió andar tan rápido como su fatiga le


permitiese y concentrarse en mirar el suelo. Un


paso tras otro, y nada más. En un momento dado,


sin embargo, se detuvo en seco, quedándose


inmóvil. Intentaba escuchar. Le parecía que había



un sonido extraño en el aire, como el de un


ventilador, o quizá un torbellino.



Quedarse así, parado, le confirmó que estaba en lo


cierto.



Joe se giró, visiblemente nervioso. Lo acuciaba una


repentina sensación de peligro que el sonido


acentuaba a medida que crecía en intensidad. No



parecía cosa del viento, era diferente, como un coro


de voces, el sonido de una algarabía mezclada con


un runrún metálico… o quizá un enjambre. Sí, una


especie de enjambre monstruoso. A ratos también


parecía arrastrar un deje metálico, como el de un


motor.



Fuera lo que fuese, se estaba acercando. Eso podía



sentirlo por el mero sonido, y también por una


sensación extraña en la base del cuello. Un instinto


ancestral le gritaba: «¡Corre!».



Joe, golpeado por la adrenalina, dio un salto hacia


atrás.




126

—¡Eh! —gritó—. ¡EH!



Se dio la vuelta, pero cada vez que lo hacía, el


sonido parecía provenir del lado contrario. Pronto


se encontró dando vueltas sobre sí mismo,


frenético, esperando ver aparecer algo por el


camino. Sin embargo, la oscuridad era


impenetrable, y todavía tardó unos buenos



instantes en pensar en la linterna. La sacó del


bolsillo del abrigo con manos temblorosas y casi


estuvo a punto de dejarla caer en la nieve. Por fin,


con la respiración agitada, lanzó el haz a su


alrededor. Apuntaba a todas direcciones de manera


aleatoria, intentando hacer huir las tinieblas de la


noche. No sabía qué esperar en realidad, si un



vehículo, una nube de insectos u otra cosa, pero su


cabeza tejía inevitables conexiones con el misterioso


alarido que escuchara en la cabaña. Lo que vio,


finalmente, hizo que soltara un grito desgarrador.



Era una especie de oscuridad concentrada, de un


tono tan intenso y profundo que destacaba incluso


en la noche, como si allí no hubiese absolutamente



nada. Era la ausencia absoluta de realidad, un


agujero en mitad del camino. Y se movía,


cimbreaba como si diese vueltas sobre sí mismo,


desenredando una especie de bucles redondeados


que giraban a toda velocidad. Mientras lo miraba,






127

incapaz incluso de pestañear, Joe recordó uno de


esos viejísimos dibujos animados que echaban


todavía por televisión: el diablo de Tasmania. Sin


embargo, la visión que tenía delante evocaba algo


terriblemente distinto. Despertaba un miedo


ancestral, como si su conciencia hubiera invocado


una imagen primigenia enterrada en las capas más



bajas de su memoria evolutiva. Y esa parte de su


cerebro le chillaba que había reconocido la imagen;


que aquello era, sencillamente, el Mal. Solo el Mal,


o uno de sus custodios. Mal en estado puro, sin


máscara ni disfraces, el Mal no revestido por el


corazón ni el alma humanas, solo la esencia pura y


descarnada, insoportablemente física.




Y entonces, la sombra chilló.



Era el mismo alarido que había escuchado en la


cabaña, pero más agudo y pavorosamente más


cercano. Le perforó los tímpanos como una


taladradora industrial, y el lacerante dolor le hizo


llevarse las manos a los oídos. Abrió la boca y soltó


una vaharada de vapor caliente, pero muda, porque



sus pulmones estaban vacíos por la impresión. Y


dolía; el estridente sonido lo desgarraba por dentro


como si alguien estuviera jugando con un berbiquí


en su cerebro.










128

Cuando el sonido remitió, Joe se quedó tan


estupefacto y bloqueado que parecía plantado en


mitad del camino. Como uno de los árboles que


tenía alrededor. Ni siquiera temblaba, superado


por el miedo que lo atenazaba y le oprimía el


corazón y el pecho. Sin embargo, sus piernas


parecían listas para salir corriendo, movidas quizá



por un inconsciente sentido de la supervivencia.


Finalmente, como si alguien hubiera dado un


pistoletazo, se puso en marcha y se encontró a sí


mismo batiendo la nieve con tanta fuerza que esta


salía despedida como afectada por pequeñas


explosiones. Corría, sí, y le daba igual hacia dónde;


solo deseaba escapar, escapar tan rápidamente y


tan lejos como le fuera posible.




Corrió y corrió, envuelto en el sonido estridente y


sobrenatural que lo llenaba todo, gritando como un


poseso y ciego en su insondable terror. En un


momento dado se encontró avanzando entre los


árboles, aunque no recordaba cómo había llegado


allí. Las ramas y el hielo duro y punzante le


abrieron pequeñas heridas sangrantes en la cara y


las manos, aunque en ningún momento reparó en



ellas. Mientras corría movía los brazos de forma


alocada, como un espantajo relleno únicamente de


paja. El corazón le latía con fuerza y el pecho le


dolía al respirar el aire helado de la noche, pero eso



129

no le obligó a detenerse. En un par de ocasiones


cayó al suelo de bruces, solo para levantarse con


tanta celeridad que parecía un muñeco del que


hubiesen tirado de una cuerda.



En algún momento, Joe dejó atrás la maraña de


árboles: salió a un páramo nevado que descendía


suavemente hacia el sur y, por pura inercia, se



encontró corriendo por él más allá de su capacidad


para detenerse. El aire era más fresco y el aroma de


los árboles no era tan intenso, y sus pulmones


agradecieron algo el cambio; no mucho, sin


embargo. Para entonces, su respiración estaba


demasiado alterada para que pudiera reparar en


ello.




De pronto cayó de bruces y se encontró rodando


por la nieve. Gritó, sumido en una confusión y una


incertidumbre espantosa, con la vista velada por


una profusión de fotogramas que iban del negro


espantoso del cielo a la pureza blanquísima de la


nieve. Notó frío en la cara y dentro de la ropa, y aun


sin saber qué podía depararle la caída, su mente se



trabó en un solo pensamiento: el hermoso sonido de


su cuerpo rozando contra la nieve. El sonido lo


consoló porque era lo único que alcanzaba a


escuchar: no había vorágines de torbellinos, ni










130

aullidos, ni nada más que la nieve fría y dura siendo


arrancada del suelo.



Cuando por fin se detuvo, tuvo todavía energías


para ponerse en pie como accionado por un resorte.


Miró alrededor, tan jadeante y fatigado que parecía


el motor de un coche al ralentí. Sin embargo, solo


pudo echar un rápido vistazo alrededor antes de



que las rodillas le fallaran y cayera al suelo como un


fardo. Quedó allí tendido, con los brazos estirados,


intentando recuperar el aliento. Las piernas


parecían dos duras columnas y el pecho subía y


bajaba como un fuelle enloquecido. Sin embargo,


nada de eso lo preocupaba.



Lo único cierto y verdadero, lo único que le



importaba de verdad en aquellos momentos, era


que el páramo estaba tan quedo y despejado como


se suponía que debía estar, y sin poder controlarse,


Joe empezó a sollozar.



Algunos instantes después, Joe conseguía


incorporarse de nuevo, mirando todavía alrededor


y a lo lejos, como si esperara que algo saliera del



lindero arrastrando un remolino de ramas y hojas


muertas. Su cabeza era una marejada de imágenes,


sensaciones y pensamientos encontrados. Una


parte insistía en que todo había sido una


alucinación, y aunque todo él se desvivía por dar





131

crédito a esa línea de razonamiento, lo cierto es que


la imagen se le había grabado a fuego en la cabeza,


y resultaba tan vívida y terrible como hacía unos


instantes. Resultaba fútil intentar convencerse de


que aquello había sido solo una alucinación,


aunque hubiera sido engendrada por el Pozo; una


especie de demencia transitoria, del tipo que hace



que la gente se vuelva loca, como de hecho ocurría.


Era, a su manera, un testimonio irrefutable de


inequívoca y contundente realidad.



—Lo he visto —se dijo mientras se masajeaba las


sienes—. Lo he visto. ¡Sé lo que he visto!



Pero si aquello había sido real, ¿qué significaba?




—No lo sé —soltó a la noche.



Joe miró entonces tras él y pestañeó un par de veces,


visiblemente sorprendido. Debía de haber tomado


algún atajo a través del bosque, porque allí, a cierta


distancia, el camino describía una curva bien


conocida: era una de las tres que precedían a su



propia casa.



Ese descubrimiento, sin embargo, le produjo cierto


alivio. Después de lo que acababa de vivir, no


quería realmente enfrentarse a la tesitura de llamar


a la puerta de la casa del señor Wright. No quería


saber nada. Quería volver, sacar el muerto al







132

exterior y tratar de dormir. Cuando fuese otra vez


de día, las cosas serían diferentes, sin duda.



Sin duda.



Joe regresó por el camino, intentando andar tan


rápido como podía, pero las piernas parecían



ancladas al suelo y las rodillas se comportaban


como si nunca hubieran sido diseñadas para


doblarse. Las heridas de la cara y las manos


empezaban también a escocer, y descubrió que su


abrigo se había desgarrado por la parte de abajo,


dejando huir el calor de su cuerpo. Aun así,


consiguió llegar de algún modo hasta su casa.


Cuando pudo cerrar la puerta tras de sí y empezó a


notar el agradable calor del interior, dejó escapar un



sonoro suspiro.



«Por Dios, ¿qué está pasando? —chillaba el fondo


de su mente con enervante insistencia—. ¿Qué está


pasando? ¿Qué está pasando?».



De pronto, la imagen del cadáver de David Wright



restalló en su cabeza con una especie de explosión


mental. En ella, el cadáver se incorporaba


lentamente hasta quedar sentado como una L


gigantesca, como los vampiros de las viejas


películas, y era entonces cuando movía el labio


superior en una especie de acto reflejo, casi


imperceptible, hasta que los ojos se abrían




133

inesperadamente y revelaban un universo de una


negrura abominable. Pero no fue así. El cadáver


seguía exactamente donde lo había dejado, con esa


apariencia serena y apacible que lo hacía parecer


dormido.



Joe se quedó mirándolo unos instantes, con la


cabeza ligeramente inclinada. Seguía pensando en



todo lo ocurrido, incapaz de resolver nada. En su


línea de pensamiento, su atención se centraba sobre


todo en el único elemento que había resultado ser


una posible amenaza: la criatura del bosque.


Naturalmente, a medida que el tiempo iba pasando,


Joe se inclinaba cada vez más hacia un enfoque más


racional de las cosas. Ahora ni siquiera estaba



seguro de querer llamar criatura a lo que había


visto, o al menos, encontraba reconfortante


resistirse a ello. Pensaba incluso en fenómenos


meteorológicos, hasta que el eco lejano del aullido


destrozó esa idea en tantos pedazos que terminó


por desaparecer.



No, el aullido también había sido muy real.




Entonces recordó que lo había escuchado antes,


cuando el señor Wright estaba en la puerta


mirándole con sus ojos de lunático. Cerca de su


casa.









134

Se dio la vuelta de un brinco, como si esperara


sorprender a la puerta abriéndose sin hacer ruido,


poco a poco. Pero la puerta, como el cadáver, estaba


como la había dejado. Cerrada.



«Un arma. Necesito un arma».




Apretó los dientes. ¿Cuántas veces se había


planteado ir a la ciudad a por un rifle de caza?


Muchas. Demasiadas. Las primeras veces pensó


que el coste del rifle no justificaba cobrar unas


cuantas piezas en todo el invierno, pero incluso


cuando se animó pensando que podría adquirir


uno de segunda o tercera mano en una tienda de


empeños (por un buen precio, además) fue


aplazando el momento de conducir hasta que las



nieves se le echaron encima. Ahora no tenía nada


con lo que…



«Sí, sí que tienes. Hay un arma. El arma».



Joe pestañeó.



La pistola de clavos, naturalmente. La vieja arma de



su abuelo, o de quien fuera que hubiese dejado allí


aquel artefacto remendado y artesanal.



La idea lo reconfortó. En su atribulada cabeza,


resultaba brillante y clara como un manantial


silencioso en una cueva inundada por rayos de


luna. La sola palabra sonaba potente, como un






135

bálsamo: un arma era, en definitiva, algo que podía


sostener entre las manos, una manera de dar una


respuesta a una amenaza aunque fuera extraña y en


apariencia tan sobrenatural como el remolino del


bosque. Era algo que, en su cabeza de


norteamericano educado en un estado donde la


posesión de armas era algo natural, tenía sentido.



Ni siquiera había considerado la posibilidad de que


los disparos lo atravesasen como a la brisa; era tan


solo una manera de reafirmarse. Al menos podía


serlo si conseguía constatar que funcionaba


correctamente. Había disparado un clavo que era


en sí mismo un proyectil fenomenal, pero ignoraba


si sería capaz de disparar más de uno. Necesitaba


cierta cadencia.




Antes de que quisiera darse cuenta, Joe había


descendido ya al sótano. Estaba mirando alrededor


para ubicarse cuando, de pronto, un viejo conocido


que creía olvidado lo asaltó con la repentina


contundencia de un bofetón. La peste. La peste en


mayúsculas. Su garganta se cerró, y se encontró


abriendo la boca para intentar tragar una buena


bocanada de aire. Parecía haber empeorado desde



la última vez, como si el hedor se hubiera


concentrado hasta llenar el último rincón de la


habitación. Resultaba tan denso e insoportable que


tuvo un acceso de arcadas; finalmente se dobló por



136

la mitad como si le hubieran dado un hachazo y


vomitó parte de la cena.



Después tuvo el tiempo justo de ocultar la nariz


dentro de la camiseta. Su olor corporal resultaba, en


comparación, dulce y reconfortante.




Moviéndose con rapidez, Joe tomó la pistola y la


caja de clavos. Tenía que salir de allí enseguida, el


aire en el interior de la camiseta era a todas luces


insuficiente y el pecho le pedía dar una segunda


bocanada. Todavía encontró un par de segundos


para desviar la mirada hacia el bulto donde estaba


el extraño órgano. Seguía allí, desde luego, pero


retiró la mirada antes de que sus ojos registrasen


algún movimiento; al fin y al cabo, tenía la



sensación de que su salud mental pendía ya de un


hilo.



El corazón se le había acelerado en el pecho otra


vez; con la glotis cerrada, los pulmones


demandaban un riego mayor. Esa sensación


encendía de nuevo en él la llama del pánico. Por fin,


colocó como pudo la pistola encima de la caja y esta



contra su pecho, y regresó a la escalera con manos


temblorosas. ¡Aire, aire! Casi estuvo a punto de


tirarla al suelo. En un momento dado, mientras


trataba de ascender, perdió pie y la caja estuvo a


punto de caérsele; los clavos tintinearon y saltaron





137

como si estuvieran vivos, pero de alguna manera se


las compuso para apretar los brazos contra los


laterales hasta recobrar el control. Pronto se


encontró otra vez arriba, ocupado tan solo en


respirar en una habitación que, le parecía, olía a aire


de montaña.



Joe cerró el agujero.




La pistola era algo, desde luego, y a pesar del ahogo


y la tensión recién vivida, lo reconfortaba tenerla


allí a su lado. A la luz de la electricidad, lejos al fin


de aquel sótano inmundo, no parecía tan grande,


sino más manejable y no tan extraña. Después de


solo unos instantes, Joe ya estaba seleccionando


clavos para ponerlos en el cargador.




Los que no tenían la sustancia verde fueron los


primeros que seleccionó. Los otros parecían más


endebles, como afectados por el moho. Resultaban


incluso desagradables, pero al acabarse los clavos


limpios terminó de rellenar el cargador con ellos, de


todas formas. Cuando hubo acabado, cerró el


cajetín y sostuvo el arma en las manos, algo más



satisfecho.



«Si la hubiera tenido antes…».



«Si la hubieras tenido antes —respondió una voz


dentro de su cabeza—, David Wright tendría un


agujero de nueve pulgadas entre los ojos».



138

«No, no. Habría podido intimidarle. No habría


entrado en casa».



«Uno o dos agujeros —dijo de nuevo la voz, ahora


más severa—. Y David no sería un cadáver estéril,


sino que estaría muerto boca abajo bañado en su


propia sangre. Y la sangre huele, y su olor te vuelve


loco. Como el Pozo, Joe».




Inesperadamente, como empujado por un súbito


arrebato que lo moviera a alejar las voces de su


cabeza, Joe apuntó la pistola hacia la pared,


apretando los dientes, y disparó. El gatillo estaba


tan duro como la primera vez, pero enervado como


estaba, lo apretó con tanta fuerza que la pistola


rechistó con un siseo vaporoso y expulsó tres clavos



a la vez. Se clavaron en la pared hasta desaparecer,


describiendo una suerte de línea irregular.



—Jesús —soltó, abriendo mucho los ojos.



La máquina traqueteó brevemente y quedó muda.



«Cadencia», pensó.




Vaya si funcionaba.



Joe esbozó un amago de sonrisa, pero a la luz de la


chimenea resultaba tan fría y artificial como una


pálida sombra de sí misma; y en sus ojos, un deje de


locura la acompañaba.









139

Sentado en el suelo y con la espalda contra la pared,


Joe canturreaba. Tenía la pistola de clavos en el


regazo y la sujetaba con una mano, mientras con la


otra recorría distraídamente su superficie de metal.


En la penumbra, un ojo poco atento habría


confundido el aparato con una mascota.



Pero Joe buscaba paz en el silencio de la cabaña,



intentando mantener la mente vacía. Quizá en lo


más profundo sí que se sintiera como si acariciara


un pequeño gatito mientras esperaba


pacientemente al amanecer. Hubiera nieve o un día


despejado, la luz alejaría la mayoría de las sombras


de la noche y se sentiría con fuerzas para intentar


llegar a la casa de algún vecino para telefonear. En



las tres últimas horas no había pasado


absolutamente nada, y eso lo ayudaba bastante a


sentirse arrullado por el sonido del viento que


llegaba del exterior, transformado en una suerte de


melodía discordante. No había habido alaridos, ni


el cadáver del señor Wright se había levantado del


suelo con los ojos blancos, velados por la muerte.




Todo eso cambió de repente.



Empezó como una especie de rumor de fondo,


grave y confuso. Joe tuvo que enmudecer, sin


atreverse a cerrar siquiera la boca; intentaba


confirmar que estaba escuchando algo realmente.





140

Sin embargo, el ruido fue creciendo en intensidad


con tanta rapidez que en pocos segundos se


encontró a sí mismo levantado y alerta.


Definitivamente, ahí fuera pasaba algo: el sonido


era similar al que produce una ola gigante


avanzando por la costa; se acercaba desgarrando


los árboles más pequeños y generando un tumulto



estrepitoso. Empezaba a tener la fuerza suficiente


como para que una repentina oleada de pánico le


recorriera todo el cuerpo.



Joe agarró la pistola con fuerza. Bien fuera por el


cansancio o por otra cosa, de repente todo su miedo


se había transmutado en una rabia encendida,


acompasada por un ruido que era ya una algarabía



estridente que hacía temblar el suelo de madera. Joe


se lanzó hacia la puerta de la casa con el dedo en el


gatillo y el rostro encendido por una furia


repentina. Cuando la abrió, sin embargo, se


encontró con un espectáculo totalmente


inesperado.



Era una estampida, si alguna vez había visto una.



Ciervos y coyotes corriendo juntos en dinámica


confusión en una cantidad tan impresionante que la


nieve conformaba una especie de nube de polvo tan


fino que parecía una lluvia de harina. Los ciervos


parecían entregados a alguna danza






141

enloquecedora, con sus ojos negros centelleando en


sus cabezas adelantadas como arietes. Había un


temor profundo en su manera desbocada de correr,


en la forma en que saltaban por encima del capó del


coche para sortearlo, en su avance trepidante. En un


momento dado apareció una pareja de pumas. Joe


trastabilló, súbitamente asustado; sin embargo, el



miedo duró apenas unos instantes. Enseguida


comprendió que los pumas no estaban interesados


en él; ni siquiera en los ciervos. La única realidad


era que tanto depredador como presa corrían juntos


con el único objetivo de poner tierra por medio.



Joe los admiró hasta que desaparecieron por el


camino, con su marcada musculatura y su pelaje



negro en contraste con la nieve límpida, tan blanca.


Cuando la fascinación hubo pasado, Joe descubrió


que la estampida incluía ahora también lobos; lobos


y cabras montesas que avanzaban dando


prodigiosos saltos entre los alces y los ciervos.


Todos corrían.



Huían de algo.




Joe permaneció allí varios minutos, absorto en lo


que veía. Había mirado hacia el horizonte buscando


señales de fuego o columnas de humo, pero el aire


era fresco y limpio y en el cielo no había más que


nubes y estrellas; un incendio cercano habría





142

dibujado un resplandor rojizo en la noche. Para


entonces empezaron a aparecer otros animales,


como ovejas, y un poco después, animales


pequeños: castores, ardillas y otros que no supo


reconocer. Era un auténtico éxodo, y una sola


pregunta lo sobrevolaba como un ave de presa:


¿por qué?




«Huyen —se dijo—. Huyen de la Planicie».



Joe recordó las bandadas de pájaros que a veces


emprenden el vuelo en masa justo antes de un


terremoto. Recordó a los perros que sienten el


peligro, y tan pronto como ese pensamiento anidó


en su cabeza, recordó el extraño remolino del


bosque. La asociación fue tan directa que sintió



escalofríos; en algún lugar de su interior sabía que


aquella era la causa y no otra, y lo sentía de una


forma tan inequívoca y certera que cuando intentó


tragar, no lo consiguió: tenía la garganta seca.



—No —graznó—. Calma…




«Es… Debe ser otra cosa».



«No es otra cosa. Es eso. Es ellos. Los que vienen


cuando…».



De pronto, un soplo de brisa helada lo hizo


encogerse.




«… cuando hace frío».




143

Joe se retiró al interior y cerró la puerta con un solo


movimiento rápido. Tenía la respiración agitada y,


pese al frío, sudaba.



«Amanecerá dentro de poco, ¿vale? Solo hay que


esperar. Entonces las cosas serán de otro modo.


Todo volverá a la normalidad».




Sin embargo, un familiar sonido brotó de la nada y


restalló como un látigo en su cabeza. Joe lo


reconoció al instante, más por el efecto que tuvo en


él que por el sonido en sí. Dejó caer el arma al suelo


y se agachó hasta encogerse con las piernas


flexionadas y los brazos apretados contra las


rodillas.




Era el alarido. Lejano, sí, pero indudablemente el


mismo alarido que había escuchado en esa misma


cabaña y en el bosque, horas antes.



Joe saltó desde su posición en el suelo como un


muelle. El corazón le latía con fuerza y los ojos se


movían con rapidez en sus cuencas, como si



buscaran con verdadera ansiedad una salida


alternativa de aquel sitio. Cuando empezó a dar


vueltas sobre sí mismo parecía un perro enjaulado.



—¡No! —gritó—. No… Basta…















144

Tenía las manos extendidas ante sí, de manera que


parecía un prestidigitador a punto de hacer un


truco de magia.



«Solo es un grito, ya está, solo eso. Un sonido. Un


sonido que, por algún motivo, te vuelve del revés».




«No, es el recuerdo del remolino, porque la primera


vez no pasó nada. Al señor Wright tampoco».



«Pero ahora…».



De pronto, el chillido volvió a sonar, ahora desde


una dirección diferente, como si llegara desde


algún lugar por detrás de la casa. Joe sintió que se


le partía la cabeza. Duró toda una eternidad, y el



sonido pareció retorcerse en el aire, subiendo y


bajando de intensidad, aparentemente aleatorio en


sus modulaciones, terrible como un taladro mental.


Las lágrimas se precipitaron por sus mejillas.


Cuando terminó, estaba encogido contra una pared


del dormitorio. Había pasado por encima del


cadáver y no se había dado cuenta.




—Oh, señor… —lloriqueó, tembloroso.



Ahora ni siquiera sabía si podría ser capaz de


aguantar un envite similar: la cabeza le retumbaba


con un eco atroz, como si tuviera vida propia.


Estaba bastante seguro de que, más tarde,


degeneraría en una migraña terrible.






145

«Es solo un sonido…».



De repente, una idea afloró en su mente como el


estallido de unos fuegos artificiales en mitad de la


noche, y Joe se lanzó hacia el salón con un brillo


especial en los ojos. Sí, el sonido era lo que le


torturaba… y vaya si podía hacer frente a eso.




Moviéndose con rapidez, Joe hurgó en el armario


de las herramientas. Se había aprovisionado de una


buena cantidad de velas para cuando la electricidad


fallase, lo que, según le había dicho Pete, podía


ocurrir durante los días más duros del invierno.


Tomó una y la encendió con ayuda del mechero que


usaba para el fogón y la chimenea, y comenzó a


derretir cera en la palma de la mano. El proceso fue



lento al principio, pero después las gotas


comenzaron a manar con cierta cadencia. En ese


momento, sin embargo, el chillido terrible volvió a


sonar, y Joe no pudo evitar dejar caer la vela para


taparse los oídos con ambas manos; era un acto


reflejo imposible de evitar. Soltó un alarido


mientras lo hacía, apretando los párpados. La vela



rodó por el suelo dejando un tibio reguero de


gotitas calientes. Esta vez, sin embargo, el grito fue


breve, y cuando hubo pasado, Joe se lanzó de nuevo


a recuperar la vela. La cera pronto estuvo cayendo


sobre su palma otra vez.






146

Joe tomó la cera aún caliente con los dedos y la


modeló para crear una pequeña bolita, que acabó


introduciendo en el orificio auditivo. Para entonces,


la cera estaba tibia y se dejó amoldar con facilidad.


El resultado pareció funcionar, pero sabía que la


cera podría contraerse al secarse, y que el propio


calor corporal haría que se cayera en un rato, así



que introdujo un poco más en el pabellón interior.


Después, lo apretó bien.



—Te juro que vas a gritarle a tu puta madre —


exclamó de pronto. Su propia voz le sonó extraña y


apagada; definitivamente la cera estaba dando


resultado, y eso encendió una nueva chispa de


ánimo en su interior.




Cuando terminó de taponarse el otro oído, se quedó


quieto, escuchando. El único sonido que le llegaba


era el de su propia respiración, con el aire


resonando en el interior de su nariz a un ritmo


desenfrenado y hueco. Entonces contuvo la


respiración unos instantes, cerró los ojos, y escuchó.



Nada.




Henchido de optimismo y renovada energía, Joe se


lanzó hacia la puerta, con la pistola entre las manos


a modo de ariete. Estaba a solo unos metros cuando,


de pronto, la puerta estalló.



Joe chilló.



147

Un puñado de trozos de madera voló por los aires,


lanzando una lluvia contra Joe. Algunos de esos


pedazos le impactaron en la cara y en los brazos,


pero ninguno provocó heridas, y en solo un par de


segundos todo había terminado. Joe miró hacia


delante por entre la neblina difusa de unos ojos


entrecerrados.




Y ahí estaba, ocupando todo el marco de la puerta:


un agujero imposible colmado de una oscuridad


impenetrable, una atrocidad visual que el cerebro


insistía en rechazar; la ausencia de todo, rematada


por aureolas borrosas de jirones de un negro


absoluto que daban vueltas en torno a aquella


forma indescriptible.




Y… chillaba. Joe podía oírlo a través de la cera, pero


el grito llegaba tan deformado y grave que lo único


que conseguía era ponerle la piel de gallina. Ese


descubrimiento lo liberó de aquella visión


hipnótica; con una expresión de triunfo iluminando


su rostro, Joe apretó el gatillo.



La pistola despertó entre siseos y un par de clics



metálicos. Una pequeña vaharada de aire salió


abruptamente por el lateral y los clavos volaron, tan


raudos que Joe apenas pudo verlos. La andanada


liberó casi una decena de ellos, pero todos se


perdieron en la oscuridad sin que tuvieran ningún





148

efecto aparente. Ninguno en absoluto. La oscuridad


seguía allí, cimbreante y anómala, como desafiante.


Entonces empezó a avanzar, deslizándose por el


aire.



Joe se quedó inmóvil, permitiéndose apenas un par


de pestañeos. De alguna forma, había esperado que


algo así sucediese. Los clavos no habían



funcionado, como no habrían funcionado las balas


de una pistola o los cartuchos de una escopeta. Lo


había sabido, sí, pero a pesar de todo se había


agarrado a esa loca posibilidad porque, de alguna


forma, era la única con la que contaba. Ahora


comprendía lo equivocado que había estado. Su


cabello empezó a agitarse como sacudido por un



secador de pelo.



«Ya está. Seré uno de esos jodidos desaparecidos de


cada año, como dijo Pete. Porque esto es lo que


pasaba: que Ellos vienen cuando hace frío…


Realmente vienen y te tragan en ese agujero de mil


pares de narices…».



Ahora miraba con fascinada confusión el aura



extraña que rodeaba aquella cosa; parecía absorber


los colores de manera que la pared de madera y el


suelo se asemejaban a una fotografía antigua en


blanco y negro. En la repisa de la chimenea, y sin


que nadie lo viera, un pequeño adorno de hojalata





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