Joe retrocedió un par de pasos, asqueado. Vivía
solo, el agua caliente se había vuelto una quimera
con las bajas temperaturas y además trataba de
ahorrar, por lo que cosas como el desodorante
habían pasado a la historia. Como consecuencia, el
olor corporal dentro del jersey había adquirido
lentamente ese penetrante aroma a masculinidad.
A pesar de eso, la pestilencia que emanaba aquel
órgano repulsivo conseguía imponerse. Resultaba
tan nauseabundo que tuvo un acceso de arcadas.
Sin darse mucho tiempo, tomó la manta que
protegía la pistola lanzaclavos y la tiró encima de
aquella aberración podrida. Luego ascendió
rápidamente por la escalera y regresó al salón. Los
pulmones le abrasaban, reclamaban aire fresco, así
que se precipitó hacia la puerta, la abrió de par en
par e inspiró una buena bocanada.
¡Oh, el aire era tan delicioso! Era frío, era puro, e
invadió sus pulmones como un bálsamo reparador.
No lo había notado, pero tenía las mejillas ardiendo
y la frente roja, y el viento normalmente inhóspito
y hostil le acarició dulcemente mientras arrastraba
copos de nieve hacia sus mejillas y su cabello.
Una vez que se sintió mejor, volvió a cerrar la
puerta y resopló pesadamente, arrugando la nariz.
El mal olor… ese mal olor, parecía estar
100
ascendiendo pesadamente desde el sótano e
impregnándolo todo.
Joe trató de pensar con rapidez. Podía coger esa
cosa con la pala y llevarla fuera, enterrarla en la
nieve y olvidarse de ella; pero en su cabeza, una
pequeña voz le susurraba ideas muy diferentes. Esa
voz le decía que allí abajo tenía un trozo de carne
que, al menos a simple vista, había pasado años sin
agusanarse envuelta únicamente por una tela
negra. Si Pete Herron y sus vecinos no habían
tenido nada que ver (¿quién guardaría una
guarrada como aquella en el sótano de otra
persona, por el amor de Dios?), aquella cosa era casi
un milagro de la momificación, era el maldito
órgano incorrupto de algún santo que merecería ser
canonizado.
«Excepto que no se parece ni remotamente a ningún
órgano humano que haya visto jamás», se dijo.
Sin embargo, comprendía que la voz que susurraba
en su cabeza tenía razón. No debía desechar aquella
cosa tan rápidamente; no podía enterrarla sin más
en la nieve y orinar encima al día siguiente. No sin
averiguar un poco más.
El zumbido que bramaba en segundo plano y que
acompañaba a la voz en su mente, sin embargo,
murmuraba otro tipo de cosas, mucho más oscuras.
101
Le hablaba de su abuelo, el mítico Cerón Harper.
Cerón Harper «el Santo», el que ayudaba a todos y
cada uno, el Padre del Klondike. Le recordaba que
ahí abajo había libros con títulos extraños y
cubiertas terroríficas y un arma que disparaba
clavos como si fuesen balas de un maldito fusil. Lo
que le preocupaba, por supuesto, era que el viejo
Harper hubiera estado metido en temas extraños.
Pensaba concretamente en ritos extraños, quizá
relacionados con asuntos satánicos. Vudú, magia
negra, brujería… Cosas relacionadas con vísceras,
pollos sin cabeza, sangre negra coagulada en un
vaso y lo que quiera que eso implicase.
Pero luego sacudió la cabeza.
Eso eran conjeturas.
Lo único real que había allí era la maldita peste (que
ya estaba llenando todo el salón), y podía ocuparse
de eso con facilidad si iba a la parte de atrás y traía
algunos de los tablones grandes. Taparía el agujero
con ellos y luego echaría hierbas aromáticas a la
chimenea. Hasta abriría la ventana si hacía falta; el
frío era más soportable que aquella podredumbre.
Haría lo que fuese… menos bajar al sótano y
enfrentarse con aquella cosa.
«Porque… por mucho que quieras ignorarlo, Joe,
esa mierda de órgano se movió. Y eso es lo que en
102
realidad te preocupa de todo esto. Sabes que se
movió, que se contrajo como un latido, el latido de
un corazón, aunque sea uno tan grande y deforme
que no cabría en el tórax de un puto buey».
Aquella noche, Joe Harper durmió poco y mal. En
los pocos periodos en los que sí logró el descanso,
además, tuvo que enfrentarse a sueños densos y
confusos llenos de cosas que palpitaban en la
oscuridad; sueños como los que produce la fiebre.
La fiebre y la locura.
103
Capítulo 5
Malos vecinos
Al día siguiente, el cielo amaneció encapotado y
recorrido por claroscuros que hacían de él una
deslumbrante y enigmática pintura impresionista.
Diferentes capas de nubes parecían moverse a
distinta velocidad: unas evolucionaban con
rapidez, otras, más lejanas y oscuras, se arrastraban
pesarosas y amenazantes. Abajo, el viento había
amainado casi por completo, sin embargo, y la
nieve descendía mansamente, como meciéndose al
son de una tonada inaudible.
Joe, parado junto a la puerta de la cabaña, admiraba
totalmente embelesado el paisaje que tenía ante los
ojos. Parecía una postal navideña. Los árboles
lucían sus mejores galas, tocados por blancos
imposibles y fulgurantes azules, y el suelo, cubierto
de nieve virgen, parecía de nácar. El coche estaba a
un lado, con las ruedas ocultas por un manto
bordado de débiles destellos producidos por la luz.
El techo y el capó estaban cuajados de nieve.
En un momento dado, Joe cerró los ojos y dejó que
el aire gélido entrara lentamente en sus pulmones,
una y otra vez. Concentrado tan solo en respirar,
Joe parecía un sumiller degustando una nueva
remesa de vinos.
104
Ante semejante belleza, el trasiego de la noche
anterior cayó lentamente en las neblinas del olvido.
Joe había relegado las malas sensaciones y los
delirantes descubrimientos al fondo de su mente,
donde aún repiqueteaban los tambores de la
incertidumbre pero a un nivel apenas audible. Por
fin se animó a abrigarse y dar un paseo por los
alrededores de la cabaña, siguiendo el camino hacia
el valle. Era una senda que zigzagueaba entre las
colinas siguiendo el lindero de un bosque, y aunque
lo había recorrido en numerosas ocasiones desde
que vivía allí, encontró el paisaje transmutado por
la presencia de nieve, embriagado de belleza,
exultante de vida y de fría serenidad.
Hacia el mediodía, sin embargo, Joe empezó a
sentir hambre y se forzó a regresar. Se sentía otra
vez estupendamente, aunque los músculos de las
piernas parecieran arderle debido al esfuerzo de
caminar por la nieve hundido casi hasta las rodillas.
Llegó eufórico y muy cansado, así que engulló una
comida fugaz, encendió la chimenea y se recostó en
el sofá, donde, esta vez sí, tuvo un sueño reparador
y tranquilo.
Hasta que llegó la noche.
Se despertó sobresaltado, sobrecogido por un ruido
inesperado. La oscuridad era casi total; el fuego de
105
la chimenea era ya unas ascuas rebozadas en
cenizas, así que miró hacia su izquierda por puro
instinto. Su mente dormida esperaba encontrar su
viejo despertador, aullando como lo había hecho
durante tantos años. Pero allí no había despertador;
ni siquiera había mesilla de noche, porque ya no
estaba en la ciudad, sino en la cabaña del
escalofriante hechicero vudú
mítico cazador Cerón Harper.
Joe pestañeó, confuso, hasta que la realidad lo
inundó de nuevo. Oh, desde luego, estaba en la
cabaña, pero… ¿qué lo había despertado? Había
sido una especie de golpe, aunque el sonido estaba
mezclado con sensaciones puramente oníricas.
Pudiera ser que hubiera soñado todo el asunto; al
fin y al cabo, la noche anterior le habían asaltado
toda clase de imágenes tenebrosas.
Se incorporó torpemente y encendió la luz. Se había
quedado completamente helado mientras dormía y
las piernas protestaron. Le dolían, y no solo por el
esfuerzo de caminar durante horas por la nieve sino
por el frío que lo atenazaba. El pequeño termómetro
de la pared (uno de los muchos regalos de Pete
Herron) denunciaba que la temperatura había
caído a ocho grados. ¡Ocho grados en el interior de
la cabaña, con el rescoldo de las brasas dibujando
106
formas anaranjadas entre las cenizas! Ahí fuera
debía hacer por lo menos diez por debajo de cero.
Joe silbó.
Aterido, iba ya a colocar algunos troncos cuando,
de pronto, escuchó un ruido en el exterior.
PLAC.
Joe se quedó paralizado.
PLAC, PLAC.
No era un alarido, era un sonido metálico. Sin
embargo, aunque estaba seguro que había
escuchado antes un ruido como aquel, fue incapaz
de determinar de qué se trataba.
«El coche, eso es. La carrocería hace ese ruido
cuando la golpean».
«Sí, pero ¿qué puede golpear la carroce…?».
Joe sintió un escalofrío mientras ideas extrañas se
formaban en su mente. Inquieto, dejó los troncos en
el suelo, con cuidado de no hacer ruido, y se acercó
a la puerta. Se encontró a sí mismo haciéndose
preguntas extrañas, y eso le molestó; lo hizo
sentirse como una anciana temerosa cuyo ritmo
cardiaco se acelera cuando llaman a la puerta.
«Debe ser un estúpido animal, solo eso. La casa
siempre ha estado vacía, así que quizá estén
acostumbrados a buscar refugio para protegerse
107
del frío. Quizá ha visto el coche parcialmente
enterrado en la nieve, y eso le ha llamado la
atención».
«Quizá».
«O quizá sea otra cosa…».
PLAC.
«Como esas cosas que vienen cuando hace frío…».
Sacudió la cabeza enérgicamente; estaba muy
cansado de dejarse influir por aquel cuento. Había
olvidado abrir los batientes de la ventana antes de
dormirse, así que tuvo que deslizar la hoja con
infinito cuidado para ver el exterior, pero cuando
por fin pudo mirar, descubrió que había estado
equivocado.
No era un animal. Era un hombre vestido con un
abrigo marrón que le cubría casi todo el cuerpo.
Quizá por eso, cuando la luz de la cabaña lo bañó
de forma inesperada le pareció una suerte de oso
erguido sobre los cuartos traseros.
El desconocido trasteaba junto al coche, apartando
la nieve con una pala pequeña. Cada vez que
golpeaba, producía un sonido contra la chapa.
PLAC.
Joe arrugó el entrecejo. Era la primera vez que veía
a alguien en aquella zona. Había visto las casas de
108
algunos vecinos en el camino que recorría el
lindero, y calculaba que debía de haber como una
docena solamente en la periferia, pero nunca había
hablado con ninguno. Y además, ¿qué diablos hacía
con su coche?
Por un momento pensó en el arma que guardaba en
el sótano, la Fabulosa Pistola de Clavos Harper.
—¡Eh! —soltó de pronto, casi sin proponérselo.
El hombre se detuvo, dio un respingo y se quedó
mirándolo sin decir nada. Así permanecieron
durante lo que pareció ser una eternidad, envueltos
en un incómodo y expectante silencio, como dos
animales enfrentados que se estudian y valoran
desde una amenazante quietud.
La cabeza de Joe era un torbellino de sensaciones.
—¡Eh! —exclamó de pronto el desconocido. Había
levantado una mano y estaba señalando a Joe, con
los ojos abiertos como platos—. ¡Eh!
—¡Eh! —repitió Joe—. ¿Qué…? ¿Qué está
haciendo?
El hombre echó a correr hacia él. Joe retrocedió un
par de pasos, sintiendo que la adrenalina lo
encendía como una antorcha impregnada de brea.
—¡Eh! ¡Oiga!
109
—¡No se mueva, amigo! —exclamó Joe,
proyectando las palmas hacia delante—. ¡Quédese
ahí!
El desconocido estaba ya a pocos metros de él.
Había algo en su expresión que resultaba
desconcertante; los ojos encendidos, vidriosos, tan
abiertos y dilatados que parecían dos círculos en
una máscara de cera. El pelo pegado a la frente. Y
algo más: una especie de marca oscura que le
recorría la mejilla; quizá un corte, o un rastro de
algo que podría ser…
«Sangre. Es sangre».
—El… El coche… —decía—. Necesito el coche…
¿Es suyo? ¿Tiene las… tiene las llaves?
—¿El coche? Pero ¿cómo quiere que…?
Pero el desconocido ya estaba junto a él. Se había
acercado tanto que Joe se sintió invadido en su
espacio vital. Recorrido por una suerte de arco
eléctrico que le erizaba el vello de la nuca, Joe
levantó ligeramente los brazos mientras mantenía
los puños apretados.
—¡Por favor! —dijo el extraño, y de repente su voz
se cargó de un tono de súplica anhelante que hizo
que Joe pestañeara como las luces de un árbol de
Navidad—. ¡Necesito el coche!
110
—Espere un momento… —exclamó Joe,
visiblemente enfadado—. ¿Qué iba a hacer,
robarme el coche?, ¿es eso? ¿Es usted imbécil?, ¿no
ve que está atrapado por la nieve?
Joe descubrió algo: la línea oscura que cruzaba la
cara de aquel hombre era definitivamente sangre;
sangre reseca de un color tan oscuro que casi
parecía salsa barbacoa.
El desconocido se dio la vuelta y miró hacia la línea
de árboles que se arremolinaban más allá de la
pequeña zona diáfana donde el coche invernaba.
Aún jadeaba como un pequeño animal fatigado.
—Por Dios… —exclamó sin volverse, ahora en voz
baja—. Creo que los he oído…
—Pero…
—Ssshhh… —interrumpió el desconocido.
Joe siguió su línea de visión, inquieto. En las
tinieblas de la noche rasgadas por la trémula luz de
la luna, los árboles, todavía revestidos de la última
nevada, adquirían una palidez casi etérea, como la
de un ejército de acechantes espectros. Más allá de
los primeros troncos, sin embargo, la oscuridad era
impenetrable. Las formas borrosas que allí se
adivinaban sugerían figuras imprecisas que
111
parecían moverse en los márgenes de la visión
periférica.
Pero no escuchó nada más que el sonido de la
respiración agitada del extraño.
—Oiga, ¿quiere explicarme qué demonios le
ocurre? ¿Está herido? Tiene… parece sangre, lo que
tiene en…
El extraño se volvió con un violento giro de cabeza.
En ese momento, se abalanzó hacia Joe y le agarró
del jersey con ambas manos.
—¡DEME LAS LLAVES DEL COCHE! —bramó.
—Pero ¡qué coño! —exclamó Joe. Con las sienes
palpitándole, se zafó del agarrón del extraño. La
adrenalina que lo consumía estaba empezando a
hacer que le temblara la mandíbula—. ¡Suélteme,
JODER!
El extraño miró entonces por encima de su hombro,
hacia el interior de la cabaña, y sus ojos, que eran ya
dos lunas redondas donde titilaba un deje de
locura, se abrieron más todavía. A continuación se
escabulló con un movimiento imprevisto y se lanzó
hacia la puerta.
—¡Eh! —exclamó Joe, demasiado tarde sin embargo
para que pudiera detenerlo; el desconocido había
entrado ya en la casa.
112
Joe se lanzó tras él. El intruso había corrido hasta la
mitad de la habitación y miraba alrededor
moviendo la cabeza como si buscara algo
desesperadamente. Joe lo agarró del abrigo y tiró de
él con tanta fuerza como pudo. Estaba tenso como
un cable de acero, así que el resultado fue algo
exagerado: el hombre tropezó con sus propios pies
y cayó al suelo, donde quedó tendido boca abajo
con las manos debajo del cuerpo.
—¿Qué coño hace? —soltó Joe—. ¡Qué está
haciendo!
Sin embargo, en ese preciso instante, los dos
hombres se quedaron congelados.
Ahí fuera, en algún lugar, alguien o algo aullaba.
El sonido era como el lamento de una hiena, pero
más agudo; como el aullido de un lobo, pero
estridente. Era un sonido arrastrado y casi
sobrenatural, algo que Joe no había escuchado en su
vida pero que le recordaba a los gruñidos
desesperados de un cerdo en un matadero. Pero
había algo más; el alarido poseía una dimensión
vibratoria insoportable, un trasfondo grave y
amenazador que tuvo un efecto inmediato en los
dos hombres. Joe se llevó las manos a los oídos,
como si no pudiera soportar el sonido ni un
segundo más. Enseñaba los dientes apretados y
113
entrecerraba los ojos, que se rodearon de un millar
de pequeñas arrugas. El intruso, por su parte, se
incorporó de un salto gritando como enloquecido,
saltó hacia la puerta y la cerró con un golpe rápido
y seco.
El aullido paró.
—¿Qué…? ¿Qué ha sido eso? —preguntó Joe, con
la frente cubierta de sudor frío. Miraba al intruso,
vuelto contra la puerta con los brazos y piernas
abiertos. Tenía la expresión desencajada, retorcida
por un desmedido rictus de terror. Sostenía la
puerta como si al otro lado hubiera una jauría de
lobos hambrientos.
—Nonononononono… —decía.
—Por el amor de Dios —insistió Joe, ahora en voz
baja—. ¿Qué ha sido ese… grito?
—¡NO! —gritó el extraño. Su cara era una máscara
de terror y angustia. Casi al instante echó a correr,
pasó al lado de Joe como una centella y se dirigió al
dormitorio por la única puerta que pudo encontrar.
—¡Eh! —gritó Joe, saliendo tras él. Para cuando
llegó al dormitorio, sin embargo, el extraño ya salía
otra vez. Parecía un animal acorralado que intenta
huir. Joe le dio un empellón en los hombros y lo
hizo retroceder.
114
—¡BASTA! —exclamó.
—¡NO, NO, NO!
De pronto, Joe lanzó el brazo hacia atrás y lo
proyectó hacia delante, sacudiéndole una sonora
bofetada en la cara. El hombre retrocedió un par de
pasos, con ojos despavoridos, y terminó cayendo en
la cama, perplejo y boquiabierto. Joe iba a decir algo
cuando, de pronto, el extraño se abalanzó hacia él
gruñendo como una bestia mitológica. El impacto
lo hizo retroceder hasta la pared, al otro lado de la
puerta, donde se vio obligado a soltar todo el aire
de sus pulmones con un sonoro bufido. El hombre
seguía encima de él, descargando golpes bastante
torpes que no parecían dirigidos a ningún lugar en
concreto; casi todos fallaban y acababan golpeando
la pared de madera. En medio del vendaval de
brazos y puños, una mano crispada cruzó la cara de
Joe dejando una serie de marcas de uñas. Joe cerró
los ojos a tiempo.
—¡NO, NO, NO! —bramaba el intruso sin parar.
Joe se zafó como pudo, intentando poner distancia.
Necesitaba un poco de espacio; el intruso atacaba
como si fuera un gato salvaje, lanzándole zarpazos
a la cara.
Por fin, utilizando las piernas, Joe consiguió apartar
a su atacante. El golpe lo alcanzó en pleno
115
estómago, y el desconocido se quedó en el suelo,
arrodillado, incapaz de regular el nivel de aire que
entraba en sus pulmones. Joe lo dejó allí, afectado
por quejidos y sibilancias, y fue a buscar una de las
palas al salón. El mango era de madera recia, y la
pala en sí, de hierro de más de cien años, pesada y
contundente. Con algo así entre las manos, creía
que podría frenar a aquel tipo.
—¡NO TE MUEVAS! —soltó cuando se puso a unos
pocos pasos de él, con las piernas ligeramente
abiertas y la pala en las manos.
El hombre levantó la cabeza y lo miró brevemente,
pero Joe pudo ver en el acto que su expresión no
había cambiado, que aquella locura que había
detectado seguía allí, intacta. Sus carrillos se
inflaban y distendían al ritmo de la respiración
fatigosa, y tenía una mano sobre el estómago
denunciando el dolor que sentía, pero sus ojos…
Sus ojos seguían contando historias sobre la locura.
Joe agarró el mango de la pala con más fuerza.
—No te levantes o te tumbo con esto. Te lo juro, tío.
Te daré en tu puta…
No pudo terminar. Inesperadamente, el
desconocido se lanzó de nuevo hacia él,
desplazándose casi a cuatro patas como un perro de
presa. Aullaba como la sirena de un viejo coche de
116
policía. Joe respondió en el acto; la pala silbó al
cortar el aire y lo golpeó en la cabeza. Sonó un
insoportable crujir de huesos que resultó, a la vez,
extrañamente metálico. El intruso fue desviado
hacia un lado, dio contra la pared y resbaló hasta el
suelo, donde se dio media vuelta y se quedó
tendido, inmóvil.
Joe dejó caer la pala al suelo, súbitamente
horrorizado. La pala repiqueteó brevemente y
después un súbito silencio llenó la habitación. ¿Qué
había hecho? ¿Qué había pasado? El sonido del
cráneo resquebrajándose resonaba todavía en su
cabeza como el eco de un tambor de guerra,
ominoso y acuciante. Joe se limitó a permanecer en
el sitio, silencioso, concentrado tan solo en la figura
inerte que yacía junto a sus pies, intentando
descubrir algún movimiento del pecho o los
párpados. ¿Se estaba moviendo? «Por Dios, que se
mueva, que empiece a subir y a bajar como un
fuelle, aunque suene como el tubo de una pipa
empapado de residuos de alquitrán».
Pero no se movió.
Joe se pasó una mano temblorosa por la frente.
Estaba empapada de sudor, pero no reparó en ello.
Solo podía pensar en el cuerpo, el cuerpo inerte.
Demasiado inerte…
117
Se agachó lentamente y trató de zarandearlo.
Suavemente al principio, luego con más ímpetu.
—¡Eh! —exclamaba—. ¡Eh, tío!
Ninguna respuesta.
«Lo he matado —se dijo—. Está muerto. Muerto».
La sola idea le hizo sentir una fuerte opresión en la
boca del estómago, una suerte de pinzamiento que
no tardó en extenderse a los pulmones. Retrocedió
unos pasos tambaleándose hasta llegar a la pared,
donde se dejó resbalar hasta el suelo. Una sensación
de ahogo se apoderó de él, nublándole la vista.
Después de unos instantes, sin embargo, abrió la
boca y se forzó a inspirar una bocanada de aire, lo
que le trajo un alivio inmediato: al menos ahora
podía enfocar otra vez la escena, que naturalmente
no había cambiado en absoluto. El cuerpo seguía
allí. Y, de repente, hacía calor; demasiado calor.
«Pero ¿está muerto de verdad, Joe? ¿Lo está?».
Estaba pensando en tomarle el pulso. Había visto
cómo lo hacían en mil películas diferentes, y en
todas lo hacían de manera que siempre parecía un
procedimiento sencillo; todo el proceso duraba
apenas unos pocos segundos. «Está muerto», decía
el detective con gravedad tras poner la mano en el
118
cuello o la muñeca. Sin embargo, él nunca había
sido capaz siquiera de tomar su propio pulso.
Por fin, reptando por el suelo como un gigantesco
escarabajo, se situó al lado del cuerpo. Entonces le
puso una mano en el cuello y buscó la yugular,
explorando con las yemas de unos dedos
temblorosos. El cuerpo estaba frío, y aunque eso lo
asustó un poco, luego pensó que los cadáveres no
se quedan fríos con tanta rapidez: su temperatura
corporal debía deberse, sin duda, a las inclemencias
del frío exterior.
«Es el frío. Es solo el frío…».
Pero lo cierto era que, después de dedicar casi un
minuto y medio a buscarle el pulso, tuvo que
rendirse a la evidencia: lo había matado. Prueba
quizá de ello era el hilo de sangre que manaba
quedamente por la oreja derecha.
—Joder… —soltó.
«Ha sido en defensa propia —se precipitó a aullar
su mente—. Era un alucinado, un loco peligroso…
Entró en casa y tuviste que frenarlo; y de todas
maneras, fue un accidente. Todo el mundo puede
ver eso. Ssshhh. Ssshhh».
De pronto lo abordó un pensamiento. Recordó que
Pete le había hablado brevemente de sus vecinos.
119
Matrimonios casi todos ellos, algunos con hijos,
pero todos gente curtida, con sobrada experiencia
para sobrevivir a un invierno en Yukón. Porque la
experiencia cuenta, había dicho, pero más cuenta la
compañía. Si estás solo, la crudeza y la soledad se
convierten en una dentellada mortal de la que no se
sale sin secuelas mentales.
Entonces, la línea de sangre que cruzaba la cara del
extraño destacó en su rostro como un signo de
exclamación. Y recordó el viento; el viento frío que
provenía de las latitudes donde se asentaba el Pozo,
la Planicie helada que tanto lo había afectado
cuando la visitó en compañía de Herron, y una idea
pavorosa germinó en su mente: si el hombre estaba
tan visiblemente fuera de sí, ¿de quién era la
sangre?
«Matrimonios con hijos, Joe. Gente acompañada».
Joe buscó en los pantalones del cadáver y no tardó
en localizar lo que intentaba encontrar: su cartera.
Allí descubrió que se llamaba David Wright y que
vivía en Oakfield Road. La foto del documento de
identidad mostraba un tipo sonriente con arrugas
alrededor de los ojos, muy distinta de la expresión
enloquecida que lo había visitado esa noche.
También averiguó que estaba casado, y en el
interior de la cartera, junto a algunas tarjetas de
120
crédito, de almacenes DIY y de descuentos de
gasolineras, encontró una foto familiar.
—Oh, Dios.
Allí estaban papá, mamá y el pequeño David Junior
o como quiera que se llamase, un precioso niño de
cabello pajizo y ojos de un vívido tono de celeste.
Sostenía con una radiante sonrisa un pequeño
muñeco espacial.
Los miró durante un rato, con una suerte de congoja
asomando en la garganta, hasta que resolvió
devolver la foto a su sitio. Lo cierto era que conocía
el camino; debía de estar como a unos dos
kilómetros de allí. No era demasiada distancia ni
aunque la nieve lo sorprendiera en el camino.
A Joe le latía con fuerza el corazón. Un solo
pensamiento tamborileaba con terrible persistencia
en su cabeza: «¿De quién es la sangre? ¿De quién?».
Pensó que podría acercarse a Oakfield Road y
asegurarse de que allí estaba todo bien. Se imaginó
llamando a la puerta con los nudillos, y se imaginó
a mamá Wright abriendo con el pequeño David
Junior, con la mirada llena de cándida inocencia,
mirándolo desde el suelo. «¿Quién es, mamá?, ¿es
papá?». «No cariño, no es papá. Vuelve junto a la
chimenea, cariño». Pero si era así, ¿qué les diría?
«Señora, tengo a su marido en mi casa. No ha
121
podido venir porque está muerto ¿sabe?, pero no se
preocupe, porque solo ha sido un accidente».
¿Y si no abría nadie? Esa posibilidad era aún peor.
Si no abría nadie, podía significar que quizá, solo
quizá, encontraría al pequeño David Junior boca
abajo, con un brazo torcido en un ángulo imposible,
empapado en su propia sangre. Lo miraría con sus
ojos azules, acusadores y muertos, dejando una
huella en su memoria que se mantendría intacta
hasta el fin de sus días.
Sacudió la cabeza.
Sabía que tendría que ir, de todas formas, aunque
solo fuera para tener acceso a un teléfono. Tenía que
avisar a las autoridades e informar de lo ocurrido,
y cuanto antes mejor.
Lo inquietaba, no obstante, el hecho de que fuera de
noche. Los caminos estaban marcados con varas en
los laterales que indicaban la profundidad de la
nieve, así que estaba seguro de que podría llegar
hasta allí sin perder el rumbo. No era tanto eso
como todo lo demás: el hecho de que hubiera un
cadáver en su casa, por ejemplo, y el que todavía se
le erizase el vello cuando recordaba el aullido atroz
y desgarrado de hacía unos instantes. Joe no era un
experto en la fauna local, pero no recordaba haber
escuchado nada que sonase así. Pensaba que
122
algunos animales podían descender a cotas más
bajas a causa del frío pero, de cualquier modo, ¿qué
otra explicación había?
De una cosa estaba seguro: no iba a pasar la noche
en la cabaña con aquel desconocido manchando el
suelo de madera con la sangre que le manaba de las
orejas.
Así que, después de abrigarse, Joe salió al exterior
y empezó a andar por el camino. En su cabeza
flotaban imágenes que intentaba apartar, pero sin
éxito. Los ojos azules de David Junior,
inexplicablemente luminosos a pesar de atisbar
desde los campos yermos de la muerte, la boca
inmunda y hedionda del Pozo, el órgano que
pulsaba casi imperceptiblemente en la oscuridad…
«Estarán bien —se decía mientras andaba,
intentando concentrar sus pensamientos en algo
positivo—. No hay viento que sople desde la
Planicie, yo he estado bien, todo está bien. Es
solo…».
Pero de repente, cuando sin saber por qué giraba la
cabeza hacia el este, una repentina e inesperada
ráfaga de viento helado le hizo entrecerrar los ojos.
Joe sintió tanto miedo que, por unos instantes, fue
incapaz de dar un solo paso.
123
Capítulo 6
Aullidos
Oakfield Road discurría mansamente entre unas
colinas gibosas, bordeando el linde del bosque.
Algunos altivos pinos y abetos se desparramaban
por el terreno intermedio, tan cubiertos de nieve
que parecían extrañas y delicadas esculturas de
hielo. El viento hacía sonar los carámbanos que
pendían de las ramas, creando una suerte de
música tintineante que resultaba tan hipnótica
como evocadora.
Joe había estado caminando sirviéndose tan solo de
la luz de la luna, pero en la última media hora, el
cielo se había encapotado progresivamente. Las
nubes, oscuras y henchidas, no tardaron en ocultar
la luna. Entonces, todo se volvió mucho más
oscuro, y la apariencia mágica de postal navideña
se desvaneció por completo. De pronto, el frío
parecía más intenso, y Joe se vio obligado a sacar la
linterna para hacer barridos de vez en cuando, tan
solo para asegurarse que no perdía el camino.
Casi enseguida, el viento comenzó a soplar con más
fuerza.
124
Una cosa lo preocupaba: estaba casi seguro de que
en alguna parte al otro extremo del páramo debía
de haber algunas casas. No sabía qué hora era, pero
imaginaba que, al menos, debería haber avistado
luz en alguna ventana, aunque fuera el resplandor
de las llamas en los grandes hogares. Pero no había
nada de eso, ningún resplandor lejano, nada en
absoluto.
«Como si se hubieran ido todos. Como Pete».
Un poco más adelante, el camino se adentraba en el
bosque y discurría entre los árboles con apenas
unos metros a cada lado. Imaginó que los vetustos
abetos lo protegerían del viento racheado, pero
internarse en aquella ominosa oscuridad no le hacía
mucha gracia, dadas las circunstancias. De pronto,
todo el asunto le estaba produciendo cierto
resquemor, como si ya no fuese tan buena idea.
Hasta le parecía que los árboles que se
arremolinaban a ambos lados del camino se
inclinaban sobre este como garras oscuras y
amenazantes. Con una amarga sonrisa, pensó que
si había habido alguna vez un camino que llevase a
la Casa de la Bruja, era aquel.
Esa sensación se intensificó cuando estuvo
recorriendo el camino ya rodeado por los árboles.
Sin luna que iluminase su avance, parecían
125
mastodontes negros que el viento hacía susurrar en
un idioma desconocido, como si conspirasen contra
él. Joe decidió andar tan rápido como su fatiga le
permitiese y concentrarse en mirar el suelo. Un
paso tras otro, y nada más. En un momento dado,
sin embargo, se detuvo en seco, quedándose
inmóvil. Intentaba escuchar. Le parecía que había
un sonido extraño en el aire, como el de un
ventilador, o quizá un torbellino.
Quedarse así, parado, le confirmó que estaba en lo
cierto.
Joe se giró, visiblemente nervioso. Lo acuciaba una
repentina sensación de peligro que el sonido
acentuaba a medida que crecía en intensidad. No
parecía cosa del viento, era diferente, como un coro
de voces, el sonido de una algarabía mezclada con
un runrún metálico… o quizá un enjambre. Sí, una
especie de enjambre monstruoso. A ratos también
parecía arrastrar un deje metálico, como el de un
motor.
Fuera lo que fuese, se estaba acercando. Eso podía
sentirlo por el mero sonido, y también por una
sensación extraña en la base del cuello. Un instinto
ancestral le gritaba: «¡Corre!».
Joe, golpeado por la adrenalina, dio un salto hacia
atrás.
126
—¡Eh! —gritó—. ¡EH!
Se dio la vuelta, pero cada vez que lo hacía, el
sonido parecía provenir del lado contrario. Pronto
se encontró dando vueltas sobre sí mismo,
frenético, esperando ver aparecer algo por el
camino. Sin embargo, la oscuridad era
impenetrable, y todavía tardó unos buenos
instantes en pensar en la linterna. La sacó del
bolsillo del abrigo con manos temblorosas y casi
estuvo a punto de dejarla caer en la nieve. Por fin,
con la respiración agitada, lanzó el haz a su
alrededor. Apuntaba a todas direcciones de manera
aleatoria, intentando hacer huir las tinieblas de la
noche. No sabía qué esperar en realidad, si un
vehículo, una nube de insectos u otra cosa, pero su
cabeza tejía inevitables conexiones con el misterioso
alarido que escuchara en la cabaña. Lo que vio,
finalmente, hizo que soltara un grito desgarrador.
Era una especie de oscuridad concentrada, de un
tono tan intenso y profundo que destacaba incluso
en la noche, como si allí no hubiese absolutamente
nada. Era la ausencia absoluta de realidad, un
agujero en mitad del camino. Y se movía,
cimbreaba como si diese vueltas sobre sí mismo,
desenredando una especie de bucles redondeados
que giraban a toda velocidad. Mientras lo miraba,
127
incapaz incluso de pestañear, Joe recordó uno de
esos viejísimos dibujos animados que echaban
todavía por televisión: el diablo de Tasmania. Sin
embargo, la visión que tenía delante evocaba algo
terriblemente distinto. Despertaba un miedo
ancestral, como si su conciencia hubiera invocado
una imagen primigenia enterrada en las capas más
bajas de su memoria evolutiva. Y esa parte de su
cerebro le chillaba que había reconocido la imagen;
que aquello era, sencillamente, el Mal. Solo el Mal,
o uno de sus custodios. Mal en estado puro, sin
máscara ni disfraces, el Mal no revestido por el
corazón ni el alma humanas, solo la esencia pura y
descarnada, insoportablemente física.
Y entonces, la sombra chilló.
Era el mismo alarido que había escuchado en la
cabaña, pero más agudo y pavorosamente más
cercano. Le perforó los tímpanos como una
taladradora industrial, y el lacerante dolor le hizo
llevarse las manos a los oídos. Abrió la boca y soltó
una vaharada de vapor caliente, pero muda, porque
sus pulmones estaban vacíos por la impresión. Y
dolía; el estridente sonido lo desgarraba por dentro
como si alguien estuviera jugando con un berbiquí
en su cerebro.
128
Cuando el sonido remitió, Joe se quedó tan
estupefacto y bloqueado que parecía plantado en
mitad del camino. Como uno de los árboles que
tenía alrededor. Ni siquiera temblaba, superado
por el miedo que lo atenazaba y le oprimía el
corazón y el pecho. Sin embargo, sus piernas
parecían listas para salir corriendo, movidas quizá
por un inconsciente sentido de la supervivencia.
Finalmente, como si alguien hubiera dado un
pistoletazo, se puso en marcha y se encontró a sí
mismo batiendo la nieve con tanta fuerza que esta
salía despedida como afectada por pequeñas
explosiones. Corría, sí, y le daba igual hacia dónde;
solo deseaba escapar, escapar tan rápidamente y
tan lejos como le fuera posible.
Corrió y corrió, envuelto en el sonido estridente y
sobrenatural que lo llenaba todo, gritando como un
poseso y ciego en su insondable terror. En un
momento dado se encontró avanzando entre los
árboles, aunque no recordaba cómo había llegado
allí. Las ramas y el hielo duro y punzante le
abrieron pequeñas heridas sangrantes en la cara y
las manos, aunque en ningún momento reparó en
ellas. Mientras corría movía los brazos de forma
alocada, como un espantajo relleno únicamente de
paja. El corazón le latía con fuerza y el pecho le
dolía al respirar el aire helado de la noche, pero eso
129
no le obligó a detenerse. En un par de ocasiones
cayó al suelo de bruces, solo para levantarse con
tanta celeridad que parecía un muñeco del que
hubiesen tirado de una cuerda.
En algún momento, Joe dejó atrás la maraña de
árboles: salió a un páramo nevado que descendía
suavemente hacia el sur y, por pura inercia, se
encontró corriendo por él más allá de su capacidad
para detenerse. El aire era más fresco y el aroma de
los árboles no era tan intenso, y sus pulmones
agradecieron algo el cambio; no mucho, sin
embargo. Para entonces, su respiración estaba
demasiado alterada para que pudiera reparar en
ello.
De pronto cayó de bruces y se encontró rodando
por la nieve. Gritó, sumido en una confusión y una
incertidumbre espantosa, con la vista velada por
una profusión de fotogramas que iban del negro
espantoso del cielo a la pureza blanquísima de la
nieve. Notó frío en la cara y dentro de la ropa, y aun
sin saber qué podía depararle la caída, su mente se
trabó en un solo pensamiento: el hermoso sonido de
su cuerpo rozando contra la nieve. El sonido lo
consoló porque era lo único que alcanzaba a
escuchar: no había vorágines de torbellinos, ni
130
aullidos, ni nada más que la nieve fría y dura siendo
arrancada del suelo.
Cuando por fin se detuvo, tuvo todavía energías
para ponerse en pie como accionado por un resorte.
Miró alrededor, tan jadeante y fatigado que parecía
el motor de un coche al ralentí. Sin embargo, solo
pudo echar un rápido vistazo alrededor antes de
que las rodillas le fallaran y cayera al suelo como un
fardo. Quedó allí tendido, con los brazos estirados,
intentando recuperar el aliento. Las piernas
parecían dos duras columnas y el pecho subía y
bajaba como un fuelle enloquecido. Sin embargo,
nada de eso lo preocupaba.
Lo único cierto y verdadero, lo único que le
importaba de verdad en aquellos momentos, era
que el páramo estaba tan quedo y despejado como
se suponía que debía estar, y sin poder controlarse,
Joe empezó a sollozar.
Algunos instantes después, Joe conseguía
incorporarse de nuevo, mirando todavía alrededor
y a lo lejos, como si esperara que algo saliera del
lindero arrastrando un remolino de ramas y hojas
muertas. Su cabeza era una marejada de imágenes,
sensaciones y pensamientos encontrados. Una
parte insistía en que todo había sido una
alucinación, y aunque todo él se desvivía por dar
131
crédito a esa línea de razonamiento, lo cierto es que
la imagen se le había grabado a fuego en la cabeza,
y resultaba tan vívida y terrible como hacía unos
instantes. Resultaba fútil intentar convencerse de
que aquello había sido solo una alucinación,
aunque hubiera sido engendrada por el Pozo; una
especie de demencia transitoria, del tipo que hace
que la gente se vuelva loca, como de hecho ocurría.
Era, a su manera, un testimonio irrefutable de
inequívoca y contundente realidad.
—Lo he visto —se dijo mientras se masajeaba las
sienes—. Lo he visto. ¡Sé lo que he visto!
Pero si aquello había sido real, ¿qué significaba?
—No lo sé —soltó a la noche.
Joe miró entonces tras él y pestañeó un par de veces,
visiblemente sorprendido. Debía de haber tomado
algún atajo a través del bosque, porque allí, a cierta
distancia, el camino describía una curva bien
conocida: era una de las tres que precedían a su
propia casa.
Ese descubrimiento, sin embargo, le produjo cierto
alivio. Después de lo que acababa de vivir, no
quería realmente enfrentarse a la tesitura de llamar
a la puerta de la casa del señor Wright. No quería
saber nada. Quería volver, sacar el muerto al
132
exterior y tratar de dormir. Cuando fuese otra vez
de día, las cosas serían diferentes, sin duda.
Sin duda.
Joe regresó por el camino, intentando andar tan
rápido como podía, pero las piernas parecían
ancladas al suelo y las rodillas se comportaban
como si nunca hubieran sido diseñadas para
doblarse. Las heridas de la cara y las manos
empezaban también a escocer, y descubrió que su
abrigo se había desgarrado por la parte de abajo,
dejando huir el calor de su cuerpo. Aun así,
consiguió llegar de algún modo hasta su casa.
Cuando pudo cerrar la puerta tras de sí y empezó a
notar el agradable calor del interior, dejó escapar un
sonoro suspiro.
«Por Dios, ¿qué está pasando? —chillaba el fondo
de su mente con enervante insistencia—. ¿Qué está
pasando? ¿Qué está pasando?».
De pronto, la imagen del cadáver de David Wright
restalló en su cabeza con una especie de explosión
mental. En ella, el cadáver se incorporaba
lentamente hasta quedar sentado como una L
gigantesca, como los vampiros de las viejas
películas, y era entonces cuando movía el labio
superior en una especie de acto reflejo, casi
imperceptible, hasta que los ojos se abrían
133
inesperadamente y revelaban un universo de una
negrura abominable. Pero no fue así. El cadáver
seguía exactamente donde lo había dejado, con esa
apariencia serena y apacible que lo hacía parecer
dormido.
Joe se quedó mirándolo unos instantes, con la
cabeza ligeramente inclinada. Seguía pensando en
todo lo ocurrido, incapaz de resolver nada. En su
línea de pensamiento, su atención se centraba sobre
todo en el único elemento que había resultado ser
una posible amenaza: la criatura del bosque.
Naturalmente, a medida que el tiempo iba pasando,
Joe se inclinaba cada vez más hacia un enfoque más
racional de las cosas. Ahora ni siquiera estaba
seguro de querer llamar criatura a lo que había
visto, o al menos, encontraba reconfortante
resistirse a ello. Pensaba incluso en fenómenos
meteorológicos, hasta que el eco lejano del aullido
destrozó esa idea en tantos pedazos que terminó
por desaparecer.
No, el aullido también había sido muy real.
Entonces recordó que lo había escuchado antes,
cuando el señor Wright estaba en la puerta
mirándole con sus ojos de lunático. Cerca de su
casa.
134
Se dio la vuelta de un brinco, como si esperara
sorprender a la puerta abriéndose sin hacer ruido,
poco a poco. Pero la puerta, como el cadáver, estaba
como la había dejado. Cerrada.
«Un arma. Necesito un arma».
Apretó los dientes. ¿Cuántas veces se había
planteado ir a la ciudad a por un rifle de caza?
Muchas. Demasiadas. Las primeras veces pensó
que el coste del rifle no justificaba cobrar unas
cuantas piezas en todo el invierno, pero incluso
cuando se animó pensando que podría adquirir
uno de segunda o tercera mano en una tienda de
empeños (por un buen precio, además) fue
aplazando el momento de conducir hasta que las
nieves se le echaron encima. Ahora no tenía nada
con lo que…
«Sí, sí que tienes. Hay un arma. El arma».
Joe pestañeó.
La pistola de clavos, naturalmente. La vieja arma de
su abuelo, o de quien fuera que hubiese dejado allí
aquel artefacto remendado y artesanal.
La idea lo reconfortó. En su atribulada cabeza,
resultaba brillante y clara como un manantial
silencioso en una cueva inundada por rayos de
luna. La sola palabra sonaba potente, como un
135
bálsamo: un arma era, en definitiva, algo que podía
sostener entre las manos, una manera de dar una
respuesta a una amenaza aunque fuera extraña y en
apariencia tan sobrenatural como el remolino del
bosque. Era algo que, en su cabeza de
norteamericano educado en un estado donde la
posesión de armas era algo natural, tenía sentido.
Ni siquiera había considerado la posibilidad de que
los disparos lo atravesasen como a la brisa; era tan
solo una manera de reafirmarse. Al menos podía
serlo si conseguía constatar que funcionaba
correctamente. Había disparado un clavo que era
en sí mismo un proyectil fenomenal, pero ignoraba
si sería capaz de disparar más de uno. Necesitaba
cierta cadencia.
Antes de que quisiera darse cuenta, Joe había
descendido ya al sótano. Estaba mirando alrededor
para ubicarse cuando, de pronto, un viejo conocido
que creía olvidado lo asaltó con la repentina
contundencia de un bofetón. La peste. La peste en
mayúsculas. Su garganta se cerró, y se encontró
abriendo la boca para intentar tragar una buena
bocanada de aire. Parecía haber empeorado desde
la última vez, como si el hedor se hubiera
concentrado hasta llenar el último rincón de la
habitación. Resultaba tan denso e insoportable que
tuvo un acceso de arcadas; finalmente se dobló por
136
la mitad como si le hubieran dado un hachazo y
vomitó parte de la cena.
Después tuvo el tiempo justo de ocultar la nariz
dentro de la camiseta. Su olor corporal resultaba, en
comparación, dulce y reconfortante.
Moviéndose con rapidez, Joe tomó la pistola y la
caja de clavos. Tenía que salir de allí enseguida, el
aire en el interior de la camiseta era a todas luces
insuficiente y el pecho le pedía dar una segunda
bocanada. Todavía encontró un par de segundos
para desviar la mirada hacia el bulto donde estaba
el extraño órgano. Seguía allí, desde luego, pero
retiró la mirada antes de que sus ojos registrasen
algún movimiento; al fin y al cabo, tenía la
sensación de que su salud mental pendía ya de un
hilo.
El corazón se le había acelerado en el pecho otra
vez; con la glotis cerrada, los pulmones
demandaban un riego mayor. Esa sensación
encendía de nuevo en él la llama del pánico. Por fin,
colocó como pudo la pistola encima de la caja y esta
contra su pecho, y regresó a la escalera con manos
temblorosas. ¡Aire, aire! Casi estuvo a punto de
tirarla al suelo. En un momento dado, mientras
trataba de ascender, perdió pie y la caja estuvo a
punto de caérsele; los clavos tintinearon y saltaron
137
como si estuvieran vivos, pero de alguna manera se
las compuso para apretar los brazos contra los
laterales hasta recobrar el control. Pronto se
encontró otra vez arriba, ocupado tan solo en
respirar en una habitación que, le parecía, olía a aire
de montaña.
Joe cerró el agujero.
La pistola era algo, desde luego, y a pesar del ahogo
y la tensión recién vivida, lo reconfortaba tenerla
allí a su lado. A la luz de la electricidad, lejos al fin
de aquel sótano inmundo, no parecía tan grande,
sino más manejable y no tan extraña. Después de
solo unos instantes, Joe ya estaba seleccionando
clavos para ponerlos en el cargador.
Los que no tenían la sustancia verde fueron los
primeros que seleccionó. Los otros parecían más
endebles, como afectados por el moho. Resultaban
incluso desagradables, pero al acabarse los clavos
limpios terminó de rellenar el cargador con ellos, de
todas formas. Cuando hubo acabado, cerró el
cajetín y sostuvo el arma en las manos, algo más
satisfecho.
«Si la hubiera tenido antes…».
«Si la hubieras tenido antes —respondió una voz
dentro de su cabeza—, David Wright tendría un
agujero de nueve pulgadas entre los ojos».
138
«No, no. Habría podido intimidarle. No habría
entrado en casa».
«Uno o dos agujeros —dijo de nuevo la voz, ahora
más severa—. Y David no sería un cadáver estéril,
sino que estaría muerto boca abajo bañado en su
propia sangre. Y la sangre huele, y su olor te vuelve
loco. Como el Pozo, Joe».
Inesperadamente, como empujado por un súbito
arrebato que lo moviera a alejar las voces de su
cabeza, Joe apuntó la pistola hacia la pared,
apretando los dientes, y disparó. El gatillo estaba
tan duro como la primera vez, pero enervado como
estaba, lo apretó con tanta fuerza que la pistola
rechistó con un siseo vaporoso y expulsó tres clavos
a la vez. Se clavaron en la pared hasta desaparecer,
describiendo una suerte de línea irregular.
—Jesús —soltó, abriendo mucho los ojos.
La máquina traqueteó brevemente y quedó muda.
«Cadencia», pensó.
Vaya si funcionaba.
Joe esbozó un amago de sonrisa, pero a la luz de la
chimenea resultaba tan fría y artificial como una
pálida sombra de sí misma; y en sus ojos, un deje de
locura la acompañaba.
139
Sentado en el suelo y con la espalda contra la pared,
Joe canturreaba. Tenía la pistola de clavos en el
regazo y la sujetaba con una mano, mientras con la
otra recorría distraídamente su superficie de metal.
En la penumbra, un ojo poco atento habría
confundido el aparato con una mascota.
Pero Joe buscaba paz en el silencio de la cabaña,
intentando mantener la mente vacía. Quizá en lo
más profundo sí que se sintiera como si acariciara
un pequeño gatito mientras esperaba
pacientemente al amanecer. Hubiera nieve o un día
despejado, la luz alejaría la mayoría de las sombras
de la noche y se sentiría con fuerzas para intentar
llegar a la casa de algún vecino para telefonear. En
las tres últimas horas no había pasado
absolutamente nada, y eso lo ayudaba bastante a
sentirse arrullado por el sonido del viento que
llegaba del exterior, transformado en una suerte de
melodía discordante. No había habido alaridos, ni
el cadáver del señor Wright se había levantado del
suelo con los ojos blancos, velados por la muerte.
Todo eso cambió de repente.
Empezó como una especie de rumor de fondo,
grave y confuso. Joe tuvo que enmudecer, sin
atreverse a cerrar siquiera la boca; intentaba
confirmar que estaba escuchando algo realmente.
140
Sin embargo, el ruido fue creciendo en intensidad
con tanta rapidez que en pocos segundos se
encontró a sí mismo levantado y alerta.
Definitivamente, ahí fuera pasaba algo: el sonido
era similar al que produce una ola gigante
avanzando por la costa; se acercaba desgarrando
los árboles más pequeños y generando un tumulto
estrepitoso. Empezaba a tener la fuerza suficiente
como para que una repentina oleada de pánico le
recorriera todo el cuerpo.
Joe agarró la pistola con fuerza. Bien fuera por el
cansancio o por otra cosa, de repente todo su miedo
se había transmutado en una rabia encendida,
acompasada por un ruido que era ya una algarabía
estridente que hacía temblar el suelo de madera. Joe
se lanzó hacia la puerta de la casa con el dedo en el
gatillo y el rostro encendido por una furia
repentina. Cuando la abrió, sin embargo, se
encontró con un espectáculo totalmente
inesperado.
Era una estampida, si alguna vez había visto una.
Ciervos y coyotes corriendo juntos en dinámica
confusión en una cantidad tan impresionante que la
nieve conformaba una especie de nube de polvo tan
fino que parecía una lluvia de harina. Los ciervos
parecían entregados a alguna danza
141
enloquecedora, con sus ojos negros centelleando en
sus cabezas adelantadas como arietes. Había un
temor profundo en su manera desbocada de correr,
en la forma en que saltaban por encima del capó del
coche para sortearlo, en su avance trepidante. En un
momento dado apareció una pareja de pumas. Joe
trastabilló, súbitamente asustado; sin embargo, el
miedo duró apenas unos instantes. Enseguida
comprendió que los pumas no estaban interesados
en él; ni siquiera en los ciervos. La única realidad
era que tanto depredador como presa corrían juntos
con el único objetivo de poner tierra por medio.
Joe los admiró hasta que desaparecieron por el
camino, con su marcada musculatura y su pelaje
negro en contraste con la nieve límpida, tan blanca.
Cuando la fascinación hubo pasado, Joe descubrió
que la estampida incluía ahora también lobos; lobos
y cabras montesas que avanzaban dando
prodigiosos saltos entre los alces y los ciervos.
Todos corrían.
Huían de algo.
Joe permaneció allí varios minutos, absorto en lo
que veía. Había mirado hacia el horizonte buscando
señales de fuego o columnas de humo, pero el aire
era fresco y limpio y en el cielo no había más que
nubes y estrellas; un incendio cercano habría
142
dibujado un resplandor rojizo en la noche. Para
entonces empezaron a aparecer otros animales,
como ovejas, y un poco después, animales
pequeños: castores, ardillas y otros que no supo
reconocer. Era un auténtico éxodo, y una sola
pregunta lo sobrevolaba como un ave de presa:
¿por qué?
«Huyen —se dijo—. Huyen de la Planicie».
Joe recordó las bandadas de pájaros que a veces
emprenden el vuelo en masa justo antes de un
terremoto. Recordó a los perros que sienten el
peligro, y tan pronto como ese pensamiento anidó
en su cabeza, recordó el extraño remolino del
bosque. La asociación fue tan directa que sintió
escalofríos; en algún lugar de su interior sabía que
aquella era la causa y no otra, y lo sentía de una
forma tan inequívoca y certera que cuando intentó
tragar, no lo consiguió: tenía la garganta seca.
—No —graznó—. Calma…
«Es… Debe ser otra cosa».
«No es otra cosa. Es eso. Es ellos. Los que vienen
cuando…».
De pronto, un soplo de brisa helada lo hizo
encogerse.
«… cuando hace frío».
143
Joe se retiró al interior y cerró la puerta con un solo
movimiento rápido. Tenía la respiración agitada y,
pese al frío, sudaba.
«Amanecerá dentro de poco, ¿vale? Solo hay que
esperar. Entonces las cosas serán de otro modo.
Todo volverá a la normalidad».
Sin embargo, un familiar sonido brotó de la nada y
restalló como un látigo en su cabeza. Joe lo
reconoció al instante, más por el efecto que tuvo en
él que por el sonido en sí. Dejó caer el arma al suelo
y se agachó hasta encogerse con las piernas
flexionadas y los brazos apretados contra las
rodillas.
Era el alarido. Lejano, sí, pero indudablemente el
mismo alarido que había escuchado en esa misma
cabaña y en el bosque, horas antes.
Joe saltó desde su posición en el suelo como un
muelle. El corazón le latía con fuerza y los ojos se
movían con rapidez en sus cuencas, como si
buscaran con verdadera ansiedad una salida
alternativa de aquel sitio. Cuando empezó a dar
vueltas sobre sí mismo parecía un perro enjaulado.
—¡No! —gritó—. No… Basta…
144
Tenía las manos extendidas ante sí, de manera que
parecía un prestidigitador a punto de hacer un
truco de magia.
«Solo es un grito, ya está, solo eso. Un sonido. Un
sonido que, por algún motivo, te vuelve del revés».
«No, es el recuerdo del remolino, porque la primera
vez no pasó nada. Al señor Wright tampoco».
«Pero ahora…».
De pronto, el chillido volvió a sonar, ahora desde
una dirección diferente, como si llegara desde
algún lugar por detrás de la casa. Joe sintió que se
le partía la cabeza. Duró toda una eternidad, y el
sonido pareció retorcerse en el aire, subiendo y
bajando de intensidad, aparentemente aleatorio en
sus modulaciones, terrible como un taladro mental.
Las lágrimas se precipitaron por sus mejillas.
Cuando terminó, estaba encogido contra una pared
del dormitorio. Había pasado por encima del
cadáver y no se había dado cuenta.
—Oh, señor… —lloriqueó, tembloroso.
Ahora ni siquiera sabía si podría ser capaz de
aguantar un envite similar: la cabeza le retumbaba
con un eco atroz, como si tuviera vida propia.
Estaba bastante seguro de que, más tarde,
degeneraría en una migraña terrible.
145
«Es solo un sonido…».
De repente, una idea afloró en su mente como el
estallido de unos fuegos artificiales en mitad de la
noche, y Joe se lanzó hacia el salón con un brillo
especial en los ojos. Sí, el sonido era lo que le
torturaba… y vaya si podía hacer frente a eso.
Moviéndose con rapidez, Joe hurgó en el armario
de las herramientas. Se había aprovisionado de una
buena cantidad de velas para cuando la electricidad
fallase, lo que, según le había dicho Pete, podía
ocurrir durante los días más duros del invierno.
Tomó una y la encendió con ayuda del mechero que
usaba para el fogón y la chimenea, y comenzó a
derretir cera en la palma de la mano. El proceso fue
lento al principio, pero después las gotas
comenzaron a manar con cierta cadencia. En ese
momento, sin embargo, el chillido terrible volvió a
sonar, y Joe no pudo evitar dejar caer la vela para
taparse los oídos con ambas manos; era un acto
reflejo imposible de evitar. Soltó un alarido
mientras lo hacía, apretando los párpados. La vela
rodó por el suelo dejando un tibio reguero de
gotitas calientes. Esta vez, sin embargo, el grito fue
breve, y cuando hubo pasado, Joe se lanzó de nuevo
a recuperar la vela. La cera pronto estuvo cayendo
sobre su palma otra vez.
146
Joe tomó la cera aún caliente con los dedos y la
modeló para crear una pequeña bolita, que acabó
introduciendo en el orificio auditivo. Para entonces,
la cera estaba tibia y se dejó amoldar con facilidad.
El resultado pareció funcionar, pero sabía que la
cera podría contraerse al secarse, y que el propio
calor corporal haría que se cayera en un rato, así
que introdujo un poco más en el pabellón interior.
Después, lo apretó bien.
—Te juro que vas a gritarle a tu puta madre —
exclamó de pronto. Su propia voz le sonó extraña y
apagada; definitivamente la cera estaba dando
resultado, y eso encendió una nueva chispa de
ánimo en su interior.
Cuando terminó de taponarse el otro oído, se quedó
quieto, escuchando. El único sonido que le llegaba
era el de su propia respiración, con el aire
resonando en el interior de su nariz a un ritmo
desenfrenado y hueco. Entonces contuvo la
respiración unos instantes, cerró los ojos, y escuchó.
Nada.
Henchido de optimismo y renovada energía, Joe se
lanzó hacia la puerta, con la pistola entre las manos
a modo de ariete. Estaba a solo unos metros cuando,
de pronto, la puerta estalló.
Joe chilló.
147
Un puñado de trozos de madera voló por los aires,
lanzando una lluvia contra Joe. Algunos de esos
pedazos le impactaron en la cara y en los brazos,
pero ninguno provocó heridas, y en solo un par de
segundos todo había terminado. Joe miró hacia
delante por entre la neblina difusa de unos ojos
entrecerrados.
Y ahí estaba, ocupando todo el marco de la puerta:
un agujero imposible colmado de una oscuridad
impenetrable, una atrocidad visual que el cerebro
insistía en rechazar; la ausencia de todo, rematada
por aureolas borrosas de jirones de un negro
absoluto que daban vueltas en torno a aquella
forma indescriptible.
Y… chillaba. Joe podía oírlo a través de la cera, pero
el grito llegaba tan deformado y grave que lo único
que conseguía era ponerle la piel de gallina. Ese
descubrimiento lo liberó de aquella visión
hipnótica; con una expresión de triunfo iluminando
su rostro, Joe apretó el gatillo.
La pistola despertó entre siseos y un par de clics
metálicos. Una pequeña vaharada de aire salió
abruptamente por el lateral y los clavos volaron, tan
raudos que Joe apenas pudo verlos. La andanada
liberó casi una decena de ellos, pero todos se
perdieron en la oscuridad sin que tuvieran ningún
148
efecto aparente. Ninguno en absoluto. La oscuridad
seguía allí, cimbreante y anómala, como desafiante.
Entonces empezó a avanzar, deslizándose por el
aire.
Joe se quedó inmóvil, permitiéndose apenas un par
de pestañeos. De alguna forma, había esperado que
algo así sucediese. Los clavos no habían
funcionado, como no habrían funcionado las balas
de una pistola o los cartuchos de una escopeta. Lo
había sabido, sí, pero a pesar de todo se había
agarrado a esa loca posibilidad porque, de alguna
forma, era la única con la que contaba. Ahora
comprendía lo equivocado que había estado. Su
cabello empezó a agitarse como sacudido por un
secador de pelo.
«Ya está. Seré uno de esos jodidos desaparecidos de
cada año, como dijo Pete. Porque esto es lo que
pasaba: que Ellos vienen cuando hace frío…
Realmente vienen y te tragan en ese agujero de mil
pares de narices…».
Ahora miraba con fascinada confusión el aura
extraña que rodeaba aquella cosa; parecía absorber
los colores de manera que la pared de madera y el
suelo se asemejaban a una fotografía antigua en
blanco y negro. En la repisa de la chimenea, y sin
que nadie lo viera, un pequeño adorno de hojalata
149