empezó a levantarse, pero se quedó inmóvil, en una
agonía de indecisión.
—Está programado según mis instrucciones para que
no se moleste mientras como —anunció Tuf. Ergo, y
siguiendo un lógico proceso de eliminación, la llamada
es para usted.
La aguja de luz azul se encendía y se apagaba, se
encendía y se apagaba, se encendía y se apagaba.
—Usted no es un maldito dios —dijo Tolly Mune.
Maldición, y yo tampoco lo soy. Tuf, no quiero aceptar
esta condenada carga.
La luz seguía encendiéndose y apagándose.
—Quizá sea el comandante Wald Ober —sugirió
Tuf—. Creo que debería recibir su llamada antes de que
decida empezar la cuenta atrás.
—Nadie tiene ese derecho, Tuf —dijo ella—. Ni usted
ni yo.
Tuf se encogió pesadamente de hombros.
La luz se encendía y se apagaba.
Blackjack lanzó un maullido,
Tolly Mune dio dos pasos hacia la consola, se detuvo
y se volvió hacia Tuf
—La creación es parte de la divinidad —dijo con voz
repentinamente segura—. Tuf, usted puede destruir,
pero no puede crear, y eso es lo que le convierte en un
monstruo y no en un dios.
700
—La creación de vida en los tanques de clonación es
un elemento perfectamente normal y cotidiano de mi
profesión —dijo Tuf.
La luz se encendía y se apagaba sin cesar.
—No —dijo ella—, aquí puede copiar la vida, pero no
puede crearla. Esa vida tiene que haber existido ya en
algún otro lugar y en algún otro tiempo, y necesita una
célula de muestra, un fósil, algo. De lo contrario no
puede hacer nada. ¡Sí, infiernos y maldición! ¡Oh!, de
acuerdo, tiene el poder de la creación, pero es el mismo
maldito poder que tengo yo y cada hombre y mujer
enterrado en una ciudad subterránea. La procreación,
Tuf Ahí está su impresionante poder, ése es el único
milagro existente. Lo único que hace de los seres
humanos criaturas semejantes a los dioses y eso mismo
es lo que usted se propone arrebatarle al noventa y
nueve, coma, noventa y nueve por ciento de los
sʹuthlameses. ¡Al infierno con eso! No es usted un
creador y no es ningún dios.
—Ciertamente —dijo Haviland Tuf, impasible e
inexpresivo.
—Por lo tanto no tiene derecho alguno a decidir como
tal —dijo ella. Y yo tampoco lo tengo, ¡maldita sea!
—Avanzó hacia la consola con tres zancadas llenas de
seguridad y oprimió un botón. Una pantalla se iluminó
con un remolino de colores que acabaron formando la
imagen de un casco de combate pulido cual un espejo
701
y en cuyo penacho se veía un globo estilizado. Dos
sensores escarlata ardían bajo el oscuro visor de
plastiacero—. Comandante Ober... —dijo ella.
—Primera Consejera Mune —replicó Wald Ober.
Estaba algo preocupado. Los embajadores aliados
están soltando unas tonterías increíbles delante de los
reporteros. Algo sobre un tratado de paz y un nuevo
florecimiento
¿Puede confirmar todo eso? ¿Qué está pasando?
¿Tiene problemas?
—Sí —dijo ella—. Escúcheme bien, Ober, y
—Tolly Mune —dijo Tuf
Ella giró en redondo.
—¿Qué?
—Si la procreación es la señal distintiva de la
divinidad —dijo Tuf—, entonces creo que puedo
argumentar que los gatos también son dioses, ya que
también ellos se reproducen. Permítame indicarle que,
en muy corto espacio de tiempo, hemos llegado a una
situación en la cual tiene usted más gatos que yo, pese
a haber empezado con sólo una pareja.
Ella frunció el ceño.
—¿Qué está diciendo? —quitó el sonido, para que las
palabras de Tuf no fueran transmitidas.
Wald Ober gesticuló nerviosamente en un repentino
silencio.
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Haviland Tuf formó un puente con sus dedos sobre
la mesa.
—Estoy meramente indicando que, pese a mi gran
aprecio hacia las propiedades de los felinos, tomo
medidas para controlar su reproducción. Llegué a tal
decisión tras haber meditado cuidadosamente en ello y
sopesando todas las alternativas. En último extremo,
tal y como usted misma descubrirá, sólo hay dos
opciones fundamentales. Debe reconciliarse con la idea
de inhibir de alguna forma la fertilidad de sus felinos,
y podría añadir que, por supuesto, sin ningún
consentimiento por parte de ellos o, si no lo hace, le
aseguro que algún día se encontrará echando por su
escotilla una bolsa repleta de gatitos recién nacidos al
frío espacio. Caso de que no elija ya habrá elegido. El
fracaso a la hora de tomar una decisión, basándose en
que no tiene derecho a ello, es por si mismo una
decisión, Primera Consejera. Si se abstiene ya ha
votado.
—Tuf —dijo ella con la voz llena de dolor ¡No! ¡No
quiero este maldito poder!
Dax subió de un salto a la mesa y sus ojos dorados se
clavaron en ella.
—La divinidad es una profesión todavía más
exigente que la ecología —dijo Tuf—, aunque podría
decirse que ya conocía los riesgos de la profesión
cuando decidí asumir esa carga.
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—No —empezó a decir ella, balbuceando—, no
puede decir que... Los gatitos y las criaturas humanas
no son... Son gente, ellos tienen el poder de... eso es,
mentes, mentes y corazones al igual que gónadas. Son
seres racionales, es su decisión, es suya, no mía... No
puedo decidir por ellos... por millones, por miles de
millones.
—Ciertamente —dijo Tuf. Había olvidado a la buena
gente de Sʹuthlam y su larga historia de muy racionales
decisiones. Indudablemente verán ante ellos la guerra,
el hambre y la plaga y de pronto, por miles de millones,
decidirán cambiar su modo de vida y, de ese modo,
evitarán diestramente el oscuro abismo que amenaza
con tragarse Sʹuthlam y sus altivas torres. Resulta muy
extraño que no me haya dado cuenta de ello
anteriormente.
Tolly Mune y Haviland Tuf se contemplaron en
silencio.
Dax empezó a ronronear y luego, apartando sus ojos
de Tolly Mune, se acercó al cuenco de Tuf para lamer
la crema. Blackjack empezó a frotarse en su pierna, sin
quitarle la vista de encima a Dax, al otro extremo de la
estancia.
Tolly Mune se volvió muy lentamente hacia la
consola y ese giro le llevó todo un día... no, una
semana, un año, una vida entera. Necesitó cuarenta mil
millones de vidas para completarlo, pero una vez que
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lo hubo hecho, se dio cuenta de que sólo había
necesitado un instante y que todas esas vidas habían
desaparecido cual si no hubieran existido nunca.
Contempló la fría y silenciosa máscara que la miraba
desde la pantalla y en el plastiacero negro y reluciente
vio reflejarse todo el horror sin rostro de la guerra y
detrás de él vio arder los implacables ojos febriles del
hambre y de la enfermedad. Luego tocó un control y
restableció el sonido.
—¿Qué está pasando ahí? —preguntaba una y otra
vez Wald Ober. Primera Consejera, no puedo oírle.
¿Cuáles son sus órdenes? ¿Me oye? ¿Qué está pasando
ahí?
—Comandante Ober —dijo Tolly Mune, obligándose
a sonreír.
—¿Qué ocurre, algo anda mal?
Tolly Mune tragó saliva.
—¿Mal? Nada, nada en absoluto. ¡Infiernos y
maldición! Todo anda increíblemente bien. La guerra
ha terminado y la crisis también, Comandante.
—¿Le están obligando a decir eso? —ladró Wald
Ober.
—No —se apresuró a responder ella—. ¿Por qué
piensa semejante cosa?
—Lágrimas —replicó él—. Veo sus lágrimas, Primera
Consejera.
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—Son de alegría, Comandante. Son lágrimas de
alegría. Maná, Ober, así le llama él, maná del cielo —
rió en voz baja—. Comida de las estrellas. Tuf es un
genio. A veces —se mordió el labio con dureza,
haciéndose daño—. A veces incluso pienso que quizá
sea
—¿Qué?
—Un dios —dijo ella. Apretó un botón y la pantalla
se apagó.
Su nombre era Tolly Mune, pero en los libros de
historia ha recibido muchos nombres distintos.
FIN
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