respiración esperando su siguiente movimiento. Les dejó
anhelarlo unos segundos más.
—¡El Conciliador me ha traído ante vosotros y estoy
aquí para mostraros su Gloria! —rugió Nicoletta.
El público estalló de júbilo entre aplausos y gritos,
estaban totalmente entregados. El Redentor se
encontraba entre bambalinas, en el borde izquierdo del
escenario, pero ajeno a lo que estaba sucediendo en él. El
Hermano Tobías permanecía a su lado con el pequeño
Seymour de la mano. Jacobo no perdía de vista al niño,
pálido y débil a pesar del maquillaje que le habían
aplicado para mejorar su aspecto. La clámide que le
habían colocado era prácticamente idéntica a la suya, solo
el símbolo de la Casa en el pecho bordado en celeste
resaltaba entre el tinte borgoña de la prenda. Batiste
sentía una mirada clavada en su nuca, había aprendido a
saber cuando estaba siendo observado durante su
instrucción y en todos los años que había pasado en el
frente renegado en Asia Menor. Giró su cabeza y
descubrió a Oleg Bashevis al otro lado del escenario, justo
al borde del telón que le impedía ser visto por el resto del
público. Se mantenía inmóvil y no levantaba la vista de
él. El Redentor le devolvió la mirada y Bashevis se la
951
sostuvo hasta que uno de sus subordinados le susurró
algo al oído. Sus Omnilentes analizaron al Comisario, el
movimiento de su pecho al respirar y su expresión
corporal y le dieron a Jacobo la inequívoca convicción de
que, bajo su apariencia gélida, el hombre estaba a punto
de sufrir un ataque cardiaco. Algo no estaba yendo bien
y necesitaba descubrir qué era. Asomó su cabeza a través
del telón y contempló al público. En primera fila se
encontraban algunas de las más altas personalidades del
Gobierno Federal y el Consejo de las Madres y los Padres
al completo. Reconoció a algunas personas más; unos
cuantos Rectores Nacionales, varios miembros del Pacto
Africano y al presidente de G‐Corp, Jacques Pascal. En los
pasillos laterales, cada pocos metros, agentes de
CONTROL se mantenían firmes y atentos. Todo parecía
ir como en el resto de paradas de la gira, pero Jacobo sabía
que algo era diferente.
—Queridos hijos de la Conciliación, llevamos
demasiado viviendo tiempos difíciles. Tiempos de
muerte, de guerra y de incertidumbre —continuaba Braco
sobre el escenario—. El Conciliador, en su infinita gracia,
se ha apiadado de nosotros y nos ha enviado su mayor
regalo en la forma de un dulce niño. Alguien que rompe
las leyes naturales para traernos la evidencia de que el
952
Conciliador se preocupa por nosotros y vela por nuestras
vidas. ¡Y nació aquí, en la Federación, para demostrarnos
que seguimos el camino correcto al adorarle y que
debemos ser sus abanderados contra esos apestosos
asiáticos que han poblado de muerte y herejía el hermoso
planeta que Él nos brindó! —El público respondió a
Nicoletta con una gran ovación—. Gracias, queridos hijos
de la Conciliación, pero sé que no es a mí a quién queréis
ver, ¿no es así? No voy a haceros esperar más. ¡Qué pase
la Excepción! —exclamó con toda la fuerza que le
permitieron sus pulmones.
El Hermano Tobías entró en el escenario con el
pequeño Seymour dócilmente cogido de la mano. El
gentío enloqueció, se puso en pie entre vítores y las
paredes del teatro vibraron por la explosión de fervor que
provenía de la muchedumbre agolpada en el exterior.
Nunca en la historia contempló nadie una ovación como
aquella. El alboroto duró varios minutos. Tobías ya se
había retirado y tan solo dos figuras quedaban sobre las
tablas. Nicoletta absorbía toda aquella energía
desbordada con la firme convicción de que no habría sido
posible sin ella, como un logro personal. Seymour
permanecía a su lado, impertérrito, ajeno a lo que estaba
sucediendo como consecuencia del cóctel de drogas que
953
los Hermanos le habían suministrado. Si el techo del
teatro se le hubiese venido encima apenas habría
reparado en ello. Heather y Roger Bean miraban a su hijo
con los ojos empapados en lágrimas. No les importaba en
absoluto que toda aquella gente hubiese perdido la
cabeza por él y por lo que creían que era capaz de
demostrarles. Ellos solo querían correr hacia el escenario
y estrecharle entre sus brazos, pero los dos agentes de
CONTROL que les vigilaban justo detrás de ellos jamás
se lo habrían permitido. Se percataron con un solo
vistazo, como solo un padre puede hacerlo, de que se
encontraba débil y exhausto. Por fin la Hermana Braco
pareció saciar sus ansias de reconocimiento y realizó un
gesto con su mano y su muñón para que los asistentes se
calmasen y volviesen a guardar silencio. Casi lo había
conseguido por completo cuando un grito se levantó
entre lo que ahora solo era un murmullo.
—¡Sey, amor mío, te quiero mucho! —exclamó
Heather desde la última fila del patio de butacas.
Sus palabras consiguieron silenciar al público mucho
más rápido de lo que Braco había logrado unos instantes
antes. Ahora todo el mundo miraba en dirección contraria
al escenario. Heather se había convertido en su nuevo
954
foco de atención. Bashevis asomó su cabeza y se encontró
a los dos agentes encargados de los Bean buscando
desesperadamente su mirada, como esperando una
orden para pasar a la acción. El Comisario se apresuró a
realizar un movimiento negativo con su cabeza. No
quería convertir aquello en un circo. Aún no, la vida de
su hijo dependía de ello.
—Por supuesto, por supuesto que le quieres —acertó
a decir Nicoletta después de unos segundos de duda por
la intervención de Heather—. Todos le queremos, porque
él es el Hijo del Conciliador, ¿no es así, queridos hijos de
la Conciliación? Repetidlo conmigo, ¡todos te queremos,
Hijo del Conciliador! —El público volvía a ser suyo.
—¡Todos te queremos, Hijo del Conciliador! —
gritaron al unísono.
Heather pasó inmediatamente a formar parte del
pasado. El público volvía a mostrarse extasiado por el
canto de sirena de la Hermana Braco. A nadie le
importaba el dolor de una madre si la recompensa por
ignorarlo era la prueba de la salvación. Oleg Bashevis
pulsó el dispositivo que llevaba acoplado a su oído.
—Sacadlos de aquí sin montar un escándalo en
955
cuanto veáis la oportunidad —ordenó a los agentes que
estaban tras los Bean.
Nicoletta seguía con su discurso en el escenario,
explicando a los asistentes que estaban a punto de ser
testigos de algo solo posible para el poder del
Conciliador. Afirmaba que hoy verían sobre el escenario
a personas que habían tenido la desgracia de sufrir todo
tipo de dolencias y accidentes y que hoy serían sanadas
por la Excepción allí mismo, en directo y delante de sus
ojos. El Comisario, mientras tanto, hizo un gesto con la
mano para que un par de oficiales que se encontraban
también entre bambalinas se acercasen a él. Cuando
estuvieron a su lado les susurró al oído.
—Señores, justo enfrente de nosotros, al otro lado del
escenario, hay un hombre que porta un arma y un
cuchillo colgados de su cinturón. Ha estado actuando de
forma sospechosa y no quiero correr el mínimo riesgo
durante este acto —afirmó Bashevis—. Quiero que vayan
hasta allí y le requisen su arma y, si se niega, les autorizo
a sacarle del recinto, por la fuerza si es necesario.
—Pero, Comisario… es un Redentor —balbuceó uno
de los oficiales.
956
—Sé perfectamente quién es, estúpido —enfureció
Bashevis—. Yo soy el máximo responsable de la
seguridad. Acatarán mis órdenes, de lo contrario les juro
que ambos saldrán de aquí con el antifaz.
—Muy bien, señor —aceptaron ambos, con la voz
temblorosa.
Los agentes se dirigieron hacia el otro lado del
escenario por detrás de este, tras el gran telón con el
símbolo de la Casa de la Conciliación que se había
colocado para la ocasión y que servía de fondo para el
discurso de Nicoletta. Oleg Bashevis sentía que su
corazón iba a salirse de su pecho. El Redentor no le
quitaba sus brillantes ojos de encima y él solo necesitaba
unos segundos, solo unos segundos para que la pesadilla
terminase. Los oficiales llegaron hasta el otro extremo y
se acercaron con cautela al Redentor. Bashevis podía
verles desde su posición, sabía que no conseguirían
distraer por mucho tiempo a Batiste, así que se preparó
mentalmente para aprovechar su oportunidad en cuanto
viese el momento, pues de lo contrario no volvería a tener
otra posibilidad de actuar.
—No puedo llegar a expresarle cuanto lo lamento,
Redentor —dijo uno de los agentes con el débil hilo de
957
voz que consiguió sacar de su garganta—, pero debemos
pedirle que nos entregue sus armas.
—Lárguense de aquí —les espetó sin siquiera girar su
cabeza para mirarles. Sus ojos seguían clavados en
Bashevis.
—Ojalá fuese tan sencillo… Redentor, tenemos
órdenes. Si no nos entrega sus armas tendremos que
pedirle que abandone el edificio —gimoteó el otro agente.
Jacobo no se molestó en ofrecerles una respuesta. El
público aplaudió con fuerza de nuevo, los que iban a ser
sanados estaban a punto de entrar en escena. Se
encontraban tras el escenario en el mismo lado que el
Redentor y los oficiales, observando con incredulidad la
escena que estos protagonizaban. Uno de los agentes hizo
un leve gesto con la mano en dirección a su pistolera.
—Si alguno de ustedes pone la mano sobre la
empuñadura de su arma estarán muertos antes de que
puedan quitar el seguro. No me obliguen a redimirles —
dijo Batiste.
—Redentor, puedo asegurarle que no somos una
amenaza, nos gusta tan poco como a usted esta situación,
958
pero debemos hacer nuestro trabajo… Por favor, ambos
tenemos familia y somos honrados ciudadanos.
Mientras hablaba, el oficial siguió acercando su mano
hacia la pistola que llevaba en el costado con la cautela de
quién intenta desactivar una bomba. Su compañero ni
siquiera había conseguido moverse desde que la
conversación había empezado, sentía demasiado miedo
como para poder controlar su cuerpo.
—No lo hagan —repitió el Redentor—. No habrá más
advertencias.
—Por favor… Redentor… —El dedo corazón del
hombre fue el primero en tocar la empuñadura de su
arma—. Tenga piedad, se lo ruego —suplicó el agente.
—La Redención es la única piedad que conozco —
sentenció Jacobo Batiste.
El movimiento del Redentor estuvo desprovisto de
miedo, duda o cualquier otro sentimiento que se
interpusiese en el arte de acabar con un ser humano tal y
como le habían adiestrado. Tenía razón, ninguno de los
dos agentes consiguió quitar el seguro antes de que él se
girase hacia ellos y les arrancase la vida para entregársela
959
al Conciliador.
Un disparo. Dos disparos. Tres disparos. Solo dos
había necesitado Jacobo. El público gritó por un instante
y luego quedó congelado. Nicoletta tenía salpicaduras de
sangre en su clámide. La Hermana miraba horrorizada al
hombre que con el que ahora compartía escenario.
—¡Tan solo es un hombre, puede morir como todos!
—aulló Oleg Bashevis. Señaló a su víctima mientras
apuntaba el arma contra su propia cabeza.
Seymour había caído a los pies de Nicoletta, un
agujero de bala le atravesaba el pecho. La sangre que
manaba de él se confundía con las arrugas de su clámide
borgoña. Los dedos de la mano que Braco aún conservaba
habrían bastado para contar los segundos en los que
sucedió. Una sombra corría hacia el escenario por el
pasillo central del patio de butacas. Se le oía gritar una y
otra vez el nombre de su hijo. Otro disparo. Llegó desde
las bambalinas. Bashevis cayó al suelo. De su cuello
brotaba sangre escarlata mientras su boca, inundada de
ella, gorgoteaba en una desesperada búsqueda por
conseguir aire.
—¡Solo era un niño!
960
Jacobo Batiste entró en escena esgrimiendo el arma
con la que acababa de derribar al Comisario. Se acercó
hasta él con grandes y furiosas zancadas. Apenas veía
nada a través de sus ojos de oro. Las lágrimas lo habían
vuelto todo borroso.
—¡No era más que un niño y tú le has matado! ¡Y yo
le amaba!
Su voz rebotó, potente, en cada pared del teatro.
Descargó el resto de munición de su arma sobre el pecho
de Oleg Bashevis. El cuerpo del Comisario se contrajo de
dolor en los dos o tres primeros impactos, el resto de ellos
no hicieron más que sacudir lo que ya era un cadáver.
Heather, ajena a los disparos, había llegado a los
escalones que conducían al escenario. Los subió
precipitadamente y cayó de bruces sobre las tablas al
tropezar con el último de ellos. Ahora se arrastraba hacia
su hijo. El Redentor, aún en su frenesí, alcanzó a oír un
leve quejido a sus espaldas. El último aliento de vida de
Seymour Bean peleaba por mantenerse dentro de su
cuerpo. Por la expresión de su rostro parecía no entender
nada y, sin embargo, el brillo desesperado de sus ojos
dejaba patente para todos los que se atrevían a mirarlos
que entendía muy bien lo que estaba a punto de ocurrirle.
961
La Hermana seguía petrificada a su lado. Seymour Bean
estiró el brazo, solo él supo si en busca de ayuda o de
venganza, y agarró con su pequeña manita el tobillo de la
mujer que le había causado tanto daño. Un dolor
indescriptible se apoderó de Nicoletta Braco, haciendo
capitular hasta la última fibra de su ser. Ni siquiera tuvo
tiempo de entender lo que estaba ocurriendo. Su cuerpo
cayó a plomo sobre las maderas del escenario y el sonido
que produjo pareció emular, irónico, al de las campanas
que redoblan por los muertos. Los agentes de CONTROL
del patio de butacas reaccionaron por fin y abrieron las
puertas de emergencia del teatro. Como si ese gesto
hubiese sacado a todo el público de una profunda
hipnosis, los espectadores comenzaron a gritar de nuevo
y se lanzaron en avalancha para abandonar el edificio.
Sobre el escenario quedaron tres cadáveres, una
víctima y dos verdugos que habían acabado
compartiendo destino. Una madre rota que se arrastraba
luchando por llegar hasta el sentido de su vida y un
hombre que había perdido el suyo, con las suelas de las
botas manchadas de sangre y una pistola en la mano. Un
hombre sin Dios.
962
Epílogo
Las hojas caducas de los árboles se amontonaban
sobre el suelo de Seaton Park formando una alfombra
parduzca de humedad y muerte para los pies de Roger y
Heather Bean. El día apenas había nacido y aún se
mostraba frío y gris en la mañana del primer domingo de
diciembre. La mayoría de los habitantes de Little America
dormían en sus pequeñas casas residenciales y el parque
estaba desierto, justo lo que los Bean habían imaginado.
La soledad era el único aliado que buscaban para llevar a
cabo la tarea más difícil de sus vidas, despedirse de su
hijo. Caminaban juntos a través del sendero que partía
desde las proximidades de su casa hasta el claro donde
solían llevar a Seymour a jugar varias veces por semana.
Roger conocía cada piedra, cada árbol, cada adoquín
desgastado. Heather solo miraba la pequeña urna de
aluminio pulido que llevaba entre sus manos. El material
estaba tan helado que le cortaba la circulación de los
dedos, pero ella apenas ya podía sentir nada.
Habían pasado algo más de dos semanas desde la
963
noche en el Teatro Federal de Munich, aunque para los
Bean el tiempo se había deformado desde que el
Comisario Oleg Bashevis atentase contra la vida de
Seymour. Los días y las noches se sucedían sin sentido
alguno para ellos. Durante los primeros días los paneles
no pararon de escupir información tras información sobre
lo ocurrido. Roger no quiso prestar atención a nada e
intentó que su mujer hiciese lo mismo, pero ella se quedó
pegada al panel en un maratón interminable de imágenes
y comentarios que no hacían más que agravar su dolor.
No podía evitarlo, tenía la necesidad de entender porqué.
Los Media decían que Oleg Bashevis había actuado sin
ayuda. «Un lobo solitario», le llamaban una y otra vez. La
investigación del gobierno en relación al asesinato de la
Excepción fue tan rápida como contundente. Un
enjambre de miembros de CONTROL y de la FedPol
aparecieron en la casa del Comisario apenas una hora
después de su muerte a manos del Redentor. No les costó
mucho seguir el rastro que les llevó hasta la trampilla que
bajaba al búnker. Allí descubrieron los cadáveres en
descomposición de Zlata Bashevis, la criada y un guardia.
Tardaron cinco días en poder taladrar el hormigón
armado y las placas de acero de una de las paredes para
poder acceder al búnker. Cuando por fin estuvieron
964
dentro solo encontraron al pequeño Slavko Bashevis con
un disparo en la cabeza. Por el estado de su cuerpo, los
forenses determinaron que había muerto el mismo día
que el resto de víctimas. La Federación consiguió al
culpable ideal, uno que no podía defenderse, y en su
informe oficial acusó a Bashevis de ser el único
responsable del atentado. El gobierno también culpó al
Comisario de asesinar a su familia y a sus empleados. La
maquinaria de los Media se puso a trabajar
incansablemente. «Psicópata», «loco» o «calculador» eran
los términos con los que usualmente le describían. Se
sacaron un par de psicólogos de la manga que analizaron
en directo los videos de algunas de sus apariciones
públicas y aseguraron que su lenguaje corporal destilaba
frialdad y falta de compasión. Sin embargo, e
irónicamente, todos estaban de acuerdo en la misma
doctrina; un hombre así, que opera solo, es indetectable
hasta que actúa, nada se podía haber hecho. El trabajo
estaba acabado, el gobierno quedaba libre de culpa y la
sociedad tenía su hombre de paja al que quemar en la
hoguera para aliviar tensiones. El nombre de Oleg
Bashevis había quedado escrito con sangre en las páginas
de la Historia, pero Heather Bean seguía sin tener su
respuesta. Cuando los Media no estaban hablando del
965
Comisario lo hacían de su hijo. Seymour Bean se había
convertido en una inmediata leyenda tras su muerte.
Todas las Casas de la Conciliación en la Federación se
habían transformado en altares improvisados donde se
amontonaban flores, velas, peluches y notas de afecto
para el pequeño niño que había conseguido henchir de
esperanza el pecho de cada hijo de la Conciliación. Se le
rendían homenajes en todas las ciudades, la gente lloraba
su pérdida y clamaba al cielo por su regreso, pero era algo
que no iba a suceder. Tres días después de su muerte, la
Casa organizó un funeral como nunca se había visto, con
un gran despliegue por toda Praga que culminó en el
Acto de Conciliación de Seymour Bean en la Gran Casa
de la Conciliación en el recinto del Castillo. Se nombró a
la Excepción Padre de la Conciliación póstumo, y se rogó
porque su sabiduría acompañase al Consejo de las
Madres y los Padres desde aquel día y para toda la
eternidad. La figura de Seymour seguía siendo valiosa, y
la Casa pretendía seguir recogiendo los huevos mientras
la gallina siguiese poniéndolos. Dos semanas después,
cuando todo ese teatro comenzó a apaciguarse y bajo
orden expresa del Redentor Jacobo Batiste, la Casa
entregó en absoluto secreto los restos del pequeño a sus
padres, que tuvieron que pactar que jamás harían público
966
dicho suceso. Ahora los Bean por fin habían recuperado
a su hijo, aunque solo fuese un puñado de cenizas dentro
de una urna.
Llegaron al claro y comprobaron los alrededores para
asegurarse de que no había nadie. No detectaron ni un
alma, así que se colocaron en el centro y se prepararon
para la despedida.
—Creo que es lo que a Sey le hubiese gustado —dijo
Roger con la voz compungida—. Le encantaba venir aquí
con nosotros, y estará cerca de casa.
—Te quiero mucho, mi pequeño —solo alcanzó a
decir Heather. Acarició las frías paredes de la urna como
si fuesen la cara de su hijo—. Lo intentamos, Sey, te juro
que lo intentamos —le dijo.
—Heather, tenemos que darnos prisa, no quiero que
aparezca nadie —afirmó Roger, con toda la sensibilidad
de la que fue capaz—. Si no te ves con fuerzas puedo
hacerlo yo.
—No, quiero que lo hagamos juntos, Roger, somos
sus padres. Tenemos que hacerlo los dos —respondió
ella.
967
Siguiendo los deseos de su mujer, Roger puso una de
sus manos sobre el lateral de la urna y con la otra quitó la
tapa y la dejó caer al suelo. La pareja se miró y cada uno
pudo contemplar la devastación que les ahogaba dentro
de los ojos del otro. Heather apretó contra su pecho el
recipiente como último gesto de cariño hacia su pequeño,
emitió un suspiro entrecortado y reunió fuerzas para
dejarle ir.
Con un gesto lento y lúgubre, los Bean esparcieron al
aire las cenizas de su hijo. El viento hizo que formasen
una cabriola sobre sus cabezas y la mayoría se perdieron
entre la nada. Una pequeña parte cayó al suelo. Heather
Bean se arrodilló junto a ellas, besó la punta de sus dedos
y las pasó por donde habían ido a parar los restos de
Seymour. Ahora ya no le quedaba nada de él. Se
incorporó de nuevo y recibió el cálido abrazo de su
marido, que no le consoló en absoluto. Sin mediar palabra
deshicieron sus pasos hacia el sendero que les llevaría de
vuelta hasta su casa. Al otro lado del claro, una sombra
entre los árboles había pasado desapercibida para los
Bean. La sombra de un hombre que lo había visto todo,
de alguien que no podía olvidar. Jacobo Batiste había
formado silenciosa y oculta parte de la última despedida
de Seymour Bean.
968
Mientras la pareja cruzaba la calle que les devolvía a
su hogar, Heather Bean hizo una rápida operación con su
SmartPad. Cuando llegaron hasta la puerta amarilla que
guardaba su casa el dispositivo ya había vuelto al bolsillo
de Heather, pero el gesto no había pasado desapercibido
para su marido. El hombre abrió la puerta y observó con
tristeza las tres maletas que aguardaban a la entrada.
—Tenía la esperanza de que cambiarías de idea —
afirmó.
—Ya no hay ninguna razón para seguir con esto —
contestó Heather—. Es lo mejor para los dos.
—¿Estarás bien?
—No, pero aquí sería aún peor. No me siento capaz
de vivir en esta casa, entre todos estos recuerdos. —
Heather miró un retrato de su hijo, que colgaba de la
pared como una amarga reminiscencia de una vida que
ya no era posible.
—Al menos déjame que te acompañe hasta el
aeropuerto —le pidió él.
—No alarguemos esto más de lo necesario, Roger.
Creo que hoy ya hemos sufrido bastante. He llamado a
969
un coche, no tardará en llegar, y Diane me estará
esperando en Belfast cuando el avión aterrice.
Heather cogió dos de las maletas que tenía
preparadas y las sacó al porche. Su marido hizo lo mismo
con la que aún quedaba dentro de la casa. Justo cuando la
estaba depositando junto a las otras un taxi apareció
frente a su casa. El nombre de Heather resplandecía en el
panel de su puerta.
—Ya ha llegado mi taxi —afirmó ella.
—Déjame que te ayude a meter el equipaje en el
maletero.
La pareja cargó los bultos de nuevo y se acercaron
hasta la parte trasera del vehículo, que se abrió
automáticamente cuando detectó que estaban a su lado.
Roger cargó las maletas en el interior y el compartimento
se selló.
—Cuídate mucho, Heather, por favor —suplicó
Roger, intentando contener las lágrimas.
—Lo haré, y tú también. —Heather abrazó a su
marido—. Quiero que seas feliz, Roy. Nuestro hijo habría
querido que lo intentásemos pero, sobre todo, inténtalo
970
por ti —le susurró al oído.
—Si no se lo hubiese contado a Paul aquella tarde…
Tenía la voz entrecortada por el llanto. Sintió el calor
de los labios de su mujer en su mejilla y estos se
empaparon con las lágrimas que por allí se desbordaban.
Dejaron en Heather el sabor a melancolía que los amores
muertos emanan cuando se convierten tan solo en cariño.
—Eres un buen hombre. No te culpes por eso, yo
nunca debí hacerlo —le dijo ella con compasión. Heather
separó su cuerpo del de su marido y abrió la puerta del
coche, que aguardaba instrucciones para partir—. Bueno,
es la hora —alcanzó a decir, con un nudo en la garganta—
. Hasta la vista, Roger.
Él no consiguió pronunciar palabra, un simple gesto
con la cabeza fue todo lo que pudo hacer ante la cruda
realidad de despedirse en el mismo día de las dos
personas que formaban todo su universo. Heather subió
al taxi, Roger dio un par de pasos atrás y contempló
impotente como el vehículo se ponía en marcha y se
alejaba calle arriba. Dentro del coche Heather ya había
indicado su destino, el aeropuerto de Aberdeen. Ahora
miraba por la ventanilla del lado izquierdo como las
971
pocas hojas que quedaban en los árboles de la linde de
Seaton Park eran mecidas por el viento. El coche estaba a
punto de dejar atrás el parque y toda la realidad que ella
había conocido. Levantó la mirada por encima de esos
árboles y descubrió al sol surgiendo de entre ellos. El día
despertaba lentamente y con él lo hacía también la vida.
Una pequeña bandada de pajarillos jugueteaban sobre las
ramas ajenos a todo mal, a todo peligro. Heather Bean
deseó que su hijo ahora formase parte de aquello, de la
tranquilidad y la armonía que siempre le había
transmitido ese lugar. Le dibujó en su mente como una de
esas pequeñas aves, migrando por primera vez hacia
lugares más amables y cálidos, sin preocupaciones, sin
dolor, tan insignificante, y a la vez tan libre, como una
diminuta mota de polvo en el cielo.
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