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Published by snullbug20, 2018-03-17 19:34:53

Polvo En El Cielo - Daniel Cantos Pardo

respiración esperando su siguiente movimiento. Les dejó

anhelarlo unos segundos más.



—¡El Conciliador me ha traído ante vosotros y estoy


aquí para mostraros su Gloria! —rugió Nicoletta.



El público estalló de júbilo entre aplausos y gritos,

estaban totalmente entregados. El Redentor se

encontraba entre bambalinas, en el borde izquierdo del


escenario, pero ajeno a lo que estaba sucediendo en él. El

Hermano Tobías permanecía a su lado con el pequeño

Seymour de la mano. Jacobo no perdía de vista al niño,

pálido y débil a pesar del maquillaje que le habían


aplicado para mejorar su aspecto. La clámide que le

habían colocado era prácticamente idéntica a la suya, solo

el símbolo de la Casa en el pecho bordado en celeste


resaltaba entre el tinte borgoña de la prenda. Batiste

sentía una mirada clavada en su nuca, había aprendido a

saber cuando estaba siendo observado durante su

instrucción y en todos los años que había pasado en el


frente renegado en Asia Menor. Giró su cabeza y

descubrió a Oleg Bashevis al otro lado del escenario, justo

al borde del telón que le impedía ser visto por el resto del

público. Se mantenía inmóvil y no levantaba la vista de


él. El Redentor le devolvió la mirada y Bashevis se la





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sostuvo hasta que uno de sus subordinados le susurró

algo al oído. Sus Omnilentes analizaron al Comisario, el


movimiento de su pecho al respirar y su expresión

corporal y le dieron a Jacobo la inequívoca convicción de

que, bajo su apariencia gélida, el hombre estaba a punto

de sufrir un ataque cardiaco. Algo no estaba yendo bien


y necesitaba descubrir qué era. Asomó su cabeza a través

del telón y contempló al público. En primera fila se

encontraban algunas de las más altas personalidades del


Gobierno Federal y el Consejo de las Madres y los Padres

al completo. Reconoció a algunas personas más; unos

cuantos Rectores Nacionales, varios miembros del Pacto


Africano y al presidente de G‐Corp, Jacques Pascal. En los

pasillos laterales, cada pocos metros, agentes de

CONTROL se mantenían firmes y atentos. Todo parecía

ir como en el resto de paradas de la gira, pero Jacobo sabía


que algo era diferente.



—Queridos hijos de la Conciliación, llevamos

demasiado viviendo tiempos difíciles. Tiempos de

muerte, de guerra y de incertidumbre —continuaba Braco


sobre el escenario—. El Conciliador, en su infinita gracia,

se ha apiadado de nosotros y nos ha enviado su mayor

regalo en la forma de un dulce niño. Alguien que rompe

las leyes naturales para traernos la evidencia de que el




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Conciliador se preocupa por nosotros y vela por nuestras

vidas. ¡Y nació aquí, en la Federación, para demostrarnos


que seguimos el camino correcto al adorarle y que

debemos ser sus abanderados contra esos apestosos

asiáticos que han poblado de muerte y herejía el hermoso

planeta que Él nos brindó! —El público respondió a


Nicoletta con una gran ovación—. Gracias, queridos hijos

de la Conciliación, pero sé que no es a mí a quién queréis

ver, ¿no es así? No voy a haceros esperar más. ¡Qué pase


la Excepción! —exclamó con toda la fuerza que le

permitieron sus pulmones.



El Hermano Tobías entró en el escenario con el

pequeño Seymour dócilmente cogido de la mano. El

gentío enloqueció, se puso en pie entre vítores y las


paredes del teatro vibraron por la explosión de fervor que

provenía de la muchedumbre agolpada en el exterior.

Nunca en la historia contempló nadie una ovación como


aquella. El alboroto duró varios minutos. Tobías ya se

había retirado y tan solo dos figuras quedaban sobre las

tablas. Nicoletta absorbía toda aquella energía


desbordada con la firme convicción de que no habría sido

posible sin ella, como un logro personal. Seymour

permanecía a su lado, impertérrito, ajeno a lo que estaba

sucediendo como consecuencia del cóctel de drogas que




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los Hermanos le habían suministrado. Si el techo del

teatro se le hubiese venido encima apenas habría


reparado en ello. Heather y Roger Bean miraban a su hijo

con los ojos empapados en lágrimas. No les importaba en

absoluto que toda aquella gente hubiese perdido la

cabeza por él y por lo que creían que era capaz de


demostrarles. Ellos solo querían correr hacia el escenario

y estrecharle entre sus brazos, pero los dos agentes de

CONTROL que les vigilaban justo detrás de ellos jamás


se lo habrían permitido. Se percataron con un solo

vistazo, como solo un padre puede hacerlo, de que se

encontraba débil y exhausto. Por fin la Hermana Braco


pareció saciar sus ansias de reconocimiento y realizó un

gesto con su mano y su muñón para que los asistentes se

calmasen y volviesen a guardar silencio. Casi lo había

conseguido por completo cuando un grito se levantó


entre lo que ahora solo era un murmullo.



—¡Sey, amor mío, te quiero mucho! —exclamó

Heather desde la última fila del patio de butacas.



Sus palabras consiguieron silenciar al público mucho

más rápido de lo que Braco había logrado unos instantes

antes. Ahora todo el mundo miraba en dirección contraria


al escenario. Heather se había convertido en su nuevo





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foco de atención. Bashevis asomó su cabeza y se encontró

a los dos agentes encargados de los Bean buscando


desesperadamente su mirada, como esperando una

orden para pasar a la acción. El Comisario se apresuró a

realizar un movimiento negativo con su cabeza. No

quería convertir aquello en un circo. Aún no, la vida de


su hijo dependía de ello.



—Por supuesto, por supuesto que le quieres —acertó

a decir Nicoletta después de unos segundos de duda por

la intervención de Heather—. Todos le queremos, porque


él es el Hijo del Conciliador, ¿no es así, queridos hijos de

la Conciliación? Repetidlo conmigo, ¡todos te queremos,

Hijo del Conciliador! —El público volvía a ser suyo.



—¡Todos te queremos, Hijo del Conciliador! —


gritaron al unísono.



Heather pasó inmediatamente a formar parte del

pasado. El público volvía a mostrarse extasiado por el

canto de sirena de la Hermana Braco. A nadie le

importaba el dolor de una madre si la recompensa por


ignorarlo era la prueba de la salvación. Oleg Bashevis

pulsó el dispositivo que llevaba acoplado a su oído.



—Sacadlos de aquí sin montar un escándalo en





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cuanto veáis la oportunidad —ordenó a los agentes que

estaban tras los Bean.



Nicoletta seguía con su discurso en el escenario,


explicando a los asistentes que estaban a punto de ser

testigos de algo solo posible para el poder del

Conciliador. Afirmaba que hoy verían sobre el escenario


a personas que habían tenido la desgracia de sufrir todo

tipo de dolencias y accidentes y que hoy serían sanadas

por la Excepción allí mismo, en directo y delante de sus

ojos. El Comisario, mientras tanto, hizo un gesto con la


mano para que un par de oficiales que se encontraban

también entre bambalinas se acercasen a él. Cuando

estuvieron a su lado les susurró al oído.



—Señores, justo enfrente de nosotros, al otro lado del


escenario, hay un hombre que porta un arma y un

cuchillo colgados de su cinturón. Ha estado actuando de

forma sospechosa y no quiero correr el mínimo riesgo

durante este acto —afirmó Bashevis—. Quiero que vayan


hasta allí y le requisen su arma y, si se niega, les autorizo

a sacarle del recinto, por la fuerza si es necesario.



—Pero, Comisario… es un Redentor —balbuceó uno

de los oficiales.







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—Sé perfectamente quién es, estúpido —enfureció

Bashevis—. Yo soy el máximo responsable de la


seguridad. Acatarán mis órdenes, de lo contrario les juro

que ambos saldrán de aquí con el antifaz.



—Muy bien, señor —aceptaron ambos, con la voz

temblorosa.



Los agentes se dirigieron hacia el otro lado del


escenario por detrás de este, tras el gran telón con el

símbolo de la Casa de la Conciliación que se había

colocado para la ocasión y que servía de fondo para el

discurso de Nicoletta. Oleg Bashevis sentía que su


corazón iba a salirse de su pecho. El Redentor no le

quitaba sus brillantes ojos de encima y él solo necesitaba

unos segundos, solo unos segundos para que la pesadilla


terminase. Los oficiales llegaron hasta el otro extremo y

se acercaron con cautela al Redentor. Bashevis podía

verles desde su posición, sabía que no conseguirían

distraer por mucho tiempo a Batiste, así que se preparó


mentalmente para aprovechar su oportunidad en cuanto

viese el momento, pues de lo contrario no volvería a tener

otra posibilidad de actuar.



—No puedo llegar a expresarle cuanto lo lamento,


Redentor —dijo uno de los agentes con el débil hilo de



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voz que consiguió sacar de su garganta—, pero debemos

pedirle que nos entregue sus armas.



—Lárguense de aquí —les espetó sin siquiera girar su


cabeza para mirarles. Sus ojos seguían clavados en

Bashevis.



—Ojalá fuese tan sencillo… Redentor, tenemos

órdenes. Si no nos entrega sus armas tendremos que


pedirle que abandone el edificio —gimoteó el otro agente.



Jacobo no se molestó en ofrecerles una respuesta. El

público aplaudió con fuerza de nuevo, los que iban a ser

sanados estaban a punto de entrar en escena. Se


encontraban tras el escenario en el mismo lado que el

Redentor y los oficiales, observando con incredulidad la

escena que estos protagonizaban. Uno de los agentes hizo

un leve gesto con la mano en dirección a su pistolera.



—Si alguno de ustedes pone la mano sobre la


empuñadura de su arma estarán muertos antes de que

puedan quitar el seguro. No me obliguen a redimirles —

dijo Batiste.



—Redentor, puedo asegurarle que no somos una

amenaza, nos gusta tan poco como a usted esta situación,







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pero debemos hacer nuestro trabajo… Por favor, ambos

tenemos familia y somos honrados ciudadanos.



Mientras hablaba, el oficial siguió acercando su mano


hacia la pistola que llevaba en el costado con la cautela de

quién intenta desactivar una bomba. Su compañero ni

siquiera había conseguido moverse desde que la


conversación había empezado, sentía demasiado miedo

como para poder controlar su cuerpo.



—No lo hagan —repitió el Redentor—. No habrá más

advertencias.



—Por favor… Redentor… —El dedo corazón del


hombre fue el primero en tocar la empuñadura de su

arma—. Tenga piedad, se lo ruego —suplicó el agente.



—La Redención es la única piedad que conozco —

sentenció Jacobo Batiste.



El movimiento del Redentor estuvo desprovisto de

miedo, duda o cualquier otro sentimiento que se


interpusiese en el arte de acabar con un ser humano tal y

como le habían adiestrado. Tenía razón, ninguno de los

dos agentes consiguió quitar el seguro antes de que él se

girase hacia ellos y les arrancase la vida para entregársela







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al Conciliador.



Un disparo. Dos disparos. Tres disparos. Solo dos

había necesitado Jacobo. El público gritó por un instante


y luego quedó congelado. Nicoletta tenía salpicaduras de

sangre en su clámide. La Hermana miraba horrorizada al

hombre que con el que ahora compartía escenario.



—¡Tan solo es un hombre, puede morir como todos!


—aulló Oleg Bashevis. Señaló a su víctima mientras

apuntaba el arma contra su propia cabeza.



Seymour había caído a los pies de Nicoletta, un

agujero de bala le atravesaba el pecho. La sangre que


manaba de él se confundía con las arrugas de su clámide

borgoña. Los dedos de la mano que Braco aún conservaba

habrían bastado para contar los segundos en los que

sucedió. Una sombra corría hacia el escenario por el


pasillo central del patio de butacas. Se le oía gritar una y

otra vez el nombre de su hijo. Otro disparo. Llegó desde

las bambalinas. Bashevis cayó al suelo. De su cuello

brotaba sangre escarlata mientras su boca, inundada de


ella, gorgoteaba en una desesperada búsqueda por

conseguir aire.



—¡Solo era un niño!





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Jacobo Batiste entró en escena esgrimiendo el arma

con la que acababa de derribar al Comisario. Se acercó


hasta él con grandes y furiosas zancadas. Apenas veía

nada a través de sus ojos de oro. Las lágrimas lo habían

vuelto todo borroso.



—¡No era más que un niño y tú le has matado! ¡Y yo


le amaba!



Su voz rebotó, potente, en cada pared del teatro.

Descargó el resto de munición de su arma sobre el pecho

de Oleg Bashevis. El cuerpo del Comisario se contrajo de

dolor en los dos o tres primeros impactos, el resto de ellos


no hicieron más que sacudir lo que ya era un cadáver.

Heather, ajena a los disparos, había llegado a los

escalones que conducían al escenario. Los subió


precipitadamente y cayó de bruces sobre las tablas al

tropezar con el último de ellos. Ahora se arrastraba hacia

su hijo. El Redentor, aún en su frenesí, alcanzó a oír un

leve quejido a sus espaldas. El último aliento de vida de


Seymour Bean peleaba por mantenerse dentro de su

cuerpo. Por la expresión de su rostro parecía no entender

nada y, sin embargo, el brillo desesperado de sus ojos

dejaba patente para todos los que se atrevían a mirarlos


que entendía muy bien lo que estaba a punto de ocurrirle.





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La Hermana seguía petrificada a su lado. Seymour Bean

estiró el brazo, solo él supo si en busca de ayuda o de


venganza, y agarró con su pequeña manita el tobillo de la

mujer que le había causado tanto daño. Un dolor

indescriptible se apoderó de Nicoletta Braco, haciendo

capitular hasta la última fibra de su ser. Ni siquiera tuvo


tiempo de entender lo que estaba ocurriendo. Su cuerpo

cayó a plomo sobre las maderas del escenario y el sonido

que produjo pareció emular, irónico, al de las campanas


que redoblan por los muertos. Los agentes de CONTROL

del patio de butacas reaccionaron por fin y abrieron las

puertas de emergencia del teatro. Como si ese gesto


hubiese sacado a todo el público de una profunda

hipnosis, los espectadores comenzaron a gritar de nuevo

y se lanzaron en avalancha para abandonar el edificio.



Sobre el escenario quedaron tres cadáveres, una

víctima y dos verdugos que habían acabado


compartiendo destino. Una madre rota que se arrastraba

luchando por llegar hasta el sentido de su vida y un

hombre que había perdido el suyo, con las suelas de las


botas manchadas de sangre y una pistola en la mano. Un

hombre sin Dios.









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Epílogo











Las hojas caducas de los árboles se amontonaban

sobre el suelo de Seaton Park formando una alfombra


parduzca de humedad y muerte para los pies de Roger y

Heather Bean. El día apenas había nacido y aún se

mostraba frío y gris en la mañana del primer domingo de


diciembre. La mayoría de los habitantes de Little America

dormían en sus pequeñas casas residenciales y el parque

estaba desierto, justo lo que los Bean habían imaginado.


La soledad era el único aliado que buscaban para llevar a

cabo la tarea más difícil de sus vidas, despedirse de su

hijo. Caminaban juntos a través del sendero que partía

desde las proximidades de su casa hasta el claro donde


solían llevar a Seymour a jugar varias veces por semana.

Roger conocía cada piedra, cada árbol, cada adoquín

desgastado. Heather solo miraba la pequeña urna de

aluminio pulido que llevaba entre sus manos. El material


estaba tan helado que le cortaba la circulación de los

dedos, pero ella apenas ya podía sentir nada.



Habían pasado algo más de dos semanas desde la





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noche en el Teatro Federal de Munich, aunque para los

Bean el tiempo se había deformado desde que el


Comisario Oleg Bashevis atentase contra la vida de

Seymour. Los días y las noches se sucedían sin sentido

alguno para ellos. Durante los primeros días los paneles

no pararon de escupir información tras información sobre


lo ocurrido. Roger no quiso prestar atención a nada e

intentó que su mujer hiciese lo mismo, pero ella se quedó

pegada al panel en un maratón interminable de imágenes


y comentarios que no hacían más que agravar su dolor.

No podía evitarlo, tenía la necesidad de entender porqué.

Los Media decían que Oleg Bashevis había actuado sin


ayuda. «Un lobo solitario», le llamaban una y otra vez. La

investigación del gobierno en relación al asesinato de la

Excepción fue tan rápida como contundente. Un

enjambre de miembros de CONTROL y de la FedPol


aparecieron en la casa del Comisario apenas una hora

después de su muerte a manos del Redentor. No les costó

mucho seguir el rastro que les llevó hasta la trampilla que

bajaba al búnker. Allí descubrieron los cadáveres en


descomposición de Zlata Bashevis, la criada y un guardia.

Tardaron cinco días en poder taladrar el hormigón

armado y las placas de acero de una de las paredes para


poder acceder al búnker. Cuando por fin estuvieron





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dentro solo encontraron al pequeño Slavko Bashevis con

un disparo en la cabeza. Por el estado de su cuerpo, los


forenses determinaron que había muerto el mismo día

que el resto de víctimas. La Federación consiguió al

culpable ideal, uno que no podía defenderse, y en su

informe oficial acusó a Bashevis de ser el único


responsable del atentado. El gobierno también culpó al

Comisario de asesinar a su familia y a sus empleados. La

maquinaria de los Media se puso a trabajar


incansablemente. «Psicópata», «loco» o «calculador» eran

los términos con los que usualmente le describían. Se

sacaron un par de psicólogos de la manga que analizaron


en directo los videos de algunas de sus apariciones

públicas y aseguraron que su lenguaje corporal destilaba

frialdad y falta de compasión. Sin embargo, e

irónicamente, todos estaban de acuerdo en la misma


doctrina; un hombre así, que opera solo, es indetectable

hasta que actúa, nada se podía haber hecho. El trabajo

estaba acabado, el gobierno quedaba libre de culpa y la

sociedad tenía su hombre de paja al que quemar en la


hoguera para aliviar tensiones. El nombre de Oleg

Bashevis había quedado escrito con sangre en las páginas

de la Historia, pero Heather Bean seguía sin tener su


respuesta. Cuando los Media no estaban hablando del





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Comisario lo hacían de su hijo. Seymour Bean se había

convertido en una inmediata leyenda tras su muerte.


Todas las Casas de la Conciliación en la Federación se

habían transformado en altares improvisados donde se

amontonaban flores, velas, peluches y notas de afecto

para el pequeño niño que había conseguido henchir de


esperanza el pecho de cada hijo de la Conciliación. Se le

rendían homenajes en todas las ciudades, la gente lloraba

su pérdida y clamaba al cielo por su regreso, pero era algo


que no iba a suceder. Tres días después de su muerte, la

Casa organizó un funeral como nunca se había visto, con

un gran despliegue por toda Praga que culminó en el


Acto de Conciliación de Seymour Bean en la Gran Casa

de la Conciliación en el recinto del Castillo. Se nombró a

la Excepción Padre de la Conciliación póstumo, y se rogó

porque su sabiduría acompañase al Consejo de las


Madres y los Padres desde aquel día y para toda la

eternidad. La figura de Seymour seguía siendo valiosa, y

la Casa pretendía seguir recogiendo los huevos mientras

la gallina siguiese poniéndolos. Dos semanas después,


cuando todo ese teatro comenzó a apaciguarse y bajo

orden expresa del Redentor Jacobo Batiste, la Casa

entregó en absoluto secreto los restos del pequeño a sus


padres, que tuvieron que pactar que jamás harían público





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dicho suceso. Ahora los Bean por fin habían recuperado

a su hijo, aunque solo fuese un puñado de cenizas dentro


de una urna.



Llegaron al claro y comprobaron los alrededores para

asegurarse de que no había nadie. No detectaron ni un

alma, así que se colocaron en el centro y se prepararon


para la despedida.



—Creo que es lo que a Sey le hubiese gustado —dijo

Roger con la voz compungida—. Le encantaba venir aquí

con nosotros, y estará cerca de casa.



—Te quiero mucho, mi pequeño —solo alcanzó a


decir Heather. Acarició las frías paredes de la urna como

si fuesen la cara de su hijo—. Lo intentamos, Sey, te juro

que lo intentamos —le dijo.



—Heather, tenemos que darnos prisa, no quiero que

aparezca nadie —afirmó Roger, con toda la sensibilidad


de la que fue capaz—. Si no te ves con fuerzas puedo

hacerlo yo.



—No, quiero que lo hagamos juntos, Roger, somos

sus padres. Tenemos que hacerlo los dos —respondió

ella.







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Siguiendo los deseos de su mujer, Roger puso una de

sus manos sobre el lateral de la urna y con la otra quitó la


tapa y la dejó caer al suelo. La pareja se miró y cada uno

pudo contemplar la devastación que les ahogaba dentro

de los ojos del otro. Heather apretó contra su pecho el

recipiente como último gesto de cariño hacia su pequeño,


emitió un suspiro entrecortado y reunió fuerzas para

dejarle ir.



Con un gesto lento y lúgubre, los Bean esparcieron al

aire las cenizas de su hijo. El viento hizo que formasen


una cabriola sobre sus cabezas y la mayoría se perdieron

entre la nada. Una pequeña parte cayó al suelo. Heather

Bean se arrodilló junto a ellas, besó la punta de sus dedos

y las pasó por donde habían ido a parar los restos de


Seymour. Ahora ya no le quedaba nada de él. Se

incorporó de nuevo y recibió el cálido abrazo de su

marido, que no le consoló en absoluto. Sin mediar palabra


deshicieron sus pasos hacia el sendero que les llevaría de

vuelta hasta su casa. Al otro lado del claro, una sombra

entre los árboles había pasado desapercibida para los


Bean. La sombra de un hombre que lo había visto todo,

de alguien que no podía olvidar. Jacobo Batiste había

formado silenciosa y oculta parte de la última despedida

de Seymour Bean.




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Mientras la pareja cruzaba la calle que les devolvía a

su hogar, Heather Bean hizo una rápida operación con su


SmartPad. Cuando llegaron hasta la puerta amarilla que

guardaba su casa el dispositivo ya había vuelto al bolsillo

de Heather, pero el gesto no había pasado desapercibido

para su marido. El hombre abrió la puerta y observó con


tristeza las tres maletas que aguardaban a la entrada.



—Tenía la esperanza de que cambiarías de idea —

afirmó.



—Ya no hay ninguna razón para seguir con esto —

contestó Heather—. Es lo mejor para los dos.




—¿Estarás bien?


—No, pero aquí sería aún peor. No me siento capaz


de vivir en esta casa, entre todos estos recuerdos. —

Heather miró un retrato de su hijo, que colgaba de la

pared como una amarga reminiscencia de una vida que


ya no era posible.



—Al menos déjame que te acompañe hasta el

aeropuerto —le pidió él.



—No alarguemos esto más de lo necesario, Roger.

Creo que hoy ya hemos sufrido bastante. He llamado a





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un coche, no tardará en llegar, y Diane me estará

esperando en Belfast cuando el avión aterrice.



Heather cogió dos de las maletas que tenía


preparadas y las sacó al porche. Su marido hizo lo mismo

con la que aún quedaba dentro de la casa. Justo cuando la

estaba depositando junto a las otras un taxi apareció


frente a su casa. El nombre de Heather resplandecía en el

panel de su puerta.



—Ya ha llegado mi taxi —afirmó ella.



—Déjame que te ayude a meter el equipaje en el

maletero.



La pareja cargó los bultos de nuevo y se acercaron

hasta la parte trasera del vehículo, que se abrió


automáticamente cuando detectó que estaban a su lado.

Roger cargó las maletas en el interior y el compartimento

se selló.



—Cuídate mucho, Heather, por favor —suplicó


Roger, intentando contener las lágrimas.



—Lo haré, y tú también. —Heather abrazó a su

marido—. Quiero que seas feliz, Roy. Nuestro hijo habría

querido que lo intentásemos pero, sobre todo, inténtalo





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por ti —le susurró al oído.



—Si no se lo hubiese contado a Paul aquella tarde…



Tenía la voz entrecortada por el llanto. Sintió el calor


de los labios de su mujer en su mejilla y estos se

empaparon con las lágrimas que por allí se desbordaban.

Dejaron en Heather el sabor a melancolía que los amores

muertos emanan cuando se convierten tan solo en cariño.



—Eres un buen hombre. No te culpes por eso, yo


nunca debí hacerlo —le dijo ella con compasión. Heather

separó su cuerpo del de su marido y abrió la puerta del

coche, que aguardaba instrucciones para partir—. Bueno,


es la hora —alcanzó a decir, con un nudo en la garganta—

. Hasta la vista, Roger.



Él no consiguió pronunciar palabra, un simple gesto

con la cabeza fue todo lo que pudo hacer ante la cruda

realidad de despedirse en el mismo día de las dos


personas que formaban todo su universo. Heather subió

al taxi, Roger dio un par de pasos atrás y contempló

impotente como el vehículo se ponía en marcha y se


alejaba calle arriba. Dentro del coche Heather ya había

indicado su destino, el aeropuerto de Aberdeen. Ahora

miraba por la ventanilla del lado izquierdo como las





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pocas hojas que quedaban en los árboles de la linde de

Seaton Park eran mecidas por el viento. El coche estaba a


punto de dejar atrás el parque y toda la realidad que ella

había conocido. Levantó la mirada por encima de esos

árboles y descubrió al sol surgiendo de entre ellos. El día

despertaba lentamente y con él lo hacía también la vida.


Una pequeña bandada de pajarillos jugueteaban sobre las

ramas ajenos a todo mal, a todo peligro. Heather Bean

deseó que su hijo ahora formase parte de aquello, de la


tranquilidad y la armonía que siempre le había

transmitido ese lugar. Le dibujó en su mente como una de

esas pequeñas aves, migrando por primera vez hacia


lugares más amables y cálidos, sin preocupaciones, sin

dolor, tan insignificante, y a la vez tan libre, como una

diminuta mota de polvo en el cielo.

































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