The words you are searching are inside this book. To get more targeted content, please make full-text search by clicking here.
Discover the best professional documents and content resources in AnyFlip Document Base.
Search
Published by snullbug20, 2018-10-31 11:42:58

La Patrulla Del Tiempo - Poul Anderson

Everard apretó los puños hasta sentir cómo las uñas

se le hundían en las palmas.




—Me estás poniendo en una posición muy incómoda,

Keith —dijo.



—Sólo te estoy pidiendo que analices el problema…

¡y, Ahriman te maldiga, eso harás! —Una vez más, los

dedos se cerraron sobre su carne, y el conquistador del


Este le dio una orden. El viejo Keith jamás hubiese usado este

tono —pensó Everard, encolerizado. Luego se dijo—: Si no

vuelves a casa, y le digo a Cynthia que nunca lo harás… Ella


podría venir aquí; una chica extranjera más en el harén del rey

no afectará a la historia. Pero si informo al cuartel general antes

de verla, si informo de que el problema es insoluble, lo que sin

duda es un hecho… entonces, el reinado de Ciro quedará


cerrado y ella no podría reunirse contigo.



—He analizado todo esto antes, por mi cuenta —dijo

Denison con más calma—. Conozco las implicaciones tan

bien como tú. Pero mira, podría mostrarte la cueva donde


estuvo la máquina durante esas horas. Podrías volver al

momento en que aparecí allí y advertirme.



—No —dijo Everard—. Eso está descartado. Por dos

razones. La primera la norma que lo prohibe, que es

razonable. Podrían hacer una excepción en circunstancias



151

diferentes, pero hay una segunda razón: eres Ciro. No

van a eliminar todo un futuro por salvar a un hombre.




¿Lo haría por el futuro de una mujer? No estoy seguro.

Espero que no… Cynthia no tendría por qué conocer los

detalles. Sería mejor para ella no conocerlos. Podría usar mi

graduación de No asignado para mantener en secreto la verdad


para los escalafones inferiores y no decirle nada a ella excepto

que Keith murió irremediablemente en circunstancias que nos

obligaron a cerrar ese periodo al tráfico temporal. Le lloraría por

un tiempo, claro, pero es demasiado fuerte para llorar por


siempre… Vale, es un truco sucio. Pero ¿no sería mejor a la

larga que dejarla venir aquí, a una posición servil, y compartir

su hombre con al menos una docena de princesas con las que la


política le obligará a casarse? ¿No sería mejor para ella romper

por lo sano y empezar de nuevo, entre su propia gente?







—Aja —dijo Denison—. He mencionado esa idea sólo

para descartarla. Pero debe de haber alguna otra forma.


Mira, Manse, hace dieciséis años se daba una situación de

la que surgió todo lo demás, no por capricho humano sino

por la pura lógica de los acontecimientos. Supón que no

me hubiese presentado. ¿No hubiese encontrado


Harpagus a un falso Ciro diferente? La identidad exacta

del rey no importa. Otro Ciro hubiese actuado de un

152

modo diferente a mí en un millón de detalles diarios. Eso

sería natural. Pero si no era un idiota sin esperanza, si era


una persona razonablemente capaz, al menos concédeme

que yo lo soy, entonces su carrera sería igual a la mía en

todo lo importante, lo que aparece en los libros de


historia. Lo sabes tan bien como yo. Excepto en los puntos

cruciales, el tiempo siempre regresa a su propia forma.

Las pequeñas diferencias desaparecen en días o años, por


refuerzo negativo. Un refuerzo positivo sólo puede

establecerse en momentos clave y su efecto multiplicarse

con el paso del tiempo en lugar de desaparecer. ¡Tú lo

sabes!



—Claro —dijo Everard—. Pero a juzgar por lo que


cuentas, tu aparición en la cueva fue crucial. Fue eso lo

que metió la idea en la cabeza de Harpagus. Sin ella, bien,

no me cuesta imaginar la decadencia del Imperio medo,


quizá víctima de Lidia, o de Turan, porque los persas no

hubiesen tenido el liderato por derecho divino que

precisaban… No. No me acercaría a la cueva en ese

momento sin la autorización de un daneliano.



Denison lo miró y levantó el cáliz, lo bajó y siguió


mirando. Su rostro adoptó la expresión de un extraño. Al

final dijo, en voz baja:



—No quieres que regrese, ¿verdad?

153

Everard saltó del banco. Dejó caer la copa, que resonó

en el suelo, el vino corrió como la sangre.




—¡Calla! —gritó.



Denison asintió.



—Soy el rey —dijo—. Si levanto un dedo, esos

guardias te cortarán en trocitos.



—Buena forma de conseguir mi ayuda —gruñó

Everard.



Denison agitó el cuerpo. Se sentó inmóvil un rato,


antes de decir:



—Lo siento. No comprendes lo que me afecta… Oh,

sí, sí, no ha sido una mala vida. Ha tenido más color que

la de la mayoría, y eso de ser casi divino acaba

gustándote. Supongo que por eso avanzaré más allá del


Jaxartes dentro de trece años: porque no podré hacer otra

cosa; con todos esos ojos de joven león mirándome.

Maldición, incluso puede que piense que mereció la pena.



Su expresión se torció en una sonrisa:



—Algunas de las chicas han sido increíbles. Y siempre


está Cassandane. La convertí en mi esposa principal

porque en cierta forma me recordaba a Cynthia. Creo. Es


154

difícil saberlo, después de tanto tiempo. El siglo XX no me

es real. Y da más satisfacción un buen caballo que un


coche deportivo… y sé que lo que hago aquí es valioso,

algo que muchos no saben de sus propias vidas… Sí.

Siento haber gritado. Sé que me ayudarías si te atrevieses.


Como no es así, no te culpo, y no tienes que lamentarlo

por mí.



—¡Deja eso! —gruñó Everard.



Se sentía como si tuviese engranajes en el cerebro,

girando en el vacío. Sobre la cabeza veía un techo pintado


en el que un joven mataba a un toro, y el toro era el Sol y

el Hombre. Más allá de las columnas y las parras se

paseaban guardias con cotas de piel de dragón, con los

arcos listos y los rostros como de madera tallada. Podía


entreverse el ala de harén del palacio, donde un centenar

o un millar de jóvenes se consideraban afortunadas por

esperar el placer ocasional del rey. Más allá de las

murallas de la ciudad se encontraban los campos de


labranza, donde los campesinos sacrificaban a una Madre

Tierra que era vieja en aquellos parajes a la llegada de los

arios, y que se remontaba a un oscuro pasado. Más altas


que las murallas flotaban las montañas, embrujadas por

el lobo, el león, el jabalí y el demonio. Era un lugar

demasiado extraño. Everard se había considerado



155

inmune a lo extraño, pero ahora de pronto quería huir y

ocultarse en su propio siglo y con su propia gente, y


olvidar.



Dijo con prudencia:



—Déjame consultar con algunos asociados. Podemos

examinar en detalle todo el periodo. Puede que haya

algún punto de inflexión que… No tengo competencia


para manejar esto solo, Keith. Déjame regresar al futuro y

buscar consejo. Si se nos ocurre algo volveremos a… esta

misma noche.



—¿Dónde tienes el saltador? —preguntó Denison.



Everard movió una mano.



—En las colinas.



Denison se acarició la barba.




—No vas a decirme más, ¿eh? Bien, es un acierto. No

estoy seguro de confiar en mí mismo, si supiese dónde

conseguir una máquina del tiempo.



—¡No pretendía insinuar eso! —gritó Everard.



—Oh, no importa. No nos peleemos por eso. —

Denison suspiró—. Claro, vuelve a casa y mira qué




156

puedes hacer. ¿Quieres una escolta?



—Mejor no. No es necesario, ¿verdad?



—No. Hemos hecho que esta zona sea más segura que


Central Park.



—No es decir mucho. —Everard alargó la mano—.

Pero devuélveme mi caballo. Odiaría perderlo: es un

animal especial de la Patrulla, entrenado para viajar en el


tiempo. —Miró a los ojos al otro hombre—. Volveré. En

persona. Sea cual sea la decisión.



—Claro, Manse —dijo Denison.



Salieron juntos, pasaron por las diversas

formalidades de notificar a los guardias. Denison le

indicó un dormitorio palaciego, donde le dijo que estaría


todas las noches durante una semana, como punto de

encuentro. Y luego al fin Everard besó los pies del rey, y

cuando la presencia real se hubo ido, subió al caballo y

salió despacio por las puertas de palacio.




Se sentía vacío por dentro. Realmente no había nada

que hacer; y había prometido regresar e informar

personalmente de esa sentencia al rey.









157

8







Más tarde, ese mismo día, se encontraba en las


colinas, donde los cedros se alzaban sobre riachuelos fríos

y furiosos y el camino lateral que había tomado se

convertía en un sendero lleno de baches. Aunque era muy

árido, en esa época Irán todavía tenía bosques como


aquél. El caballo pisaba cansado. Debería encontrar la

casa de algún pastor y pedir acomodo, simplemente para

dejar descansar al animal. Pero no, habría luna llena;


podría caminar si debía hacerlo y llegar al saltador antes

de la salida del sol. No creía que pudiese dormir.



Pero un lugar de hierba crecida y marchita y bayas

maduras parecía un buen sitio para descansar. Tenía

comida en las alforjas, un pellejo de vino y el estómago


vacío desde el amanecer. Viró la montura.



Entrevió algo. Muy lejos por el sendero, la luz del sol

se reflejaba en una nube de polvo. Se hacía más grande a

medida que la miraba. Varios jinetes, supuso, avanzando


muy rápido. ¿Mensajeros del rey? Pero ¿a esta zona?

Empezó a sentirse inquieto. Se puso el protector del casco,

el casco encima, se colgó el escudo del brazo y sacó la

espada corta de la vaina. Sin duda el grupo se limitaría a



158

pasar a su lado, pero…



Ahora podía ver que eran ocho hombres. Llevaban


buenos caballos y el que iba más atrás traía un montón de

monturas de refresco. Sin embargo los animales estaban

bastante agotados; el sudor corría a choros sobre los

flancos pardos y tenían las crines pegadas al cuello. Debía


de haber sido una larga galopada. Los jinetes iban

vestidos con los habituales pantalones completos, camisa,

botas, capa y sombrero alto sin alas: no eran cortesanos ni

soldados profesionales, pero tampoco bandidos. Estaban


armados con espadas, arcos y lazos.



De pronto Everard reconoció la barba gris del que iba

en cabeza. Fue como una explosión: ¡Harpagus!



Y por entre la confusión podía también ver, que

incluso para ser antiguos iraníes los que le seguían


parecían bastante duros.



—Oh, oh —dijo Everard medio en voz alta—. La

escuela ha terminado.



Se le conectó el cerebro. No había tiempo de tener

miedo, sólo de pensar. Harpagus no tenía otro motivo


evidente para correr por las colinas que la captura del

griego Meandro. Claro, en una corte llena de espías y

bocazas, Harpagus habría descubierto en una hora que el

159

rey había hablado con el extraño como un igual en alguna

lengua extranjera y que le había dejado ir al norte. Le


llevaría al quiliarca un poco más encontrar una excusa

para abandonar el palacio, buscar a sus matones

personales y darle caza. ¿Por qué? Porque «Ciro» había


aparecido en su momento en aquellas tierras altas,

cabalgando en un dispositivo que Harpagus codiciaba.

No era un tonto, y el medo seguramente nunca se había


sentido satisfecho con la historia que Keith le había

contado. Parecía razonable que algún día apareciera otro

mago del país natal del rey, y esta vez Harpagus no

dejaría escapar el aparato con tanta facilidad.



Everard no esperó más. Sólo estaban a un centenar de


metros. Podía ver relucir los ojos del quiliarca bajo las

cejas caídas. Puso al galope el caballo, sacándolo del

camino hacia el prado.



—¡Alto! —gritó tras él una voz que recordaba—.

¡Alto, griego!




Everard no obtuvo de su montura más que un trote

cansado. Los cedros proyectaban sombras alargadas.



—¡Alto o disparamos!… ¡alto!… ¡disparad! ¡No a

matar! ¡A la montura!



En el borde del bosque, Everard bajó de la silla. Oyó

160

un zumbido furibundo y unos golpes. El caballo relinchó.

Everard miró atrás; la pobre bestia estaba de rodillas. ¡Por


Dios, alguien iba a pagar por eso! Pero él era un solo

hombre y ellos ocho. Corrió bajo los árboles. Una flecha

golpeó un tronco a su izquierda y se hundió en él.



Corrió, agachado, zigzagueando en la penumbra


perfumada. De vez en cuando una rama baja le golpeaba

la cara. Le hubiese venido bien más maleza, para intentar

alguna maniobra algonquina, pero al menos el suelo

blando era silencioso. Había perdido de vista a los persas.


Casi instintivamente habían intentado adelantarlo a

caballo. El sonido de golpes e insultos le indicó lo mal que

había funcionado la estrategia.



Llegarían a pie en un minuto. Inclinó la cabeza. Un


ligero susurró de agua… Se movió en su dirección, por

una cuesta llena de pedruscos. Sus perseguidores no eran

urbanitas indefensos, pensó. Estaba claro que alguno

sería montañero, con ojos para leer hasta el más mínimo


rastro de su paso. Tenía que ocultar el rastro; luego podría

ocultarse hasta que Harpagus tuviese que regresar a las

labores de la corte. Le dolía respirar. Detrás de él se oían


voces, una nota de decisión, pero no conseguía entender

lo que decían. Estaban demasiado lejos. Y la sangre le

resonaba con mucha fuerza en los oídos.



161

Si Harpagus había disparado al invitado del rey,

estaba claro que Harpagus no pretendía que el invitado


pudiese informar al rey. El programa consistía en

capturarlo, torturarlo hasta que revelase dónde estaba la

máquina y cómo hacerla funcionar y, finalmente, la


misericordia del acero. Judas —pensó Everard por entre

el clamor de sus propias venas—. He estropeado tanto esta

operación hasta ser un manual de cómo no comportarse como


patrullero. Y lo primero en la lista es: no pienses tanto en una

chica que no te pertenece que olvides las precauciones

elementales.



Salió al borde de una ribera alta y húmeda. Por debajo

corría un riachuelo hacia el valle. Le habían visto llegar


hasta allí, pero no sabrían dónde se metería en el agua…

¿por dónde debía hacerlo?… al bajar sintió el barro frío y

resbaladizo sobre la piel. Mejor ir corriente arriba. Eso le


llevaría más cerca del saltador, y Harpagus podría

considerar más probable que intentase regresar con el

rey.



La piedras le hirieron los pies y el agua calmó el dolor.

Los árboles formaban murallas en cada orilla, así que


como techo tenía una franja delgada de un azul que se

oscureció momentáneamente. En lo alto flotaba un

águila. El aire se hizo más frío. Pero tuvo algo de suerte:



162

el riachuelo se torcía como una serpiente en delirio y

pronto perdió de vista el punto de entrada. Recorreré un


kilómetro o dos —pensó—, y quizá encontraré una rama baja

que pueda agarrar para no dejar un rastro.



Pasaron los minutos despacio.



En cuanto llegue al saltador—pensó—, voy al futuro y

pido ayuda a los jefes. Sé muy bien que no van a dármela. ¿Por


qué no sacrificar a un hombre para asegurarse su propia

existencia y de todo lo que querían? Por tanto, Keith está

atrapado aquí, dispone de trece años antes de que los bárbaros


lo maten. Pero Cynthia seguirá siendo joven dentro de trece

años, y después de una pesadilla de exilio tan larga y sabiendo

que su hombre iba a morir, estaría apartada, sería una extraña

en una época prohibida, sola en la corte asustada del loco


Cambises II… No, tengo que ocultarle la verdad, mantenerla en

casa haciéndole creer que Keith está muerto. El mismo querría

que así lo hiciese. Y después de un año o dos ella volverá a ser

feliz; yo podría enseñarle a ser feliz.




Había dejado de notar las rocas que le golpeaban los

pies, el cuerpo que luchaba y resistía o el fragor del agua.

Pero luego viró en un recodo y vio a los persas.



Eran dos, vadeando corriente abajo. Evidentemente

su captura era lo suficientemente importante para romper



163

el prejuicio religioso contra el envilecimiento de un río.

Dos más caminaban arriba, moviéndose entre los árboles


de cada orilla. Uno de ellos era Harpagus. Las largas

espadas salieron con un silbido de las vainas.



—¡Alto! —gritó el quiliarca—. ¡Alto, griego! ¡Ríndete!



Everard se quedó inmóvil. El agua le corría por entre

los tobillos. Los dos que acudieron a cogerlo eran irreales


allá abajo, en un pozo de sombras sus rostros imprecisos,

de forma que sólo veía las ropas blancas y un reflejo en

las hojas curvas. Lo comprendió de pronto: los


perseguidores habían seguido su rastro hasta el

riachuelo. Así que se habían dividido, la mitad a cada

dirección, corriendo más rápido sobre tierra firme de lo

que él podía moverse en el agua. Llegados más allá de la


distancia que él podía recorrer, habían deshecho el

camino, más lentos cuando estaban limitados por la

corriente, pero bastante seguros de su éxito.



—Cogedle vivo —recordó Harpagus—. Atadle si es


necesario, pero cogedle vivo.



Everard gruñó y se volvió hacia la orilla.



—Vale tío, tú lo has querido —dijo en inglés. Los dos

hombres en el agua gritaron y empezaron a correr. Uno

tropezó y cayó de cara. El hombre del lado opuesto bajó

164

en tobogán sobre la espalda.



El barro era resbaladizo. Everard hundió la parte baja


del escudo en él y subió. Harpagus se movió con frialdad

para esperarlo. Al acercarse, la espada del viejo noble

silbó, atacando desde lo alto. Everard movió la cabeza y

recibió el golpe con el casco, que resonó. El filo resbaló y


le cortó el hombro derecho, pero no mucho. Sólo notó un

pinchazo y luego estaba demasiado ocupado para sentir

nada.



No esperaba ganar. Pero haría que lo matasen y


pagarían por el privilegio.



Llegó a la hierba y levantó el escudo justo a tiempo

para protegerse los ojos. Harpagus buscó las rodillas.

Everard lo apartó con la espada corta. El sable del medo

silbó. Pero de cerca, un asiático ligeramente armado no


tenía ninguna oportunidad contra un hoplita, como la

historia demostraría un par de generaciones más tarde.

Por Dios —pensó Everard—, si tuviese una coraza y grebas,


¡quizá pudiese encargarme de los cuatro! Usaba el gran

escudo con habilidad, poniéndolo frente a cada golpe y

ataque, y siempre conseguía casi meterse bajo la espada

larga de Harpagus y llegar al estómago.



El quiliarca sonrió tenso por entre las patillas grises



165

trenzadas y se alejó. Ganaba tiempo, claro. Tuvo éxito.

Los otros tres hombres subieron la ribera, gritaron y


cargaron. Fue un ataque desordenado. Grandes

luchadores individualmente, los persas nunca

desarrollaron la disciplina de grupo de Europa, con lo


que se derrotarían a sí mismos en Maratón y Gaugamela.

Pero cuatro contra uno sin armadura era muy fácil.



Everard se puso de espaldas a un tronco. El primer

hombre se acercó impaciente, con la espada golpeando el

escudo griego. La espada de Everard salió disparada de


detrás del oblongo de bronce. Hubo una ligera pero

pesada resistencia. Conocía la sensación de otros días,

retiró la espada y se hizo rápidamente a un lado. El persa


se sentó, derramando su vida. Se quejó una vez, vio que

era hombre muerto y levantó el rostro hacia el cielo.



Sus compañeros ya estaban con Everard, uno a cada

lado. Las ramas bajas hacían que el lazo fuese inútil;

tendrían que batallar. El patrullero rechazó la hoja


izquierda con el escudo. Eso desprotegía las costillas,

pero como sus oponentes tenían órdenes de no matarlo,

podía permitírselo. El hombre de la derecha intentó dar a


los tobillos de Everard. Everard saltó en el aire y la espada

silbó bajo sus pies. El de la izquierda atacó, apuntando

bajo. Everard sintió un impacto romo y vio el acero en la



166

pantorrilla. Se liberó de un salto. Un rayo de la puesta de

sol penetró entre las agujas y tocó la sangre, volviéndola


de un rojo imposible. Everard sintió que la pierna cedía.



—Venga —gritó Harpagus, moviéndose a tres metros

de distancia—. ¡Cortadlo en trozos!



Everard gritó sobre el borde del escudo:



—¡Una tarea que el chacal de vuestro líder no tiene el


valor suficiente de intentar por sí mismo, después de que

yo lo obligase a retirarse con el rabo entre las piernas!



Era algo calculado. El ataque se detuvo un instante.

Se echó hacia delante.



—Si los persas deben ser perros de un medo —dijo

con voz ronca—, ¿no podéis elegir a un medo que sea un


hombre, en lugar de a esta criatura que traicionó a su rey

y ahora huye de un solo griego?



Incluso tan al oeste y tan en el pasado, un oriental no

podía permitir que lo avergonzaran de semejante forma.


No es que Harpagus hubiese sido un cobarde; Everard

sabía que sus afirmaciones eran injustas. Pero el quiliarca

escupió una maldición y lo atacó. Everard tuvo un

momento para entrever los ojos salvajes hundidos en el


rostro de nariz aguileña. Con torpeza se adelantó. Los dos


167

persas vacilaron un segundo más. Eso fue suficiente para

que Everard y Harpagus se encontrasen. La hoja del


medo se levantó y cayó, rebotó en el escudo y el casco

griego, y buscó por un lado cortar la pierna. Una túnica

suelta ondeó blanca frente a la vista de Everard. Bajó los


hombros y metió la espada.



La retiró con un giro cruel y profesional que

garantizaba una herida mortal, dio una vuelta sobre el

talón derecho y recibió un golpe en el escudo. Durante un

minuto él y el persa intercambiaron furia. Por el rabillo


del ojo, vio que el otro daba una vuelta para colocarse tras

él. Bien, pensó de forma distante, había matado al hombre

peligroso para Cynthia…



—¡Alto!



La orden fue una débil agitación en el aire, menos


audible que la corriente montañosa, pero los guerreros se

retiraron y bajaron las armas. Incluso el persa moribundo

apartó los ojos del cielo.



Harpagus luchó por sentarse, en un charco de su


propia sangre. La piel se le había vuelto gris.



—No… alto —susurró—. Esperad. Aquí hay un

propósito. Mitra no me hubiese herido a menos que…




168

Hizo un gesto señorial. Everard dejó caer la espada,

avanzó cojeando y se arrodilló junto a Harpagus. El medo


se recostó en sus brazos.



—Eres de la tierra natal del rey —dijo con voz áspera

por entre la barba ensangrentada—. No lo niegues. Pero

ten claro… que Aurvagaush el hijo de Khshayavarsha…


no es un traidor. —La forma delgada se envaró,

imperiosa, como si ordenase a la muerte esperar—. Sabía

que había poderes involucrados, del cielo o el infierno,

hoy no sé de dónde, en la llegada del rey. Los empleé, lo


empleé a él, no por mí, sino porque había jurado lealtad a

mi propio rey, Astiages, y él necesitaba un… un Ciro…

para evitar que el reino se fragmentase. Después, por su


crueldad, Astiages perdió mi lealtad. Pero todavía era un

medo. Vi en Ciro la única esperanza, la mejor esperanza

de Media. Porque también ha sido un buen rey para


nosotros… bajo su dominio sólo somos segundos tras los

persas… ¿Lo entiendes, tú que vienes del hogar del rey?

—Los ojos oscuros giraron, intentando ver a Everard pero

sin suficiente control—. Quería capturarte… para robarte


el ingenio y su uso, y luego matarte… sí… pero no para

ganar yo. Era por el reino. Temía que te llevases al rey a

casa, como sé que él desea. ¿Y qué sería de nosotros? Sé

misericordioso, porque tú también debes esperar


misericordia.

169

—Lo haré —dijo Everard—. El rey permanecerá aquí.



—Está bien —suspiró Harpagus—. Creo que dices la


verdad… no me atrevo a creer otra cosa… Entonces, ¿he

expiado mi culpa? —dijo con débil voz ansiosa—. Por el

asesinato que cometí por orden de mi viejo rey… al dejar

un niño indefenso sobre una montaña y verlo morir…


¿estoy perdonado, compatriota del rey? ¡Porque fue la

muerte de ese príncipe… lo que llevó esta tierra tan cerca

de su destrucción… pero encontré otro Ciro! ¡Nos salvé a

todos! ¿He sido perdonado?




—Sí —dijo Everard, y se preguntó cuánta absolución

tenía poder para dar.



Harpagus cerró los ojos.



—Entonces déjame —dijo, como el eco que se

desvanecía de una orden.



Everard lo colocó sobre la tierra y se alejó. Los dos

persas se arrodillaron al lado de su amo para llevar a cabo


ciertos ritos. El tercer hombre regresó a sus propias

contemplaciones. Everard se sentó bajo un árbol, arrancó

una tira de tela de su capa y se vendó las heridas. El corte


de la pierna necesitaría atención. De alguna forma debía

llegar al saltador. No sería divertido, pero lo conseguiría

y entonces un doctor de la Patrulla le repararía en unas

170

cuantas horas con la ciencia médica de un futuro

posterior a su época. Iría a la oficina de algún entorno


oscuro, porque harían demasiadas preguntas en el siglo

XX.



Y no podía permitírselo. Si sus superiores supiesen lo

que planeaba, probablemente lo prohibirían.



La respuesta le había llegado, no como una revelación


cegadora, sino como la cansada conciencia del

conocimiento que bien podía haber tenido en el

subconsciente desde hacía tiempo. Se recostó, para


recuperar el aliento. Los otros cuatro persas llegaron y les

contaron lo sucedido. Ninguno de ellos hizo caso a

Everard, excepto por unas miradas donde el terror

luchaba con el orgullo, y realizaron gestos furtivos contra


el mal. Levantaron al jefe muerto y a su compañero

moribundo y se los llevaron al bosque. La oscuridad se

hizo más intensa. En algún lugar ululó un búho.


























171

9







El Gran Rey estaba sentado en la cama. Había oído un


ruido más allá de las cortinas.



Cassandane, la reina, se agitó imperceptiblemente.

Una mano delicada le tocó la cara.



—¿Qué es, sol de mi cielo? —preguntó.



—No lo sé. —Buscó a tientas la espada que siempre

tenía bajo la almohada—. Nada.



La palma se deslizó hasta el pecho.



—No, es mucho —susurró ella, agitada de pronto—.


Tu corazón resuena como un tambor de guerra.



—Quédate aquí. —Abrió las cortinas y salió.



La luz de la luna penetraba desde un cielo

profundamente púrpura, por una ventana arqueada que

llegaba hasta el suelo. Se reflejaba casi cegadora en un


espejo de bronce. Notaba el aire frío sobre la piel desnuda.


Una cosa de metal oscuro, cuyo jinete sostenía por un


manillar mientras tocaba los controles, se deslizó como

otra sombra. Aterrizó sin sonido sobre la alfombra y el


172

jinete bajó. Era un hombre grande con túnica y casco

griego.




—Keith —dijo.



—¡Manse! —Denison avanzó hacia la luz de la luna—

. ¡Has venido!



—No me digas —respondió Everard con sarcasmo—

. ¿Crees que alguien nos oirá? No creo que me hayan


visto. Me he materializado directamente sobre el tejado y

flotado en antigravedad.



—Hay guardias justo al otro lado de la puerta —dijo

Denison—, pero no entrarán a menos que toque el gong

o grite.



—Bien. Ponte algo de ropa.



Denison bajó la espada. Permaneció envarado un


instante, luego sonrió.



—¿Has encontrado una forma?



—Quizá. Quizá. —Everard apartó la vista del otro

hombre, tamborileó con los dedos sobre el panel de

control—. Mira, Keith —dijo al fin—. Tengo una idea que


podría funcionar. Necesitaré tu ayuda para ponerla en

práctica. Si sale bien, podrás volver a casa. La oficina


173

central aceptará un fait accompli y no prestará atención al

incumplimiento de las reglas. Pero si sale mal, tendrás


que regresar a esta misma noche y vivir tu vida como

Ciro. ¿Podrás hacerlo?



Denison se estremeció con algo más que un escalofrío.

En voz muy baja dijo:



—Creo que sí.




—Yo soy más fuerte que tú —dijo Everard con

brusquedad—, y tendré la única arma. Si es necesario, te

obligaré a venir aquí. Por favor, que no tenga que ser así.



Denison inspiró profundamente.



—No será necesario.



—Entonces esperemos que las nornas cooperen.

Vamos, vístete. Te lo explicaré por el camino. Dale un


beso de despedida a este año y confía en que no sea «hasta

luego»… porque si mi idea sale bien, ni tú ni nadie

volverá a verlo.



Denison, que medio se había vuelto hacia la ropa


tirada en una esquina para que un esclavo la cambiase

antes del amanecer, se detuvo.



—¿Qué? —preguntó.


174

—Vamos a intentar reescribir la historia —dijo

Everard—. O quizá restaurar la historia que estaba aquí


en primer lugar. No lo sé. ¡Vamos, sube!



—Pero…



—¡Rápido, hombre, rápido! ¿No comprendes que he

vuelto el mismo día en que te dejé, que en estos

momentos me estoy arrastrando por las montañas con


una pierna abierta, sólo para ahorrarte ese tiempo extra?

¡Muévete!



Denison tomó una decisión. Tenía el rostro entre

tinieblas, pero habló en voz baja y con claridad:



—Tengo un adiós personal que dar.



¿Qué?



—A Cassandane. Ha sido mi mujer, por Dios, ¡catorce


años! Me ha dado tres hijos y, en una ocasión, cuando los

medos estaban a las puertas, ella guió a las mujeres de

Pasargada para animarnos y ganamos… Dame cinco


minutos, Manse.



—Vale, vale. Aunque necesitarás más de cinco

minutos para enviar a un eunuco a su habitación y…



—Está aquí.


175

Denison se perdió tras las cortinas.



Everard permaneció un momento anonadado.



Esperabas que viniese por ti esta noche —pensó—, y


esperabas que pudiese llevarte de nuevo con Cynthia. Así que

mandaste llamar a Cassandane.







Y luego, cuando los dedos empezaban a dolerle de

agarrar con tanta fuerza el mango de la espada: Oh,

cállate, Everard, granuja pagado de ti mismo y petulante.




Al fin Denison regresó. No habló mientras se ponía la

ropa y montaba en el asiento trasero del saltador. Everard

saltó en el espacio, una transición instantánea; la

habitación se desvaneció y la luz de la luna inundaba las


colinas allá abajo. Un viento frío corrió alrededor de los

hombres en el cielo.



—Ahora a Ecbatana. —Everard encendió la luz del

panel y ajustó los controles según una nota garabateada


en la libreta del piloto.



—Ec… Oh, ¿te refieres a Hagmatan? ¿La vieja capital

meda? —Denison sonaba asombrado—. Pero ahora no es

más que una residencia de verano.




176

—Me refiero a Ecbatana hace treinta y seis años —dijo

Everard.




—¿Eh?



—Mira, todos los historiadores científicos del futuro

están convencidos de que la historia de la infancia de

Ciro, tal y como la relatan Heródoto y los persas, es pura

fábula. Bien, quizá siempre tuvieron razón. Quizá tus


experiencias han sido uno de esos pequeños fallos del

espacio‐tiempo que la Patrulla intenta eliminar.



—Comprendo —dijo Denison lentamente.



—Supongo que estuviste a menudo en la corte de

Astiages cuando eras su vasallo. Vale, me guiarás.


Queremos al tipo a solas, preferiblemente de noche.



—Dieciséis años es mucho tiempo —dijo Denison.



—¿Mm?



—Si de todas formas intentas cambiar el pasado, ¿por

qué usarme en ese punto? Ven a mí cuando haya sido

Ciro sólo durante un año, lo suficiente para estar


familiarizado con Ecbatana pero…



—Lo siento, no. No me atrevo. Ya nos estamos

moviendo muy de cerca. Dios sabe qué bucle secundario


177

en las líneas del tiempo podría producir algo así. Incluso

si saliese bien, la Patrulla nos enviaría a los dos al planeta


de exilio por arriesgarnos de esa forma.



—Bien… sí, te entiendo.



—Además —dijo Everard—, no eres de los que se

suicidan. ¿Realmente querrías que tu yo, en este instante,

no existiese? Piensa durante un minuto lo que eso implica


exactamente.



Completó los ajustes. A su espalda Denison se

estremeció.



—¡Mitra! —exclamó—. Tienes razón. No hablemos

más de ello.



—Ahí vamos, entonces. —Everard pulsó el


interruptor principal.



Flotó sobre una ciudad de planta desconocida.

Aunque también era una noche iluminada por la luna, la

ciudad era una mancha oscura a los ojos. Metió la mano


en las alforjas.



—Toma —dijo—. Ponte este disfraz. Hice que los

chicos del periodo medio de Mohenjo‐Daro lo ajustasen a

mis especificaciones. La situación es tal que ellos mismos

a menudo necesitan este tipo de disfraz.

178

El aire silbó mientras el saltador iba hacia tierra.

Denison pasó un brazo más allá de Everard para señalar.




—Ése es el palacio. El dormitorio real está en el ala

este…



Era un edificio más pesado y menos grácil que el

sucesor persa en Pasargada. Everard entrevió un par de

toros alados blancos en el jardín de otoño, heredados de


los asirios. Comprendió que las ventanas que tenía

enfrente eran demasiado estrechas para entrar, soltó un

juramento y se dirigió a la puerta más cercana. Un par de


guardias montados levantaron la vista, vieron lo que

venía y gritaron. Los caballos relincharon y los arrojaron

al suelo. La máquina de Everard destrozó la puerta. Un

milagro más no iba a afectar a la historia, especialmente


cuando en esas cosas se creía tan devotamente como en

las píldoras de vitaminas en casa, y posiblemente con más

razón. Las lámparas lo guiaron por un pasillo donde los

esclavos y guardias gemían de terror. En el dormitorio


real sacó la espada y golpeó con el pomo.



—Ocúpate tú, Keith —dijo—. Tú conoces la versión

meda del ario.



—¡Abre, Astiages! —rugió Denison—. ¡Abre a los

mensajeros de Ahura‐Mazda!



179

Para sorpresa de Everard, el hombre obedeció.

Astiages era tan valiente como su gente. Pero cuando el


rey —una persona rechoncha de mediana edad y rostro

duro— vio dos seres de toga luminosa con halos en la

cabeza y alas de luz a la espalda, sentados sobre un trono


de hierro que flotaba en el aire, se postró.



Everard oyó a Denison rugir en el mejor estilo de

predicador, usando un dialecto que apenas podía

entender:



—¡Oh, infame vasija de iniquidad, la ira del cielo ha


caído sobre ti! ¿Creías que tu menor pensamiento, aunque

oculto en las tinieblas de donde nació, podía quedar

oculto al Ojo del Día? ¿Creías que el todopoderoso

Ahura‐Mazda permitiría un acto tan terrible como el que


tramas…?



Everard no escuchó. Se perdió en sus propios

pensamientos: Harpagus se encontraba probablemente

en algún punto de esa misma ciudad, lleno de juventud y


todavía sin la carga de la culpa. Ahora ya no tendría que

soportarla. Nunca tendería a un bebé sobre una montaña

y se apoyaría en su lanza mientras lloraba, se estremecía

y finalmente se quedaba quieto. En el futuro se rebelaría,


por sus propias razones, y se convertiría en el quiliarca de

Ciro, pero no moriría en los brazos de su enemigo en un

180

bosque maldito; y a un cierto persa, cuyo nombre Everard

no conocía, también se le evitaría una espada griega y una


lenta caída en el vacío.



Pero el recuerdo de los dos hombres que maté esta impreso

en las células de mi cerebro: tengo una delgada cicatriz blanca

en la pierna; Keith Denison tiene cuarenta y siete años y ha


aprendido a pensar como un rey.







—… Descubre, Astiages, que ese niño Ciro tiene el

favor del cielo. Y el cielo es misericordioso: se te ha

advertido que si manchas tu alma con esa sangre


inocente, ese pecado nunca podrá ser lavado. ¡Permite

que Ciro crezca en Anzán, o arde por siempre con

Ahriman! ¡Mitra ha hablado!



Astiages se arrastró dando golpes con la cabeza en el


suelo.


—Vámonos —dijo Denison en inglés.




Everard saltó a las colinas persas, treinta y seis años

en el futuro. La luz de la luna caía sobre los cedros cerca

de una carretera y una corriente. Hacía frío y aullaba un

lobo.



Hizo aterrizar el saltador, bajó y empezó a quitarse el

181

disfraz. El rostro barbudo de Denison salió de la máscara,

con la extrañeza escrita en él.




—Me pregunto —dijo. Su voz casi se perdió en el

silencio bajo las montañas—. Me pregunto si no

habremos asustado demasiado a Astiages. La historia

registra que le dio a Ciro tres años de lucha cuando los


persas se rebelaron.



—Siempre podemos ir al comienzo de la guerra y

darle una visión animándole a resistir —dijo Everard,

luchando por ser práctico; porque le rodeaban los


fantasmas—. Pero no creo que sea necesario. Apartará las

manos del príncipe, pero cuando un vasallo se rebele…

bueno, estará tan enloquecido como para dejar a un lado

lo que para entonces le parecerá un sueño. Además, sus


propios nobles, con intereses medos, no le permitirían

rendirse. Pero comprobémoslo. ¿No encabeza el rey una

procesión en el festival del solsticio de invierno?



—Sí. Vamos. Rápido.



Y el sol ardía sobre ellos, en lo alto de Pasargada.


Dejaron la máquina oculta y caminaron a pie, dos viajeros

más en la corriente que venía a celebrar el nacimiento de

Mitra. Por el camino, preguntaron qué había sucedido,

explicando que llevaban mucho tiempo fuera. Las



182

respuestas fueron satisfactorias, incluso en pequeños

detalles que la memoria de Denison recordaba pero que


las crónicas no mencionaban.



Finalmente estaban de pie bajo un cielo azul escarcha,

entre miles de personas, y saludaron cuando Ciro el

Grande pasó cabalgando con sus principales cortesanos,


Kobad, Creso y Harpagus, y le siguió el orgullo, la pompa

y el sacerdocio de Persia.



—Es más joven de lo que yo era —susurró Denison—

. Tendría que serlo, supongo. Y un poco más pequeño…


un rostro completamente diferente, ¿no?… pero valdrá.



—¿Quieres quedarte para la diversión? —preguntó

Everard.



Denison se cerró la capa. El aire era frío.



—No —dijo—. Volvamos. Ha pasado mucho tiempo.

Incluso si nunca sucedió.



—Aja. —Everard se sentía más solemne de lo que


debería sentirse un rescatador victorioso—. Nunca

sucedió.












183

10







Keith Denison salió del ascensor de un edificio en


Nueva York. Se había sentido vagamente sorprendido de

no recordar su aspecto. Ni siquiera recordaba el número

de su apartamento, tuvo que comprobarlo en el

directorio. Detalles, detalles. Intentó dejar de temblar.




Cynthia abrió la puerta cuando él iba a hacerlo.


—Keith —dijo ella, casi incrédula.




El no pudo encontrar más palabras que:



—Manse te advirtió sobre mí, ¿no? Dijo que lo haría.



—Sí. No importa. No comprendí que tu aspecto

habría cambiado tanto. Pero no importa. ¡Oh, querido!



Ella lo hizo entrar, cerró la puerta y se hundió en sus

brazos.



Keith miró el apartamento. Había olvidado lo


pequeño que era. Y nunca había compartido el gusto de

Cynthia en decoración, aunque se había rendido.



El hábito de rendirse a una mujer, incluso de pedirle

su opinión, sería algo que tendría que aprender de nuevo.


184

No le resultaría fácil.



Ella levantó un rostro húmedo para que él lo besara.


¿Era ése el aspecto de Cynthia? Pero no lo recordaba…

no. Después de todo ese tiempo, él sólo recordaba que ella

era baja y rubia. Había vivido con ella unos cuantos

meses; Cassandane lo había llamado su estrella matutina,


le había dado tres hijos y había aguardado para hacer su

voluntad durante catorce años.



—Oh, Keith, bienvenido a casa —dijo la vocecita

aguda.



¡En casa! —pensó—. ¡Dios!












































185

Las cascadas de Gibraltar







La base de la Patrulla del Tiempo sólo estaría allí


durante el centenar de años más o menos que duraría la

afluencia. A lo largo ese periodo, poca gente, aparte de los

científicos y el personal de mantenimiento, se quedaría

allí demasiado tiempo. Por tanto era pequeña, un refugio


y un par de edificios de servicio, casi perdidos en la tierra.



Cinco millones de años y medio antes de su

nacimiento, Tom Nomura descubrió que el sur de Iberia

era más empinado de lo que recordaba. Las colinas


trepaban abruptamente hacia el norte hasta convertirse

en montañas bajas que amurallaban el cielo, atravesadas

por cañones en los que las sombras eran azules. Era una

región seca, con lluvias violentas pero breves en el


invierno, con ríos convertidos en arroyuelos o en nada

cuando la hierba ardía en el verano. Los árboles y los

arbustos crecían muy apartados: espino, mimosa, acacia,


pino, áloe; alrededor del agua había palmeras, helechos,

orquídeas.



Con todo, era rica en vida. Los halcones y los buitres

siempre flotaban en el cielo despejado. Manadas de

rumiantes se entremezclaban; había ponis rayados,



186

rinocerontes primitivos, antepasados de la jirafa con

aspecto de okapi, en ocasiones mastodontes —de fino


pelo rojo, con grandes colmillos— o extraños elefantes.

Entre los depredadores y carroñeros se contaban los

dientes de sable, formas primarias de los grandes gatos,


las hienas y los correteantes monos de tierra que en

ocasiones caminaban sobre sus patas traseras. Los

hormigueros se levantaban a casi dos metros sobre el


suelo. Las marmotas silbaban.


Olía a heno, a quemado, mierda cocida y carne


caliente. Cuando se despertaba el viento, corría con

fuerza, empujando y arrojando polvo y calor a la cara. A

menudo la tierra resonaba por las pisadas de los


animales, los pájaros clamaban y las bestias barritaban.

Por la noche llegaba un frío súbito, y las estrellas eran

tantas que uno no distinguía las extrañas constelaciones.



Así habían sido las cosas hasta hacía poco. Y todavía

no se había producido ningún gran cambio. Pero había


comenzado un siglo de trueno. Cuando terminase, nada

volvería a ser igual.



Manse Everard miró con los ojos entrecerrados a Tom

Nomura y a Feliz a Rach durante un breve momento


antes de sonreír y decir:




187

—No, gracias, hoy me quedaré por aquí. Divertíos.



¿Había caído uno de los párpados del hombre alto,


con nariz rota y algo canoso en dirección a Nomura? Éste

no podía estar seguro. Eran del mismo entorno, del

mismo país. Que Everard hubiese sido reclutado en

Nueva York en 1954 y Nomura en San Francisco en 1972


no debería representar gran diferencia. Los trastornos de

esa generación no eran más que burbujas en comparación

con lo sucedido antes y lo que vendría después. Sin

embargo, Nomura acababa de salir de la Academia, con


apenas veinticinco años de tiempo vital a las espaldas.

Everard no había dicho cuántos años sumaban sus

propios viajes por el tiempo; y, considerando el


tratamiento de longevidad que la Patrulla ofrecía a sus

miembros, era imposible adivinarlo. Nomura sospechaba

que el agente No asignado había visto suficiente


existencia como para haberse convertido en más extraño

para él que Feliz, que había nacido a dos milenios de

ambos.



—Muy bien, empecemos —dijo ella. Por cortante que

fuese, Nomura pensaba que su voz convertía el temporal


en música.



Salieron del porche y atravesaron el patio. Un par de

patrulleros los saludaron, con un placer dirigido a ella.

188

Nomura estaba de acuerdo. La mujer era joven y alta, la

fuerza de sus rasgos quedaba suavizada por unos


grandes ojos verdes, y tenía la boca grande y un pelo

castaño que relucía a pesar de llevarlo cortado a la altura

de las orejas. El habitual mono gris y las botas resistentes


no podían ocultar su figura y la agilidad de su paso.



Nomura sabía que él mismo no era mal parecido —

un cuerpo ancho pero flexible, rasgos regulares de altos

pómulos, piel bronceada— pero ella hacía que se sintiese

soso.




También por dentro —pensó él—. ¿Cómo se las arregla

un patrullero novato, ni siquiera asignado a labores policiales,

sino un simple naturalista, para decirle a una aristócrata del

Primer Matriarcado que se ha enamorado de ella?



El ruido que siempre llenaba el aire, esos kilómetros


de distancia de las cataratas, a él le sonaba como un coro.

¿Era su imaginación, o realmente sentía un interminable

estremecimiento por el suelo hasta sus huesos?



Feliz abrió un cobertizo. En su interior había varios


saltadores, que se asemejaban vagamente a motocicletas

de dos asientos sin ruedas, propulsados por antigravedad

y capaces de saltar varios miles de años (ellos y sus

actuales jinetes habían sido transportados hasta allí por



189

transbordadores de carga). El de ella estaba cargado de

equipos de grabación. Él no había conseguido


convencerla de que estaba cargado en exceso y sabía que

nunca le perdonaría que se lo advirtiera a alguien de

fuera. Su invitación a Everard —el oficial de mayor rango


disponible, aunque allí estaba sólo de vacaciones—, para

que se uniese a ellos, había sido realizada con la vaga

esperanza de que Everard viese la carga y le ordenase


permitir que su asistente llevase una parte.


Ella saltó a la silla.




—¡Vamos! —dijo—. La mañana avanza.



Nomura montó en su vehículo y tocó los controles.

Los dos se deslizaron hacia el exterior y hacia lo alto. A la

altura de un águila, recuperaron la horizontal y se

dirigieron al sur, donde el río Océano vertía a la Mitad de


la Tierra.



Bancos de niebla elevados siempre marcaban el

horizonte, pasando del plata al azul celeste. A medida

que uno se acercaba, ganaban altura. Más adelante, el


universo se convertía en gris, estremecido por el rugido,

amargo a los labios humanos, mientras el agua fluía entre

las rocas y atravesaba el barro. Tan espesa era la fría

niebla salina que era poco recomendable respirarla más



190

de unos cuantos minutos.



Desde lo alto, la imagen era todavía más asombrosa.


Allí podía verse el final de una era geológica. Durante

millón y medio de años la cuenca del Mediterráneo había

sido un desierto. Ahora las Puertas de Hércules se habían

abierto y el Atlántico entraba.



Con el viento del movimiento a su alrededor,


Nomura miró al oeste a través de una inmensidad

inquieta, de muchos colores y llena de espuma. Podía ver

las corrientes, atraídas hacia el nuevo espacio abierto


entre Europa y África. Allí entrechocaban y retrocedían,

un caos blanco y verde cuya violencia iba de tierra a cielo

y regresaba, desmoronaba los acantilados, tapaba valles

y cubría las costas de espuma durante kilómetros hacia el


interior. Desde allí venía una corriente, del color de la

nieve por su furia, con resplandores esmeralda, para

situarse en una pared de doce kilómetros entre los

continentes y bramar. La espuma saltaba a lo alto,


ocultando torrente tras torrente donde el mar penetraba.



Los arco iris llenaban las nubes resultantes. A esa

altura, el ruido no era más que una monstruosa piedra de

molino chirriando, Nomura podía oír con claridad la voz


de Feliz en su receptor cuando ésta detuvo el vehículo y

levantó un brazo.

191

—Un momento. Quiero unas muestras más antes de

volver.




—¿No tienes suficientes? —preguntó él.



Las palabras de ella fueron suaves.



—¿Cómo puede haber suficiente de un milagro?



A él le dio un vuelco el corazón. Ella no es una guerrera,

nacida para dominar a un montón de súbditos. A pesar de su

vida anterior no lo es. Ella siente el temor, la belleza, sí, la

sensación de Dios en su obra…




Una sonrisa triste para sí mismo: ¡Mejor que sea así!



Después de todo, la tarea de Feliz era realizar una

grabación multisensorial de todo aquello, desde el

comienzo hasta el día en que, cien años después, la

cuenca estuviese llena y en calma el mar donde navegaría


Odiseo. Precisaría meses de su tiempo vital. ¡Y, del mío,

por favor, del mío! Todos en el cuerpo querían

experimentar aquel espectáculo estupendo; la esperanza


de aventura era prácticamente un requisito para el

reclutamiento. Pero no era posible que tantos viniesen al

pasado remoto y se acumularan en una zona temporal tan

limitada. La mayoría tendría que experimentarlo de


segunda mano. Sus jefes no hubiesen elegido a nadie que


192

no fuese un artista consumado, para vivirlo y pasarles la

experiencia.




Nomura recordó su asombro cuando le

encomendaron que fuese su ayudante. Tan corta como

andaba siempre de personal, ¿podía permitirse artistas la

Patrulla?



Bien, después de contestar a un críptico anuncio,


someterse a varias pruebas desconcertantes y aprender

sobre el tráfico intertemporal, se había preguntado si el

trabajo policial y de rescate era posible y le habían dicho


que, generalmente, lo era. Podía entender la necesidad de

personal administrativo, agentes residentes,

historiadores, antropólogos y, sí, naturalistas como él

mismo. Durante las semanas que llevaban trabajando


juntos, Feliz le había convencido de que unos cuantos

artistas eran al menos igualmente vitales. El hombre no

vive sólo de pan, ni de pistolas, burocracia, tesis y otros

detalles prácticos.




Ella volvió a poner en marcha su aparato.



—Vamos —ordenó.



Mientras se alejaba hacia al este por delante de él, su

pelo reflejó un rayo de sol y brilló como si estuviese

fundido. Nomura la siguió en silencio.

193

El suelo del Mediterráneo se encontraba a 3.000

metros por debajo del nivel del mar. El flujo caía por un


estrecho de 80 km. de ancho. Su volumen representaba

3
unos 40.000 km al año, un centenar de cataratas Victoria
o un millar de Niágaras.



Hasta ahí las estadísticas. La realidad era un


estruendo de agua blanca, cubierta de espuma, capaz de

agitar la tierra y estremecer montañas. Los hombres

podían ver, oír, sentir, oler y saborear el espectáculo; no

podían imaginarlo.




Donde el canal se ensanchaba, el flujo se suavizaba,

hasta correr verde y negro. Después la neblina se

desvanecía y aparecían las islas, como barcos que

produjesen enormes estelas; y la vida podía de nuevo


crecer o llegar a la orilla. Pero la mayoría de esas islas

desaparecerían por la erosión antes de que terminase el

siglo, y la mayor parte de esa vida perecería debido a los

cambios climáticos. Porque ese acontecimiento llevaría al


planeta del Mioceno al Plioceno.



Al avanzar volando, Nomura no oía menos ruido,

sino más. Aunque allí la corriente era más tranquila, se

movía hacia un clamor bajo que se incrementaba hasta


que el cielo era un infierno bronco. Reconoció una cabeza

de tierra cuyo resto gastado llevaría algún día el nombre

194

de Gibraltar. No muy lejos, una catarata de 30 km. de

ancho producía casi la mitad de toda el agua que entraba.




Con terrible facilidad, las aguas saltaban ese

obstáculo. Eran de un verde cristalino sobre los

acantilados oscuros y el ocre profundo de los continentes,

La luz encendía sus cumbres. Al fondo, otro banco de


nubes se desplazaba blanco por entre los vientos sin fin.

Más allá había una hoja azul, un lago cuyos ríos grababan

cañones, sobre el centelleo alcalino, el polvo del diablo y

el estremecimiento de espejismos de una tierra horno que


convertirían en un mar.



Feliz volvió a detener su volador. Nomura se situó a

su lado. Estaban a gran altitud; el aire corría frío a su

alrededor.



—Hoy —le dijo ella— quiero intentar conseguir una


impresión del tamaño. Me acercaré a la parte alta,

grabando mientras me muevo, y luego hacia abajo.



—No demasiado cerca —le advirtió él.



Ella mostró su desagrado.



—Eso lo juzgaré yo.



—Bueno, yo… no intentaba darte órdenes ni nada

parecido. —Mejor que no lo haga. Yo, un plebeyo y un hombre.

195

Hazlo por mi, por favor… —Nomura se estremeció al oír

sus propias palabras torpes—. Ten cuidado, ¿sí? Es decir,


para mí eres importante.



La sonrisa de Feliz le dio ánimos. Ella se inclinó en el

arnés de seguridad para cogerle la mano.



—Gracias, Tom. —Después de un momento se puso

seria—: Los hombres como tú me hacen comprender lo


equivocada que estaba la época de la que vengo.



Ella a menudo le hablaba con amabilidad: de hecho,

casi siempre. Si hubiese sido una militante estridente, la

belleza no le hubiese mantenido despierto por las noches.


Se preguntó si no habría empezado a amarla cuando se

dio cuenta del cuidado que ponía en tratarlo como a un

igual. No era fácil para ella, casi tan novata en la Patrulla

como él… no más fácil de lo que era para hombres de


otras épocas creer, en el interior, donde importaba, que

ella tenía sus mismas capacidades y que estaba bien que

las usase hasta el límite.



Ella no pudo permanecer solemne.



—¡Vamos! —gritó—. ¡Date prisa! ¡Esa caída recta no


va a durar veinte años más!



Su máquina salió disparada. Nomura se bajó la visera


196

del casco y salió tras ella cargado con las cintas, baterías

y otros elementos auxiliares. Ten cuidado —le suplicó—,


oh, ten cuidado, querida.



Ella se había adelantado mucho. La vio como un

cometa, una libélula, toda rapidez y hermosura, dibujada

sobre un precipicio marino de kilómetros de altura. El


ruido creció en él hasta que no hubo nada más, hasta que

su cráneo estuvo lleno del juicio Final.



A varios metros del suelo, ella desvió el saltador hacia

la sima. Tenía la cabeza enterrada en una caja llena de


indicadores y con las manos trabajaba en los ajustes;

guiaba el saltador con las rodillas. Las salpicaduras

empezaron a empañar el protector de Nomura. Activó el

limpiador.



La turbulencia lo agarró; siguió dando bandazos. Los


oídos, protegidos contra el sonido pero no contra los

cambios de presión, le dolían. Estaba bastante cerca de

Feliz cuando el vehículo de ella se volvió loco. Lo vio dar


vueltas, lo vio golpear la inmensidad verde, vio cómo la

tragaba. No podía oírse gritar por entre el estruendo.



Le dio al control de velocidad, y corrió tras ella. ¿Fue

el instinto ciego lo que le hizo dar la vuelta, pocos

centímetros antes de que el torrente se lo tragase? No la



197

veía. Sólo quedaba el muro de agua, las nubes por debajo

y la inmisericorde calma azul del cielo, el ruido que le


agitaba la mandíbula y lo destrozaba, el frío, la humedad,

la sal en la boca que sabía a lágrimas.



Fue a buscar ayuda.



En el exterior era mediodía. La tierra parecía

desteñida, sin movimiento y sin vida exceptuando los


buitres. Sólo la distante cascada tenía vida.



Una llamada a la puerta sacó a Nomura de la cama.

Por entre el pulso ruidoso, dijo:



—Pasa.



Everard entró. A pesar del aire acondicionado, tenía

la ropa empapada de sudor. Llevaba una pipa apagada y


tenía los hombros caídos.



—¿Qué noticias hay? —le rogó Nomura.



—Como me temía. No regresó a casa.



Nomura se hundió en el sillón y fijó la mirada al

frente.



—¿Estás seguro?



Everard se sentó en la cama, que chirrió bajo su peso.


198

—Sí. La cápsula de mensaje acaba de llegar. En

respuesta a mi pregunta, etcétera, la agente Feliz a Rach


no se ha presentado en su entorno de origen desde su

puesto en Gibraltar, y no tienen ningún informe posterior

de ella.



—¿En ninguna era?



—Nadie conserva expedientes de la forma en que los


agentes se mueven por el tiempo, excepto quizá los

danelianos.



—¡Pregúntaselo a ellos!



—¿Crees que iban a contestar? —le respondió

Everard… ellos, los superhombres del remoto futuro que


eran los fundadores y amos supremos de la Patrulla.

Formó un puño sobre la rodilla—. Y no me digas que los

mortales normales podrían tener mejor vigilancia si


quisiesen. ¿Has comprobado tu futuro personal, hijo? No

queremos que se haga, y eso es todo.



La aspereza lo abandonó. Movió la pipa y dijo con la

mayor amabilidad:



—Si vivimos lo suficiente, sobrevivimos a aquellos

que nos importan. Es el destino normal del hombre; no


único del cuerpo. Pero lamento que tuvieses que pasar


199

por esto tan joven.



—¡Yo no importo! —exclamó Nomura—. ¿Qué hay


de ella?



—Sí… he estado meditando sobre tu informe. Mi

teoría es que el flujo de aire es muy complejo alrededor

de la catarata. Sin duda deberíamos haberlo previsto. Con

sobrecarga, el saltador no era tan controlable como es


habitual. Una bolsa de aire, un fallo, lo que fuese, algo la

atrapó sin aviso y la arrojó a la corriente.



Nomura se apretó los dedos.



—Y se suponía que tenía que buscarla.



Everard negó con la cabeza.



—No te castigues aún más. No eras más que su

ayudante. Ella tendría que haber tenido más cuidado.




—Pero… ¡Maldita sea! Todavía podemos rescatarla,

¿y tú no vas a permitirlo?



—Calla —le advirtió Everard—. No lo digas.



Nunca lo digas.— varios patrulleros podían retroceder en

el tiempo, agarrarla con un rayo tractor y liberarla del abismo.

O yo podría hacerle una advertencia a ella y a mi yo anterior.




200


Click to View FlipBook Version