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Published by snullbug20, 2019-07-01 14:56:11

Codigo Estelar -Damon Carter

‐¡Por Dios! ‐ exclamó Darcy con alegría



Manley suspiró mientras se preguntaba qué



demonios era aquel tratado. Una ola de alegría


lo inundaba mientras ojeaba rápidamente el


libro. En poco tiempo comprendió su


estructura. Un estudio comparado de su teoría


de la gravitación modificada con otra muy


similar, tal vez la teoría correcta. Aquello no era


tan sencillo de interpretar. De pronto se


encontró releyendo una página una y otra vez...


No entendía.




‐Llévenos de vuelta al monte Lemmon.‐le



indicó al oficial al mando‐ Allí tengo equipos...


necesito estudiar esto con calma. Ver qué


significa y qué implicaciones tiene.




En el vehículo murmuró preocupado a


Darcy: ʺNo va a ser tan sencillo, no sé si vamos


a tener tiempoʺ


































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CAPITULO 61








Manley se incorporó del suelo donde sentía



que había permanecido tendido largo tiempo.


Su cuerpo clamaba dolorido un descanso, pero


un miedo cerval se sobreponía sobre el resto de


confusas sensaciones de entre las que destacaba


un clamor apocalíptico, un retumbar sordo que


afectaba a todo en su derredor.




La tierra vibraba en un terremoto


interminable.




No podía creer que justo entonces, justo


cuando había encontrado la solución, los


acontecimientos se precipitasen.




Había trabajado intensamente en los


últimos días, estudiando a fondo el tratado de


los legoranos, comprendiendo cada vez mejor



cuál era el equívoco que había llevado a


construir una sonda que no resolvía


adecuadamente la singularidad creada. Su


teoría no era errónea, sino incompleta. Esa era



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la causa de que la singularidad creada por la


sonda, una vez que se llegaba al destino, no se


disolviera como una pompa de jabón, sino que


rebotara hasta su punto de origen, ocasionando


la perturbación gravitatoria que aunque su


fuerza ya menguaba considerablemente, había


obrado el poder de alterar mortalmente el


sistema Tierra‐Luna.




El polvo del cemento desmenuzado flotaba


irreal en el aire, mientras las luces de su


despacho iban y venían. En la semioscuridad



Manley palpaba el suelo. Necesitaba


imperiosamente localizar su portátil. Sus manos


frágiles le parecían ancianas y torpes. Al fin dio


con la funda de cuero que recubría el pequeño


ordenador y miró en torno a sí. Parecía que todo


estaba cambiado de lugar, los muebles


arrinconados por los temblores, junto a la



pared. Una estantería caída impedía acercarse


siquiera a la puerta. Tironeó de la misma pero


sus fuerzas eran escasas. Se sentía como un viejo


decrépito. A duras penas, casi a cuatro patas,


logró sortear el mueble caído, y a pesar de las


vibraciones del suelo, se situó junto a la puerta.




Manley no recordaba la última vez que


había salido del despacho. El gobierno, o lo que




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quedaba de él, le había asignado un grupo de


tropas de élite para que custodiaran el


observatorio hasta el último momento y le


permitieran centrarse en su trabajo. Por otro


lado un grupo de ingenieros y científicos


aguardaba en Houston a que Manley les diera


instrucciones, porque había una esperanza y


esta tenía un nombre, la sonda Viajero II, una


réplica de la primera, con la que se contaba para



una misión similar a la de su antecesora.


Manley había comprendido que usándola


adecuadamente, realizando la maniobras


acertada entre las infinitas posibles, e


introduciendo nuevos parámetros de


funcionamiento, sería capaz de compensar las


perturbaciones creadas. Se trataba de una



peligrosa carambola cósmica, pero era una


opción factible. Trabajaba en línea con el centro


de investigación Ames, de la NASA, y acababa


de recibir el resultado de sus cálculos.




El edificio del observatorio gemía


cruelmente, como una bestia moribunda, o


como una caja de sonajero que un niño agita


ignorando que en su interior una hormiga pelea


por su vida. ʺ¿Dónde estaba Darcy?ʺ




Consiguió abandonar su despacho. Ahora




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que tenía la solución... le preocupaba Darcy.


Observó unas piernas, con uniforme y botas,


que indicaban donde un cuerpo yacía sepultado


por escombros.




‐¿Darcy? ‐ murmuró




Las puertas del observatorio estaban


abiertas, deshechas. A sus espaldas se oían


cascotes que caían, cristales rotos... el caos. En


un último vistazo hacia el interior de la sala de


control observó su viejo exolector siete,


despedazado por un gran mole de hormigón. El


piloto rojo que indicaba su capacidad operativa



se hallaba irremisiblemente apagado.



Por fin salió al exterior. Tenía que enviar las



instrucciones. Coordenadas, datos, .... un


archivo con todo lo necesario para programar


al Viajero II, lanzarlo al espacio a un punto tal


que sus efectos contrarrestaran la influencia de


la perturbación primera y devolvieran a la Luna


y a la Tierra a sus órbitas originales. Era una


maniobra precisa en la que llevaba trabajando



días. Y tenía al fin, una solución que resolvía un


sistema de ecuaciones endiabladamente


complicado. Y la sonda debía activarse en el


segundo preciso, en el punto exacto del


espacio... ʺ¿serán capaces?ʺ


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Pero a pesar de la atmósfera cargada, una


luminosidad insana confería al paisaje un


aspecto irreal, como de ensueño. Elevó la vista


al cielo, y en la noche, descubrió la Luna, una


Luna amenazadora y cercana....




La Luna abarcaba medio horizonte


bañando la noche de la Tierra con una luz


pálida pero potente, que era capaz de atravesar


aquella atmósfera caliginosa e iluminar la


oscuridad como un raro día de niebla. Era fácil


distinguir sus montañas, sus cráteres



contoneados pero abruptos, las sombras en los


valles dibujando puntiagudas siluetas. Su


cercanía, la nitidez de sus detalles, quitaba el


aliento.




Pulsó el botón de comunicaciones. Su


interfaz estaba a un nivel mínimo de batería.


Sería imposible una comunicación visual... ni


siquiera por voz. Era un último intento.




‐Dios mío, ‐ exclamó ‐ cuarenta años para


prever esto... y ahora me va a faltar tiempo...




Manley cayó de rodillas en el suelo y lloró,



suplicó, rezó. Junto a él apareció Darcy, que


arrodillándose junto a él, le abrazó. Por encima


de ambos el dios de la noche, un dios cruel y




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despectivo para con el Hombre, parecía


abalanzarse sobre ambos.




Un tímido bip de la consola anunció un


mensaje críptico.




ʺHouston. Mensaje recibidoʺ
























































































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NOTA DEL AUTOR,


AGRADECIMIENTOS, Y


CONSIDERACIONES PREVIAS AL


EPILOGO









He de decir en primer término que fueron


varios los colegas que recibieron la copia de


este manuscrito previamente a su difusión.


Algunos de ellos se sintieron realmente


sorprendidos, y no miento si digo que también


algunos otros se enfadaron en gran medida al


sentirse reflejados en este relato, pues aunque se



han variado los nombres, resultaba fácil


reconocerse entre sus protagonistas. En mi


descargo diré que no es fácil realizar un relato


como éste y respetar una relación de hechos y


personajes sin que haya personas que se sientan


aludidas.




Una de las paradojas de la comunicación


intertemporal ‐ es una convicción personal



nacida de la experiencia ‐ radica en la


afirmación que dice que el saber lo que va a


ocurrir no altera lo que ha de ocurrir. Otra




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manera de enunciarlo es sostener que el hombre


que conoce su destino no puede cambiarlo.


Parecería por tanto que somos dados en manos


del dios Destino y que todo está escrito. Y sin


embargo si algo he aprendido de todo esto es la


certeza de que lo importante no es lo que ha


sucedido, tanto en el pasado como en el futuro‐


si me permiten hablar de esta manera‐ sino el


cómo lo afrontamos, nuestra actitud. Este



convencimiento firme me costó muchos años de


amargura que viví, estúpido de mí, sin


comprender esto que afirmo ahora. Y es


precisamente esa comprensión de nuestra


libertad la que me ha permitido arriesgarme a


contar todo lo que está por venir sin miedo


alguno. Debo admitir también que hubo otras



dos razones que me animaron a escribir mis


memorias y enviarlas finalmente a una época


histórica relativamente anterior al inicio de los


hechos. En primer lugar por tratarse de un


ejercicio de divertimento personal e incluso


curiosidad por verificar la inalterabilidad de lo


inevitable. Y en segundo lugar por un infantil


orgullo en el que reclamo la fama, no solo de


cara a la posteridad, sino también incluso en



tiempos pretéritos (ése es un capricho que pocos


pueden permitirse). Esta última idea



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ciertamente me hace sonreír y es consecuencia


tal vez de que mi ánimo, en ésta última época


de mi vida, se ha vuelto más alegre y


optimista.... y sí, también algo más mordaz, no


lo puedo evitar. Cosas de la edad.




Parecía además oportuno aclarar algunos


cabos sueltos de la historia de la evolución de


nuestro sistema solar, que por desconocidos en


los principios del siglo XXI en nada se altera que


su conocimiento se adelante unas pocas


décadas, y es que además de fascinantes, tienen



cierta relación con cierta teoría enunciada


vagamente al inicio del libro y que espero que


resulte de interés al lector su extravagante


confirmación. Podríamos preguntarnos qué


relación pudiera tener la exocomunicación


intergaláctica con la explosión de vida del


Cámbrico o con el Valles Marineris marciano, y



se trata sin duda, como se verá, de una cuestión


muy singular. En cualquier caso, para aquellos


que se queden meditando sobre estas


cuestiones, no es necesario comentar a estas


alturas que los bucles de información que se


generan por la comunicación intertemporal


resultan verdaderamente desconcertantes, al


menos a mí me lo parece, y tal vez un avispado


lector sea capaz de hilvanar una explicación que


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deshaga los nudos gordianos que enredan estas


particulares propiedades del entrelazamiento


cuántico que se han reflejado en ʺCódigo


estelarʺ. ¿Qué es primero, el huevo o la gallina?




No puedo finalizar esta breve nota sin


recordar a mis correctores; amigos y familia


principalmente, sin cuya paciencia y ánimos


Código Estelar quizás jamás habría


abandonado un oscuro cajón de mi memoria al


que no tenía previsto acudir.




A mis detractores que criticarán mi


frivolidad o la falta de coherencia a la hora de



airear lo que está por suceder ‐ dicho en cierta


medida coloquialmente ‐ a la vuelta de la


esquina, les diré que no alteren su ánimo ni su


espíritu, porque, efectivamente, lo que ha de


ser, será. En cualquier caso los invito a que


consideren esta historia, si no son crédulos en


cuanto a su autenticidad, como un mero



divertimento literario. A fin de cuentas, les


preguntaría, ¿de qué sirve la ciencia ficción sino


para conjeturar con lo imposible o recrearse con


lo imaginario?









Y al lector que haya llegado, entretenido, a




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esta altura del relato, le ruego siga leyendo su


desenlace con el mismo interés, que agradezco


sinceramente, y que me trate con benevolencia


en sus comentarios. Tal vez, solo tal vez, una


adecuada difusión de esta obra sirva para


moderar, aunque sea levemente, lo que ha de


ocurrir.









Y no puedo terminar sin efectuar una


última reflexión final.




Uno de los misterios que más me ha


intrigado en el desarrollo de esta sorprendente


historia, y que no podía dejar de comentar en


esta nota, era la afirmación legorana de que más



allá de la Humanidad cesaban las


comunicaciones con otras razas inteligentes de


la Galaxia. Bien, poco puedo decir de lo que ha


de venir porque mi vida es finita y en estos


momentos desconozco lo que aguarda en el


futuro. Tan solo puedo aventurar conjeturas


pues mi mente bulle y mi imaginación me



desborda, y así, me digo, ¿será el motor de


singularidad mejorado y la Humanidad se


expandirá y ocupará toda la galaxia en un abrir


y cerrar de ojos cósmico? Tal vez esa posibilidad


brinde respuesta a ese misterio, y también sea


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cuestión para otro libro y otro autor, ¿no creen?



A fin de cuentas, por muy malos tiempos



que queden por delante, todos debemos


recordar que, felizmente, siempre hay


esperanza. Si lo piensan bien, ahora mismo,


todos estamos vivos.




Firmado: M.S.
















































































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EPILOGO








Zu‐ Sontag‐ Mei despetó de su hipersueño



con un ligero malestar. Recordaba las


advertencias del equipo médico respecto a


dolores, mareos, desorientación... Era verdad


todo aquello, pero por encima de su propia


confusión, el sonido de la alerta que provenía


del puente de la cosmonave, la Thuadin‐Ar,


aceleró sus pulsaciones y le obligaron a forzar


su mente a fin de centrarse.




Sí, él era el almirante de una portentosa


espacio‐nave, cuya eslora era de más de cien


kilómetros. La Thuadin‐Ar era una estructura



oblonga que relucía al sol con un brillo líquido


y espejaba en su superficie el fulgor de las


estrellas. De su centro partían una red de ejes,


como ruedas que giraban gradualmente a fin de


generar una fuerza centrífuga que actuara a


modo de generador de gravedad, en cuyos


extremos se hallaban distintos y enormes



módulos vitales. En su interior una miríada de


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margallianos‐guerreros se despertaban, al igual


que el propio almirante, después de un sueño


de poco más de mil años. Constituían la primera


horda de lo que iba a ser una gloriosa conquista.




El almirante se dirigió al puente de mando


mientras se abotonaba la guerrera y chasqueaba


los afilados garfios en los que terminaba sus


brazos. Su rostro se componía de varias capas


de armazón ósea entre los que se disimulaban


boca, ojos, y orificios nasales. En la parte


superior de la misma una cresta de pelo afilado



y móvil con colores chillones ondeaba


ligeramente con cada zancada. Él era el único


margalliano en aquella vasta extensión de metal


que podía lucir una cresta tan llamativa. Era el


privilegio del líder del clan. Cuando llegó a su


destino su mente se encontraba por completo


despierta.




‐Qué tenemos‐ chasquearon los dientes de



su mandíbula, dirigiéndose hacia sus oficiales.



‐Ha surgido un imprevisto. La espacio‐nave



se encuentra en ruta de colisión con un planeta


menor




El almirante se inclinó hacia las cartas de


navegación. En una pantalla de líneas azuladas




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nítidas donde se mostraban las posiciones


previstas de los planetas, y en trazo rojo se


advertía que su nave iba directa hacia el cuarto


planeta del sistema. Amplió la imagen. Se


trataba de un planeta desértico de color rojizo.


Tomó aire.




‐Preparen maniobra de evasión.




‐Sí señor... pero va a ser difícil de evitar...


Tenemos que interrumpir la maniobra de


frenado y acelerar de nuevo. El ordenador nos


da un 20%...




‐Háganlo




Un oficial se presentó junto al almirante. Se


trataba de un oficial de inteligencia que


aguardaba respetuoso órdenes.




‐¿Qué sucede oficial?




‐Señor, le reclaman en la oficina de


comunicaciones. Tenemos un contratiempo.




‐¿De qué clase?




‐Se trata del tercer planeta señor... No es lo


que esperábamos encontrar




El almirante siguió los pasos del oficial. Su


ánimo estaba alterándose y cuando eso sucedía




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necesitaba combatir, herir... matar. Resopló. Su


cresta se erizó. El resto de la tripulación se


apartó respetuosa abriéndole paso.




En la sala un grupo de comandantes


conversaba airadamente. Una pelea iba a


estallar, algo habitual en el temperamento de su


especie. La llegada de su almirante encrespado


los aplacó. Uno de ellos tomó la voz cantante.


Sus ojos rojizos apenas eran discernibles entre


los pliegues acorazados de su rostro.




‐Señor. El planeta al que pretendíamos


llegar... no está habitado por ningún ser



inteligente. Es posible que exista vida...


microbiana.




El Almirante sintió que la presión


sanguínea alteraba su ánimo.




Desplegó su brazo con poderosa furia,


extendiendo sus afilados dedos como cuchillas.


La cabeza del comandante rodó sobre el suelo y


una estela de sangre dibujó un arco en el aire.




El resto de los comandantes inclinaron sus


cabezas respetuosamente.




‐¿Cómo se ha podido producir semejante...


error?





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Nadie de los presentes osaba contestar.


Finalmente uno de los oficiales de


comunicación se aventuró a intervenir.




‐Se trata de una propiedad del código


estelar, señor. Mientras hibernábamos Madre


nos ha comunicado que sus científicos han


establecido que las comunicaciones del código


no son necesariamente en el mismo momento


del tiempo, las del emisor y las del receptor.




‐Explíquese mejor oficial‐ clamó el


Almirante




‐Parece ser que las comunicaciones que


tuvimos con aquel ser infantil tenían un desfase


temporal




‐¿Un desfase temporal?




‐Sí, señor... de cuatrocientos millones de


años aproximadamente.




Otra cabeza de margalliano rodó por el


suelo. El Almirante estaba dispuesto a seguir



con el resto de su comandancia cuando los


altavoces reclamaron su presencia de nuevo en


el puente.




‐Señor, vamos a pasar muy cerca del


planeta... seguramente entremos en su



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atmósfera.



‐La espacio‐nave aguantará




‐Sí, señor... pero ...




‐Pero qué ‐ exigió el almirante




‐Posiblemente los módulos 5 y 6 colisionen


contra el planeta... eso nos provocará daños


fatales.




Zu‐ Sontag‐ Mei observó como el planeta



rojo iba agrandándose rápidamente en el gran


ventanal del puente. Apenas tenía atmósfera


apreciable, y sí, iban a pasar muy cerca de su


superficie. Si colisionaban uno o dos módulos


contra la misma la Thuadin‐Ar saldría muy


malparada... posiblemente se convirtiera en un


amasijo de hierros ingobernables destinado a


consumirse en el espacio... o a caer


irremisiblemente en aquel pequeño sol



amarillo.



Un estruendo atronador sacudió la



cosmonave. Todos salieron despedidos,


sacudidos como una bola en un cascabel. La


gigantesca mole de metal estaba cortando la


superficie de aquel planeta polvoriento como


un cuchillo corta el pan. Una inmensa nube de





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fuego y calor emergía al paso de la nave


espacial, como si estuviera rasgando un arado


enorme una porción de un erial de tierra roja.


La nave a su vez empezaba a resquebrajarse


incapaz de soportar esa tensión. El almirante,


pasada la sacudida inicial, logró enderezarse.


Observó los paneles. Indicaban importantes


daños estructurales, que se propagaban por


toda la arquitectura de aquella inmensa



colmena en descomposición. Fugas de aire,


incendios, módulos que se desprendían... y


todo bajo unas sacudidas terribles y aullidos de


metal. Los margallianos se mantenían firmes en


sus posiciones como podían, sin siquiera emitir


un gemido, aguardando sus órdenes, que no


llegaban porque nada había que hacer.




El paso por el planeta finalizó. Lo que


quedaba de la cosmonave era su parte central,



quebrada en varios puntos y sin propulsión.


Navegaba a la deriva, acompañada por los


módulos, la mayoría de los cuales se habían


quebrado sobre sus ejes, convirtiendo a la nave


espacial en un borrón, una caricatura, de lo que


poco antes había sido una fulgurante estructura


de metal.




‐¿No es ese el módulo biológico?‐ preguntó




670

el almirante al observar que uno de los módulos


se había desprendido del resto de la nave e


iniciaba una singladura en solitario.




‐Sí, señor. ‐ corroboró el suboficial más


cercano.




El almirante la observó. Allí se encontraban


las simientes con las que esperaban colonizar el


planeta al que se dirigían para conquistarlo.


Ahora iban a perderse por el espacio.




‐¿Qué va a ser de nosotros? ‐ preguntó el


almirante en voz baja




El suboficial tardó en contestar.




‐Caemos hacia el sol, señor




Los sistemas eléctricos empezaban a fallar.


Se hizo la oscuridad en el puente. Sólo los


monitores permanecían encendidos.




‐Señor... por si le interesa saber... el módulo


biológico...




‐Siga ‐ ordenó el almirante mientras volvía


la cabeza hacia el inoportuno suboficial.




‐Sigue una trayectoria que... posiblemente


alcance el tercer planeta... ese al que nos


dirigíamos.




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Un tenso silencio reinó en el puente.


Finalmente hasta los monitores se apagaron.


Sólo la lejana luz del sol iluminaba los rostros


de la aguerrida tripulación.




‐Sí, el tercer planeta ‐ dijo casi para sí Zu‐


Sontag‐ Mei, y acto seguido hizo la maniobra de


Jatsido, que consiste en un suicidio ceremonial


que en la cultura margalliana traduce como ʺel


no temor a la muerteʺ.




Y como es costumbre en esa raza, el resto de


la tripulación que aún permanecía con vida,


hizo otro tanto.





























































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