irreductibles de nuestros gustos y placeres. Sin embargo,
piensa un poco: ¿Qué son los desperdicios, sino un
testimonio de nuestras necesidades? Ni despilfarro ni
privación, ese era el antiguo consejo de la ansiedad anal.
Pero ese falso axioma ha cambiado ahora. No es necesario
hablar de derroche, por supuesto. Entonces, ¿para qué
hablar del sexo, de virtud o de cualquier otra cosa
importante?
—Si lo expresas de ese modo, bueno. Pero aún así...
—Veo conmigo, observa, aprende —dijo Marundi—. El
concepto crece dentro de ti, lo mismo que los
desperdicios.
Entraron en la Sala de Ruidos Externos, donde
Carmody pudo escuchar el sonido de un water del que
continuamente fluía agua, el desfile musical de ruidos del
tránsito, el emocionante crujido de un accidente, el rugido
ronco de una muchedumbre. A estos, se mezclaban
Sonidos Retrospectivos: el zumbido de un pistón de
avión, el parloteo de una ametralladora, el fuerte
retumbar de un mazo de madera. Después de ése estaba
el Salón Sónico del Boom, que Carmody salteó
rápidamente.
—Muy cierto —dijo Marundi—. Es peligroso. Pero
mucha gente viene aquí; algunos se quedan cinco o seis
horas...
—¿Eh? —dijo Carmody.
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—Quizá, justo aquí, está el sonido que es el principio
fundamental de nuestra exposición —dijo Marundi—: el
rugiente bramido de un camión de basura triturando
desperdicios. Lindo..., ¿no es cierto? Y por allí, derecho,
hay una exhibición de botellas de vino vacías de medio
litro. Más allá hay una réplica de un metropolitano; está
construido de manera que se repitan todos los sacudones
del verdadero. La Westinghouse se encargó de llenar de
humo el ambiente interior.
—¿Y qué son esos gritos? —preguntó Carmody.
—Una cinta grabada de voces heroicas —dijo
Marundi—. La primera es la de Ed Brun, un jugador de
béisbol del team de los Creen Bay Packers. El siguiente, un
gemido agudo, es un retrato de cómo hablaba el último
intendente de Nueva York. Y después, aquel...
—Vámonos de aquí —dijo Carmody.
(*)
—Por cierto. A la derecha está el ala del graffiti . A la
izquierda hay una reproducción exacta de un antiguo
conventillo (a mi parecer, una muestra apócrifa de
romanticismo). Derecho por allá podrás ver nuestra
colección de antenas de televisión. Este es un modelo
británico circo 1960. Aprecia su severidad, el rigor, y
compárala con ese producto de Camboya del año 1959.
¿Ves las líneas flotantes lujuriosas del modelo oriental?
Este es el arte popular expresado en formas viables.
* Palabra que designa la escritura en caracteres grandes sobre paredes en lugares públicos, generalmente obscena (N. de la T).
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Marundi se volvió hacia Carmody y le dijo
ansiosamente:
—Ve y créeme, amigo mío. Esta es la ola del futuro.
En tiempos pasados el hombre se resistía a lo que
implicaba el presente. Esa época ya no existe. Ahora
sabemos que el arte es la cosa en si, junto con sus
extensiones superfluas. No me refiero al arte pop, que
ridiculiza y exagera, sino al arte popular, que existe
simplemente. Esta es la época en que aceptamos
incondicionalmente lo inaceptable, y proclamamos de
esta manera la naturalidad de nuestra artificialidad.
—¡No me gusta! —exclamó Carmody—.
¡Seethwright! —¿Para qué estás gritando? —le preguntó
Marundi. —¡Seethwright! ¡Seethwright! ¡Sácame pronto
de aquí!
—Ha perdido el juicio —dijo Marundi—. ¿Habrá un
doctor por aquí?
De inmediato apareció un hombre bajo y moreno,
vestido con un enterizo. Llevaba un pequeño maletín
negro que tenía una placa de plata con la inscripción:
ʺPequeño Maletín Negroʺ.
—Soy médico —dijo el médico—. Dejen que lo vea.
—¡Seethwright! ¿Dónde demonios estás?
—Aháaa..., ya veo —dijo el médico—. Este hombre
tiene todos los síntomas de una aguda carencia
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alucinatoria. ¡ Ah, sí! Al palparle la cabeza encuentro un
crecimiento macizo y duro. Eso es normal. Pero detrás de
eso..., hmmm, Es sorprendente. Este pobre hombre está
literalmente famélico de ilusiones...
—Doctor, ¿puede ayudarle? —preguntó Marundi.
—Me ha llamado justo a tiempo —dijo el médico—.
Su estado es aún reversible. Tengo aquí la panacea divina.
—¡Seethwright!
El doctor sacó una caja del Pequeño Maletín Negro y
armó una hipodérmica brillante.
—Este es el elevador standard de potencial —dijo a
Carmody—. No tiene porqué preocuparse, no le haría
daño a un niño. Contiene una agradable mezcla de LSD,
barbitúricos, anfetaminas, tranquilizadores, elevadores
psíquicos, estimulantes, y varias cosas más, todas ellas
beneficiosas. Y también un toque de arsénico, para darle
brillo al cabello. Y ahora, no se mueva...
—¡Maldito seas, Seethwright! ¡Sácame de esto! —Sólo
duele mientras dura el dolor —dijo el doctor para
tranquilizarle, apoyando la hipodérmica empujó el
émbolo. En ese mismo momento, o casi en ese instante,
Carmody desapareció.
Hubo una gran consternación y confusión en el
Castillo, que no quedó resuelta hasta que todos quedaron
inmóviles. Después se superó con una calma olímpica. En
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cuanto a Carmody, un cura entonó las palabras: ʺHombre
superfluo, vete ahora hacia el gran reino de lo Extraño en
el cielo, donde hay un lugar para todas las cosas
innecesariasʺ.
Pero mientras tanto Carmody, impulsado por el fiel
Seethwright, se precipitó hacia adelante a través de
mundos sin fin. Se trasladaba en una dirección que podría
calificarse como ʹhacia abajoʹ, a lo largo de miríadas de
potencialidades de la Tierra, dentro de las apiñadas
probabilidades..., y por último, hacia las atestadas
expansiones de las improbabilidades construidas.
El Premio le dijo, increpándole:
—Lo que acabas de abandonar es tu propio mundo,
Carmody. ¿Tienes conciencia de lo que has hecho?
—Sí, la tengo — dijo Carmody.
—Ahora, ya no es posible regresar.
—También tengo conciencia de eso.
—Me imagino que habrás pensado encontrar alguna
charra utopía en los mundos que quedan por delante —
dijo el Premio, con pronunciado desdén.
—No es exactamente así.
—¿Y entonces, qué?
Carmody meneó la cabeza, negándose a contestar.
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—Sea lo que sea, será mejor que te olvides de aquello
—dijo el Premio amargamente—. Tu devorador te
persigue implacablemente, eso significará tu muerte
infalible.
—No lo dudo —dijo Carmody, en un momento de
extraña calma—. Pero hablando en términos de largo
plazo, nunca esperé salir con vida de este Universo.
—Eso carece de sentido —dijo el Premio—. Lo cierto
es que lo has perdido todo...
—No estoy de acuerdo —replicó Carmody—. Deja
que te señale que todavía estoy vivo.
—De acuerdo, pero sólo por un momento.
—Siempre he estado vivo sólo por un momento —
afirmó Carmody—. Nunca he podido contar con nada
más. Si alguna vez cometí el error de esperar algo más
que eso, fui un tonto. Creo que esa es una verdad para
todas mis circunstancias; las posibles, y las potenciales.
—Entonces, ¿qué confías lograr con tu momento?
—Nada —contestó Carmody—. Todo.
—Ya no te entiendo —dijo el Premio—. Hay algo en
ti que ha cambiado, Carmody. ¿Qué es?
—Algo insignificante —le dijo Carmody—. He
renunciado simplemente a una longevidad que de todas
maneras no poseía. He dado la espalda al juego de
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convictos con que los dioses se entretienen en su
espectáculo celestial. Ya no me interesa bajo cuál cáscara
de nuez puede estar el germen de la inmortalidad. No lo
necesito. Tengo mi momento, que es suficiente.
—¡Santo Carmody! —dijo el Premio, en un tono del
más profundo sarcasmo—. Tan sólo el aliento de una
sombra te separa de la muerte. ¿Qué harás ahora con tu
lastimoso momento?
—Continuaré viviéndolo —dijo Carmody—. Para eso
son los momentos.
FIN
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