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Published by snullbug20, 2019-02-24 05:53:06

Un Mundo Fuera Del Tiempo - Larry Niven

Larry Niven Un mundo fuera del tiempo


de reverencia. Creo que los dikta no se han


rebelado en un millón de años porque las



oportunidades no estaban a su favor. Ahora lo


están.


Ella, ceñuda, guardó silencio.


—¿Qué ganarías tú si Pirssa moviera la Tierra?


—Pensé que… Somos los únicos


sobrevivientes del Estado, Corbell. Pensé que


podríamos volver a engendrar la raza humana.



—Adán y Eva, con Eva al mando. Mirelly‐


Lyra, será mejor que formemos pareja con los


dikta, porque, francamente, me aterrorizas. No


creo que pudiera hacer nada contigo.


—¿Bajo nivel de necesidad sexual?


—Sí. Pero ¿no te gustaría gobernar a los dikta?


Tienes algo a tu favor: riges el cielo. Una vez


más, una muchacha rige el cielo.


Sorprendió en ella el principio de una sonrisa



(Corbell olvida que puedo regir también a los


hombres, sólo con mi belleza) y decidió presionar.


—Pero ahora tienes que cambiar las órdenes


de Pirssa. Ya ha iniciado la secuencia de


frenado. Si cambia la Tierra de lugar, será el fin


del mundo.


Ella le dirigió una mirada maliciosa y



altamente sugestiva:


—Tendría que hacerte esperar.

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—Pirssa ya ha iniciado la secuencia de…


—Dame el casco.



—Al diablo con la secuencia de frenado.


Toma. No, espera un momento.


Y se quedó con el casco en la mano, sin


soltarlo:


—Corbell, ¿no es eso lo que quieres?


—Es que se me acaba de ocurrir una idea…


No la quemes. El destino del mundo está en juego.



¡Cállale!


—Déjame pensar un momento.


Cuando un hombre tiene un genio a sus


órdenes le conviene tener cuidado con lo que


dice. Corbell dijo:


—Está bien, Pirssa, voy a describirte lo que


quiero conseguir. Tú me dirás si puedes


cambiar el curso y qué efectos laterales cabe


esperar. Después lo dejaremos todo en manos



de Mirelly‐Lyra. Quiero que el Cabo de Hornos


y la región circundante tengan una temperatura


quince grados inferior a la actual.





II





Desde la azotea del edificio contemplaron el



paso de Urano. El planeta debía ser más


pequeño que cuando Corbell nació. Su impulso

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no había sido perfectamente controlado;


probablemente le había hecho perder varios



megamegatones de atmósfera durante los


muchos siglos de maniobras. A pesar de todo,


era un gigantesco planeta gaseoso que pasaba


en esos momentos a tres millones de kilómetros


de la Tierra.


Fue algo tremendo. Centelleaba como una


media luna cerca del horizonte, en un blanco



apenas teñido de rosado, surcado y sacudido


por tormentas; el lado oscura se recortaba en


negro contra las estrellas. Una diminuta e


intensa llama, de color blanco violáceo, se


extendía a partir de esa sombra, iluminando la


cara nocturna, y se expandía, enrojecida, para


disiparse en el espacio.


Mirelly‐Lyra dijo algo que sonó a música pura.


No era de extrañar que hubiese podido mover a



los hombres a su antojo. («Glorioso», dijo la voz


del anciano.) Su túnica blanca aparecía como


una sombra pálida y sin formas en la oscuridad.


Corbell se mantuvo algo apartado. Ya no era


una vieja, y eso le daba más miedo aún. En


verdad, la Norn gobernaba en ese momento el


destino del mundo.










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Corbell estaba muy inquieto esa noche. Se


inclinó hacia el casco que tenía en las manos y



llamó:


—Pirssa, ¿cómo marcha eso?


Aguardó la respuesta. Nada. Nada…


—Perfecto —respondió el piloto automático,


tranquilo hasta la indecencia—. Resultó difícil


trazar un nuevo rumbo que no se interpusiera


con ningún satélite, pero lo hice. La nueva



órbita terráquea será algo excéntrica. Su


temperatura media descenderá


aproximadamente en unos diez grados.


—Está bien así.


Corbell dejó el casco. Sentía la necesidad de


llamar a Pirssa cada dos minutos. La caída de


un planeta gigantesco no era algo glorioso, sino


aterrorizante. Pero Mirelly‐Lyra volvió a decir:


—¡Glorioso! ¡Pensar que el Estado alcanzó tal



altura! Y ahora sólo quedan salvajes.


—Volveremos al espacio —observó él, con una


risa demasiado estridente—. Aunque Gording


no lo sabe, lo que está haciendo en Ciudad


Dikta pone las bases para una explosión


demográfica. Dentro de tres mil años


volveremos a construir naves interestelares.



Nos serán de gran utilidad, pues la Tierra estará


demasiado poblada.

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—No lo había pensado. Tal vez Gording, sí.


¿Crees de veras que los dikta querrán venir?



Después de todo, un millón de años en


esclavitud…


—Tendrán que venir —aseguró él, sabiendo


que lo había pensado hasta en los más


pequeños detalles—. En pocos meses el Cabo de


Hornos y Ciudad Cuatro estarán en la zona


templada. Las plantas que prosperaron en la



Antártida crecerán bien allí, una vez


transportadas. Pero en la Antártida hará más


frío que lo que los Varones esperan. Tendrán


que refugiarse en Sarash‐Zillish durante los seis


años de oscuridad. Mientras tanto, los dikta se


estarán instalando aquí.


—Todo eso está muy bien, siempre que los


Varones esperen. Pero tú has dicho que son


muy inteligentes. Tal vez ataquen



inmediatamente.


—Si tan sólo esperan unos meses, les daremos


una gran sorpresa. Por entonces Pirssa estará en


órbita. ¿No te lo dijo? Tiene algo que puede


hacerlos volar en cuanto traten de cruzar el


océano. Creerán que el ataque proviene de las


Niñas e intentarán atacar los valles del



Himalaya y el mar de Okhotsk. Pero si esperan


un poco… Habrá lluvias, muchas lluvias,

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cuando la Tierra se enfríe. Tal vez desaparezca


Ciudad Dikta. Los Varones creerán que los



dikta perecieron ahogados.


Urano despidió una llama de color blanco


violáceo. Pirssa seguía un complicado curso


entre los satélites de Júpiter. La noche estaba


llena de luces: Urano en su faz diurna, la


diminuta llama de su lado oscuro; Júpiter, el


tropel de lunas. El aire era cálido, húmedo,



aromatizado con una extraña esencia. No era


almizcle, no eran flores… Corbell se preguntó


de dónde vendría. ¿Acaso era la temporada de


celo de las ballenas, que hacían el amor mar


adentro? Aquel perfume se le subía a la cabeza.


—Corbell…


—¿Qué?


—¿Y si los dikta prefieren envejecer con


dignidad?



Apenas pudo distinguir en la oscuridad su


traviesa sonrisa. ¿Traviesa? Era siempre la


misma sonrisa malévola, desaparecidas ya las


arrugas. Tal vez ya desde el principio sólo


hubiera sido traviesa.


—De cualquier modo, no tendrán alternativa


—respondió.



En ese momento se le ocurrió un pensamiento


horrible, y se apresuró a completar la frase:

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—No tendrán alternativa en lo referente a


venir aquí. En cuanto a la inmortalidad, son



muy libres de aceptarla.


De cualquier modo, él les había manejado a


voluntad, por el bien de ellos. Acaso Pirssa


dijera lo mismo con respecto a Corbell. ¡Ojalá no


me haya equivocado! ¡Si dentro de cien años tienen


quejas que presentar, aún estaré aquí para


escucharlas!



La sombra preguntó en la oscuridad:


—¿Crees que los hombres dikta me


encontrarán hermosa?


—Sí. Hermosa y exótica. Si yo gusté a las


mujeres, tú gustarás a los hombres.


Ella se volvió a mirarle.


—Pero tú no me encuentras hermosa.


—Se supone que mi nivel de necesidad sex…


—¡Eso no tiene nada que ver! —estalló ella—.



¡Te acostaste con las mujeres dikta!


El se retiró un paso.


—Ya que quieres saberlo, siempre me dieron


algo de miedo las chicas bonitas. Y tú me


horrorizas. En el fondo, todavía te veo con ese


bastón en las manos.


—Corbell, sabes perfectamente que es posible



que los dikta no sobrevivan al cambio de ritmo


biológico. En Ciudad Cuatro el sol sale todos los

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días —observó ella, tocándole el brazo—. Pero


aunque sobrevivan, tú y yo somos los últimos



humanos. Si morimos sin tener hijos…


Quería apartarse de ella, pero una fuerza


simultánea le impulsaba a acercarse. Acalló


ambos impulsos y respondió:


—Estás corriendo mucho. Quizá en este


momento alguna mujer dikta lleva un hijo mío


en su seno. Así sabremos si son humanos o no.



Y aunque no lo sean, se parecen bastante.


—Vamos dentro. El calor…


Cuando él señaló al llamativo intruso que


surcaba el cielo, ella le tiró del brazo.


—Si cayera sobre la Tierra, ¿te gustaría estar


mirando?


—Sí.


Pero recogió el casco y la siguió. Ella ya no


tenía la vara. Sólo quería señalarle un planeta



cuyo tamaño decuplicaba el de la Tierra.


El ascensor estaba más fresco. Aire


acondicionado. Los nervios de Corbell estaban


aún excitados, ya fuera por el paso de Urano o


por la proximidad de la Norn… De pronto


olfateó el aire y tuvo que tragarse una carcajada.


Eso era lo que había olido allá, en el techo. Ella



nunca había usado perfume hasta entonces.





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Se había echado la capucha hacia atrás. Su


pelo era exótico: largo, fino, blanco, y brotaba



de una base de rojo furioso. Sólo quedaban


rastros de las arrugas dejadas por la edad. Tenía


pechos… exóticos, sí; altos y cónicos,


deliciosamente puntiagudos bajo la túnica.


Cabía preguntarse si los dikta los considerarían


poderosamente sensuales o reveladores del


origen animal.



El ascensor se había detenido. Las puertas se


abrieron. Pero Corbell permaneció apretado


contra la pared. Tampoco ella se movía. Le


observó con intranquilidad, mientras él


aspiraba grandes bocanadas de aire, empleando


toda su fuerza para mantenerse quieto.


La deseaba. Era locura, sentía pánico.


—Perfume —dijo, y su voz fue un graznido.


—Sí —respondió ella—. Debería darte



vergüenza obligarme a estas cosas. Si te


complace herirme en mi amor propio, has


ganado.


—¡No entiendo!


—Feromonas. Alteré mi sistema médico para


crear feromonas que afectaran tu necesidad


sexual. Las feromonas son señales bioquímicas.



Avanzó un paso y le puso las manos en los


hombros, agregando:

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—¿Crees que me gusta hacer esto…?


Bastó con su contacto. Los lazos de la túnica



no estaban atados, a excepción de uno, que se


desgarró en seguida. Su propio taparrabos le


causó más problemas, pues las manos le


temblaban demasiado; la frustración le arrancó


un aullido. Tuvo que quitárselo ella. La poseyó


en el piso del ascensor, rápida, violentamente.


Quizá le hizo daño. Quizá deseaba hacérselo.



La cabeza le burbujeaba aún con aquel


perfume. No había tenido tiempo de notar las


diferencias que ella acusaba. En ese momento lo


hizo. Cincuenta mil años podían provocar


cambios en la raza. Mirelly‐Lyra tenía los


tobillos más gruesos, y su cuerpo era más


macizo de lo que se consideraba la belleza ideal


de 1970. Y sus ojos eran terribles, con un rasgo


oblicuo que no tenía relación alguna con el



oriental… Y la boca, suave boca de mujer.


La tomó otra vez. Ella no permanecía pasiva,


pero tampoco lo estaba disfrutando por entero;


parecía asustada de lo que ella misma había


desatado.


Algo después se sintió más tranquilo. Salieron


del ascensor y cayeron sobre la alfombra‐nube.



En aquella tercera vez fue ella quien tomó la


iniciativa. Corbell trató de contenerse para dejar

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que ella escogiera su propia modalidad, pero


cuando todo terminó las huellas de sus manos



estaban marcadas en nítido blanco sobre las


caderas de la mujer.


—¿Estás bien? —preguntó al final.


Ella rió. Cabalgando aún en él, le pasó las


manos por el pelo.


—Soy joven —respondió—. Ya pasará.


—Usaste afrodisíacos.



—Sí. Afrodisíacos. Pirssa me sugirió lo de las


feromonas.


—¿Qué? ¿Pirssa? ¡Lo voy a matar! ¡A él… y a


ti! Vosotros dos me habéis usado como si yo no


fuera más que un manojo de reflejos.


Sentía deseos de llorar.


—No como a un ser pensante —agregó—. Es


como esa maldita vara.


—¡Olvida esa maldita vara! Tenemos que



tener hijos. Somos los últimos. ¿Qué quieres de


mí, Corbell?


—No lo sé. Pregúntamelo cuando vuelva a


tener la cabeza clara. Quiero que Pirssa muera,


quiero que muera Pierce, el supervisor. ¿Se


mataría si se lo ordenaras?


—Hizo lo que debía. Tiene que reiniciar el



Estado. Dime, Corbell, ¿no es esto preferible al


bastón? ¿Acaso no lo es?

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—De acuerdo: sí, es preferible al bastón.


—Entonces ¿qué quieres? ¿Te unirás a mí sin



necesidad de feromonas? ¿Puedo decir a Pirssa


que obedezca tus órdenes?


Quería (lo descubrió entonces), quería a


Mirabelle. Quería el antiguo rito: la cena en un


restaurante nuevo, recomendado por algún


amigo, seguida de un cóctel Alexander, y la


cama de dos plazas. Habían comprado una



cama nueva antes de que el cáncer comenzara a


desgarrarle el vientre. Y allí estaba, tendido de


espaldas en la alfombra‐nube de un pasillo,


junto a un ascensor, con la más extraña de todas


las mujeres.


—No es culpa tuya —le dijo—. Quisiera estar


en mi casa.


—También yo —respondió ella—. Pero no


podemos. Debemos levantar de nuevo nuestra



casa.


Y ya lo estaban haciendo, pensó Corbell.


Quizá incluso lo habían hecho bien.


—Ni siquiera las historias de amor son iguales


—comentó—. ¡Feromonas! ¡Dios mío, qué


manera de salvar el mundo! Por favor, ¿tendrías


la gentileza de arreglar ese intérprete de modo



que me hable con tu propia voz.


—De acuerdo. Mañana —respondió.

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—Y dame el mando de Pirssa, si aprecias en


algo mi cordura. Estoy harto de que maneje mi



vida a su antojo.


—¿Ahora mismo?


—Mañana.


Había otra cosa que le habría gustado hacer:


destrozar la vara golpeándola repetidamente


contra la caja cerebral de Pirssa. Pero tal vez


volviera a necesitar a Pirssa, y también la vara,



cuando llegaran los Varones, si lo hacían


demasiado pronto.


Se volvió para buscar su taparrabos… Pero, de


pronto, cambiando de idea, volvió a acostarse


junto a Mirelly‐Lyra y aspiró profundamente.


Urano habría pasado ya, y la Tierra iba camino


a una órbita más amplia. La salvación del


mundo podía esperar hasta el día siguiente.


Tal vez fuera posible utilizar el perfume de



feromona con más juicio, en cantidades mucho


menores…








FIN

















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