cinco insectos cortan aire cuatro nobles delicada forma
anillados con ornamento reluciente un pulgar enano el
redrojo el arruinado potenciando sus hermanos
imperiosos dedos cinco una mano...
Los guardias de la milicia se prepararon cuando la
Tejedora se aproximó con su lento bailete hasta Rescue.
Extendió los dedos de una mano que sostuvo frente al
rostro del ministro, acercándose cada vez más. El aire
alrededor de los humanos se espesó ante el avance de
la Tejedora. Rudgutter combatió el impulso de
limpiarse la cara, de retirar la seda pegajosa e invisible.
Rescue fijó su mandíbula. Los soldados murmuraban
con terrible impotencia. Comprendían su absoluta
inutilidad.
Rudgutter observaba inquieto aquel drama. La
penúltima vez que había hablado con la Tejedora, el
monstruo había ilustrado una idea, una figura retórica
de alguna clase, acercándose al capitán de la milicia
junto al alcalde, levantándolo en el aire y
descuartizándolo lentamente, perforando con una
garra extendida la armadura desde el abdomen hasta
el cuello, extrayendo un hueso humeante tras otro. El
hombre había gritado sin parar mientras la Tejedora lo
destripaba, su voz gemebunda resonando en la cabeza
de Rudgutter mientras la criatura se explicaba con
acertijos oníricos.
551
El alcalde sabía que la Tejedora haría cualquier cosa
que, en su criterio, mejorara la telaraña global. Podía
pretender estar muerta o reformar la piedra del suelo
en una estatua de león. Podía arrancarle los ojos a Eliza.
Lo que fuera con tal de dar forma al patrón en el tejido
de éter que solo ella podía ver; lo que fuera con tal de
dar forma al tapiz.
El recuerdo de Kapnellior discutiendo sobre
textorología, la ciencia de las Tejedoras, pasó por la
cabeza de Rudgutter. Aquellos seres eran de una
fabulosa rareza, y solo habitaban la realidad
convencional de forma intermitente. Los científicos de
Nueva Crobuzon únicamente se habían procurado el
cadáver de dos desde la fundación de la ciudad. La de
Kapnellior no era, ni mucho menos, una ciencia exacta.
Nadie sabía por qué aquella Tejedora había elegido
quedarse. Hacía más de doscientos años había
anunciado al alcalde Dagman Beyn, en su forma
elíptica, que viviría bajo la ciudad. A lo largo de las
décadas, una o dos administraciones la dejaron en paz,
pero la mayoría había sido incapaz de resistirse al
embrujo de su poder. Sus ocasionales interacciones (a
veces banales, a veces fatales) con acaldes y científicos
eran la principal fuente de información para los
estudios de Kapnellior.
El propio científico era un evolucionista. Sostenía la
552
opinión de que las Tejedoras eran arañas
convencionales que habían sido sometidas a una
especie de desastre de Torsión o taumaturgia (hacía
treinta, cuarenta mil años, probablemente en
Sagrimai), lo que provocó una repentina y breve
aceleración evolutiva de explosiva velocidad. En el
plazo de unas pocas generaciones, le había explicado a
Rudgutter, las Tejedoras habían evolucionado desde
predadores prácticamente sin mente hasta convertirse
en estetas de asombroso poder intelectual y
materiotaumatúrgico, en mentes alienígenas de
inteligencia superlativa que ya no empleaban sus redes
para capturar presas, sino que estaban sintonizadas
con ellas como objetos bellos que podían desenredarse
del tejido de la misma realidad. Sus tejedoras
abdominales se habían convertido en glándulas
extradimensionales especializadas que tejían patrones
en el mundo. Un mundo que, para ellas, era una
telaraña.
Las viejas historias contaban cómo las Tejedoras se
mataban mutuamente por desacuerdos estéticos, como
por ejemplo si era más hermoso destruir a un ejército
de mil hombres o dejarlo en paz, o si era adecuado o no
agitar un diente de león. Para ellas, pensar era pensar
de forma estética. Actuar —Tejer— era crear patrones
más hermosos. No ingerían comida física: parecían
553
subsistir con la apreciación de la belleza.
Una belleza que los humanos, y los demás
moradores del plano mundano, eran incapaces de
reconocer.
Rudgutter rezaba fervientemente para que la
Tejedora no decidiese que la aniquilación de Rescue era
una bonita adición al patrón del éter.
Tras tensos segundos, la araña se retiró, aún con la
mano y los dedos extendidos. Rudgutter exhaló
aliviado, y oyó a sus colegas y a la milicia hacer lo
mismo.
...CINCO... —susurró.
—Cinco —asintió Rudgutter con tono neutro. Rescue
esperó un poco antes de asentir.
—Cinco —susurró.
—Tejedora —siguió el alcalde—. Tienes razón, por
supuesto. Queremos preguntarte acerca de las cinco
criaturas sueltas en la ciudad. Estamos... preocupados
por ellas, como, al parecer, lo estás tú. Queremos
preguntarte si nos ayudarás a limpiar la ciudad de su
presencia. Desraizarlas. Librarnos de ellas. Matarlas.
Antes de que dañen el Tapiz.
Se produjo un instante de silencio, y entonces la
Tejedora danzó rápida y repentinamente de un lado a
otro. Se produjo un suave y veloz tamborileo al
aterrizar sus patas afiladas en el suelo, en una giga
554
incomprensible.
...sin vosotros preguntar la Tejedora se arruga
colores sangran texturas vistiendo hebras se destejen
mientras canto salmos funerarios por puntos blandos
donde formas de red fluyen deseo lo haré puedo
espirales de monstruos ocultan los tejados alas chupan
sorben telaraña sin color la visten no va a ser leo trance
resonancia de punto a punto en la tela para comer
esplendor atrás y lamo limpio cuchillos uñas rojas
cortaré tejidos y reataré soy soy sutil usuaria de color
blanquearé vuestros cielos con vos los barreré y los
ataré...
Rudgutter tardó algunos instantes en comprender
que la Tejedora había aceptado ayudarlos.
Sonrió con cautela. Antes de que pudiera hablar de
nuevo, el monstruo señaló hacia arriba con los cuatro
brazos delanteros.
...Encontraré donde los patrones en caos donde
colores funden donde insectos vampiro sorben
ciudadanos secos y y seré por por por y por...
La Tejedora se desplazó hacia un lado y se evaporó.
Había desaparecido del espacio físico y corría
acrobáticamente por toda la extensión de la telaraña
global.
Los jirones de red etérea que cuajaban invisibles la
estancia y la piel de los humanos comenzaron a
555
disolverse poco a poco.
Rudgutter giró lentamente la cabeza a uno y otro
lado. Los soldados enderezaban la espalda, exhalando
aliviados, relajándose de las posiciones de combate que
habían adoptado de forma instintiva. Eliza Stem‐
Fulcher capturó la mirada de Rudgutter.
—Entonces está contratada, ¿no? —dijo.
556
29
Los dracos estaban asustados. Contaban historias
sobre monstruos en el cielo.
Por la noche se sentaban alrededor de los fuegos
pergeñados en los grandes basureros de la ciudad, y
abofeteaban a los niños para que se callaran. Se
turnaban para hablar de las repentinas ráfagas de aire
y describían seres horrendos. Veían sombras retorcidas
en el cielo. Habían sentido las gotas acres salpicar
desde lo alto.
Estaban cazándolos.
Al principio no eran más que historias. Aun a pesar
del miedo, incluso disfrutaban con ellas. Pero después
comenzaron a conocer a los protagonistas. Sus
nombres ululaban a través de la ciudad por la noche,
cuando se encontraba a los cuerpos idiotas, babeantes.
Arfamo y Lateral; Mentolado y, lo más aterrador,
Bichermo, el jefe de la ciudad oriental. Nunca perdía
una pelea. Nunca se retiraba. Su hija lo había
encontrado con la cabeza perdida, moqueando por la
boca y la nariz, con los ojos hinchados, pálidos, alerta
como un huevo podrido, entre los matorrales junto a
una oxidada torre de gas en el Parque Abrogate.
Se encontró a dos matronas khepri sentadas e
inmóviles en la Plaza de las Estatuas. Un vodyanoi
quedó tumbado junto al agua en la Sombra, con la
557
enorme boca torcida en una mueca imbécil. El número
de humanos hallados sin mente aumentó hasta
alcanzar las dos cifras, y el ritmo no decaía.
Los ancianos del Invernadero en Piel del Río no
decían si había algún cacto afectado.
El Lucha contaba una noticia en su segunda página
titulada «Misteriosa epidemia de idiocia».
Los dracos no eran los únicos que habían visto cosas
que no deberían estar allí. Primero dos o tres, después
más (y cada vez más histéricos) testigos aseguraban
haber estado en compañía de aquellos cuya mente era
robada. Estaban confusos, habían caído en alguna
suerte de trance, decían, pero farfullaban sobre
monstruos, insectos diabólicos sin ojos, con oscuros
cuerpos abotargados que se desplegaban en una
pesadilla de miembros y articulaciones. Dientes
prominentes y alas hipnóticas.
El Cuervo se extendía desde la estación de la calle
Perdido en una intrincada confusión de avenidas y
callejuelas medio escondidas. Las principales arterias
(la calle LeTissof, el Paso Cocubek, el Bulevar Dos
Ghérou) estallaban en todas direcciones alrededor de
la estación y de la Plaza BilSantum. Eran avenidas
amplias y atestadas, una confusión de carros, taxis y
multitudes a pie.
558
Todas las semanas abrían nuevas y elegantes tiendas
en medio de la confusión: enormes almacenes que
ocupaban tres plantas de lo que habían sido mansiones
nobiliarias; otros menores, algo más que
establecimientos prósperos, con escaparates donde se
exhibía lo último en productos de gas, intrincadas
lámparas de bronce, encajes de extensión a válvulas,
pastilleros de lujo, ropas a medida.
En los ramales menores que se extendían desde estas
enormes calles como capilares, los despachos de
abogados y doctores, actuarios, apotecarios y
sociedades benévolas competían con los clubes
exclusivos. Los patricios patrullaban esas calles con
trajes inmaculados.
Apartadas en esquinas más o menos oscuras del
Cuervo, las bolsas de penuria y arquitectura malsana
eran juiciosamente ignoradas.
Hogar del Esputo, al sureste, quedaba bisecado
desde arriba por el tren elevado que conectaba la torre
de la milicia en la Ciénaga Brock con la estación de
Perdido. Era parte de la misma zona bulliciosa de Shek,
una cuña de tiendas y casas menores construidas en
piedra y remendadas con ladrillo. Hogar de Esputo
albergaba una industria crepuscular: la reconstrucción.
Allá donde el barrio se encontraba con el río, las
fábricas de castigo subterráneas emitían alaridos
559
agónicos y gañidos rápidamente sofocados. Pero, por
el bien de la imagen pública, Hogar de Esputo era
capaz de ignorar esa economía oculta con la más leve
señal de desagrado.
Se trataba de un lugar atareado. Los peregrinos
acudían allí para visitar el templo Palgolak en el límite
norte de la Ciénaga Brock. Durante años, Hogar de
Esputo había sido refugio de Iglesias disidentes y
sociedades secretas. Sus muros se mantenían unidos
por la pasta de un millar de carteles mohosos que
anunciaban debates y discusiones teológicas. Los
monjes y monjas de peculiares sectas contemplativas
recorrían las calles con prisa, evitando mirar a los
demás. Los derviches y hierofantes discutían en las
esquinas.
Encajado de forma ostentosa entre Hogar de Esputo
y el Cuervo se encontraba el secreto peor guardado de
la ciudad. Una sucia mancha culpable. Una pequeña
región, según los términos de la cuidad. Unas pocas
calles donde las viejas casas, angostas y cercanas,
podían unirse fácilmente con pasarelas y escaleras,
donde las constreñidas franjas de pavimento entre los
altos edificios de adornos extraños podían ser un
laberinto protector.
El distrito de los burdeles. Los barrios bajos.
560
Ya era de noche, y David Serachin caminaba por la
zona norte de Hogar de Esputo. Podía haber estado
volviendo a su casa de Vadoculto, hacia el este, bajo la
línea Sur y las vías elevadas, atravesando Shek,
pasando junto a la enorme torre de la milicia en el
Parque de Vadoculto. Era un paseo largo, pero no
implausible.
Pero cuando David pasó bajo los arcos de la estación
del Bazar de Esputo, aprovechó la oscuridad para
girarse y observar el camino por el que había llegado.
La gente tras él no eran más que viandantes. Nadie lo
seguía. Titubeó un instante antes de emerger desde
detrás de las líneas férreas, mientras el tren silbaba
sobre él, lanzando reverberaciones alrededor de las
cavernas de ladrillo.
Giró hacia el norte, siguiendo el camino del tren,
hacia el exterior de la zona de las prostitutas.
Enterró las manos en los bolsillos y agachó la cabeza.
Aquella era su vergüenza. Hervía a fuego lento en su
desprecio.
En los límites de los barrios bajos, la mercancía
atendía los gustos más ortodoxos. Había algunas
melenudas, callejeras a la pesca de cliente, pero las
independientes que se apiñaban en otras zonas de
Nueva Crobuzon eran forasteras en ese lugar. Aquel
era el barrio de la indulgencia lánguida, oculta bajo los
561
tejados de los establecimientos. Salpicados por las
pequeñas tiendas generales que incluso allí atendían
las necesidades diarias, los aún elegantes edificios del
distrito quedaban iluminados por lámparas de gas que
brillaban tras los tradicionales filtros rojos. En algunos
umbrales, las jóvenes con corpiños ajustados llamaban
dulces al tráfico peatonal. Las calles estaban menos
llenas que en la ciudad exterior, pero en absoluto
vacías. Casi todos los hombres iban bien vestidos.
Aquella mercancía no era para los indigentes.
Algunos varones mantenían la cabeza alta, pugnaz.
Casi todos caminaban como David, precavidamente
solos.
El cielo era cálido y sucio. Las estrellas brillaban
confusas. Del aire sobre la línea de los tejados llegaba
un susurro, después una ráfaga de viento al pasar una
cápsula por encima. Era una ironía municipal que
sobre el mismo centro de aquel pozo de carne se
extendiera el tren aéreo de la milicia. En raras
ocasiones, los soldados asaltaban las corrompidas y
suntuosas casas del barrio bajo, pero, por lo general
mientras se realizaran los pagos y la violencia no
salpicara más allá de las habitaciones protegidas por
ese dinero, la milicia se mantenía alejada.
Las corrientes nocturnas trajeron con ellas algo
enervante, una pulsátil sensación de inquietud. Algo
562
más profundo que la ansiedad habitual.
En algunas de las casas, las grandes ventanas
quedaban iluminadas mediante suaves muselinas
difusoras. Mujeres vestidas con camisa y ceñido traje
de noche se frotaban lascivas, o miraban a los
viandantes a través de tímidas caídas de ojos. Allí
también había lupanares xenianos, donde los jóvenes
borrachos se animaban en ritos de iniciación,
follándose a khepris, a vodyanoi o a otras especies más
exóticas. Viendo aquellos establecimientos, David
pensó en Isaac. Trató de alejar de sí la imagen.
No se detuvo. No tomó a ninguna de las mujeres que
lo rodeaban. Siguió más adentro.
Dobló una esquina y entró en una hilera de casas más
bajas y desagradables. En las ventanas se veían sutiles
pistas sobre la naturaleza de la mercancía. Látigos.
Esposas. Una niña de siete u ocho años en una cuna,
lloriqueando y moqueando.
David siguió todavía más hacia dentro. Las
multitudes se fueron diluyendo, aunque nunca estuvo
solo. El aire nocturno rebosaba de leves ruidos.
Habitaciones llenas de conversaciones. Música bien
interpretada. Risas. Gritos de dolor y el ladrido o el
aullido de animales.
Había un ruinoso callejón sin salida cerca del
corazón del sector, un pequeño remanso de
563
tranquilidad en el laberinto. David tomó su empedrado
con un débil temblor. En las puertas de aquellos
establecimientos había hombres. Aguardaban pesados
y hoscos, con trajes baratos, y vetaban al miserable que
se acercaba a ellos.
David se dirigió a una de las puertas. El enorme
portero lo detuvo con una mano impasible en el pecho.
—Me ha enviado el señor Tollmeck —musitó David.
El hombre lo dejó pasar.
En el interior, la pantalla de las lámparas era gruesa
y sucia. El recibidor parecía glutinoso con aquella luz
del color de las heces. Detrás de un escritorio esperaba
una mujer seria de mediana edad, ataviada con un traje
floral que encajaba con las pantallas. Miró a David a
través de unos anteojos de media luna.
— ¿Es usted nuevo en nuestro establecimiento? —
preguntó—. ¿Tiene cita?
—Tengo reservada la habitación diecisiete a las
nueve en punto. Orrel —dijo David. La mujer enarcó
ligeramente las cejas e inclinó la cabeza. Consultó el
libro que tenía enfrente.
—Ya veo. Llega... —consultó el reloj de la pared—.
Llega diez minutos antes, pero ya puede ir subiendo.
¿Conoce el camino? Sally le está esperando. —Levantó
la mirada y le lanzó un (horrendo, monstruoso) guiño
cómplice y una sonrisa. David se sintió asqueado.
564
Se alejó rápidamente de ella y se dirigió hacia las
escaleras.
Su corazón comenzó a acelerarse mientras subía, y al
emerger al largo pasillo en lo alto de la casa. Recordó
la primera vez que acudió a aquel lugar. La habitación
diecisiete estaba al final del pasillo.
Se dirigió hacia ella.
Odiaba aquella planta. Odiaba el papel, lleno de
ligeras ampollas, el olor peculiar que emanaba de los
cuartos, los sonidos provocadores que flotaban a través
de los tabiques. Casi todas las puertas estaban abiertas,
por convención. Las cerradas estaban ocupadas por
jugadores.
La de la habitación diecisiete estaba cerrada, por
supuesto. Era una excepción a las reglas de la casa.
David avanzó lentamente por la hedionda alfombra
y se aproximó a la primera puerta. Por misericordia,
estaba cerrada, pero la hoja de madera no lograba
contener los ruidos: gritos apagados, intermitentes; el
crujido del látigo que se estiraba; un siseo, una voz
cargada de odio. David giró la cabeza y se encontró
mirando la puerta opuesta. Alcanzó a vislumbrar la
figura desnuda sobre la cama. La chica, de no más de
quince años, le devolvió la mirada. Se incorporó sobre
las cuatro extremidades... sus brazos y piernas eran
hirsutos y terminados en garras... patas de perro.
565
Los ojos de David se clavaron en los de ella con un
horror hipnótico, lascivo, al pasar de largo; la chica
saltó al suelo con un torpe movimiento canino,
girándose chambona como una cuadrúpeda sin
práctica. Lo miró esperanzada por encima del hombro,
mostrándole el ano y la vagina.
David quedó boquiabierto y sus ojos se vidriaron.
Allí era donde se avergonzaba de sí mismo, en aquel
serrallo de putas rehechas.
La ciudad estaba llena de prostitutas rehechas, por
supuesto. A menudo era la única estrategia viable para
que aquellos hombres y mujeres se salvaran de la
inanición. Pero allí, en los barrios bajos, los pecados se
satisfacían de la forma más sofisticada.
Casi todas las fulanas rehechas habían sido
castigadas por crímenes variados: su reconstrucción no
solía ser más que un extraño obstáculo para su trabajo
sexual, lo que disminuía su precio. Aquel distrito, sin
embargo, era para los especialistas, para el consumidor
entendido. Allí las putas eran rehechas especialmente
para la profesión. Había cuerpos caros reconstruidos
en formas adecuadas para los delicados gourmets de la
carne pervertida. Había niños vendidos por sus padres,
mujeres y hombres forzados por las deudas a venderse
a los escultores de carne, a los reconstructores ilegales.
Corrían rumores de que muchos habían sido
566
sentenciados a cualquier otra reconstrucción, solo para
verse alterados en las fábricas de carne según extraños
designios carnales para ser vendidos como chaperos y
madamas. Era un rentable negocio secundario para los
biotaumaturgos del estado.
El tiempo se estiró enfermizo en aquel corredor
infinito, como la melaza rancia. En cada puerta, en cada
parada a lo largo del camino, David no podía evitar
echar un vistazo al interior. Deseaba apartarse, pero
sus ojos no se lo permitían.
Era como un jardín de pesadillas. Cada sala contenía
una flor carnal única, un capullo de tortura.
Pasó frente a cuerpos desnudos cubiertos de pechos
como los pesos de las balanzas; monstruosos torsos de
cangrejo con núbiles piernas femeninas en ambos
extremos; una mujer que lo observaba con ojos
inteligentes sobre una segunda vulva, su boca una raja
vertical con húmedos labios, un eco carnal de su otra
vagina entre las piernas abiertas. Dos muchachos
pequeños que observaban atónitos sus falos
descomunales. Una hermafrodita con múltiples
manos.
Se produjo un golpe dentro de la cabeza de David.
Se sentía confundido por el horror, exhausto.
La sala diecisiete estaba frente a él. No se dio la
vuelta. Imaginó los ojos de los rehechos a su espalda,
567
sobre él, observándolo desde sus prisiones de sangre,
hueso y sexo.
Llamó a la puerta. Después de un instante, oyó la
cadena retirarse desde dentro y la hoja se abrió un
poco. David entró alzando la cabeza, dejando el
vergonzante corredor dentro de su propia corrupción
privada. La puerta se cerró.
Un hombre vestido con traje esperaba sobre la sucia
cama, alisándose la corbata. Otro, el que había abierto
la puerta, se encontraba detrás de David con los brazos
cruzados. David lo observó brevemente y volvió su
atención hacia el que estaba sentado.
Este le señaló una silla a los pies de la cama y le invitó
a situarla frente a él.
Se sentó.
—Hola, «Sally» —dijo en voz queda.
—Serachin —le respondió él. Era delgado, de
mediana edad. Su mirada era calculadora e inteligente.
Parecía totalmente fuera de lugar en aquella habitación
ruinosa, aquella casa vil, mas su expresión era
compuesta. Había esperado paciente y cómodo entre
las putas rehechas como lo hubiera hecho en el
Parlamento.
—Me pediste que me reuniera contigo —dijo el
hombre—. Hacía mucho que no oíamos de ti. Te
568
habíamos marcado como durmiente.
—Bueno... —respondió David incómodo—. No hay
mucho de lo que informar. Hasta ahora. —El hombre
asintió juicioso y aguardó.
David se humedeció los labios. Le costaba hablar. El
hombre lo miraba con expresión ceñuda.
—El precio sigue siendo el mismo, ya sabes —le
animó—. Incluso un poco mayor.
—No, dioses, yo... —tartamudeó David—. Solo es
que... ya sabes... la práctica... —El hombre volvió a
asentir.
Muy falto de práctica, pensó David indefenso. Han
pasado seis años desde la última vez, y prometí no volver a
hacerlo. Salí de esto. Te cansaste del chantaje y no necesitabas
el dinero...
La primera vez, hacía quince años, habían entrado en
aquella misma habitación mientras David eyaculaba en
una de las bocas de una cadavérica y desdichada
rehecha. Le habían dicho que enviarían las imágenes a
los periódicos, a las revistas y a la universidad. Le
habían ofrecido una opción. Pagaban bien.
Había informado. Solo como agente libre; una vez,
puede que dos al año. Y entonces lo había dejado
durante mucho tiempo. Hasta ahora. Porque ahora
estaba asustado.
Inspiró profundamente y comenzó.
569
—Está pasando algo grande. Por Jabber, no sé por
dónde empezar. ¿Conocéis la enfermedad que está
circulando por ahí? ¿Lo de la idiocia? Bueno, pues sé
dónde comenzó. Pensé que podríamos ocuparnos de
ello, que todo sería... contenible... ¡Por la cola del
Diablo! Se hace cada vez más grande, y... y creo que
necesitamos ayuda. —En algún sitio de sus tripas, una
pequeña parte de él escupió disgustada ante aquella
cobardía, aquel delirio, pero David habló rápidamente,
sin parar—. Todo comienza con Isaac.
— ¿Dan der Grimnebulin? —preguntó el hombre—.
¿Aquel con el que compartes el taller? El teórico
renegado. El científico de la guerrilla con un talento
para el engrandecimiento personal. ¿En qué ha andado
metido? —El hombre sonreía con frialdad.
—Bueno, mirad. Ha recibido un encargo de... bueno,
le han encargado que investigue el vuelo, y se hizo con
montones de bichos voladores para estudiarlos.
Pájaros, insectos, aspis, toda la pesca. Y una de esas
cosas es un ciempiés enorme. Ese maldito bicho está
todo el día que parece que se va a morir, y de repente
Isaac encuentra un modo de mantenerlo con vida,
porque va un día y no para de crecer. Enorme. La
hostia... así de grande. —Extendió las manos hasta
alcanzar una aceptable estimación del tamaño del
570
gusano. El hombre lo miraba con atención, el rostro
serio, las manos apretadas—. Entonces entra en fase de
crisálida, y todos teníamos mucho interés por ver lo
que salía. Así que nos fuimos un día a casa y Lublamai,
el otro tipo del edificio, ya sabes, y Lublamai aparece
allí tirado, babeando. No sé qué coño era lo que salió
de aquel capullo, pero ese hijo puta se comió su
mente... y... y se escapó, y quedó libre...
El hombre inclinó la cabeza con un asentimiento
decisivo, muy distinto a sus anteriores invitaciones
casuales a compartir información.
—Así que pensaste que era mejor mantenernos
informados.
— ¡No, coño! No pensé... Incluso entonces pensé que
podríamos ocuparnos. Es decir, Jabber, estaba
cabreado con Isaac, estaba muy cabreado. Pero pensé
que podíamos encontrar un modo de dar con ese
maldito bicho, de recuperar a Lub... Bueno, y todo
comienza con cada vez más casos de esos, con gente...
sin mente... Pero lo principal es que le seguimos la pista
al que le vendió aquel bicho a Isaac. Es algún secretario
capullo que se lo robó a I + D en el mismísimo
Parlamento. Y yo pienso: «Joder, no quiero problemas
con el gobierno». —El hombre de la cama asintió ante
el buen juicio de David—. Así que decidí que esto nos
sobrepasaba... de largo. —Hizo una pausa. El hombre
571
en la cama abrió la boca para hablar, pero David lo
cortó—. ¡No, espera, que no acaba aquí! Porque he oído
lo del follón en Arboleda y sé que habéis enchironado
al editor del Renegado Rampante, ¿no? —El hombre
aguardó, limpiándose un polvo imaginario de la
chaqueta en un movimiento automático. El asunto no
se había anunciado, pero el matadero en ruinas no
dejaba lugar a dudas de que en la Perrera se había
asaltado un antro sedicioso, y los rumores
abundaban—. Pues una de las amigas de Isaac escribe
en el panfleto ese, y ha contactado con el editor. No sé
cómo, con alguna taumaturgia, y le ha dicho dos cosas.
Una es que los inquisidores, vosotros, creen que sabe
algo que no sabe, y la otra es que están preguntándole
por una historia en RR y la fuente de la misma, que al
parecer sí que sabe lo que ellos creen que sabe él. Se
llama Barbile. ¡Y escuchad esto! ¡Es a ella a la que
nuestro secretario le robó el ciempiés monstruoso! —
David hizo una pausa y esperó a ver el impacto en el
hombre, antes de seguir—. Así que todo empieza a
conectarse, y no sé qué es lo que está pasando. Ni
quiero. Solo veo que estamos... en terreno peligroso.
Puede que sea una coincidencia, pero no me lo creo. No
me importa perseguir monstruos, pero no pienso
ponerme en contra de la milicia, y de la policía secreta,
y del gobierno. Os toca a vosotros limpiar toda esta
572
mierda.
El hombre dio una palmada. David recordó algo
más.
— ¡Ah, mierda, escucha! Me he estado estrujando los
sesos, tratando de comprender lo que está pasando y...
bueno, no sé si vale de algo, pero ¿tiene algo que ver
con la energía de crisis?
El hombre negó con la cabeza muy lentamente, su
rostro guardado, confundido.
—Sigue.
—Bueno, en un momento al principio de todo el
follón, Isaac deja caer... sugiere, que ha construido un...
un motor de crisis funcional. ¿Sabes lo que significa
eso?
El rostro del hombre era imperturbable; tenía los ojos
muy abiertos.
— Soy un enlace para aquellos que informan desde
la Ciénaga Brock—siseó—. Sé lo que podría significar...
no puede... es decir... Espera un momento, eso no tiene
sentido... es... ¿es verdad? —Por primera vez, el
hombre parecía realmente impactado.
—No lo sé —respondió David indefenso—. Pero no
presumía. Lo mencionó como de pasada, pero... No
tengo ni idea. Pero sé que lleva trabajando en ello, de
forma intermitente, desde hace un huevo de años.
Se produjo un largo silencio durante el que el
573
hombre de la cama observó pensativo una esquina del
cuarto. Su rostro expresaba toda la gama de emociones.
Miró a David pensativo.
— ¿Cómo sabes todo esto? —dijo.
—Isaac confía en mí —respondió, y ese lugar en su
interior se encogió de nuevo, aunque volvió a
ignorarlo—. Al principio la mujer...
— ¿Nombre? —interrumpió el otro.
—Derkhan Blueday —murmuró tras una pausa—.
Al principio Blueday se cuidaba mucho de hablar
conmigo delante, pero Isaac... responde por mí. Conoce
mi política, hemos ido juntos a manifestaciones... —de
nuevo la conciencia: tú no tienes política, traidor de
mierda—. Pero es que en tiempos así... —titubeó, infeliz.
El hombre le hizo un gesto perentorio. No le interesaba
la culpa de David, ni sus justificaciones—. Así que
Isaac le dice que puede confiar en mí, y nos lo cuenta
todo.
Se produjo otro largo silencio. El hombre de la cama
aguardó y David se encogió de hombros.
—Eso es todo cuanto sé —susurró.
El hombre asintió y se puso en pie.
—Muy bien —dijo—. Ha sido todo...
extremadamente útil. Es posible que tengamos que
hablar a tu amigo Isaac. No te preocupes —añadió con
una sonrisa tranquilizadora—. Te prometo que no
574
tenemos ningún interés en disponer de él. Pero puede
que necesitemos su ayuda. Por supuesto, tienes razón.
Hay un círculo que cuadrar, contactos que hacer, y tú
no estás en posición de lograrlo. Nosotros sí... con la
ayuda de Isaac. Tendrás que mantenerte en contacto.
Recibirás instrucciones escritas. Asegúrate de
obedecerlas. Por supuesto, no tengo que insistir en este
punto, ¿no es así? No aseguraremos de que der
Grimnebulin no sepa de dónde procede nuestra
información. Puede que no actuemos en algunos días,
pero no te asustes. Es asunto nuestro. Solo cierra la
boca y trata de que der Grimnebulin siga haciendo lo
que esté haciendo. ¿De acuerdo?
David asintió desdichado y esperó. El hombre lo
miró con severidad.
—Eso es todo —dijo—. Puedes marcharte.
Con celeridad culpable, agradecida, David se
incorporó y corrió hacia la puerta. Sintió como si
nadara en fango, mientras su propia vergüenza lo
engullía como un mar de flema. Ansiaba alejarse de
aquella habitación y olvidar lo que había dicho y
hecho, no pensar en las monedas y los billetes que le
mandarían, pensar solo en la lealtad que sentía hacia
Isaac, explicarle que todo era para mejor.
El otro hombre abrió la puerta frente a él,
liberándolo, y David se apresuró agradecido, corriendo
575
casi por el pasillo, ansioso por escapar.
Pero por mucho que corriera a través de las calles de
Hogar de Esputo, la culpa se aferraba a él, tenaz como
las arenas movedizas.
576
30
Una noche, la ciudad dormía con paz razonable.
Por supuesto, la oprimían las interrupciones
habituales. Los hombres y mujeres luchaban entre ellos
y morían. La sangre y el vómito manchaban las viejas
calles. Los cristales se rompían. La milicia surcaba los
cielos. Los dirigibles rugían como ballenas
monstruosas. El cuerpo mutilado, sin ojos, de un
hombre que más tarde sería identificado como
Benjamín Flex, fue encontrado flotando en Malado.
La ciudad bregaba inquieta a través de la noche,
como había hecho a lo largo de los siglos. Era un sueño
fracturado, pero el único que había conocido.
Pero a la noche siguiente, cuando David completó su
furtiva tarea en los barrios bajos, algo cambió. La
Nueva Crobuzon nocturna siempre había sido un caos
de ritmos discordantes y acordes violentos, repentinos.
Ahora sonaba una nueva nota, un tono sutil, tenso,
susurrado, que enfermaba el aire.
Una noche, la tensión era algo delgado, tentativo,
que se abría camino en la mente de los ciudadanos,
arrojando sombras sobre sus rostros dormidos.
Entonces llegaba el día y nadie recordaba más que un
momento de inquietud nocturna.
Y entonces las sombras se alargaron y la temperatura
descendió, y cuando la noche regresó desde debajo del
577
mundo, algo nuevo y terrible se aposentó sobre la
ciudad.
Por toda la conurbación, desde la Colina de la
Bandera al norte hasta Barracan bajo el río, desde los
intermitentes suburbios de Malado al este hasta las
toscas barriadas industriales de Campanario, la gente
se agitaba gimiente en sus camas.
Los niños eran los primeros. Lloraban y se clavaban
las uñas en las manos, retorciendo sus caritas en duras
muecas, sudando sin parar con un hedor empalagoso;
sus cabezas oscilaban horrendas de un lado a otro, mas
sin despertar.
A medida que la noche avanzaba, también eran los
adultos los que sufrían. En las profundidades de otro
inocuo sueño, los viejos miedos y las paranoias
llegaban de repente atravesando murallas mentales,
como ejércitos invasores. Sucesiones de imágenes
pavorosas asaltaban a los afligidos, visiones animadas
de miedos profundos, banalidades absurdamente
aterradoras (fantasmas y trasgos a los que nunca
deberían enfrentarse) de los que se reirían de estar
despiertos.
Aquellos que de forma arbitraria se salvaban de la
ordalía despertaban de repente en lo más profundo de
la noche, por los gemidos y gritos de sus amantes
dormidos, por sus sollozos desesperados. A veces los
578
sueños podían ser de sexo o felicidad, pero
aumentados y febriles hasta tornarse espantosos en su
intensidad. En aquella retorcida celada nocturna, lo
bueno era malo, y lo malo era peor.
La ciudad se mecía temblorosa. Los sueños devenían
pestilencia, un bacilo que parecía saltar de un
durmiente a otro. Incluso invadían las mentes durante
la vigilia. Los vigilantes nocturnos y los agentes de la
milicia; las bailarinas y los estudiantes frenéticos; los
insomnes se encontraban perdiendo la concentración,
cayendo en fantasías y meditaciones de extraña,
alucinatoria intensidad.
Por toda la ciudad, la noche quedaba fisurada por
gritos de miseria nocturna.
Nueva Crobuzon estaba en garras de una epidemia,
una enfermedad, una plaga de pesadillas.
El verano se coagulaba sobre Nueva Crobuzon,
sofocándola. El aire de la noche era caliente, espeso
como el aliento exhalado. Muy por encima de la
ciudad, transfiguradas entre las nubes y la urbe, las
grandes criaturas aladas babeaban.
Extendían y batían sus vastas alas irregulares, lo que
provocaba gruesas corrientes de aire en caótico
movimiento. Sus intrincados apéndices (tentaculares,
insectiles, antropoides, quitinosos, numerosos) se
579
agitaban al surcar la febril excitación.
Abrían sus perturbadoras fauces y desenrollaban las
largas lenguas emplumadas hacia los tejados. El mismo
aire estaba empapado de sueños, y los seres voladores
lamían ansiosos aquel jugo suculento. Cuando las
frondas que remataban sus lenguas pesaban por el
néctar invisible, las enrollaban hasta sus bocas con un
chasquido lujurioso, afilando sus enormes dientes.
Surcaban los cielos, defecando, exudando los restos
de sus anteriores comidas. El rastro invisible se
extendía desde el aire, un efluvio psíquico que se
deslizaba grumoso, cuajado, entre los intersticios del
plano mundano. Rezumaba a través del éter hasta
cubrir la ciudad, saturaba las mentes de sus habitantes,
perturbaba su reposo y sacaba a los monstruos a la luz.
Los dormidos y los despiertos sentían sus mentes
retorcerse.
Los cinco marcharon de caza.
Entre el vasto y caótico caldo de pesadillas urbanas,
cada uno de los seres oscuros podía discernir deliciosos
rastros serpenteantes.
Normalmente eran cazadores oportunistas.
Esperaban hasta que olían algún gran tumulto mental,
alguna mente especialmente sabrosa en sus propias
exudaciones. Entonces, los intrincados voladores
580
giraban y descendían sobre su presa. Usaban sus
manos delgadas para descerrar las ventanas de las
plantas altas y recorrían áticos bañados por la luna
hacia los trémulos durmientes para saciarse. Se
aferraban con una multitud de apéndices a las figuras
solitarias que recorrían la orilla del río, gentes que,
mientras eran absorbidas, chillaban sin cesar a una
noche ya ahita de plañidos quejumbrosos.
Pero cuando abandonaban los cascarones de carne
de sus comidas para sacudirse y repantigarse sobre los
tejados y las callejuelas oscuras, cuando la cuchillada
del hambre remitía y era posible alimentarse más
despaciosamente, por placer, las criaturas aladas se
tornaban curiosas. Saboreaban el débil caldo de mentes
que ya habían catado antes y, como inquisitivas bestias
de caza de fría inteligencia, las perseguían.
Allí estaba el tenue rastro mental de uno de los
guardias que se encontraba en el exterior de su jaula en
el Barrio Oseo, fantaseando con la esposa de su amigo.
Sus sabrosas imaginaciones flotaban hasta enroscarse
alrededor de la lengua trémula. La criatura que lo
saboreó giró en el cielo, trazando el arco caótico de una
mariposa o una polilla, descendiendo hacia Ecomir,
siguiendo el olor de su presa.
Otra de las grandes formas aéreas trazó de repente
un gran ocho en cielo y volvió sobre sus pasos, en busca
581
del sabor familiar que se había filtrado entre sus
papilas gustativas. Era un aroma nervioso que había
impregnado los capullos de los monstruos en pupa. La
gran bestia flotó sobre la ciudad y su saliva se disipó en
varias dimensiones bajo ella. Las emisiones eran
oscuras, de una fragilidad frustrante, pero su sentido
del gusto estaba muy desarrollado y la arrastró hacia
Mafatón, abriéndose camino a lametones hacia el
tentador aroma de la científica que los había visto
crecer: Magesta Barbile.
El redrojo, el cachorro mal alimentado que había
liberado a sus camaradas, también encontró un rastro
de sabor rememorado. Su mente no estaba tan
desarrollada, sus papilas eran menos exactas: no
podría perseguir un aroma intermitente desde el aire.
Pero, incómodo, lo intentó. El sabor completo de la
mente era tan familiar... Había rodeado a aquella
criatura deforme durante su florecer a la consciencia,
durante su crisálida y la creación de su capullo de seda.
Perdió y halló de nuevo el rastro. Lo perdió de nuevo
torpemente.
El menor y más débil de aquellos batidores
nocturnos, mucho más fuerte que cualquier hombre,
famélico y predador, buscaba sus caminos con la
lengua a través del cielo, tratando de recuperar el rastro
de Isaac Dan der Grimnebulin.
582
Isaac, Derkhan y Lemuel Pigeon aguardaban
inquietos en la esquina, bajo el fulgor humeante de la
luz de gas.
— ¿Dónde cono está tu compañero? —siseó Isaac.
—Llega tarde, probablemente no encuentre esto. Ya
te dije que es idiota perdido —respondió Lemuel con
calma. Sacó una navaja automática y comenzó a
limpiarse las uñas.
— ¿Para qué lo necesitamos?
—No te hagas el inocentón, Isaac. Se te da bien
enseñarme el dinero suficiente para que haga toda
clase de trabajos que van contra mi buen juicio, pero
hay límites. No pienso verme involucrado en nada que
irrite al maldito gobierno sin tener protección. Y el
señor X me la proporciona, con creces.
Isaac maldijo en silencio, pero sabía que Lemuel
tenía razón.
No le gustaba la idea de involucrar a Lemuel en
aquella aventura, pero los acontecimientos
conspiraban rápidamente para no dejarle otra opción.
Estaba claro que David era refractario a ayudarle a
encontrar a Magesta Barbile. Parecía paralizado, un
manojo de nervios a flor de piel. Isaac comenzaba a
perder la paciencia con él. Necesitaba ayuda, y quería
que David reaccionaria e hiciera cualquier cosa. Pero
583
ahora no era el momento de enfrentarse a él.
Derkhan le había proporcionado, de forma
inadvertida, el nombre que parecía la clave de todos los
misterios interrelacionados sobre la presencia en los
cielos y el enigmático interrogatorio de Ben Flex por
parte de la milicia. Isaac hizo correr la voz, dándole a
Lemuel Pigeon la información que tenían: Mafatón,
científica, I+D. Incluyó dinero, algunas guineas
(mientras se fijaba en que el oro que le había dado
Yagharek comenzaba a agotarse poco a poco), y le
suplicó información y ayuda.
Por eso contuvo su ira cuando el señor X llegó tarde.
A pesar de su pantomima de impaciencia, aquella clase
de protección era el motivo exacto por el que había
hablado con Lemuel.
Convencer al propio Lemuel para que los
acompañara a la dirección en Mafatón no fue muy
difícil. Mostraba un despreocupado desprecio por los
detalles, era un mercenario que no deseaba más que se
le pagara por sus esfuerzos. Isaac no lo creía. Pensaba
que Lemuel estaba cada vez más interesado en aquella
intriga.
Yagharek era diamantino en su negativa a acudir.
Isaac había tratado de persuadirlo con celeridad y
fervor, pero el garuda ni siquiera había replicado. ¿Y
qué coño vas a hacer entonces aquí?, quería preguntarle,
584
aunque se tragó su irritación y lo dejó en paz. Quizá
tardara un tiempo en comportarse como si formara
parte de un colectivo. Esperaría.
Lin se había marchado justo antes de llegar Derkhan.
No quería dejar a Isaac en su depresión, pero también
ella parecía distraída. Solo se había quedado una
noche, y cuando se marchó prometió a Isaac que
volvería en cuanto le fuera posible. Pero entonces, a la
mañana siguiente, Isaac recibió una carta con su letra
cursiva, entregada desde el otro lado de la ciudad
mediante un caro mensajero garantizado.
Cariño, Temo que puedas sentirte enfadado y
traicionado por esto, pero trata de entenderlo. En casa
me estaba esperando otra carta de mi empleador, mi
patrón, mi mecenas, si lo prefieres. Justo tras la misiva
en la que me decía que no sería necesaria en un futuro
cercano, llegó otro mensaje indicando que debía
volver.
Sé que el momento no puede ser peor. Solo te pido
que creas que desobedecería de poder hacerlo, pero no
es así. No puedo, Isaac. Trataré de acabar mi trabajo
para él en cuanto me sea posible, en una semana o dos,
espero, para volver a tu lado.
Espérame.
Con mi amor, Lin.
585
Por tanto, esperando en la esquina del Paso Confuso,
camuflados en el claroscuro de la luna llena a través de
las nubes, a la sombra de los árboles del Parque de la
Estaca, solo estaban Isaac, Derkhan y Lemuel.
Los tres se movían inquietos, observando las
sombras que los sobrevolaban, saltando ante ruidos
imaginados. Desde las calles que los rodeaban llegaban
sonidos intermitentes de espantosos sueños
perturbados. Ante cada gemido o gañido salvaje, los
tres se miraban desazonados.
—Mierda puta —siseó Lemuel con irritación y
miedo—. ¿Qué está pasando?
—Hay algo en el aire... —murmuró Isaac, apagando
su voz al mirar al cielo.
Para colmo de la tensión, Derkhan y Lemuel, que se
habían conocido el día anterior, habían decidido
rápidamente que se despreciaban. Hacían todo lo
posible por ignorarse.
— ¿Cómo conseguiste la dirección? —preguntó
Isaac, mientras Lemuel se encogía de hombros irritable.
—Contactos, Isaac. Contactos y corrupción. ¿Tú qué
crees? La doctora Barbile dejó sus habitaciones hace un
par de días, y desde entonces se le ha visto en este
lugar, mucho menos salobre. Solo está a unas tres calles
de su vieja casa, no obstante. No tiene imaginación.
586
Ey... —palmeó el brazo de Isaac y señaló la calle
sombría—. Ahí está nuestro hombre.
Frente a ellos, una vasta figura se desembarazaba de
las sombras y se acercaba pesada hacia ellos. Valoró a
Isaac y a Derkhan antes de asentir a Lemuel del modo
más absurdamente desenvuelto.
— ¿Qué tal, Pigeon? —dijo, demasiado alto—. ¿Qué
va a ser?
—Baja la voz, tío —respondió terso Lemuel—. ¿Qué
llevas?
El enorme recién llegado puso un dedo frente a los
labios para mostrar que había comprendido. Abrió un
lado de su chaqueta, mostrando dos enormes pistolas
de pedernal. Isaac se sorprendió ante su tamaño. Tanto
él como Derkhan iban armados, pero ninguno con tales
cañones. Lemuel asintió aprobador ante el muestrario.
—Vale. Probablemente no hagan falta, pero... ya
sabes. Bueno. En silencio. —El hombretón asintió—.
Tampoco escuches, ¿eh? Hoy no tienes oídos. —El
hombre asintió de nuevo. Lemuel se volvió hacia Isaac
y Derkhan—. Oíd. Sabéis lo que queréis preguntarle a
la nena. Si es posible, no somos más que sombras. Pero
tenemos razones para pensar que la milicia está
interesada en esto, y eso significa que no podemos
cagarla. Si no colabora, le damos un empujoncito, ¿de
acuerdo?
587
— ¿Eso qué significa en gángsteres? ¿Tortura? —
siseó Isaac. Lemuel lo miró con frialdad.
—No. Y no me jodas: me pagas por esto. No tenemos
tiempo para hacer el gilipollas, de modo que no voy a
dejarle a ella que lo haga. ¿Algún problema? —No
hubo respuesta—. Bien. La calle Embarcadero está por
aquí, a la derecha.
No se encontraron con otros paseantes nocturnos
mientras recorrían las callejuelas traseras. Sus andares
eran variados: el compañero de Lemuel,
despreocupado y sin miedo, al parecer ajeno al
ambiente de pesadilla que flotaba en el aire; el propio
Lemuel, con numerosas miradas a los umbrales
oscuros; Isaac y Derkhan, con una premura nerviosa,
desgraciada.
Se detuvieron en la puerta de Barbile en la calle
Embarcadero. Lemuel se giró para indicarle a Isaac que
hiciera los honores, pero Derkhan se adelantó.
—Lo haré yo —susurró furiosa. Los demás se
retiraron. Cuando se encontraron medio ocultos en el
borde del umbral, Derkhan se giró y tiró del cordel de
la campana.
Durante un largo tiempo no sucedió nada. Entonces,
poco a poco, oyeron los pasos que descendían
lentamente las escaleras y se dirigían hacia la puerta.
Se detuvieron justo al otro lado y se hizo el silencio.
588
Derkhan aguardó, acallando a los demás con las
manos. Al final llegó una voz desde detrás de la puerta.
— ¿Quién es?
Magesta Barbile parecía totalmente aterrada.
Derkhan habló con voz baja y rápida.
—Doctora Barbile, me llamo Derkhan. Tenemos que
hablar con usted urgentemente.
Isaac miró alrededor para comprobar las luces de la
calle. Al parecer nadie los había visto.
Desde el interior, Barbile ponía las cosas difíciles.
—N‐no estoy segura —dijo—. No es un buen
momento.
—Doctora Barbile... Magesta... —replicó Derkhan
suavemente—. Tiene que abrir la puerta. Podemos
ayudarla. Solo abra la puta puerta. Ya.
Se produjo otro momento de duda, pero entonces la
doctora quitó la cerradura y abrió la puerta con un
quejido. Derkhan estaba a punto de aprovechar para
entrar de un empujón, pero se detuvo en seco. Barbile
sostenía un rifle. Presentaba un aspecto de horrible
incomodidad con él, pero, por poca práctica que
tuviera, el arma seguía apuntada hacia su estómago.
—No sé quiénes son... —comenzó Barbile reluctante.
Pero antes de que pudiera seguir, el enorme amigo de
Lemuel, el señor X, dio un fácil paso alrededor de
Derkhan, aferró el rifle y deslizó el canto de la mano
589
sobre el mecanismo de disparo, bloqueando el paso del
martillo. Barbile comenzó a gritar y apretó el gatillo,
provocando un leve siseo de dolor del señor X cuando
el metal percutió en su carne. Tiró hacia atrás del rifle
y envió a la doctora volando hacia las escaleras a su
espalda.
Mientras se sacudía y trataba de ponerse en pie, el
gigante entró en la casa.
Los demás lo siguieron. Derkhan no protestó ante el
tratamiento. Lemuel tenía razón. No disponían de
tiempo.
El señor X sujetaba con paciencia a la mujer, que se
sacudía a un lado y a otro, emitiendo terribles gañidos
desde detrás de la mano que le cubría la boca. Tenía los
ojos muy abiertos por la histeria y el miedo.
—Por los dioses —susurró Isaac—. ¡Cree que vamos
a matarla! ¡Para!
—Magesta —dijo Derkhan en alto, cerrando la
puerta de una patada sin mirar atrás—. Magesta,
cálmate. No somos la milicia, si es lo que crees. Soy
amiga de Benjamín Flex.
Ante aquello, Barbile abrió aún más los ojos y su
resistencia remitió.
—Bien —siguió Derkhan—. Benjamín ha sido
detenido. Supongo que ya lo sabes. —Barbile la miró y
590
asintió con la cabeza. El enorme empleado de Lemuel
probó a quitarle la mano de la boca. No gritó.
—No somos la milicia —repitió Derkhan
lentamente—. No vamos a llevarte como se lo llevaron
a él. Pero tú sabes... sabes que, si nosotros hemos
podido dar contigo, si hemos descubierto quién era el
contacto de Ben, ellos también podrán.
— Yo... por eso... —Barbile miró el rifle. Derkhan
asintió.
— Muy bien, Magesta, atiende —dijo. Hablaba con
gran claridad, clavando su mirada en la de Barbile—.
No tenemos mucho tiempo... ¡suéltala, joder! No
tenemos mucho tiempo, y creemos que sabes
exactamente lo que está pasando. Está sucediendo algo
muy, muy raro, y muchos de los hilos convergen en ti.
Déjame sugerir algo. ¿Por qué no nos llevas arriba
antes de que venga la milicia, y nos los explicas todo?
— Si hubiera sabido lo de Flex... —dijo la doctora.
Estaba echa un ovillo sobre el sofá, con una taza de té
frío en la mano. A su espalda, un gran espejo ocupaba
la mayor parte de la pared—. No sigo las noticias. Tenía
una reunión programada con él hace unos días, y
cuando no apareció temí de verdad que... no sé, que me
hubiera denunciado. — Probablemente lo haya hecho,
pensó Derkhan, guardando silencio—. Y entonces oí
rumores sobre lo que había pasado en la Perrera
591
cuando la milicia aplastó aquellos disturbios...
No fueron unos putos disturbios, estuvo a punto de
gritar Derkhan, aunque se controló. Fuera cual fuera la
razón que Magesta Barbile había tenido para darle
información a Ben, la disidencia política, desde luego,
no era una de ellas.
—Y entonces esos rumores... —siguió la doctora—.
Bueno, sumé dos y dos, ¿sabe? Y entonces... y
entonces...
— ¿Y entonces te escondiste? —preguntó Derkhan.
Barbile asintió.
—Mira —dijo Isaac de repente. Había estado callado
hasta entonces, con el rostro reflejando una gran
tensión—. ¿Es qué no lo sientes, coño? ¿Es que no lo
paladeas? —pasó sus manos, como garras, por la cara,
como si el aire fuera algo tangible que pudiera aferrar
y manipular—. Es como si el maldito aire nocturno se
hubiera vuelto rancio. Ey, puede que sea una simple
coincidencia, pero, de momento, todas las cosas malas
que han sucedido en el último mes parecen
relacionadas en una puta conspiración, y me apuesto
los huevos a que esta no es la excepción.
Se inclinó, acercándose a la patética figura de Barbile.
Ella lo miró, acobardada y asustada.
—Doctora Barbile —dijo él con tono neutro—: algo
que come mentes... incluyendo la de mi amigo; un
592
asalto de la milicia contra el Renegado Rampante; el
mismo aire a nuestro alrededor, convertido en una
sopa podrida... ¿Qué cono pasa? ¿Qué relación tiene
con la mierda onírica?
Barbile comenzó a llorar. Isaac casi aulló por la
irritación, mientras se alejaba de ella y alargaba las
manos, desesperado. Pero entonces se giró. La mujer
hablaba entre sollozos.
—Sabía que era una mala idea... Les dije que
deberíamos mantener el control del experimento... —
sus palabras eran casi ininteligibles, rotas,
interrumpidas por las lágrimas y los sorbidos—. No
llevaba el tiempo suficiente... no deberían haberlo
hecho.
— ¿Hacer el qué? —intervino Derkhan—. ¿Qué
hicieron? ¿De qué te hablaba Ben?
—Sobre la transferencia —sollozó Barbile—. Aún no
habíamos terminado el proyecto, pero de repente
oímos que lo cancelaban, pero... pero alguien descubrió
lo que pasaba en realidad. Iban a vender nuestros
especímenes... a un mañoso...
— ¿Qué especímenes? —preguntó Isaac, pero
Barbile lo ignoraba. Estaba descargándose a su propio
ritmo, con su propio orden.
—No era lo bastante rápido para los patrocinadores,
¿sabéis? Se estaban... impacientando. Las aplicaciones
593
que esperaban, militares, psicodimensionales... no
llegaban. Los sujetos eran incomprensibles, no
hacíamos progresos... y eran incontrolables, eran
demasiado peligrosos... —alzó la mirada y la voz, aún
llorando. Se detuvo un instante antes de proseguir, más
calmada—. Podríamos haber llegado a algo, pero
necesitábamos demasiado tiempo. Y entonces... la
gente del dinero debió de ponerse nerviosa, de modo
que el director del proyecto nos dijo que se había
terminado, que los especímenes habían sido
destruidos, pero era mentira... Todo el mundo lo sabía.
Aquel no fue el primer proyecto, ¿sabéis? —Isaac y
Derkhan abrieron los ojos, pero guardaron silencio—.
Ya conocíamos un modo seguro para hacer dinero con
ellos. Deben de haberlos vendido al mejor postor... a
alguien que pudiera usarlos por la droga... De ese
modo, los patrocinadores recuperaban su dinero y el
director podía mantener el proyecto en marcha por su
cuenta, cooperando con el traficante al que se los había
vendido. Pero no está bien. No está bien que el
gobierno haga dinero con las drogas, y no está bien que
nos roben nuestro proyecto... — Barbile había dejado
de llorar. Estaba allí sentada, divagando. La dejaron
hablar—. Los otros lo iban a dejar, pero yo estaba
enfadada... No los había visto salir de la crisálida, no
había descubierto lo que buscaba, ni de lejos. Y ahora
594
los iban a usar para... para que algún miserable hiciera
dinero.
Derkhan apenas podía creer su ingenuidad. Así que
aquel era el contacto de Ben, aquella estúpida científica
de tres al cuarto enfadada por haber perdido un
proyecto. Por ello había dado pruebas de los negocios
ilícitos del gobierno y había atraído sobre ella la ira de
la milicia.
—Barbile —volvió a hablar Isaac, mucho más
calmado y tranquilo esta vez—. ¿Qué son?
Magesta Barbile alzó la mirada. Parecía desencajada.
— ¿Que qué son? —dijo, aturdida—. ¿Las cosas que
han escapado? ¿El proyecto? ¿Que qué son? Son
polillas asesinas.
595
31
Isaac asintió como si la revelación tuviera sentido. Se
preparó para realizar otra pregunta, pero los ojos de
ella ya no estaban sobre él.
—Supo que se habían escapado por los sueños,
¿sabéis? —dijo—. Sabía que estaban libres. No sé cómo
lo consiguieron, pero demuestra que su venta fue una
pésima idea, ¿no? —su voz estaba teñida de un
desesperado triunfo—. Esa se la va a tener que tragar
Vermishank.
Ante la mención de aquel nombre, Isaac sintió un
espasmo. Por supuesto, pensó una parte de su mente,
con calma. Tiene sentido que él ande metido en esto. Otra
parte de él gritaba en su interior. Las hebras de su vida
volaban a su alrededor como una red despiadada.
— ¿Qué tiene Vermishank que ver en todo esto? —
preguntó con cuidado. Vio a Derkhan lanzarle una
mirada afilada. No reconocía el nombre, pero era
evidente que él sí.
—Es el jefe —respondió Barbile, sorprendida—. Es el
director del proyecto.
—Pero es biotaumaturgo, no zoólogo, ni teórico.
¿Qué hace al mando?
—La biotaumaturgia es su especialidad, pero no su
único conocimiento. Es principalmente el
596
administrador. Está a cargo de la materia con peligro
biológico: reconstrucción, armas experimentales,
organismos cazadores, enfermedades...
Vermishank era el encargado de ciencias de la
Universidad de Nueva Crobuzon. Se trataba de una
prestigiosa posición de alto rango. Sería impensable
conceder tal honor a alguien enfrentado con el
gobierno, eso era evidente. Pero Isaac comprendía
ahora que había subestimado la participación de
Vermishank con el estado. Era mucho más que un
subalterno sumiso.
— ¿Fue él quien vendió las... polillas asesinas? —
preguntó Isaac. Barbile asintió. Fuera soplaba el viento,
y los postigos traqueteaban con fuerza. El señor X
buscó la fuente del ruido. Nadie más apartaba su
atención de Barbile.
—Entré en contacto con Flex porque pensé que era lo
correcto —dijo ella—. Pero sucedió algo... y las polillas
desaparecieron. Han escapado. Solo los dioses saben
cómo. — Yo lo sé, pensó Isaac, sombrío. Fui yo—. ¿Sabes
lo que significa que hayan escapado? Todos nosotros...
todos nosotros vamos a ser presas. Y la milicia debe de
haber leído el Renegado Rampante y... y pensaron que
Flex tuvo algo que ver... y si pensaron eso, entonces
pronto... pronto pensarán que lo hice yo... —Barbile
comenzó a sollozar de nuevo y Derkhan apartó la
597
mirada con disgusto, pensando en Ben.
El señor X se acercó a la ventana para ajustar los
postigos.
—Y entonces... —Isaac trataba de ordenar sus
pensamientos. Había cientos de miles de cosas que
quería preguntar, pero una era absolutamente
imperiosa—. Doctora Barbile, ¿cómo las capturamos?
Barbile alzó la mirada hacia él y comenzó a negar con
la cabeza. Observó a Isaac y a Derkhan de pie sobre ella
como padres nerviosos, y más allá a Lemuel, en un
lateral, esforzándose en ignorarla. Sus ojos encontraron
al señor X, que se hallaba junto a la ventana
descubierta. La había abierto un poco para alcanzar los
postigos.
Estaba quieto, mirando fuera.
Magesta Barbile miró por encima del hombro del
gigante hacia un parpadeo de colores nocturnos.
Sus ojos se vidriaron. Su voz se congeló.
Algo batía contra la ventana, tratando de alcanzar la
luz.
La doctora se incorporó mientras Lemuel, Isaac y
Derkhan se acercaban a ella preocupados y le
preguntaban qué sucedía, incapaces de comprender
sus pequeños gritos. Levantó la mano temblorosa hasta
señalar la figura paralizada del señor X.
598
—Oh, Jabber —susurró—. Oh, santo Jabber, me ha
encontrado, me ha paladeado...
Y entonces gañó, girando sobre sus talones.
— ¡El espejo! —gritó—. ¡Mirad al espejo!
Su tono era tenso y totalmente imperativo. La
obedecieron. Hablaba con tal autoridad desesperada
que ninguno sucumbió al instinto de girarse para
mirar. Los cuatro observaban el espejo tras el sofá
desvencijado. Estaban transpuestos.
El señor X trastabillaba hacia atrás con el paso sin
mente de un zombi.
Tras él se produjo un borrón de color. Una forma
terrible se apretó y plisó sobre sí misma para meter los
pliegues orgánicos, las espinas y la masa a través de la
pequeña ventana. Una roma cabeza sin ojos asomó por
la abertura y giró lentamente de un lado a otro. La
impresión era la de un parto imposible. El ser que
acechaba a través del marco se había encogido
intrincado, mientras se contraía en direcciones
invisibles e imposibles. Resplandeció como una
imagen irreal, mientras introducía a la fuerza su
carcasa reluciente a través de la abertura sacando los
brazos de la amalgama oscura para apretar y hacer
fuerza contra las jambas.
Tras el cristal, las alas medio ocultas bullían.
La criatura se dilató de repente y la ventana se
599
desintegró. Solo se produjo un leve sonido seco, como
si se absorbiera la sustancia del aire. Fragmentos de
cristal rociaron la habitación.
Isaac observaba transfigurado, tembloroso.
Por el rabillo del ojo veía a Derkhan, a Lemuel y a
Barbile en el mismo estado. ¡Esto es una locura!, pensó.
¡Tenemos que salir de aquí! Extendió la mano, tiró de la
manga a Derkhan y comenzó a acercarse hacia la
puerta.
Barbile parecía paralizada. Lemuel tiraba de ella.
Ninguno sabía por qué les había dicho que miraran
al espejo, pero tampoco se dieron la vuelta.
Y entonces, mientras se arrastraban hacia la puerta,
se congelaron de nuevo. El ser se incorporaba.
En un repentino movimiento floreció y ocupó,
inenarrable, el espejo frente a ellos.
Podían ver la espalda del señor X, que observaba los
patrones de las alas, pautas que giraban con
hipnagógica velocidad, latiendo las células cromáticas
bajo la piel de la criatura en extrañas dimensiones.
El señor X dio un paso atrás para contemplar mejor
las alas. No alcanzaban a ver su rostro.
La polilla lo tenía cautivado.
Era más alta que un oso. Un manojo de afiladas
extrusiones, como oscuros látigos cartilaginosos,
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