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Published by snullbug20, 2018-05-20 19:38:35

La Estacion De La Calle Perdido - China Mieville

cinco insectos cortan aire cuatro nobles delicada forma

anillados con ornamento reluciente un pulgar enano el

redrojo el arruinado potenciando sus hermanos


imperiosos dedos cinco una mano...

Los guardias de la milicia se prepararon cuando la

Tejedora se aproximó con su lento bailete hasta Rescue.


Extendió los dedos de una mano que sostuvo frente al

rostro del ministro, acercándose cada vez más. El aire


alrededor de los humanos se espesó ante el avance de

la Tejedora. Rudgutter combatió el impulso de

limpiarse la cara, de retirar la seda pegajosa e invisible.


Rescue fijó su mandíbula. Los soldados murmuraban

con terrible impotencia. Comprendían su absoluta


inutilidad.

Rudgutter observaba inquieto aquel drama. La

penúltima vez que había hablado con la Tejedora, el


monstruo había ilustrado una idea, una figura retórica

de alguna clase, acercándose al capitán de la milicia

junto al alcalde, levantándolo en el aire y


descuartizándolo lentamente, perforando con una

garra extendida la armadura desde el abdomen hasta

el cuello, extrayendo un hueso humeante tras otro. El


hombre había gritado sin parar mientras la Tejedora lo

destripaba, su voz gemebunda resonando en la cabeza


de Rudgutter mientras la criatura se explicaba con

acertijos oníricos.




551

El alcalde sabía que la Tejedora haría cualquier cosa

que, en su criterio, mejorara la telaraña global. Podía

pretender estar muerta o reformar la piedra del suelo


en una estatua de león. Podía arrancarle los ojos a Eliza.

Lo que fuera con tal de dar forma al patrón en el tejido

de éter que solo ella podía ver; lo que fuera con tal de


dar forma al tapiz.

El recuerdo de Kapnellior discutiendo sobre


textorología, la ciencia de las Tejedoras, pasó por la

cabeza de Rudgutter. Aquellos seres eran de una

fabulosa rareza, y solo habitaban la realidad


convencional de forma intermitente. Los científicos de

Nueva Crobuzon únicamente se habían procurado el


cadáver de dos desde la fundación de la ciudad. La de

Kapnellior no era, ni mucho menos, una ciencia exacta.

Nadie sabía por qué aquella Tejedora había elegido


quedarse. Hacía más de doscientos años había

anunciado al alcalde Dagman Beyn, en su forma

elíptica, que viviría bajo la ciudad. A lo largo de las


décadas, una o dos administraciones la dejaron en paz,

pero la mayoría había sido incapaz de resistirse al

embrujo de su poder. Sus ocasionales interacciones (a


veces banales, a veces fatales) con acaldes y científicos

eran la principal fuente de información para los


estudios de Kapnellior.

El propio científico era un evolucionista. Sostenía la




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opinión de que las Tejedoras eran arañas

convencionales que habían sido sometidas a una

especie de desastre de Torsión o taumaturgia (hacía


treinta, cuarenta mil años, probablemente en

Sagrimai), lo que provocó una repentina y breve

aceleración evolutiva de explosiva velocidad. En el


plazo de unas pocas generaciones, le había explicado a

Rudgutter, las Tejedoras habían evolucionado desde


predadores prácticamente sin mente hasta convertirse

en estetas de asombroso poder intelectual y

materiotaumatúrgico, en mentes alienígenas de


inteligencia superlativa que ya no empleaban sus redes

para capturar presas, sino que estaban sintonizadas


con ellas como objetos bellos que podían desenredarse

del tejido de la misma realidad. Sus tejedoras

abdominales se habían convertido en glándulas


extradimensionales especializadas que tejían patrones

en el mundo. Un mundo que, para ellas, era una

telaraña.


Las viejas historias contaban cómo las Tejedoras se

mataban mutuamente por desacuerdos estéticos, como

por ejemplo si era más hermoso destruir a un ejército


de mil hombres o dejarlo en paz, o si era adecuado o no

agitar un diente de león. Para ellas, pensar era pensar


de forma estética. Actuar —Tejer— era crear patrones

más hermosos. No ingerían comida física: parecían




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subsistir con la apreciación de la belleza.

Una belleza que los humanos, y los demás

moradores del plano mundano, eran incapaces de


reconocer.

Rudgutter rezaba fervientemente para que la

Tejedora no decidiese que la aniquilación de Rescue era


una bonita adición al patrón del éter.

Tras tensos segundos, la araña se retiró, aún con la


mano y los dedos extendidos. Rudgutter exhaló

aliviado, y oyó a sus colegas y a la milicia hacer lo

mismo.


...CINCO... —susurró.

—Cinco —asintió Rudgutter con tono neutro. Rescue


esperó un poco antes de asentir.

—Cinco —susurró.

—Tejedora —siguió el alcalde—. Tienes razón, por


supuesto. Queremos preguntarte acerca de las cinco

criaturas sueltas en la ciudad. Estamos... preocupados

por ellas, como, al parecer, lo estás tú. Queremos


preguntarte si nos ayudarás a limpiar la ciudad de su

presencia. Desraizarlas. Librarnos de ellas. Matarlas.

Antes de que dañen el Tapiz.


Se produjo un instante de silencio, y entonces la

Tejedora danzó rápida y repentinamente de un lado a


otro. Se produjo un suave y veloz tamborileo al

aterrizar sus patas afiladas en el suelo, en una giga




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incomprensible.

...sin vosotros preguntar la Tejedora se arruga

colores sangran texturas vistiendo hebras se destejen


mientras canto salmos funerarios por puntos blandos

donde formas de red fluyen deseo lo haré puedo

espirales de monstruos ocultan los tejados alas chupan


sorben telaraña sin color la visten no va a ser leo trance

resonancia de punto a punto en la tela para comer


esplendor atrás y lamo limpio cuchillos uñas rojas

cortaré tejidos y reataré soy soy sutil usuaria de color

blanquearé vuestros cielos con vos los barreré y los


ataré...

Rudgutter tardó algunos instantes en comprender


que la Tejedora había aceptado ayudarlos.

Sonrió con cautela. Antes de que pudiera hablar de

nuevo, el monstruo señaló hacia arriba con los cuatro


brazos delanteros.

...Encontraré donde los patrones en caos donde

colores funden donde insectos vampiro sorben


ciudadanos secos y y seré por por por y por...

La Tejedora se desplazó hacia un lado y se evaporó.

Había desaparecido del espacio físico y corría


acrobáticamente por toda la extensión de la telaraña

global.


Los jirones de red etérea que cuajaban invisibles la

estancia y la piel de los humanos comenzaron a




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disolverse poco a poco.

Rudgutter giró lentamente la cabeza a uno y otro

lado. Los soldados enderezaban la espalda, exhalando


aliviados, relajándose de las posiciones de combate que

habían adoptado de forma instintiva. Eliza Stem‐

Fulcher capturó la mirada de Rudgutter.


—Entonces está contratada, ¿no? —dijo.




































































556

29

Los dracos estaban asustados. Contaban historias

sobre monstruos en el cielo.


Por la noche se sentaban alrededor de los fuegos

pergeñados en los grandes basureros de la ciudad, y

abofeteaban a los niños para que se callaran. Se


turnaban para hablar de las repentinas ráfagas de aire

y describían seres horrendos. Veían sombras retorcidas


en el cielo. Habían sentido las gotas acres salpicar

desde lo alto.

Estaban cazándolos.


Al principio no eran más que historias. Aun a pesar

del miedo, incluso disfrutaban con ellas. Pero después


comenzaron a conocer a los protagonistas. Sus

nombres ululaban a través de la ciudad por la noche,

cuando se encontraba a los cuerpos idiotas, babeantes.


Arfamo y Lateral; Mentolado y, lo más aterrador,

Bichermo, el jefe de la ciudad oriental. Nunca perdía

una pelea. Nunca se retiraba. Su hija lo había


encontrado con la cabeza perdida, moqueando por la

boca y la nariz, con los ojos hinchados, pálidos, alerta

como un huevo podrido, entre los matorrales junto a


una oxidada torre de gas en el Parque Abrogate.

Se encontró a dos matronas khepri sentadas e


inmóviles en la Plaza de las Estatuas. Un vodyanoi

quedó tumbado junto al agua en la Sombra, con la




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enorme boca torcida en una mueca imbécil. El número

de humanos hallados sin mente aumentó hasta

alcanzar las dos cifras, y el ritmo no decaía.


Los ancianos del Invernadero en Piel del Río no

decían si había algún cacto afectado.

El Lucha contaba una noticia en su segunda página


titulada «Misteriosa epidemia de idiocia».

Los dracos no eran los únicos que habían visto cosas


que no deberían estar allí. Primero dos o tres, después

más (y cada vez más histéricos) testigos aseguraban

haber estado en compañía de aquellos cuya mente era


robada. Estaban confusos, habían caído en alguna

suerte de trance, decían, pero farfullaban sobre


monstruos, insectos diabólicos sin ojos, con oscuros

cuerpos abotargados que se desplegaban en una

pesadilla de miembros y articulaciones. Dientes


prominentes y alas hipnóticas.



El Cuervo se extendía desde la estación de la calle


Perdido en una intrincada confusión de avenidas y

callejuelas medio escondidas. Las principales arterias

(la calle LeTissof, el Paso Cocubek, el Bulevar Dos


Ghérou) estallaban en todas direcciones alrededor de

la estación y de la Plaza BilSantum. Eran avenidas


amplias y atestadas, una confusión de carros, taxis y

multitudes a pie.




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Todas las semanas abrían nuevas y elegantes tiendas

en medio de la confusión: enormes almacenes que

ocupaban tres plantas de lo que habían sido mansiones


nobiliarias; otros menores, algo más que

establecimientos prósperos, con escaparates donde se

exhibía lo último en productos de gas, intrincadas


lámparas de bronce, encajes de extensión a válvulas,

pastilleros de lujo, ropas a medida.


En los ramales menores que se extendían desde estas

enormes calles como capilares, los despachos de

abogados y doctores, actuarios, apotecarios y


sociedades benévolas competían con los clubes

exclusivos. Los patricios patrullaban esas calles con


trajes inmaculados.

Apartadas en esquinas más o menos oscuras del

Cuervo, las bolsas de penuria y arquitectura malsana


eran juiciosamente ignoradas.

Hogar del Esputo, al sureste, quedaba bisecado

desde arriba por el tren elevado que conectaba la torre


de la milicia en la Ciénaga Brock con la estación de

Perdido. Era parte de la misma zona bulliciosa de Shek,

una cuña de tiendas y casas menores construidas en


piedra y remendadas con ladrillo. Hogar de Esputo

albergaba una industria crepuscular: la reconstrucción.


Allá donde el barrio se encontraba con el río, las

fábricas de castigo subterráneas emitían alaridos




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agónicos y gañidos rápidamente sofocados. Pero, por

el bien de la imagen pública, Hogar de Esputo era

capaz de ignorar esa economía oculta con la más leve


señal de desagrado.

Se trataba de un lugar atareado. Los peregrinos

acudían allí para visitar el templo Palgolak en el límite


norte de la Ciénaga Brock. Durante años, Hogar de

Esputo había sido refugio de Iglesias disidentes y


sociedades secretas. Sus muros se mantenían unidos

por la pasta de un millar de carteles mohosos que

anunciaban debates y discusiones teológicas. Los


monjes y monjas de peculiares sectas contemplativas

recorrían las calles con prisa, evitando mirar a los


demás. Los derviches y hierofantes discutían en las

esquinas.

Encajado de forma ostentosa entre Hogar de Esputo


y el Cuervo se encontraba el secreto peor guardado de

la ciudad. Una sucia mancha culpable. Una pequeña

región, según los términos de la cuidad. Unas pocas


calles donde las viejas casas, angostas y cercanas,

podían unirse fácilmente con pasarelas y escaleras,

donde las constreñidas franjas de pavimento entre los


altos edificios de adornos extraños podían ser un

laberinto protector.


El distrito de los burdeles. Los barrios bajos.






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Ya era de noche, y David Serachin caminaba por la

zona norte de Hogar de Esputo. Podía haber estado

volviendo a su casa de Vadoculto, hacia el este, bajo la


línea Sur y las vías elevadas, atravesando Shek,

pasando junto a la enorme torre de la milicia en el

Parque de Vadoculto. Era un paseo largo, pero no


implausible.

Pero cuando David pasó bajo los arcos de la estación


del Bazar de Esputo, aprovechó la oscuridad para

girarse y observar el camino por el que había llegado.

La gente tras él no eran más que viandantes. Nadie lo


seguía. Titubeó un instante antes de emerger desde

detrás de las líneas férreas, mientras el tren silbaba


sobre él, lanzando reverberaciones alrededor de las

cavernas de ladrillo.

Giró hacia el norte, siguiendo el camino del tren,


hacia el exterior de la zona de las prostitutas.

Enterró las manos en los bolsillos y agachó la cabeza.

Aquella era su vergüenza. Hervía a fuego lento en su


desprecio.

En los límites de los barrios bajos, la mercancía

atendía los gustos más ortodoxos. Había algunas


melenudas, callejeras a la pesca de cliente, pero las

independientes que se apiñaban en otras zonas de


Nueva Crobuzon eran forasteras en ese lugar. Aquel

era el barrio de la indulgencia lánguida, oculta bajo los




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tejados de los establecimientos. Salpicados por las

pequeñas tiendas generales que incluso allí atendían

las necesidades diarias, los aún elegantes edificios del


distrito quedaban iluminados por lámparas de gas que

brillaban tras los tradicionales filtros rojos. En algunos

umbrales, las jóvenes con corpiños ajustados llamaban


dulces al tráfico peatonal. Las calles estaban menos

llenas que en la ciudad exterior, pero en absoluto


vacías. Casi todos los hombres iban bien vestidos.

Aquella mercancía no era para los indigentes.

Algunos varones mantenían la cabeza alta, pugnaz.


Casi todos caminaban como David, precavidamente

solos.


El cielo era cálido y sucio. Las estrellas brillaban

confusas. Del aire sobre la línea de los tejados llegaba

un susurro, después una ráfaga de viento al pasar una


cápsula por encima. Era una ironía municipal que

sobre el mismo centro de aquel pozo de carne se

extendiera el tren aéreo de la milicia. En raras


ocasiones, los soldados asaltaban las corrompidas y

suntuosas casas del barrio bajo, pero, por lo general

mientras se realizaran los pagos y la violencia no


salpicara más allá de las habitaciones protegidas por

ese dinero, la milicia se mantenía alejada.


Las corrientes nocturnas trajeron con ellas algo

enervante, una pulsátil sensación de inquietud. Algo




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más profundo que la ansiedad habitual.

En algunas de las casas, las grandes ventanas

quedaban iluminadas mediante suaves muselinas


difusoras. Mujeres vestidas con camisa y ceñido traje

de noche se frotaban lascivas, o miraban a los

viandantes a través de tímidas caídas de ojos. Allí


también había lupanares xenianos, donde los jóvenes

borrachos se animaban en ritos de iniciación,


follándose a khepris, a vodyanoi o a otras especies más

exóticas. Viendo aquellos establecimientos, David

pensó en Isaac. Trató de alejar de sí la imagen.


No se detuvo. No tomó a ninguna de las mujeres que

lo rodeaban. Siguió más adentro.


Dobló una esquina y entró en una hilera de casas más

bajas y desagradables. En las ventanas se veían sutiles

pistas sobre la naturaleza de la mercancía. Látigos.


Esposas. Una niña de siete u ocho años en una cuna,

lloriqueando y moqueando.

David siguió todavía más hacia dentro. Las


multitudes se fueron diluyendo, aunque nunca estuvo

solo. El aire nocturno rebosaba de leves ruidos.

Habitaciones llenas de conversaciones. Música bien


interpretada. Risas. Gritos de dolor y el ladrido o el

aullido de animales.


Había un ruinoso callejón sin salida cerca del

corazón del sector, un pequeño remanso de




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tranquilidad en el laberinto. David tomó su empedrado

con un débil temblor. En las puertas de aquellos

establecimientos había hombres. Aguardaban pesados


y hoscos, con trajes baratos, y vetaban al miserable que

se acercaba a ellos.

David se dirigió a una de las puertas. El enorme


portero lo detuvo con una mano impasible en el pecho.

—Me ha enviado el señor Tollmeck —musitó David.


El hombre lo dejó pasar.

En el interior, la pantalla de las lámparas era gruesa

y sucia. El recibidor parecía glutinoso con aquella luz


del color de las heces. Detrás de un escritorio esperaba

una mujer seria de mediana edad, ataviada con un traje


floral que encajaba con las pantallas. Miró a David a

través de unos anteojos de media luna.

— ¿Es usted nuevo en nuestro establecimiento? —


preguntó—. ¿Tiene cita?

—Tengo reservada la habitación diecisiete a las

nueve en punto. Orrel —dijo David. La mujer enarcó


ligeramente las cejas e inclinó la cabeza. Consultó el

libro que tenía enfrente.

—Ya veo. Llega... —consultó el reloj de la pared—.


Llega diez minutos antes, pero ya puede ir subiendo.

¿Conoce el camino? Sally le está esperando. —Levantó


la mirada y le lanzó un (horrendo, monstruoso) guiño

cómplice y una sonrisa. David se sintió asqueado.




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Se alejó rápidamente de ella y se dirigió hacia las

escaleras.

Su corazón comenzó a acelerarse mientras subía, y al


emerger al largo pasillo en lo alto de la casa. Recordó

la primera vez que acudió a aquel lugar. La habitación

diecisiete estaba al final del pasillo.


Se dirigió hacia ella.

Odiaba aquella planta. Odiaba el papel, lleno de


ligeras ampollas, el olor peculiar que emanaba de los

cuartos, los sonidos provocadores que flotaban a través

de los tabiques. Casi todas las puertas estaban abiertas,


por convención. Las cerradas estaban ocupadas por

jugadores.


La de la habitación diecisiete estaba cerrada, por

supuesto. Era una excepción a las reglas de la casa.

David avanzó lentamente por la hedionda alfombra


y se aproximó a la primera puerta. Por misericordia,

estaba cerrada, pero la hoja de madera no lograba

contener los ruidos: gritos apagados, intermitentes; el


crujido del látigo que se estiraba; un siseo, una voz

cargada de odio. David giró la cabeza y se encontró

mirando la puerta opuesta. Alcanzó a vislumbrar la


figura desnuda sobre la cama. La chica, de no más de

quince años, le devolvió la mirada. Se incorporó sobre


las cuatro extremidades... sus brazos y piernas eran

hirsutos y terminados en garras... patas de perro.




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Los ojos de David se clavaron en los de ella con un

horror hipnótico, lascivo, al pasar de largo; la chica

saltó al suelo con un torpe movimiento canino,


girándose chambona como una cuadrúpeda sin

práctica. Lo miró esperanzada por encima del hombro,

mostrándole el ano y la vagina.


David quedó boquiabierto y sus ojos se vidriaron.

Allí era donde se avergonzaba de sí mismo, en aquel


serrallo de putas rehechas.

La ciudad estaba llena de prostitutas rehechas, por

supuesto. A menudo era la única estrategia viable para


que aquellos hombres y mujeres se salvaran de la

inanición. Pero allí, en los barrios bajos, los pecados se


satisfacían de la forma más sofisticada.

Casi todas las fulanas rehechas habían sido

castigadas por crímenes variados: su reconstrucción no


solía ser más que un extraño obstáculo para su trabajo

sexual, lo que disminuía su precio. Aquel distrito, sin

embargo, era para los especialistas, para el consumidor


entendido. Allí las putas eran rehechas especialmente

para la profesión. Había cuerpos caros reconstruidos

en formas adecuadas para los delicados gourmets de la


carne pervertida. Había niños vendidos por sus padres,

mujeres y hombres forzados por las deudas a venderse


a los escultores de carne, a los reconstructores ilegales.

Corrían rumores de que muchos habían sido




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sentenciados a cualquier otra reconstrucción, solo para

verse alterados en las fábricas de carne según extraños

designios carnales para ser vendidos como chaperos y


madamas. Era un rentable negocio secundario para los

biotaumaturgos del estado.

El tiempo se estiró enfermizo en aquel corredor


infinito, como la melaza rancia. En cada puerta, en cada

parada a lo largo del camino, David no podía evitar


echar un vistazo al interior. Deseaba apartarse, pero

sus ojos no se lo permitían.

Era como un jardín de pesadillas. Cada sala contenía


una flor carnal única, un capullo de tortura.

Pasó frente a cuerpos desnudos cubiertos de pechos


como los pesos de las balanzas; monstruosos torsos de

cangrejo con núbiles piernas femeninas en ambos

extremos; una mujer que lo observaba con ojos


inteligentes sobre una segunda vulva, su boca una raja

vertical con húmedos labios, un eco carnal de su otra

vagina entre las piernas abiertas. Dos muchachos


pequeños que observaban atónitos sus falos

descomunales. Una hermafrodita con múltiples

manos.


Se produjo un golpe dentro de la cabeza de David.

Se sentía confundido por el horror, exhausto.


La sala diecisiete estaba frente a él. No se dio la

vuelta. Imaginó los ojos de los rehechos a su espalda,




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sobre él, observándolo desde sus prisiones de sangre,

hueso y sexo.

Llamó a la puerta. Después de un instante, oyó la


cadena retirarse desde dentro y la hoja se abrió un

poco. David entró alzando la cabeza, dejando el

vergonzante corredor dentro de su propia corrupción


privada. La puerta se cerró.




Un hombre vestido con traje esperaba sobre la sucia

cama, alisándose la corbata. Otro, el que había abierto

la puerta, se encontraba detrás de David con los brazos


cruzados. David lo observó brevemente y volvió su

atención hacia el que estaba sentado.


Este le señaló una silla a los pies de la cama y le invitó

a situarla frente a él.

Se sentó.


—Hola, «Sally» —dijo en voz queda.

—Serachin —le respondió él. Era delgado, de

mediana edad. Su mirada era calculadora e inteligente.


Parecía totalmente fuera de lugar en aquella habitación

ruinosa, aquella casa vil, mas su expresión era

compuesta. Había esperado paciente y cómodo entre


las putas rehechas como lo hubiera hecho en el

Parlamento.


—Me pediste que me reuniera contigo —dijo el

hombre—. Hacía mucho que no oíamos de ti. Te




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habíamos marcado como durmiente.

—Bueno... —respondió David incómodo—. No hay

mucho de lo que informar. Hasta ahora. —El hombre


asintió juicioso y aguardó.

David se humedeció los labios. Le costaba hablar. El

hombre lo miraba con expresión ceñuda.


—El precio sigue siendo el mismo, ya sabes —le

animó—. Incluso un poco mayor.


—No, dioses, yo... —tartamudeó David—. Solo es

que... ya sabes... la práctica... —El hombre volvió a

asentir.


Muy falto de práctica, pensó David indefenso. Han

pasado seis años desde la última vez, y prometí no volver a


hacerlo. Salí de esto. Te cansaste del chantaje y no necesitabas

el dinero...

La primera vez, hacía quince años, habían entrado en


aquella misma habitación mientras David eyaculaba en

una de las bocas de una cadavérica y desdichada

rehecha. Le habían dicho que enviarían las imágenes a


los periódicos, a las revistas y a la universidad. Le

habían ofrecido una opción. Pagaban bien.

Había informado. Solo como agente libre; una vez,


puede que dos al año. Y entonces lo había dejado

durante mucho tiempo. Hasta ahora. Porque ahora


estaba asustado.

Inspiró profundamente y comenzó.




569

—Está pasando algo grande. Por Jabber, no sé por

dónde empezar. ¿Conocéis la enfermedad que está


circulando por ahí? ¿Lo de la idiocia? Bueno, pues sé

dónde comenzó. Pensé que podríamos ocuparnos de

ello, que todo sería... contenible... ¡Por la cola del


Diablo! Se hace cada vez más grande, y... y creo que

necesitamos ayuda. —En algún sitio de sus tripas, una


pequeña parte de él escupió disgustada ante aquella

cobardía, aquel delirio, pero David habló rápidamente,

sin parar—. Todo comienza con Isaac.


— ¿Dan der Grimnebulin? —preguntó el hombre—.

¿Aquel con el que compartes el taller? El teórico


renegado. El científico de la guerrilla con un talento

para el engrandecimiento personal. ¿En qué ha andado

metido? —El hombre sonreía con frialdad.


—Bueno, mirad. Ha recibido un encargo de... bueno,

le han encargado que investigue el vuelo, y se hizo con

montones de bichos voladores para estudiarlos.


Pájaros, insectos, aspis, toda la pesca. Y una de esas

cosas es un ciempiés enorme. Ese maldito bicho está

todo el día que parece que se va a morir, y de repente


Isaac encuentra un modo de mantenerlo con vida,

porque va un día y no para de crecer. Enorme. La


hostia... así de grande. —Extendió las manos hasta

alcanzar una aceptable estimación del tamaño del




570

gusano. El hombre lo miraba con atención, el rostro

serio, las manos apretadas—. Entonces entra en fase de

crisálida, y todos teníamos mucho interés por ver lo


que salía. Así que nos fuimos un día a casa y Lublamai,

el otro tipo del edificio, ya sabes, y Lublamai aparece

allí tirado, babeando. No sé qué coño era lo que salió


de aquel capullo, pero ese hijo puta se comió su

mente... y... y se escapó, y quedó libre...


El hombre inclinó la cabeza con un asentimiento

decisivo, muy distinto a sus anteriores invitaciones

casuales a compartir información.


—Así que pensaste que era mejor mantenernos

informados.


— ¡No, coño! No pensé... Incluso entonces pensé que

podríamos ocuparnos. Es decir, Jabber, estaba

cabreado con Isaac, estaba muy cabreado. Pero pensé


que podíamos encontrar un modo de dar con ese

maldito bicho, de recuperar a Lub... Bueno, y todo

comienza con cada vez más casos de esos, con gente...


sin mente... Pero lo principal es que le seguimos la pista

al que le vendió aquel bicho a Isaac. Es algún secretario

capullo que se lo robó a I + D en el mismísimo


Parlamento. Y yo pienso: «Joder, no quiero problemas

con el gobierno». —El hombre de la cama asintió ante


el buen juicio de David—. Así que decidí que esto nos

sobrepasaba... de largo. —Hizo una pausa. El hombre




571

en la cama abrió la boca para hablar, pero David lo

cortó—. ¡No, espera, que no acaba aquí! Porque he oído

lo del follón en Arboleda y sé que habéis enchironado


al editor del Renegado Rampante, ¿no? —El hombre

aguardó, limpiándose un polvo imaginario de la

chaqueta en un movimiento automático. El asunto no


se había anunciado, pero el matadero en ruinas no

dejaba lugar a dudas de que en la Perrera se había


asaltado un antro sedicioso, y los rumores

abundaban—. Pues una de las amigas de Isaac escribe

en el panfleto ese, y ha contactado con el editor. No sé


cómo, con alguna taumaturgia, y le ha dicho dos cosas.

Una es que los inquisidores, vosotros, creen que sabe


algo que no sabe, y la otra es que están preguntándole

por una historia en RR y la fuente de la misma, que al

parecer sí que sabe lo que ellos creen que sabe él. Se


llama Barbile. ¡Y escuchad esto! ¡Es a ella a la que

nuestro secretario le robó el ciempiés monstruoso! —

David hizo una pausa y esperó a ver el impacto en el


hombre, antes de seguir—. Así que todo empieza a

conectarse, y no sé qué es lo que está pasando. Ni

quiero. Solo veo que estamos... en terreno peligroso.


Puede que sea una coincidencia, pero no me lo creo. No

me importa perseguir monstruos, pero no pienso


ponerme en contra de la milicia, y de la policía secreta,

y del gobierno. Os toca a vosotros limpiar toda esta




572

mierda.

El hombre dio una palmada. David recordó algo

más.


— ¡Ah, mierda, escucha! Me he estado estrujando los

sesos, tratando de comprender lo que está pasando y...

bueno, no sé si vale de algo, pero ¿tiene algo que ver


con la energía de crisis?

El hombre negó con la cabeza muy lentamente, su


rostro guardado, confundido.

—Sigue.

—Bueno, en un momento al principio de todo el


follón, Isaac deja caer... sugiere, que ha construido un...

un motor de crisis funcional. ¿Sabes lo que significa


eso?

El rostro del hombre era imperturbable; tenía los ojos

muy abiertos.


— Soy un enlace para aquellos que informan desde

la Ciénaga Brock—siseó—. Sé lo que podría significar...

no puede... es decir... Espera un momento, eso no tiene


sentido... es... ¿es verdad? —Por primera vez, el

hombre parecía realmente impactado.

—No lo sé —respondió David indefenso—. Pero no


presumía. Lo mencionó como de pasada, pero... No

tengo ni idea. Pero sé que lleva trabajando en ello, de


forma intermitente, desde hace un huevo de años.

Se produjo un largo silencio durante el que el




573

hombre de la cama observó pensativo una esquina del

cuarto. Su rostro expresaba toda la gama de emociones.

Miró a David pensativo.


— ¿Cómo sabes todo esto? —dijo.

—Isaac confía en mí —respondió, y ese lugar en su

interior se encogió de nuevo, aunque volvió a


ignorarlo—. Al principio la mujer...

— ¿Nombre? —interrumpió el otro.


—Derkhan Blueday —murmuró tras una pausa—.

Al principio Blueday se cuidaba mucho de hablar

conmigo delante, pero Isaac... responde por mí. Conoce


mi política, hemos ido juntos a manifestaciones... —de

nuevo la conciencia: tú no tienes política, traidor de


mierda—. Pero es que en tiempos así... —titubeó, infeliz.

El hombre le hizo un gesto perentorio. No le interesaba

la culpa de David, ni sus justificaciones—. Así que


Isaac le dice que puede confiar en mí, y nos lo cuenta

todo.

Se produjo otro largo silencio. El hombre de la cama


aguardó y David se encogió de hombros.

—Eso es todo cuanto sé —susurró.

El hombre asintió y se puso en pie.


—Muy bien —dijo—. Ha sido todo...

extremadamente útil. Es posible que tengamos que


hablar a tu amigo Isaac. No te preocupes —añadió con

una sonrisa tranquilizadora—. Te prometo que no




574

tenemos ningún interés en disponer de él. Pero puede

que necesitemos su ayuda. Por supuesto, tienes razón.

Hay un círculo que cuadrar, contactos que hacer, y tú


no estás en posición de lograrlo. Nosotros sí... con la

ayuda de Isaac. Tendrás que mantenerte en contacto.

Recibirás instrucciones escritas. Asegúrate de


obedecerlas. Por supuesto, no tengo que insistir en este

punto, ¿no es así? No aseguraremos de que der


Grimnebulin no sepa de dónde procede nuestra

información. Puede que no actuemos en algunos días,

pero no te asustes. Es asunto nuestro. Solo cierra la


boca y trata de que der Grimnebulin siga haciendo lo

que esté haciendo. ¿De acuerdo?


David asintió desdichado y esperó. El hombre lo

miró con severidad.

—Eso es todo —dijo—. Puedes marcharte.


Con celeridad culpable, agradecida, David se

incorporó y corrió hacia la puerta. Sintió como si

nadara en fango, mientras su propia vergüenza lo


engullía como un mar de flema. Ansiaba alejarse de

aquella habitación y olvidar lo que había dicho y

hecho, no pensar en las monedas y los billetes que le


mandarían, pensar solo en la lealtad que sentía hacia

Isaac, explicarle que todo era para mejor.


El otro hombre abrió la puerta frente a él,

liberándolo, y David se apresuró agradecido, corriendo




575

casi por el pasillo, ansioso por escapar.

Pero por mucho que corriera a través de las calles de

Hogar de Esputo, la culpa se aferraba a él, tenaz como


las arenas movedizas.














































































576

30

Una noche, la ciudad dormía con paz razonable.

Por supuesto, la oprimían las interrupciones


habituales. Los hombres y mujeres luchaban entre ellos

y morían. La sangre y el vómito manchaban las viejas

calles. Los cristales se rompían. La milicia surcaba los


cielos. Los dirigibles rugían como ballenas

monstruosas. El cuerpo mutilado, sin ojos, de un


hombre que más tarde sería identificado como

Benjamín Flex, fue encontrado flotando en Malado.

La ciudad bregaba inquieta a través de la noche,


como había hecho a lo largo de los siglos. Era un sueño

fracturado, pero el único que había conocido.


Pero a la noche siguiente, cuando David completó su

furtiva tarea en los barrios bajos, algo cambió. La

Nueva Crobuzon nocturna siempre había sido un caos


de ritmos discordantes y acordes violentos, repentinos.

Ahora sonaba una nueva nota, un tono sutil, tenso,

susurrado, que enfermaba el aire.


Una noche, la tensión era algo delgado, tentativo,

que se abría camino en la mente de los ciudadanos,

arrojando sombras sobre sus rostros dormidos.


Entonces llegaba el día y nadie recordaba más que un

momento de inquietud nocturna.


Y entonces las sombras se alargaron y la temperatura

descendió, y cuando la noche regresó desde debajo del




577

mundo, algo nuevo y terrible se aposentó sobre la

ciudad.

Por toda la conurbación, desde la Colina de la


Bandera al norte hasta Barracan bajo el río, desde los

intermitentes suburbios de Malado al este hasta las

toscas barriadas industriales de Campanario, la gente


se agitaba gimiente en sus camas.

Los niños eran los primeros. Lloraban y se clavaban


las uñas en las manos, retorciendo sus caritas en duras

muecas, sudando sin parar con un hedor empalagoso;

sus cabezas oscilaban horrendas de un lado a otro, mas


sin despertar.

A medida que la noche avanzaba, también eran los


adultos los que sufrían. En las profundidades de otro

inocuo sueño, los viejos miedos y las paranoias

llegaban de repente atravesando murallas mentales,


como ejércitos invasores. Sucesiones de imágenes

pavorosas asaltaban a los afligidos, visiones animadas

de miedos profundos, banalidades absurdamente


aterradoras (fantasmas y trasgos a los que nunca

deberían enfrentarse) de los que se reirían de estar

despiertos.


Aquellos que de forma arbitraria se salvaban de la

ordalía despertaban de repente en lo más profundo de


la noche, por los gemidos y gritos de sus amantes

dormidos, por sus sollozos desesperados. A veces los




578

sueños podían ser de sexo o felicidad, pero

aumentados y febriles hasta tornarse espantosos en su

intensidad. En aquella retorcida celada nocturna, lo


bueno era malo, y lo malo era peor.

La ciudad se mecía temblorosa. Los sueños devenían

pestilencia, un bacilo que parecía saltar de un


durmiente a otro. Incluso invadían las mentes durante

la vigilia. Los vigilantes nocturnos y los agentes de la


milicia; las bailarinas y los estudiantes frenéticos; los

insomnes se encontraban perdiendo la concentración,

cayendo en fantasías y meditaciones de extraña,


alucinatoria intensidad.

Por toda la ciudad, la noche quedaba fisurada por


gritos de miseria nocturna.

Nueva Crobuzon estaba en garras de una epidemia,

una enfermedad, una plaga de pesadillas.




El verano se coagulaba sobre Nueva Crobuzon,

sofocándola. El aire de la noche era caliente, espeso


como el aliento exhalado. Muy por encima de la

ciudad, transfiguradas entre las nubes y la urbe, las

grandes criaturas aladas babeaban.


Extendían y batían sus vastas alas irregulares, lo que

provocaba gruesas corrientes de aire en caótico


movimiento. Sus intrincados apéndices (tentaculares,

insectiles, antropoides, quitinosos, numerosos) se




579

agitaban al surcar la febril excitación.

Abrían sus perturbadoras fauces y desenrollaban las

largas lenguas emplumadas hacia los tejados. El mismo


aire estaba empapado de sueños, y los seres voladores

lamían ansiosos aquel jugo suculento. Cuando las

frondas que remataban sus lenguas pesaban por el


néctar invisible, las enrollaban hasta sus bocas con un

chasquido lujurioso, afilando sus enormes dientes.


Surcaban los cielos, defecando, exudando los restos

de sus anteriores comidas. El rastro invisible se

extendía desde el aire, un efluvio psíquico que se


deslizaba grumoso, cuajado, entre los intersticios del

plano mundano. Rezumaba a través del éter hasta


cubrir la ciudad, saturaba las mentes de sus habitantes,

perturbaba su reposo y sacaba a los monstruos a la luz.

Los dormidos y los despiertos sentían sus mentes


retorcerse.

Los cinco marcharon de caza.




Entre el vasto y caótico caldo de pesadillas urbanas,

cada uno de los seres oscuros podía discernir deliciosos

rastros serpenteantes.


Normalmente eran cazadores oportunistas.

Esperaban hasta que olían algún gran tumulto mental,


alguna mente especialmente sabrosa en sus propias

exudaciones. Entonces, los intrincados voladores




580

giraban y descendían sobre su presa. Usaban sus

manos delgadas para descerrar las ventanas de las

plantas altas y recorrían áticos bañados por la luna


hacia los trémulos durmientes para saciarse. Se

aferraban con una multitud de apéndices a las figuras

solitarias que recorrían la orilla del río, gentes que,


mientras eran absorbidas, chillaban sin cesar a una

noche ya ahita de plañidos quejumbrosos.


Pero cuando abandonaban los cascarones de carne

de sus comidas para sacudirse y repantigarse sobre los

tejados y las callejuelas oscuras, cuando la cuchillada


del hambre remitía y era posible alimentarse más

despaciosamente, por placer, las criaturas aladas se


tornaban curiosas. Saboreaban el débil caldo de mentes

que ya habían catado antes y, como inquisitivas bestias

de caza de fría inteligencia, las perseguían.


Allí estaba el tenue rastro mental de uno de los

guardias que se encontraba en el exterior de su jaula en

el Barrio Oseo, fantaseando con la esposa de su amigo.


Sus sabrosas imaginaciones flotaban hasta enroscarse

alrededor de la lengua trémula. La criatura que lo

saboreó giró en el cielo, trazando el arco caótico de una


mariposa o una polilla, descendiendo hacia Ecomir,

siguiendo el olor de su presa.


Otra de las grandes formas aéreas trazó de repente

un gran ocho en cielo y volvió sobre sus pasos, en busca




581

del sabor familiar que se había filtrado entre sus

papilas gustativas. Era un aroma nervioso que había

impregnado los capullos de los monstruos en pupa. La


gran bestia flotó sobre la ciudad y su saliva se disipó en

varias dimensiones bajo ella. Las emisiones eran

oscuras, de una fragilidad frustrante, pero su sentido


del gusto estaba muy desarrollado y la arrastró hacia

Mafatón, abriéndose camino a lametones hacia el


tentador aroma de la científica que los había visto

crecer: Magesta Barbile.

El redrojo, el cachorro mal alimentado que había


liberado a sus camaradas, también encontró un rastro

de sabor rememorado. Su mente no estaba tan


desarrollada, sus papilas eran menos exactas: no

podría perseguir un aroma intermitente desde el aire.

Pero, incómodo, lo intentó. El sabor completo de la


mente era tan familiar... Había rodeado a aquella

criatura deforme durante su florecer a la consciencia,

durante su crisálida y la creación de su capullo de seda.


Perdió y halló de nuevo el rastro. Lo perdió de nuevo

torpemente.

El menor y más débil de aquellos batidores


nocturnos, mucho más fuerte que cualquier hombre,

famélico y predador, buscaba sus caminos con la


lengua a través del cielo, tratando de recuperar el rastro

de Isaac Dan der Grimnebulin.




582

Isaac, Derkhan y Lemuel Pigeon aguardaban

inquietos en la esquina, bajo el fulgor humeante de la


luz de gas.

— ¿Dónde cono está tu compañero? —siseó Isaac.

—Llega tarde, probablemente no encuentre esto. Ya


te dije que es idiota perdido —respondió Lemuel con

calma. Sacó una navaja automática y comenzó a


limpiarse las uñas.

— ¿Para qué lo necesitamos?

—No te hagas el inocentón, Isaac. Se te da bien


enseñarme el dinero suficiente para que haga toda

clase de trabajos que van contra mi buen juicio, pero


hay límites. No pienso verme involucrado en nada que

irrite al maldito gobierno sin tener protección. Y el

señor X me la proporciona, con creces.


Isaac maldijo en silencio, pero sabía que Lemuel

tenía razón.

No le gustaba la idea de involucrar a Lemuel en


aquella aventura, pero los acontecimientos

conspiraban rápidamente para no dejarle otra opción.

Estaba claro que David era refractario a ayudarle a


encontrar a Magesta Barbile. Parecía paralizado, un

manojo de nervios a flor de piel. Isaac comenzaba a


perder la paciencia con él. Necesitaba ayuda, y quería

que David reaccionaria e hiciera cualquier cosa. Pero




583

ahora no era el momento de enfrentarse a él.

Derkhan le había proporcionado, de forma

inadvertida, el nombre que parecía la clave de todos los


misterios interrelacionados sobre la presencia en los

cielos y el enigmático interrogatorio de Ben Flex por

parte de la milicia. Isaac hizo correr la voz, dándole a


Lemuel Pigeon la información que tenían: Mafatón,

científica, I+D. Incluyó dinero, algunas guineas


(mientras se fijaba en que el oro que le había dado

Yagharek comenzaba a agotarse poco a poco), y le

suplicó información y ayuda.


Por eso contuvo su ira cuando el señor X llegó tarde.

A pesar de su pantomima de impaciencia, aquella clase


de protección era el motivo exacto por el que había

hablado con Lemuel.

Convencer al propio Lemuel para que los


acompañara a la dirección en Mafatón no fue muy

difícil. Mostraba un despreocupado desprecio por los

detalles, era un mercenario que no deseaba más que se


le pagara por sus esfuerzos. Isaac no lo creía. Pensaba

que Lemuel estaba cada vez más interesado en aquella

intriga.


Yagharek era diamantino en su negativa a acudir.

Isaac había tratado de persuadirlo con celeridad y


fervor, pero el garuda ni siquiera había replicado. ¿Y

qué coño vas a hacer entonces aquí?, quería preguntarle,




584

aunque se tragó su irritación y lo dejó en paz. Quizá

tardara un tiempo en comportarse como si formara

parte de un colectivo. Esperaría.


Lin se había marchado justo antes de llegar Derkhan.

No quería dejar a Isaac en su depresión, pero también

ella parecía distraída. Solo se había quedado una


noche, y cuando se marchó prometió a Isaac que

volvería en cuanto le fuera posible. Pero entonces, a la


mañana siguiente, Isaac recibió una carta con su letra

cursiva, entregada desde el otro lado de la ciudad

mediante un caro mensajero garantizado.




Cariño, Temo que puedas sentirte enfadado y


traicionado por esto, pero trata de entenderlo. En casa

me estaba esperando otra carta de mi empleador, mi

patrón, mi mecenas, si lo prefieres. Justo tras la misiva


en la que me decía que no sería necesaria en un futuro

cercano, llegó otro mensaje indicando que debía

volver.


Sé que el momento no puede ser peor. Solo te pido

que creas que desobedecería de poder hacerlo, pero no

es así. No puedo, Isaac. Trataré de acabar mi trabajo


para él en cuanto me sea posible, en una semana o dos,

espero, para volver a tu lado.


Espérame.

Con mi amor, Lin.




585

Por tanto, esperando en la esquina del Paso Confuso,

camuflados en el claroscuro de la luna llena a través de


las nubes, a la sombra de los árboles del Parque de la

Estaca, solo estaban Isaac, Derkhan y Lemuel.

Los tres se movían inquietos, observando las


sombras que los sobrevolaban, saltando ante ruidos

imaginados. Desde las calles que los rodeaban llegaban


sonidos intermitentes de espantosos sueños

perturbados. Ante cada gemido o gañido salvaje, los

tres se miraban desazonados.


—Mierda puta —siseó Lemuel con irritación y

miedo—. ¿Qué está pasando?


—Hay algo en el aire... —murmuró Isaac, apagando

su voz al mirar al cielo.

Para colmo de la tensión, Derkhan y Lemuel, que se


habían conocido el día anterior, habían decidido

rápidamente que se despreciaban. Hacían todo lo

posible por ignorarse.


— ¿Cómo conseguiste la dirección? —preguntó

Isaac, mientras Lemuel se encogía de hombros irritable.

—Contactos, Isaac. Contactos y corrupción. ¿Tú qué


crees? La doctora Barbile dejó sus habitaciones hace un

par de días, y desde entonces se le ha visto en este


lugar, mucho menos salobre. Solo está a unas tres calles

de su vieja casa, no obstante. No tiene imaginación.




586

Ey... —palmeó el brazo de Isaac y señaló la calle

sombría—. Ahí está nuestro hombre.

Frente a ellos, una vasta figura se desembarazaba de


las sombras y se acercaba pesada hacia ellos. Valoró a

Isaac y a Derkhan antes de asentir a Lemuel del modo

más absurdamente desenvuelto.


— ¿Qué tal, Pigeon? —dijo, demasiado alto—. ¿Qué

va a ser?


—Baja la voz, tío —respondió terso Lemuel—. ¿Qué

llevas?

El enorme recién llegado puso un dedo frente a los


labios para mostrar que había comprendido. Abrió un

lado de su chaqueta, mostrando dos enormes pistolas


de pedernal. Isaac se sorprendió ante su tamaño. Tanto

él como Derkhan iban armados, pero ninguno con tales

cañones. Lemuel asintió aprobador ante el muestrario.


—Vale. Probablemente no hagan falta, pero... ya

sabes. Bueno. En silencio. —El hombretón asintió—.

Tampoco escuches, ¿eh? Hoy no tienes oídos. —El


hombre asintió de nuevo. Lemuel se volvió hacia Isaac

y Derkhan—. Oíd. Sabéis lo que queréis preguntarle a

la nena. Si es posible, no somos más que sombras. Pero


tenemos razones para pensar que la milicia está

interesada en esto, y eso significa que no podemos


cagarla. Si no colabora, le damos un empujoncito, ¿de

acuerdo?




587

— ¿Eso qué significa en gángsteres? ¿Tortura? —

siseó Isaac. Lemuel lo miró con frialdad.

—No. Y no me jodas: me pagas por esto. No tenemos


tiempo para hacer el gilipollas, de modo que no voy a

dejarle a ella que lo haga. ¿Algún problema? —No

hubo respuesta—. Bien. La calle Embarcadero está por


aquí, a la derecha.

No se encontraron con otros paseantes nocturnos


mientras recorrían las callejuelas traseras. Sus andares

eran variados: el compañero de Lemuel,

despreocupado y sin miedo, al parecer ajeno al


ambiente de pesadilla que flotaba en el aire; el propio

Lemuel, con numerosas miradas a los umbrales


oscuros; Isaac y Derkhan, con una premura nerviosa,

desgraciada.

Se detuvieron en la puerta de Barbile en la calle


Embarcadero. Lemuel se giró para indicarle a Isaac que

hiciera los honores, pero Derkhan se adelantó.

—Lo haré yo —susurró furiosa. Los demás se


retiraron. Cuando se encontraron medio ocultos en el

borde del umbral, Derkhan se giró y tiró del cordel de

la campana.


Durante un largo tiempo no sucedió nada. Entonces,

poco a poco, oyeron los pasos que descendían


lentamente las escaleras y se dirigían hacia la puerta.

Se detuvieron justo al otro lado y se hizo el silencio.




588

Derkhan aguardó, acallando a los demás con las

manos. Al final llegó una voz desde detrás de la puerta.

— ¿Quién es?


Magesta Barbile parecía totalmente aterrada.

Derkhan habló con voz baja y rápida.

—Doctora Barbile, me llamo Derkhan. Tenemos que


hablar con usted urgentemente.

Isaac miró alrededor para comprobar las luces de la


calle. Al parecer nadie los había visto.

Desde el interior, Barbile ponía las cosas difíciles.

—N‐no estoy segura —dijo—. No es un buen


momento.

—Doctora Barbile... Magesta... —replicó Derkhan


suavemente—. Tiene que abrir la puerta. Podemos

ayudarla. Solo abra la puta puerta. Ya.

Se produjo otro momento de duda, pero entonces la


doctora quitó la cerradura y abrió la puerta con un

quejido. Derkhan estaba a punto de aprovechar para

entrar de un empujón, pero se detuvo en seco. Barbile


sostenía un rifle. Presentaba un aspecto de horrible

incomodidad con él, pero, por poca práctica que

tuviera, el arma seguía apuntada hacia su estómago.


—No sé quiénes son... —comenzó Barbile reluctante.

Pero antes de que pudiera seguir, el enorme amigo de


Lemuel, el señor X, dio un fácil paso alrededor de

Derkhan, aferró el rifle y deslizó el canto de la mano




589

sobre el mecanismo de disparo, bloqueando el paso del

martillo. Barbile comenzó a gritar y apretó el gatillo,

provocando un leve siseo de dolor del señor X cuando


el metal percutió en su carne. Tiró hacia atrás del rifle

y envió a la doctora volando hacia las escaleras a su

espalda.




Mientras se sacudía y trataba de ponerse en pie, el


gigante entró en la casa.

Los demás lo siguieron. Derkhan no protestó ante el

tratamiento. Lemuel tenía razón. No disponían de


tiempo.

El señor X sujetaba con paciencia a la mujer, que se


sacudía a un lado y a otro, emitiendo terribles gañidos

desde detrás de la mano que le cubría la boca. Tenía los

ojos muy abiertos por la histeria y el miedo.


—Por los dioses —susurró Isaac—. ¡Cree que vamos

a matarla! ¡Para!

—Magesta —dijo Derkhan en alto, cerrando la


puerta de una patada sin mirar atrás—. Magesta,

cálmate. No somos la milicia, si es lo que crees. Soy

amiga de Benjamín Flex.


Ante aquello, Barbile abrió aún más los ojos y su

resistencia remitió.


—Bien —siguió Derkhan—. Benjamín ha sido

detenido. Supongo que ya lo sabes. —Barbile la miró y




590

asintió con la cabeza. El enorme empleado de Lemuel

probó a quitarle la mano de la boca. No gritó.

—No somos la milicia —repitió Derkhan


lentamente—. No vamos a llevarte como se lo llevaron

a él. Pero tú sabes... sabes que, si nosotros hemos

podido dar contigo, si hemos descubierto quién era el


contacto de Ben, ellos también podrán.

— Yo... por eso... —Barbile miró el rifle. Derkhan


asintió.

— Muy bien, Magesta, atiende —dijo. Hablaba con

gran claridad, clavando su mirada en la de Barbile—.


No tenemos mucho tiempo... ¡suéltala, joder! No

tenemos mucho tiempo, y creemos que sabes


exactamente lo que está pasando. Está sucediendo algo

muy, muy raro, y muchos de los hilos convergen en ti.

Déjame sugerir algo. ¿Por qué no nos llevas arriba


antes de que venga la milicia, y nos los explicas todo?

— Si hubiera sabido lo de Flex... —dijo la doctora.

Estaba echa un ovillo sobre el sofá, con una taza de té


frío en la mano. A su espalda, un gran espejo ocupaba

la mayor parte de la pared—. No sigo las noticias. Tenía

una reunión programada con él hace unos días, y


cuando no apareció temí de verdad que... no sé, que me

hubiera denunciado. — Probablemente lo haya hecho,


pensó Derkhan, guardando silencio—. Y entonces oí

rumores sobre lo que había pasado en la Perrera




591

cuando la milicia aplastó aquellos disturbios...

No fueron unos putos disturbios, estuvo a punto de

gritar Derkhan, aunque se controló. Fuera cual fuera la


razón que Magesta Barbile había tenido para darle

información a Ben, la disidencia política, desde luego,

no era una de ellas.


—Y entonces esos rumores... —siguió la doctora—.

Bueno, sumé dos y dos, ¿sabe? Y entonces... y


entonces...

— ¿Y entonces te escondiste? —preguntó Derkhan.

Barbile asintió.


—Mira —dijo Isaac de repente. Había estado callado

hasta entonces, con el rostro reflejando una gran


tensión—. ¿Es qué no lo sientes, coño? ¿Es que no lo

paladeas? —pasó sus manos, como garras, por la cara,

como si el aire fuera algo tangible que pudiera aferrar


y manipular—. Es como si el maldito aire nocturno se

hubiera vuelto rancio. Ey, puede que sea una simple

coincidencia, pero, de momento, todas las cosas malas


que han sucedido en el último mes parecen

relacionadas en una puta conspiración, y me apuesto

los huevos a que esta no es la excepción.


Se inclinó, acercándose a la patética figura de Barbile.

Ella lo miró, acobardada y asustada.


—Doctora Barbile —dijo él con tono neutro—: algo

que come mentes... incluyendo la de mi amigo; un




592

asalto de la milicia contra el Renegado Rampante; el

mismo aire a nuestro alrededor, convertido en una

sopa podrida... ¿Qué cono pasa? ¿Qué relación tiene


con la mierda onírica?

Barbile comenzó a llorar. Isaac casi aulló por la

irritación, mientras se alejaba de ella y alargaba las


manos, desesperado. Pero entonces se giró. La mujer

hablaba entre sollozos.


—Sabía que era una mala idea... Les dije que

deberíamos mantener el control del experimento... —

sus palabras eran casi ininteligibles, rotas,


interrumpidas por las lágrimas y los sorbidos—. No

llevaba el tiempo suficiente... no deberían haberlo


hecho.

— ¿Hacer el qué? —intervino Derkhan—. ¿Qué

hicieron? ¿De qué te hablaba Ben?


—Sobre la transferencia —sollozó Barbile—. Aún no

habíamos terminado el proyecto, pero de repente

oímos que lo cancelaban, pero... pero alguien descubrió


lo que pasaba en realidad. Iban a vender nuestros

especímenes... a un mañoso...

— ¿Qué especímenes? —preguntó Isaac, pero


Barbile lo ignoraba. Estaba descargándose a su propio

ritmo, con su propio orden.


—No era lo bastante rápido para los patrocinadores,

¿sabéis? Se estaban... impacientando. Las aplicaciones




593

que esperaban, militares, psicodimensionales... no

llegaban. Los sujetos eran incomprensibles, no

hacíamos progresos... y eran incontrolables, eran


demasiado peligrosos... —alzó la mirada y la voz, aún

llorando. Se detuvo un instante antes de proseguir, más

calmada—. Podríamos haber llegado a algo, pero


necesitábamos demasiado tiempo. Y entonces... la

gente del dinero debió de ponerse nerviosa, de modo


que el director del proyecto nos dijo que se había

terminado, que los especímenes habían sido

destruidos, pero era mentira... Todo el mundo lo sabía.


Aquel no fue el primer proyecto, ¿sabéis? —Isaac y

Derkhan abrieron los ojos, pero guardaron silencio—.


Ya conocíamos un modo seguro para hacer dinero con

ellos. Deben de haberlos vendido al mejor postor... a

alguien que pudiera usarlos por la droga... De ese


modo, los patrocinadores recuperaban su dinero y el

director podía mantener el proyecto en marcha por su

cuenta, cooperando con el traficante al que se los había


vendido. Pero no está bien. No está bien que el

gobierno haga dinero con las drogas, y no está bien que

nos roben nuestro proyecto... — Barbile había dejado


de llorar. Estaba allí sentada, divagando. La dejaron

hablar—. Los otros lo iban a dejar, pero yo estaba


enfadada... No los había visto salir de la crisálida, no

había descubierto lo que buscaba, ni de lejos. Y ahora




594

los iban a usar para... para que algún miserable hiciera

dinero.

Derkhan apenas podía creer su ingenuidad. Así que


aquel era el contacto de Ben, aquella estúpida científica

de tres al cuarto enfadada por haber perdido un

proyecto. Por ello había dado pruebas de los negocios


ilícitos del gobierno y había atraído sobre ella la ira de

la milicia.


—Barbile —volvió a hablar Isaac, mucho más

calmado y tranquilo esta vez—. ¿Qué son?

Magesta Barbile alzó la mirada. Parecía desencajada.


— ¿Que qué son? —dijo, aturdida—. ¿Las cosas que

han escapado? ¿El proyecto? ¿Que qué son? Son


polillas asesinas.












































595

31

Isaac asintió como si la revelación tuviera sentido. Se

preparó para realizar otra pregunta, pero los ojos de


ella ya no estaban sobre él.

—Supo que se habían escapado por los sueños,

¿sabéis? —dijo—. Sabía que estaban libres. No sé cómo


lo consiguieron, pero demuestra que su venta fue una

pésima idea, ¿no? —su voz estaba teñida de un


desesperado triunfo—. Esa se la va a tener que tragar

Vermishank.




Ante la mención de aquel nombre, Isaac sintió un

espasmo. Por supuesto, pensó una parte de su mente,


con calma. Tiene sentido que él ande metido en esto. Otra

parte de él gritaba en su interior. Las hebras de su vida

volaban a su alrededor como una red despiadada.


— ¿Qué tiene Vermishank que ver en todo esto? —

preguntó con cuidado. Vio a Derkhan lanzarle una

mirada afilada. No reconocía el nombre, pero era


evidente que él sí.

—Es el jefe —respondió Barbile, sorprendida—. Es el

director del proyecto.


—Pero es biotaumaturgo, no zoólogo, ni teórico.

¿Qué hace al mando?


—La biotaumaturgia es su especialidad, pero no su

único conocimiento. Es principalmente el




596

administrador. Está a cargo de la materia con peligro

biológico: reconstrucción, armas experimentales,

organismos cazadores, enfermedades...


Vermishank era el encargado de ciencias de la

Universidad de Nueva Crobuzon. Se trataba de una

prestigiosa posición de alto rango. Sería impensable


conceder tal honor a alguien enfrentado con el

gobierno, eso era evidente. Pero Isaac comprendía


ahora que había subestimado la participación de

Vermishank con el estado. Era mucho más que un

subalterno sumiso.


— ¿Fue él quien vendió las... polillas asesinas? —

preguntó Isaac. Barbile asintió. Fuera soplaba el viento,


y los postigos traqueteaban con fuerza. El señor X

buscó la fuente del ruido. Nadie más apartaba su

atención de Barbile.


—Entré en contacto con Flex porque pensé que era lo

correcto —dijo ella—. Pero sucedió algo... y las polillas

desaparecieron. Han escapado. Solo los dioses saben


cómo. — Yo lo sé, pensó Isaac, sombrío. Fui yo—. ¿Sabes

lo que significa que hayan escapado? Todos nosotros...

todos nosotros vamos a ser presas. Y la milicia debe de


haber leído el Renegado Rampante y... y pensaron que

Flex tuvo algo que ver... y si pensaron eso, entonces


pronto... pronto pensarán que lo hice yo... —Barbile

comenzó a sollozar de nuevo y Derkhan apartó la




597

mirada con disgusto, pensando en Ben.

El señor X se acercó a la ventana para ajustar los

postigos.


—Y entonces... —Isaac trataba de ordenar sus

pensamientos. Había cientos de miles de cosas que

quería preguntar, pero una era absolutamente


imperiosa—. Doctora Barbile, ¿cómo las capturamos?




Barbile alzó la mirada hacia él y comenzó a negar con

la cabeza. Observó a Isaac y a Derkhan de pie sobre ella

como padres nerviosos, y más allá a Lemuel, en un


lateral, esforzándose en ignorarla. Sus ojos encontraron

al señor X, que se hallaba junto a la ventana


descubierta. La había abierto un poco para alcanzar los

postigos.

Estaba quieto, mirando fuera.


Magesta Barbile miró por encima del hombro del

gigante hacia un parpadeo de colores nocturnos.

Sus ojos se vidriaron. Su voz se congeló.


Algo batía contra la ventana, tratando de alcanzar la

luz.

La doctora se incorporó mientras Lemuel, Isaac y


Derkhan se acercaban a ella preocupados y le

preguntaban qué sucedía, incapaces de comprender


sus pequeños gritos. Levantó la mano temblorosa hasta

señalar la figura paralizada del señor X.




598

—Oh, Jabber —susurró—. Oh, santo Jabber, me ha

encontrado, me ha paladeado...

Y entonces gañó, girando sobre sus talones.


— ¡El espejo! —gritó—. ¡Mirad al espejo!

Su tono era tenso y totalmente imperativo. La

obedecieron. Hablaba con tal autoridad desesperada


que ninguno sucumbió al instinto de girarse para

mirar. Los cuatro observaban el espejo tras el sofá


desvencijado. Estaban transpuestos.

El señor X trastabillaba hacia atrás con el paso sin

mente de un zombi.


Tras él se produjo un borrón de color. Una forma

terrible se apretó y plisó sobre sí misma para meter los


pliegues orgánicos, las espinas y la masa a través de la

pequeña ventana. Una roma cabeza sin ojos asomó por

la abertura y giró lentamente de un lado a otro. La


impresión era la de un parto imposible. El ser que

acechaba a través del marco se había encogido

intrincado, mientras se contraía en direcciones


invisibles e imposibles. Resplandeció como una

imagen irreal, mientras introducía a la fuerza su

carcasa reluciente a través de la abertura sacando los


brazos de la amalgama oscura para apretar y hacer

fuerza contra las jambas.


Tras el cristal, las alas medio ocultas bullían.

La criatura se dilató de repente y la ventana se




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desintegró. Solo se produjo un leve sonido seco, como

si se absorbiera la sustancia del aire. Fragmentos de

cristal rociaron la habitación.


Isaac observaba transfigurado, tembloroso.

Por el rabillo del ojo veía a Derkhan, a Lemuel y a

Barbile en el mismo estado. ¡Esto es una locura!, pensó.


¡Tenemos que salir de aquí! Extendió la mano, tiró de la

manga a Derkhan y comenzó a acercarse hacia la


puerta.

Barbile parecía paralizada. Lemuel tiraba de ella.

Ninguno sabía por qué les había dicho que miraran


al espejo, pero tampoco se dieron la vuelta.

Y entonces, mientras se arrastraban hacia la puerta,


se congelaron de nuevo. El ser se incorporaba.



En un repentino movimiento floreció y ocupó,


inenarrable, el espejo frente a ellos.

Podían ver la espalda del señor X, que observaba los

patrones de las alas, pautas que giraban con


hipnagógica velocidad, latiendo las células cromáticas

bajo la piel de la criatura en extrañas dimensiones.

El señor X dio un paso atrás para contemplar mejor


las alas. No alcanzaban a ver su rostro.

La polilla lo tenía cautivado.


Era más alta que un oso. Un manojo de afiladas

extrusiones, como oscuros látigos cartilaginosos,




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