SINOPSIS
Su nombre es Binti, y es la primera de los himba
a la que se le ha ofrecido una plaza en Oomza
Uni: la mejor institución de enseñanza superior
de la galaxia. Aceptar esta oferta significará
abandonar su casa, su familia y viajar a través de
las estrellas entre extraños que no comparten su
forma de ser ni respetan sus costumbres.
Lo que Binti no sabe es que el conocimento le
costará caro. Una sanguinaria raza alienígena,
las medusas, amenazan su viaje y, para poder
sobrevivir, necesitará la ayuda de su pueblo y de
la sabiduría contenida en la Universidad.
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BINTI
Título original: Binti
© Nnedi Okorafor, 2015
© Traducción: Carla Bataller
Estruch
© Arte y diseño de la cubierta:
Joey Hi‐Fi
© Editorial: Crononauta, 2018
www.crononauta.es
Primera edición, 15 febrero
2018
ISBN: 978‐84‐9479‐580‐0
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Dedicado a la pequeña medusa azul que vi
nadando en el lago Khalid un día
soleado en Sharjah, Emiratos Árabes
Unidos
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BINTI
Encendí el transportador y recé una oración en
silencio. No tenía ni idea de lo que haría si no
arrancaba. Mi transportador era barato, así que
hasta una gotita de humedad o, lo que es más
probable, un grano de arena, podría provocar un
cortocircuito. Era defectuoso y en la mayoría de
los casos me costaba reiniciarlo una y otra vez
para que funcionara. «Ahora no, por favor,
ahora no», pensé.
El transportador vibró en la arena y contuve la
respiración. Diminuto, plano y negro como una
piedra de oración, zumbó sin hacer ruido y luego
se elevó despacio desde la arena. Produjo por fin
la energía levantaequipajes. Sonreí. Ahora ya
podía llegar a la lanzadera. Con el dedo índice
tomé otjize de mi frente, me arrodillé y toqué la
arena con el dedo para enterrar la arcilla roja de
olor dulzón.
—Gracias —susurré.
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Era un paseo de media milla por la carretera
oscura del desierto. Como el transportador
funcionaba, llegaría allí a tiempo.
Tras enderezarme, me detuve y cerré los ojos.
El peso de toda mi existencia recaía ahora sobre
mis hombros. Por primera vez en la vida
desafiaba la parte más tradicional de mí misma.
Me marchaba en medio de la noche y ellos no
tenían ni idea. Mis nueve hermanos, todos
mayores que yo, salvo por una hermana y un
hermano más jóvenes, no lo habrían visto venir.
Mis padres jamás se hubieran imaginado que yo
haría algo así ni en un millón de años. Para
cuando todos se dieran cuenta de lo que había
hecho y a dónde me dirigía, yo ya habría
abandonado el planeta. En mi ausencia, mis
padres se gruñirían el uno al otro que nunca
jamás me dejarían volver a poner un pie en su
casa. Mis cuatro tías y mis dos tíos, que vivían
calle abajo, gritarían y chismorrearían entre ellos
sobre la vergüenza que suponía para todo el
linaje. Me iba a convertir en una paria.
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—Vamos —susurré en voz baja al
transportador, con una patada. Los finos aros de
metal que llevaba alrededor de cada tobillo
tintinearon con fuerza, pero le volví a propinar
un puntapié. Una vez puesto en marcha, el
transportador funcionaba mejor sin tocarlo—.
Vamos —repetí, con sudor en la frente.
Al ver que no se movía nada, me arriesgué a
empujar las dos grandes maletas colocadas
encima del campo de fuerza. Se movieron con
suavidad y yo solté otro suspiro de alivio. Al
menos tenía un poco de suerte de mi parte.
— oOo —
Quince minutos después, compré un billete y
embarqué en la lanzadera. El sol apenas había
empezado a asomar por el horizonte. Clavé la
mirada en el suelo mientras avanzaba entre
pasajeros sentados y demasiado conscientes de
las puntas tupidas de mi cabellera trenzada que
les golpeaban en la cara con suavidad. Nuestro
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cabello es espeso, y el mío siempre lo ha sido
especialmente. A mi anciana tía le gustaba
llamarlo ododo porque crecía indómito y denso
como la hierba ododo. Justo antes de marcharme,
había recubierto mis trenzas con otjize fresco y
perfumado que elaboré precisamente para el
viaje. A saber lo que les parecería a esas personas
que no conocían tan bien a mi pueblo.
Una mujer se apartó de mí cuando pasé y
arrugó la cara como si hubiera olido algo
apestoso.
—Lo siento —susurré con la cabeza gacha e
intentando no hacer caso a las miradas de casi
toda la gente de la lanzadera.
Aun así, no pude evitar echar un vistazo
alrededor. Dos chicas, que tendrían un par de
años más que yo, se cubrieron la boca con unas
manos muy pálidas, como si el sol no las hubiera
tocado nunca. Parecía que todos tuvieran al sol
de enemigo. Yo era la única himba en la
lanzadera. Enseguida encontré un asiento y me
dirigí hacia allí.
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La lanzadera era uno de los nuevos modelos
elegantes semejantes a las balas que mis
profesores usaban para calcular coeficientes
balísticos en los últimos años de enseñanza. Se
deslizaban con rapidez sobre la tierra gracias a
una combinación de corriente de aire, campos
magnéticos y energía exponencial: una nave fácil
de construir si se dispone de material y tiempo.
También era un buen vehículo para el terreno
cálido del desierto, donde las carreteras que
salían del pueblo estaban en muy mal estado. A
mi gente no le gustaba abandonar su tierra. Me
senté en la parte trasera para poder mirar por el
gran ventanal.
Podía ver las luces de la tienda de astrolabios
de mi padre y del analizador de tormentas de
arena que mi hermano había construido en lo
alto de la Raíz, nombre que recibía la enorme
casa de mis padres. Seis generaciones de mi
familia habían vivido allí. Era la casa más vieja
del pueblo, quizás la más vieja de la ciudad,
hecha de piedra y hormigón, fría por la noche,
cálida por el día. Estaba revestida de paneles
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solares y cubierta con plantas bioluminiscentes a
las que les gustaba dejar de brillar justo antes del
amanecer. Mi dormitorio se encontraba en la
parte más alta de la casa. La lanzadera empezó
a moverse y miré hasta que dejé de divisarla.
—¿Qué estoy haciendo? —murmuré.
Una hora y media después, la lanzadera llegó
al puerto de despegue. Yo era la última, y me
pareció bien, ya que la vista del puerto me
sobrecogió tanto que lo único que pude hacer
durante unos instantes fue quedarme plantada.
Llevaba una larga falda roja, sedosa como el
agua, una camisa de color naranja claro, rígida y
duradera, unas sandalias de piel fina y mis
tobilleras. Nadie a mi alrededor vestía un
atuendo así. Solo veía velos y prendas ligeras y
sueltas; ninguna mujer llevaba los tobillos
expuestos, ni tintineaban con brazaletes
metálicos. Respiré por la boca y noté que el calor
se extendía por mi rostro.
—Tonta, tonta, tonta —susurré.
Los himba no viajamos. No nos movemos.
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Nuestra tierra ancestral es vida; si te alejas de
ella, te apagas. Incluso nos cubrimos el cuerpo
con ella. «Otjize» es tierra roja. En el puerto de
despegue, la mayoría de personas eran khoush y
había otras pocas que tampoco eran himba.
Aquí, yo era una extraña.
—¿En qué estaría pensando? —musité.
Tenía dieciséis años y nunca había salido de mi
ciudad, y ni siquiera me había acercado a la
estación de despegue. Me hallaba sola y acababa
de dejar a mi familia. Mis posibilidades de
matrimonio habían sido del cien por cien y ahora
se acababan de reducir a cero. Ningún hombre
querría a una mujer que hubiera huido. Sin
embargo, además de arruinar las perspectivas de
una vida normal, había sacado notas tan altas en
los exámenes planetarios de matemáticas que la
Universidad de Oomza no solo me había
admitido, sino que prometió pagar por todo lo
que necesitara para poder asistir. Daba igual qué
decisión tomara, nunca iba a tener una vida
normal, la verdad.
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Miré a mi alrededor y enseguida supe lo que
debía hacer. Me encaminé hacia el mostrador de
información.
— oOo —
El agente de seguridad de transporte examinó
mi astrolabio; fue un análisis completo y
exhaustivo. Mareada por la consternación, cerré
los ojos y respiré por la boca para
tranquilizarme. Solo por dejar el planeta tenía
que darles acceso a toda mi vida: a mí, a mi
familia y a las predicciones sobre mi futuro. Me
quedé allí plantada, paralizada, escuchando la
voz de mi madre en la cabeza:
—Hay una razón por la que nuestro pueblo no
va a esa universidad. Oomza Uni te quiere
para su propio provecho, Binti. Ve a esa
universidad y te convertirás en su esclava.
No pude evitar considerar la posible verdad en
sus palabras. Aún no había llegado allí y ya les
había dado mi vida. Quería preguntarle al
agente si ese procedimiento se lo hacían a todo
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el mundo, pero sentí miedo ahora que ya lo
había terminado. A estas alturas, podían
hacerme cualquier cosa. Lo mejor sería no causar
problemas.
Cuando el agente me entregó el astrolabio,
resistí el impulso de arrebatárselo. Era un
anciano khoush, tan viejo que ostentaba el
privilegio de llevar el turbante y el velo de la cara
más oscuros. Sus manos temblorosas estaban tan
retorcidas y artríticas que casi dejó caer el
astrolabio. Estaba torcido como una palmera
moribunda, y cuando me dijo: «Como nunca has
viajado, debo hacer un examen completo.
Quédate donde estás», su voz sonó más seca que
el rojo desierto a las afueras de mi ciudad. Pero
leyó el astrolabio tan rápido como mi padre,
hecho que me impresionó y me asustó por igual.
Lo convenció para que se abriera susurrando
unas pocas ecuaciones determinadas y sus
manos, firmes de repente, movieron los discos
como si le pertenecieran.
Al terminar, la mirada penetrante de sus ojos
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verde claro pareció examinarme con más
profundidad que el análisis de mi astrolabio. La
gente esperaba detrás de mí y fui consciente de
sus cuchicheos, risas tenues y murmullos
infantiles. Hacía frío en la terminal, pero sentí el
calor de la presión social. Me dolían las sienes y
me picaban los pies.
—Enhorabuena —me dijo con esa voz reseca
mientras me ofrecía el astrolabio.
—¿Por qué? —Fruncí el ceño, confundida.
—Eres un orgullo para tu pueblo, niña —dijo
mirándome a los ojos. Entonces sonrió de oreja a
oreja y me dio unas palmaditas en el hombro.
Acababa de ver toda mi vida. Sabía que me
habían admitido en Oomza Uni.
—Ah. —Me picaban los ojos por las lágrimas;
cogí el astrolabio y, con voz ronca, dije—:
Gracias, señor.
Me abrí paso rápidamente a través de la
multitud de la terminal, demasiado consciente
de su proximidad. Pensé en buscar un baño para
ponerme más otjize en la piel y recogerme el
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pelo, pero en vez de eso seguí moviéndome. La
mayoría de las personas en la concurrida
terminal llevaban las vestimentas negras y
blancas de los khoush: las mujeres se cubrían de
blanco con cinturones y velos multicolores y los
hombres iban de negro, como espíritus
poderosos. Los había visto por la televisión y
yendo de aquí para allá en mi ciudad, pero
nunca me había encontrado en un mar de
khoush. Eso era el resto del mundo y yo me
hallaba por fin en él.
Mientras hacía cola para pasar por seguridad
antes de embarcar, sentí un tirón en el pelo. Me
di la vuelta y topé con las miradas de un grupo
de mujeres khoush. Me observaban. Todos los
que estaban detrás me estaban observando.
La mujer que me había tirado de la trenza se
examinaba y frotaba los dedos.
Tenía las yemas del rojo anaranjado de mi otjize.
Las olió.
—Huele a jazmín —le dijo a la mujer de su
izquierda, sorprendida.
—¿No es mierda? —le respondió—. Me habían
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dicho que olía a mierda porque es mierda.
—No, es jazmín, no hay duda. Aunque es
espeso como la mierda.
—¿Su pelo es de verdad? —preguntó otra
mujer a la que se frotaba los dedos.
—No lo sé.
—Estos embarrados son unos mugrientos —
masculló la primera mujer.
Me di la vuelta sin más, con los hombros
encorvados. Mi madre me había aconsejado que
permaneciera callada ante los khoush. Mi padre
me contó que, cuando se juntaba con los
mercaderes khoush que acudían a nuestra
ciudad a comprar astrolabios, intentaba pasar lo
más desapercibido posible.
—Es eso o empezar una guerra con ellos que
yo mismo acabaría —dijo.
Mi padre no creía en la guerra. Decía que la
guerra era el mal, pero que si la había, la
disfrutaría como si fuera arena en una tormenta.
Entonces soltaba una pequeña oración a las Siete
Deidades para mantener la guerra alejada y otra
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para sellar sus palabras.
Me eché las trenzas hacia delante y toqué el
edan en el bolsillo. Dejé que mi mente se
concentrara en él, en su extraño lenguaje, en su
extraño metal, en su extraño tacto. Había
encontrado el edan una tarde, hacía ocho años,
mientras exploraba las arenas de los desiertos
interiores. «Edan» era el nombre genérico para
un aparato tan viejo que nadie conocía su
cometido, tan viejo que ahora solo era arte.
Mi edan era más interesante que cualquier libro
o cualquier nuevo diseño de astrolabio que
fabricara en la tienda de mi padre y por el que,
seguramente, esas mujeres se matarían entre
ellas por comprar. Y, metido en mi bolsillo, me
pertenecía, y las cotorras esas de detrás nunca lo
sabrían. Las mujeres hablaban sobre mí y los
hombres seguramente también lo harían. Pero
ninguno sabía lo que tenía, dónde iba, quién era.
Que cotillearan y juzgaran. Por suerte,
entendieron que no debían tocarme el pelo otra
vez. A mí tampoco me gusta la guerra.
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El guardia de seguridad hizo una mueca
cuando avancé. Detrás de él podía ver tres
entradas; la del medio conducía hasta la nave
llamada Pez Tercero, que me llevaría hasta
Oomza Uni. La puerta abierta era grande y
redonda, y desembocaba en un largo corredor
iluminado por una tenue luz azul.
—Acérquese —dijo el guardia de seguridad.
Llevaba el mismo uniforme que todo el
personal de bajo rango de la estación de
despegue: una larga chilaba blanca y guantes
grises. Yo solo había visto ese uniforme en
grabaciones y libros; contuve la risa, muy a mi
pesar. Tenía una pinta ridícula. Di un paso
adelante y todo se volvió rojo y caliente.
Cuando el escáner corporal pitó al acabar, el
guardia de seguridad rebuscó en mi bolsillo
izquierdo y sacó el edan. Se lo acercó a la cara con
el ceño muy fruncido.
Esperé. ¿Qué sabría él? Inspeccionaba la forma
de cubo estrellada, presionando sus numerosos
puntos con un dedo y mirando los extraños
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símbolos que yo había intentado descifrar
durante dos años sin éxito. Se lo acercó para ver
mejor los intrincados círculos y espirales de azul,
negro y blanco, muy parecidos a los lazos que
llevaban las jóvenes en la cabeza para el ritual de
su undécimo cumpleaños.
—¿De qué está hecho? —preguntó el guardia,
pasándolo por un escáner—. No lee ningún
metal conocido.
Me encogí de hombros, demasiado consciente
de la gente que había detrás de mí esperando en
la cola y mirándome. Seguramente para ellos
sería como una de esas personas que vivían en
cuevas en las profundidades del desierto
interior, tan ennegrecidas por el sol que parecían
sombras andantes. No me enorgullece decir que
tengo sangre del Pueblo del Desierto por parte
de mi familia paterna; de ahí provienen mi piel
oscura y el espesísimo pelo.
—Leo en su identificación que es
armonizadora, una con mucho talento que
fabrica los mejores astrolabios —dijo—. Pero
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este objeto no es un astrolabio. ¿Lo ha hecho
usted? ¿Cómo puede crear algo y no saber de
qué está hecho?
—No lo hice yo.
—¿Quién fue?
—Solo es un trasto muy viejo —dije—. No tiene
matemáticas ni corriente. Solo es un artefacto
computativo inerte que llevo para que me dé
suerte.
Era una mentira a medias. Pero ni siquiera yo
sabía exactamente qué podía y qué no podía
hacer.
El hombre me miró como si quisiera
preguntarme algo más, pero no lo hizo. Sonreí
para mis adentros. Los guardias
gubernamentales de seguridad solo recibían
educación hasta los diez años, pero por su
trabajo estaban acostumbrados a dar órdenes a
la gente. Y, sobre todo, despreciaban a personas
como yo. Al parecer ocurría lo mismo en todas
partes, daba igual la tribu que fuera. Ese no tenía
ni idea de lo que era un «artefacto computativo»,
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pero no quería revelar que una pobre muchacha
himba tenía más educación que él. No delante de
toda esa gente. Así que me hizo avanzar rápido
y me hallé, por fin, en la entrada de la nave.
No podía ver el final del pasillo, por lo que me
quedé mirando la puerta. La nave era una obra
magnífica de tecnología viva. Pez Tercero era una
Miri 12, un tipo de nave que pertenecía a la
familia de las gambas. Las Miri 12 eran criaturas
tranquilas y estables, con exoesqueletos
naturales que podían resistir las crudezas del
espacio. Se modificaban genéticamente para que
generaran tres cámaras de respiración en sus
cuerpos.
Los científicos trasplantaban con rapidez
plantas en crecimiento dentro de esas inmensas
salas que, además de producir oxígeno a partir
del CO2 que llegaba desde otras partes de la
nave, absorbían benceno, formaldehído y
tricloroetileno. Era una de las clases de
tecnología más alucinantes sobre las que había
leído. En cuanto me instalara, pensaba
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convencer a alguien para que me dejara ver una
de esas increíbles salas. Pero en ese momento no
pensaba en la tecnología de la nave. Me hallaba
en el límite entre mi casa y mi futuro.
Entré en el corredor azul.
— oOo —
Así es como empezó todo. Encontré mi
habitación. Encontré mi grupo: doce estudiantes
nuevos, todos humanos, todos khoush, de
quince a dieciocho años. Una hora después, el
grupo y yo habíamos encontrado un técnico de
la nave para que nos enseñara una de las
cámaras de respiración. No era la única
estudiante nueva en Oomza Uni que deseaba
con desesperación ver esa tecnología en
funcionamiento. Allí dentro el aire olía a selvas
y bosques que yo solo había visto en los libros.
Las plantas tenían hojas resistentes y crecían por
todas partes, desde el techo y las paredes hasta
el suelo, salvajes y llenas de flores. Podría
haberme quedado respirando ese aire fresco y
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perfumado durante días.
Conocimos al líder de nuestro grupo unas
horas después. Era un viejo khoush severo que,
al examinarnos a los doce, hizo una pausa al
llegar a mí y preguntó:
—¿Por qué vas cubierta de esa arcilla roja
grasienta y cargada con todas esas tobilleras
de metal? —Cuando le conté que era himba,
dijo con frialdad—: Lo sé, pero no has
respondido a mi pregunta.
Le expliqué que mi pueblo tenía una tradición
sobre el cuidado de la piel y que llevábamos aros
de metal en los tobillos para protegernos de las
mordeduras de serpiente. Me miró durante
mucho rato; el resto de mi grupo también me
observaba como si fuera una mariposa rara y
poco común.
—Ponte tu otjize —dijo—. Pero no tanto como
para manchar la nave. Y si esas tobilleras son
para protegerte de las mordeduras de serpiente,
ya no las necesitas.
Me las quité, aunque dejé dos aros en cada
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tobillo. Lo suficiente para que tintinearan en
cada paso.
Era la única himba de la nave entre quinientos
pasajeros. Mi tribu está obsesionada con la
innovación y la tecnología, pero es pequeña,
reservada y, como he dicho, no nos gusta dejar
la Tierra. Preferimos explorar el universo
viajando hacia el interior, en lugar de hacia el
exterior. Ningún himba ha asistido jamás a
Oomza Uni, por lo que no resultaba
sorprendente que fuera la única en la nave. Sin
embargo, no es fácil lidiar con una situación así
por muy poco sorprendente que sea.
En la nave había mucha gente abierta y amante
de las matemáticas y de experimentar, aprender,
leer, inventar, estudiar, obsesionarse, demostrar.
No eran himba, pero pronto comprendí que
seguían siendo mi gente. Aunque yo destacaba
como himba, los puntos en común brillaban con
más intensidad. Hice amigas enseguida y, tras
dos semanas en el espacio, nos convertimos en
buenas amigas.
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Olo, Remi, Kwuga, Nur, Anajama, Rhoden.
Solo Olo y Remi pertenecían a mi grupo. A las
demás las conocí en el comedor o en la sala de
aprendizaje donde los profesores que iban a
bordo daban algunas conferencias. Todas habían
crecido en amplias casas; no habían caminado
nunca por el desierto ni habían pisado una
serpiente escondida en la hierba seca. Eran
chicas que no podían soportar los rayos del sol
de la Tierra si no era a través de ventanas
tintadas.
Aun así, eran chicas que me entendían cuando
hablaba de «ramificar». Nos sentábamos en mi
habitación (como tenía poco equipaje, era la más
vacía) y nos retábamos a mirar las estrellas e
imaginar la ecuación más compleja y luego a
dividirla por la mitad y partirla una y otra vez.
Cuando se hacen fractales durante un buen rato,
una acaba adentrándose en la ramificación lo
suficiente como para perderse en los bajíos del
mar de las matemáticas. Ninguna de nosotras
habría entrado en la universidad si no
pudiésemos ramificar, pero no es sencillo.
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Éramos las mejores y nos animábamos a
acercarnos cada vez más a «Dios». Y luego
estaba Heru. No había hablado nunca con él,
pero nos sonreíamos a través de la mesa durante
las comidas. Era de una ciudad tan alejada de la
mía que parecía producto de mi imaginación,
donde nevaba y los hombres cabalgaban sobre
enormes pájaros grises y las mujeres podían
hablar con esos pájaros sin mover la boca.
En una ocasión, Heru estaba detrás de mí en la
cola de la cena con uno de sus amigos. Sentí que
alguien me cogía una trenza y me di la vuelta,
lista para enfadarme. Me encontré con sus ojos y
enseguida soltó mi pelo, sonrió y levantó las
manos a la defensiva.
—No he podido evitarlo —dijo, con las yemas
de los dedos rojizas por mi otjize.
—¿No puedes controlarte? —le espeté.
—Tienes exactamente veintiuna —dijo—. Y
están trenzadas en triángulos teselados. ¿Es
algún tipo de código?
Quería explicarle que sí, que había un código
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cuya pauta hablaba del linaje, la cultura y la
historia de mi familia. Que mi padre había
diseñado el código y mi madre y mis tías me
habían enseñado a trenzármelo en el pelo. Sin
embargo, ver a Heru hizo que mi corazón latiera
demasiado rápido y no me salieron las palabras,
así que solo me encogí de hombros y me di la
vuelta para servirme un cuenco de sopa. Heru
era alto y tenía los dientes más blancos que había
visto jamás. Se le daban muy bien las
matemáticas; pocos se habrían dado cuenta del
código en mi pelo.
Pero nunca tuve la oportunidad de contarle
que mi pelo estaba trenzado según la historia de
mi pueblo. Porque pasó lo que pasó. Ocurrió el
decimoctavo día de viaje. Cinco días antes de
llegar al planeta Oomza Uni, la universidad más
influyente, innovadora e inmensa de la Vía
Láctea. Nunca en toda mi vida había sido tan
feliz y nunca en mi vida había estado tan lejos de
mi querida familia.
Estaba sentada en una mesa, saboreando un
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bocado de un postre gelatinoso a base de leche
con trozos de coco; observaba a Heru, que no me
devolvía la mirada. Había dejado el tenedor y
tenía el edan en las manos. Jugueteé con él
mientras contemplaba cómo Heru hablaba con el
chico que tenía al lado. El postre, rico y cremoso,
se derretía poco a poco en mi lengua. Junto a mí,
Olo y Remi cantaban una canción tradicional de
su ciudad, porque echaban de menos el hogar,
que debía ser cantada con una voz ondulante,
como un espíritu de agua.
Entonces alguien gritó. El pecho de Heru
estalló y su sangre caliente me salpicó.
Había una medusa justo detrás de él.
— oOo —
En mi cultura se considera blasfemia rezarle a un
objeto inanimado, pero lo hice de todas formas.
Le recé a un metal que ni mi padre había podido
identificar. Lo sujeté contra el pecho, cerré los
ojos y recé: «Estoy bajo tu protección. Por favor,
protégeme. Estoy bajo tu protección. Por favor,
protégeme».
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Me temblaba el cuerpo con tanta fuerza que
podía imaginar lo que sería morir de miedo.
Contuve el aliento, con su hedor aún en mis
fosas nasales y mi boca. La sangre de Heru,
húmeda y espesa, me cubría la cara. Le recé al
misterioso metal del que estaba hecho mi edan
porque debía ser la única cosa que me mantenía
viva en ese momento.
Respiré con dificultad por la boca y eché un
vistazo por un ojo. Volví a cerrarlo. Las medusas
merodeaban a menos de un metro de distancia.
Una se había lanzado contra mí, pero entonces
se quedó paralizada a tres centímetros de mi
carne; había estirado un tentáculo hacia el edan y
se desplomó de repente. Su apéndice se volvió
gris ceniza al secarse con rapidez, como una hoja
muerta.
Podía oír a las otras; sus cuerpos casi sólidos se
movían ligeramente mientras llenaban y
expulsaban el gas que respiraban por la umbrela
transparente. Eran altas como hombres adultos,
con testas abovedadas de carne tan fina como la
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seda y tentáculos largos que se derramaban por
el suelo igual que un montón de gigantescos
fideos translúcidos. Sostuve el edan más cerca.
«Estoy bajo tu protección. Por favor,
protégeme».
En el comedor estaban todos muertos. Al
menos cien personas. Tenía la sensación de que
toda la gente dentro de la nave estaba muerta.
Las medusas habían irrumpido en la sala y
empezaron a cometer moojh‐ha ki‐bira antes de
que supiéramos lo que estaba pasando. Así lo
llamaban los khoush. En clase de historia nos
habían enseñado la forma que tenían las
medusas de matar. Los khoush incorporaban
historia, literatura y cultura a las lecciones que
enseñaban por varias regiones. Incluso mi gente
estaba obligada a aprenderlas, a pesar de que no
era nuestra lucha. Los khoush esperaban que
todo el mundo recordara la injusticia perpetrada
por su mayor enemigo. La anatomía y la
tecnología rudimentaria de las medusas también
formaban parte de las clases de matemáticas y
ciencias.
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«Moojh‐ha ki‐bira» significa «la gran ola». Las
medusas se mueven en la guerra como pez en el
agua, una sustancia inexistente en su planeta que
veneran como a una diosa. Sus antepasadas
salieron del agua hace mucho tiempo. Los
khoush, que se asentaban en uno de los
territorios más húmedos de la Tierra, un planeta
compuesto en su gran mayoría por agua,
consideraban inferiores a las medusas.
El conflicto entre medusas y khoush provenía
de una antigua pelea y de una discusión incluso
más antigua. Por algún motivo, acordaron un
tratado por el cual no atacarían las naves del otro
bando. Y, sin embargo, allí estaban las medusas,
llevando a cabo moojh‐ha ki‐bira.
Había estado hablando con mis amigas. Mis
amigas.
Olo, Remi, Kwuga, Nur, Anajama, Rhoden y
Dullaz. Habíamos pasado largas noches
riéndonos por nuestros miedos ante las
dificultades y lo raro que sería Oomza Uni.
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Rebosábamos de ideas retorcidas que
seguramente serían erróneas… o acertadas en
parte. Teníamos muchas cosas en común. No
había estado pensando en casa o en cómo me
había tenido que marchar, ni en los horribles
mensajes que mi familia había enviado al
astrolabio horas después de irme. Miraba hacia
el futuro y me reía porque era muy prometedor.
Pero entonces las medusas cruzaron la puerta
del comedor. Estaba mirando justo a Heru
cuando apareció un círculo rojo en la parte
superior izquierda de su camisa. Lo que le
atravesó parecía una espada, pero fina como el
papel… y flexible y rebosante de sangre. La
punta se movió y apretó como si de un dedo se
tratase. La vi pellizcar y enganchar la carne cerca
de la clavícula de Heru.
Moojh‐ha ki‐bira.
No recuerdo lo que hice o dije. Tenía los ojos
abiertos, captándolo todo, pero el resto de mi
cerebro gritaba. Me concentré en el número
cinco sin razón aparente. Una y otra vez pensaba
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«5‐5‐5‐5‐5‐5‐5‐5‐5» mientras los ojos de Heru
pasaban de sorprenderse a estar vacíos. Su boca
abierta dejó escapar un sonido ahogado, luego
un borbotón de sangre espesa y, cuando empezó
a caer hacia delante, un espumarajo de sangre
con saliva. Su cabeza golpeó la mesa con un
ruido sordo. Tenía el cuello girado y pude ver
que sus ojos estaban abiertos. La mano izquierda
se le flexionaba en espasmos, hasta que paró.
Pero seguía con los ojos abiertos. No
parpadeaba.
Heru estaba muerto. Olo, Remi, Kwuga, Nur,
Anajama, Rhoden y Dullaz estaban muertas.
Todo el mundo estaba muerto.
El comedor apestaba a sangre.
— oOo —
Nadie en mi familia quería que asistiera a
Oomza Uni. Incluso mi mejor amigo, Dele, no
quería que fuera. Aun así, poco después de
recibir la noticia de que me habían aceptado en
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la universidad y cuando toda mi familia estaba
negándose, Dele había bromeado con que, si
iba, al menos no tendría que preocuparme por
las medusas, porque sería la única himba de la
nave.
—Así que, aunque mataran a todos los demás,
¡a ti ni siquiera te verían! — había dicho. Luego
rio y rio, convencido de que no pensaba ir de
todos modos.
Ahora sus palabras regresaban a mí. Dele.
Había apartado mis pensamientos sobre él hasta
el fondo de mi mente y no leía ninguno de sus
mensajes. Ignorar a la gente que amaba era la
única forma que tenía de seguir adelante.
Cuando recibí la beca para estudiar en Oomza
Uni, me adentré en el desierto y lloré durante
horas. De alegría.
Lo deseaba desde que supe en qué consistía
una universidad. Oomza Uni era la mejor de las
mejores, con solo un cinco por ciento de
humanos entre sus habitantes. Imaginé lo que
significaría ir allí siendo una de ese cinco por
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ciento, estar allí con otros que también se
obsesionan con el conocimiento, la creación y el
descubrimiento. Entonces volví a casa, se lo
conté a mi familia y lloré de la conmoción.
—No puedes ir —dijo mi hermana mayor—.
Eres maestra armonizadora. No hay nadie tan
bueno que pueda encargarse de la tienda de
padre.
—No seas egoísta —me riñó mi hermana
Suum. Solo tenía un año más que yo, pero aún
creía que podía controlarme la vida—. Deja de
buscar fama y sé razonable. No puedes irte y
atravesar así como así la galaxia.
Todos mis hermanos se mofaron y desdeñaron
la idea. Mis padres no dijeron nada, ni siquiera
me dieron la enhorabuena. Su silencio ya era
respuesta suficiente. Incluso mi mejor amigo
Dele, que me felicitó y dijo que era más lista que
cualquiera de Oomza Uni, pero luego también se
rio.
—No puedes ir. —Fue lo único que dijo—.
Somos himba. Dios ya ha elegido nuestro
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camino.
Yo era la primera himba en la historia a la que
le concedían el honor de ser aceptada en Oomza
Uni. Los mensajes de odio, amenazas contra mi
vida, burlas y ridículo a los que me sometieron
los khoush de la ciudad hicieron que quisiera
esconderme más. Pero, en el fondo, yo quería…
necesitaba ir. No pude sino actuar en
consecuencia. Sentía una necesidad tan fuerte
que era matemática. Cuando me sentaba en el
desierto, sola, escuchando el viento, veía y sentía
los números de la misma forma que cuando
estaba absorta en la tienda de mi padre. Y esos
números alcanzaban la cifra de mi destino.
Así que en secreto rellené y subí los formularios
de aceptación. El desierto fue el sitio perfecto
para tener privacidad cuando contactaron con
mi astrolabio para las entrevistas de la
universidad. En cuanto todo estuvo listo,
preparé mis cosas y subí a aquella lanzadera.
Provenía de una familia de bitolus: mi padre era
maestro armonizador y yo iba a ser su sucesora.
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Los bitolus conocíamos las matemáticas
auténticas y profundas y podíamos controlar su
corriente; conocíamos su sistema. Éramos pocos
y felices, sin ningún interés por las armas y la
guerra, pero sabíamos protegernos. Y, como
decía mi padre:
—Dios nos favorece.
— oOo —
Abrí los ojos con el edan aferrado contra mi
pecho. La medusa que tenía delante era azul y
translúcida, excepto por uno de sus tentáculos:
lo tenía de color rosa, como las aguas del lago
salado junto a mi ciudad, y retorcido como la
rama de un árbol en un espacio reducido. Alcé el
edan y la medusa retrocedió soltando volutas de
gas e inhalando con fuerza. «Miedo», pensé.
«Eso era miedo».
Me levanté, consciente de que la hora de mi
muerte aún no había llegado. Eché un vistazo
rápido por el inmenso comedor. Podía oler la
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cena por encima del hedor a sangre y gases de
medusa. Carnes asadas y marinadas, arroz
integral de grano largo, estofados picantes con
tomate, pan plano y ese delicioso postre
gelatinoso que tanto me gustaba. Todo seguía
colocado sobre la gran mesa; los platos calientes
se enfriaban mientras los cadáveres se enfriaban
y el postre se derretía mientras la medusa
muerta se derretía.
—¡Atrás! —siseé, y acometí contra la medusa
con el edan. Al levantarme, la ropa crujió y los
brazaletes tintinearon. Pegué la espalda contra la
mesa. Tenía medusas detrás y a los lados, pero
me centré en la que había delante—. ¡Esto te va
a matar! —dije con toda la fuerza que pude. Me
aclaré la garganta y alcé la voz—. Ya has visto lo
que le ha hecho a tu hermana.
Con un gesto señalé a la medusa muerta y
arrugada a unos centímetros de mí; la carne
blanda se le había secado y empezaba a volverse
marrón y opaca. Había intentado agarrarme y
algo la había matado. Cuando hablé, unos
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pedacitos cayeron convertidos en polvo; la mera
vibración de mi voz bastaba para desestabilizar
sus restos. Agarré la bolsa y me alejé de la mesa
en dirección al gran aparador repleto de comida.
Mi mente actuaba con rapidez. Veía números
que luego se desenfocaban. Bien. Era hija de mi
padre. Me había enseñado las tradiciones de mis
antepasados; era la mejor de la familia.
—Me llamo Binti Ekeopara Zuzu Dambu
Kapka, de Namib —susurré.
Es lo que siempre me recordaba mi padre
cuando veía que la cara se me quedaba en
blanco y empezaba a ramificar. Y entonces
comenzaba a explicarme en voz alta sus
enseñanzas sobre astrolabios: cómo
funcionaban, su arte, cómo interactuaban, el
linaje. Mientras me hallaba en ese estado, mi
padre me transmitió trescientos años de
conocimientos orales sobre circuitos, cables,
metales, aceites, temperatura, electricidad,
corriente matemática y arena ocre.
Y así me convertí en maestra armonizadora a
los doce años. Podía comunicarme con el flujo
espiritual y convencerlo de que se convirtiera en
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corriente. Nací con el mismo don que mi madre:
el de la visión matemática. Mi madre solo lo
usaba para proteger a la familia y yo me disponía
a desarrollar esa habilidad en la mejor
universidad de la galaxia… si sobrevivía.
—Binti Ekeopara Zuzu Dambu Kapka, de
Namib, ese es mi nombre —repetí.
Mi mente se aclaraba a medida que las
ecuaciones, cada vez más complejas y
gratificantes, circulaban por ella, ampliándola.
«V ‐ E + F = 2, a^2 + b^2 = c^2», pensé. Sabía lo
que debía hacer ahora. Me acerqué a la mesa de
la comida y agarré una bandeja. Apilé alitas de
pollo, un muslo de pavo y tres bistecs. Luego me
hice con varios panecillos; el pan duraría más.
Dejé tres naranjas en la bandeja, porque
contenían zumo y vitamina C. Alcancé dos
porrones llenos de agua y los metí también en la
bolsa. Luego añadí una tajada del postre lechoso
en la bandeja. No sabía cómo se llamaba, pero
era sin duda lo más delicioso que había probado
nunca. Cada bocado alimentaría el bienestar
mental que iba a necesitar, sobre todo si quería
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sobrevivir.
Me moví a toda prisa con el edan en alto y la
espalda tensa por el peso de la bolsa abarrotada;
en la mano izquierda llevaba la enorme bandeja
llena de comida. Las medusas me siguieron; al
flotar, sus tentáculos acariciaban el suelo. No
tenían ojos pero, por lo que sabía sobre ellas,
contaban con receptores olfativos en la punta de
los tentáculos. Me veían a través del olor.
El pasillo que conducía a las habitaciones era
ancho y cada puerta estaba chapada con láminas
de oro. Mi padre habría despreciado ese
despilfarro. El oro era un conductor de la
información cuya sintonía matemática resultaba
ser la más potente. Pero aquí estaba
desaprovechado en una extravagancia vulgar.
Cuando llegué a mi habitación, el trance me
abandonó sin previo aviso y de repente no supe
qué hacer. Dejé de ramificar y la lucidez mental
desapareció como si hubiese perdido la
confianza. Solo se me ocurrió dejar que la puerta
me escaneara el ojo. Se abrió, entré y se cerró a
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mi espalda con un ruido de succión, sellando la
habitación, mecanismo que seguramente se
habría activado con el programa de emergencia
de la nave.
Me las arreglé para soltar la bandeja y la bolsa
en la cama justo antes de que mis piernas
cedieran. Caí al frío suelo junto a la silla de
aterrizaje negra en la parte más alejada de la
habitación. Sentía la cara sudorosa; posé la
mejilla en el suelo durante un momento y
suspiré. Imágenes de mis amigas, Olo, Remi,
Kwuga, Nur, Anajama, Rhoden, me poblaban la
mente. Creí escuchar la suave risa de Heru por
encima de mí… y luego el sonido de su pecho
estallando, la calidez de su sangre en mi cara.
Sollocé y me mordí el labio.
—Estoy aquí, estoy aquí, estoy aquí —
murmuré.
Porque lo estaba y no tenía escapatoria. Cerré
con fuerza los ojos cuando me eché a llorar. Me
acurruqué en un ovillo y así me quedé durante
varios minutos.
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Me acerqué el astrolabio a la cara. Yo misma
había moldeado, esculpido y pulido la cubierta
de arena ocre. Tenía el tamaño de la mano de un
niño y era muchísimo mejor que cualquier
astrolabio que se pudiera comprar en las tiendas
más selectas. Me había encargado de diseñarlo
para que su peso encajara en mis manos, los
discos solo respondieran a mis dedos y sus
corrientes fueran tan precisas que seguramente
sobrevivirían a mis futuros hijos. Había creado
ese astrolabio hacía dos meses expresamente
para el viaje y reemplacé el que mi padre había
confeccionado cuando yo contaba con tres años.
Empecé a decir el apellido de mi familia al
astrolabio, pero entonces susurré
«No», y lo apoyé en el abdomen. Mi familia se
encontraba ya a planetas de distancia, ¿qué
podrían hacer aparte de llorar? Rocé el botón de
encendido y dije:
—Emergencia.
El astrolabio se calentó entre mis manos y
emitió un olor relajante a rosas mientras
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vibraba. Luego se enfrió.
—Emergencia —repetí.
Esta vez ni siquiera se calentó.
—Mapa —dije.
Contuve la respiración, a la espera. Miré la
puerta. Había leído que las medusas no podían
atravesar las paredes, pero bien sabía yo que la
información contenida en un libro no tenía por
qué ser verídica. Sobre todo cuando la
información concernía a las medusas. La puerta
era sólida, pero dudaba que los khoush me
hubiesen dado a mí, una himba, una habitación
con todos los dispositivos de seguridad. Las
medusas entrarían cuando quisieran o cuando
estuvieran dispuestas a arriesgar su vida para
acabar conmigo. Puede que yo no fuera
khoush… pero era una humana en una nave
khoush.
De repente, mi astrolabio se calentó y vibró.
—Se encuentra a 121 horas de su destino
Oomza Uni —dijo con una voz susurrante.
Así que las medusas aprobaban que supiera
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dónde estaba la nave. Una constelación virtual
iluminó la habitación con puntos de color
blanco, azul claro, rojo, amarillo y naranja;
esferas de distintos tamaños, desde uno tan
grande como una mosca hasta otro como mi
puño, rotaban lentamente. Soles, planetas y
territorios prósperos componían esa red
matemática que siempre me resultaba fácil de
leer. Hacía tiempo que la nave había dejado mi
sistema solar. Su ritmo se había ralentizado justo
en medio de lo que conocíamos como «la
Jungla». Los pilotos de la nave tendrían que
haber estado más alerta.
—Y quizá un poco menos arrogantes —dije,
sintiéndome mal.
Sin embargo, la nave aún se dirigía hacia
Oomza Uni y eso resultaba un poco alentador.
Cerré los ojos y recé a las Siete Deidades. Quería
preguntarles: «¿Por qué habéis dejado que
ocurra esto?», pero era una blasfemia. Nunca
había que preguntar por qué. No somos quién
para hacer esa pregunta.
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—Voy a morir aquí.
— oOo —
Setenta y dos horas más tarde, seguía viva. Pero
la comida se había acabado y quedaba
poquísima agua. Me hallaba sola con mis
pensamientos en esa pequeña habitación, sin
posibilidad de escapar al exterior. Tuve que
dejar de llorar; no podía permitirme el lujo de
perder agua. Los aseos estaban justo fuera de mi
cuarto, así que me había visto obligada a usar el
estuche en el que guardaba mi colección de joyas
de abalorios. Lo único que tenía era el tarro de
otjize; usaba un poco para limpiarme el cuerpo
todo lo que podía. Andaba de un lado para otro,
recitaba ecuaciones y estaba segura de que, si no
moría de sed o hambre, moriría por el fuego de
las corrientes que creaba debido a los nervios y
que descargaba para mantenerme ocupada.
Miré el mapa una vez más y vi lo que ya
esperaba encontrar: aún nos dirigíamos hacia
Oomza Uni.
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—Pero ¿por qué? —susurré—. La seguridad…
Cerré los ojos para no completar ese
pensamiento otra vez. Pero nunca podía
contenerme y esa ocasión no fue distinta. En mi
imaginación veía un rayo amarillo chillón
volando desde Oomza Uni y la nave
desparramándose en una extensa masa muda de
luz y fuego. Me levanté para arrastrarme desde
el lado más alejado de la habitación hasta la otra
parte mientras hablaba:
—Pero ¿medusas suicidas? No tiene sentido.
A lo mejor no saben cómo…
Llamaron lentamente a la puerta y casi di un
salto hasta el techo. Me quedé paralizada,
escuchando con cada parte de mi cuerpo. Aparte
del sonido de mi voz, no había oído nada de ellas
desde las primeras veinticuatro horas. Volvieron
a llamar. El último golpe sonó fuerte, como una
patada, pero no en la parte inferior de la puerta.
—¡D… dejadme en paz! —grité, y cogí el edan.
Mis palabras fueron recibidas con un porrazo
en la puerta y un hostil siseo de enfado. Solté un
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chillido y me alejé de la entrada todo lo que la
habitación me permitía; casi caí sobre la maleta
más grande. «Piensa, piensa, piensa». No iba
armada, excepto por el edan… y no sabía cómo
convertirlo en un arma.
Todos estaban muertos. Yo seguía a cuarenta y
ocho horas de distancia de estar segura o de
estallar en mil pedazos. Dicen que cuando te
enfrentas a una lucha que no vas a ganar, no
puedes predecir cómo actuarás a continuación.
Pero yo siempre había sabido que lucharía hasta
la muerte. Suicidarse o entregar tu vida era una
abominación. Tenía claro que estaba lista. Las
medusas eran muy inteligentes; encontrarían
una forma de matarme a pesar de mi edan.
Pero no elegí el arma más cercana. No me
preparé para mi última arremetida rabiosa, sino
que miré a la muerte directamente a los ojos y
entonces… entonces me rendí ante ella. Me senté
en la cama y esperé el final. Sentí que mi cuerpo
ya no me pertenecía; lo había dejado marchar. Y,
en ese momento, inmersa en mi rendición, posé
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