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[Fyodor-Dostoyevsky]-Crimen-Y-Castigo---Crime-and-(z-lib.org)

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Published by fernandosalomon1992, 2020-01-18 15:18:10

Crimen y Castigo

[Fyodor-Dostoyevsky]-Crimen-Y-Castigo---Crime-and-(z-lib.org)

»En resumen, que he conseguido comprenderla, de lo cual me enorgullezco. Pero entonces, es decir, en el momento de trabar
conocimiento con ella, fui demasiado ligero y poco clarividente, lo que explica que me equivocara... ¡El diablo me lleve! ¿Por qué será
tan hermosa? Yo no tuve la culpa.

»La cosa empezó por un violento capricho sensual. Avdotia Romanovna es extraordinariamente, exageradamente púdica (no vacilo
en afirmar que su recato es casi enfermizo, a pesar de su viva inteligencia, y que tal vez le perjudique). Así las cosas, una campesina
de ojos negros, Paracha, vino a servir a nuestra casa. Era de otra aldea y nunca había trabajado para otros. Aunque muy bonita, era

increíblemente tonta: las lágrimas, los gritos con que esta chica llenó la casa produjeron un verdadero escándalo.
»Un día, después de comer, Avdotia Romanovna me llevó a un rincón del jardín y me exigió la promesa de que dejaría tranquila a

la pobre Paracha. Era la primera vez que hablábamos a solas. Yo, como es natural, me apresuré a doblegarme a su petición a hice todo
lo posible por aparecer conmovido y turbado; en una palabra, que desempeñé perfectamente mi papel. A partir de entonces tuvimos

frecuentes conversaciones secretas, escenas en que ella me suplicaba con lágrimas en los ojos, sí, con lágrimas en los ojos, que
cambiara de vida. He aquí a qué extremos llegan algunas muchachas en su deseo de catequizar. Yo achacaba todos mis errores al
destino, me presentaba como un hombre ávido de luz, y, finalmente, puse en práctica cierto medio de llegar al corazón de las mujeres,
un procedimiento que, aunque no engaña a nadie, es siempre de efecto seguro. Me refiero a la adulación. Nada hay en el mundo más

difícil de mantener que la franqueza ni nada más cómodo que la adulación. Si en la franqueza se desliza la menor nota falsa, se
produce inmediatamente una disonancia y, con ella, el escándalo. En cambio, la adulación, a pesar de su falsedad, resulta siempre
agradable y es recibida con placer, un placer vulgar si usted quiere, pero que no deja de ser real.

»Además, la lisonja, por burda que sea nos hace creer siempre que encierra una parte de verdad. Esto es así para todas las esferas
sociales y todos los grados de la cultura. Incluso la más pura vestal es sensible a la adulación. De la gente vulgar no hablemos. No
puedo recordar sin reírme cómo logré seducir a una damita que sentía verdadera devoción por su marido, sus hijos y su familia. ¡Qué
fácil y divertido fue! El caso es que era verdaderamente virtuosa, por lo menos a su modo. Mi táctica consistió en humillarme ante ella

e inclinarme ante su castidad. La adulaba sin recato y, apenas obtenía un apretón de mano o una mirada, me acusaba a mí mismo
amargamente de habérselos arrancado a la fuerza y afirmaba que su resistencia era tal, que jamás habría logrado nada de ella sin mi
desvergüenza y mi osadía. Le decía que, en su inocencia, no podía prever mis bribonadas, que había caído en la trampa sin darse
cuenta, etcétera. En una palabra, que conseguí mis propósitos, y mi dama siguió convencida de su inocencia: atribuyó su caída a un
simple azar. No puede usted imaginarse cómo se enfureció cuando le dije que estaba completamente seguro de que ella había ido en
busca del placer exactamente igual que yo.

»La pobre Marfa Petrovna tampoco resistía a la adulación, y, si me lo hubiera propuesto, habría conseguido que pusiera su
propiedad a mi nombre (estoy bebiendo demasiado y hablando más de la cuenta). No se enfade usted si le digo que Avdotia

Romanovna no fue insensible a los elogios de que la colmaba. Pero fui un estúpido y lo eché a perder todo con mi impaciencia. Más
de una vez la miré de un modo que no le gustó. Cierto fulgor que había en mis ojos la inquietaba y acabó por serle odioso. No entraré
en detalles: sólo le diré que reñimos. También en esta ocasión me conduje estúpidamente: me reí de sus actividades conversionistas.

»Paracha volvió a contar con mis atenciones, y otras muchas le siguieron. O sea que empecé a llevar una vida infernal. ¡Si hubiera
usted visto, Rodion Romanovitch, aunque sólo hubiera sido una vez, los rayos que pueden lanzar los ojos de su hermana...!

»No crea demasiado al pie de la letra mis palabras. Estoy embriagado. Acabo de beberme un vaso entero. Sin embargo, digo la
verdad. El centelleo de aquella mirada me perseguía hasta en sueños. Llegué al extremo de no poder soportar el susurro de sus

vestidos. Temí que me diera un ataque de apoplejía. Nunca hubiese creído que pudiera apoderarse de mí una locura semejante. Yo
deseaba hacer las paces con ella, pero la reconciliación era imposible. Y ¿sabe usted lo que hice entonces? ¡A qué grado de estupidez
puede conducir a un hombre el despecho! No tome usted ninguna determinación cuando está furioso, Rodion Romanovitch. Teniendo
en cuenta que Avdotia Romanovna era pobre (¡Oh perdón!, no quería decir eso..., pero ¿qué importan las palabras si expresan nuestro

pensamiento?), teniendo en cuenta que vivía de su trabajo y que tenía a su cargo a su madre y a usted (¿otra vez arruga usted las
cejas?), decidí ofrecerle todo el dinero que poseía (en aquel momento podía reunir unos treinta mil rublos) y proponerle que huyera
conmigo, a esta capital, por ejemplo. Una vez aquí, le habría jurado amor eterno y sólo habría pensado en su felicidad. Entonces
estaba tan prendado de ella, que si me hubiera dicho: "Envenena, asesina a Marfa Petrovna", yo lo habría hecho, puede usted creerme.

Pero todo esto terminó con el desastre que usted conoce, y ya puede usted figurarse a qué extremo llegaría mi cólera cuando me enteré
de que Marfa Petrovna había hecho amistad con ese farsante de Lujine y amañado un matrimonio con su hermana, que no aventajaba
en nada a lo que yo le ofrecía. ¿No lo cree usted así...? Dígame, responda... Veo que usted me ha escuchado con gran atención,
interesante joven...

Svidrigailof, impaciente, había dado un puñetazo en la mesa. Estaba congestionado. Raskolnikof comprendió que el vaso y medio
de champán que se había bebido a pequeños sorbos le había transformado profundamente, y decidió aprovechar esta circunstancia
para sonsacarle, pues aquel hombre le inspiraba gran desconfianza.

-Después de todo eso -dijo resueltamente, con el propósito de exasperarle-, no m e cabe la menor duda de que ha venido aquí por mi
hermana.

-Nada de eso -respondió Svidrigailof haciendo esfuerzos por serenarse-. Ya le he dicho que... Además, su hermana no me puede
ver.

-No lo dudo, pero no se trata de eso.
-¿De modo que está usted seguro de que no me puede soportar? -Svidrigailof le hizo un guiño y sonrió burlonamente-. Tiene usted
razón: le soy antipático. Pero nunca se pueden poner las manos al fuego sobre lo que pasa entre marido y mujer o entre dos amantes.
Siempre hay un rinconcito oculto que sólo conocen los interesados. ¿Está usted seguro de que Avdotia Romanovna me mira con
repugnancia?
-Ciertas frases y consideraciones de su relato me demuestran que usted sigue abrigando infames propósitos sobre Dunia.
Svidrigailof no se mostró en modo alguno ofendido por el calificativo que Raskolnikof acababa de aplicar a sus propósitos, y
exclamó con ingenuo temor:

-¿De veras se me han escapado frases y reflexiones que le han hecho pensar a usted eso?
-En este mismo momento está usted dejando entrever sus fines. ¿De qué se ha asustado? ¿Cómo explica usted esos repentinos
temores?

-¿Que yo me he asustado? ¿Que tengo miedo? ¿Miedo de usted? Es usted el que puede temerme a mí, cher ami. ¡Qué tonterías! Por
lo demás, estoy borracho, ya lo veo. Si bebiera un poco más podría cometer algún disparate. ¡Que se vaya al diablo la bebida! ¡Eh,
traedme agua!

Cogió la botella de champán y la arrojó por la ventana sin contemplaciones. Felipe le trajo agua.

-Todo eso es absurdo -añadió, empapando una servilleta y aplicándosela a la frente-. En dos palabras puedo reducir a la nada sus
suposiciones. ¿Sabe usted que voy a casarme?

-Ya me lo dijo.
-¡Ah!, ¿sí? Pues no me acordaba... Pero entonces nada podía afirmar, porque aún no había visto a mi prometida y sólo setrataba de
una intención. Ahora es cosa hecha. Si no fuera por la cita de que le he hablado, le llevaría a casa de mi novia. Pues me gustaría que
usted me aconsejase... ¡Demonio! No dispongo más que de diez minutos. Mire usted mismo el reloj. El proceso de este matrimonio es

sumamente interesante. Ya se lo contaré. ¿Adónde va usted? ¿Todavía quiere marcharse?
-No, ya no me quiero marchar.
-¿De modo que no quiere usted dejarme? Eso lo veremos. Le llevaré a casa de mi prometida, pero no ahora, sino en otra ocasión,

pues nos tendremos que separar en seguida. Usted irá hacia la derecha y yo hacia la izquierda. ¿Conoce usted a esa señora llamada

Resslich? Es la mujer en cuya casa me hospedo... ¿Me escucha? No, está usted pensando en otra cosa. Ya sabe usted que se acusa a
esa señora de haber provocado este invierno el suicidio de una jovencita... Bueno, ¿me escucha usted o no...? En fin, es esa señora la
que me ha arreglado este matrimonio. Me dijo: «Tienes aspecto de hombre preocupado. Has de buscarte una distracción.» Pues yo soy
un hombre taciturno. ¿No me cree usted? Pues se equivoca. Yo no hago daño a nadie: vivo apartado en mi rincón. A veces pasan tres

días sin que hable con nadie. Esa bribona de Resslich abriga sus intenciones. Confía en que yo me cansaré muy pronto de mi mujer y
la dejaré plantada. Y entonces ella la lanzará a la... circulación, bien en nuestro mundo, bien en un ambiente más elevado. Me ha
contado que el padre de la chica es un viejo sin carácter, un antiguo funcionario que está enfermo: hace tres años que no puede valerse
de sus piernas y está inmóvil en su sillón. También tiene madre, una mujer muy inteligente. El hijo está empleado en una ciudad
provinciana y no ayuda a sus padres. La hija mayor se ha casado y no da señales de vida. Los pobres viejos tienen a su cargo dos
sobrinitos de corta edad. La hija menor ha tenido que dejar el instituto sin haber terminado sus estudios. Dentro de dos o tres meses
cumplirá los dieciséis años y entonces estará en edad de casarse. Ésta es mi prometida. Una vez obtenidos estos informes, me presenté

a la familia como un propietario viudo de buena casa, bien relacionado y rico. En cuanto a la diferencia de edades (ella dieciséis años
y yo más de cincuenta), es un detalle sin importancia. Un hombre así es un buen partido, ¿no?, un partido tentador.

»¡Si me hubiera usted visto hablar con los padres! Se habría podido pagar por presenciar ese espectáculo. En esto llega la chiquilla
con un vestidito corto y semejante a un capullo que empieza a abrirse. Hace una reverencia y se pone tan encarnada como una peonía.
Sin duda le habían enseñado la lección. No conozco sus gustos en materia de caras de mujer, pero, a mi juicio, la mirada infantil, la
timidez, las lagrimitas de pudor de las jovencitas de dieciséis años valen más que la belleza. Por añadidura, es bonita como una
imagen. Tiene el cabello claro y rizado como un corderito, una boquita de labios carnosos y purpúreos... ¡Un amor! Total, que
trabamos conocimiento, yo dije que asuntos de familia me obligaban a apresurar la boda, y al día siguiente, es decir, anteayer, nos

prometimos. Desde entonces, apenas llego, la siento en mis rodillas y ya no la dejo marcharse. Su cara enrojece como una aurora y yo
no ceso de besarla. Su madre la ha aleccionado, sin duda, diciéndole que soy su futuro esposo y que lo que hago es normal.
Conseguida esta comprensión, el papel de novio es más agradable que el de marido. Esto es lo que se llama la nature et la vérité. ¡Ja,

ja! He hablado dos veces con ella. La muchachita está muy lejos de ser tonta. Tiene un modo de mirarme al soslayo que me inflama la
sangre. Tiene una carita que recuerda a la de la Virgen Sixtina de Rafael. ¿No le impresiona la expresión fantástica y alucinante que el
pintor dio a esa Virgen? Pues el semblante de ella es parecido. Al día siguiente de nuestros esponsales le llevé regalos por valor de mil
quinientos rublos: un aderezo de brillantes, otro de perlas, un neceser de plata para el tocador; en fin, tantas cosas, que la carita de

Virgen resplandecía. Ayer, cuando la senté en mis rodillas, debí de mostrarme demasiado impulsivo, pues ella enrojeció vivamente y
en sus ojos aparecieron dos lágrimas que trataba de ocultar.

»Nos dejaron solos. Entonces ella rodeó mi cuello con sus bracitos (fue la primera vez que hizo esto por propio impulso), me besó y
me juró ser una esposa obediente y fiel que dedicaría su vida entera a hacerme feliz y que todo lo sacrificaría por merecer mi cariño, y

añadió que esto era lo único que deseaba y que para ella no necesitaba regalos. Convenga usted que oír estas palabras en boca de un
ángel de dieciséis años, vestido de tul, de cabellos rizados y mejillas teñidas por un rubor virginal, es sumamente seductor...
Confiéselo, confiéselo... Oiga..., oiga..., le llevaré a casa de mi novia..., pero no puedo hacerlo ahora mismo.

-Total, que esa monstruosa diferencia de edades aviva su sensualidad. ¿Es posible que usted piense seriamente en casarse en esas

condiciones?
-¿Por qué no? Es cosa completamente decidida. Cada uno hace lo que puede en este mundo, y hacerse ilusiones es un medio de

alegrar la vida... ¡Ja, ja! ¡Pero qué moralista es usted! Tenga compasión de mí, amigo mío. Soy un pecador. ¡Je, je, je!
-Ahora comprendo que se haya encargado usted de los hijos de Catalina Ivanovna. Tenía usted sus razones.
-Adoro a los niños, los adoro de veras -exclamó Svidrigailof, echándose a reír-. Sobre este particular puedo contarle un episodio

sumamente curioso. El mismo día de mi llegada empecé a visitar antros. Estaba sediento de ellos después de siete años de rectitud. Ya
habrá observado usted que no tengo ninguna prisa en volver a reunirme con mis antiguos amigos, y quisiera no verlos en mucho
tiempo. Debo decirle que durante mi estancia en la propiedad de Marfa Petrovna me atormentaba con frecuencia el recuerdo de estos
rincones misteriosos. ¡El diablo me lleve! El pueblo se entrega a la bebida; la juventud culta se marchita o perece en sus sueños
irrealizables: se pierde en teorías monstruosas. Los demás se entregan a la disipación. He aquí el esp ectáculo que me ha ofrecido la
ciudad a mi llegada. De todas partes se desprende un olor a podrido...

»Fui a caer en eso que llaman un baile nocturno. No era más que una cloaca repugnante, como las que a mí me gustan. Se
levantaban las piernas en un cancán desenfrenado, como jamás se había hecho en mis tiempos. ¡Es el progreso! De pronto veo una
encantadora muchachita de trece años que está bailando con un apuesto joven. Otro joven los observa de cerca. Su madre estaba
sentada junto a la pared, como espectadora. Ya puede usted suponer qué clase de baile era. La muchachita está avergonzada, enrojece;
al fin se siente ofendida y se echa a llorar. El arrogante bailarín la obliga a dar una serie de vueltas, haciendo toda clase de muecas, y
el público se echa a reír a carcajadas y empieza a gritar: "¡Bien hecho! ¡Así aprenderán a no traer niñas a un sitio como éste!" Esto a
mí no me importa lo más mínimo. Me siento al lado de la madre y le digo que yo también soy forastero y que toda aquella gente me
parece estúpida y grosera, incapaz de respetar a quien lo merece. Insinúo que soy un hombre rico y les propongo llevarlas en mi coche.

Las acompaño a su casa y trabo conocimiento con ellas. Viven en un verdadero tugurio y han llegado de una provincia. Me dicen que
consideran mi visita como un gran honor. Me entero de que no tienen un céntimo y han venido a hacer ciertas gestiones. Yo les
ofrezco dinero y mis servicios. También me dicen que han entrado en el local nocturno por equivocación, pues creían que se trataba de

una escuela de baile. Entonces yo les propongo contribuir a la educación de la muchacha dándole lecciones de francés y de baile. Ellas
aceptan con entusiasmo, se consideran muy honradas, etcétera..., y yo sigo visitándolas. ¿Quiere usted que vayamos a verlas? Pero
habrá de ser más tarde.

-¡Basta! No quiero seguir escuchando sus sucias y viles anécdotas, hombre ruin y corrompido.

-¡Ah, escuchemos al poeta! ¡Oh Schiller! ¿Dónde va a esconderse la virtud...? Mire, le contaré cosas como ésta sólo para oír sus
gritos de indignación. Es para mí un verdadero placer.

-Lo creo. Hasta yo mismo me veo en ridículo en estos instantes -murmuró Raskolnikof, indignado.
Svidrigailof reía a mandíbula batiente. Al fin llamó a Felipe y, después de haber pagado su consumición, se levantó.
-Vámonos. Estoy bebido. Assez causé -exclamó-. He tenido un verdadero placer.
-Lo creo. ¿Cómo no ha de ser un placer para usted referir anécdotas escabrosas? Esto es una verdadera satisfacción para un hombre

encenagado en el vicio y desgastado por la disipación, sobre todo cuando tiene un proyecto igualmente monstruoso y lo cuenta a un
hombre como yo... Es una cosa que fustiga los nervios.

-Pues si es así -dijo Svidrigailof con cierto asombro-, si es así, a usted no le falta cinismo. Usted es cap az de comprender muchas
cosas. Bueno, basta ya. Siento de veras no poder seguir hablando con usted. Pero ya volveremos a vernos... Tenga un poco de

paciencia.
Salió de la taberna seguido de Raskolnikof. Su embriaguez se disipaba a ojos vistas. Parecía preocupado por asuntos importantes y

su semblante se había nublado como si esperase algún grave acontecimiento. Su actitud ante Raskolnikof era cada vez más grosera e
irónica. El joven se dio cuenta de este cambio y se turbó. Aquel hombre le inspiraba una gran desconfianza. Ajustó su paso al de él.

Estaban ya en la calle.
-Yo voy hacia la izquierda -dijo Svidrigailof-, y usted hacia la derecha. O al revés, si usted lo prefiere. El caso es que nos
separemos. Adiós. Mon plaisir. Celebraré volver a verle.
Y tomó la dirección de la plaza del Mercado.

V

Raskolnikof le alcanzó y se puso a su lado.

-¿Qué significa esto? -exclamó Svidrigailof-. Ya le he dicho a usted que...
-Esto significa que no le dejo a usted.

-¿Cómo?

Los dos se detuvieron y estuvieron un momento mirándose.

-Lo que usted me ha contado en su embriaguez me demuestra que, lejos de haber renunciado a sus odiosos proyectos contra mi

hermana, se ocupa en ellos más que nunca. Sé que esta mañana ha recibido una carta. Usted puede haber encontrado una prometida en

sus vagabundeos, pero esto no quiere decir nada. Necesito convencerme por mis propios ojos.
A Raskolnikof le habría sido difícil explicar qué era lo que quería ver por sí mismo.

-¿Quiere usted que llame a la policía?

-Llámela.

Se detuvieron de nuevo y se miraron a la cara. Al fin, el rostro de Svidrigailof cambió de expresión. Viendo que sus amenazas no

intimidaban a Raskolnikof lo más mínimo, dijo de pronto, en el tono más amistoso y alegre:
-¡Es usted el colmo! Me he abstenido adrede de hablarle de su asunto, a pesar de que la curiosidad me devora. He dejado este tema

para otro día. Pero usted es capaz de hacer perder la paciencia a un santo... Puede usted venir si quiere, pero le advierto que voy a mi
casa sólo para un momento: el tiempo necesario para coger dinero. Luego cerraré la puerta y me iré a las Islas a pasar la noche. De

modo que no adelantará nada viniendo conmigo.

-Tengo que ir a su casa. No a su habitación, sino a la de Sonia Simonovna: quiero excusarme por no haber asistido a los funerales.
-Haga usted lo que quiera. Pero le advierto que Sonia Simonovna no está en su casa. Ha ido a llevar a los huérfanos a una noble y

anciana dama, conocida mía y que está al frente de varios orfelinatos. Me he captado a esta señora entregándole dinero pa ra los tres

niños de Catalina Ivanovna, más un donativo para las instituciones. Finalmente, le he contado la historia de Sonia Simonovna sin

omitir detalle, y esto le ha producido un efecto del que no puede tener usted idea. Ello explica que Sonia Simonovna haya recibido una

invitación para presentarse hoy mismo en el hotel donde se hospeda esa distinguida señora desde su regreso del campo.

-No importa.

-Haga usted lo que quiera, pero yo no iré con usted cuando salga de casa. ¿Para qué...? Óigame: estoy convencido de que usted

desconfía de mí sólo porque he tenido la delicadeza de no hacerle preguntas enojosas... Usted ha interpretado erróneamente mi actitud.
Juraría que es esto. Sea usted también delicado conmigo.

-¿Con usted, que escucha detrás de las puertas?

-¡Ya salió aquello! -exclamó Svidrigailof entre risas-. Le aseguro que me habría asombrado que no mencionara usted este detalle.

¡Ja, ja! Aunque comprendí perfectamente lo que usted había hecho, no entendí todo lo demás que dijo. Tal vez soy un hombre

anticuado, incapaz de comprender ciertas cosas. Explíquemelo, por el amor de Dios. Ilústreme, enséñeme las ideas nuevas.

-Usted no pudo oír nada. Todo eso son invenciones suyas.

-Lo que quiero que me explique no es lo que usted se imagina. Pero, desde luego, oí parte de sus confidencias. Yo me refiero a sus

continuas lamentaciones. Tiene usted alma de poeta y siempre está a punto de dejarse llevar de la indignación. ¿De modo que le

parece a usted mal que la gente escuche detrás de las puertas? Ya que tan severo es usted, vaya a presentarse a las autoridades y

dígales: «Me ha ocurrido una desgracia; he sufrido un error en mis teorías filosóficas.» Pero si está usted convencido de que no se
debe escuchar detrás de las puertas y, en cambio, se puede matar a una pobre vieja con cualquier arma que se tenga a mano, lo mejor

que puede hacer es marcharse a América cuanto antes. ¡Huya! Tal vez tenga tiempo aún. Le hablo con toda franqueza. Si no tiene

usted dinero, yo le daré el necesario para el viaje.

-No me pienso marchar -dijo Raskolnikof con un gesto despectivo.

-Comprendo... (desde luego, usted puede callarse si no quiere hablar), comprendo que usted se plantee una serie de problemas de

índole moral. ¿Verdad que se los plantea? Usted se pregunta si ha obrado como es propio de un hombre y un ciudadano. Deje estas

preguntas, rechácelas. ¿De qué pueden servirle ya? ¡Je, je! No vale la pena meterse en un asunto, empezar una operación que uno no

es capaz de terminar. Por lo tanto, levántese la tapa de los sesos. ¿Qué, no se decide?
-Usted quiere irritarme para deshacerse de mí.

-¡Qué ocurrencia tan original! En fin, ya hemos llegado. Subamos... Mire, ésa es la puerta de la habitación de Sonia Simonovna. No

hay nadie, convénzase... ¿No me cree? Preguntemos a los Kapernaumof, a quienes ella entrega la llave cuando se va... Mire, ahí está la

señora de Kapernaumof... ¡Oiga! ¿Dónde está la vecina? (Es un poco sorda, ¿sabe...?) ¿Que ha salido...? ¿Adónde se ha marchado...?

Ya lo ha oído usted; no está en casa y no volverá hasta la noche... Bueno, ahora venga a mis habitaciones. Pues quiere usted venir,
¿verdad...? Ya estamos. La señora Resslich ha salido. Siempre está muy atareada, pero es una buena mujer, se lo aseguro. Si usted

hubiera sido más razonable, ella le habría podido ayudar... Mire, cojo un título del cajón de mi mesa (como usted ve, me quedan
bastantes todavía). Hoy mismo lo convertiré en dinero. ¿Ya lo ha visto usted todo bien? Tengo prisa. Cerremos el cajón. Ahora la
puerta. Y de nuevo estamos en la escalera. ¿Quiere usted que tomemos un coche? Ya le he dicho que voy a las Islas. ¿No quiere usted
dar una vuelta? El simón nos llevará a la isla Elaguine. ¿Qué, no quiere? Vamos, decídase. Yo creo que va a llover, pero ¿qué
importa? Levantaremos la capota.

Svidrigailof estaba ya en el coche. Raskolnikof se dijo que sus sospechas eran por el momento poco fundadas. Sin responder

palabra, dio media vuelta y echó a andar en dirección a la plaza del Mercado. Si hubiese vuelto la cabeza, aunque sólo hubiera sido
una vez, habría podido ver que Svidrigailof, después de haber recorrido un centenar de metros en el coche, se apeaba y pagaba al
cochero. Pero el joven avanzaba mirando sólo hacia delante y pronto dobló una esquina. La profunda aversión que Svidrigailof le
inspiraba le impulsaba a alejarse de él lo más de prisa posible. Se decía: «¿Qué se puede esperar de este hombre vil y grosero, de ese

miserable depravado?» Sin embargo, esta opinión era un tanto prematura y tal vez mal fundada. En la manera de ser de Svidrigailof
había algo que le daba cierta originalidad y lo envolvía en un halo de misterio. En lo concerniente a su hermana, Raskolnikof estaba
seguro de que Svidrigailof no había renunciado a ella. Pero todas estas ideas empezaron a resultarle demasiado penosas para que se
detuviera a analizarlas.

Al quedarse solo cayó, como siempre, en un profundo ensimismamiento, y cuando llegó al puente se acodó en el pretil y se quedó
mirando fijamente el agua del canal. Sin embargo, Avdotia Romanovna estaba cerca de él, observándole. Se habían cruzado a la
entrada del puente, pero él había pasado cerca de ella sin verla. Dunetchka no le había visto jamás en la calle en semejante estado y se
sintió inquieta. Estuvo un momento indecisa, preguntándose si se acercaría a él, y de pronto divisó a Svidrigailof que se dirigía rápido
hacia ella desde la plaza del Mercado.

Procedía con sigilo y misterio. No entró en el puente, sino que se detuvo en la acera, procurando que Raskolnikof no le viese. A
Dunia la había visto desde lejos y le hacía señas. La joven comprendió que le decía que se acercase, procurando no llamar la atención

de Raskolnikof. Atendiendo a esta muda demanda, pasó en silencio por detrás de su hermano y fue a reunirse con Svidrigailof.
-¡Vámonos! Su hermano no debe enterarse de nuestra entrevista. Acabo de pasar un rato con él en una taberna adonde ha venido a

buscarme y no me ha sido nada fácil deshacerme de él. No sé cómo se ha enterado de que le he escrito una carta, pero parece
sospechar algo. Sin duda, usted misma le ha hablado de ello, pues nadie más puede habérselo dicho.

-Ahora que hemos doblado la esquina y que mi hermano ya no puede vernos, sepa usted que ya no le seguiré más lejos. Dígame
aquí mismo lo que tenga que decirme. Nuestros asuntos pueden tratarse en plena calle.

-En primer lugar, no es éste un asunto que pueda tratarse en plena calle. En segundo, quiero que oiga usted también a Sonia
Simonovna. Y, finalmente, tengo que enseñarle algunos documentos. Si usted no viene a mi casa, no le explicaré nada y me marcharé

ahora mismo. Le ruego que no olvide que poseo el curioso secreto de su querido hermano.
Dunia se detuvo, indecisa, y dirigió una mirada penetrante a Svidrigailof.
-¿Qué teme usted? -dijo éste-. La ciudad no es el campo. Además, incluso en el campo me ha hecho usted más daño a mí que yo a

usted. Aquí...
-¿Está prevenida Sonia Simonovna?
-No, no le he hablado de esto y no sé si está ahora en su casa. Creo que sí que estará, pues ha enterrado hoy a su madrastra y no

debe de tener humor para salir. No he querido hablar a nadie de este asunto, e incluso siento haberme franqueado un poco con usted.

En este caso, la menor imprudencia equivale a una denuncia... He aquí la casa donde vivo. Ya hemos llegado. Ese hombre que ve
usted a la puerta es nuestro portero. Me conoce perfectamente y, como usted ve, me saluda. Bien ha advertido que voy acompañado de
una dama y, sin duda, ha visto su cara. Estos detalles pueden tranquilizarla si usted desconfía de mí. Perdóneme si le hablo tan
crudamente. Yo tengo mi habitación junto a la de Sonia Simonovna. Las dos piezas están separadas solamente por un tabique. En el

piso hay numerosos inquilinos. ¿A qué vienen, pues, esos temores infantiles? No soy tan temible como todo eso.
Svidrigailof esbozó una sonrisa bonachona, pero estaba ya demasiado nervioso para desempeñar a la perfección su papel. Su

corazón latía con violencia; sentía una fuerte opresión en el pecho. Procuraba levantar la voz para disimular su creciente agitación.
Pero Dunia ya no veía nada: las últimas palabras de Svidrigailof sobre sus temores de niña la habían herido en su amor propio hasta

cegarla.
-Aunque sé que es usted un hombre sin honor-dijo, afectando una calma que desmentía el vivo color de su rostro-, no me inspira

usted temor alguno. Indíqueme el camino.
Svidrigailof se detuvo ante la habitación de Sonia.
-Permítame que vea si está... Pues no, se ha marchado. Es una contrariedad. Pero estoy seguro de que no tardará en volver. Sin duda

ha ido a ver a una señora por el asunto de los huérfanos. La madre de esos niños acaba de morir. Yo me he interesado en el asunto y he
dado ya ciertos pasos. Si Sonia Simonovna no ha regresado dentro de diez minutos y usted quiere hablar con ella, la enviaré a su casa
esta misma tarde. Ya estamos en mis habitaciones. Son dos... Mi patrona, la señora Resslich, habita al otro lado del tabique. Ahora
eche una mirada por aquí. Quiero mostrarle mis «documentos», por decirlo así. La puerta de mi habitación da a un alojamiento de dos
piezas, que está completamente vacío... Mire con atención. Debe usted tener un conocimiento exacto del lugar del hecho.

Svidrigailof disponía de dos habitaciones amuebladas bastante espaciosas. Dunetchka miró en torno de ella con desconfianza, pero

no vio nada sospechoso en la colocación de los muebles ni en la disposición del local. Sin embargo, debió advertir que el alojamiento
de Svidrigailof se hallaba entre otros dos deshabitados. No se llegaba a sus habitaciones por el corredor, sino atravesando otras dos
piezas que formaban parte del compartimiento de su patrona. Svidrigailof abrió la puerta de su dormitorio, que daba a uno de los
alojamientos vacíos, y se lo mostró a Dunia, que permaneció en el umbral sin comprender por qué el huésped deseaba que mirase
aquello. Pero en seguida recibió la explicación.

-Mire aquella habitación, la segunda y más espaciosa. Observe su puerta: está cerrada con llave. ¿Ve aquella silla colocada junto a
la puerta? Es la única que hay en las dos habitaciones. La llevé yo de aquí para poder escuchar más cómodamente. Al otro lado de esa
puerta está la mesa de Sonia Simonovna. La joven estaba sentada ante su mesa mientras hablaba con Rodion Romanovitch, y yo

escuchaba la conversación desde este lado de la puerta. Escuché dos tardes seguidas, y cada tarde dos horas como mínimo. Por lo
tanto, pude enterarme de muchas cosas, ¿no cree usted?

-¿Escuchaba usted detrás de la puerta?

-Sí, escuchaba detrás de la puerta... Venga, venga a mi alojamiento. Aquí ni siquiera hay donde sentarse.
Volvieron a las habitaciones de Svidrigailof y éste invitó a la joven a sentarse en la pieza que utilizaba como sala. Él se sentó
también, pero a una prudente distancia, al otro lado de la mesa. Sin embargo, sus ojos tenían el mismo brillo ardiente que hacía unos
momentos había inquietado a Dunetchka. Ésta se estremeció y volvió a mirar en torno a ella con desconfianza. Fue un gesto

involuntario, pues su deseo era mostrarse perfectamente serena y dueña de sí misma. Pero el aislamiento en que se hallaban las
habitaciones de Svidrigailof había acabado por atraer su atención. De buena gana habría preguntado si la patrona estaba en casa, pero
no lo hizo: su orgullo se lo impidió. Por otra parte, el temor de lo que a ella le pudiera ocurrir no era nada comparado con la angustia
que la dominaba por otras razones. Esta angustia era para Dunia un verdadero tormento.

-He aquí su carta -dijo depositándola en la mesa-. Lo que usted me dice en ella no es posible. Me deja usted entrever que mi
hermano ha cometido un crimen. Sus insinuaciones son tan claras, que sería inútil que ahora tratase usted de recurrir a subterfugios. Le

advierto que, antes de recibir lo que usted considera como una revelación, yo estaba enterada ya de este cuento absurdo, del que no
creo ni una palabra. Es una suposición innoble y ridícula. Sé muy bien de dónde proceden esos rumores. Usted no puede tener ninguna
prueba. En su carta me promete demostrarme la veracidad de sus palabras. Hable, pues. Pero sepa por anticipado que no le creo, no le
creo en absoluto.

Dunetchka había dicho esto precipitadamente, dominada por una emoción que tiñó de rojo su cara.
-Si usted no lo creyera, no habría venido aquí. Porque no creo que haya venido por simple curiosidad.
-No me atormente: hable de una vez.
-Hay que convenir en que es usted una muchacha valiente. Yo esperaba, le doy mi palabra, que pidiera usted al señor Rasumikhine

que la acompañase. Pero él no estaba con usted, ni rondaba por los alrededores, cuando nos hemos encontrado: me he fijado bien. Ha
sido una verdadera demostración de valor. Ha querido defender por sí sola a Rodion Romanovitch... Por lo demás, todo en usted es
divino. En cuanto a su hermano, ¿qué puedo decirle? Usted le acaba de ver. ¿Qué le ha parecido su actitud?

-Supongo que no fundará usted en esto sus acusaciones.
-No, las fundo en sus propias palabras. Ha venido dos días seguidos a pasar la tarde con Sonia Simonovna. Ya le he indicado el
lugar donde hablaban. Su hermano lo confesó todo a la muchacha. Es un asesino. Mató a una vieja usurera en cuya casa tenía
empeñados algunos objetos, y además a su hermana Lisbeth, que llegó casualmente en el momento del crimen. Las asesinó a las dos

con un hacha que llevaba consigo. El móvil del crimen era el robo, y su hermano robó: se llevó dinero y algunos objetos. Me limito a
repetir la confesión que hizo a Sonia Simonovna, que es la única que conoce este secreto, pero que no tiene participación alguna, ni
material ni moral, en el crimen. Por el contrario, esa muchacha, al enterarse, sintió un horror tan profundo como el que usted
demuestra ahora. Puede estar tranquila: esa joven no le denunciará.

-¡Imposible! -balbuceó Dunetchka, jadeante y con los labios pálidos-. Eso no es posible. Él no tenía el más mínimo motivo para
cometer ese crimen... ¡Eso es mentira, mentira!

-Mató por robar: ahí tiene el motivo. Cogió dinero y joyas. Verdad es que, según ha dicho, no ha sacado provecho del botín, pues lo
escondió debajo de una piedra, donde está todavía. Pero esto demuestra, simplemente, que no se ha atrevido a hacer use de él.

-Pero ¿es posible que haya robado? -exclamó Dunia, levantándose de un salto-. ¿Se puede creer tan sólo que haya tenido esa idea?
Usted lo conoce. ¿Acaso tiene aspecto de ladrón?

Había olvidado su terror de hacía un momento y hablaba en tono suplicante.

-Esa pregunta tiene mil respuestas, infinidad de explicaciones. El ladrón comete sus fechorías consciente de su infamia. Pero yo he
oído hablar que un hombre de probada nobleza desvalijó un correo. A lo mejor, creyó cometer una acción loable. Yo me habría
resistido, como se resiste usted, a creer que su hermano hubiera cometido un acto así si me lo hubieran contado; pero no tengo más
remedio que dar crédito al testimonio de mis propios oídos. Explicó los motivos de su proceder a Sonia Simonovna. Ésta, al principio,

no podía creer en lo que estaba oyendo; pero acabó por rendirse a la evidencia. Así tenía que ser, ya que era el mismo autor del hecho
el que lo contaba.

-¿Cuáles fueron los motivos de que habló?
-Eso sería demasiado largo de explicar, Avdotia Romanovna. Se trata..., ¿cómo se lo haré comprender...?, de una teoría, algo así

como si dijéramos: el crimen se permite cuando persigue un fin loable. ¡Un solo crimen y cien buenas acciones! Por otra parte, para un
joven colmado de cualidades y de orgullo es penoso reconocer que le gustaría apoderarse de una suma de tres mil rublos, por saber
que esta cantidad sería suficiente para cambiar su porvenir. Añada usted a esto la irritación morbosa que produce una mala
alimentación continua, un cuarto demasiado estrecho, una ropa hecha jirones, la miseria de la propia situación social y, al mismo

tiempo, la de una madre y una hermana. Y por encima de todo la ambición, el orgullo... Y todo ello a pesar de no carecer seguramente
de excelentes cualidades... No vaya usted a creer que le acuso. Además, esto no es de mi incumbencia. También expuso una teoría
personal según la cual la humanidad se divide en individuos que forman el rebaño y en personas extraordinarias, es decir, seres que,
gracias a su superioridad, no están obligados a acatar la ley. Por el contrario, éstos son los que hacen las leyes para los demás, para el
rebaño, para el polvo. En fin, c'est une théorie comme une autre. Napoleón lo tenía fascinado o, para decirlo con más exactitud, lo que
le seducía era la idea de que los hombres de genio no temen cometer un crimen inicial, sino que se lanzan a ello resueltamente y sin
pensarlo. Yo creo que su hermano se imaginó que también era genial o, por lo menos, que esta idea se apoderó de él en un momento
dado. Ha sufrido mucho y sufre aún ante la idea de que es capaz de inventar una teoría, pero no de aplicarla, y que, por lo tanto, no es
un hombre genial. Esta idea es sumamente humillante para un joven orgulloso y, especialmente, de nuestro tiempo.

-¿Y el remordimiento? ¿Es que le niega usted todo sentimiento moral? ¿Acaso es mi hermano como usted pretende que sea?
-¡Oh Avdotia Romanovna! Ahora todo es desorden y anarquía. Por otra parte, el orden ha sido siempre algo ajeno a él. Los rusos,

Avdotia Romanovna, tienen un alma generosa y grande como su país, y también una tendencia a las ideas fantásticas y desordenadas.
Pero es una desgracia poseer un alma grande y noble sin genio. ¿Se acuerda usted de nuestras conversaciones sobre este tema, en la
terraza, después de cenar? Usted me reprochaba esta amplitud de espíritu. Y quién sabe si mientras usted me hablaba así, él estaba
echado, dándole vueltas a su proyecto... Hay que reconocer, Avdotia Romanovna, que la tradición en nuestra sociedad culta es muy
endeble. La única que posee es la que se adquiere por medio de los libros, de las crónicas del pasado. Y eso se queda para los sabios,
los cuales, por otra parte, son tan cándidos que un hombre de mundo se avergonzaría de seguir sus enseñanzas. Por lo demás, ya
conoce usted mi opinión: yo no acuso a nadie. Vivo en el ocio y estoy aferrado a este género de vida. Ya hemos hablado de esto más
de una vez. Incluso he tenido la dicha de interesarle exponiéndole mis juicios... Está usted muy pálida, Avdotia Romanovna.

-Conozco la teoría de que usted me ha hablado. He leído en una revista un artículo de mi hermano acerca de los hombres
superiores. Me lo trajo Rasumikhine.

-¿Rasumikhine? ¿Un artículo de su hermano en una revista? Ignoraba que hubiera escrito semejante artículo... Pero ¿adónde va,

Avdotia Romanovna?
-Quiero ver a Sonia Simonovna -repuso Dunia con voz débil-. ¿Dónde está la puerta de su habitación? Tal vez ha regresado ya.

Quiero verla en seguida para que ella me...
No pudo terminar; se ahogaba materialmente.

-Sonia Simonovna no volverá hasta la noche. Así lo supongo. Tenía que volver en seguida y no lo ha hecho. Esto es señal de que
regresará tarde.

-¡Me has engañado! ¡Me has mentido! -exclamó Dunia en un arrebato de cólera que la enloquecía-. Ahora lo veo claro. ¡Me has
mentido! ¡No te creo, no te creo!

Y cayó casi desvanecida en una silla que Svidrigailof se apresuró a acercarle.
-Pero, ¿qué le ocurre, Avdotia Romanovna? Cálmese. Tenga, beba un poco de agua.

Svidrigailof le salpicó el rostro. Dunetchka se estremeció y volvió en sí.
-Ha sido un golpe demasiado violento -murmuró Svidrigailof, apenado -. Tranquilícese, Avdotia Romanovna. Su hermano tiene
amigos. Le salvaremos. ¿Quiere usted que lo mande al extranjero? No tardaré más de tres días en conseguirle un billete. En cuanto a
su crimen, él lo borrará a fuerza de buenas acciones. Cálmese. Todavía puede llegar a ser un gran hombre. ¿Se siente usted mejor?

-¡Qué cruel e indigno es usted! Todavía se atreve a burlarse. ¡Déjeme en paz!
-¿Adónde va?
-A casa de Rodia. ¿Dónde está ahora? Usted lo sabe... ¿Por qué está cerrada esta puerta? Hemos entrado por aquí y ahora está
cerrada con llave. ¿Cuándo la ha cerrado?

-No iba a dejar que todo el mundo oyera lo que decíamos. Estoy muy lejos de burlarme. Lo que ocurre es que estoy cansado de
hablar en este tono. ¿Adónde se propone usted ir? ¿Es que quiere entregar a su hermano a la justicia? Piense que usted puede
enloquecerlo y dar lugar a que se entregue él mismo. Sepa usted que le vigilan, que le siguen los pasos. Espere. Ya le he dicho que le
he visto hace un rato y que he hablado con él. Todavía podemos salvarlo. Espere; siéntese y vamos a estudiar juntos lo que se puede
hacer. La he hecho venir para que hablemos tranquilamente. Siéntese, haga el favor.

¿Cómo va usted a salvarlo? ¿Acaso tiene salvación?
Dunia se sentó. Svidrigailof ocupó otra silla cerca de ella. -Eso depende de usted, de usted, sólo de usted -dijo en un susurro.

Sus ojos centelleaban. Su agitación era tan profunda, que apenas podía articular las palabras. Dunia retrocedió, inquieta. El
prosiguió, temblando:

-De usted depende... Una sola palabra de usted, y lo salvaremos. Yo... yo lo salvaré. Tengo dinero y amigos. Le mandaré en seguida
al extranjero. Sacaré un pasaporte para mí...; no, dos pasaportes: uno para él y otro para mí. Tengo amigos, hombres influyentes...
¿Quiere...? Sacaré también un pasaporte para usted..., y otro para su madre... Usted no necesita para nada a Rasumikhine. Yo la amo
tanto como él. Yo la amo con todo mi ser... Déme el borde de su falda para besarlo, démelo. El susurro de su vestido me enloquece.
Usted me mandará y yo la obedeceré. Sus creencias serán las mías. Haré todo, todo lo que usted quiera... No me mire así, por favor.
¿No ve usted que me está matando?

Empezó a desvariar. Parecía haberse vuelto loco. Dunia se levantó de un salto y corrió hacia la puerta.
-¡Ábranme, ábranme! -dijo a gritos mientras la golpeaba-. ¿Por qué no me abren? ¿Es posible que no haya nadie en la casa?
Svidrigailof volvió en sí y se levantó. Una aviesa sonrisa apareció en sus labios, todavía temblorosos.

-No, no hay nadie -dijo lentamente y en voz baja-. Mi patrona ha salido. Sus gritos son, pues, inútiles.
-¿Dónde está la llave? ¡Abre la puerta, abre inmediatamente! ¡Miserable, canalla!
-La llave se me ha perdido.
-¡Comprendo! ¡Esto es unaemboscada!

Y Dunia, pálida como una muerta, corrió hacia un rincón, donde se atrincheró tras una mesa.
Ya no gritaba. Estaba inmóvil y tenía la mirada fija en su enemigo, para no perder ninguno de sus movimientos.
Svidrigailof estaba también inmóvil. Al parecer iba recobrándose, pero el color no había vuelto a su rostro. Su sonrisa seguía
mortificando a Avdotia Romanovna.

-Ha pronunciado usted la palabra «emboscada», Avdotia Romanovna. Bien, pues si existe esa emboscada, habrá de pensar usted en
que he tomado toda clase de precauciones. Sonia Simonovna no está en su habitación. Los Kapernaumof quedan lejos, a cinco piezas
de aquí. Soy mucho más fuerte que usted, y tampoco puedo temer que usted me denuncie, porque en este caso perdería a su hermano,
y ust ed no quiere perderlo, ¿verdad? Además, nadie la creería. ¿Qué explicación puede tener que una joven vaya sola a visitar a un

hombre soltero? O sea que si usted se decidiese a sacrificar a su hermano, sería inútil, porque no podría probar nada. Una violación es
sumamente difícil de demostrar.

-¡Miserable!
-Puede decir lo que quiera, pero le advierto que hasta ahora me he limitado a hacer simples suposiciones. Personalmente, estoy de
acuerdo con usted. Obrar por la fuerza contra alguien es una bajeza. Mi intención era únicamente tranquilizar su conciencia en el caso
de que usted..., de que usted quisiera salvar a su hermano de buen grado, es decir, tal como yo le he propuesto. Usted no haría
entonces sino inclinarse ante las circunstancias, ceder a la necesidad, por decirlo así... Piense usted en ello. La suerte de su hermano, y
también la de su madre, está en sus manos. Piense, además, que yo seré su esclavo, y para toda la vida... Espero su resolución.
Svidrigailof se sentó en el sofá, a unos ocho pasos de Dunia. La joven no tenía la menor duda acerca de sus intenciones: sabía que
eran inquebrantables, pues conocía bien a Svidrigailof... De pronto sacó del bolsillo un revólver, lo preparó para disparar y lo dejó en
la mesa, al alcance de su mano.

Svidrigailof hizo un movimiento de sorpresa.
-¡Ah, caramba! -exclamó con una pérfida sonrisa-. Así la cosa cambia por completo. Usted misma me facilita la tarea, Avdotia
Romanovna... Pero ¿de dónde ha sacado usted ese revólver? ¿Se lo ha proporcionado el señor Rasumikhine? ¡Toma, si es el mío! ¡Un
viejo amigo! ¡Tanto como lo busqué! Las lecciones de tiro que tuve el honor de darle en el campo no fueron inútiles, por lo que veo.
-Este revólver no es tuyo, monstruo, sino de Marfa Petrovna. No había nada tuyo en su casa. Lo cogí cuando comprendí de lo que
eras capaz. Si das un paso, te juro que te mato.
Dunia había empuñado el revólver. En su desesperación, estaba dispuesta a disparar.
-Bueno, ¿y su hermano? Le hago esta pregunta por pura curiosidad -dijo Svidrigailof sin moverse del sitio.

-Denúnciale si quieres. Un paso y disparo. Tú envenenaste a tu esposa: estoy segura. Tú también eres un asesino.
-¿Está usted segura de que envenené a Marfa Petrovna?
-Sí, tú mismo me lo dejaste entrever. Me hablaste de un veneno. Sé que te lo habías procurado, que lo habías preparado... Fuiste tú,

tú..., ¡infame!
-Si eso fuera verdad, sólo lo habría hecho por ti: tú habrías sido la causa.
-¡Mientes! Yo siempre lo he odiado, ¡siempre!

-Por lo visto, Avdotia Romanovna, usted se ha olvidado de que, cuando trataba de convertirme, se inclinaba sobre mí y me dirigía
lánguidas miradas. Yo, entonces, la miraba fijamente a los ojos, ¿recuerda...? La noche..., el claro de luna... Un ruiseñor cantaba...

La ira llameó en los ojos de Dunia.
-¡Mientes, mientes! ¡Eres un calumniador!
-¿Miento? Bien, lo admito. No se deben recordar estas cosillas a las mujeres -añadió con una sonrisa burlona-. Sé que vas a
disparar, preciosa bestezuela. Pues bien, dispara...

Dunia le apuntó. Sólo esperaba que hiciera un movimiento para apretar el gatillo. Estaba mortalmente pálida, temblaba su labio
inferior y sus grandes ojos negros lanzaban llamaradas. Svidrigailof no la había visto nunca tan hermosa. En el momento en que la
joven levantó el revólver, el fuego de sus ojos penetró en el pecho del enemigo y quemó su corazón, que se contrajo dolorosamente.
Dio un paso hacia delante y se oyó una detonación. La bala rozó el cabello de Svidrigailof y fue a incrustarse en la pared, a sus

espaldas. Svidrigailof se detuvo y dijo, esbozando una sonrisa:
-Una picadura de avispa... Ya veo que ha tirado usted a la cabeza... Pero ¿qué es esto? Parece sangre.
Y sacó el pañuelo para limpiarse un hilillo de sangre que resbalaba por su sien. La bala debió de rozar la piel del cráneo.
Dunia había bajado el revólver y miraba a Svidrigailof con un gesto de pasmo más que de temor. Parecía incapaz de comprender lo

que había hecho y lo que ocurría ante ella.
-Ya lo ve: ha errado el tiro. Vuelva a disparar. Ya ve que estoy esperando.
Hablaba en voz baja y con una sonrisa que ahora tenía algo de siniestro.
-Si tarda usted tanto -continuó -, podré caer sobre usted antes de que haya vuelto a apretar el gatillo.
Dunetchka se estremeció, preparó el revólver y apuntó.
-¡Déjeme!-gritó, desesperada-. Le juro que volveré a disparar ¡y le mataré!
-¡Qué importa! Desde luego, disparando a tres pasos es imposible fallar. Pero si usted no me mata...

Sus ojos centellearon y dio dos pasos más. Dunetchka disparó, pero no salió la bala.
-Ese revólver está mal cargado. Pero no importa: le queda una bala todavía. Arréglelo. Espero.
Estaba a dos pasos de la joven y la miraba con una ardiente fijeza que expresaba una resolución indómita. Dunia comprendió que
preferiría morir a renunciar a ella. Y... y ahora estaba segura de matarle, ya que sólo lo tenía a dos pasos.
De pronto arrojó el arma.
-¡No quiere matarme! -exclamó Svidrigailof, asombrado.
Luego respiró profundamente. Su alma acababa de librarse de un gran peso que no era sólo el temor a la muerte. Sin embargo, le
habría sido difícil explicar lo que sentía. Tenía la sensación de que se había librado de otro sentimiento más penoso que el de la

muerte, pero no lograba identificarlo.
Se acercó a Dunia y la enlazó suavemente por el talle. Ella no opuso la menor resistencia, pero temblaba como una hoja y le miraba

con ojos suplicantes. Él intentó hablarle, mas sus labios sólo consiguieron hacer una mueca. No pudo pronunciar una sola palabra.

-¡Déjame!-suplicó Dunia.
Svidrigailof se estremeció. Este tuteo no era el mismo que el de hacía un momento.
-Así, ¿no me amas? -preguntó en un susurro.
Dunia negó con la cabeza.

-¿No puedes...? ¿No podrás nunca? -murmuró con acento desesperado.
-Nunca -respondió Dunia, también en voz baja.
Durante unos momentos se estuvo librando una lucha espantosa en el alma de Svidrigailof. Sus ojos se habían fijado en la joven
con una expresión indescriptible. De súbito retiró el brazo con que había rodeado su talle, dio media vuelta y se dirigió a la ventana.

Tras unos instantes de silencio, sacó la llave del bolsillo izquierdo de su gabán y la dejó en la mesa que estaba a sus espaldas, sin
volver los ojos hacia Dunia.

-Ahí tiene la llave. Cójala y váyase en seguida.
Siguió mirando obstinadamente a través de la ventana.

Dunia se acercó a la mesa y cogió la llave.
-¡Pronto, pronto! -exclamó Svidrigailof sin hacer el menor movimiento, pero dando a sus palabras un tono terrible.
Dunia no se lo hizo repetir. Con la llave en la mano, corrió hacia la puerta, la abrió precipitadamente y salió a toda prisa. Un
instante después corría como una loca a lo largo del canal en dirección al puente de ...
Svidrigailof permaneció todavía tres minutos ante la ventana. Después se volvió lentamente, dirigió una mirada en torno a él y se
pasó la mano por la frente. Una sonrisa horrible crispó sus facciones, una lastimosa sonrisa que expresaba impotencia, tristeza y
desesperación. Su mano se manchó de sangre. Se la miró con un gesto de cólera. Luego mojó una toalla y se lavó la sien. El revólver
arrojado por Dunia había rodado hasta la puerta. Lo recogió y empezó a examinarlo. Era pequeño, de tres tiros y de antiguo modelo.
Aún quedaba en él una bala. Tras un momento de reflexión, se lo guardó en el bolsillo, cogió el sombrero y se marchó.

VI

Estuvo hasta las diez de la noche recorriendo tabernas y tugurios. Halló a Katia en uno de estos establecimientos. La muchacha
cantaba sus habituales y descaradas cancioncillas. Svidrigailof la invitó a beber, así como a un organillero, a los camareros, a los
cantantes y a dos empleadillo s que atrajeron su simpatía sólo porque tenían torcida la nariz. En uno, este apéndice se ladeaba hacia la
derecha y en el otro hacia la izquierda, cosa que le sorprendió sobremanera. Éstos acabaron por llevarle a un jardín de recreo.
Svidrigailof pagó las entradas. En el jardín había un abeto escuálido, tres arbolillos más y una construcción que ostentaba el nombre
de Vauxhall, pero que no era más que una taberna, donde también podía tomarse té.

En el jardín había igualmente varios veladores verdes con sillas. Un coro de malos cantantes y un payaso de nariz roja
completamente borracho y extraordinariamente triste se encargaban de distraer al público.

Los empleadillos se encontraron con varios colegas y empezaron a reñir con ellos. Se escogió como árbitro a Svidrigailof. Éste
estuvo un cuarto de hora tratando de averiguar el motivo del pleito; pero todos gritaban a la vez y no había medio de entenderse. Lo
único que comprendió fue que uno de ellos había cometido un robo y vendido el objeto robado a un judío que había llegado oportuna

y casualmente, hecho lo cual se negaba a repartirse con sus compañeros el producto de la operación. Al fin se descubrió que el objeto
robado era una cucharilla de plata perteneciente al Vauxhall. Los empleados del establecimiento se dieron cuenta de la desaparición de
la cucharilla, y el asunto habría tomado un cariz desagradable si Svidrigailof no hubiera acallado las protestas de los perjudicados.

Después de pagar la cucharilla salió del jardín. Eran alrededor de las diez. No había bebido ni una gota de alcohol en toda la noche.

Había tomado té, y eso porque había que

pedir algo para permanecer en el local.

La noche era oscura y el aire denso. A eso de las diez, el cielo se cubrió de negras y espesas nubes y estalló una violenta tempestad.

La lluvia no caía en gotas, sino en verdaderos raudales que azotaban el suelo. Relámpagos de enorme extensión iluminaban el espacio.

Svidrigailof llegó a su casa calado hasta los huesos. Se encerró en su habitación, abrió el cajón de su mesa, sacó dinero y rompió

varios papeles. Después de guardarse el dinero en el bolsillo, pensó cambiarse la ropa, pero, al ver que seguía lloviendo, juzgó que no
valía la pena, cogió el sombrero y salió sin cerrar la puerta. Se fue derecho a la habitación de Sonia. Allí estaba la joven, pero no sola,

sino rodeada de los cuatro niños de Kapernaumof, a los que hacía tomar una taza de té.
Sonia acogió respetuosamente a su visitante. Miró con una expresión de sorpresa sus mojadas ropas, pero no hizo el menor

comentario. Al ver entrar a un desconocido, los niños echaron a correr despavoridos.

Svidrigailof se sentó ante la mesa e invitó a Sonia a sentarse a su lado. La muchacha se dispuso tímidamente a escucharle.

-Sonia Simonovna -empezó a decir el visitante-, es muy posible que me vaya a América, y como probablemente no nos volveremos

a ver, he venido a arreglar con usted ciertos asuntos. Bueno, ¿ha hablado ya con esa señora? No hace falta que me cuente lo que le ha

dicho, pues lo sé muy bien.
Sonia hizo un ademán y enrojeció. Svidrigailof siguió diciendo:

-Esas damas tienen sus costumbres, sus ideas... En cuanto a sus hermanitos, tienen el porvenir asegurado,

pues el dinero que he depositado para ellos está en lugar seguro y lo he entregado contra recibo. Aquí tiene los recibos; guárdelos por

lo que pueda ocurrir. Y demos por terminado este asunto. Ahora tenga usted estos tres títulos al cinco por ciento. Su valor es de tres

mil rublos. Esto es para usted y sólo para usted. Deseo que la cosa quede entre nosotros. No diga nada a nadie, oiga lo que oiga. Este
dinero le será útil, ya que debe usted dejar la vida que lleva ahora. No estaría nada bien que siguiera viviendo como vive, y con este

dinero no tendrá necesidad de hacerlo.
-Ha sido usted tan bueno conmigo, con los huérfanos y con la difunta -balbuceó Sonia-, que nunca sabré cómo agradecérselo, y

créame que...

-¡Bah! Dejemos eso...

-En cuanto a ese dinero, Arcadio Ivanovitch, muchas gracias, pero no lo necesito. Sabré ganarme el pan. No me considere una

ingrata. Ya que es usted tan generoso, ese dinero...

-Es para usted y sólo para usted, Sonia Simonovna. Y le ruego que no hablemos más de este asunto, pues tengo prisa. Le será útil,
se lo aseguro. Rodion Romanovitch no tiene más que dos soluciones: o pegarse un tiro o ir a parar a Siberia.

Al oír estas palabras, Sonia empezó a temblar y miró aterrada a su vecino.

-No se inquiete usted -continuó Svidrigailof -. Lo he oído todo de sus propios labios, pero no me gusta hablar y no diré ni una

palabra a nadie. Hizo usted muy bien en aconsejarle que fuera a presentarse a la justicia: es el mejor partido que podría tomar... Pues

bien, cuando lo envíen a Siberia, usted lo acompañará, ¿no es así? ¿Verdad que lo acompañará? En este caso, necesitará usted dinero:
lo necesitará para él. ¿Comprende? Darle a usted este dinero es como dárselo a él. Además, usted ha prometido a Amalia Ivanovna

pagarle. Yo lo oí. ¿Por qué contrae usted compromisos tan ligeramente, Sonia Simonovna? Era Catalina Ivanovna la que estaba en
deuda con ella y no usted. Usted debió enviar a paseo a esa alemana. No se puede vivir así... En fin, si alguien le pregunta a usted por

mí mañana, pasado mañana o cualquiera de estos días, cosa que sin duda ocurrirá, no hable usted de esta visita ni diga que le he dado

dinero. Bueno, adiós -dijo levantándose-. Salude de mi parte a Rodion Romanovitch. ¡Ah, se me olvidaba! Le aconsejo que dé usted a
guardar su dinero al señor Rasumikhine. ¿Le conoce? Sí, debe usted de conocerle. Es un buen muchacho. Llévele el dinero mañana...

o cuando usted lo crea oportuno. Hasta entonces procure que no se lo quiten.

Sonia se había levantado también y miraba confusa a su visitante. Deseaba hablarle, hacerle algunas preguntas, pero se sentía

intimidada y no sabía por dónde empezar.

-Pero... pero ¿va usted a salir con esta lluvia?

-¿Cómo puede importarle la lluvia a un hombre que se marcha a América? ¡Je, je! Adiós, querida Sonia Simonovna. Le deseo

muchos años de vida, muchos años, pues usted será útil a los demás. A propósito: salude de mi part e al señor Rasumikhine. No lo

olvide. Dígale que Arcadio Ivanovitch Svidrigailof le ha dado a usted recuerdos para él. No deje de hacerlo.
Y se fue, dejando a la muchacha inquieta, temerosa y dominada por confusas sospechas.

Más adelante se supo que Svidrigailof había hecho aquella misma noche otra visita extraordinaria y sorprendente. Seguía lloviendo.

A las once y veinte se presentó, completamente empapado, en casa de los padres de su prometida, que habitaban un pequeño

departamento en la tercera avenida de Vasilievski Ostrof. No le fue fácil conseguir que le abrieran. Su llegada a aquella hora

intempestiva causó gran desconcierto. Pero Arcadio Ivanovitch tenía el don de captarse a las personas cuando se lo proponía, y

aquellos padres que en el primer momento -y con sobrados motivos- habían considerado la visita de Svidrigailof como una calaverada

de borracho, se convencieron muy pronto de su error.

La inteligente y amable madre de la novia le acercó el sillón del achacoso padre y abrió la conversación con grandes rodeos. Nunca

iba derecha al asunto y empezaba por una serie de sonrisas, gestos y ademanes. Por ejemplo, cuando quiso saber la fecha en que

Arcadio Ivanovitch se proponía celebrar la boda, comenzó interesándose vivamente por París y la vida de su alta sociedad, para ir
trasladándolo poco a poco desde aquella lejana capital a Vasilievski Ostrof.

Arcadio Ivanovitch había respetado siempre estas pequeñas argucias, pero aquella noche estaba más impaciente que de costumbre y

solicitó ver en seguida a su futura esposa, a pesar de que le habían dicho que estaba acostada. Su demanda fue atendida.

Svidrigailof dijo simplemente a su novia que un asunto urgente le obligaba a ausentarse de Petersburgo y que por esta razón le

entregaba quince mil rublos, insignificante cantidad que tenía intención de ofrecerle desde hacía tiempo y que le rogaba que la

aceptase como regalo de boda. No se comprendía la relación que pudiera existir entre semejante obsequio y el anunciado viaje, y

tampoco se veía en el asunto una urgencia que justificase aquella visita en plena noche y bajo una lluvia torrencial. No obstante, las

explicaciones de Arcadio Ivanovitch obtuvieron una excelente acogida: incluso las exclamaciones de sorpresa y las preguntas de rigor
se hicieron en un tono delicadamente moderado. Pero ello no impidió que los padres pronunciaran calurosas palabras de gratitud

reforzadas por las lágrimas de la inteligente madre.

Arcadio Ivanovitch se levantó. Sonriendo, besó a su prometida y le dio una palmadita cariñosa en la cara. Seguidamente le dijo que

volvería pronto, y como descubriera en sus ojos una expresión de curiosidad infantil al mismo tiempo que una grave y muda

interrogación volvió a besarla, mientras se decía, con cierta contrariedad, que el regalo que acababa de hacer sería encerrado bajo llave
por aquella madre que era un ejemplo de prudencia.

Cuando se fue, la familia quedó en un estado de agitación extraordinaria. Pero la inteligente madre resolvió inmediatamente ciertos
puntos importantes. Manifestó que Arcadio Ivanovitch era una personalidad ocupada continuamente en negocios de gran importancia
y que estaba relacionado con los personajes más eminentes. Sólo Dios sabía las ideas que pasaban por su cerebro. Había decidido
hacer un viaje y realizaba su proyecto sin vacilar. Lo mismo podía decirse del regalo en dinero que acababa de hacer a su prometida.
Tratándose de un hombre así, uno no debía asombrarse de nada. Ciertamente, había motivo para sorprenderse al verle tan empapado,
pero mayores extravagancias se observaban en los ingleses. Además, a las personas del gran mundo no les importaban las

murmuraciones y no se preocupaban por nada ni por nadie. Tal vez él se mostraba así adrede, para demostrar lo indiferente que le era
la opinión ajena.

Lo más importante era no decir ni una palabra a nadie, pues sabía Dios cómo terminaría aquel asunto. Había que guardar el dinero
bajo llave sin pérdida de tiempo. Afortunadamente, nadie se había enterado de lo ocurrido. Sobre todo, habría que procurar mantener

en la ignoran cia a la trapacera señora Resslich. Los padres estuvieron hablando de estas cosas hasta las dos de la madrugada. Pero a
esta hora la hija hacía ya tiempo que había vuelto a la cama, perpleja y un poco triste.

Svidrigailof entró en la ciudad por la puerta .. La lluvia había cesado, pero el viento soplaba con violencia. Se estremeció y se
detuvo para contemplar con una atención extraña, vacilante, la oscura agua del Pequeño Neva. Pero al cabo de un momento de

permanecer inclinado sobre el barandal sintió frío y echó a andar, internándose en la avenida... Durante cerca de media hora estuvo
recorriendo esta inmensa vía como si buscase algo. Hacía poco, un día que pasaba casualmente por allí, había visto, a la derecha, una
gran construcción de madera, un hotel llamado, si mal no recordaba, «Andrinópolis.» Al fin lo encontró. En verdad, era imposible no
verlo en aquella oscuridad: era un largo edificio, iluminado todavía, a pesar de la hora, y en el que se percibían ciertos indicios de
animación.

Entró y pidió un aposento a un mozo andrajoso que encontró en el pasillo. El sirviente le dirigió una mirada y lo condujo a una
pequeña y asfixiante habitación situada al final del corredor, debajo de la escalera. No había otra: el hotel estaba lleno. El mozo

esperaba, mirando a Svidrigailof con expresión interrogante.
-¿Tienen té? -preguntó el huésped.
-Sí.
-¿Y qué más?
-Ternera, vodka, fiambres...
-Tráigame un trozo de carne y té.
-¿Nada más? -preguntó el sirviente con cierto asombro. -Nada más.
El mozo se fue, dando muestras de contrariedad.

«Este lugar no debe de ser muy decente-pensó Svidrigailof-. ¿Cómo es posible que no lo haya advertido antes? También yo debo
de tener el aspecto de un hombre que viene de divertirse y ha tenido una aventura por el camino. Me gustaría saber qué clase de gente
se hospeda aquí.»

Encendió la bujía y examinó el aposento atentamente. Era una verdadera jaula en la que habían abierto una ventana. Tan bajo tenía
el techo, que un hombre de la talla de Svidrigailof difícilmente podía estar de pie. Además de la sucia cama, había una mesa de
madera blanca pintada y una silla, lo que bastaba para llenar la habitación. Las paredes parecían construidas con simples tablas y
estaban revestidas de un papel tan sucio y lleno de polvo que era imposible deducir su color. La escalera cortaba al sesgo el techo y un

trozo de pared, lo que daba a la pieza un aspecto de buhardilla.
Svidrigailof depositó la bujía en la mesa, se sentó en la cama y empezó a reflexionar. Pero un murmullo de voces, que subían de

tono hasta convertirse en gritos y que procedían de la habitación inmediata, acabó por atraer su atención. Aguzó el oído. Sólo una
persona hablaba, quejándose a otra con voz plañidera.

Svidrigailof se levantó, puso la mano a modo de pantalla delante de la llama de la bujía y en seguida distinguió una grieta iluminada
en el tabique. Se acercó y miró. La habitación era un poco mayor que la suya. En ella había dos hombres. Uno de ellos estaba de pie,
en mangas de camisa; tenía el cabello revuelto, la cara enrojecida, las piernas abiertas y una actitud de orador. Se daba fuertes golpes
en el pecho y sermoneaba a su compañero con voz patética, recordándole que lo había sacado del lodo, que podía abandonarlo

nuevamente y que el Altísimo veía lo que ocurría aquí abajo. El amigo al que se dirigía tenía el aspecto del hombre que quiere
estornudar y no puede. De vez en cuando miraba estúpidamente al orador, cuyas palabras, evidentemente, no comprendía. Sobre la
mesa había un cabo de vela que estaba en las últimas, una botella de vodka casi vacía, vasos de varios tamaños, pan, cohombros y
tazas de té.

Después de haber contemplado atentamente este cuadro, Svidrigailof dejó su puesto de observación y volvió a sentarse en la
cama. Al traerle el té y la carne, el harapiento mozo no pudo menos de volverle a preguntar si quería alguna otra cosa, pero de nuevo
recibió una respuesta negativa y se retiró definitivamente. Svidrigailof se apresuró a tomarse un vaso de té para entrar en calor. Pero
no pudo comer nada. Empezaba a tener fiebre y esto le quitaba el apetito. Se despojó del abrigo y de la americana y se introdujo entre
las ropas del lecho. Se sentía molesto.

«Quisiera estar bien en esta ocasión», pensó con una sonrisita irónica.
La atmósfera era asfixiante, la bujía iluminaba débilmente la habitación, fuera rugía el viento. Llegaba de un rincón ruido de ratas;

además, un olor de cuero y de ratón llenaba la pieza. Svidrigailof fantaseaba tendido en su lecho. Las ideas se sucedían confusamente
en su cerebro. Deseaba que su imaginación se detuviera sobre algo. Pensó:

«Debe de haber un jardín debajo de la ventana. Oigo el rumor del ramaje agitado por el viento. ¡Cómo odio este rumor de follaje
en las noches de tormenta! Es verdaderamente desagradable. »

Y recordó que hacía un mo mento, al pasar por el parque Petrovitch, había experimentado la misma ingrata sensación. Luego
pensó en el Pequeño Neva y volvió a estremecerse como se había estremecido hacía un rato cuando se había asomado a mirar el agua.

« Nunca he podido ver el agua ni en pintura. »
Y acto seguido le asaltaron otras extrañas ideas que le hicieron sonreír de nuevo.

«En estos momentos, todo eso de la comodidad y la estética debería tenerme sin cuidado. Sin embargo, estoy procediendo como el
animal que lucha por conseguir un buen sitio... ¡En estas circunstancias...! Lo mejor habría sido ir en seguida a Petrovski Ostrof. Pero
no, me han dado miedo el frío y las tinieblas. ¡Je, je! ¡El señor necesita sensaciones agradables...! Pero ¿por qué no he apagado ya la

vela?»
La apagó de un soplo y, al no ver luz en la grieta del tabique, siguió diciéndose:
«Mis vecinos se han acostado ya... Ahora sería oportuna tu visita, Marfa Petrovna. La oscuridad es completa; el lugar, adecuado; el

momento, propicio... Pero ya veo que no quieres venir. »

De pronto se acordó de que, poco antes de poner en práctica su proyecto sobre Dunia, había aconsejado a Raskolnikof que confiara
a su hermana a la custodia de Rasumikhine.

«Lo he dicho para fustigarme los nervios, como ha adivinado Rodion Romanovitch. ¡Qué astuto es! Ha sufrido mucho. Puede llegar
a ser algo con el tiempo, cuando se vea libre de las disparatadas ideas que ahora le obsesionan. Está anhelante de vida. En tales
circunstancias, todos los hombres como él son cobardes... ¡En fin, que el diablo le lleve! ¡Qué me importa a mí lo que haga o deje de
hacer!

El sueño seguía huyendo de él. Poco a poco, la imagen de Dunia fue esbozándose en su imaginación y un estremecimiento recorrió
todo su cuerpo.

« ¡No, hay que terminar! -se dijo, volviendo en sí-. Pensemos en otra cosa. Es verdaderamente extraño y curioso que yo no haya
odiado jamás seriamente a nadie, que no haya tenido el deseo de vengarme de nadie. Esto es mala señal... ¡Cuántas promesas le he

hecho! Esa mujer podría haberme gobernado a su antojo.»
Se detuvo y apretó los dientes. La imagen de Dunetchka surgió ante él tal como la había visto en el momento de hacer el primer

disparo. Después había tenido miedo, había bajado el revólver y se había quedado mirándole como petrificada por el espanto.
Entonces él habría podido cogerla, y no una, sino dos veces, sin que ella hubiera levantado el brazo para defenderse. Sin embargo, él

la avisó. Recordaba que se había compadecido de ella. Sí, en aquel momento su corazón se había conmovido.
« ¡Diablo! ¿Todavía pensando en esto? ¡Hay que terminar, terminar de una vez ! »
Ya empezaba a dormirse, ya se calmaba su temblor febril, cuando notó que algo corría sobre la cubierta, a lo largo de su brazo y de

su pierna.

«¡Demonio! Debe de ser un ratón. Me he dejado la carne en la mesa y...»

No quería destaparse ni levantarse con aquel frío. Pero de pronto notó en la pierna un nuevo contacto desagradable. Entonces echó
a un lado la cubierta y encendió la bujía. Después, temblando de frío, empezó a inspeccionar la cama. De súbito vio que un ratón
saltaba sobre la sábana. Intentó atraparlo, pero el animal, sin bajar del lecho, empezó a corretear y a zigzaguear en todas direcciones,
burlando a la mano que trataba de asirlo. Al fin se introdujo debajo de la alm ohada. Svidrigailof arrojó la almohada al suelo, pero notó
que algo había saltado sobre su pecho y se paseaba por encima de su camisa. En este momento se estremeció de pies a cabeza y se
despertó. La oscuridad reinaba en la habitación y él estaba acostado y bien tapado como poco antes. Fuera seguía rugiendo el viento.

« ¡Esto es insufrible! » se dijo con los nervios crispados.
Se levantó y se sentó en el borde del lecho, dando la espalda a la ventana.

«Es preferible no dormir», decidió.
De la ventana llegaba un aire frío y húmedo. Sin moverse de donde estaba, Svidrigailof tiró de la cubierta y se envolvió en ella.
Pero no encendió la bujía. No pensaba en nada, no quería pensar. Sin embargo, vagas visiones, ideas incoherentes, iban desfilando por

su cerebro. Cayó en una especie de letargo. Fuera por la influencia del frío, de la humedad, de las tinieblas o del viento que seguía
agitando el ramaje, lo cierto es que sus pensamientos tomaron un rumbo fantástico. No veía más que flores. Un bello paisaje se ofrecía
a sus ojos. Era un día tibio, casi cálido; un da de fiesta: la Trinidad. Estaba contemplando un lujoso chalé de tipo inglés rodeado de
macizos repletos de flores. Plantas trepadoras adornaban la escalinata guarnecida de rosas. A ambos lados de las gradas de mármol,

cubiertas por una rica alfombra, se veían jarrones chinescos repletos de flores raras. Las ventanas ostentaban la delicada blancura de
los jacintos, que pendían de sus largos y verdes tallos sumergidos en floreros, y de ellos se desprendía un perfume embriagador.

Svidrigailof no sentía ningún deseo de alejarse de allí. Subió por la escalinata y llegó a un salón de alto techo, repleto también de
flores. Había flores por todas partes: en las ventanas, al lado de las puertas abiertas, en el mir ador... El entarimado estaba cubierto de

fragante césped recién cortado. Por las ventanas abiertas penetraba una brisa deliciosa. Los pájaros cantaban en el jardín. En medio de
la estancia había una gran mesa revestida de raso blanco, y sobre la mesa, un ataúd acolchado, orlado de blancos encajes y rodeado de
guirnaldas de flores. En el féretro, sobre un lecho de flores, descansaba una muchachita vestida de tul blanco. Sus manos, cruzadas
sobre el pecho, parecían talladas en mármol. Su cabello, suelto y de un rubio claro, rezumaba agua. Una corona de rosas ceñía su

frente. Su perfil severo y ya petrificado parecía igualmente de mármol. Sus pálidos labios sonreían, pero esta sonrisa no tenía nada de
infantil: expresaba una amargura desgarradora, una tristeza sin límites.

Svidrigailof conocía a aquella jovencita. Cerca del ataúd no había ninguna imagen, ningún cirio encendido, ni rumor alguno de
rezos. Aquella muchacha era una suicida: se había arrojado al río. Sólo tenia catorce años y había sufrido un ultraje que había
destrozado su corazón, llenado de terror su conciencia infantil, colmado su alma de una vergüenza que no merecía y arrancado de su
pecho un grito supremo de desesperación que el mugido del viento había ahogado en una noche de deshielo húmeda y tenebrosa...

Svidrigailof se despertó, saltó de la cama y se fue hacia la ventana. Buscó a tientas la falleba y abrió. El viento entró en el
cuartucho, y Svidrigailof tuvo la sensación de que una helada escarcha cubría su rostro y su pecho, sólo protegido por la camisa.
Debajo de la ventana debía de haber, en efecto, una especie de jardín..., probablemente un jardín de recreo. Durante el día se cantarían
allí canciones ligeras y se serviría té en veladores. Pero ahora los árboles y los arbustos goteaban, reinaba una oscuridad de caverna y
las cosas eran manchas oscuras apenas perceptibles.

Svidrigailof estuvo cinco minutos acodado en el antepecho de la ventana mirando aquellas tinieblas. De pronto resonó un cañonazo
en la noche, al que siguió otro inmediatamente.

« La señal de que sube el agua -pensó-. Dentro de unas horas, las panes bajas de la ciudad estarán inundadas. Las ratas de las
cuevas serán arrastradas por la corriente y, en medio del viento y la lluvia, los hombres, calados hasta los huesos, empezarán a
transportar, entre juramentos, todos sus trastros a los pisos altos de las casas. A todo esto, ¿qué hora será?»

En el momento en que se hacía esta pregunta, en un reloj cercano resonaron tres poderosas y apremiantes campanadas.
«Dentro de una hora será de día. ¿Para qué esperar más? Voy a marcharme ahora mismo. Me iré directamente a la isla Petrovski.
Allí elegiré un gran árbol tan empapado de lluvia que, apenas lo roce con el hombro, miles de diminutas gotas caerán sobre mi

cabeza.»
Se retiró de la ventana, la cerró, encendió la bujía, se vistió y salió al pasillo con la palmatoria en la mano. Se proponía despertar al

mozo, que sin duda dormiría en un rincón, entre un montón de trastos viejos, pagar la cuenta y salir del hotel.

«He escogido el mejor momento -se dijo- Imposible encontrar otro más indicado.»
Estuvo un rato yendo y viniendo por el estrecho y largo corredor sin ver a nadie. Al fin descubrió en un rincón oscuro, entre un
viejo armario y una puerta, una forma extraña que le pareció dotada de vida. Se inclinó y, a la luz de la bujía, vio a una niña de unos
cuatro años, o cinco a lo sumo. Lloraba entre temblores y sus ropitas estaban empapadas. No se asustó al ver a Svidrigailof, sino que

se limitó a mirarlo con una expresión de inconsciencia en sus grandes ojos negros, respirando profundamente de vez en cuando, como
ocurre a los niños que, después de haber llorado largamente, empiezan a consolarse y sólo de tarde en tarde le acometen de nuevo los
sollozos. La niña estaba helada y en su fina carita había una mortal palidez. ¿Por qué estaba allí? Por lo visto, no había dormido en
toda la noche. De pronto se animó y, con su vocecita infantil y a una velocidad vertiginosa, empezó a contar una historia en la que
salía a relucir una taza que ella había roto y el temor de que su madre le pegara. La niña hablaba sin cesar.

Svidrigailof dedujo que se trataba de una niña a la que su madre no quería demasiado. Ésta debía de ser una cocinera del barrio, tal

vez del hotel mismo, aficionada a la bebida y que solía maltratar a la pobre criatura. La niña había roto una taza y había huido presa de
terror. Sin duda había estado vagando largo rato por la calle, bajo la fuerte lluvia, y al fin había entrado en el hotel para refugiarse en
aquel rincón, junto al armario, donde había pasado la noche temblando de frío y de miedo ante la idea del duro castigo que le esperaba
por su fechoría.

La cogió en sus brazos, la llevó a su habitación, la puso en la cama y empezó a desnudarla. No llevaba medias y sus agujereados
zapat os estaban tan empapados como si hubieran pasado una noche entera dentro del agua. Cuando le hubo quitado el vestido, la
acostó y la tapó cuidadosamente con la ropa de la cama. La niña se durmió en seguida. Svidrigailof volvió a sus sombríos
pensamientos.

«¿Para qué me habré metido en esto? -se dijo con una sensación opresiva y un sentimiento de cólera-. ¡Qué absurdo!»
Cogió la bujía para volver a buscar al mozo y marcharse cuanto antes.
«Es una golfilla», pensó, añadiendo una palabrota, en el momento de abrir la puerta.
Pero volvió atrás para ver si la niña dormía tranquilamente. Levantó el embozo con cuidado. La chiquilla estaba sumida en un
plácido sueño. Había entrado en calor y sus pálidas mejillas se habían coloreado. Pero, cosa extraña, el color de aquella carita era
mucho más vivo que el que vemos en los niños ordinariamente.
«Es el color de la fiebre», pensó Svidrigailof.

Aquella niña tenía el aspecto de haber bebido, de haberse bebido un vaso de vino entero. Sus purpúreos labios parecían arder...
¿Pero qué era aquello? De pronto le pareció que las negras y largas pestañas de la niña oscilaban y se levantaban ligeramente. Los
entreabiertos párpados dejaron escapar una mirada penetrante, maliciosa y que no tenía nada de infantil. ¿Era que la niña fingía
dormir? Sí, no cabía duda. Su boquita sonrió y las comisuras de sus labios temblaron en un deseo reprimido de reír. Y he aquí que de
improviso deja de contenerse y se ríe francamente. Algo desvergonzado, provocativo, aparece en su rostro, que no es ya el rostro de
una niña. Es la expresión del vicio en la cara de una prostituta. Y los ojos se

abren francamente, enteramente, y envuelven a Svidrigailof en una mirada ardiente y lasciva, de alegre invitación... La carita
infantil tiene un algo repugnante con su expresión de lujuria.

« ¿Cómo es posible que a los cinco años...? -piensa, horro -
rizado-. Pero ¿qué otra cosa puede ser?»
La niña vuelve hacia él su rostro ardiente y le tiende los brazos.

Svidrigailof lanza una exclamación de espanto, levanta la mano, amenazador..., y en este momento se despierta.
Vio que seguía acostado, bien cubierto por las ropas de la cama. La vela no estaba encendida y en la ventana apuntaba la luz del
amanecer.
«Me he pasado la noche en una continua pesadilla.»

Se incorporó y advirtió, indignado, que tenía el cuerpo dolorido. En el exterior reinaba una espesa niebla que impedía ver nada.
Eran cerca de las cinco. Había dormido demasiado. Se levantó, se puso la americana y el abrigo, húmedos todavía, palpó el revólver
guardado en el bolsillo, lo sacó y se aseguró de que la bala estaba bien colocada. Luego se sentó ante la mesa, sacó un cuaderno de
notas y escribió en la primera página varias líneas en gruesos caracteres. Después de leerlas, se acodó en la mesa y quedó pensativo. El

revólver y el cuaderno de notas estaban sobre la mesa, cerca de él. Las moscas habían invadido el trozo de carne que había quedado
intacto. Las estuvo mirando un buen rato y luego empezó a cazarlas con la mano derecha. Al fin se asombró de dedicarse a semejante
ocupación en aquellos momentos; volvió en sí, se estremeció y salió de la habitación con paso firme. Un minuto después estaba en la
calle. Una niebla opaca y densa flotaba sobre la ciudad. Svidrigailof se dirigió al Pequeño Neva por el sucio y resbaladizo pavimento

de madera, y mientras avanzaba veía con la imaginación la crecida nocturna del río, la isla Petrovski, con sus senderos empapados, su
hierba húmeda, sus sotos, sus macizos cargados de agua y, en fin, aquel árbol... Entonces, indignado consigo mismo, empezó a
observar los edificios junto a los cuales pasaba, para desviar el curso de sus ideas.

La avenida estaba desierta: ni un peatón, ni un coche. Las casas bajas, de un amarillo intenso, con sus ventanas y sus postigos
cerrados tenían un aspecto sucio y triste. El frío y la humedad penetraban en el cuerpo de Svidrigailof y lo estremecían. De vez en
cuando veía un rótulo y lo leía detenidamente. Al fin terminó el pavimento de madera y se encontró en las cercanías de un gran
edificio de piedra. E ntonces vio un perro horrible que cruzaba la calzada con el rabo entre piernas. En medio de la acera, tendido de
bruces, había un borracho. Lo miró un momento y continuó su camino.

A su izquierda se alzaba una torre.
«He aquí un buen sitio. ¿Para qué tengo que ir a la isla Petrovski? Aquí, por lo menos, tendré un testigo oficial.»
Sonrió ante esta idea y se internó en la calle donde se alzaba el gran edificio coronado por la torre.

Apoyado en uno de los batientes de la maciza puerta principal, que estaba cerrada, había un hombrecillo envuelto en un capote gris
de soldado y con un casco en la cabeza. Su rostro expresaba esa arisca tristeza que es un rasgo secular en la raza judía.

Los dos se examinaron un momento en silencio. Al soldado acabó por parecerle extraño que aquel desconocido que no estaba
borracho se hubiera detenido a tres pasos de él y le mirara sin decir nada.

-¿Qué quiere usted? -preguntó ceceando y sin hacer el menor movimiento.
-Nada, amigo mío -respondió Svidrigailof-. Buenos días.
-Siga su camino.
-¿Mi camino? Me voy al extranjero.

-¿Al extranjero?
-A América.
-¿A América?

Svidrigailof sacó el revólver del bolsillo y lo preparó para disparar. El soldado arqueó las cejas.
-Oiga, aquí no quiero bromas -ceceó.
-¿Por qué?
-Porque no es lugar a propósito.

-El sitio es excelente, amigo mío. Si alguien te pregunta, tú le dices que me he marchado a América.
Y apoyó el cañón del revólver en su sien derecha.
-¡Eh, eh!-exclamó el soldado, abriendo aún más los ojos y mirándole con una expresión de terror-. Ya le he dicho que éste no es
sitio para bromas.
Svidrigailof oprimió el gatillo.

VII
Aquel mismo día, entre seis y siete de la tarde, Raskolnikof se dirigía a la vivienda de su madre y de su hermana. Ahora habitaban
en el edificio Bakaleev, donde ocup aban las habitaciones recomendadas por Rasumikhine. La entrada de este departamento daba a la
calle. Raskolnikof estaba ya muy cerca cuando empezó a vacilar. ¿Entraría? Sí, por nada del mundo volvería atrás. Su resolución era

inquebrantable.
«No saben nada -pensó -, y están acostumbradas a considerarme como un tipo raro.»
Tenía un aspecto lamentable: sus ropas estaban empapadas, sucias de barro, llenas de desgarrones. Tenía el rostro desfigurado por

la lucha que se estaba librando en su interior desde hacía veinticuatro horas. Había pasado la noche a solas consigo mismo Dios sabía

dónde. Pero había tomado una decisión y la cumpliría.
Llamó a la puerta. Le abrió su madre, pues Dunetchka había salido. Tampoco estaba en casa la sirvienta. En el primer momento,

Pulqueria Alejandrovna enmudeció de alegría. Después le cogió de la mano y le hizo entrar.
-¡Al fin! -exclamó con voz alterada por la emoción-. Perdóname, Rodia, que lo reciba derramando lágrimas como una tonta. No

creas que lloro: estas lágrimas son de alegría. Te aseguro que no estoy triste, sino muy contenta, y cuando lo estoy no puedo evitar que
los ojos se me llenen de lágrimas. Desde la muerte de yu padre, las derramo por cualquier cosa... Siéntate, hijo: estás fatigado. ¡Oh,
cómo vas!

-Es que ayer memojé -dijo Raskolnikof.
-¡Bueno, nada de explicaciones! -replicó al punto Pulqueria Alejandrovna-. No te inquietes, que no te voy a abrumar con mil
preguntas de mujer curiosa. Ahora ya lo comprendo todo, pues estoy iniciada en las costumbres de Petersburgo y ya veo que la gente
de aquí es más inteligente que la de nuestro pueblo. Me he convencido de que soy incapaz de seguirte en tus ideas y de que no tengo
ningún derecho a pedirte cuentas... Sabe Dios los proyectos que tienes y los pensamientos que ocupan tu imaginación... Por lo tanto,
no quiero molestarte con mis preguntas. ¿Qué te parece...? ¡Ah, qué ridícula soy! No hago más que hablar y hablar como una
imbécil... Oye, Rodia: voy a leer por tercera vez aquel artículo que publicaste en una revista. Nos lo trajo Dmitri Prokofitch. Ha sido
para mí una revelación. «Ahí tienes, estúpida, lo que piensa, y eso lo explica todo -me dije-. Todos los sabios son así. Tiene ideas

nuevas, y esas ideas le absorben mientras tú sólo piensas en distraerlo y atormentarlo... En tu artículo hay muchas cosas que no
comprendo, pero esto no tiene nada de extraño, pues ya sabes lo ignorante que soy.

-Enséñame ese artículo, mamá.

Raskolnikof abrió la revista y echó una mirada a su artículo. A pesar de su situación y de su estado de ánimo, experimentó el
profundo placer que siente todo autor al ver su primer trabajo impreso, y sobre todo si el escritor es un joven de veintitrés años. Pero
esta sensación sólo duró un momento. Después de haber leído varias líneas, Rodia frunció las cejas y sintió como si una garra le
estrujara el corazón. La lectura de aquellas líneas le recordó todas las luchas que se habían librado en su alma durante los últimos

meses. Arrojó la revista sobre la mesa con un gesto de viva repulsión.
-Por estúpida que sea, Rodia, puedo comprender que dentro de poco ocuparás uno de los primeros puestos, si no el primero de

todos, en el mundo de la ciencia. ¡Y pensar que creían que estabas loco! ¡Ja, ja, ja! Pues esto es lo que sospechaban. ¡Ah, miserables
gusanos! No alcanzan a comprender lo que es la inteligencia. Hasta Dunetchka, sí, hasta la misma Dunetchka parecía creerlo. ¿Qué me

dices a esto...? Tu pobre padre había enviado dos trabajos a una revista, primero unos versos, que tengo guardados y algún día te
enseñaré, y después una novela corta que copié yo misma. ¡Cómo imploramos al cielo que los aceptaran! Pero no, los rechazaron.
Hace unos días, Rodia, me apenaba verte tan mal vestido y alimentado y viviendo en una habitación tan mísera, pero ahora me doy
cuenta de que también esto era una tontería, pues tú, con tu talento, podrás obtener cuanto desees tan pronto como te lo propongas. Sin

duda, por el momento te tienen sin cuidado estas cosas, pues otras más importantes ocupan tu imaginación.
-¿Y Dunia, mamá?
-No est á, Rodia. Sale muy a menudo, dejándome sola. Dmitri Prokofitch tiene la bondad de venir a hacerme compañía y siempre

me habla de ti. Te aprecia de veras. En cuanto a tu hermana, no puedo decir que me falten sus cuidados. No me quejo. Ella tiene su
carácter y yo el mío. A ella le gusta tener secretos para mí y yo no quiero tenerlos para mis hijos. Claro que estoy convencida de que
Dunetchka es demasiado inteligente para... Por lo demás, nos quiere... Pero no sé cómo terminará todo esto. Ya ves que está ausente
durante esta visita tuya que me ha hecho tan feliz. Cuando vuelva le diré: «Tu hermano ha venido cuando tú no estabas en casa.
¿Dónde has estado?» Tú, Rodia, no te preocupes demasiado por mí. Cuando puedas, pasa a verme, pero si te es imposible venir, no te
inquietes. Tendré paciencia, pues ya sé que sigues queriéndome, y esto me basta. Leeré tus obras y oiré hablar de ti a todo el mundo.
De vez en cuando vendrás a verme. ¿Qué más puedo desear? Hoy, por ejemplo, has venido a consolar a tu madre...

Y Pulqueria Alejandrovna se echó de pronto a llorar.

-¡Otra vez las lágrimas! No me hagas caso, Rodia: estoy loca.
Se levantó precipitadamente y exclamó:
-¡Dios mío! Tenemos café y no te he dado. ¡Lo que es el egoísmo de las viejas! Un momento, un momento...
-No, mamá, no me des café. Me voy en seguida. Escúchame, te ruego que me escuches.
Pulqueria Alejandrovna se acercó tímidamente a su hijo. -Mamá, ocurra lo que ocurra y oigas decir de mí lo que oigas, ¿me
seguirás queriendo como me quieres ahora? -preguntó Rodia, llevado de su emoción y sin medir el alcance de sus palabras.
-Pero, Rodia, ¿qué te pasa? ¿Por qué me haces esas preguntas? ¿Quién se atreverá a decirme nada contra ti? Si alguien lo hiciera,
me negaría a escucharle y le volvería la espalda.

-He venido a decirte que te he querido siempre y que soy feliz al pensar que no estás sola ni siquiera cuando Dunia se ausenta. Por
desgraciada que seas, piensa que tu hijo te quiere más que a sí mismo y que todo lo que hayas podido pensar sobre mi crueldad y mi
indiferencia hacia ti ha sido un error. Nunca dejaré de quererte... Y basta ya. He comprendido que debía hablarte así, darte esta

explicación.
Pulqueria Alejandrovna abrazó a su hijo y lo estrechó contra su corazón mientras lloraba en silencio.
-No sé qué te pasa, Rodia -dijo al fin-. Creía sencillamente que nuestra presencia te molestaba, pero ahora veo que te acecha una

gran desgracia y que esta amenaza te llena de angustia. Hace tiempo que lo sospechaba, Rodia. Perdona que te hable de esto, pero no

se me va de la cabeza e incluso me quita el sueño. Esta noche tu hermana ha soñado en voz alta y sólo hablaba de ti. He oído algunas
palabras, pero no he comprendido nada absolutamente. Desde esta mañana me he sentido como el condenado a muerte que espera el
momento de la ejecución. Tenía el presentimiento de que ocurriría una desgracia, y ya ha ocurrido. Rodia, ¿dónde vas? Pues vas a
emprender un viaje, ¿verdad?

-Sí.
-Me lo figuraba. Pero puedo acompañarte. Y Dunia también. Te quiere mucho. Además, puede venir con nosotros Sonia

Simonovna. De buen grado la aceptaría como hija. Dmitri Prokofitch nos ayudará a hacer los preparativos... Pero dime: ¿adónde vas?
-Adiós.
-Pero ¿te vas hoy mismo?--exclamó como si fuera a perder a su hijo para siempre.
-No puedo estar más tiempo aquí. He de partir en seguida.

-¿No puedo acompañarte?
-No. Arrodíllate y ruega a Dios por mi. Tal vez te escuche.
-Deja que te dé mi bendición... Así... ¡Señor, Señor...!
Rodia se felicitaba de que nadie, ni siquiera su hermana, estuviera presente en aquella entrevista. De súbito, tras aquel horrible

período de su vida, su corazón se había ablandado. Raskolnikof cayó a los pies de su madre y empezó a besarlos. Después los dos se
abrazaron y lloraron. La madre ya no daba muestras de sorpresa ni hacia pregunta alguna. Hacía tiempo que sospechaba que su hijo
atravesaba una crisis terrible y comprendía que había llegado el momento decisivo.

-Rodia, hijo mío, mi primer hijo -decía entre sollozos-, ahora te veo como cuando eras niño y venías a besarme y a ofrecerme tus
caricias. Entonces, cuando aún vivía tu padre, tu presencia bastaba para consolarnos de nuestras penas. Después, cuando el pobre ya
habia muerto, ¡cuántas veces lloramos juntos ante su tumba, abrazados como ahora! Si hace tiempo que no ceso de llorar es porque mi
corazón de madre se sentía torturado por terribles presentimientos. En nuestra primera entrevista, la misma tarde de nuestra llegada a

Petersburgo, tu cara me anunció algo tan doloroso, que mi corazón se paralizó, y hoy, cuando te he abierto la puerta y te he visto, he
comprendido que el momento fatal había llegado. Rodia, ¿verdad que no partes en seguida?

-No.
-¿Volverás?
-Si.
-No te enfades, Rodia; no quiero interrogarte; no me atrevo a hacerlo. Pero quisiera que me dijeses una cosa: ¿vas muy lejos?
-Sí, muy lejos.
-¿Tendrás allí un empleo, una posición?

-Tendré lo que Dios quiera. Ruega por mí.
Raskolnikof se dirigió a la puerta, pero ella lo cogió del brazo y lo miró desesperadamente a los ojos. Sus facciones reflejaban un
espantoso sufrimiento.

-Basta, mamá.
En aquel momento se arrepentía profundamente de haber ido a verla.
-No te vas para siempre, ¿verdad? Vendrás mañana, ¿no es cierto?
-Si, si. Adiós.

Y huyó.
La tarde era tibia, luminosa. Pasada la mañana, el tiempo se había ido despejando. Raskolnikof deseaba volver a su casa cuanto
antes. Quería dejarlo todo terminado antes de la puesta del sol y su mayor deseo era no encontrarse con nadie por el camino.
Al subir la escalera advirtió que Nastasia, ocupada en preparar el té en la cocina, suspendía su trabajo para seguirle con la mirada.

«¿Habrá alguien en mi habitación?», se preguntó Raskolnikof, y pensó en el odioso Porfirio.
Pero cuando abrió la puerta de su aposento vio a Dunetchka sentada en el diván. Estaba pensativa y debía de esperarle desde hacía
largo rato. Rodia se detuvo en el umbral. Ella se estremeció y se puso en pie. Su inmóvil mirada se fijó en su hermano: expresaba
espanto y un dolor infinito. Esta mirada bastó para que Raskolnikof comprendiera que Dunia lo sabía todo.

-¿Debo entrar o marcharme? -preguntó el joven en un tono de desafío.
-He pasado el día en casa de Sonia Simonovna. Allí te esperábamos las dos. Confiábamos en que vendrías.
Raskolnikof entró en la habitación y se dejó caer en una silla, extenuado.
-Me siento débil, Dunia. Estoy muy fatigado y, sobre todo en este momento, necesitaría disponer de todas mis fuerzas.
Él le dirigió de nuevo una mirada retadora.
-¿Dónde has pasado la noche? -preguntó Dunia.
-No lo recuerdo. Lo único que me ha quedado en la memoria es que tenía el propósito de tomar una determinación definitiva y
paseaba a lo largo del Neva. Quería terminar, pero no me he decidido.
Al decir esto, miraba escrutadoramente a su hermana.
-¡Alabado sea Dios! -exclamó Dunia-. Eso era precisamente lo que temíamos Sonia Simonovna y yo. Eso demuestra que aún crees
en la vida. ¡Alabado sea Dios!

Raskolnikof sonrió amargamente.
-No creo en la vida. Pero hace un momento he hablado con nuestra madre y nos hemos abrazado llorando. Soy un incrédulo, pero le
he pedido que rezara por mí. Sólo Dios sabe cómo ha podido suceder esto, Dunetchka, pues yo no comprendo nada.
-¿Cómo? ¿Has estado hablando con nuestra madre? -exclamó Dunetchka, aterrada-. ¿Habrás sido capaz de decírselo todo?
-No, yo no le he dicho nada claramente; pero ella sabe muchas cosas. Te ha oído soñar en voz alta la noche pasada. Estoy seguro de
que está enterada de buena parte del asunto. Tal vez he hecho mal en ir a verla. Ni yo mismo sé por qué he ido. Soy un hombre vil,
Dunia.
-Sí, pero dispuesto a ir en busca de la expiación. Porque irás, ¿verdad?

-Sí: iré en seguida. Para huir de este deshonor estaba dispuesto a arrojarme al río, pero en el momento en que iba a hacerlo me dije
que siempre me había considerado como un hombre fuerte y que un hombre fuerte no debe temer a la vergüenza. ¿Es esto un acto de
valor, Dunia?

-Sí, Rodia.
En los turbios ojos de Raskolnikof fulguró una especie de relámpago. Se sentía feliz al pensar que no había perdido la arrogancia.
-No creas, Dunia, que tuve miedo a morir ahogado -dijo, mirando a su hermana con una sonrisa horrible.
-¡Basta, Rodia! -exclamó la joven con un gesto de dolor.

Hubo un largo silencio. Raskolnikof tenía la mirada fija en el suelo. Dunetchka, en pie al otro lado de la mesa, le miraba con una
expresión de amargura indecible. De pronto, Rodia se levantó.

-Es ya tarde. Tengo que ir a entregarme. Aunque no sé por qué lo hago.
Gruesas lágrimas rodaban por las mejillas de Dunia.
-Estás llorando, hermana mía. Pero me pregunto si querrás darme la mano.
-¿Lo dudas?

Lo estrechó fuertemente contra su pecho.
-Al ir a ofrecerte a la expiación, ¿acaso no borrarás la mitad de tu crimen? -exclamó, cerrando más todavía el cerco de sus brazos y
besando a Rodia.
-¿Mi crimen? ¿Qué crimen? -exclamó el joven en un repentino acceso de furor-. ¿El de haber matado a un gusano venenoso, a una

vieja usurera que hacía daño a todo el mundo, a un vampiro que chupaba la sangre a los necesitados? Un crimen así basta para borrar
cuarenta pecados. No creo haber cometido ningún crimen y no trato de expiarlo. ¿Por qué me han de gritar por todas partes: « ¡Has
cometido un crimen! »? Ahora que me he decidido a afrontar este vano deshonor me doy cuenta de lo absurdo de mi proceder. Sólo
por cobardía y por debilidad voy a dar este paso..., o tal vez por el interés de que me habló Porfirio.

-Pero ¿qué dices, Rodia?-exclamó Dunia, consternada -. Has derramado sangre.
-Sangre..., sangre... -exclamó el joven con creciente vehemencia-. Todo el mundo la ha derramado. La sangre ha corrido siempre en
oleadas sobre la tierra. Los hombres que la vierten como el agua obtienen un puesto en el Capitolio y el título de bienhechores de la
humanidad. Analiza un poco las cosas antes de juzgarlas. Yo deseaba el bien de la humanidad, y centenares de miles de buenas
acciones habrían compensado ampliamente esta única necedad, mejor dicho, esta torpeza, pues la idea no era tan necia como ahora
parece. Cuando fracasan, incluso los mejores proyectos parecen estúpidos. Yo pretendía solamente obtener la independencia, asegurar
mis primeros pasos en la vida. Después lo habría reparado todo con buenas acciones de gran alcance. Pero fracasé desde el primer

momento, y por eso me consideran un miserable. Si hubiese triunfado, me habrían tejido coronas; en cambio, ahora creen que sólo
sirvo para que me echen a los perros.

-Pero ¿qué dices, Rodia?
-Me someto a la ética, pero no comprendo en modo alguno por qué es más glorioso bombardear una ciudad sitiada que asesinar a
alguien a hachazos. El respeto a la ética es el primer signo de impotencia. Jamás he estado tan convencido de ello como ahora. No
puedo comprender, y cada vez lo comprendo menos, cuál es mi crimen.
Su rostro, ajado y pálido, había tomado color, pero, al pronunciar estas últimas palabras, su mirada se cruzó casualmente con la de
su hermana y leyó en ella un sufrimiento tan espantoso, que su exaltación se desvaneció en un instante. No pudo menos de decirse que

había hecho desgraciadas a aquellas dos pobres mujeres, pues no cabía duda de que él era el causante de sus sufrimientos.
-Querida Dunia, si soy culpable, perdóname..., aunque esto es imposible si soy verdaderamente un criminal... Adiós; no discutamos

más. Tengo que marcharme en seguida. Te ruego que no me sigas. Tengo que pasar todavía por casa de ... Ve ahacer compañía a

nuestra madre, te lo suplico. Es el último ruego que te hago. No la dejes sola. La he dejado hundida en una angustia a la que
difícilmente se podrá sobreponer. Se morirá o perderá la razón. No te muevas de su lado. Rasumikhine no os abandonará. He hablado
con él. No te aflijas. Me esforzaré por ser valeroso y honrado durante toda mi vida, aunque sea un asesino. Es posible que oigas hablar
de mí todavía. Ya verás como no tendréis que avergonzaros de mí. Todavía intentaré algo. Y ahora, adiós.

Se había despedido apresuradamente, al advertir una extraña expresión en los ojos de Dunia mientras le hacía sus últimas promesas.
-¿Por qué lloras? No llores, Dunia, no llores: algún día nos volveremos a ver... ¡Ah, espera! Se me olvidaba.
Se acercó a la mesa, cogió un grueso y empolvado libro, lo abrió y sacó un pequeño retrato pintado a la acuarela sobre una lámina
de marfil. Era la imagen de la hija de su patrona, su antigua prometida, aquella extraña joven que soñaba con entrar en un convento y

que había muerto consumida por la fiebre. Observó un momento aquella carita doliente, la besó y entregó el retrato a Dunia.
-Le hablé muchas veces de «eso». Sólo a ella le hablé-dijo, recordando-. Le confié gran parte de mi proyecto, del plan que tuvo un

resultado tan lamentable. Pero tranquilízate, Dunia: ella se rebeló contra este acto como te has rebelado tú. Ahora celebro que haya
muerto.

Después volvió a sus inquietudes.
-Lo más importante es saber si he pensado bien en el paso que voy a dar y que motivará un cambio completo de mi vida. ¿Estoy
preparado para sufrir las consecuencias de la resolución que voy a llevar a cabo? Me dicen que es necesario que pase por ese trance.
Pero ¿es realmente preciso? ¿De qué me servirán esos absurdos sufrimientos? ¿Qué vigor habré adquirido y qué necesidad tendré de
vivir cuando haya salido del presidio destrozado por veinte años de penalidades? ¿Y por qué he de entregarme ahora voluntariamente
a semejante vida...? Bien me he dado cuenta esta mañana de que era un cobarde cuando vacilaba en arrojarme al Neva.
Al fin se marcharon. Durante esta escena, sólo el cariño que sentía por su hermano había podido sostener a Dunia.
Se separaron, pero Dunetchka, después de haber recorrido no más de cincuenta pasos, se volvió para mirar a su hermano por última
vez. Y él, cuando llegó a la esquina, se volvió también. Sus miradas se cruzaron, y Raskolnikof, al ver los ojos de su hermana fijos en
él, hizo un ademán de impaciencia, incluso de cólera, invitándola a continuar su camino.
« Soy duro, soy malo; no me cabe duda -se dijo avergonzado de su brusco ademán -; pero ¿por qué me quieren tanto si no lo

merezco? ¡Ah, si yo hubiera estado solo, sin ningún afecto y sin sentirlo por nadie! Entonces todo habría sido distinto. Me gustaría
saber si en quince o veinte años me convertiré en un hombre tan humilde y resignado que venga a lloriquear ante toda esa gente que
me llama canalla. Sí, así me consideran; por eso quieren enviarme a presidio; no desean otra cosa... Miradlos llenando las calles en
interminables oleadas. Todos, desde el primero hasta el último, son unos miserables, unos canallas de nacimiento y, sobre todo, unos
idiotas. Si alguien intentara librarme del presidio, sentirían una indignación rayana en la ferocidad. ¡Cómo los odio! »

Cayó en un profundo ensimismamiento. Se preguntó si llegaría realmente un día en que se sometería ante todos y aceptaría su
propia suerte sin razonar, con una resignación y una humildad sinceras.

«¿Por qué no? -se dijo- Un yugo de veinte años ha de terminar p or destrozar a un hombre. La gota de agua horada la piedra. ¿Y

para qué vivir, para qué quiero yo la vida, sabiendo que las cosas han de ocurrir de este modo? ¿Por qué voy a entregarme cuando
estoy convencido de que todo ha de pasar así y no puedo esperar otra cosa?»

Más de cien veces se había hecho esta pregunta desde el día anterior. Sin embargo, continuaba su camino.

VIII
Caía la tarde cuando llegó a casa de Sonia Simonovna. La joven le había estado esperando todo el día, presa de una angustia
espantosa. Dunia había compartido esta ansiedad. Al recordar que el día anterior Svidrigailof le había dicho que Sonia Simonovna lo

sabía todo, Dunetchka había ido a verla aquella misma mañana. No entraremos en detalles sobre la conversación que sostuvieron las
dos mujeres, las lágrimas que derramaron ni la amistad que nació entre ellas.

En esta entrevista, Dunia obtuvo el convencimiento de que su hermano no estaría nunca solo. Sonia había sido la primera en recibir
su confesión: Rodia se había dirigido a ella cuando sintió la necesidad de confiar su secreto a un ser humano. A cualquier parte que el
destino le llevara, ella le seguiría. Avdotia Romanovna no había interrogado sobre este punto a Sonetchka, pero estaba segura de que
procedería así. Miraba a la muchacha con una especie de veneración que la confundía. La pobre Sonia, que se consideraba indigna de

mirar a Dunia, se sentía tan avergonzada, que poco faltaba para que se echase a llorar. Desde el día en que se vieron en casa de
Raskolnikof, la imagen de la encantadora muchacha que tan humildemente la había saludado había quedado grabada en el alma de
Dunia como una de las más bellas y puras que había visto en su vida.

Al fin, Dunetchka, incapaz de seguir conteniendo su impaciencia, había dejado a Sonia y se había dirigido a casa de su hermano

para esperarlo allí, segura de que al fin llegaría.
Apenas volvió a verse sola, Sonia sintió una profunda intranquilidad ante la idea de que Raskolnikof podía haberse suicidado. Este

temor atormentaba también a Dunia. Durante todo el día, mientras estuvieron juntas, se habían dado mil razones para rechazar
semejante posibilidad y habían conseguido conservar en parte la calma, pero apenas se hubieron separado, la inquietud renació por

entero en el corazón de una y otra. Sonia se acordó de que Svidrigailof le había dicho que Raskolnikof sólo tenía dos soluciones:
Siberia o... Por otra parte, sabía que Rodia tenía un orgullo desmedido y carecía de sentimientos religiosos.

«¿Es posible que se resigne a vivir sólo por cobardía, por temor a la muerte?», se preguntó de pie junto a la ventana y mirando
tristemente al exterior.

Sólo veía la gran pared, ni siquiera blanqueada, de la casa de enfrente. Al fin, cuando ya no abrigaba la menor duda acerca de la
muerte del desgraciado, éste apareció.

Un grito de alegría se escapó del pecho de Sonia, pero cuando hubo observado atentamente la cara de Raskolnikof, la joven

palideció.
-Aquí me tienes, Sonia-dijo Rodion Romanovitch con una sonrisa de burla-. Vengo en busca de tus cruces. Tú misma me enviaste

a confesar mi delito públicamente por las esquinas. ¿Por qué tienes miedo ahora?
Sonia le miraba con un gesto de estupor. Su acento le parecía extraño. Un estremecimiento glacial le recorrió todo el cuerpo. Pero

en seguida advirtió que aquel ton o, e incluso las mismas palabras, era una ficción de Rodia. Además, Raskolnikof, mientras le
hablaba, evitaba que sus ojos se encontraran con los de ella.

-He pensado, Sonia, que, en interés mío, debo obrar así, pues hay una circunstancia que... Pero esto sería demasiado largo de contar,
demasiado largo y, además, inútil. Pero me ocurre una cosa: me irrita pensar que dentro de unos instantes todos esos brutos me

rodearán, fijarán sus ojos en mí y me harán una serie de preguntas necias a las que tendré que contestar. Me apuntarán con el dedo...
No iré a ver a Porfirio. Lo tengo atragantado. Prefiero presentarme a mi amigo el «teniente Pólvora». Se quedará boquiabierto. Será un
golpe teatral. Pero necesitaré serenarme: estoy demasiado nervioso en estos últimos tiempos. Aunque te parezca mentira, acabo de

levantar el puño a mi hermana porque se ha vuelto para verme por última vez. Es una vergüenza sentirse tan vil. He caído muy bajo...
Bueno, ¿dónde están esas cruces?

Raskolnikof estaba fuera de sí. No podía permanecer quieto un momento ni fijar su pensamiento en ninguna idea. Su mente pasaba
de una cosa a otra en repentinos saltos. Empezaba a desvariar y sus manos temblaban ligeramente.

Sonia, sin desplegar los labios, sacó de un cajón dos cruces, una de madera de ciprés y la otra de cobre. Luego se santiguó, bendijo
a Rodia y le colgó del cuello la cruz de madera.

-En resumidas cuentas, esto significa que acabo de cargar con una cruz. ¡Je, je! Como si fuera poco lo que he sufrido hasta hoy...
Una cruz de madera, es decir, la cruz de los pobres. La de cobre, que perteneció a Lisbeth, te la quedas para ti. Déjame verla. Lisbeth

debía de llevarla en aquel momento. ¿Verdad que la llevaba? Recuerdo otros dos objetos: una cruz de plata y una pequeña imagen. Las
arrojé sobre el pecho de la vieja. Eso es lo que debía llevar ahora en mi cuello... Pero no digo más que tonterías y me olvido de las
cosas importantes. ¡Estoy tan distraído! Oye, Sonia, he venido sólo para prevenirte, para que lo sepas todo... Para eso y nada más...
Pero no, creo que quería decirte algo más... Tú misma has querido que diera este paso. Ahora me meterán en la cárcel y tu deseo se

habrá cumplido... Pero ¿por qué lloras? ¡Bueno, basta ya! ¡Qué enojoso es todo esto!
Sin embargo, las lágrimas de Sonia le habían conmovido; sentía una fuerte presión en el pecho.
«Pero ¿qué razón hay para que esté tan apenada? -pensó -. ¿Qué soy yo para ella? ¿Por qué llora y quiere acompañarme, por lejos

que vaya, como si fuera mi hermana o mi madre? ¿Querrá ser mi criada, mi niñera...?u
-Santíguate... Di al menos unas cuantas palabras de alguna oración -suplicó la muchacha con voz humilde y temblorosa.
-Lo haré. Rezaré tanto como quieras. Y de todo corazón, Sonia, de todo corazón.
Pero no era exactamente esto lo que quería decir.
Hizo varias veces la señal de la cruz. Sonia cogió su chal y se envolvió con él la cabeza. Era un chal de paño verde, seguramente el

mismo del que hablara Marmeladof en cierta ocasión y que servía para toda la familia. Raskolnikof pensó en ello, pero no hizo
pregunta alguna. Empezaba a sentirse incapaz de fijar su atención. Una turbación creciente le dominaba, y, al advertirlo, sintió una
profunda inquietud. De pronto observó, sorprendido, que Sonia se disponía a acompañarle.

-¿Qué haces? ¿Adónde vas? No, no; quédate; iré solo -dijo, irritado, mientras se dirigía a la puerta-. No necesito acompañamiento
-gruñó al cruzar el umbral.

Sonia permaneció inmóvil en medio de la habitación. Rodia ni siquiera le había dicho adiós: se había olvidado de ella. Un
sentimiento de duda y de rebeldía llenaba su corazón.

«¿Debo hacerlo? -se preguntó mientras bajaba la escalera-. ¿No seria preferible volver atrás, arreglar las cosas de otro modo y no ir
a entregarme?

Pero continuó su camino, y de pronto comprendió que la hora de las vacilaciones había pasado.
Ya en la calle, se acordó de que no había dicho adiós a Sonia y de que la joven, con el chal en la cabeza, habia quedado clavada en

el suelo al oír su grito de furor... Este pensamiento lo detuvo un instante, pero pronto surgió con toda claridad en su mente una idea
que parecía haber estado rondando vagamente su cerebro en espera de aquel momento para manifestarse.

«¿Para qué he ido a su casa? Le he dicho que iba por un asunto. Pero ¿qué asunto? No tengo ninguno. ¿Para anunciarle que iba a

presentarme? ¡Como si esto fuera necesario! ¿Será que la amo? No puede ser, puesto que acabo de rechazarla como a un perro.
¿Acaso tenía yo alguna necesidad de la cruz? ¡Qué bajo he caído! Lo que yo necesitaba eran sus lágrimas, lo que quería era recrearme
ante la expresión de terror de su rostro y las torturas de su desgarrado corazón. Además, deseaba aferrarme a cualquier cosa para ganar

tiempo y contemplar un rostro humano... ¡Y he osado enorgullecerme, creerme llamado a un alto destino! ¡Qué miserable y qué
cobarde soy!

Avanzaba a lo largo del malecón del canal y ya estaba muy cerca del término de su camino. Pero al llegar al puente se detuvo,
vaciló un momento y, de pronto, se dirigió a la plaza del Mercado.

Miraba ávidamente a derecha e izquierda. Se esforzaba por examinar atentamente las cosas más insignificantes que encontraba en
su camino, pero no podía fijar la atención: todo parecía huir de su mente.

« Dentro de una semana o de un mes -se dijo- volveré a pasar este puente en un coche celular... ¿Cómo miraré entonces el canal?
¿Volveré a fijarme en el rótulo que ahora estoy leyendo? En él veo la palabra "Compañía". ¿Leeré las letras una a una como ahora?
Esa "a" que ahora estoy viendo, ¿me parecerá la misma dentro de un mes? ¿Qué sentiré cuando la mire? ¿Qué pensaré entonces? ¡Dios
mío, qué mezquinas son estas preocupaciones...! Verdaderamente, todo esto debe de ser curioso... dentro de su género... ¡Ja, ja, ja!

¡Qué cosas se me ocurren! Estoy haciendo el niño y me gusta mostrarme así a mí mismo... ¿Por qué he de avergonzarme de mis
pensamientos...? ¡Qué barahúnda...! Ese gordinflón, que sin duda es alemán, acaba de empujarme, pero ¡qué lejos está de saber a
quién ha empujado! Esa mujer que tiene un niño en brazos y pide limosna me cree, no cabe duda más feliz que ella. Seria chocante
que pudiera socorrerla... ¡Pero si llevo cinco kopeks en el bolsillo! ¿Cómo diablo habrán venido a parar aquí?»

-Toma, hermana.
-Que Dios se lo pague -dijo con voz lastimera la mendiga.
Llegó a la plaza del Mercado. Estaba llena de gente. Le molestaba codearse con aquella multitud, sí, le molestaba profundamente,
pero no por eso dejaba de dirigirse a los lugares donde la muchedumbre era más compacta. Habría dado cualquier cosa por estar solo,
pero, al mismo tiempo, se daba cuenta de que no podría soportar la soledad un solo instante. En medio de la multitud, un borracho se
entregaba a las mayores extravagancias: intentaba bailar, pero lo único que conseguía era caer. Los curiosos le habían rodeado.
Raskolnikof se abrió paso entre ellos y llegó a la primera fila. Estuvo contemplando un momento al borracho y, de pronto, se echó a

reír convulsivamente. Poco después se olvidó de todo. Estuvo aún un momento mirando al hombre bebido y luego se alejó del grupo
sin darse cuenta del lugar donde se hallaba. Pero, al llegar al centro de la plaza, le asaltó una sensación que se apoderó de todo su ser.

Acababa de acordarse de estas palabras de Sonia: « Ve a la primera esquina, saluda a la gente, besa la tierra que has mancillado con
tu crimen y di en voz alta, para que todo el mundo te oiga: "¡Soy un asesino!"

Ante este recuerdo empezó a temblar de pies a cabeza. Estaba tan aniquilado por las inquietudes de los días últimos y, sobre todo,
de las últimas horas, que se abandonó ávidamente a la esperanza de una sensación nueva, fuerte y profunda. La sensación se apoderó
de él con tal fuerza, que sacudió su cuerpo, iluminó su corazón como una centella y al punto se convirtió en fuego devorador. Una
inmensa ternura se adueñó de él; las lágrimas brotaron de sus ojos. Sin vacilar, se dejó caer de rodillas en el suelo, se inclinó y besó la

tierra, el barro, con verdadero placer. Después se levantó y en seguida volvió a arrodillarse.
-¡Éste ha bebido lo suyo! -dijo un joven que pasaba cerca.
El comentario fue acogido con grandes carcajadas.

-Es un peregrino que parte para Tierra Santa, hermanos -dijo otro, que había bebido más de la cuenta-, y que se despide de sus
amados hijos y de su patria. Saluda a todos y besa el suelo patrio en su capital, San Petersburgo.

-Es todavía joven -observó un tercero.
-Es un noble -dijo una voz grave.

-Hoy en día es imposible distinguir a los nobles de los que no lo son.
Estos comentarios detuvieron en los labios de Raskolnikof las palabras «Soy un asesino» que se disponía a pronunciar. Sin
embargo, soportó con gran calma las burlas de la multitud, se levantó y, sin volverse, echó a andar hacia la comisaría.
Pronto apareció alguien en su camino. No se asombró, porque lo esperaba. En el momento en que se había arrodillado por segunda

vez en la plaza del Mercado había visto a Sonia a su izquierda, a unos cincuenta pasos. Trataba de pasar inadvertida para él,
ocultándose tras una de las barracas de madera que había en la plaza. Comprendió que quería acompañarle mientras subía su Calvario.

En este momento se hizo la luz en la mente de Raskolnikof. Comprendió que Sonia le pertenecía para siempre y que le seguiría a
todas partes, aunque su destino le condujera al fin del mundo. Este convencimiento le trast ornó, pero en seguida advirtió que había

llegado al término fatal de su camino.
Entró en el patio con paso firme. Las oficinas de la comisaría estaban en el tercer piso.
«El tiempo que tarde en subir me pertenece», se dijo.
El minuto fatídico le parecía lejano. Aún tendría tiempo de pensarlo bien.
Encontró la escalera como la vez anterior: cubierta de basuras y llena de los olores infectos que salían de las cocinas cuyas puertas

se abrían sobre los rellanos. Raskolnikof no había vuelto a la comisaría desde su primera visita. Sus piernas se negaban a obedecerle y
le impedían avanzar. Se detuvo un momento para tomar aliento, recobrarse y entrar como un hombre.

«Pero ¿por qué he de preocuparme del modo de entrar? -se preguntó de pronto-. De todas formas, he de apurar la copa. ¿Qué
importa, pues, el modo de bebérmela? Cuanto más amargue el contenido, más mérito tendrá mi sacrificio.»

Pensó de pronto en Ilia Petrovitch, el «teniente Pólvora».
«Pero ¿es que sólo con él puedo hablar? ¿Acaso no podría dirigirme a otro, a Nikodim Fomitch, por ejemplo? ¿Y si volviera atrás y

fuese a visitar al comisario de policía en su domicilio? Entonces la escena se desarrollaría de un modo menos oficial y menos... No,
no; me enfrentaré con el "teniente Pólvora". Puesto que hay que beberse la copa, me la beberé de una vez.»

Y presa de un frío de muerte, con movimientos casi inconscientes, Raskolnikof abrió la puerta de la comisaría.
Esta vez sólo vio en la antecámara un ordenanza y un hombre del pueblo. Ni siquiera apareció el gendarme de guardia. Raskolnikof
pasó a la pieza inmediata.
«A lo mejor, no puedo decir nada todavía», pensó.
Un empleado que vestía de paisano y no el uniforme reglamentario escribía inclinado sobre su mesa. Zamiotof no estaba. El
comisario, tampoco.

-¿No hay nadie? -preguntó al escribiente.
-¿A quién quiere ver?
En esto se dejó oír una voz conocida.

-No necesito oídos ni ojos: cuando llega un ruso, percibo por instinto su presencia..., como dice el cuento. Encantado de verle.
Raskolnikof empezó a temblar. El «teniente Pólvora» estaba ante él. Había salido de pronto de la tercera habitación.
« Es el destino -pensó Raskolnikof-. ¿Qué hace este hombre aquí?»
-¿Viene usted a vernos? ¿Con qué objeto?

Parecía estar de excelente humor y bastante animado.
-Si ha venido usted por algún asunto del despacho -continuó-, es demasiado temprano. Yo estoy aquí por casualidad... Dígame:
¿puedo serle útil en algo? Le aseguro, señor... ¡Caramba no me acuerdo del apellido! Perdóneme...
-Raskolnikof.
-¡Ah, sí! Raskolnikof. Lo siento,pero se me había ido de la memoria... Le ruego que me perdone, Rodion Ro... Ro... Rodionovitch,
¿no?

-Rodion Romanovitch.
-¡Eso es: Rodion Romanovitch! Lo tenía en la punta de la lengua. He procurado tener noticias de usted con frecuencia. Le aseguro
que he lamentado profundamente nuestro comportamiento con usted hace unos días. Después supe que era usted escritor, incluso un
sabio, en el principio de su carrera. ¿Y qué escritor joven no ha empezado por...? Tanto mi mujer como yo somos aficionados a la

lect ura. Pero mi mujer me aventaja: siente verdadera pasión, una especie de locura, por las letras y las artes... Excepto la nobleza de
sangre, todo lo demás puede adquirirse por medio del talento, el genio, la sabiduría, la inteligencia. Fijémonos, por ejemplo, en un
sombrero. ¿Qué es un sombrero? Sencillamente, una cosa que se puede comprar en casa de Zimmermann. Pero lo que queda debajo
del sombrero, usted no lo podrá comprar... Le aseguro que incluso estuve a punto de ir a visitarlo, pero me dije que... Bueno, a todo

esto no le he preguntado qué es lo que desea... Su familia está en Petersburgo, ¿verdad?
-Sí, mi madre y mi hermana.
-Incluso he tenido el honor y el placer de conocer a su hermana, persona tan encantadora como instruida. Le confieso que lamento

profundamente nuestro altercado. En cuanto a las conjeturas que hicimos sobre su desvanecimiento, todo ha quedado explicado de un
modo que no deja lugar a dudas. Fue una ofuscación, un desatino. Su indignación es muy explicable... ¿Se va usted a mudar a causa de
la llegada de su familia?

-No, no; no es eso. Yo venía para... Creía que encontraría aquí a Zamiotof.

-Ya comprendo. He oído decir que eran ustedes amigos. Pues bien, ya no está aquí. Desde anteayer nos vemos privados de sus
servicios. Discutió con nosotros y estuvo bastante grosero. Habíamos fundado ciertas esperanzas en él, pero ¡vaya usted a entenderse
con nuestra brillante juventud! Se le ha metido en la cabeza presentarse a unos exámenes sólo para poder darse importancia. No tiene
nada en común con usted ni con su amigo el señor Rasumikhine. Ustedes viven para la ciencia, y los reveses no pueden abatirlos. Las
diversiones no son nada para ustedes. Nihil esi, como dicen. Ustedes llevan una vida austera, monástica, y un libro, una pluma en la
oreja, una indagación científica, bastan para hacerlos felices. Incluso yo, hasta cierto punto... ¿Ha leído usted las Memorias de
Livinstone?

-No.

-Yo sí que las he leído. Desde hace algún tiempo, el número de nihilistas ha aumentado considerablemente. Esto es muy
comprensible si uno piensa en la época que atravesamos. Pero le digo esto porque... Usted no es nihilista, ¿verdad? Respóndame
francamente.

-No lo soy.
-Sea franco, tan franco como lo sería con usted mismo. La obligación es una cosa, y otra la... Creía usted que iba a decir la
«amistad», ¿verdad? Pues se ha equivocado: no iba a decir la amistad, sino el sentimiento de hombre y de ciudadano, un sentimiento
de humanidad y de amor al Altísimo. Yo soy un personaje oficial, un funcionario, pero no por eso debo ser menos ciudadano y menos

hombre... Hablábamos de Zamiotof, ¿verdad? Pues bien, Zamiotof es un muchacho que quiere imitar a los franceses de vida disipada.
Después de beberse un vaso de champán o de vino del Don en un establecimiento de mala fama, empieza a alborotar. Así es su amigo
Zamiotof. Estuve tal vez un poco fuerte con él, pero es que me dejé llevar de mi celo por los intereses del servicio. Por otra parte, yo
desempeño cierto papel en la sociedad, tengo una categoría, una posición. Además, estoy casado, soy padre de familia y cumplo mis

deberes de hombre y de ciudadano. En cambio, él ¿qué es? Permítame que se lo pregunte. Me dirijo a usted como a un hombre
ennoblecido por la educación. ¿Y qué me dice de las comadronas?. También se han multiplicado de un modo exorbitante...

Raskolnikof arqueó las cejas y miró al oficial con una expresión de desconcierto. La mayoría de las palabras de aquel hombre, que
evidentemente acababa de levantarse de la mesa, carecían para él de sentido. Sin embargo, comprendió parte de ellas y observaba a su

interlocutor con una interrogación muda en los ojos, preguntándose adónde le quería llevar.
-Me refiero a esas muchachas de cabellos cortos -continuó el inagotable Ilia Petrovitch-. Las llamo a todas comadronas y considero

que el nombre les cuadra admirablemente. ¡Je, je! Se introducen en la escuela de Medicina y estudian anatomía. Pero le aseguro que si
caigo enfermo, no me dejaré curar por ninguna de ellas. ¡Je, je!

Ilia Petrovitch se reía, encantado de su ingenio.
-Admito que todo eso es solamente sed de instrucción; pero ¿por qué entregarse a ciertos excesos? ¿Por qué insultar a las personas
de elevada posición, como hace ese tunante de Zamiotof? ¿Por qué me ha ofendido a mí, pregunto yo...? Otra epidemia que hace
espantosos estragos es la del suicidio. Se comen hasta el último céntimo que tienen y después se matan. Muchachas, hombres jóvenes,
viejos, se quitan la vida. Por cierto que acabamos de enterarnos de que un señor que llegó hace poco de provincias se ha suicidado. Nil
Pavlovitch, ¡eh, Nil Pavlovitch! ¿Cómo se llama ese caballero que se ha levantado la tapa de los sesos esta mañana?
-Svidrigailof -respondió una voz ronca e indiferente desde la habitación vecina.

Raskolnikof se estremeció.
-¿Svidrigailof? ¿Se ha matado Svidrigailof?--exclamó.
-¿Cómo? ¿Le conocía usted?
-Sí... Había llegado hacía poco.
-En efecto. Había perdido a su mujer. Era un hombre dado a la crápula. Y de pronto se suicida. ¡Y de qué modo! No se lo puede
usted imaginar... Ha dejado unas palabras escritas en un bloc de notas, declarando que moría por su propia voluntad y que no se debía
culpar a nadie de su muerte. Dicen que tenía dinero. ¿Cómo es que lo conoce usted?
-¿Yo? Pues... Mi hermana fue institutriz en su casa.

-Entonces, usted puede facilitarnos datos sobre él. ¿Sospechaba usted sus propósitos?
-Le vi ayer. Estaba bebiendo champán. No observé en él nada anormal.
Raskolnikof tenía la impresión de que había caído un peso enorme sobre su pecho y lo aplastaba.

-Otra vez se ha puesto usted pálido. ¡Está tan cargada la atmósfera en estas oficinas!
-Sí -murmuró Raskolnikof-. Me marcho. Perdóneme por haberle molestado.
-No diga usted eso. Estoy siempre a su disposición. Su visita ha sido para mí una verdadera satisfacción.
Y tendió la mano a Ro dion Romanovitch.

-Sólo quería ver a Zamiotof.
-Comprendido. Encantado dé su visita.
-Yo también... he tenido mucho gusto en verle–dijo Raskolnikof con una sonrisa-. Usted siga bien.
Salió de la comisaría con paso vacilante. La cabeza le daba vueltas. Le costaba gran trabajo mantenerse sobre sus piernas. Empezó
a bajar la escalera apoyándose en la pared. Le pareció que un ordenanza que subía a la comisaría tropezó con él; que, al llegar al
primer piso, oyó ladrar a un perro, y vio que una mujer le arrojaba un rodillo de pastelería mientras le gritaba para hacerle callar. Al

fin llegó a la planta baja y salió a la calle. Entonces vio a Sonia. Estaba cerca del portal, y, pálida como una muerta, le miraba con una
expresión de extravío. Raskolnikof se detuvo ante ella. Una sombra de sufrimiento y desesperación pasó por el semblante de la joven.
Enlazó las manos, y una sonrisa que no fue más que una mueca le torció los labios. Rodia permaneció un instante inmóvil. Luego
sonrió amargamente y volvió a subir a la comisaría.

Ilia Petrovitch, sentado a su mesa, hojeaba un montón de papeles. Elmujik que acababa de tropezar con Raskolnikof estaba de pie
ante él.

-¿Usted otra vez? ¿Se le ha olvidado algo? ¿Qué le pasa?
Con los labios amoratados y la mirada inmóvil, Raskolnikof se acercó lentamente a la mesa de Ilia Petrovitch, apoyó la mano en

ella e intentó hablar, pero ni una sola palabra salió de sus labios: sólo pudo proferir sonidos inarticulados.
-¿Se siente usted mal? ¡Una silla! Siéntese. ¡Traigan agua!
Raskolnikof se dejó caer en la silla sin apartar los ojos del rostro de Ilia Petrovitch, donde se leía una profunda sorpresa. Durante un

minuto, los dos se miraron en silencio. Trajeron agua.
-Fui yo...-empezó a decir Raskolnikof.
-Beba.
El joven rechazó el vaso y, en voz baja y entrecortada, pero con toda claridad, hizo la siguiente declaración:

-Fui yo quien asesinó a hachazos, para robarles, a la vieja prestamista y a su hermana Lisbeth.
Ilia Petrovitch abrió la boca. Acudió gente de todas partes. Raskolnikof repitió su confesión.

EPÍLOGO

I
Ln Siberia. O orillas de un ancho río que discurre por tierras desiertas hay una ciudad, uno de los centros administrativos de Rusia.

La ciudad contiene una fortaleza, y la fortaleza, una prisión. En este presidio está desde hace nueve meses el condenado a trabajos
forzados de la segunda categoría Rodion Raskolnikof. Cerca de año y medio ha transcurrido desde el día en que cometió su crimen. La
instrucción de su proceso no tropezó con dificultades. El culpable repitió su confesión con tanta energía como claridad, sin embrollar

las circunstancias, sin suavizar el horror de su perverso acto, sin alterar la verdad de los hechos, sin olvidar el menor incidente. Relató
con todo detalle el asesinato y aclaró el misterio del objeto encontrado en las manos de la vieja, que era, como se recordará, un trocito
de madera unido a otro de hierro. Explicó cómo había cogido las llaves del bolsillo de la muerta y describió minuciosamente tanto el
cofre al que las llaves se adaptaban como su contenido.

Incluso enumeró algunos de los objetos que había encontrado en el cofre. Explicó la muerte de Lisbeth, que había sido hasta
entonces un enigma. Refirió cómo Koch, seguido muy pronto por el estudiante, había golpeado la puerta y repitió palabra por palabra
la conversación que ambos sostuvieron.

Después él se había lanzado escaleras abajo; había oído las voces de Mikolka y Mitri y se había escondido en el departamento

desalquilado.
Finalmente habló de la piedra bajo la cual había escondido (y fueron encontrados) los objetos y la bolsa robados a la vieja,

indicando que tal piedra estaba cerca de la entrada de un patio del bulevar Vosnesensky.
En una palabra, aclaró todos los puntos. Varias cosas sorprendieron a los magistrados y jueces instructores, pero lo que más les

extrañó fue que el culpable hubiera escondido su botín sin sacar provecho de él, y más aún, que no solamente no se acordara de los
objetos que había robado, sino que ni siquiera pudiera precisar su numero.

Aún se juzgaba más inverosímil que no hubiera abierto la bolsa y siguiera ignorando lo que contenía. En ella se encontraron
trescientos diecisiete rublos y tres piezas de veinte kopeks. Los billetes mayores, por estar colocados sobre los otros, habían sufrido
considerables desperfectos al permanecer tanto tiempo bajo la piedra. Se estuvo mucho tiempo tratando de comprender por qué el
acusado mentía sobre este punto-pues así lo creían-, habiendo confesado espontáneamente la verdad sobre todos los demás.

Al fin algunos psicólogos admitieron que podía no haber abierto la bolsa y haberse desprendido de ella sin saber lo que contenía, de
lo cual se extrajo la conclusión de que el crimen se había cometido bajo la influencia de un ataque de locura pasajera: el culpable se
había dejado llevar de la manía del asesinato y el robo, sin ningún fin interesado. Fue una buena ocasión para apoyar esa teoría con la
que se intenta actualmente explicar ciertos crímenes.

Además, que Raskolnikof era un neurasténico quedó demostrado por las declaraciones de varios testigos: el doctor Zosimof,

algunos camaradas de universidad del procesado, su patrona, Nastasia...
Todo esto dio origen a la idea de que Raskolnikof no era un asesino corriente, un ladrón vulgar, sino que su caso era muy distinto.

Para decepción de los que opinaban así, el procesado no se aprovechó de ello para defenderse. Interrogado acerca de los motivos que
le habían impulsado al crimen y al robo respondió con brutal franqueza que los móviles habían sido la miseria y el deseo de abrirse
paso en la vida con los tres mil rublos como mínimo que esperaba encontrar en casa de la víctima, y que había sido su carácter bajo y
ligero, agriado además por los fracasos y las privaciones, lo que había hecho de él un asesino. Y cuando se le preguntó qué era lo que
le había impulsado a presentarse a la justicia, contestó que un arrepentimiento sincero. En conjunto, su declaración produjo mal efecto.

Sin embargo, la condena fue menos grave de lo que se esperaba. Tal vez favoreció al acusado el hecho de que, lejos de pretender

justificarse, se había dedicado a acumular cargos contra sí mismo. Todas las particularidades extrañas de la causa se tomaron en
consideración. El mal estado de salud y la miseria en que se hallaba antes de cometer el crimen no podían ponerse en duda. El hecho
de que no se hubiera aprovechado del botín se atribuyó, por una parte, a un remordimiento tardío y, por otra, a un estado de

perturbación mental en el momento de cometer el crimen. La muerte impremeditada de Lisbeth fue un detalle favorable a esta última
tesis, pues no tenía explicación que un hombre cometiera dos asesinatos ¡habiéndose dejado la puerta abierta! Finalmente, el culpable
se había presentado a la justicia por su propio impulso y en un momento en que las falsas declaraciones de un fanático (Nicolás)

habían embrollado el proceso y cuando, además, la justicia no sólo no poseía ninguna prueba contra el culpable, sino que ni siquiera
sospechaba de él. (Porfirio Petrovitch había mantenido religiosamente su palabra.)

Todas estas circunstancias contribuyeron considerablemente a suavizar el veredicto. Además, en el curso de los debates se habían
puesto en evidencia otros hechos favorables al acusado: los documentos presentados por el estudiante Rasumikhine demostraban que,
durante su permanencia en la universidad, el asesino Raskolnikof se había repartido por espacio de seis meses sus escasos recursos,
hasta el último kopek, con un compañero necesitado y tuberculoso. Cuando éste murió, Raskolnikof prestó toda la ayuda posible al

padre del difunto, un anciano que era ya como un niño y del que su hijo se había tenido que cuidar desde que tenía trece años. Rodia
consiguió que lo admitieran en un asilo y más tarde, cuando murió, pagó su entierro.

Todos estos testimonios favorecieron en gran medida al acusado. La viuda de Zarnitzine, su antigua patrona y madre de la difunta
prometida, acudió también a declarar y dijo que en la época en que vivía en las Cinco Esquinas, teniendo a Raskolnikof como

huésped, una noche se había declarado un incendio en la casa vecina, y su pupilo, con peligro de perder la vida, había salvado a dos
niños de las llamas, sufriendo algunas quemaduras. Esta declaración fue escrupulosamente comprobada mediante una encuesta:
numerosos testigos certificaron su exactitud. En resumidas cuentas, que el tribunal, teniendo en consideración la declaración
espontánea del culpable y sus buenos antecedentes, sólo lo condenó a ocho años de trabajos forzados (segunda categoría).

Apenas comenzaron los debates, la madre de Raskolnikof cayó enferma. Dunia y Rasumikhine consiguieron mantenerla alejada de
Petersburgo durante toda la instrucción del sumario. Dmitri Prokofitch alquiló una casa para las mujeres en un pueblo de las cercanías
de la capital por el que pasaba el ferrocarril. Así pudo seguir toda la marcha del proceso y visitar con cierta frecuencia a Avdotia
Romanovna. La enfermedad de Pulqueria Alejandrovna era una afección nerviosa bastante rara, acompañada de una perturbación
parcial de las facultades mentales.

Al volver a casa tras su última visita a su hermano, Duma encontró a su madre con alta fiebre y delirando. Aquella misma noche se
puso de acuerdo con Rasumikhine sobre lo que debían decir a Pulqueria Alejandrovna cuando les preguntara por Rodia. Urdieron toda

una novela en torno a la marcha de Rodion a una provincia de los confines de Rusia con una misión que le reportaría tanto honor
como provecho. Pero, para sorpresa de los dos jóvenes, Pulqueria Alejandrovna no les hizo jamás pregunta alguna sobre este punto.
Había inventado su propia historia para explicar la marcha precipitada de su hijo. Refería llorando, la escena de la despedida y daba a
entender que sólo ella conocía ciertos hechos misteriosos e importantísimos. Afirmaba que Rodia tenia enemigos poderosos de los que
se veía obligado a ocultarse, y no dudaba de que alcanzaría una brillante posición cuando lograse allanar ciertas dificultades. Decía a
Rasumikhine que su hijo sería un hombre de Estado. Para ello se fundaba en el artículo que había escrito y que denotaba, según ella,
un talento literario excepcional. Leía sin cesar este artículo, a veces en voz alta. No se apartaba de él ni siquiera cuando se iba a
dormir. Pero no preguntaba nunca dónde estaba Rodia, aunque el cuidado que tenían su hija y Rasumikhine en eludir esta cuestión

debía de parecer sospechosa. El extraño mutismo en que se encerraba Pulqueria Alejandrovna acabó por inquietar a Dunia y a Dmitri
Prokofitch. Ni siquiera se quejaba del silencio de su hijo, siendo así que, cuando estaban en el pueblo, vivía de la esperanza de recibir
al fin una carta de su querido Rodia. Esto pareció tan inexplicable a Dunia, que la joven llegó a sentirse verdaderamente alarmada. Se

dijo que su madre debía de presentir que había ocurrido a Rodia alguna gran desgracia y que no se atrevía a preguntar por temor a oír
algo más horrible de lo que ella suponía. Fuera como fuese, Dunia se daba perfecta cuenta de que su madre tenía trastornado el
cerebro. Sin embargo, un par de veces Pulqueria Alejandrovna había conducido la conversación de modo que tuvieran que decirle
dónde estaba Rodia. Las vagas e inquietas respuestas que recibió la sumieron en una profunda tristeza y durante mucho tiempo se la

vio sombría y taciturna.
Finalmente, Dunia comprendió que mentir continuamente e inventar historia tras historia era demasiado difícil y decidió guardar un

silencio absoluto sobre ciertos puntos. Sin embargo, cada vez era más evidente que la pobre madre sospechaba algo horrible. Dunia
recordaba perfectamente que, según Rodia le había dicho, su madre la había oído soñar en voz alta la noche que siguió a su

conversación con Svidrigailof. Las palabras que había dejado escapar en sueños tal vez habían dado una luz a la pobre mujer. A veces,
tras días o semanas de lágrimas y silencio, Pulqueria Ale jandrovna se entregaba a una agitación morbosa y empezaba a monologar en
voz alta, a hablar de su hijo, de sus esperanzas, del porvenir. Sus fantasías eran a veces realmente extrañas. Dunia y Rasumikhine le
seguían la corriente, y ella tal vez se daba cuenta, pero no por eso cesaba de hablar.

La sentencia se dictó cinco meses después de la confesión del culpable. Rasumikhine visitó a su amigo en la prisión con tanta
frecuencia como le fue posible, y Sonia igualmente. Llegó al fin el momento de la separación. Dunia y Rasumikhine estaban seguros
de que no sería eterna. El fogoso joven había concebido ciertos proyectos y estaba firmemente resuelto a cumplirlos. Se proponía
reunir algún dinero durante los tres o cuatro años siguientes y luego trasladarse con la familia de Rodia a Siberia, país repleto de
riqueza que sólo esperaba brazos y capitales para cobrar validez. Se instalarían en la población donde estuviera Rodia y empezarían
todos juntos una vida nueva.

Todos derramaron lágrimas al decirse adiós. Los últ imos días, Raskolnikof se mostró profundamente preocupado. Estaba inquieto
por su madre y preguntaba continuamente por ella. Esta ansiedad acabó por intranquilizar a Dunia. Cuando le explicaron
detalladamente la enfermedad que padecía Pulqueria Alejandrovn a, el semblante de Rodia se ensombreció todavía más.

A Sonia apenas le dirigía la palabra. Contando con el dinero que le había entregado Svidrigailof, la joven se había preparado hacía
tiempo para seguir al convoy de presos de que formara parte Raskolnikof. Jamás habían cambiado una sola palabra sobre este punto;

pero los dos sabían que sería así.
En el momento de los últimos adioses, el condenado tuvo una sonrisa extraña al oír que su hermana y Rasumikhine le hablaban con

entusiasmo de la vida próspera que les esperaba cuando él saliera del presidio. Rodia preveía que la enfermedad de su madre tendría
un desenlace doloroso. Al fin partió, seguido de Sonia.

Dos meses después, Dunetchka y Rasumikhine se casaron. Fue una ceremonia triste y silenciosa. Entre lo s invitados figuraban
Porfirio Petrovitch y Zamiotof.

Desde hacía algún tiempo, Rasumikhine daba muestras de una resolución inquebrantable. Dunia tenía fe ciega en él y creía en la
realización de sus proyectos. En verdad, habría sido difícil no confiar en aquel joven que poseía una voluntad de hierro. Había vuelto a

la universidad a fin de terminar sus estudios y los esposos no cesaban de forjar planes para el porvenir. Tenían la firme intención de
emigrar a Siberia al cabo de cinco años a lo sumo. Entre tanto, contaban con Sonia para sustituirlos.

Pulqueria Alejandrovna bendijo de todo corazón el enlace de su hija con Rasumikhine, pero después de la boda aumentaron su

tristeza y ensimismamiento. Para procurarle un rato agradable, Rasumikhine le explicó la generosa conducta de Rodia con el
estudiante enfermo y su anciano padre, y también que había sufrido graves quemaduras por salvar a dos niños de un incendio. Estos
dos relatos exaltaron en grado sumo el ya trastornado espíritu de Pulqueria Alejandrovna. Desde entonces no cesó de hablar de
aquellos nobles actos. Incluso en la calle los refería a los transeúntes, en las tiendas, allí donde encontraba un auditor paciente

empezaba a hablar de su hijo, del artículo que había publicado, de su piadosa conducta con el estudiaritg, del espíritu de sacrificio que
había demostrado en un incendio, de las quemaduras que había recibido, etc.

Dunetchka no sabía cómo hacerla callar. Aparte el peligro que encerraba esta exaltación morbosa, podía darse el caso de que
alguien, al oír el nombre de Raskolnikof, se acordara del proceso y empezase a hablar de él.

Pulqueria Alejandrovna se procuró la dirección de los dos niños salvados por su hijo y se empeñó en ir a verlos. Al fin su agitación
llegó al límite. A veces prorrumpía de pronto en llanto, la acometían con frecuencia accesos de fiebre y entonces empezaba a delirar.

Una mañana dijo que, según sus cálculos, Rodia estaba a punto de regresar, pues, al despedirse de ella, él mismo le había asegurado
que volvería al cabo de nueve meses. Y empezó a arreglar la casa, a preparar la habitación que destinaba a su hijo (la suya), a quitar el
polvo a los muebles, a fregar el suelo, a cambiar las cortinas... Dunia sentía gran inquietud al verla en semejante estado, pero no decía
nada e incluso la ayudaba a preparar el recibimiento de Rodia.

Al fin, tras un día de agitación, de visiones, de ensueños felices y de lágrimas, Pulqueria Alejandrovna perdió por completo el juicio
y murió quince días después. Las palabras que dejó escapar en su delirio hicieron suponer a los que le rodeaban que sabía de la suerte
de su hijo mucho más de lo que se sospechaba.

Raskolnikof ignoró durante largo tiempo la muerte de su madre. Sin embargo, desde su llegada a Siberia recibía regularmente

noticias de su familia por mediación de Sonia, que escribía todos los meses a los esposos Rasumikhine y nunca dejaba de recibir
respuesta. Las cartas de Sonia parecieron al principio demasiado secas a Dunia y su marido. No les gustaban. Pero después
comprendieron que Sonia no podía escribir de otro modo y que, al fin y al cabo, aquellas cartas les daban una idea clara y precisa de la
vida del desgraciado Raskolnikof, pues abundaban en detalles sobre este punto. Sonia describía tan simple como minuciosamente la
existencia de Raskolnikof en el presidio. No hablaba de sus propias esperanzas, de sus planes para el futuro ni de sus sentimientos
personales. En vez de explicar el estado espiritual, la vida interior del condenado, de interpretar sus reacciones, se limitaba a citar
hechos, a repetir las palabras pronunciadas por Rodia, a dar noticias de su salud, a transmitir los deseos que había expresado, los

encargos que había hecho... Gracias a estas noticias en extremo detalladas, pronto creyeron tener junto a ellos a su desventurado
hermano, y no podían equivocarse al imaginárselo, pues se fundaban en datos exactos y precisos.

Sin embargo, las noticias que recibían no tenían, especialmente al principio, nada de consolador para el matrimonio. Sonia contaba
a Dunia y a su marido que Rodia estaba siempre sombrío y taciturno, que permanecía indiferente a las noticias de Petersburgo que ella
le transmitía, que la interrogaba a veces por su madre. Y cuando Sonia se dio cuenta de que sospechaba la verdad sobre la suerte de
Pulqueria Alejandrovna, le dijo francamente que había muerto, y entonces, para sorpresa suya, vio que Raskolnikof permanecía poco
menos que impasible. Aunque concentrado en sí mismo y ajeno a cuanto le rodeaba -le explicaba Sonia en una carta-, miraba
francamente y con entereza su nueva vida. Se daba perfecta cuenta de su situación y no esperaba que mejorase en mucho tiempo. No

alimentaba vanas esperanzas, contrariamente a lo que suele ocurrir en los casos como el suyo, y no parecía experimentar extrañeza
alguna en su nuevo ambiente, tan distinto del que había conocido hasta entonces.

Su salud era satisfactoria. Iba al trabajo sin resistencia ni apresuramiento; no lo eludía, pero tampoco lo buscaba. Se mostraba

indiferente respecto a la alimentación, pero ésta era tan mala, exceptuando los domingos y días de fiesta, que al fin aceptó algún
dinero de Sonia para poder tomar té todos los días. Sin embargo, le rogó que no se preocupara por él, pues le contrariaba ser motivo de
inquietud para otras personas.

En otra de sus cartas, Sonia les explicó que Rodia dormía hacinado con los demás detenidos. Ella no había visto la fortaleza donde

estaban encerrados, pero tenía noticias de que los presos vivían amontonados, en condiciones nada saludables y francamente horribles.
Raskolnikof dormía sobre un jergón cubierto por un simple trozo de tela y no deseaba tener un lecho más cómodo.

Si rechazaba todo aquello que podía suavizar su vida, hacerla un poco menos ingrata, no era por principio, sino simplemente por
apatía, por indiferencia hacia su suerte. Sonia contaba que, al principio, sus visitas, lejos de complacer a Raskolnikof, lo irritaban. Sólo

abría la boca para hacerle reproches. Pero después se acostumbró a aquellas entrevistas, y llegaron a serle tan indispensables, que cayó
en un a profunda tristeza en cierta ocasión en que Sonia se puso enferma y estuvo algún tiempo sin ir a visitarle.

Los días de fiesta lo veía en la puerta de la prisión o en el cuerpo de guardia, adonde dejaban ir al preso para unos minutos cuando
ella lo solicitaba. Los días laborables iba a verlo en los talleres donde trabajaba o en los cobertizos de la orilla del Irtych.

En sus cartas, Sonia hablaba también de sí misma. Decía que había logrado crearse relaciones y obtener cierta protección en su
nueva vida. Se dedicaba a trabajos de aguja, y como en la ciudad escaseaban las costureras, había conseguido bastantes clientes. Lo
que no decía era que había logrado que las autoridades se interesaran por la suerte de Raskolnikof y lo excluyeran de los trabajos más
duros.

Al fin, Rasumikhine y Dunia supieron (esta carta, como todas las últimas de Sonia, pareció a Dunia colmada de un terror
angustioso) que Raskolnikof huía de todo el mundo, que sus compañeros de prisión no le querían, que estaba pálido como un muerto y
que pasaba días enteros sin pronunciar una sola palabra.

En una nueva carta, Sonia manifestó que Rodia estaba enfermo de gravedad y se le había trasladado al hospital del presidio.

II
Hacía tiempo que llevaba la enfermedad en incubación, pero no era la horrible vida del presidio, ni los trabajos forzados, ni la

alimentación, ni la vergüenza de llevar la cabeza rapada e ir vestido de harapos lo que había quebrantado su naturaleza. ¡Qué le
importaban todas estas miserias, todas estas torturas! Por el contrario, se sentía satisfecho de trabajar: la fatiga física le proporcionaba,
al menos, varias horas de sueño tranquilo. ¿Y qué podía importarle la comida, aquella sopa de coles donde nadaban las cucarachas?
Cosas peores había conocido en sus tiempos de estudiante. Llevaba ropas de abrigo adaptadas a su género de vida. En cuanto a los
grilletes, ni siquiera notaba su peso. Quedaba la humillación de llevar la cabeza rapada y el uniforme de presidiario. Pero ¿ante quién
podía sonrojarse? ¿Ante Sonia? Sonia le temía. Además, ¿qué vergüenza podía sentir ante ella? Sin embargo, enrojecía al verla y, para
vengarse, la trataba grosera y despectivamente.

Pero su vergüenza no la provocaban los grilletes ni la cabeza rapada. Le habían herido cruelmente en su orgullo, y era el dolor de

esta herida lo que le atormentaba. ¡Qué feliz habría sido si hubiese podido hacerse a sf mismo alguna acusación! ¡Qué fácil le habría
sido entonces soportar incluso el deshonor y la vergüenza! Pero, por más que quería mostrarse severo consigo mismo, su endurecida
conciencia no hallaba ninguna falta grave en su pasado. Lo único que se reprochaba era haber fracasado, cosa que podía ocurrir a todo

el mundo. Se sentía humillado al decirse que él, Raskolnikof, estaba perdido para siempre por una ciega disposición del destino y que
tenía que resignarse, que someterse al absurdo de este juicio sin apelación si quería recobrar un poco de calma. Una inquietud sin
finalidad en el presente y un sacrificio continuo y estéril en el porvenir: he aquí todo lo que le quedaba sobre la tierra. Vano consuelo
para él poder decirse que, transcurridos ocho años, sólo tendria treinta y dos y podría empezar una nueva vida. ¿Para qué vivir? ¿Qué

provecho tenía? ¿Hacia dónde dirigir sus esfuerzos? Bien que se viviera por una idea, por una esperanza, incluso por un capricho, pero
vivir simplemente no le había satisfecho jamás: siempre habla querido algo más. Tal vez la violencia de sus deseos le había hecho
creer tiempo atrás que era uno de esos hombres que tienen más derechos que el tipo común de los mortales.

Si al menos el destino le hubiera procurado el arrepentimiento, el arrepentimiento punzante que destroza el corazón y quita el
sueño, el arrepentimiento que llena el alma de terror hasta el punto de hacer desear la cuerda de la horca o las aguas profundas... ¡Con
qué satisfacción lo habría recibido! Sufrir y llorar es también vivir. Pero él no estaba en modo alguno arrepentido de su crimen. ¡Si al

menos hubiera podido reprocharse su necedad, como había hecho tiempo atrás, por las torpezas y los desatinos que le habían llevado a
la prisión! Pero cuando reflexionaba ahora, en los ratos de ocio del cautiverio, sobre su conducta pasada, estaba muy lejos de
considerarla tan desatinada y torpe como le había parecido en aquella época trágica de su vida.

«¿Qué tenía mi idea -se preguntaba- para ser más estúpida que las demás ideas y teorías que circulan y luchan por imponerse sobre

la tierra desde que el mundo es mundo? Basta mirar las cosas con amplitud e independencia de criterio, desprenderse de los prejuicios
para que mi plan no parezca tan extraño. ¡Oh, pensadores de cuatro cuartos! ¿Por qué os detenéis a medio camino...? ¿Por qué mi acto
os ha parecido monstruoso? ¿Por qué es un crimen? ¿Qué quiere decir la palabra "crimen"? Tengo la conciencia tranquila. Sin duda,
he cometido un acto ilícito; he violado las leyes y he derramado sangre. ¡Pues cortadme la cabeza, y asunto concluido! Pero en este

caso, no pocos bienhechores de la humanidad que se adueñaron del poder en vez de heredarlo desde el principio de su carrera debieron
ser entregados al suplicio. Lo que ocurre es que estos hombres consiguieron llevar a cabo sus proyectos; llegaron hasta el fin de su
camino y su éxito justificó sus actos. En cambio, yo no supe llevar a buen término mi plan... y, en verdad, esto demuestra que no tenía
derecho a intentar ponerlo en práctica.

Éste era el único error que reconocía; el de haber sido débil y haberse entregado. Otra idea le mortificaba. ¿Por qué no se había
suicidado? ¿Por qué habría vacilado cuando miraba las aguas del río y, en vez de arrojarse, prefirió ir a presentarse a la policía? ¿Tan
fuerte y tan difícil de vencer era el amor a la vida? Pues Svidrigailof lo había vencido, a pesar de que temía a la muerte.

Reflexionaba amargamente sobre esta cuestión y no podía comprender que en el momento en que, inclinado sobre el Neva, pensaba
en el suicidio, acaso presentía ya su tremendo error, la falsedad de sus convicciones. No comprendía que este presentimiento podía
contener el germen de una nueva concepción de la vida y que le anunciaba su resurrección.

En vez de esto, se decía que había obedecido a la fuerza oscura del instinto: cobardía, debilidad...
Observando a sus compañeros de presidio, se asombraba de ver cómo amaban la vida, cuán preciosa les parecía. Incluso creyó ver
que este sentimiento era más profundo en los presos que en los hombres que gozaban de la libertad. ¡Qué espantosos sufrimientos
habían soportado algunos de aquellos reclusos, los vagabundos, por ejemplo! ¿Era posible que un rayo de sol, un bosque umbroso, un
fresco riachuelo que corre por el fondo de un valle solitario y desconocido, tuviesen tanto valor para ellos; que soñaran todavía, como

se sueña en una amante, en una fuente cristalina vista tal vez tres años atrás? La veían en sus sueños, con su cerco de verde hierba y
con el pájaro que cantaba en una rama próxima. Cuanto más observaba a aquellos hombres, más cosas inexplicables descubría.

Sí, muchos detalles de la vida del presidio, del ambiente que le rodeaba, eludían su comprensión, o acaso él no quería verlos. Vivía

como con la mirada en el suelo, porque le era insoportable lo que podía percibir a su alrededor. Pero, andando el tiempo, le
sorprendieron ciertos hechos cuya existencia jamás había sospechado, y acabó por observarlos atentamente. Lo que más le llamó la
atención fue el abismo espantoso, infranqueable, que se abría entre él y aquellos hombres. Era como si él perteneciese a una raza y
ellos a otra. Unos y otros se miraban con hostil desconfianza. Él conocía y comprendía las causas generales de este fenómeno, pero

jamás había podido imaginarse que tuviesen tanta fuerza y profundidad. En el penal había políticos polacos condenados al exilio en
Siberia. Éstos consideraban a los criminales comunes como unos ignorantes, unos brutos, y los despreciaban. Raskolnikof no
compartía este punto de vista. Veía claramente que, en muchos aspectos, aquellos brutos eran más inteligentes que los polacos.
También había rusos (un oficial y varios seminaristas) que miraban con desdén a la plebe del penal, y Raskolnikof los consideraba

igualmente equivocados.
A él nadie le quería: todos se apartaban de su lado. Acabaron por odiarle. ¿Por qué? lo ignoraba. Le despreciaban y se burlaban de

él. Igualmente se mofaban de su crimen condenados que habían cometido otros crímenes más graves.
-Tú eres un señorito -le decían-. Eso de asesinar a hachazos no se ha hecho para ti.

-No son cosas para la gente bien.
La segunda semana de cuaresma le correspondió celebrar la pascua con lospresos de su departamento. Fue a la iglesia y asistió al
oficio con sus compañeros. Un día, sin que se supiera por qué, se produjo un altercado entre él y los demás presos. Todos se arrojaron
sobre él furiosamente.
-Tú eres un ateo; tú no crees en Dios -le gritaban-. Mereces que te maten.
Él no les había hablado de Dios ni de religión jamás. Sin embargo, querían matarlo por infiel. Rodia no contestó. Uno de los
reclusos, ciego de cólera, se fue hacia él, dispuesto a atacarlo. Raskolnikof le esperó en silencio, con una calma absoluta, sin
parpadear, sin que ni un solo músculo de su cara se moviera. Un guardián se interpuso a tiempo. Si hubiese tardado un minuto en
intervenir, habría corrido la sangre.
Había otra cuestión que no conseguía resolver. ¿Por qué estimaban todos tanto a Sonia? Ella no hacía nada para atraerse sus
simpatías. Los penados sólo la podían ver de tarde en tarde en los astilleros o en los talleres adonde iba a reunirse con Raskolnikof. Sin

embargo, todos la conocían y todos sabían que Sonetchka le había seguido al penal. Estaban al corriente de su vida y conocían su
dirección. Ella no les daba dinero ni les prestaba ningún servicio. Solamente una vez, en Navidad, hizo un regalo a todos los presos:
pasteles y panes rusos.

Pero, insensiblemente, las relaciones entre ellos y Sonia fueron estrechándose. La muchacha escribía cartas a los presos para sus
familias y después las echaba al correo. Cuando los deudos de los reclusos iban a la ciudad para verlos, ellos les indicaban que
enviaran a Sonia los paquetes e incluso el dinero que quisieran remitirles. Las esposas y las amantes de los presidiarios la conocían y
la visitaban. Cuando Sonia iba a ver a Raskolnikof a los lugares donde trabajaba con sus compañeros, o cuando se encontraba con un
grupo de penados que iba camino del lugar de trabajo, todos se quitaban el gorro y la saludaban.

-Querida Sonia Simonovna, tú eres nuestra tierna y protectora madrecita -decían aquellos presidiarios, aquellos hombres groseros y
duros a la frágil mujercita.

Ella contestaba sonriendo y a ellos les encantaba esta sonrisa.

Adoraban incluso su manera de andar. Cuando se marchaba, se volvían para seguirla con la vista y se deshacían en alabanzas.
Alababan hasta la pequeñez de su figura. Ya no sabían qué elogios dirigirle. Incluso la consultaban cuando estaban enfermos.

Raskolnikof pasó en el hospital el final de la cuaresma y la primera semana de pascua. Al recobrar la salud se acordó de las visiones
que había tenido durante el delirio de la fiebre. Creyó ver el mundo entero asolado por una epidemia espantosa y sin precedentes, que

se había declarado en el fondo de Asia y se había abatido sobre Europa. Todos habían de perecer, excepto algunos elegidos. Triquinas
microscópicas de una especie desconocida se introducían en el organismo humano. Pero estos corpúsculos eran espíritus dotados de
inteligencia y de voluntad. Las personas afectadas perdían la razón al punto. Sin embargo -cosa extraña-, jamás los hombres se habían
creído tan inteligentes, tan seguros de estar en posesión de la verdad; nunca habían demostrado tal confianza en la infalibilidad de sus
juicios, de sus teorías científicas, de sus principios morales. Aldeas, ciudades, naciones enteras se contaminaban y perdían el juicio.
De todos se apoderaba una mortal desazón y todos se sentían incapaces de comprenderse unos a otros. Cada uno creía ser el único

poseedor de la verdad y miraban con piadoso desdén a sus semejantes. Todos, al contemplar a sus semejantes, se golpeaban el pecho,
se retorcían las manos, lloraban... No se ponían de acuerdo sobre las sanciones que había que imponer, sobre el bien y el mal, sobre a
quién había que condenar y a quién absolver. Se reunían y formaban enormes ejércitos para lanzarse unos contra otros, pero, apenas
llegaban al campo de batalla, las tropas se dividían, se rompían las formaciones y los hombres se estrangulaban y devoraban unos a

otros.
En las ciudades, las trompetas resonaban durante todo el día. Todos los hombres eran llamados a las armas, pero ¿por quién y para

qué? Nadie podía decirlo y el pánico se extendía por todas partes. Se abandonaban los oficios más sencillos, pues cada trabajador
proponía sus ideas, sus reformas, y no era posible entenderse. Nadie trabajaba la tierra. Aquí y allá, los hombres formaban grupos y se

comprometían a no disolverse, pero poco después olvidaban su compromiso y empezaban a acusarse entre sí, a contender, a matarse.
Los incendios y el hambre se extendían por toda la tierra. Los hombres y las cosas desaparecían. La epidemia seguía extendiéndose,
devastando. En todo el mundo sólo tenían que salvarse algunos elegidos, unos cuantos hombres puros, destinados a formar una nueva
raza humana, a renovar y purificar la vida humana. Pero nadie había visto a estos hombres, nadie había oído sus palabras, ni siquiera
el sonido de su voz.

Raskolnikof estaba amargado, pues no lograba librarse de la penosa impresión que le había causado aquel sueño absurdo. Era ya la
segunda semana de pascua. Los días eran tibios, claros, verdaderamente primaverales. Se abrieron las ventanas del hospital, todas

enrejadas y bajo las cuales iba y venía un centinela. Durante toda la enfermedad de Rodia, Sonia sólo le había podido ver dos veces,
pues se necesitaba para ello una autorización sumamente difícil de obtener. Pero había ido muchos días, sobre todo al atardecer, al
patio del hospital para verlo desde lejos, un momento y a través de las rejas.

Una tarde, cuando ya estaba casi curado, Raskolnikof se durmió. Al despertar se acercó distraídamente a la ventana y vio a Sonia de
pie junto al portal. Parecía esperar algo. Raskolnikof se estremeció: había sentido una dolorosa punzada en el corazón. Se apartó a toda
prisa de la ventana. Al día siguiente Sonia no apareció; al otro, tampoco. Rodia se dio cuenta de que la esperaba ansiosamente. Al fin
dejó el hospital. Ya en el presidio, sus compañeros le informaron de que Sonia Simonovna estaba enferma. Profundamente inquieto,
Raskolnikof envió a preguntar por ella. En seguida supo que su enfermedad no tenía importancia. Sonia, al saber que su estado

preocupaba a Rodia, le escribió una carta con lápiz para decirle que estaba mucho mejor y que sólo padecía un enfriamiento. Además,
le prometía ir a verlo lo antes posible al lugar donde trabajaba. El corazón de Raskolnikof empezó a latir con violencia.

Era un día cálido y hermoso. A las seis de la mañana, Rodia se dirigió al trabajo: a un horno para cocer alabastro que habían

instalado a la orilla del río, en un cobertizo. Sólo tres hombres trabajaban en este horno. Uno de ellos se fue a la fortaleza, acompañado
de un guardián, en busca de una herramienta; otro estaba encendiendo el horno. Raskolnikof salió del cobertizo, se sentó en un montón
de maderas que había en la orilla y se quedó mirando el río ancho y desierto. Desde la alta ribera se abarcaba con la vista una gran
extensión del país. En un punto lejano de la orilla opuesta, alguien cantaba y su canción llegaba a oídos del preso. Allí, en la estepa

infinita inundada de sol, se alzaban aquí y allá, como puntos negros apenas perceptibles, las tiendas de campaña de los nómadas. Allí
reinaba la libertad, allí vivían hombres que no se parecían en nada a los del presidio. Se tenía la impresión de que el tiempo se había
detenido en la época de Abraham y sus rebaños. Raskolnikof contemplaba el lejano cuadro con los ojos fijos y sin hacer el menor
movimiento. No pensaba en nada: dejaba correr la imaginación y miraba. Pero, al mismo tiempo, experimentaba una vaga inquietud.

De pronto vio a Sonia a su lado. Se había acercado en silencio y se había sentado junto a él. Era todavía temprano y el fresco
matinal se dejaba sentir. Sonia llevaba su vieja y raída capa y su chal verde. Su cara, delgada y pálida, conservaba las huellas de su
enfermedad. Sonrió al preso con expresión amable y feliz y, como de costumbre, le tendió tímidamente la mano.

Siempre hacía este movimiento con timidez. A veces, incluso se abstenía de hacerlo, por temor a que él rechazara su mano, pues le

parecía que Rodia la tomaba a la fuerza. En algunas de sus visitas incluso daba muestras de enojo y no abría la boca mientras ella
estaba a su lado. Había días en que la joven temblaba ante su amigo y se separaba de él profundamente afligida. Esta vez, por el
contrario, sus manos permanecieron largo rato enlazadas. Rodia dirigió a Sonia una rápida mirada y bajó los ojos sin pronunciar
palabra. Estaban solos. Nadie podía verlos. El guardián se había alejado. De súbito, sin darse cuenta de lo que hacía y como impulsado
por una fuerza misteriosa Raskolnikof se arrojó a los pies de la joven, se abrazó a sus rodillas y rompió a llorar. En el primer
momento, Sonia se asustó. Mortalmente pálida, se puso en pie de un salto y le miró, temblorosa. Pero al punto lo comprendió todo y
una felicidad infinita centelleó en sus ojos. Sonia se dio cuenta de que Rodia la amaba: sí, no cabía duda. La amaba con amor infinito.
El instante tan largamente esperado había llegado.

Querían hablar, pero no pudieron pronunciar una sola palabra. Las lágrimas brillaban en sus ojos. Los dos estaban delgados y
pálidos, pero en aquellos rostros ajados brillaba el alba de una nueva vida, la aurora de una resurrección. El amor los resucitaba. El
corazón de cada uno de ellos era un manantial de vida inagotable para el otro. Decidieron esperar con paciencia. Tenían que pasar

siete años en Siberia. ¡Qué crueles sufrimientos, y también qué profunda felicidad, llenaría aquellos siete años! Raskolnikof estaba
regenerado. Lo sabía, lo sentía en todo su ser. En cuanto a Sonia, sólo vivía para él.

Al atardecer, cuando los presos fueron encerrados en los dormitorios, Rodia, echado en su lecho de campaña, pensó en Sonia.
Incluso le había parecido que aquel día, todos aquellos compañeros que antes habían sido enemigos de él le miraban de otro modo. Él
les había dirigido la palabra, y todos le habían contestado amistosamente. Ahora se acordó de este detalle, pero no sintió el menor
asombro. ¿Acaso no había cambiado todo en su vida?

Pensaba en Sonia. Se decía que la había hecho sufrir mucho. Recordaba su pálida y delgada carita. Pero estos recuerdos no
despertaban en él ningún remordimiento, pues sabía que a fuerza de amor compensaría largamente los sufrimientos que le había

causado.
Por otra parte, ¿qué importaban ya todas estas penas del pasado? Incluso su crimen, incluso la sentencia que le había enviado a

Siberia, le parecían acontecimientos lejanos que no le afectaban.

Además, aquella noche se sentía incapaz de reflexionar largamente, de concentrar el pensamiento. Sólo podía sentir. Al
razonamiento se había impuesto la vida. La regeneración alcanzaba también a su mente.

En su cabecera había un Evangelio. Lo cogió maquinalmente. El libro pertenecía a Sonia. Era el mismo en que ella le había leído
una vez la resurrección de Lázaro. Al principio de su cautiverio, Raskolnikof esperó que Sonia le perseguiría con sus ideas religiosas.

Se imaginó que le hablaría del Evangelio y le ofrecería libros piadosos sin cesar. Pero, con gran sorpresa suya, no había ocurrido nada
de esto: ni una sola vez le había propuesto la lectura del Libro Sagrado. Él mismo se lo había pedido algún tiempo antes de su
enfermedad, y ella se lo había traído sin hacer ningún comentario. Aún no lo había abierto.

Tampoco ahora lo abrió. Pero un pensamiento pasó veloz por su mente.
«¿Acaso su fe, o por lo menos sus sentimientos y sus tendencias, pueden ser ahora distintos de los míos?»
Sonia se sintió también profundamente agitada aquel día y por la noche cayó enferma. Se sentía tan feliz y había recibido esta dicha
de un modo tan inesperado, que experimentaba incluso cierto terror.
¡Siete años! ¡Sólo siete años! En la embriaguez de los primeros momentos, poco faltó para que los dos considerasen aquellos siete
años como siete días. Raskolnikof ignoraba que no podría obtener esta nueva vida sin dar nada por su parte, sino que tendría que
adquirirla al precio de largos y heroicos esfuerzos...
Pero aquí empieza otra historia, la de la lenta renovación de un hombre, la de su regeneración progresiva, su paso gradual de un
mundo a otro y su conocimiento escalonado de una realidad totalmente ignorada. En todo esto habría materia para una nueva
narración, pero la nuestra ha terminado.

FIN


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