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Cuentos, Apuntes y más Yerbas - Jorge Pandelucos AKA Yore, El Alorsa -Edit JPI Abril2020

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Published by Juan Pablo Thourte, 2020-04-12 17:16:46

Cuentos, Apuntes y más Yerbas - El Yore, El Alorsa -JPI Abril2020

Cuentos, Apuntes y más Yerbas - Jorge Pandelucos AKA Yore, El Alorsa -Edit JPI Abril2020

PRÓLOGO
¿Qué es esto?
Bueno, es un libro. Más bien un cuaderno de apuntes. Es
que en estos tiempos apocalípticos la desfachatez ha llegado al
colmo y uno puede darse el lujo de publicar cualquier cosa.
......Una obra en sí misma son las fotos....
He perseguido estos textos hasta el final, como una madre
prolija que va arreglando solapas y peinados hasta la entrada
del colegio. Por eso, y por no arrastrar a algún amigo a las
estrecheces de un compromiso, es que he prologado mi propia
obra.
No quise contar historias, ni educar la moral del lector
con edificantes moralejas, ni entretener a quien no tiene nada
mejor que hacer. Para eso usted podrá encontrar publicaciones
más provechosas.
No creo poder dar consejos existenciales sobre el amor, la
vida y la muerte. Básicamente por los mismos motivos por
los que una hormiga no puede enseñarle a otra lo que es una
ballena. Sólo he intentado transmitir imágenes, sensaciones,
estados de ánimo, climas, impresiones, comentarios.
Si usted, estimado lector, no logra interesarse, emocionarse,
o sonreír con algúno de estos apuntes, no espere que yo
realice una autocrítica ni pretenda una tolerancia amable.

Sencillamente usted y yo no tenemos nada en común y usted
es seguramente un reptil despreciable.

No he querido contar historias, si bien se intuyen y asoman
algúnas, porque un argumento sólo hubiera sido la excusa para
intercalar lo que realmente quiero mostrar.

Creo haber escrito la periferia, los arrabales, los suburbios
de una trama que no esta y que solo dejó una estela tenue en
algúnos de los relatos.

He logrado con agrado ciertas incoherencias y diferentes
niveles de lenguaje, aunque más de una vez he escrito lo que me
salió y no lo que quise, como les ocurre a quienes no planeamos
las cosas demasiado.

En todo caso es un homenaje y reivindicación a algúnas
figuras y tópicos cotidianos. A un barrio que no es sólo el mío,
sino el de todos los que lo viven y lo recuerdan, donde los
vecinos no serán iguales pero si análogos y las veredas y los
patios se acomodaran en otros dibujos. A un barrio genérico,
platónico y universal en el que deben estar juntos algúnos
personajes que no se conocieron porque el tiempo y la muerte
los desparramaron por la historia y la geografía. En donde se
puede escuchar a Carlitos cantarse unos tangos por la ventana
de una pieza o ver pasar al Diego haciendo jueguitos de pibe.

Algunos apuntes no tienen mucho que ver con estos
conceptos y su inclusión arbitraria no resiste el menor análisis.
Sin embargo los he incorporado caprichosamente porque quise;
reivindicando así el placer de hacer algo porque a uno le da la
gana, que es un motivo muy válido pero muy desprestigiado.
Porque después de todo el libro es mío.

Espero que usted reciba algúnos de mis mensajes, y que
comparta conmigo algún sentimiento de los que he querido

enviar aquí como botellas al mar. Si es así, le envío un saludo
afectuoso y sincero, como el de dos hinchas que se abrazan en
un gol sin conocerse.

(En el peor de los casos, la mala literatura nunca ha matado
ha nadie.)



Autocrítica
(mea culpa u oración del turro arrepentido)

He hecho sonar timbres sin motivo y sin esperar respuesta
he insultado por porteros eléctricos a desconocidos en
la madrugada.
He desinflado cubiertas,
he puesto cigarros en la boca del escuerzo,
he echado sal a la babosa,
he cascoteado al gato ajeno.
He muerto pájaros con hondas y ruleros,
he dado de beber alcohol al loro.
He hecho zancadillas en el patio del colegio,
he espiado contando a la escondida,
me he lamido la palma para el chupi.
He interpuesto mi antebrazo entre la sapiencia
de mi examen y la ignorancia de un compañero.
He mojado la oreja del indefenso o del cobarde,
me he macheteado.
He pegado de atrás,
he fauleado de atrás.
He negado un pase gol por angurriento,
he gritado goles de equipos foráneos,
he escupido a través de alambrados y fosos.
Le he deseado la muerte o la parálisis a algún jugador
de la contra.
He repuesto el chorizo a la parrilla desde el piso sucio
y lo he esquivado en silencio en la mesa.

He mojado en carnaval a quien no juega,
he tirado miguelitos,

he asustado con insectos plásticos a las ancianas del barrio,
he puesto algún adoquín, en algúna caja,
en algúna vereda transitada.

He recibido vuelto de más y he dicho chau, gracias.
He dicho no se fue y seguí jugando,

he contado el epílogo de un film a quien lo veía
o en la cola del cine,

me he colado; muchas veces, en muchos lados,
sería largo y embarazoso.

He indicado al peregrino perdido un destino incierto.
He rimado indecentemente nombres de la guía por
teléfono,
he enseñado palabrotas a los niños,
he pasado los peajes sin pagarlos.

He abandonado, a la carrera, mi mesa sin pagar la cuenta.
He negado mi propia flatulencia en público,

he interceptado mates que no me eran destinados,
me he comido el último bizcocho sin ofrecer.

He mentido a mujeres feas y gordas sobre su belleza y
mis intenciones.

He anotado falazmente los palotes del truco,
me he carteado,

he hecho molinete.
He cerrado mis ojos sin sueño por no ceder el asiento.

Hago aquí mis votos por ser un hombre mejor.

Cabulera

Buscando tréboles de cuatro hojas,
Boletos capicúas, ristras de ajo.
Atando cintas rojas pa´la envidia,
Y sin pasar la sal de mano en mano.
No viste que venía un gato negro
Cruzando por delante de tus pasos.
De tanto gambetear las escaleras
Por la desgracia de quedar soltera,
Poniendo ruda macho en la alpargata,
Tratando siempre de tocar madera.
Al fin se te cruzó ese gato negro
Y diste el refalón en la vereda.
Y no jugabas nunca al 17
Y te cuidaste de romper espejos,
Adornaste al ekeko con billetes
Y besaste la pata de conejo.
Igual se te cruzó ese gato negro
Y refalaste por lo desparejo



Chapita
Y lo vamos a llamar Chapita, aunque ese en realidad no sea
su nombre ni su apodo, pero sera con el que voy a ingresarlo en
estas paginas, y con el que ud., lector, tendrá que conformarse.
No tanto por encubrimiento, sino más bien por un temor, una
hipotética vergüenza, de que alguna vez estos apuntes lleguen
a ciertas manos, de que se aten cabos, de la remota posibilidad
de una increpación o de que golpeen a mi puerta reclamando
rectificaciones.
Chapita, entonces, es el loco del barrio, por una cuestión de
roles más que clínica, porque todo barrio decente debe tener un
colifa , y un cornudo, y un lisiado, y un viejo chinchudo, o algún
otro especímen de genero análogo que sirva como sumidero,
como depositario, como receptor de toda la ferocidad, la
incomprensión, la crueldad y los prejuicios que el común de la
gente debe descargar en alguna parte.
Asi que chapita, entonces, es el loco del barrio, el piantado,
el colifa, desde que un surmenagge, muchos litros de café,
algunas anfetaminas y la presión de varios exámenes de física
lo empujaron afuera de la cordura, y lo dejaron paseándose
durante los últimos 20 años por las mismas 4 cuadras de la
manzana de su casa, mangueando puchos.
Tiene una locura intermitente, un raye que se prende y
se apaga movido por insondables resortes neuronales que se
gatillan por algún comentario, alguna palabra o algún silencio.
Entonces chapita nos trae desde algún lugar que nos es
inaccesible, una oración extraña, una poesía.

Para quienes moderan con él su sarcasmo matizándolo con
grandes dosis de cariño, como Don Tulio, el Flaco, o Cacho el
del taller, no es imposible inducirlo a la coherencia, traerlo a
la mirada conciente y hacerle recitar las leyes de la caída libre,
unos versos escabrosos o algunos principios de termodinámica.

Sus padres ya hace años no comentan que él esta por terminar
la carrera de física y lo mantuvieron afeitado y prolijo, con las
ropas limpias, hasta que se aburrieron, se cansaron, o les ganó
esa locura osmótica con que los enfermos crónicos terminan
contagiando a quienes los cuidan.

Sus ideas son como paraguas abandonados que gotean,
como un sartén con pochoclos saltarines, como palomas que
se espantan, y para atraparlas a veces las escribe sentado en el
banco de la placita, del lado de la sombra. Se lo ha visto recitar
parado sobre el banco, con una dignidad de otras épocas,
algunos versos de una desolada hermosura para los 3 o 4 gatos
que toman cerveza por la tarde y que le pedían entre risotadas
que se bajara los pantalones. Porque la gente sufre de una
profunda pasión por no entender nada, por no valorar nada,
por desandar rápidamente el camino hacia el simio.

Y aquí me detengo, estimado lector, en mis apreciaciones,
pues no quisiera poner en evidencia tan fácilmente que este
relato pretendidamente objetivo, esta teñido por mi simpatía
hacia Chapita. Porque no quisiera que se pensara que puedo
sentir cierta identificación por quien vive arrinconado en un
pequeño país limítrofe con la locura, la demencia y la vagancia.

Porque después de todo también voy a aprovecharme de él,
como hacen todos, y poner más adelante en su boca algunos
versos que no son dignos de quien pretende mantenerse en el
mundo de los cuerdos.

Chapita, entonces, es un bohemio y no un vago. Un vago
es el que no puede y dice que no quiere, un bohemio es el
que puede pero no quiere. Por eso cuando estuvo mejor de la
terraza, cuando las pastillas le hicieron algún efecto, cuando
muchos pensaron que retomaría sus estudios de física y
cumpliría finalmente con el brillante destino profesional que
la comunidad toda le auguraba, chapita cantó retruco y se fue.

Vendió un placard y se fue. Se pegó el 4 de copas en la frente
y se fue.

Porque chapita esta loco pero no come vidrio, porque es
un bohemio y no un vago, se fue. A recorrer el mundo, o lo
que del mundo puede verse con la plata que da la venta de un
placard. Esto es algunos pueblos de la provincia y 2 o 3 lugares
de la patagonia, hasta donde algún camionero quiso arrimarlo.
Y en todos lados chapita mangueó cigarros, y recito versos, y
pidió comida, y consiguió con mayor o menor suerte cigarros,
comida, insultos, risas, cargadas, aplausos.

Porque cualquiera puede ser un profesional y levantarse a
las 7 para ir al laburo, pero para vender un placard y salir a
recitar versos a la gente hay que tener los huevos grandes como
zapallos, y ser un bohemio, o un loco.



Dicen que la mitad de los hombres
Dicen que la mitad de los hombres que han nacido, están
hoy vivos.
Esto habla de una violenta explosión demográfica, de una
curva poblacional que crece exponencialmente según los años.
Habla de nuestra capacidad para reproducirnos como
conejos, de la incipiencia o agonía de nuestra historia.
Alguien visionario y resignado dijo que nada de lo humano
le era ajeno , y uno tiene la sensación de que todo lo acontecido
sobra para pintarnos enteros, de que para muestra sobra un
botón, de que hay una unidad en el barro que nos hermana y
nos confunde.
Están en nosotros, como ayer, el valor del guerrero, el
egoismo de los jefes, la huida de los cobardes, los éxodos del
hambre, la furia contra los enfermos, los locos, los genios; la
serenidad de los mártires, la planta orgullosa del conquistador
hoyando el nuevo suelo, el nuevo continente, el nuevo planeta;
la mano firme del opresor, la frágil filigrana del arte; el sexo
brutal, angurriento, cadenero; los mezquinos anhelos de techo
y de pan, de aceptación social, de poder.
El hombre sigue sumido en la oscuridad de la repetición,
sus mediocridades predecibles desilusionan, desengañan.
Somos, en términos de valores y virtudes, más chatos que
cinco'e queso.
Claro, ya sé, por supuesto, que siempre sirven las sombras para
distinguir la luz, pero las excepciones, que las hay, nos honran
pero no nos salvan, y estadísticamente, mayoritariamente,

abrumadoramente, la gente se mueve por instintos bajos y
mundanos, por grises líneas de baja resistencia, por impulsos y
deseos vergonzantes, por el acopio de prendas, billetes o metros
cuadrados cubiertos, por miedos y costumbres sin sentido, por
conclusiones brutales, miserables.

Somosunrosarioderisotadasobsecuentes, deunaignorancia
prepotente y avasalladora, de una herejía e irrespetuosidad casi
unánimes.

Hay quienes tienen el consuelo de la fe, de la creencia en
una justicia superior, en una vida ultraterrena. Para los que no,
eso es solo un guiño más de la cobardía humana, un detalle
en el cúmulo de creencias populares y pintorescas que nos
acompañan como amuletos.

Digamos, entonces,que la vida es un páramo yermo y áspero,
y que la derrota total esta clara de antemano. Sólo es posible,
quizás, una victoria individual, un final honroso en tablas, o
una compadreada contra el destino.

Don Eduardo
Don Eduardo llego al barrio de grande. Con una vida hecha,
o más bien sin hacer.
Viejo piola. Solterón. Atorrante jubilado. Llevaba encima
esa bondad que da el haber hecho ya todas las maldades, y
que lo deja a uno generoso, seco de envidias y orgullos vanos.
Como de vuelta, digamos.
Sabe que lo enterraran soltero, porque a esa edad ya casi
nada tiene arreglo. Pero es feliz, como puede serlo un ciego de
nacimiento, o un rengo que termina encariñándose con su pata
de palo.
Ha logrado salvarse de la nostalgia y la autocompasión.
Acorraló a los pocos cucos que lo acosan en la cocina, de
donde salen a acompañarlo en silencio durante la cena, parados
alrededor de la mesita cuadrada, mientras el viejo come sin
levantar la vista; despacio.
Nada grave. Nada que unos tangos bien fuertes en la radio
no puedan espantar.
De entrada se los compró a todos con la sonrisa y el saludo.
Con esos ojos claros de gringo bueno.
Y con el acordeón, que toca para las fiestas en el banco de
piedra de la vereda.
Hay dos formas de llegar a viejo, basicamente. Como Don
Tulio y el Tano de la esquina, resentido y envenenado. Quejoso,
cabrón y mal arriado. O como el viejo Eduardo, que se ha acu
rrucado en un lugar más allá del bien y del mal, y que ve pasar la
vida como una revista colorida en la sala de espera del dentista.
Sobrador, tranquilo casi, sonriente. Deseando solamente que

todo, al final, sea rápido y sin dolor, digno.
De tarde se va al club y de mañana a los burros. Todavia se

sube a la bici boleando la pierna derecha por detrás del asiento,
como cuando era pibe. Y se va pedaleando despacio, con el
broche en la botamanga y la camisa invicta.

Como no tiene apuro y nadie lo espera en ninguna parte,
cualquier vecino puede arrancarle historias del ferrocarril o
de cuando atajaba para el club, con solo arrimarse al banco de
piedra de la vereda. Es el dueño de los bueyes perdidos.

Las manos le tiemblan un poco, pero cuando toca el acordeón
el temblor se hace ritmo de vals o de polca, y el viejo se llena
con ese aire de mago con que la gente simple ve a los músicos.

Una vez, hace años, mató a un tipo. Pero eso es otra historia.
Hoy conoce a todos los pibes de la cuadra, aunque no recuerde
los nombres. Nene, pibe, querido, dice. Y ningún perro lo
chumba, ni en bici.

Siempre alegre, tranquilo.
Y aunque el viejo nunca creyó en nada, ni dejo de creer, con
el tiempo le ha ido tomando miedo al silencio de las noches.
Al traqueteo de huesos y a esa mujer de negro que arrastra un
carro desde la esquina y se arrima despacio. Todos los días un
paso. Más aun después de ese año del invierno largo, en que se
llevó a tres viejos de un tirón.
Y aunque pone los tangos cada vez más fuerte, a veces la
escucha o la imagina, cargando a la señora de al lado del taller,
flaca y cansada. O cruzando la calle despacio para apilar en el
carro a la esposa del tano, triste y agradecida.
Y se le seca la boca, como cuando le pateaban penales.

El 3
La vida es, entre otras cosas, hermosa, cruel y despareja.
Se inclina, se ladea, caprichosa y remolona, impredecible y
déspota.
Favorece ciega e ingrata.
De guapa nomás, nos ha hecho más diestros que zurdos.
Señores, faltan zurdos.
Por eso los potreros del barrio se agolpan hacia la derecha.
No hay zurdos.
La vida es asimétrica. El fútbol también. No hay wines
izquierdos.
Cada uno engancha hacia su perfil natural, y hasta el pasto
esta más raleado por el carril derecho.
No hay marcadores de punta izquierdos.
¿Quién va a marcar la subida por derecha de los hábiles,
numerosos, zigzagueantes wines diestros que desbordan por la
linea?
¿Quién va a cortar los centros?
¿Quién va a anticipar y salir jugando con el 5?
Surge aquí la figura heroica del numero 3 derecho. El que
siendo de perfil diestro se acomoda por la izquierda para cubrir
un hueco que la homogenea humanidad ha creado.
Rindámosle aquí un pequeño homenaje a este personaje
anónimo y generoso. Excluyamos pero, a quien juega de 3 sólo
porque no sabe donde pararse y algún índice le señala el borde
desierto de la zaga. O al que ocupa cualquier puesto por no ir
al arco. Hablamos del 3 que sabe que jugaría mejor de 4, o de

8, pero que sacrifica su perfomance personal para cumplir una
función necesaria para el equipo.

Y se come los caños. Y se banca los insultos. Y la revienta
de puntín con la de palo. Y cumple. Con maña y oficio, o a
destiempo y con ful, pero cumple.

Señores, faltan zurdos, pero sobra corazón. Vengan de a
uno.

El asado 1
En el principio fue el fuego, eterno y primitivo.
El hombre de rodillas lo acuna con sus manos y su aliento.
Lo alimenta sin prisas. Lo convoca.
La llama incipiente flaquea, pero el hombre conoce bien el
juego ancestral y se estira para soplar en la direccion correcta.
La llama responde, mágica y sagrada. El fuego se afianza,
crujen las primeras maderas.
El hombre se pone de pie. Lo observa atento y lejano. Otros
se acercan a observar. Lo conocen, es otra vez el viejo ritual, el
mismo de siempre.
Solo lo ven arder callados. Sin respuestas, sin preguntas. De
pie alrededor del antiguo misterio.
La chapa acanalada lo separa del piso. Lo aisla y lo limita.
El primer hombre se quita la camisa, sera el asador.
Ahora los hombres conversan, arriesgan consejos, intuyen
sentencias. El asador no ha quitado la vista del fuego, elije la
parquedad y la paciencia.
Ninguno lo ayudará si algo sale mal. Si el calor es demasiado
o si las brasas se acaban. Él es el único responsable y lo sabe.
Lo siente como una corona y como un yugo. Sólo de él será el
aplauso final en la mesa o los murmullos feroces de la crítica.
Sabe también que el asado a punto hace olvidar las demoras,
por eso ya ha comido algo, para que el hambre no lo traicione
y se arrebate la carne.

Calcula horarios y habla con una de las mujeres. Ellas se
encargan de la periferia de la carne, las ensaladas, las bebidas,
los postres.

Ahora son otros los hombres que comentan y observan.
El asador se refugia en un silencio amable. Es un sacerdote
en pleno sacrificio. Arquea la espalda ya brillante de reflejos
rojizos y comienza a limpiar la parrilla.

El asado 2
El perro se acerca a la parrilla insinuando una timida espiral.
Se arrima y recula, nervioso pero paciente.
Lo han espantado ya un par de veces. Incluso el asador le
arrojó un par de piedritas gritando juíra!
El perro ha sabido mantener la distancia justa, como un
boxeador en las vueltas de estudio. Intuye que su triunfo radica
en la paciencia y no en el heroismo.
Las mil jaurias ancestrales escondidas en su sangre parecen
empujarlo.
Solo una escoba artera lo ha sorprendido desde un lugar
inesperado y lo embistio de refilon casi en los cuartos. Han
sido los chicos, los más crueles, los más peligrosos. A ellos
les teme más que a nadie, porque aún no ha nacido en ellos la
compasión, que sólo crece con el dolor propio de la vida.
Ya ha redibujado la espiral ganando algo más de terreno.
Solo el asador lo separa de la carne.
El hombre da dos pasos para alinearse y se planta,
observándolo.
Ambos son hijos de una raza de supervivientes, de un amor
desesperado por la vida . Millones de años no han cambiado
las cosas.
Sólo al hombre puede perderlo el orgullo, el animal conoce
sus limites y los acepta. Se aleja a esperar los huesos.



El asado 3
Los más peligrosos son los chorizos: embutidos traicioneros,
vengativos. Y los chinchulines claro; los chinchulines.
Escurridizos, piróbatas, suicidas, tratando de inmolarse en las
brasas a través de las ranuras de la parrilla.
Hay algo de tosudez en la agresividad postmortem del
chinchulín, del chorizo reventón que como una última
venganza prolonga el escupitajo hirviente hacia el parrillero o el
comensal, con una certeza que las estadísticas serían incapaces
de explicar.
El riñon y las mollejas son más dignos, más pasivos, y se van
resecando en su lugar sin tanto quejido, sin el seseo de la carne.
Hay una barrera de cenizas que en el borde de las brasas
contiene la grasa que gotea.
Las brasas forman un circulo debajo de la parrilla, y estirado
del lado del hueso, esta el asado de tira. Sin cortar y con sal
gruesa. Hay un crepitar parejo y un olorcito a carne que podría
despertar a un muerto.
La morcilla esta indiferente. Apenas con un brillo de sudor.
Se irá de las primeras a la mesa, desde donde ya llegan la charla
animada, los reclamos jocosos y las bromas al asador.
Las primeras achuras provocan un desparramo displicente
de los porotos del truco. El vacío exquisito, estelar, esperado,
será de los últimos.
Sobre la parrilla repleta, crujiente y olorosa, la postal del
asado: la misa gastronómica argentina, el homenaje viceral a
la madre vaca, un altar de hierro a la mejor carne del mundo.
Al asado, y al gran pueblo argentino, salud.



El asado 4
Estan los preparativos de gala. El quedirán. Las sonrisas al
espejo. Las mujeres apretando labios pintados, arrepintiéndose
de vestuarios largamente preparados, preguntando por teléfono
pareceres y preferencias o consultando con hijas desganadas.
La semana de dieta coronada por la peluquería o los ruleros.
Los hijos aún en edad de obedecer condenados a sus ropas
más nuevas y más incomodas. Prometiéndose nunca entrar a
ese mundo adulto que empiezan a vislumbrar.
Los hombres ajustando corbatas. Cerrando la casa. Haciendo
quizás un nuevo agujero en el cinto. Tratando de recordar
los nombres de hijos de amigos que se escapan y confunden,
sabiendo la tragedia que podrían generar y los meses de
recriminaciones femeninas que les esperarían.
Documentos, llaves, pañuelos. Vamos que es tarde.
En el medio de todo está el asado en el club. Los saludos, las
alegrías sinceras o simuladas de reencontrarse con alguien. La
suave decantación de los grupos, de las mujeres y los hombres
que se separan, de los chicos que se juntan.
La elección cuidadosa y como al descuido de los lugares a la
mesa. El truco y los chismes. El aplauso al asador. El vino que
hermana, que hace olvidar tanta pavada. El silencio pasajero
del hambre.
Y después, por fin, llega la hora sin tiempo del final. Después
de la sobremesa formal. Cuando los músicos se sientan a comer,
cuando la música es el murmullo de la vajilla que se junta. El
tiempo de la calma, las confesiones y la franqueza. Del rimel y
el rouge descuidados, de las medias corridas. De las corbatas

flojas, en los bolsillos o en la frente. De los dulces silencios que
antes eran insoportables.

Tratar de conseguir un pedazo más de postre, aunque
engorde. Descubrir lo lindas que estan las hijas del vecino,
descalzas ya de tacos. El alcohol en la sangre que hace mejores
los chistes verdes, los besos, los abrazos.

Alguien hace astillas el clima con un comentario obceno
sobre el trabajo. Todos se despabilan. Mañana volverán la
mezquindad y el orden. Se despiden prometiéndose encuentros
imposibles.

Algunos elijen volver caminando, pasar por la panadería ,
juntarse a desayunar. Prolongar un poco más tanta belleza.

El cornudo
La figura esta tan usada, tan gastada. Es tan obvia y recurrente
, que después del batacazo inicial ya casi no sorprende. Y menos
hoy, que esta todo tan podrido, reventado y dado vuelta, como
dicen las viejas.
El, cincuentón, platudo. Embanderado en la fanfarronería y
la alharaca.
Ella, puta, por sobre todo. Sin alegatos ni atenuantes. Joven y
linda. Casada, y esto es lo más relevante, con el pobre cornudo
de mitad de cuadra. La casa con puerta de chapa verde.
No es que a él le sobre la plata, como les gusta exagerar a los
vecinos, entre mates, risas y comentarios envenenados. Pero le
alcanza para ser el mejor vestido del barrio, convidar cigarros
buenos y dejar propinas casi ofensivas en el café.
Razones más que holgadas para comprarse sonrisas, saludos
y palmadas de quienes después, a sus espaldas, hacen chistes
sobre virilidades caducas y vitaminas especiales.
Ella tiene los ojos picaros y oscuros. Es un piojo resucitado.
Rata cruel del peor linaje.
Aunque él le compra vestiditos de mal gusto y zapatos caros,
ella sabe bien que todos la ven como a una doméstica con
uniforme nuevo. Que le toleran el saludo por hipocresía.
Así que barre a las mujeres con una sonrisa burlona y sólo
saluda con todas las letras a los hombres, con preferencia
evidente hacia los casados, que la miran de atrás sin disimulo.
Puta. Muy puta.
Y algúnos no pueden evitar imaginar la panza crecida y
desnuda del viejo refregándose contra la negrita, o sus secretas
muecas y sudores, y entonces les parece bien claro que el amor

es loco, que las mujeres son capaces de cosas terribles, o que
hay cosas que el dinero no debería poder comprar.

Y mientras tanto, a mitad de cuadra, detrás de la puerta de
chapa verde está el esposo, el cornudo, con su mejor cara de
otario.

Ciego, como atenuante. Toto, para más datos. Para cumplir
con el deber anecdótico y nominal. Para llenar el rol milenario
y patético del marido con cuernos.

Y esta todo dicho, aunque lo mejor, lo jugoso del caso
todavía no se entienda. Porque pasado el jolgorio inicial;
después del festival pirotécnico de comentarios que chispearon
e inundaron la cuadra desde el almacén de la colorada; después
que contagiado por las mujeres se hiciera el tema obligado en
las sobremesas familiares; después de que ya en boca de los
hombres fuera presa de las primeras bromas y carcajadas en el
taller, una vez que se fue apagando el fuego de la novedad, que
se aquietaron las aguas de los chismes, las miradas burlonas,
los comentarios cómplices, los sobrentendidos, una vez que
pasó todo el circo, unos meses después del momento casi
indecible en que el viejo y la negrita entraron oficialmente en la
clandestinidad, fue quedando, como una piedra cuando baja la
marea, enorme y brillante, el dilema de Toto, el cornudo.

Porque mal que mal, sin entrar en planteos éticos, religiosos
y morales, todos podían entender, casi tomar partido por el
viejo o la mulata.

Hacia él confluyeron con mayor o menor furia, el asco
real de los puritanos y el fingido de los envidiosos. La lástima
sincera de algún utópico del amor, el Flaco entre ellos. La
admiración declarada de los amigotes, los vagos, los atorrantes,
los tramposos del bar de la avenida, para quienes los hechos

meritorios de la vida están ligados a las artes turbias y los
chanchullos.

Ella fue en cambio, para las madres aleccionadoras, el blanco
de ejemplares peroratas a hijas vírgenes con ganas precoces de
dejar de serlo. Y fue mordida por la forma de la envidia más
cercana al odio, hacia su ropa cara, hacia su culo firme, hacia
su alegría sincera.

Pero lo desconcertante, lo inconcebible, era la actitud de
Toto. La cara de otario insolente y porfiada. El misterio y la
sospecha.

Porque si la cara era de auténtica ignorancia, entonces se
justificaba lo que algúnos sentían. Una epidermis de burla para
tapar la pena más honda que un hombre siente hacia otro.
La confraternidad, el sindicato de los hombres le arrojaba un
manto de piedad salvador y un resquemor arcaico hacia todas
las mujeres. Pobre Toto.

Pero si no.
Y acá empezaban las discusiones. Entonces quizás una
sospecha que atemoriza, un conocimiento que degrada, una
supervivencia a costa de cualquier precio, un agravio a todos
los hombres.,
Y entre la pena, la burla y la bronca, los hombres se permiten
un espacio para el temor y la filosofía tanguera. Porque después
de todo, uno nunca sabe, y al mejor cazador se le escapa la
liebre.



El empacho
La mesa de quesos era toda una invitación. Mientras otros
se enredaban en vueltas de vals con la quinceañera, el Flaco se
entregó desbocado a los placeres de la gula.
Ha sido una inconciencia, un exceso, y ahora debera pagar
sus culpas.
La mujer ha venido desde lejos, más allá de la avenida. El ha
interpuesto su desprecio decreciente durante varios días, pero
la desesperación lo ha hecho cómplice en el silencio.
Ahora ella despliega sobre el el arsenal de sus fetiches. De
boca sobre el lecho ha soportado los estertores de la piel de
su espalda sin un quejido, y se ha prestado de mal gusto pero
obediente a medirse con cintas y codos que se desdoblan, a
gotas de aceite en la palangana de chapa llena con agua.
Ella invoca poderes que los exceden y sentencia la solución.
En él se mezclan la incredulidad y la gratitud.
De repente lo ha envarado la necesidad , al fin. La rigidez de
los miembros lo obligan a un paso sin gracia pero veloz hacia el
pequeño cuarto. Allí es donde el río llega a la casa, después de
una telaraña de ductos y canales.
El ojo del río lo mira sentarse. Siente el frío plástico en las
nalgas.
Ahora la tropilla desbocada, la estampida contenida más
de la cuenta, las presiones de la marisma interior se hacen
presentes.
Trata de controlar la situación pero la naturaleza lo supera.
Siente abrirse las puertas del infierno. Crispado y sudoroso,
contiene el aliento. El terror le ha cerrado los ojos.

Jura y promete por todos los santos y la virgen, que de ahora
en más será un hombre bueno.

El grito de la carne pone una lágrima en sus ojos. Por un
momento duda, no se cree capaz y evalua la posibilidad de
contenerse, de cerrarse en sí mismo, de tragarse lo que es parte
de su ser y no liberarlo. Piensa en opciones quirúrgicas.

Entonces, ya transido por el sufrimiento, traspone el
mezquino umbral de las especulaciones y alcanza ese lugar que
dignifica a los hombres. La decisión sublime, el grito de guerra
del kamikaze orgulloso, del gaucho salvaje de la montonera.

Abre los ojos, respira. Por un segundo todo es oscuridad y
dolor. Parece que las paredes se alejaran.

Algo de él se abre, se pierde, se integra a un universo de
redes y tuberías, se va a navegar por aguas lejanas.

-Ya pasó, ya pasó, se repite.
Que rápido se olvidan las promesas. Ahora todo parece un
mal sueño. La próxima vez, piensa el Flaco, probara con mate
frío.

El último amague.

Barrilete cosmico, de que planeta viniste!? (vhm)

A la Vaka, que lo vivió conmigo.
A veces el tiempo y la repetición agobian la inocente magia
de las primeras veces , por eso nada refresca tanto como
deslumbrarse con algo nuevo. Es cierto, pero otras veces se
apagan los ribetes superfluos y resalta con claridad lo que es
realmente importante, la cereza sobre el postre, la frase más
hermosa de una canción que nos emociona, una curva especial
en el cuerpo de una mujer.
Y mirá que han pasado años. Que lo he visto de nuevo
muchas veces y que lo veo, como hacemos todos, de memoria,
sin necesidad de cerrar los ojos. Pero ese amague de zurda, el
último, genial, imprescindible, todavía me desborda.
Porque cualquiera (cualquier otro, claro) desde donde
vos estabas, pisando el área chica, casi cayéndote, con uno
apurándote de atrás y Shilton saliéndote a tapar incrédulo y
desesperado. Cualquiera, todos (menos vos, claro) hubiera,
hubiéramos (digo con vergüenza casi) tirado el pase a Valdano
(porque además lo viste, seguro que lo viste) entrando por
izquierda. O la hubiéramos picado con la zurdita , cara interna,
al segundo palo. O hubiéramos cerrado los ojos y fusilado
a quemarropa. Y entonces lo hubiéramos gritado y nos
hubiéramos abrazado igual.
Pero no, no, no.
Entonces vino el último amague, de zurda, para afuera,

contra la raya, increíble, sutil, sobrador, perfecto. El amague
más inconcebible y loco de una jugada que ya era inconcebible
y loca. Porque cuando despatarraste a los 3 primeros en mitad
de cancha con esa calesita y arrancaste por derecha con el pecho
inflado, imparable; después de romperle la cintura al insai
izquierdo, cuando vos ya sabías que iba a ser gol y nosotros
te seguíamos sin animarnos a creerlo, 30 millones de almas
corriendo detrás de tuyo, agarrados a tu camiseta, esperando
gritar el único gol que no pude gritar porque fue mucho, viejo,
fue mucho.

Después del cambio de paso en el borde del área grande,
entrando con todo, volado (hasta donde querías ir?) y cuando
ya todo estaba más allá de lo creíble, cuando ya estábamos en
las puertas del milagro, cuando ya habías dibujado la estela
indeleble que nos iba a acompañar en la memoria para siempre,
hasta que la muerte o la arterioesclerosis nos lleven a lugares
más oscuros, entonces metiste el último amague, apenas con
la cintura. Esa yapa que empuja algo que ya es muy bueno al
terreno de lo sublime.

De zurda, para afuera, contra la raya. Como un mago que
no se cansa de sacar conejos cuando el telón ya le cae encima.

Y nos dejaste a todos atrás, nos quedamos en el piso con
el arquero, revolcados, con la boca abierta. Viste lo que hizo?
Mirándote ya sonriente sobre el pasto, desesperado por
levantarte y gritarnoslo a todos, por festejarlo como sólo vos
festejabas los goles.

Gracias, Diego. Te pasaste.

En la tele
En la tele están dando futbol. El partido es trabado y sucio.
Ni siquiera el consuelo de la violencia.
Desde el valle de la desesperanza el Flaco ve al marcador
derecho reventarla contra el alambrado. Desde el fondo del
aburrimiento se lanza hacia la impotencia y la bronca.
Se hace el lateral. Un defensa sube por sorpresa y el volante
lo releva, como les enseñó el técnico de las inferiores.
El Flaco mira pero no ve. Ya no esta en el partido. Se ha ido
corriendo por otros campos.
Piensa que en el fútbol, como en la vida, hay quienes llegan
a jugar en primera más por perseverancia que por talento.
Ya tiran el centro. Muy cerrado. La pelota pica y sale por
línea de fondo. Saque de meta.
El Flaco se ha empecinado en las analogías. Ahora piensa
en ciertas etapas de la vida. En la infancia uno es como el pibe
que alcanza la pelota. Todo lo sorprende, todo es admiración.
Una alocada carrera desgarbada, un berretín desaforado por
alcanzarle el fútbol a los que juegan. A los tumbos, feliz y
atropellado. Soñando con el día en que lo llamen para jugar de
titular.
Después la etapa estelar. El árbitro que dice siga, siga. Nada
puede detenernos, siempre para adelante a fuerza de corazón y
de talento.
La etapa volante central. Recuperar la pelota, regular el trote
hasta el cambio de aire, levantar la cabeza, largarla de primera
sin engolosinarse, especular con el tiempo, pensar en el equipo.

Y un día es la etapa del 9 veterano. El viejo gladiador cansado
que ya trabaja para el bronce, para la mística y la leyenda. Que
busca y paladea cada aplauso de la hinchada. Que juega para
la tribuna, para la última gambeta consagratoria que lo deje
mostrar lo que sabe. Para salir del campo aplaudido, con paso
canchero, emocionado.

Al final el socio vitalicio. Trajeado anacrónico y peinado
con raya. Recordando en vitrinas de trofeos campeonatos
olvidados. Hablando de tiempos que ya son sólo fotos viejas.
Esperando por el pitazo final del árbitro y que se apaguen las
luces del estadio.

Todo esto ha pensado el Flaco entre el remate del arquero y
un cabezazo mordido en tres cuartos de cancha.

Ful de ataque.

Entregá la nena
Callado, la vez pintarse en el espejo
Con esas formas que ya no son de nena
Y por más que te exprimas la sesera
Sabes que va a sonar en la catrera.
Porque fuiste varón y calavera
Sabes lo que la barra anda buscando
Ahora se te dio vuelta la tortilla
Y te pasaste de apuro al otro bando.
Porque fuiste donjuan y mujeriego
Tus recuerdos hoy son tus pesadillas
Verle la cara a dios en una pieza
Es el pronto destino de tu hija.
La van a machetear, no tengas dudas
Ya no podes parar la perinola
Es la ley del talión, la de la oreja,
Es la vida que es una moraleja
La vieja, que no entiende estas cuestiones,
Esta chocha ´e que la sigan los muchachos
Y vos, que ves venir los tiburones,
En vano haces cruzdiablo y pidogancho.
Jugado en la vigilia de tus noches
Le andas pidiendo al diablo un pacto eterno
Con tal de que a la nena la perdonen
Dejar pudrir tu alma en el infierno.



Está la magia
Está la magia. Es indudable. Desplegada como un manto
sobre algúnos rincones del barrio.
La prueba irrefutable son ciertas esquinas de nostalgia casi
palpable; instantáneas en claroscuro de callecitas desiertas
que se dan algúnas noches de martes o miércoles, de un
aburrimiento casi perfecto. Andares cansinos de gatos sobre
paisajes grises. Bolsas de basura, paredones, silencios.
Amalgamas vespertinas de hamacas, chicos y pelotas que
desparraman un clima de alegría que se abre desde la plaza y
va tomando las casas por las ventanas, los balcones, las puertas.
Los climas tienen algo de líquido que se extiende, se espesa
o se diluye. Dos miradas pueden inundar una habitación, una
mirada lejana puede vaciarla. Así son de escurridizos los aromas
de la magia, cosquillas tan tímidas que apenas se sienten si se
contiene el aliento, si se cierran los ojos.
Está la magia. Es indudable, pero se da en lugares azarosos
y en horas caprichosas. Se muestra en el calor de las siestas con
chicharras, cuando lo único que parece moverse es el sonido
zumbón. Se da en amaneceres de pájaros y nieblas.
Está la magia. Es indudable, pero es difícil contemplarla de
lleno. Podemos alcanzar un vistazo de sus formas, casi como
cuando se llega tarde a una broma y solo se escuchan los últimos
suspiros de las risas.
La percibimos inalcanzable, como cuando se llega a la
sobremesa y uno esta condenado sólo al café de la despedida.
Pero está la magia. Es indudable. Se asoma en el dibujo de las
hojas caídas y los charcos; en la combinación violenta entre los

colores de una manguera de jardín y la bolsa de los mandados
de una vecina.

Se nos da, avara, en chispas y sombras sutiles.
Y es que la magia del barrio es humilde y pobre. Sin
esplendores gloriosos, solo con matices de gris. Y su música
no es la de fastuosas orquestas sino la de pianísimos solos de
susurros.
Una magia suave de dioses apócrifos, que se ocultan de
la gente para ayudar desde un tímido anonimato o acechar
arteramente. Algunos indicios, sin embargo, los delatan:
Los rezongos de los linyeras y los monólogos de los
borrachos,
las caídas de los coquitos de los paraísos,
las sombras que esquivan los bichitos de luz,
los goles imposibles de errar que se van afuera y los extraños
efectos favorables cuando el club juega de local
los silencios en las reuniones cuando un ángel pasa,
los rinrajes misteriosos a mitad de cuadra,
las baldosas flojas que escupen en días secos,
los ininteligibles pero sospechosos mensajes entre grillos,
los vidrios que se rompen en los altillos,
las comidas de los perros que desaparecen,
los gallos a deshoras,
los perros que ladran al unísono,
las cartas que no llegan,
las compras que faltan a las bolsas de mandados,
las cremas que se cortan,
las mascotas recuperadas y los canarios liberados.

Apenas es esa la tenue magia de los dioses del barrio.
Dioses de olimpos con piso de tierra, de casas abandonadas,
de domingos de pastas.
Dioses que andan en ojotas y sin afeitar, con el aliento de los
peores vinos.
Dioses berretas, de ropas usadas y poderes lavados como
mates viejos.
Dioses mangueros, ratas, chantas.
Perogrullos que pisan rastrillos para hacer reir a los pibes.
Dioses de a pie y de pitucones en las pilchas, de jetas largas
y buenas.
Dioses vagos, tristes, de dientes cariados.
Dioses que juntan puchos del piso y duermen siestas de 3
horas.

Hay fatos que no
Hay fatos que no me los trago. Una sonrisa de saco y corbata
tocando el timbre para vender algo, los finales de joligud, la
cara del perro cuando sabe que metió la pata, el alegato de un
boga, la mirada inocente de algúnas minas, las declaraciones de
un delantero después de hacer un gol de carambola, los mimos
del gato durante la cena.
La verdad brilla austera y simple, como un cuerpo desnudo.
Por eso creo en la última frase de discepolin y no en otras tantas
glamorosas y engoladas.
No creo en un general salvado por un sargento heroico que
al agonizar habla de batir al enemigo, en vez de putearlo. Ni
creo en su caballo blanco cruzando los Andes. Si creo en una
camilla a lomo de mula y en un hombre enfermo tosiendo y
soñando con una patria enorme. No creo en las fanfarronadas
de Ali, pero si en la mirada al reloj de Carlitos. No creo en la
infalibilidad de un viejito del vaticano, pero si en el consejo
alcohólico del cura de la capilla del barrio.
No creo en las frases altisonantes en los umbrales de la
muerte, creo en una nota desafinada en medio de la musiquita
de la vida, en un silbido que se corta cuando nadie lo espera.
Por eso no creo en el grito de Jerónimo, pero sí en las palabras
finales de Discepolín, que se cansó de escribir frases perfectas
y lo último que la muerte le dejo decir fue un “alcanzame el
pulover de alpaca que tengo frio” Y chau.

Hay vida antes de las 10
Hay vida antes de las 10. Hay despertares y preámbulos.
Desayunos y salidas.
Hay vida antes de las 10, aunque el Flaco no la viva, la ignore,
la duerma obscenamente en la generalidad de sus días.
Existe la mañana temprano, la madrugada, la primera hora,
aunque el Flaco se enriede en las sabanas indiferente.
Hay aprontes, rituales matutinos, bostezos, descargas en los
baños.
Mientras el Flaco sueña cosas que después no va a recordar,
hay despertadores que suenan, pitan, chillan, zumban.
Y hay un ejército de pantuflas, de pavas en hornallas, que
comienzan el día.
Hay duchas, grifos que se abren, conciertos de peines y
cepillos.
Hay vida antes de las 10, aunque el flaco no la imagine o
no le importe, y siga estirado oblicuo sobre la cama revuelta,
los parpados lagañosos, el pelo desordenado, la vejiga llena. Y
comienza el increscendo de voces y cerraduras frías, de garages
abiertos. Y se uncen caballos o se calientan motores. Y se
cabecean buenos días a vecinos soñolientos. Y se pueblan las
terminales y las estaciones, y salen los trenes, y se estiran los
brazos en las paradas. Y hay abrigos que bailan y amaneceres
frescos de pájaros.
Pero el Flaco nada.
Hay listas de mandados que se garabatean. Hay quienes
hacen el amor, quienes encienden las radios, las luces, los
televisores.

Hay camas que se abandonan y sábanas que se alisan, se
extienden o se estrujan mojadas. Hay panaderos insomnes y
canillitas andariegos. Hay diarios que saltan tapias y cercas de
jardín, que se despliegan crujiendo.

Hay vida antes de las 10, aunque el Flaco se empeñe en
desnudar el colchón, en construir un puente de baba entre la
almohada y la mejilla.

Hay pantalones que suben y se ciñen, siseos de cremalleras
y botones que se aparean. Hay sesiones de gimnasia, teléfonos
ansiosos con avisos postergados.

Hay piyamas arrugados y bicicletas cansinas. Sobresaltos
tardíos y taxis urgentes.

Hay veredas que se barren, pisos que se baldean, porteros
simulándose atareados.

Hay mates dulces y amargos, cafés y ayunos. Hay agua que
llueve desde las regaderas, chirridos de persianas y postigos.

Hay vida antes de las 10, y el flaco ronca.

Invitación
A los señores socios y vecinos,
se les invita cordialmente a los festejos correspondientes al
aniversario del club.
Se realizara un asado con bebida a la canasta a las 20 horas
del día sábado próximo.
El bono contribución será de 10 pesos.
Traer cubiertos.
Si sos amigo del club
O querés hacerte amigo
Este sábado festivo
Brindemos a su salud.
Con asado familiar
Para todo el vecindario
Este nuevo aniversario
Lo vamos a festejar.

La Placita
Dicen que me fui del barrio...¿cuando? si siempre estoy
volviendo
Es de noche pero no es tarde. El barrio respira grillos y
frituras. Ya no llueve.
El Flaco se tira del bondi en la parada de siempre y va
tranqueando las dos cuadras que lo separan de su casa, de la
verja verde y el jardín, del beso de la vieja, ritual y cariñoso.
Gambetea un par de charcos y barre con la vista la placita de
la esquina. Quizás sea esta o algúna parecida, la imagen que le
trae al Flaco la palabra barrio.
Cuando le hablan de guerra es algo así como soldados de
verde sobre un campo embarrado, algúnas explosiones con
humo. Y cuando alguien nombra Mirta es definitivamente una
maestra de segundo grado. Pero con barrio es casi siempre la
plaza, las hamacas, las margaritas que había en el frente de la
casa antes que asfaltaran la calle.
A veces no son tanto las margaritas y es más una vereda
de baldosas, pero casi siempre es la plaza, o algo de la plaza
mezclado en el coctail instantáneo que se le viene a la cabeza
cuando piensa en el barrio.
Y si se demora un poco en la idea, si remolonea en la palabra,
si se baja de la frase como de un bondi, entonces el Flaco ve
también chicos que juegan a la pelota, vecinos sentados a
la puerta, algúnas esquinas conocidas y el coche del viejo
estacionado. Todo mezclado en una estampa confusa pero
familiar, vagamente enmarcada de arboles y a la siesta.

Así piensa el Flaco, aunque pensar no sea la palabra justa.
Y sabe también sin pensarlo, que la casa de los viejos va a ser
siempre su casa. Aunque se mude, aunque la tiren abajo. Y que
su barrio va ser siempre ese. Aunque la calle ya no sea de tierra
y no haya margaritas en el frente.

Lo sabe sin pensarlo, como si lo sintiera en la nuca y el
estomago, como se siente una tormenta en el aire, o como se
sabe que una pelota va a ser gol antes que entre al arco.

Después de cada escapada geográfica más o menos distante,
el único lugar en el mundo donde el Flaco siente que vuelve y
no que llega es el barrio.

Los limites del barrio son también difusos, y no tienen que
ver con los registros catastrales, así como la idea del barrio no
se ajusta a la que da el diccionario.

Si se viene del centro, la entrada estaría cerca de la fuente
del parque. Viniendo desde afuera serian los semáforos de la
avenida. Y llegando desde el rio, las vías del tren, o la calle del
club, según la hora y el estado de animo.


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