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Published by Alan García, 2020-11-18 21:04:46

El Ingenioso Hidalgo Don Quijote De La Mancha

http://E-BooksS.Blogspot.com – By priale



Dios de todo corazón, y luego a su señora Dulcinea. Y es de saber que, llegando a este paso,
el autor de esta verdadera historia exclama y dice: «¡Oh fuerte y sobre todo encarecimiento
animoso don Quijote de la Mancha, espejo donde se pueden mirar todos los valientes del
mundo, segundo y nuevo don Manuel de León, que fue gloria y honra de los españoles
caballeros! ¿Con qué palabras contaré esta tan espantosa hazaña, o con qué razones la haré
creíble a los siglos venideros, o qué alabanzas habrá que no te convengan y cuadren, aunque
sean hipérboles sobre todos los hipérboles? Tú a pie, tú solo, tú intrépido, tú magnánimo, con
sola una espada, y no de las del perrillo cortadoras, con un escudo no de muy luciente y limpio
acero, estás aguardando y atendiendo los dos más fieros leones que jamás criaron las
africanas selvas. Tus mismos hechos sean los que te alaben, valeroso manchego; que yo los
dejo aquí en su punto por faltarme palabras con que encarecerlos».

Aquí cesó la referida exclamación del autor, y pasó adelante, anudando el hilo de la historia,
diciendo: que visto el leonero ya puesto en postura a don Quijote, y que no podía dejar de
soltar al león macho, so pena de caer en la desgracia del indignado y atrevido caballero, abrió
de par en par la primera jaula, donde estaba, como se ha dicho, el león, el cual pareció de
grandeza extraordinaria y de espantable y fea catadura. Lo primero que hizo fue revolverse en
la jaula, donde venía echado, y tender la garra, y desperezarse todo; abrió luego la boca y
bostezó muy despacio, y con casi dos palmos de lengua que sacó fuera se despolvoreó los
ojos y se lavó el rostro; hecho esto, sacó la cabeza fuera de la jaula y miró a todas partes con
los ojos hechos brasas, vista y ademán para poner espanto a la misma temeridad. Sólo don
Quijote lo miraba atentamente, deseando que saltase ya del carro y viniese con él a las manos,
entre las cuales pensaba hacerle pedazos.

Hasta aquí llegó el extremo de su jamás vista locura. Pero el generoso león, más comedido
que arrogante, no haciendo caso de niñerías ni de bravatas, después de haber mirado a una y
otra parte, como se ha dicho, volvió las espaldas y enseñó sus traseras partes a don Quijote, y
con gran flema y remanso se volvió a echar en la jaula; viendo lo cual don Quijote, mandó al
leonero que le diese de palos y le irritase para echarle fuera.

-Eso no haré yo -respondió el leonero-; porque si yo le instigo, el primero a quien hará pedazos
será a mí mismo. Vuesa merced, señor caballero, se contente con lo hecho, que es todo lo que
puede decirse en género de valentía, y no quiera tentar segunda fortuna. El león tiene abierta
la puerta: en su mano está salir, o no salir; pero pues no ha salido hasta ahora, no saldrá en
todo el día. La grandeza del corazón de vuesa merced ya está bien declarada: ningún bravo
peleante (según a mí se me alcanza) está obligado a más que a desafiar a su enemigo y
esperarle en campaña; y si el contrario no acude, en él se queda la infamia, y el esperante
gana la corona del vencimiento.

-Así es verdad -respondió don Quijote-; cierra, amigo, la puerta, y dame por testimonio en la
mejor forma que pudieres, lo que aquí me has visto hacer; conviene a saber: cómo tú abriste al
león, yo le esperé, él no salió; volvíle a esperar, volvió a no salir, y volvióse acostar. No debo
más, y encantos afuera, y Dios ayude a la razón y a la verdad, y a la verdadera caballería, y
cierra, como he dicho, en tanto que hago señas a los huidos y ausentes, para que sepan de tu
boca esta hazaña.

Hízolo así el leonero, y don Quijote, poniendo en la punta de la lanza el lienzo con que se había
limpiado el rostro de la lluvia de los requesones, comenzó a llamar a los que no dejaban de huir
ni de volver la cabeza a cada paso, todos en tropa y antecogidos del hidalgo; pero alcanzando
Sancho a ver la señal del blanco paño, dijo:

-Que me maten si mi señor no ha vencido a las fieras bestias, pues nos llama.

Detuviéronse todos, y conocieron que el que hacía las señas era don Quijote; y perdiendo
alguna parte del miedo, poco a poco se vinieron acercando hasta donde claramente oyeron las
voces de don Quijote, que los llamaba. Finalmente, volvieron al carro, y en llegando, dijo don
Quijote al carretero:

-Volved, hermano, a uncir vuestras mulas y a proseguir vuestro viaje; y tú Sancho, dale dos
escudos de oro, para él y para el leonero, en recompensa de lo que por mí se han detenido.
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-Ésos daré yo de muy buena gana -respondió Sancho-; pero ¿qué se han hecho los leones?
¿Son muertos, o vivos?

Entonces el leonero, menudamente y por sus pausas, contó el fin de la contienda, exagerando
como él mejor pudo y supo, el valor de don Quijote, de cuya vista el león acobardado, no quiso
ni osó salir de la jaula, puesto que había tenido un buen espacio abierta la puerta de la jaula; y
que por haber él dicho a aquel caballero que era tentar a Dios irritar al león para que por fuerza
saliese, como él quería que se irritase, mal de su grado y contra toda su voluntad, había
permitido que la puerta se cerrase.

-¿Qué te parece desto, Sancho? -dijo don Quijote-. ¿Hay encantos que valgan contra la
verdadera valentía? Bien podrán los encantadores quitarme la ventura; pero el esfuerzo y el
ánimo, será imposible.

Dio los escudos Sancho, unció el carretero, besó las manos el leonero a don Quijote por la
merced recebida, y prometióle de contar aquella valerosa hazaña al mismo rey, cuando en la
corte se viese.

-Pues, si acaso su Majestad preguntare quién la hizo, diréisle que el Caballero de los Leones;
que de aquí adelante quiero que en éste se trueque, cambie, vuelva y mude el que hasta aquí
he tenido de el Caballero de la Triste Figura; y en esto sigo la antigua usanza de los andantes
caballeros, que se mudaban los nombres cuando querían, o cuando les venía a cuento.

Siguió su camino el carro, y don Quijote, Sancho y el del Verde Gabán prosiguieron el suyo.

En todo este tiempo no había hablado palabra don Diego de Miranda, todo atento a mirar y a
notar los hechos y palabras de don Quijote, pareciéndole que era un cuerdo loco y un loco que
tiraba a cuerdo. No había aún llegado a su noticia la primera parte de su historia; que si la
hubiera leído, cesara la admiración en que lo ponían sus hechos y sus palabras, pues ya
supiera el género de su locura; pero como no la sabía, ya le tenía por cuerdo, y ya por loco,
porque lo que hablaba era concertado, elegante y bien dicho, y lo que hacía, disparatado,
temerario y tonto. Y decía entre sí: «¿Qué más locura puede ser que ponerse la celada llena de
requesones y darse a entender que le ablandaban los cascos los encantadores? Y ¿qué mayor
temeridad y disparate que querer pelear por fuerza con leones?» Destas imaginaciones y deste
soliloquio le sacó don Quijote, diciéndole:

-¿Quién duda, señor don Diego de Miranda, que vuesa merced no me tenga en su opinión por
un hombre disparatado y loco? Y no sería mucho que así fuese, porque mis obras no pueden
dar testimonio de otra cosa. Pues, con todo esto, quiero que vuesa merced advierta que no soy
tan loco ni tan menguado como debo de haberle parecido. Bien parece un gallardo caballero, a
los ojos de su rey, en la mitad de una gran plaza, dar una lanzada con felice suceso a un bravo
toro; bien parece un caballero, armado de resplandecientes armas, pasar la tela en alegres
justas delante de las damas, y bien parecen todos aquellos caballeros que en ejercicios
militares, o que lo parezcan, entretienen y alegran, y, si se puede decir, honran las cortes de
sus príncipes; pero sobre todos éstos parece mejor un caballero andante, que por los desiertos,
por las soledades, por las encrucijadas, por las selvas y por los montes anda buscando
peligrosas aventuras, con intención de darles dichosa y bien afortunada cima, sólo por alcanzar
gloriosa fama y duradera; mejor parece, digo, un caballero andante socorriendo a una viuda en
algún despoblado que un cortesano caballero requebrando a una doncella en las ciudades.
Todos los caballeros tienen sus particulares ejercicios: sirva a las damas el cortesano; autorice
la corte de su rey con libreas; sustente los caballeros pobres con el espléndido plato de su
mesa; concierte justas, mantenga torneos y muéstrese grande, liberal y magnífico, y buen
cristiano, sobre todo, y desta manera cumplirá con sus precisas obligaciones; pero el andante
caballero busque los rincones del mundo; éntrese en los más intricados laberintos; acometa a
cada paso lo imposible; resista en los páramos despoblados los ardientes rayos del sol en la
mitad del verano, y en el invierno la dura inclemencia de los vientos y de los yelos; no le
asombren leones, ni le espanten vestiglos, ni atemoricen endriagos, que buscar éstos,
acometer aquéllos y vencerlos a todos son sus principales y verdaderos ejercicios. Yo, pues,
como me cupo en suerte ser uno del número de la andante caballería, no puedo dejar de
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acometer todo aquello que a mí me pareciere que cae debajo de la juridición de mis ejercicios;
y así, el acometer los leones que ahora acometí derechamente me tocaba, puesto que conocí
ser temeridad exorbitante, porque bien sé lo que es valentía, que es una virtud que está puesta
entre dos extremos viciosos, como son la cobardía y la temeridad; pero menos mal será que el
que es valiente toque y suba al punto de temerario que no que baje y toque en el punto de
cobarde; que así como es más fácil venir el pródigo a ser liberal que al avaro, así es más fácil
dar el temerario en verdadero valiente que no el cobarde subir a la verdadera valentía; y en
esto de acometer aventuras, créame vuesa merced, señor don Diego, que antes se ha de
perder por carta de más que de menos, porque mejor suena en las orejas de los que lo oyen
«el tal caballero es temerario y atrevido» que no «el tal caballero es tímido y cobarde».

-Digo, señor don Quijote -respondió don Diego-, que todo lo que vuesa merced ha dicho y
hecho va nivelado con el fiel de la misma razón, y que entiendo que si las ordenanzas y leyes
de la caballería andante se perdiesen, se hallarían en el pecho de vuesa merced como en su
mismo depósito y archivo. Y démonos priesa, que se hace tarde, y lleguemos a mi aldea y
casa, donde descansará vuesa merced del pasado trabajo, que si no ha sido del cuerpo, ha
sido del espíritu, que suele tal vez redundar en cansancio del cuerpo.

-Tengo el ofrecimiento a gran favor y merced, señor don Diego- respondió don Quijote.

Y picando más de lo que hasta entonces, serían como las dos de la tarde cuando llegaron a la
aldea y a la casa de don Diego, a quien don Quijote llamaba el Caballero del Verde Gabán.







































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Capítulo XVIII

De lo que sucedió a don Quijote en el castillo o casa del Caballero del Verde Gabán, con
otras cosas extravagantes


Halló don Quijote ser la casa de don Diego de Miranda ancha como de aldea; las armas,
empero, aunque de piedra tosca, encima de la puerta de la calle; la bodega, en el patio; la
cueva, en el portal, y muchas tinajas a la redonda, que, por ser del Toboso, le renovaron las
memorias de su encantada y transformada Dulcinea; y sospirando, y sin mirar lo que decía, ni
delante de quién estaba, dijo:

-¡Oh dulces prendas, por mi mal halladas,
Dulces y alegres cuando Dios quería!

¡Oh tobosescas tinajas, que me habéis traído a la memoria la dulce prenda de mi mayor
amargura!

Oyóle decir esto el estudiante poeta, hijo de don Diego, que con su madre había salido a
recebirle, y madre y hijo quedaron suspensos de ver la extraña figura de don Quijote; el cual,
apeándose de Rocinante, fue con mucha cortesía a pedirle las manos para besárselas, y don
Diego dijo:

-Recebid, señora, con vuestro sólito agrado al señor don Quijote de la Mancha, que es el que
tenéis delante, andante caballero y el más valiente y el más discreto que tiene el mundo.

La señora, que doña Cristina se llamaba, le recibió con muestras de mucho amor y de mucha
cortesía, y don Quijote se le ofreció con asaz de discretas y comedidas razones. Casi los
mismos comedimientos pasó con el estudiante, que en oyéndole hablar don Quijote, le tuvo por
discreto y agudo.

Aquí pinta el autor todas las circunstancias de la casa de don Diego, pintándonos en ellas lo
que contiene una casa de un caballero labrador y rico; pero al traductor desta historia le pareció
pasar estas y otras semejantes menudencias en silencio, porque no venían bien con el
propósito principal de la historia; la cual más tiene su fuerza en la verdad que en las frías
digresiones.

Entraron a don Quijote en una sala, desarmóle Sancho, quedó en valones y en jubón de
camuza, todo bisunto con la mugre de las armas: el cuello era valona a lo estudiantil, sin
almidón y sin randas; los borceguíes eran datilados, y encerados los zapatos. Ciñóse su buena
espada, que pendía de un tahalí de lobos marinos; que es opinión que muchos años fue
enfermo de los riñones; cubrióse un herreruelo de buen paño pardo; pero antes de todo, con
cinco calderos, o seis, de agua, que en la cantidad de los calderos hay alguna diferencia, se
lavó la cabeza y rostro, y todavía se quedó el agua de color de suero, merced a la golosina de
Sancho y a la compra de sus negros requesones, que tan blanco pusieron a su amo. Con los
referidos atavíos, y con gentil donaire y gallardía, salió don Quijote a otra sala, donde el
estudiante le estaba esperando para entretenerle en tanto que las mesas se ponían; que por la
venida de tan noble huésped, quería la señora doña Cristina mostrar que sabía y podía regalar
a los que a su casa llegasen.

En tanto que don Quijote se estuvo desarmando, tuvo lugar don Lorenzo, que así se llamaba el
hijo de don Diego, de decir a su padre:

-¿Quién diremos, señor, que es este caballero que vuesa merced nos ha traído a casa? Que el
nombre, la figura, y el decir que es caballero andante, a mí y a mi madre nos tiene suspensos.

-No sé lo que te diga, hijo -respondió don Diego-; sólo te sabré decir que le he visto hacer
cosas del mayor loco del mundo, y decir razones tan discretas que borran y deshacen sus
hechos: háblale tú, y toma el pulso a lo que sabe, y, pues eres discreto, juzga de su discreción


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o tontería lo que más puesto en razón estuviere; aunque, para decir verdad, antes le tengo por
loco que por cuerdo.

Con esto, se fue don Lorenzo a entretener a don Quijote, como queda dicho, y entre otras
pláticas que los dos pasaron, dijo don Quijote a don Lorenzo:

-El señor don Diego de Miranda, padre de vuesa merced, me ha dado noticia de la rara
habilidad y sutil ingenio que vuesa merced tiene, y, sobre todo, que es vuesa merced un gran
poeta.

-Poeta, bien podrá ser -respondió don Lorenzo-; pero grande, ni por pensamiento. Verdad es
que yo soy algún tanto aficionado a la Poesía y a leer los buenos poetas; pero no de manera
que se me pueda dar el nombre de grande que mi padre dice.

-No me parece mal esa humildad -respondió don Quijote-; porque no hay poeta que no sea
arrogante y piense de sí que es el mayor poeta del mundo.

-No hay regla sin excepción -respondió don Lorenzo-, y alguno habrá que lo sea y no lo piense.

-Pocos -respondió don Quijote-; pero dígame vuesa merced: ¿qué versos son los que agora
trae entre manos, que me ha dicho el señor su padre que le traen algo inquieto y pensativo? Y
si es alguna glosa, a mí se me entiende algo de achaque de glosas, y holgaría saberlos; y si es
que son de justa literaria, procure vuesa merced llevar el segundo premio, que el primero
siempre se lleva el favor o la gran calidad de la persona; el segundo se le lleva la mera justicia;
y el tercero viene a ser segundo, y el primero, a esta cuenta, será el tercero, al modo de las
licencias que se dan en las universidades; pero, con todo esto, gran personaje es el nombre de
primero.

-Hasta ahora -dijo entre sí don Lorenzo-, no os podré yo juzgar por loco: vamos adelante.

Y díjole:

-Paréceme que vuesa merced ha cursado las escuelas: ¿qué ciencias ha oído?

-La de la Caballería Andante -respondió don Quijote-, que es tan buena como la de la Poesía, y
aun dos deditos más.

-No sé qué ciencia sea ésa -replicó don Lorenzo-, y hasta ahora no ha llegado a mi noticia.

-Es una ciencia -replicó don Quijote- que encierra en sí todas o las más ciencias del mundo, a
causa que el que la profesa ha de ser jurisperito, y saber las leyes de la justicia distributiva y
comutativa, para dar a cada uno lo que es suyo y lo que le conviene; ha de ser teólogo, para
saber dar razón de la cristiana ley que profesa, clara y distintamente, adonde quiera que le
fuere pedido; ha de ser médico y principalmente herbolario, para conocer en mitad de los
despoblados y desiertos las yerbas que tienen virtud de sanar las heridas; que no ha de andar
el caballero andante a cada triquete buscando quien se las cure; ha de ser astrólogo, para
conocer por las estrellas cuántas horas son pasadas de la noche, y en qué parte y en qué clima
del mundo se halla; ha de saber las matemáticas, porque a cada paso se le ofrecerá tener
necesidad dellas; y dejando aparte que ha de estar adornado de todas las virtudes teologales y
cardinales, decendiendo a otras menudencias, digo que ha de saber nadar como dicen que
nadaba el peje Nicolás, o Nicolao; ha de saber herrar un caballo y aderezar la silla y el freno; y
volviendo a lo de arriba, ha de guardar la fe a Dios y a su dama; ha de ser casto en los
pensamientos, honesto en las palabras, liberal en las obras, valiente en los hechos, sufrido en
los trabajos, caritativo con los menesterosos, y, finalmente, mantenedor de la verdad, aunque
le cueste la vida el defenderla. De todas estas grandes y mínimas partes se compone un buen
caballero andante; porque vea vuesa merced, señor don Lorenzo, si es ciencia mocosa lo que
aprende el caballero que la estudia y la profesa, y si se puede igualar a las más estiradas que
en los ginasios y escuelas se enseñan.

-Si eso es así -replicó don Lorenzo-, yo digo que se aventaja esa ciencia a todas.
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-¿Cómo si es así? -respondió don Quijote.

Lo que yo quiero decir -dijo don Lorenzo- es que dudo que haya habido, ni que los hay ahora,
caballeros andantes y adornados de virtudes tantas.

-Muchas veces he dicho lo que vuelvo a decir ahora -respondió don Quijote-: que la mayor
parte de la gente del mundo está de parecer de que no ha habido en él caballeros andantes; y
por parecerme a mí que si el cielo milagrosamente no les da a entender la verdad de que los
hubo y de que los hay, cualquier trabajo que se tome ha de ser en vano (como muchas veces
me lo ha mostrado la experiencia), no quiero detenerme agora en sacar a vuesa merced del
error que con los muchos tiene; lo que pienso hacer es el rogar al cielo le saque dél, y le dé a
entender cuán provechosos y cuán necesarios fueron al mundo los caballeros andantes en los
pasados siglos, y cuán útiles fueran en el presente si se usaran; pero triunfan ahora, por
pecados de las gentes, la pereza, la ociosidad, la gula y el regalo.

-Escapado se nos ha nuestro huésped -dijo a esta sazón entre sí don Lorenzo-; pero, con todo
eso, él es loco bizarro, y yo sería mentecato flojo si así no lo creyese.

Aquí dieron fin a su plática, porque los llamaron a comer. Preguntó don Diego a su hijo qué
había sacado en limpio del ingenio del huésped. A lo que él respondió:

-No le sacarán del borrador de su locura cuantos médicos y buenos escribanos tiene el mundo:
él es un entreverado loco, lleno de lúcidos intervalos.

Fuéronse a comer, y la comida fue tal como don Diego había dicho en el camino que la solía
dar a sus convidados: limpia, abundante y sabrosa; pero de lo que más se contentó don Quijote
fue del maravilloso silencio que en toda la casa había, que semejaba un monasterio de
cartujos. Levantados, pues, los manteles, y dadas gracias a Dios y agua a las manos, don
Quijote pidió ahincadamente a don Lorenzo dijese los versos de la justa literaria; a lo que él
respondió:

-Por no parecer de aquellos poetas que cuando les ruegan digan sus versos los niegan y
cuando no se los piden los vomitan, yo diré mi glosa, de la cual no espero premio alguno; que
sólo por ejercitar el ingenio la he hecho.

-Un amigo y discreto -respondió don Quijote- era de parecer que no se había de cansar nadie
en glosar versos; y la razón, decía él, era que jamás la glosa podía llegar al texto, y que
muchas o las más veces iba la glosa fuera de la intención y propósito de lo que pedía lo que se
glosaba; y más, que las leyes de la glosa eran demasiadamente estrechas: que no sufrían
interrogantes, ni dijo, ni diré, ni hacer nombres de verbos, ni mudar el sentido, con otras
ataduras y estrechezas con que van atados los que glosan, como vuesa merced debe de
saber.

-Verdaderamente, señor don Quijote -dijo don Lorenzo-, que deseo coger a vuesa merced en
un mal latín continuado, y no puedo, porque se me desliza de entre las manos como anguila.

-No entiendo -respondió don Quijote- lo que vuesa merced dice ni quiere decir en eso del
deslizarme.

-Yo me daré a entender -respondió don Lorenzo-; y por ahora esté vuesa merced atento a los
versos glosados y a la glosa, que dicen desta manera:


¡Si mi fue tornase a es,
Sin esperar más será,
O viniese el tiempo ya
De lo que será después...!


El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
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Glosa

Al fin, como todo pasa,
Se pasó el bien que me dio
Fortuna, un tiempo no escasa,
Y nunca me le volvió,
Ni abundante, ni por tasa.
Siglos ha ya que me vees,
Fortuna, puesto a tus pies;
Vuélveme a ser venturoso:
Que será mi ser dichoso
Si mi fue tornase a es.
No quiero otro gusto o gloria,
Otra palma o vencimiento,
Otro triunfo, otra vitoria,
Sino volver al contento
Que es pesar en mi memoria.
Si tú me vuelves allá,
Fortuna, templado está
Todo el rigor de mi fuego,
Y más si este bien es luego,
Sin esperar más será.
Cosas imposibles pido,
Pues volver el tiempo a ser
Después que una vez ha sido,
No hay en la tierra poder
Que a tanto se haya extendido.
Corre el tiempo, vuela y va
Ligero, y no volverá,
Y erraría el que pidiese,
O que el tiempo ya se fuese,
O viniese el tiempo ya.
Vivo en perpleja vida,
Ya esperando, ya temiendo:
Es muerte muy conocida,
Y es mucho mejor muriendo
Buscar al dolor salida.
A mí me fuera interés
Acabar; mas no lo es,
Pues, con discurso mejor,
Me da la vida el temor
De lo que será después.

En acabando de decir su glosa don Lorenzo, se levantó en pie don Quijote, y en voz levantada,
que parecía grito, asiendo con su mano la derecha de don Lorenzo, dijo:

-¡Viven los cielos donde más altos están, mancebo generoso, que sois el mejor poeta del orbe,
y que merecéis estar laureado, no por Chipre ni por Gaeta, como dijo un poeta, que Dios
perdone, sino por las Academias de Atenas, si hoy vivieran, y por las que hoy viven de París,
Bolonia y Salamanca! Plega al cielo que los jueces que os quitaren el premio primero, Febo los
asaetee y las Musas jamás atraviesen los umbrales de sus casas. Decidme, señor, si sois
servido, algunos versos mayores, que quiero tomar de todo en todo el pulso a vuestro
admirable ingenio.

¿No es bueno que dicen que se holgó don Lorenzo de verse alabar de don Quijote, aunque le
tenía por loco? ¡Oh fuerza de la adulación, a cuánto te extiendes, y cuán dilatados límites son
los de tu juridición agradable! Esta verdad acreditó don Lorenzo, pues concedió con la
demanda y deseo de don Quijote, diciéndole este soneto a la fábula o historia de Píramo y
Tisbe:

El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
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Soneto

-El muro rompe la doncella hermosa
Que de Píramo abrió el gallardo pecho:
Parte el Amor de Chipre, y va derecho
A ver la quiebra estrecha y prodigiosa.
Habla el silencio allí, porque no osa
La voz entrar por tan estrecho estrecho;
Las almas sí, que amor suele de hecho
Facilitar la más difícil cosa.
Salió el deseo de compás, y el paso
De la imprudente virgen solicita
Por su gusto su muerte; ved qué historia:
Que a entrambos en un punto ¡oh extraño caso!,
Los mata, los encubre y resucita
Una espada, un sepulcro, una memoria.

-¡Bendito sea Dios! -dijo don Quijote habiendo oído el soneto a don Lorenzo-, que entre los
infinitos poetas consumidos que hay, he visto un consumado poeta, como lo es vuesa merced,
señor mío; que así me lo da a entender el artificio deste soneto.

Cuatro días estuvo don Quijote regaladísimo en la casa de don Diego, al cabo de los cuales le
pidió licencia para irse, diciéndole que le agradecía la merced y buen tratamiento que en su
casa había recebido; pero que por no parecer bien que los caballeros andantes se den muchas
horas a ocio y al regalo, se quería ir a cumplir con su oficio, buscando las aventuras, de quien
tenía noticia que aquella tierra abundaba; donde esperaba entretener el tiempo hasta que
llegase el día de las justas de Zaragoza, que era el de su derecha derrota; y que primero había
de entrar en la cueva de Montesinos, de quien tantas y tan admirables cosas en aquellos
contornos se contaban, sabiendo e inquiriendo asimismo el nacimiento y verdaderos
manantiales de las siete lagunas llamadas comúnmente de Ruidera. Don Diego y su hijo le
alabaron su honrosa determinación, y le dijeron que tomase de su casa y de su hacienda todo
lo que en grado le viniese, que le servirían con la voluntad posible; que a ello les obligaba el
valor de su persona y la honrosa profesión suya.

Llegóse, en fin, el día de su partida, tan alegre para don Quijote como triste y aciago para
Sancho Panza, que se hallaba muy bien con la abundancia de la casa de don Diego, y
rehusaba de volver a la hambre que se usa en las florestas, despoblados, y a la estrecheza de
sus mal proveídas alforjas. Con todo esto, las llenó y colmó de lo más necesario que le pareció;
y al despedirse dijo don Quijote a don Lorenzo:

-No sé si he dicho a vuesa merced otra vez, y si lo he dicho lo vuelvo a decir, que cuando
vuesa merced quisiere ahorrar caminos y trabajos para llegar a la inaccesible cumbre del
templo de la Fama, no tiene que hacer otra cosa sino dejar a una parte la senda de la Poesía,
algo estrecha, y tomar la estrechísima de la Andante Caballería, bastante para hacerle
emperador en daca las pajas.

Con estas razones acabó don Quijote de cerrar el proceso de su locura, y más con las que
añadió, diciendo:

-Sabe Dios si quisiera llevar conmigo al señor don Lorenzo, para enseñarle cómo se han de
perdonar los sujetos, y supeditar y acocear los soberbios, virtudes anejas a la profesión que yo
profeso; pero pues no lo pide su poca edad, ni lo querrán consentir sus loables ejercicios, sólo
me contento con advertirle a vuesa merced que siendo poeta, podrá ser famoso si se guía más
por el parecer ajeno que por el propio; porque no hay padre ni madre a quien sus hijos le
parezcan feos, y en los que lo son del entendimiento corre más este engaño.

De nuevo se admiraron padre y hijo de las entremetidas razones de don Quijote, ya discretas y
ya disparatadas, y del tema y tesón que llevaba de acudir de todo en todo a la busca de sus
desventuradas aventuras, que las tenía por fin y blanco de sus deseos. Reiteráronse los
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ofrecimientos y comedimientos, y con la buena licencia de la señora del castillo, don Quijote y
Sancho, sobre Rocinante y el rucio, se partieron.



























































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Capítulo XIX

Donde se cuenta la aventura del pastor enamorado, con otros en verdad graciosos
sucesos


Poco trecho se había alongado don Quijote del lugar de don Diego, cuando encontró con dos
como clérigos o como estudiantes y con dos labradores que sobre cuatro bestias asnales
venían caballeros. El uno de los estudiantes traía, como en portamanteo, en un lienzo de
bocací verde envuelto, al parecer, un poco de grana blanca y dos pares de medias de
cordellate; el otro no traía otra cosa que dos espadas negras de esgrima, nuevas, y con sus
zapatillas. Los labradores traían otras cosas, que daban indicio y señal que venían de alguna
villa grande, donde las habían comprado, y las llevaban a su aldea; y así estudiantes como
labradores cayeron en la misma admiración en que caían todos aquellos que la vez primera
veían a don Quijote, y morían por saber qué hombre fuese aquél tan fuera del uso de los otros
hombres. Saludóles don Quijote, y después de saber el camino que llevaban, que era el mismo
que él hacía, les ofreció su compañía, y les pidió detuviesen el paso, porque caminaban más
sus pollinas que su caballo; y para obligarlos, en breves razones les dijo quién era, y su oficio y
profesión, que era de caballero andante que iba a buscar las aventuras por todas las partes del
mundo. Díjoles que se llamaba de nombre propio don Quijote de la Mancha, y por el apelativo,
el Caballero de los Leones. Todo esto para los labradores era hablarles en griego o en
jerigonza; pero no para los estudiantes, que luego entendieron la flaqueza del celebro de don
Quijote; pero, con todo eso, le miraban con admiración y con respecto, y uno dellos le dijo:

-Si vuestra merced, señor caballero, no lleva camino determinado, como no le suelen llevar los
que buscan las aventuras, vuesa merced se venga con nosotros: verá una de las mejores
bodas y más ricas que hasta el día de hoy se habrán celebrado en la Mancha, ni en otras
muchas leguas a la redonda.

Preguntóle don Quijote si eran de algún príncipe, que así las ponderaba.

-No son -respondió el estudiante- sino de un labrador y una labradora, él, el más rico de toda
esta tierra; y ella, la más hermosa que han visto los hombres. El aparato con que se han de
hacer es extraordinario y nuevo; porque se han de celebrar en un prado que está junto al
pueblo de la novia, a quien por excelencia llaman Quiteria la hermosa, y el desposado se llama
Camacho el Rico; ella de edad de diez y ocho años, y él de veintidós: ambos para en uno,
aunque algunos curiosos que tienen de memoria los linajes de todo el mundo quieren decir que
el de la hermosa Quiteria se aventaja al de Camacho; pero ya no se mira en esto: que las
riquezas son poderosas de soldar muchas quiebras. En efecto, el tal Camacho es liberal, y
hásele antojado de enramar y cubrir todo el prado por arriba, de tal suerte que el sol se ha de
ver en trabajo si quiere entrar a visitar las yerbas verdes de que está cubierto el suelo. Tiene
asimismo maheridas danzas, así de espadas como de cascabel menudo, que hay en su pueblo
quien los repique y sacuda por extremo; de zapateadores no digo nada, que es un juicio los
que tiene muñidos; pero ninguna de las cosas referidas ni otras muchas que he dejado de
referir ha de hacer más memorables estas bodas, sino las que imagino que hará en ellas el
despechado Basilio. Es este Basilio un zagal vecino del mismo lugar de Quiteria, el cual tenía
su casa pared y medio de la de los padres de Quiteria, de donde tomó ocasión el amor de
renovar al mundo los ya olvidados amores de Píramo y Tisbe; porque Basilio se enamoró de
Quiteria desde sus tiernos y primeros años, y ella fue correspondiendo a su deseo con mil
honestos favores; tanto, que se contaban por entretenimiento en el pueblo los amores de los
dos niños Basilio y Quiteria. Fue creciendo la edad, y acordó el padre de Quiteria de estorbar a
Basilio la ordinaria entrada que en su casa tenía; y por quitarse de andar receloso y lleno de
sospechas, ordenó de casar a su hija con el rico Camacho, no pareciéndole ser bien casarla
con Basilio, que no tenía tantos bienes de fortuna como de naturaleza; pues si va a decir las
verdades sin invidia, él es el más ágil mancebo que conocemos, gran tirador de barra, luchador
extremado y gran jugador de pelota; corre como un gamo, salta más que una cabra y birla a los
bolos como por encantamento; canta como una calandria, y toca una guitarra, que la hace
hablar, y, sobre todo, juega una espada como el más pintado.



El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
Miguel de Cervantes Saavedra Página 360

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-Por esa sola gracia -dijo a esta sazón don Quijote- merecía ese mancebo no sólo casarse con
la hermosa Quiteria, sino con la misma reina Ginebra, si fuera hoy viva, a pesar de Lanzarote y
de todos aquellos que estorbarlo quisieran.

-¡A mi mujer con eso! -dijo Sancho Panza, que hasta entonces había ido callando y
escuchando-; la cual no quiere sino que cada uno case con su igual, ateniéndose al refrán que
dicen «cada oveja con su pareja». Lo que yo quisiera es que ese buen Basilio, que ya me le
voy aficionando, se casara con esa señora Quiteria; que buen siglo hayan y buen poso (iba a
decir al revés) los que estorban que se casen los que bien se quieren.

-Si todos los que bien se quieren se hubiesen de casar -dijo don Quijote-, quitaríase la elección
y juridición a los padres de casar sus hijos con quien y cuando deben; y si a la voluntad de las
hijas quedase escoger los maridos, tal habría que escogiese al criado de su padre, y tal al que
vio pasar por la calle, a su parecer, bizarro y entonado, aunque fuese un desbaratado
espadachín; que el amor y la afición con facilidad ciegan los ojos del entendimiento, tan
necesarios para escoger estado, y el del matrimonio está muy a peligro de errarse, y es
menester gran tiento y particular favor del cielo para acertarle. Quiere hacer uno un viaje largo,
y si es prudente, antes de ponerse en camino busca alguna compañía segura y apacible con
quien acompañarse: pues, ¿por qué no hará lo mismo el que ha de caminar toda la vida, hasta
el paradero de la muerte, y más si la compañía le ha de acompañar en la cama, en la mesa y
en todas partes, como es la de la mujer con su marido? La de la propia mujer no es mercaduría
que una vez comprada se vuelve, o se trueca o cambia; porque es accidente inseparable, que
dura lo que dura la vida: es un lazo que si una vez le echáis al cuello, se vuelve en el nudo
gordiano, que si no le corta la guadaña de la muerte, no hay desatarle. Muchas más cosas
pudiera decir en esta materia, si no lo estorbara el deseo que tengo de saber si le queda más
que decir al señor licenciado acerca de la historia de Basilio.

A lo que respondió el estudiante bachiller, o licenciado, como le llamó don Quijote:

-De todo no me queda más que decir sino que desde el punto que Basilio supo que la hermosa
Quiteria se casaba con Camacho el Rico, nunca más le han visto reír ni hablar razón
concertada, y siempre anda pensativo y triste, hablando entre sí mismo, con que da ciertas y
claras señales de que se le ha vuelto el juicio; come poco y duerme poco, y lo que come son
frutas, y en lo que duerme, si duerme, es en el campo, sobre la dura tierra, como animal bruto;
mira de cuando en cuando al cielo, y otras veces clava los ojos en la tierra, con tal
embelesamiento, que no parece sino estatua vestida que el aire le mueve la ropa. En fin, él da
tales muestras de tener apasionado el corazón, que tememos todos los que le conocemos que
el dar el sí mañana la hermosa Quiteria ha de ser la sentencia de su muerte.

-Dios lo hará mejor -dijo Sancho-; que Dios, que da la llaga, da la medicina; nadie sabe lo que
está por venir: de aquí a mañana muchas horas hay, y en una, y aun en un momento, se cae la
casa; yo he visto llover y hacer sol, todo a un mismo punto; tal se acuesta sano la noche, que
no se puede mover otro día. Y díganme, ¿por ventura habrá quien se alabe que tiene echado
un clavo a la rodaja de la fortuna? No, por cierto; y entre el sí y el no de la mujer no me
atrevería yo a poner una punta de alfiler, porque no cabría. Denme a mí que Quiteria quiera de
buen corazón y de buena voluntad a Basilio; que yo le daré a él un saco de buena ventura: que
el amor, según yo he oído decir, mira con unos antojos que hacen parecer oro al cobre, a la
pobreza riqueza, y a las lagañas perlas.

-¿Adónde vas a parar, Sancho, que seas maldito? -dijo don Quijote-. Que cuando comienzas a
ensartar refranes y cuentos, no te puede esperar sino el mismo Judas, que te lleve. Dime,
animal, ¿qué sabes tú de clavos, ni de rodajas, ni de otra cosa ninguna?

-¡Oh! Pues si no me entienden -respondió Sancho-, no es maravilla que mis sentencias sean
tenidas por disparates. Pero no importa: yo me entiendo, y sé que no he dicho muchas
necedades en lo que he dicho; sino que vuesa merced, señor mío, siempre es friscal de mis
dichos, y aun de mis hechos.

-Fiscal has de decir -dijo don Quijote-, que no friscal, prevaricador del buen lenguaje, que Dios
te confunda.
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Miguel de Cervantes Saavedra Página 361

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-No se apunte vuesa merced conmigo -respondió Sancho-, pues sabe que no me he criado en
la Corte, ni he estudiado en Salamanca, para saber si añado o quito alguna letra a mis
vocablos. Sí, que ¡válgame Dios! no hay para qué obligar al sayagués a que hable como el
toledano, y toledanos puede haber que no las corten en el aire en esto del hablar polido.

-Así es -dijo el licenciado-; porque no pueden hablar tan bien los que se crían en las Tenerías y
en Zocodover como los que se pasean casi todo el día por el claustro de la Iglesia Mayor, y
todos son toledanos. El lenguaje puro, el propio, el elegante y claro, está en los discretos
cortesanos, aunque hayan nacido en Majalahonda: dije discretos porque hay muchos que no lo
son, y la discreción es la gramática del buen lenguaje, que se acompaña con el uso. Yo,
señores, por mis pecados, he estudiado Cánones en Salamanca, y pícome algún tanto de decir
mi razón con palabras claras, llanas y significantes.

-Si no os picáredes más de saber más menear las negras que lleváis que la lengua -dijo el otro
estudiante-, vos llevárades el primero en licencias, como llevastes cola.

-Mirad, bachiller -respondió el licenciado-: vos estáis en la más errada opinión del mundo
acerca de la destreza de la espada, teniéndola por vana.

-Para mí no es opinión, sino verdad asentada -replicó Corchuelo-; y si queréis que os lo
muestre con la experiencia, espadas traéis, comodidad hay, yo pulsos y fuerzas tengo, que
acompañadas de mi ánimo, que no es poco, os harán confesar que yo no me engaño. Apeaos,
y usad de vuestro compás de pies, de vuestros círculos y vuestros ángulos y ciencia; que yo
espero de haceros ver estrellas a mediodía con mi destreza moderna y zafia, en quien espero,
después de Dios, que está por nacer hombre que me haga volver las espaldas, y que no le hay
en el mundo a quien yo no le haga perder tierra.

-En eso de volver, o no, las espaldas no me meto -replicó el diestro-; aunque podría ser que en
la parte donde la vez primera clavásedes el pie, allí os abriesen la sepultura: quiero decir, que
allí quedásedes muerto por la despreciada destreza.

-Ahora se verá -respondió Corchuelo.

Y apeándose con gran presteza de su jumento, tiró con furia de una de las espadas que
llevaba el licenciado en el suyo.

-No ha de ser así -dijo a este instante don Quijote-; que yo quiero ser el maestro desta esgrima,
y el juez desta muchas veces no averiguada cuestión.

Y apeándose de Rocinante y asiendo de su lanza, se puso en la mitad del camino, a tiempo
que ya el licenciado, con gentil donaire de cuerpo y compás de pies, se iba contra Corchuelo,
que contra él se vino, lanzando, como decirse suele, fuego por los ojos. Los otros dos
labradores del acompañamiento, sin apearse de sus pollinas, sirvieron de aspetatores en la
mortal tragedia. Las cuchilladas, estocadas, altibajos, reveses y mandobles que tiraba
Corchuelo eran sin número, más espesas que hígado y más menudas que granizo. Arremetía
como un león irritado; pero salíale al encuentro un tapaboca de la zapatilla de la espada del
licenciado, que en mitad de su furia le detenía, y se la hacía besar como si fuera reliquia,
aunque no con tanta devoción como las reliquias deben y suelen besarse. Finalmente, el
licenciado le contó a estocadas todos los botones de una media sotanilla que traía vestida,
haciéndole tiras los faldamentos, como colas de pulpo; derribóle el sombrero dos veces, y
cansóle de manera que de despecho, cólera y rabia asió la espada por la empuñadura, y
arrojóla por el aire con tanta fuerza, que uno de los labradores asistentes, que era escribano,
que fue por ella, dio después por testimonio que la alongó de sí casi tres cuartos de legua; el
cual testimonio sirve y ha servido para que se conozca y vea con toda verdad cómo la fuerza
es vencida del arte.

Sentóse cansado Corchuelo, y llegándose a él Sancho, le dijo:



El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
Miguel de Cervantes Saavedra Página 362

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-Mía fe, señor bachiller, si vuesa merced toma mi consejo, de aquí adelante no ha de desafiar a
nadie a esgrimir, sino a luchar o a tirar la barra, pues tiene edad y fuerzas para ello; que destos
a quien llaman diestros he oído decir que meten una punta de una espada por el ojo de una
aguja.

-Yo me contento -respondió Corchuelo- de haber caído de mi burra, y de que me haya
mostrado la experiencia la verdad, de quien tan lejos estaba.

Y levantándose, abrazó al licenciado, y quedaron más amigos que de antes, y no queriendo
esperar al escribano, que había ido por la espada, por parecerle que tardaría mucho; y así,
determinaron seguir, por llegar temprano a la aldea de Quiteria, de donde todos eran.

En lo que faltaba del camino, les fue contando el licenciado las excelencias de la espada, con
tantas razones demostrativas y con tantas figuras y demostraciones matemáticas, que todos
quedaron enterados de la bondad de la ciencia, y Corchuelo, reducido de su pertinacia.

Era anochecido; pero antes que llegasen les pareció a todos que estaba delante del pueblo un
cielo lleno de inumerables y resplandecientes estrellas. Oyeron asimismo confusos y suaves
sonidos de diversos instrumentos, como de flautas, tamborinos, salterios, albogues, panderos y
sonajas; y cuando llegaron cerca vieron que los árboles de una enramada que a mano habían
puesto a la entrada del pueblo estaban todos llenos de luminarias, a quien no ofendía el viento,
que entonces no soplaba sino tan manso que no tenía fuerza para mover las hojas de los
árboles. Los músicos eran los regocijadores de la boda, que en diversas cuadrillas por aquel
agradable sitio andaban, unos bailando, y otros cantando, y otros tocando la diversidad de los
referidos instrumentos. En efecto, no parecía sino que por todo aquel prado andaba corriendo
la alegría y saltando el contento. Otros muchos andaban ocupados en levantar andamios, de
donde con comodidad pudiesen ver otro día las representaciones y danzas que se habían de
hacer en aquel lugar dedicado para solenizar las bodas del rico Camacho y las exequias de
Basilio. No quiso entrar en el lugar don Quijote, aunque se lo pidieron así el labrador como el
bachiller; pero él dio por disculpa, bastantísima a su parecer, ser costumbre de los caballeros
andantes dormir por los campos y florestas antes que en los poblados, aunque fuese debajo de
dorados techos; y con esto, se desvió un poco del camino, bien contra la voluntad de Sancho,
viniéndosele a la memoria el buen alojamiento que había tenido en el castillo o casa de don
Diego.


























El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
Miguel de Cervantes Saavedra Página 363

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Capítulo XX

Donde se cuentan las bodas de Camacho el Rico, con el suceso de Basilio el Pobre


Apenas la blanca aurora había dado lugar a que el luciente Febo con el ardor de sus calientes
rayos las líquidas perlas de sus cabellos de oro enjugase, cuando don Quijote, sacudiendo la
pereza de sus miembros, se puso en pie y llamó a su escudero Sancho, que aún todavía
roncaba; lo cual visto por don Quijote, antes que le despertase, le dijo:

-¡Oh tú, bienaventurado sobre cuantos viven sobre la haz de la tierra, pues sin tener invidia ni
ser invidiado, duermes con sosegado espíritu, ni te persiguen encantadores, ni sobresaltan
encantamentos! Duerme, digo otra vez, y lo diré otras ciento, sin que te tengan en contina
vigilia celos de tu dama, ni te desvelen pensamientos de pagar deudas que debas, ni de lo que
has de hacer para comer otro día tú y tu pequeña y angustiada familia. Ni la ambición te
inquieta, ni la pompa vana del mundo te fatiga, pues los límites de tus deseos no se extienden
a más que a pensar tu jumento; que el de tu persona sobre mis hombros le tienes puesto;
contrapeso y carga que puso la naturaleza y la costumbre a los señores. Duerme el criado, y
está velando el señor, pensando cómo le ha de sustentar, mejorar y hacer mercedes. La
congoja de ver que el cielo se hace de bronce sin acudir a la tierra con el conveniente rocío no
aflige al criado, sino al señor, que ha de sustentar en la esterilidad y hambre al que le sirvió en
la fertilidad y abundancia.

A todo esto no respondió Sancho, porque dormía, ni despertara tan presto si don Quijote con el
cuento de la lanza no le hiciere volver en sí. Despertó, en fin, soñoliento y perezoso, y
volviendo el rostro a todas partes, dijo:

-De la parte desta enramada, si no me engaño, sale un tufo y olor harto más de torreznos
asados que de juncos y tomillos: bodas que por tales olores comienzan, para mi santiguada
que deben de ser abundantes y generosas.

-Acaba, glotón -dijo don Quijote-: ven, iremos a ver estos desposorios, por ver lo que hace el
desdeñado Basilio.

-Mas que haga lo que quisiere -respondió Sancho-: no fuera él pobre, y casárase con Quiteria.
¿No hay más sino tener un cuarto y querer casarse por las nubes? A la fe, señor, yo soy de
parecer que el pobre debe de contentarse con lo que hallare, y no pedir cotufas en el golfo. Yo
apostaré un brazo que puede Camacho envolver en reales a Basilio; y si esto es así, como
debe de ser, bien boba fuera Quiteria en desechar las galas y las joyas que le debe de haber
dado, y le puede dar, Camacho, por escoger el tirar de la barra y el jugar de la negra de Basilio.
Sobre un buen tiro de barra o sobre una gentil treta de espada no dan un cuartillo de vino en la
taberna. Habilidades y gracias que no son vendibles, mas que las tenga el conde Dirlos; pero
cuando las tales gracias caen sobre quien tiene buen dinero, tal sea mi vida como ellas
parecen. Sobre un buen cimiento se puede levantar un buen edificio, y el mejor cimiento y
zanja del mundo es el dinero.

-Por quien Dios es, Sancho -dijo a esta sazón don Quijote-, que concluyas con tu arenga; que
tengo para mí que si te dejasen seguir en las que a cada paso comienzas, no te quedaría
tiempo para comer ni para dormir; que todo le gastarías en hablar.

-Si vuestra merced tuviera buena memoria -replicó Sancho-, debiérase acordar de los capítulos
de nuestro concierto antes que esta última vez saliésemos de casa: uno de ellos fue que me
había de dejar hablar todo aquello que quisiese, con que no fuese contra el prójimo ni contra la
autoridad de vuesa merced; y hasta agora me parece que no he contravenido contra el tal
capítulo.

-Yo no me acuerdo, Sancho -respondió don Quijote-, del tal capítulo; y puesto que sea así,
quiero que calles y vengas; que ya los instrumentos que anoche oímos vuelven a alegrar los
valles, y sin duda los desposorios se celebrarán en el frescor de la mañana, y no en el calor de
la tarde.
El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
Miguel de Cervantes Saavedra Página 364

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Hizo Sancho lo que su señor le mandaba, y poniendo la silla a Rocinante y la albarda al rucio,
subieron los dos, y paso ante paso se fueron entrando por la enramada. Lo primero que se le
ofreció a la vista de Sancho fue, espetado en un asador de un olmo entero, un entero novillo; y
en el fuego donde se había de asar ardía un mediano monte de leña, y seis ollas que alrededor
de la hoguera estaban no se habían hecho en la común turquesa de las demás ollas; porque
eran seis medias tinajas, que cada una cabía un rastro de carne: así embebían y encerraban
en sí carneros enteros, sin echarse de ver, como si fueran palominos; las liebres ya sin pellejo
y las gallinas sin pluma que estaban colgadas por los árboles para sepultarlas en las ollas no
tenían número; los pájaros y caza de diversos géneros eran infinitos, colgados de los árboles
para que el aire los enfriase. Contó Sancho más de sesenta zaques de más de a dos arrobas
cada uno, y todos llenos, según después pareció, de generosos vinos; así había rimeros de
pan blanquísimo como los suele haber de montones de trigo en las eras; los quesos, puestos
como ladrillos enrejalados, formaban una muralla, y dos calderas de aceite mayores que las de
un tinte servían de freír cosas de masa, que con dos valientes palas las sacaban fritas y las
zabullían en otra caldera de preparada miel que allí junto estaba. Los cocineros y cocineras
pasaban de cincuenta, todos limpios, todos diligentes y todos contentos. En el dilatado vientre
del novillo estaban doce tiernos y pequeños lechones, que, cosidos por encima, servían de
darle sabor y enternecerle. Las especias de diversas suertes no parecía haberlas comprado
por libras, sino por arrobas, y todas estaban de manifiesto en una grande arca. Finalmente, el
aparato de la boda era rústico; pero tan abundante, que podía sustentar a un ejército.

Todo lo miraba Sancho Panza, y todo lo contemplaba, y de todo se aficionaba. Primero le
cautivaron y rindieron el deseo las ollas, de quien él tomara de bonísima gana un mediano
puchero; luego le aficionaron la voluntad los zaques; y últimamente las frutas de sartén, si es
que se podían llamar sartenes las tan orondas calderas; y así, sin poderlo sufrir ni ser en su
mano hacer otra cosa, se llegó a uno de los solícitos cocineros, y con corteses y hambrientas
razones le rogó le dejase mojar un mendrugo de pan en una de aquellas ollas. A lo que el
cocinero respondió:

-Hermano, este día no es de aquellos sobre quien tiene juridición la hambre, merced al rico
Camacho. Apeaos y mirad si hay por ahí un cucharón, y espumad una gallina o dos, y buen
provecho os hagan.

-No veo ninguno -respondió Sancho.

-Esperad -dijo el cocinero-. ¡Pecador de mí, y qué melindroso y para poco debéis de ser!

Y diciendo esto, asió de un caldero, y encajándole en una de las medias tinajas, sacó en él tres
gallinas y dos gansos, y dijo a Sancho:

-Comed, amigo, y desayunaos con esta espuma, en tanto que se llega la hora del yantar.

-No tengo en qué echarla -respondió Sancho.

-Pues llevaos -dijo el cocinero- la cuchara y todo; que la riqueza y el contento de Camacho todo
lo suple.

En tanto, pues, que esto pasaba Sancho, estaba don Quijote mirando como por una parte de la
enramada entraban hasta doce labradores sobre doce hermosísimas yeguas, con ricos y
vistosos jaeces de campo y con muchos cascabeles en los petrales, y todos vestidos de
regocijo y fiesta; los cuales, en concertado tropel, corrieron no una, sino muchas carreras por el
prado, con regocijada algazara y grita, diciendo:

-¡Vivan Camacho y Quiteria, él tan rico como ella hermosa, y ella la más hermosa del mundo!

Oyendo lo cual don Quijote, dijo entre sí:

-Bien parece que éstos no han visto a mi Dulcinea del Toboso, que si la hubieran visto, ellos se
fueran a la mano en las alabanzas desta su Quiteria.
El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
Miguel de Cervantes Saavedra Página 365

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De allí a poco comenzaron a entrar por diversas partes de la enramada muchas y diferentes
danzas, entre las cuales venía una de espadas, de hasta veinticuatro zagales de gallardo
parecer y brío, todos vestidos de delgado y blanquísimo lienzo, con sus paños de tocar,
labrados de varias colores de fina seda; y al que los guiaba, que era un ligero mancebo,
preguntó uno de los de las yeguas si se había herido alguno de los danzantes.

-Por ahora, bendito sea Dios, no se ha herido nadie: todos vamos sanos.

Y luego comenzó a enredarse con los demás compañeros, con tantas vueltas y con tanta
destreza, que aunque don Quijote estaba hecho a ver semejantes danzas, ninguna le había
parecido tan bien como aquélla.

También le pareció bien otra que entró de doncellas hermosísimas, tan mozas, que, al parecer,
ninguna bajaba de catorce ni llegaba a diez y ocho años, vestidas todas de palmilla verde, los
cabellos parte tranzados y parte sueltos; pero todos tan rubios, que con los del sol podían tener
competencia; sobre los cuales traían guirnaldas de jazmines, rosas, amaranto y madreselva
compuestas. Guiábalas un venerable viejo y una anciana matrona; pero más ligeros y sueltos
que sus años prometían. Hacíales el son una gaita zamorana, y ellas, llevando en los rostros y
en los ojos a la honestidad y en los pies a la ligereza, se mostraban las mejores bailadoras del
mundo.

Tras ésta entró otra danza de artificio y de las que llaman habladas. Era de ocho ninfas,
repartidas en dos hileras: de la una hilera era guía el dios Cupido, y de la otra, el Interés; aquél,
adornado de alas, arco, aljaba y saetas; éste, vestido de ricas y diversas colores de oro y seda.
Las ninfas que al Amor seguían traían a las espaldas en pargamino blanco y letras grandes
escritos sus nombres. Poesía era el título de la primera; el de la segunda, Discreción; el de la
tercera, Buen Linaje; el de la cuarta, Valentía. Del modo mismo venían señaladas las que al
Interés seguían: decía Liberalidad el título de la primera; Dádiva el de la segunda; Tesoro el de
la tercera, y el de la cuarta, Posesión Pacífica. Delante de todos venía un castillo de madera, a
quien tiraban cuatro salvajes, todos vestidos de yedra y de cáñamo teñido de verde, tan al
natural, que por poco espantaran a Sancho. En la frontera del castillo y en todas cuatro partes
de sus cuadros traía escrito: Castillo del buen recato. Hacíanles el son cuatro diestros
tañedores de tamboril y flauta. Comenzaba la danza Cupido, y habiendo hecho dos mudanzas,
alzaba los ojos y flechaba el arco contra una doncella que se ponía entre las almenas del
castillo, a la cual desta suerte dijo:

-Yo soy el Dios poderoso
En el aire y en la tierra
Y en el ancho mar undoso,
Y en cuanto el abismo encierra
En su báratro espantoso.
Nunca conocí qué es miedo;
Todo cuanto quiero puedo,
Aunque quiera lo imposible,
Y en todo lo que es posible
Mando, quito, pongo y vedo.

Acabó la copla, disparó una flecha por lo alto del castillo y retiróse a su puesto. Salió luego el
Interés, y hizo otras dos mudanzas; callaron los tamborinos, y él dijo:

-Soy quien puede más que Amor,
Y es Amor el que me guía;
Soy de la estirpe mejor
Que el cielo en la tierra cría,
Más conocida y mayor.
Soy el Interés, en quien
Pocos suelen obrar bien,
Y obrar sin mí es gran milagro;
Y cual soy te me consagro,
El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
Miguel de Cervantes Saavedra Página 366

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Por siempre jamás, amén.

Retiróse el Interés, y hízose adelante la Poesía; la cual, después de haber hecho sus
mudanzas como los demás, puestos los ojos en la doncella del castillo, dijo:

-En dulcísimos conceptos,
La dulcísima Poesía,
Altos, graves y discretos,
Señora, el alma te envía
Envuelta entre mil sonetos.
Si acaso no te importuna
Mi porfía, tu fortuna,
De otras muchas invidiada,
Será por mí levantada
Sobre el cerco de la luna.

Desvióse la Poesía, y de la parte del Interés salió la Liberalidad, y después de hechas sus
mudanzas, dijo:

-Llaman Liberalidad
Al dar que el estremo huye
De la prodigalidad,
Y del contrario, que arguye
Tibia y floja voluntad.
Mas yo, por te engrandecer,
De hoy más pródiga he de ser;
Que aunque es vicio, es vicio honrado
Y de pecho enamorado,
Que en el dar se echa de ver.

Deste modo salieron y se retiraron todas las dos figuras de las dos escuadras, y cada uno hizo
sus mudanzas y dijo sus versos, algunos elegantes y algunos ridículos, y sólo tomó de
memoria don Quijote (que la tenía grande) los ya referidos; y luego se mezclaron todos,
haciendo y deshaciendo lazos con gentil donaire y desenvoltura; y cuando pasaba el Amor por
delante del castillo, disparaba por alto sus flechas; pero el Interés quebraba en él alcancías
doradas. Finalmente, después de haber bailado un buen espacio, el Interés sacó un bolsón,
que le formaba el pellejo de un gran gato romano, que parecía estar lleno de dineros, y
arrojándole al castillo, con el golpe se desencajaron las tablas y se cayeron, dejando a la
doncella descubierta y sin defensa alguna. Llegó el Interés con las figuras de su valía, y
echándola una gran cadena de oro al cuello, mostraron prenderla, rendirla y cautivarla; lo cual
visto por el Amor y sus valedores, hicieron ademán de quitársela; y todas las demostraciones
que hacían eran al son de los tamborinos, bailando y danzando concertadamente. Pusiéronlos
en paz los salvajes, los cuales con mucha presteza volvieron a armar y a encajar las tablas del
castillo, y la doncella se encerró en él como de nuevo, y con esto se acabó la danza con gran
contento de los que la miraban.

Preguntó don Quijote a una de las ninfas que quién la había compuesto y ordenado.
Respondióle que un beneficiado de aquel pueblo, que tenía gentil caletre para semejantes
invenciones.

-Yo apostaré -dijo don Quijote- que debe de ser más amigo de Camacho que de Basilio el tal
bachiller o beneficiado, y que debe de tener más de satírico que de vísperas: ¡bien ha encajado
en la danza las habilidades de Basilio y las riquezas de Camacho!

Sancho Panza, que lo escuchaba todo, dijo:

-El rey es mi gallo; a Camacho me atengo.

-En fin -dijo don Quijote-, bien se parece, Sancho, que eres villano y de aquellos que dicen:
«¡Viva quien vence!»
El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
Miguel de Cervantes Saavedra Página 367

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-No sé de los que soy -respondió Sancho-; pero bien sé que nunca de ollas de Basilio sacaré
yo tan elegante espuma como es esta que he sacado de las de Camacho.

Y enseñóle el caldero lleno de gansos y de gallinas, y asiendo de una, comenzó a comer con
mucho donaire y gana, y dijo:

-¡A la barba de las habilidades de Basilio!; que tanto vales cuanto tienes, y tanto tienes cuanto
vales. Dos linajes solos hay en el mundo, como decía una agüela mía, que son el tener y el no
tener; aunque ella al del tener se atenía; y el día de hoy, mi señor don Quijote, antes se toma el
pulso al haber que al saber: un asno cubierto de oro parece mejor que un caballo enalbardado.
Así que vuelvo a decir que a Camacho me atengo, de cuyas ollas son abundantes espumas
gansos y gallinas, liebres y conejos; y de las de Basilio serán, si viene a mano, y aunque no
venga sino al pie, aguachirle.

-¿Has acabado tu arenga, Sancho? -dijo don Quijote.

-Habréla acabado -respondió Sancho-, porque veo que vuestra merced recibe pesadumbre con
ella; que si esto no se pusiera de por medio, obra había cortada para tres días.

-Plega a Dios, Sancho -replicó don Quijote-, que yo te vea mudo antes que me muera.

-Al paso que llevamos -respondió Sancho-, antes que vuestra merced se muera estaré yo
mascando barro, y entonces podrá ser que esté tan mudo que no hable palabra hasta la fin del
mundo, o, por lo menos, hasta el día del juicio.

-Aunque eso así suceda, ¡oh Sancho! -respondió don Quijote-, nunca llegará tu silencio a do ha
llegado lo que has hablado, hablas y tienes de hablar en tu vida; y más, que está muy puesto
en razón natural que primero llegue el día de mi muerte que el de la tuya; y así, jamás pienso
verte mudo, ni aun cuando estés bebiendo o durmiendo, que es lo que puedo encarecer.

-A buena fe, señor -respondió Sancho-, que no hay que fiar en la descarnada, digo, en la
muerte, la cual también come cordero como carnero; y a nuestro cura he oído decir que con
igual pie pisaba las altas torres de los reyes como las humildes chozas de los pobres. Tiene
esta señora más de poder que de melindre; no es nada asquerosa: de todo come y a todo
hace, y de toda suerte de gentes, edades y preeminencias hinche sus alforjas. No es segador
que duerme las siestas; que a todas horas siega, y corta así la seca como la verde yerba; y no
parece que masca, sino que engulle y traga cuanto se le pone delante, porque tiene hambre
canina, que nunca se harta; y aunque no tiene barriga, da a entender que está hidrópica y
sedienta de beber solas las vidas de cuantos viven, como quien se bebe un jarro de agua fría.

-No más, Sancho -dijo a este punto don Quijote-. Tente en buenas, y no te dejes caer; que en
verdad que lo que has dicho de la muerte por tus rústicos términos es lo que pudiera decir un
buen predicador. Dígote, Sancho, que si como tienes buen natural y discreción, pudieras tomar
un púlpito en la mano y irte por ese mundo predicando lindezas.

-Bien predica quien bien vive -respondió Sancho-, y yo no sé otras tologías.

-Ni las has menester -dijo don Quijote-; pero yo no acabo de entender ni alcanzar cómo siendo
el principio de la sabiduría el temor de Dios, tú, que temes más a un lagarto que a Él, sabes
tanto.

-Juzgue vuesa merced, señor, de sus caballerías -respondió Sancho-, y no se meta en juzgar
de los temores o valentías ajenas, que tan gentil temeroso soy yo de Dios como cada hijo de
vecino. Y déjeme vuestra merced despabilar esta espuma; que lo demás todas son palabras
ociosas, de que nos han de pedir cuenta en la otra vida.

Y diciendo esto, comenzó de nuevo a dar asalto a su caldero, con tan buenos alientos, que
despertó los de don Quijote, y sin duda le ayudara, si no lo impidiera lo que es fuerza se diga
adelante.
El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
Miguel de Cervantes Saavedra Página 368

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Capítulo XXI

Donde se prosiguen las bodas de Camacho, con otros gustosos sucesos


Cuando estaban don Quijote y Sancho en las razones referidas en el capítulo antecedente, se
oyeron grandes voces y gran ruido, y dábanlas y causábanle los de las yeguas, que con larga
carrera y grita iban a recebir a los novios, que, rodeados de mil géneros de instrumentos y de
invenciones, venían acompañados del cura, y de la parentela de entrambos, y de toda la gente
más lucida de los lugares circunvecinos, todos vestidos de fiesta. Y como Sancho vio a la
novia, dijo:

-A buena fe que no viene vestida de labradora, sino de garrida palaciega. ¡Pardiez, que según
diviso, que las patenas que había de traer son ricos corales, y la palmilla verde de Cuenca es
terciopelo de treinta pelos! ¡Y montas que la guarnición es de tiras de lienzo blanco! ¡Voto a mí
que es de raso! Pues ¡tomadme las manos, adornadas con sortijas de azabache! No medre yo
si no son anillos de oro, y muy de oro, y empedrados con perlas blancas como una cuajada,
que cada una debe de valer un ojo de la cara. ¡Oh, hi de puta, y qué cabellos; que, si no son
postizos, no los he visto mas luengos ni más rubios en toda mi vida! ¡No, sino ponedla tacha en
el brío y en el talle, y no la comparéis a una palma que se mueve cargada de racimos de
dátiles; que lo mismo parecen los dijes que trae pendientes de los cabellos y de la garganta!
Juro en mi ánima que ella es una chapada moza, y que puede pasar por los bancos de
Flandes.

Rióse don Quijote de las rústicas alabanzas de Sancho Panza; parecióle que fuera de su
señora Dulcinea del Toboso no había visto mujer más hermosa jamás. Venía la hermosa
Quiteria algo descolorida, y debía de ser de la mala noche que siempre pasan las novias en
componerse para el día venidero de sus bodas. Íbanse acercando a un teatro que a un lado del
prado estaba, adornado de alfombras y ramos, adonde se habían de hacer los desposorios, y
de donde habían de mirar las danzas y las invenciones; y a la sazón que llegaban al puesto,
oyeron a sus espaldas grandes voces, y una que decía:

-Esperaos un poco, gente tan inconsiderada como presurosa.

A cuyas voces y palabras todos volvieron la cabeza, y vieron que las daba un hombre vestido,
al parecer, de un sayo negro jironado de carmesí a llamas. Venía coronado (como se vio luego)
con una corona de funesto ciprés; en las manos traía un bastón grande. En llegando más cerca
fue conocido de todos por el gallardo Basilio, y todos estuvieron suspensos, esperando en qué
habían de parar sus voces y sus palabras, temiendo algún mal suceso de su venida en sazón
semejante.

Llegó, en fin, cansado y sin aliento, y puesto delante de los desposados, hincando el bastón en
el suelo, que tenía el cuento de una punta de acero, mudada la color, puestos los ojos en
Quiteria, con voz tremente y ronca, estas razones dijo:

-Bien sabes, desconocida Quiteria, que conforme a la santa ley que profesamos, que viviendo
yo, tú no puedes tomar esposo; y juntamente no ignoras que por esperar yo que el tiempo y mi
diligencia mejorasen los bienes de mi fortuna, no he querido dejar de guardar el decoro que a
tu honra convenía; pero tú, echando a las espaldas todas las obligaciones que debes a mi buen
deseo, quieres hacer señor de lo que es mío a otro, cuyas riquezas le sirven no sólo de buena
fortuna, sino de bonísima ventura. Y para que la tenga colmada (y no como yo pienso que la
merece, sino como se la quieren dar los cielos), yo, por mis manos, desharé el imposible o el
inconveniente que puede estorbársela, quitándome a mí de por medio. ¡Viva, viva el rico
Camacho con la ingrata Quiteria largos y felices siglos, y muera, muera el pobre Basilio, cuya
pobreza cortó las alas de su dicha y le puso en la sepultura!

Y diciendo esto, asió del bastón que tenía hincado en el suelo, y quedándose la mitad dél en la
tierra, mostró que servía de vaina a un mediano estoque que en él se ocultaba; y puesta la que
se podía llamar empuñadura en el suelo, con ligero desenfado y determinado propósito se
arrojó sobre él, y en un punto mostró la punta sangrienta a las espaldas, con la mitad del
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Miguel de Cervantes Saavedra Página 369

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acerada cuchilla, quedando el triste bañado en su sangre y tendido en el suelo, de sus mismas
armas traspasado.

Acudieron luego sus amigos a favorecerle, condolidos de su miseria y lastimosa desgracia; y
dejando don Quijote a Rocinante, acudió a favorecerle y le tomó en sus brazos, y halló que aún
no había expirado. Quisiéronle sacar el estoque; pero el cura, que estaba presente, fue de
parecer que no se le sacasen antes de confesarle, porque el sacársele y el expirar sería todo a
un tiempo. Pero, volviendo un poco en sí Basilio, con voz doliente y desmayada dijo:

-Si quisieses, cruel Quiteria, darme en este último y forzoso trance la mano de esposa, aún
pensaría que mi temeridad tendría desculpa, pues en ella alcancé el bien de ser tuyo.

El cura oyendo lo cual, le dijo que atendiese a la salud del alma, antes que a los gustos del
cuerpo, y que pidiese muy de veras a Dios perdón de sus pecados y de su desesperada
determinación. A lo cual replicó Basilio que en ninguna manera se confesaría si primero
Quiteria no le daba la mano de ser su esposa: que aquel contento le adobaría la voluntad y le
daría aliento para confesarse.

En oyendo don Quijote la petición del herido, en altas voces dijo que Basilio pedía una cosa
muy justa y puesta en razón, y además, muy hacedera, y que el señor Camacho quedaría tan
honrado recibiendo a la señora Quiteria viuda del valeroso Basilio como si la recibiera del lado
de su padre:

-Aquí no ha de haber más de un sí, que no tenga otro efecto que el pronunciarle, pues el
tálamo de estas bodas ha de ser la sepultura.

Todo lo oía Camacho, y todo le tenía suspenso y confuso, sin saber qué hacer ni qué decir;
pero las voces de los amigos de Basilio fueron tantas, pidiéndole que consintiese que Quiteria
le diese la mano de esposa, porque su alma no se perdiese, partiendo desesperado desta vida,
que le movieron, y aun forzaron, a decir que si Quiteria quería dársela, que él se contentaba,
pues todo era dilatar por un momento el cumplimiento de sus deseos.

Luego acudieron todos a Quiteria, y unos con ruegos, y otros con lágrimas, y otros con eficaces
razones, la persuadían que diese la mano al pobre Basilio; y ella, más dura que un mármol y
más sesga que una estatua, mostraba que ni sabía ni podía, ni quería responder palabra; ni la
respondiera si el cura no la dijera que se determinase presto en lo que había de hacer, porque
tenía Basilio ya el alma en los dientes, y no daba lugar a esperar inresolutas determinaciones.
Entonces la hermosa Quiteria, sin responder palabra alguna, turbada, al parecer triste y
pesarosa, llegó donde Basilio estaba ya los ojos vueltos, el aliento corto y apresurado,
murmurando entre los dientes el nombre de Quiteria, dando muestras de morir como gentil, y
no como cristiano. Llegó, en fin, Quiteria, y puesta de rodillas, le pidió la mano por señas, y no
por palabras. Desencajó los ojos Basilio, y mirándola atentamente, le dijo:

-¡Oh Quiteria, que has venido a ser piadosa a tiempo cuando tu piedad ha de servir de cuchillo
que me acabe de quitar la vida, pues ya no tengo fuerzas para llevar la gloria que me das en
escogerme por tuyo, ni para suspender el dolor que tan apriesa me va cubriendo los ojos con la
espantosa sombra de la muerte! Lo que te suplico es, ¡oh fatal estrella mía! que la mano que
me pides y quieres darme no sea por cumplimiento, ni para engañarme de nuevo, sino que
confieses y digas que, sin hacer fuerza a tu voluntad, me la entregas y me la das como a tu
legítimo esposo; pues no es razón que en un trance como éste me engañes, ni uses de
fingimientos con quien tantas verdades ha tratado contigo.

Entre estas razones, se desmayaba; de modo que todos los presentes pensaban que cada
desmayo se había de llevar el alma consigo. Quiteria, toda honesta y toda vergonzosa, asiendo
con su derecha mano la de Basilio, le dijo:

-Ninguna fuerza fuera bastante a torcer mi voluntad; y así, con la más libre que tengo te doy la
mano de legítima esposa, y recibo la tuya, si es que me la das de tu libre albedrío, sin que la
turbe ni contraste la calamidad en que tu discurso acelerado te ha puesto.

El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
Miguel de Cervantes Saavedra Página 370

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-Sí doy -respondió Basilio-, no turbado ni confuso, sino con el claro entendimiento que el cielo
quiso darme, y así me doy y me entrego por tu esposo.

-Y yo por tu esposa -respondió Quiteria-, ahora vivas largos años, ahora te lleven de mis
brazos a la sepultura.

-Para estar tan herido este mancebo -dijo a este punto Sancho Panza-, mucho habla: háganle
que se deje de requiebros y que atienda a su alma, que, a mi parecer, más la tiene en la lengua
que en los dientes.

Estando, pues, asidos de las manos Basilio y Quiteria, el cura, tierno y lloroso, los echó la
bendición y pidió al cielo diese buen poso al alma del nuevo desposado; el cual, así como
recibió la bendición, con presta ligereza se levantó en pie, y con no vista desenvoltura se sacó
el estoque, a quien servía de vaina su cuerpo. Quedaron todos los circunstantes admirados, y
algunos dellos, más simples que curiosos, en altas voces comenzaron a decir:

-¡Milagro, milagro!

Pero Basilio replicó:

-¡No «milagro, milagro», sino industria, industria!

El cura, desatentado y atónito, acudió con ambas manos a tentar la herida, y halló que la
cuchilla había pasado, no por la carne y costillas de Basilio, sino por un cañón hueco de hierro
que, lleno de sangre, en aquel lugar bien acomodado tenía, preparada la sangre, según
después se supo, de modo que no se helase. Finalmente, el cura y Camacho con todos los
más circunstantes se tuvieron por burlados y escarnidos. La esposa no dio muestras de pesarle
de la burla; antes, oyendo decir que aquel casamiento, por haber sido engañoso, no había de
ser valedero, dijo que ella le confirmaba de nuevo; de lo cual coligieron todos que de
consentimiento y sabiduría de los dos se había trazado aquel caso; de lo que quedó Camacho
y sus valedores tan corridos, que remitieron su venganza a las manos, y desenvainando
muchas espadas, arremetieron a Basilio, en cuyo favor en un instante se desenvainaron casi
otras tantas; y tomando la delantera a caballo don Quijote, con la lanza sobre el brazo y bien
cubierto de su escudo, se hacía dar lugar de todos. Sancho, a quien jamás pluguieron ni
solazaron semejantes fechurías, se acogió a las tinajas, donde había sacado su agradable
espuma, pareciéndole aquel lugar como sagrado, que había de ser tenido en respeto. Don
Quijote a grandes voces decía:

-Teneos, señores, teneos; que no es razón toméis venganza de los agravios que el amor nos
hace; y advertid que el amor y la guerra son una misma cosa, y así como en la guerra es cosa
lícita y acostumbrada usar de ardides y estratagemas para vencer al enemigo, así en las
contiendas y competencias amorosas se tienen por buenos los embustes y marañas que se
hacen para conseguir el fin que se desea, como no sean en menoscabo y deshonra de la cosa
amada. Quiteria era de Basilio, y Basilio de Quiteria, por justa y favorable disposición de los
cielos. Camacho es rico, y podrá comprar su gusto cuando, donde y como quisiere. Basilio no
tiene más desta oveja, y no se la ha de quitar alguno, por poderoso que sea; que a los dos que
Dios junta no podrá separar el hombre; y el que lo intentare, primero ha de pasar por la punta
desta lanza.

Y en esto la blandió tan fuerte y tan diestramente, que puso pavor en todos los que no le
conocían; y tan intensamente se fijó en la imaginación de Camacho el desdén de Quiteria, que
se la borró de la memoria en un instante; y así, tuvieron lugar con él las persuasiones del cura,
que era varón prudente y bien intencionado, con las cuales quedó Camacho y los de su
parcialidad pacíficos y sosegados; en señal de lo cual volvieron las espadas a sus lugares,
culpando más a la facilidad de Quiteria que a la industria de Basilio; haciendo discurso
Camacho que si Quiteria quería bien a Basilio doncella, también le quisiera casada, y que
debía de dar gracias al cielo más por habérsela quitado que por habérsela dado.

Consolado, pues, y pacífico Camacho y los de su mesnada, todos los de la de Basilio se
sosegaron, y el rico Camacho, por mostrar que no sentía la burla, ni la estimaba en nada, quiso
El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
Miguel de Cervantes Saavedra Página 371

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que las fiestas pasasen adelante como si realmente se desposara; pero no quisieron asistir a
ellas Basilio ni su esposa ni secuaces; y así, se fueron a la aldea de Basilio; que también los
pobres virtuosos y discretos tienen quien los siga, honre y ampare como los ricos tienen quien
los lisonjee y acompañe.

Llevarónse consigo a don Quijote, estimándole por hombre de valor y de pelo en pecho. A sólo
Sancho se le escureció el alma, por verse imposibilitado de aguardar la espléndida comida y
fiestas de Camacho, que duraron hasta la noche; y así, asenderado y triste siguió a su señor,
que con la cuadrilla de Basilio iba, y así se dejó atrás las ollas de Egipto, aunque las llevaba en
el alma; cuya ya casi consumida y acabada espuma, que en el caldero llevaba, le representaba
la gloria y la abundancia del bien que perdía; y así, congojado y pensativo, aunque sin hambre,
sin apearse del rucio, siguió las huellas de Rocinante.

















































El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
Miguel de Cervantes Saavedra Página 372

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Capítulo XXII

Donde se da cuenta de la grande aventura de la cueva de Montesinos, que está en el
corazón de la Mancha, a quien dio felice cima el valeroso don Quijote de la Mancha


Grandes fueron y muchos los regalos que los desposados hicieron a don Quijote, obligados de
las muestras que había dado defendiendo su causa, y al par de la valentía le graduaron la
discreción, teniéndole por un Cid en las armas y por un Cicerón en la elocuencia. El buen
Sancho se refociló tres días a costa de los novios, de los cuales se supo que no fue traza
comunicada con la hermosa Quiteria el herirse fingidamente, sino industria de Basilio,
esperando della el mismo suceso que se había visto; bien es verdad que confesó que había
dado parte de su pensamiento a algunos de sus amigos, para que al tiempo necesario
favoreciesen su intención y abonasen su engaño.

-No se pueden ni deben llamar engaños -dijo don Quijote- los que ponen la mira en virtuosos
fines. Y que el de casarse los enamorados era el fin de más excelencia, advirtiendo que el
mayor contrario que el amor tiene es la hambre y la continua necesidad; porque el amor es
todo alegría, regocijo y contento, y más cuando el amante está en posesión de la cosa amada,
contra quien son enemigos opuestos y declarados la necesidad y la pobreza; y que todo esto
decía con intención de que se dejase el señor Basilio de ejercitar las habilidades que sabe, que
aunque le daban fama, no le daban dineros, y que atendiese a granjear hacienda por medios
lícitos e industriosos, que nunca faltan a los prudentes y aplicados. El pobre honrado (si es que
puede ser honrado el pobre) tiene prenda en tener mujer hermosa, que cuando se la quitan, le
quitan la honra y se la matan. La mujer hermosa y honrada cuyo marido es pobre merece ser
coronada con laureles y palmas de vencimiento y triunfo. La hermosura, por sí sola, atrae las
voluntades de cuantos la miran y conocen, y como a señuelo gustoso se le abaten las águilas
reales y los pájaros altaneros; pero si a la tal hermosura se le junta la necesidad y la
estrecheza, también la embisten los cuervos, los milanos y las otras aves de rapiña; y la que
está a tantos encuentros firme bien merece llamarse corona de su marido.

-Mirad, discreto Basilio -añadió don Quijote-: opinión fue de no sé qué sabio que no había en
todo el mundo sino una sola mujer buena, y daba por consejo que cada uno pensase y creyese
que aquella sola buena era la suya, y así viviría contento. Yo no soy casado, ni hasta agora me
ha venido en pensamiento serlo; y, con todo esto, me atrevería a dar consejo al que me lo
pidiese del modo que había de buscar la mujer con quien se quisiese casar. Lo primero, le
aconsejaría que mirase más a la fama que a la hacienda; porque la buena mujer no alcanza la
buena fama solamente con ser buena, sino con parecerlo; que mucho más dañan a las honras
de las mujeres las desenvolturas y libertades públicas que las maldades secretas. Si traes
buena mujer a tu casa, fácil cosa sería conservarla, y aun mejorarla, en aquella bondad; pero si
la traes mala, en trabajo te pondrá el enmendarla; que no es muy hacedero pasar de un
extremo a otro. Yo no digo que sea imposible, pero téngolo por dificultoso.

Oía todo esto Sancho, y dijo entre sí:

-Este mi amo, cuando yo hablo cosas de meollo y de sustancia suele decir que podría yo tomar
un púlpito en las manos y irme por ese mundo adelante predicando lindezas; y yo digo dél que
cuando comienza a enhilar sentencias y a dar consejos, no sólo puede tomar púlpito en las
manos, sino dos en cada dedo, y andarse por esas plazas a ¿qué quieres, boca? ¡Válate el
diablo por caballero andante, que tantas cosas sabes! Yo pensaba en mi ánima que sólo podía
saber aquello que tocaba a sus caballerías; pero no hay cosa donde no pique y deje de meter
su cucharada.

Murmuraba esto algo Sancho, y entreoyóle su señor, y preguntóle:

-¿Qué murmuras, Sancho?

-No digo nada, ni murmuro de nada -respondió Sancho-; sólo estaba diciendo entre mí que
quisiera haber oído lo que vuesa merced aquí ha dicho antes que me casara, que quizá dijera
yo agora: «El buey suelto bien se lame».
El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
Miguel de Cervantes Saavedra Página 373

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-¿Tan mala es tu Teresa, Sancho? -dijo don Quijote.

-No es muy mala -respondió Sancho-, pero no es muy buena; a lo menos, no es tan buena
como yo quisiera.

-Mal haces, Sancho -dijo don Quijote-, en decir mal de tu mujer, que, en efecto, es madre de
tus hijos.

-No nos debemos nada -respondió Sancho-, que también ella dice mal de mí cuando se le
antoja, especialmente cuando está celosa; que entonces súfrala el mismo Satanás.

Finalmente, tres días estuvieron con los novios, donde fueron regalados y servidos como
cuerpos de rey. Pidió don Quijote al diestro licenciado le diese una guía que le encaminase a la
cueva de Montesinos, porque tenía gran deseo de entrar en ella y ver a ojos vistas si eran
verdaderas las maravillas que de ella se decían por todos aquellos contornos. El licenciado le
dijo que le daría a un primo suyo, famoso estudiante y muy aficionado a leer libros de
caballerías, el cual con mucha voluntad le pondría a la boca de la misma cueva, y le enseñaría
las lagunas de Ruidera, famosas ansimismo en toda la Mancha, y aun en toda España; y díjole
que llevaría con él gustoso entretenimiento, a causa que era mozo que sabía hacer libros para
imprimir y para dirigirlos a príncipes. Finalmente, el primo vino con una pollina preñada, cuya
albarda cubría un gayado tapete o arpillera. Ensilló Sancho a Rocinante y aderezó al rucio,
proveyó sus alforjas, a las cuales acompañaron las del primo, asimismo bien proveídas, y
encomendándose a Dios y despediéndose de todos, se pusieron en camino, tomando la
derrota de la famosa cueva de Montesinos.

En el camino preguntó don Quijote al primo de qué género y calidad eran sus ejercicios, su
profesión y estudios; a lo que él respondió que su profesión era ser humanista; sus ejercicios y
estudios, componer libros para dar a la estampa, todos de gran provecho y no menos
entretenimiento para la república; que el uno se intitulaba el de las libreas, donde pintaba
setecientas y tres libreas, con sus colores, motes y cifras, de donde podían sacar y tomar las
que quisiesen en tiempo de fiestas y regocijos los caballeros cortesanos, sin andarlas
mendigando de nadie, ni lambicando, como dicen, el cerbelo, por sacarlas conformes a sus
deseos e intenciones.

-Porque doy al celoso, al desdeñado, al olvidado y al ausente las que les convienen, que les
vendrán más justas que pecadoras. Otro libro tengo también, a quien he de llamar
Metamorfóseos, o Ovidio español, de invención nueva y rara; porque en él, imitando a Ovidio a
lo burlesco, pinto quién fue la Giralda de Sevilla y el Ángel de la Madalena, quién el Caño de
Vecinguerra, de Córdoba, quiénes los Toros de Guisando, la Sierra Morena, las fuentes de
Leganitos y Lavapiés, en Madrid, no olvidándome de la del Piojo, de la del Caño Dorado y de la
Priora; y esto, con sus alegorías, metáforas y translaciones, de modo, que alegran, suspenden
y enseñan a un mismo punto. Otro libro tengo, que le llamo Suplemento a Virgilio Polidoro, que
trata de la invención de las cosas, que es de grande erudición y estudio, a causa que las cosas
que se dejó de decir Polidoro de gran sustancia, las averiguo yo, y las declaro por gentil estilo.
Olvidósele a Virgilio de declararnos quién fue el primero que tuvo catarro en el mundo, y el
primero que tomó las unciones para curarse del morbo gálico, y yo lo declaro al pie de la letra,
y lo autorizo con más de veinticinco autores: porque vea vuesa merced si he trabajado bien y si
ha de ser útil el tal libro a todo el mundo.

Sancho, que había estado muy atento a la narración del primo, le dijo:

-Dígame, señor, así Dios le dé buena manderecha en la impresión de sus libros: ¿sabríame
decir, que sí sabrá, pues todo lo sabe, quién fue el primero que se rascó en la cabeza, que yo
para mí tengo que debió de ser nuestro padre Adán?

-Sí sería -respondió el primo-; porque Adán no hay duda sino que tuvo cabeza y cabellos; y,
siendo esto así, y siendo el primer hombre del mundo, alguna vez se rascaría.



El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
Miguel de Cervantes Saavedra Página 374

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-Así lo creo yo -respondió Sancho-; pero dígame ahora: ¿quién fue el primer volteador del
mundo?

-En verdad, hermano -respondió el primo-, que no me sabré determinar por ahora, hasta que lo
estudie. Yo lo estudiaré en volviendo adonde tengo mis libros, y yo os satisfaré cuando otra vez
nos veamos; que no ha de ser ésta la postrera.

-Pues mire, señor -replicó Sancho-, no tome trabajo en esto; que ahora he caído en la cuenta
de lo que le he preguntado. Sepa que el primer volteador del mundo fue Lucifer, cuando le
echaron o arrojaron del cielo, que vino volteando hasta los abismos.

-Tienes razón, amigo -dijo el primo.

Y dijo don Quijote:

-Esa pregunta y respuesta no es tuya, Sancho: a alguno las has oído decir.

-Calle, señor -replicó Sancho-; que a buena fe que si me doy a preguntar y a responder, que no
acabe de aquí a mañana. Sí, que para preguntar necedades y responder disparates no he
menester yo andar buscando ayuda de vecinos.

-Más has dicho, Sancho, de lo que sabes -dijo don Quijote-; que hay algunos que se cansan en
saber y averiguar cosas, que después de sabidas y averiguadas, no importan un ardite al
entendimiento ni a la memoria.

En estas y otras gustosas pláticas se les pasó aquel día, y a la noche se albergaron en una
pequeña aldea, adonde el primo dijo a don Quijote que desde allí a la cueva de Montesinos no
había más de dos leguas, y que si llevaba determinado de entrar en ella, era menester
proverse de sogas, para atarse y descolgarse en su profundidad. Don Quijote dijo que aunque
llegase al abismo, había de ver dónde paraba; y así, compraron casi cien brazas de soga, y
otro día a las dos de la tarde llegaron a la cueva, cuya boca es espaciosa y ancha; pero llena
de cambroneras y cabrahigos, de zarzas y malezas, tan espesas y intricadas, que de todo en
todo la ciegan y encubren. En viéndola, se apearon el primo, Sancho y don Quijote, al cual los
dos le ataron luego fortísimamente con las sogas; y en tanto que le fajaban y ceñían, le dijo
Sancho:

-Mire vuestra merced, señor mío, lo que hace: no se quiera sepultar en vida, ni se ponga
adonde parezca frasco que le ponen a enfriar en algún pozo. Sí, que a vuestra merced no le
toca ni atañe ser el escudriñador desta que debe de ser peor que mazmorra.

-Ata y calla -respondió don Quijote-, que tal empresa como aquésta, Sancho amigo, para mí
estaba guardada.

Y entonces dijo la guía:

-Suplico a vuesa merced, señor don Quijote, que mire bien y especule con cien ojos lo que hay
allá dentro: quizá habrá cosas que las ponga yo en el libro de mis Transformaciones.

-En manos está el pandero, que le sabrá bien tañer -respondió Sancho Panza.

Dicho esto, y acabada la ligadura de don Quijote (que no fue sobre el arnés, sino sobre el jubón
de armar), dijo don Quijote:

-Inadvertidos hemos andado en no habernos proveído de algún esquilón pequeño, que fuera
atado junto a mí en esta misma soga, con cuyo sonido se entendiera que todavía bajaba y
estaba vivo; pero pues ya no es posible, a la mano de Dios, que me guíe.

Y luego se hincó de rodillas y hizo una oración en voz baja al cielo, pidiendo a Dios le ayudase
y le diese buen suceso en aquella, al parecer, peligrosa y nueva aventura, y en voz alta dijo
luego:
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Miguel de Cervantes Saavedra Página 375

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-¡Oh señora de mis acciones y movimientos, clarísima y sin par Dulcinea del Toboso! Si es
posible que lleguen a tus oídos las plegarias y rogaciones deste tu venturoso amante, por tu
inaudita belleza te ruego las escuches; que no son otras que rogarte no me niegues tu favor y
amparo, ahora que tanto le he menester. Yo voy a despeñarme, a empozarme y a hundirme en
el abismo que aquí se me representa, sólo porque conozca el mundo que si tú me favoreces,
no habrá imposible a quien yo no acometa y acabe.

Y en diciendo esto, se acercó a la sima, vio no ser posible descolgarse, ni hacer lugar a la
entrada, si no era a fuerza de brazos, o a cuchilladas, y así, poniendo mano a la espada,
comenzó a derribar y a cortar de aquellas malezas que a la boca de la cueva estaban, por cuyo
ruido y estruendo salieron por ella una infinidad de grandísimos cuervos y grajos, tan espesos y
con tanta priesa, que dieron con don Quijote en el suelo; y si él fuera tan agorero como católico
cristiano, lo tuviera a mala señal y excusara de encerrarse en lugar semejante.

Finalmente, se levantó, y viendo que no salían más cuervos ni otras aves noturnas, como
fueron murciélagos, que asimismo entre los cuervos salieron, dándole soga el primo y Sancho,
se dejó calar al fondo de la caverna espantosa; y al entrar, echándole Sancho su bendición y
haciendo sobre él mil cruces, dijo:

-¡Dios te guíe y la Peña de Francia, junto con la Trinidad de Gaeta, flor, nata y espuma de los
caballeros andantes! ¡Allá vas, valentón del mundo, corazón de acero, brazos de bronce! ¡Dios
te guíe, otra vez, y te vuelva libre, sano y sin cautela a la luz desta vida, que dejas, por
enterrarte en esta escuridad que buscas!

Casi las mismas plegarias y deprecaciones hizo el primo.

Iba don Quijote dando voces que le diesen soga y más soga, y ellos se la daban poco a poco; y
cuando las voces, que acanaladas por la cueva salían, dejaron de oírse, ya ellos tenían
descolgadas las cien brazas de soga, y fueron de parecer de volver a subir a don Quijote, pues
no le podían dar más cuerda. Con todo eso, se detuvieron como media hora, al cabo del cual
espacio volvieron a recoger la soga con mucha facilidad y sin peso alguno, señal que les hizo
imaginar que don Quijote se quedaba dentro, y creyéndolo así Sancho, lloraba amargamente y
tiraba con mucha priesa por desengañarse; pero, llegando, a su parecer, a poco más de las
ochenta brazas, sintieron peso, de que en extremo se alegraron. Finalmente, a las diez vieron
distintamente a don Quijote, a quien dio voces Sancho, diciéndole:

-Sea vuestra merced muy bien vuelto, señor mío; que ya pensábamos que se quedaba allá
para casta.

Pero no respondía palabra don Quijote; y sacándole del todo, vieron que traía cerrados los
ojos, con muestras de estar dormido. Tendiéronle en el suelo y desliáronle, y, con todo esto, no
despertaba; pero tanto le volvieron y revolvieron, sacudieron y menearon, que al cabo de un
buen espacio volvió en sí, desperezándose, bien como si de algún grave y profundo sueño
despertara; y mirando a una y otra parte, como espantado, dijo:

-Dios os lo perdone, amigos; que me habéis quitado de la más sabrosa y agradable vida y vista
que ningún humano ha visto ni pasado. En efecto, ahora acabo de conocer que todos los
contentos desta vida pasan como sombra y sueño, o se marchitan como la flor del campo. ¡Oh
desdichado Montesinos! ¡Oh mal ferido Durandarte! ¡Oh sin ventura Belerma! ¡Oh lloroso
Guadiana, y vosotras sin dicha hijas de Ruidera, que mostráis en vuestras aguas las que
lloraron vuestros hermosos ojos!

Con grande atención escuchaban el primo y Sancho las palabras de don Quijote, que las decía
como si con dolor inmenso las sacara de las entrañas. Suplicáronle les diese a entender lo que
decía, y les dijese lo que en aquel infierno había visto.

-¿Infierno le llamáis? -dijo don Quijote-. Pues no le llaméis ansí, porque no lo merece, como
luego veréis.

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Miguel de Cervantes Saavedra Página 376

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Pidió que le diesen algo de comer, que traía grandísima hambre. Tendieron la arpillera del
primo sobre la verde yerba, acudieron a la despensa de sus alforjas, y sentados todos tres en
buen amor y compaña, merendaron y cenaron, todo junto. Levantada la arpillera, dijo don
Quijote de la Mancha:

-No se levante nadie, y estadme, hijos, todos atentos.























































El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
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Capítulo XXIII

De las admirables cosas que el estremado don Quijote contó que había visto en la
profunda cueva de Montesinos, cuya imposibilidad y grandeza hace que se tenga esta
aventura por apócrifa


Las cuatro de la tarde serían cuando el sol, entre nubes cubierto, con luz escasa y templados
rayos, dio lugar a don Quijote para que sin calor y pesadumbre contase a sus dos clarísimos
oyentes lo que en la cueva de Montesinos había visto, y comenzó en el modo siguiente:

-A obra de doce o catorce estados de la profundidad desta mazmorra, a la derecha mano, se
hace una concavidad y espacio capaz de poder caber en ella un gran carro con sus mulas.
Éntrale una pequeña luz por unos resquicios o agujeros, que lejos le responden, abiertos en la
superficie de la tierra. Esta concavidad y espacio vi yo a tiempo cuando ya iba cansado y
mohíno de verme, pendiente y colgado de la soga, caminar por aquella escura región abajo, sin
llevar cierto ni determinado camino, y así, determiné entrarme en ella y descansar un poco. Di
voces pidiéndoos que no descolgásedes más soga hasta que yo os lo dijese; pero no debistes
de oírme. Fui recogiendo la soga que enviábades, y haciendo della una rosca o rimero, me
senté sobre él pensativo además, considerando lo que hacer debía para calar al fondo, no
teniendo quién me sustentase; y estando en este pensamiento y confusión, de repente y sin
procurarlo, me salteó un sueño profundísimo; y cuando menos lo pensaba, sin saber cómo ni
cómo no, desperté dél y me hallé en la mitad del más bello, ameno y deleitoso prado que
puede criar la naturaleza, ni imaginar la más discreta imaginación humana. Despabilé los ojos,
limpiémelos, y vi que no dormía, sino que realmente estaba despierto; con todo esto, me tenté
la cabeza y los pechos, por certificarme si era yo mismo el que allí estaba, o alguna fantasma
vana y contrahecha; pero el tacto, el sentimiento, los discursos concertados que entre mí hacía,
me certificaron que yo era allí entonces el que soy aquí ahora. Ofrecióseme luego a la vista un
real y suntuoso palacio o alcázar, cuyos muros y paredes parecían de transparente y claro
cristal fabricados; del cual abriéndose dos grandes puertas, vi que por ellas salía y hacía mí se
venía un venerable anciano, vestido con un capuz de bayeta morada, que por el suelo le
arrastraba; ceñíale los hombros y los pechos una beca de colegial, de raso verde; cubríale la
cabeza una gorra milanesa negra, y la barba, canísima, le pasaba de la cintura; no traía arma
ninguna, sino un rosario de cuentas en la mano, mayores que medianas nueces, y los dieces
asimismo como huevos medianos de avestruz; el continente, el paso, la gravedad y la
anchísima presencia, cada cosa de por sí y todas juntas, me suspendieron y admiraron.
Llegóse a mí, y lo primero que hizo fue abrazarme estrechamente, y luego decirme: «-Luengos
tiempos ha, valeroso caballero don Quijote de la Mancha, que los que estamos en estas
soledades encantados esperamos verte, para que des noticia al mundo de lo que encierra y
cubre la profunda cueva por donde has entrado, llamada la cueva de Montesinos: hazaña sólo
guardada para ser acometida de tu invencible corazón y de tu ánimo estupendo. Ven conmigo,
señor clarísimo; que te quiero mostrar las maravillas que este transparente alcázar solapa, de
quien yo soy alcaide y guarda mayor perpetua, porque soy el mismo Montesinos, de quien la
cueva toma nombre». Apenas me dijo que era Montesinos, cuando le pregunté si fue verdad lo
que en el mundo de acá arriba se contaba, que él había sacado de la mitad del pecho, con una
pequeña daga, el corazón de su grande amigo Durandarte y llevádole a la Señora Belerma,
como él se lo mandó al punto de su muerte. Respondióme que en todo decían verdad, sino en
la daga, porque no fue daga, ni pequeña, sino un puñal buido, más agudo que una lezna.

-Debía de ser -dijo a este punto Sancho- el tal puñal de Ramón de Hoces, el sevillano.

-No sé -prosiguió don Quijote-; pero no sería dese puñalero, porque Ramón de Hoces fue ayer,
y lo de Roncesvalles, donde aconteció esta desgracia, ha muchos años; y esta averiguación no
es de importancia, ni turba ni altera la verdad y contexto de la historia.

-Así es -respondió el primo-: prosiga vuestra merced, señor don Quijote; que le escucho con el
mayor gusto del mundo.

-No con menor lo cuento yo -respondió don Quijote-; y así, digo que el venerable Montesinos
me metió en el cristalino palacio, donde en una sala baja, fresquísima sobremodo y toda de
El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
Miguel de Cervantes Saavedra Página 378

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alabastro, estaba un sepulcro de mármol, con gran maestría fabricado, sobre el cual vi a un
caballero tendido de largo a largo, no de bronce, ni de mármol, ni de jaspe hecho, como los
suele haber en otros sepulcros, sino de pura carne y de puros huesos. Tenía la mano derecha
(que a mi parecer es algo peluda y nervosa, señal de tener muchas fuerzas su dueño) puesta
sobre el lado del corazón; y antes que preguntase nada a Montesinos, viéndome suspenso
mirando al del sepulcro, me dijo: «-Éste es mi amigo Durandarte, flor y espejo de los caballeros
enamorados y valientes de su tiempo; tiénele aquí encantado, como me tiene a mí y a otros
muchos y muchas, Merlín, aquel francés encantador que dicen que fue hijo del diablo; y lo que
yo creo es que no fue hijo del diablo, sino que supo, como dicen, un punto más que el diablo. El
cómo o para qué nos encantó nadie lo sabe, y ello dirá andando los tiempos, que no están muy
lejos, según imagino. Lo que a mí me admira es que sé, tan cierto como ahora es de día, que
Durandarte acabó los de su vida en mis brazos, y que después de muerto le saqué el corazón
con mis propias manos; y en verdad que debía de pesar dos libras, porque, según los
naturales, el que tiene mayor corazón es dotado de mayor valentía del que le tiene pequeño.
Pues siendo esto así, y que realmente murió este caballero, ¿cómo ahora se queja y sospira de
cuando en cuando, como si estuviese vivo?» Esto dicho, el mísero Durandarte, dando una gran
voz, dijo:

«-¡Oh, mi primo Montesinos!
Lo postrero que os rogaba,
Que cuando yo fuere muerto,
Y mi ánima arrancada,
Que llevéis mi corazón
Adonde Belerma estaba,
Sacándomele del pecho,
Ya con puñal, ya con daga.»

Oyendo lo cual el venerable Montesinos, se puso de rodillas ante el lastimado caballero, y, con
lágrimas en los ojos, le dijo: «-Ya, señor Durandarte, carísimo primo mío, ya hice lo que me
mandastes en el aciago día de nuestra pérdida: yo os saqué el corazón lo mejor que pude, sin
que os dejase una mínima parte en el pecho; yo le limpié con un pañizuelo de puntas; yo partí
con él de carrera para Francia, habiéndoos primero puesto en el seno de la tierra, con tantas
lágrimas, que fueron bastantes a lavarme las manos y limpiarme con ellas la sangre que
tenían, de haberos andado en las entrañas; y, por más señas, primo de mi alma, en el primero
lugar que topé saliendo de Roncesvalles eché un poco de sal en vuestro corazón, porque no
oliese mal, y fuese, si no fresco, a lo menos, amojamado, a la presencia de la señora Belerma;
a la cual, con vos, y conmigo, y con Guadiana vuestro escudero, y con la dueña Ruidera y sus
siete hijas y dos sobrinas, y con otros muchos de vuestros conocidos y amigos, nos tiene aquí
encantados el sabio Merlín ha muchos años; y aunque pasan de quinientos, no se ha muerto
ninguno de nosotros: solamente faltan Ruidera y sus hijas y sobrinas, las cuales llorando, por
compasión que debió de tener Merlín dellas, las convirtió en otras tantas lagunas, que ahora,
en el mundo de los vivos y en la provincia de la Mancha, las llaman las lagunas de Ruidera; las
siete son de los reyes de España, y las dos sobrinas, de los caballeros de una orden santísima,
que llaman de San Juan. Guadiana vuestro escudero, plañendo asimismo vuestra desgracia,
fue convertido en un río llamado de su mismo nombre; el cual cuando llegó a la superficie de la
tierra y vio el sol del otro cielo, fue tanto el pesar que sintió de ver que os dejaba, que se
sumergió en las entrañas de la tierra; pero como no es posible dejar de acudir a su natural
corriente, de cuando en cuando sale y se muestra donde el sol y las gentes le vean. Vanle
administrando de sus aguas las referidas lagunas, con las cuales, y con otras muchas que se
llegan, entra pomposo y grande en Portugal. Pero, con todo esto, por dondequiera que va
muestra su tristeza y melancolía, y no se precia de criar en sus aguas peces regalados y de
estima, sino burdos y desabridos, bien diferentes de los del Tajo dorado; y esto que agora os
digo ¡oh primo mío! os lo he dicho muchas veces; y como no me respondéis, imagino que no
me dais crédito, o no me oís, de lo que yo recibo tanta pena cual Dios lo sabe. Unas nuevas os
quiero dar ahora, las cuales, ya que no sirvan de alivió a vuestro dolor, no os le aumentarán en
ninguna manera. Sabed que tenéis aquí en vuestra presencia, y abrid los ojos y veréislo, aquel
gran caballero de quien tantas cosas tiene profetizadas el sabio Merlín: aquel don Quijote de la
Mancha, digo, que de nuevo y con mayores ventajas que en los pasados siglos ha resucitado
en los presentes la ya olvidada andante caballería, por cuyo medio y favor podría ser que
nosotros fuésemos desencantados; que las grandes hazañas para los grandes hombres están
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Miguel de Cervantes Saavedra Página 379

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guardadas.» «-Y cuando así no sea -respondió el lastimado Durandarte con voz desmayada y
baja-, cuando así no sea ¡oh primo!, digo, paciencia y barajar». Y volviéndose de lado, tornó a
su acostumbrado silencio, sin hablar más palabra. Oyéronse en esto grandes alaridos y llantos,
acompañados de profundos gemidos y angustiados sollozos; volví la cabeza, y vi por las
paredes de cristal que por otra sala pasaba una procesión de dos hileras de hermosísimas
doncellas, todas vestidas de luto, con turbantes blancos sobre las cabezas, al modo turquesco.
Al cabo y fin de las hileras venía una señora, que en la gravedad lo parecía, asimismo vestida
de negro, con tocas blancas tan tendidas y largas, que besaban la tierra. Su turbante era mayor
dos veces que el mayor de alguna de las otras; era cejijunta y la nariz algo chata; la boca
grande, pero colorados los labios; los dientes, que tal vez los descubría, mostraban ser ralos y
no bien puestos, aunque eran blancos como unas peladas almendras; traía en las manos un
lienzo delgado, y entre él, a lo que pude divisar, un corazón de carne momia, según venía seco
y amojamado. Díjome Montesinos como toda aquella gente de la procesión eran sirvientes de
Durandarte y de Belerma, que allí con sus dos señores estaban encantados, y que la última,
que traía el corazón entre el lienzo y en las manos, era la señora Belerma, la cual con sus
doncellas cuatro días en la semana hacían aquella procesión y cantaban, o, por mejor decir,
lloraban endechas sobre el cuerpo y sobre el lastimado corazón de su primo; y que si me había
parecido algo fea, o no tan hermosa como tenía la fama, era la causa las malas noches y
peores días que en aquel encantamento pasaba, como lo podía ver en sus grandes ojeras y en
su color quebradiza. «-Y no toma ocasión su amarillez y sus ojeras de estar con el mal mensil,
ordinario en las mujeres, porque ha muchos meses, y aun años, que no le tiene ni asoma por
sus puertas; sino del dolor que siente su corazón por el que de contino tiene en las manos, que
le renueva y trae a la memoria la desgracia de su mal logrado amante; que si esto no fuera,
apenas la igualara en hermosura, donaire y brío la gran Dulcinea del Toboso, tan celebrada en
todos estos contornos, y aun en todo el mundo.» «-Cepos quedos -dije yo entonces-, señor don
Montesinos: cuente vuesa merced su historia como debe; que ya sabe que toda comparación
es odiosa, y así, no hay para qué comparar a nadie con nadie. La sin par Dulcinea del Toboso
es quien es, y la señora doña Belerma es quien es, y quien ha sido, y quédese aquí.» A lo que
él me respondió: «-Señor don Quijote, perdóneme vuesa merced; que yo confieso que anduve
mal, y no dije bien en decir que apenas igualara la señora Dulcinea a la señora Belerma, pues
me bastaba a mí haber entendido, por no sé qué barruntos, que vuesa merced es su caballero,
para que me mordiera la lengua antes de compararla sino con el mismo cielo.» Con esta
satisfación que me dio el gran Montesinos se quietó mi corazón del sobresalto que recebí en
oír que a mi señora la comparaban con Belerma.

-Y aun me maravillo yo -dijo Sancho- de cómo vuestra merced no se subió sobre el vejote, y le
molió a coces todos los huesos, y le peló las barbas, sin dejarle pelo en ellas.

-No, Sancho amigo -respondió don Quijote-; no me estaba a mí bien hacer eso, porque
estamos todos obligados a tener respeto a los ancianos, aunque no sean caballeros, y
principalmente a los que lo son y están encantados: yo sé bien que no nos quedamos a deber
nada en otras muchas demandas y respuestas que entre los dos pasamos.

A esta sazón dijo el primo:

-Yo no sé, señor don Quijote, cómo vuestra merced en tan poco espacio de tiempo como ha
que está allá bajo, haya visto tantas cosas y hablado y respondido tanto.

-¿Cuánto ha que bajé? -preguntó don Quijote.

-Poco más de una hora -respondió Sancho.

-Eso no puede ser -replicó don Quijote-, porque allá me anocheció y amaneció, y tornó a
anochecer y amanecer tres veces; de modo que, a mi cuenta, tres días he estado en aquellas
partes remotas y escondidas a la vista nuestra.

-Verdad debe de decir mi señor -dijo Sancho-; que como todas las cosas que le han sucedido
son por encantamento, quizá lo que a nosotros nos parece un hora, debe de parecer allá tres
días con sus noches.

El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
Miguel de Cervantes Saavedra Página 380

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-Así será -respondió don Quijote.

-Y ¿ha comido vuestra merced en todo este tiempo, señor mío? -preguntó el primo.

-No me he desayunado de bocado -respondió don Quijote-, ni aun he tenido hambre, ni por
pensamiento.

-Y los encantados, ¿comen? -dijo el primo.

-No comen -respondió don Quijote-, ni tienen escrementos mayores; aunque es opinión que les
crecen las uñas, las barbas y los cabellos.

-¿Y duermen por ventura los encantados, señor? -preguntó Sancho.

-No, por cierto -respondió don Quijote-; a lo menos, en estos tres días que yo he estado con
ellos, ninguno ha pegado el ojo, ni yo tampoco.

-Aquí encaja bien el refrán -dijo Sancho- de dime con quién andas, decirte he quién eres:
ándase vuestra merced con encantados ayunos y vigilantes: mirad si es mucho que ni coma ni
duerma mientras con ellos anduviere. Pero perdóneme vuestra merced, señor mío, si le digo
que de todo cuanto aquí ha dicho, lléveme Dios (que iba a decir el diablo) si le creo cosa
alguna.

-¿Cómo no? -dijo el primo-. Pues ¿había de mentir el señor don Quijote, que, aunque quisiera,
no ha tenido lugar para componer e imaginar tanto millón de mentiras?

-Yo no creo que mi señor miente -respondió Sancho.

-Sino ¿qué crees? -le preguntó don Quijote.

-Creo -respondió Sancho- que aquel Merlín o aquellos encantadores que encantaron a toda la
chusma que vuestra merced dice que ha visto y comunicado allá abajo, le encajaron en el
magín o la memoria toda esa máquina que nos ha contado, y todo aquello que por contar le
queda.

-Todo eso pudiera ser, Sancho -replicó don Quijote-, pero no es así; porque lo que he contado
lo vi por mis propios ojos y lo toqué con mis mismas manos. Pero, ¿qué dirás cuando te diga yo
ahora cómo, entre otras infinitas cosas y maravillas que me mostró Montesinos (las cuales
despacio y a sus tiempos te las iré contando en el discurso de nuestro viaje, por no ser todas
deste lugar), me mostró tres labradoras que por aquellos amenísimos campos iban saltando y
brincando como cabras, y apenas las hube visto, cuando conocí ser la una la sin par Dulcinea
del Toboso, y las otras dos aquellas mismas labradoras que venían con ella, que hablamos a la
salida del Toboso? Pregunté a Montesinos si las conocía; respondióme que no, pero que él
imaginaba que debían de ser algunas señoras principales encantadas, que pocos días había
que en aquellos prados habían parecido; y que no me maravillase desto, porque allí estaban
otras muchas señoras de los pasados y presentes siglos, encantadas en diferentes y estrañas
figuras, entre las cuales conocía él a la reina Ginebra y su dueña Quintañona, escanciando el
vino a Lanzarote,

Cuando de Bretaña vino.

Cuando Sancho Panza oyó decir esto a su amo, pensó perder el juicio, o morirse de risa; que
como él sabía la verdad del fingido encanto de Dulcinea, de quien él había sido el encantador y
el levantador de tal testimonio, acabó de conocer indubitablemente que su señor estaba fuera
de juicio y loco de todo punto, y así le dijo:

-En mala coyuntura y en peor sazón y en aciago día bajó vuestra merced, caro patrón mío, al
otro mundo, y en mal punto se encontró con el señor Montesinos, que tal nos le ha vuelto. Bien
se estaba vuestra merced acá arriba con su entero juicio, tal cual Dios se le había dado,


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hablando sentencias y dando consejos a cada paso, y no agora, contando los mayores
disparates que pueden imaginarse.

-Como te conozco, Sancho -respondió don Quijote-, no hago caso de tus palabras.

-Ni yo tampoco de las de vuestra merced -replicó Sancho-, siquiera me hiera, siquiera me mate
por las que le he dicho, o por las que le pienso decir si en las suyas no se corrige y enmienda.
Pero dígame vuestra merced, ahora que estamos en paz: ¿cómo o en qué conoció a la señora
nuestra ama? Y si la habló, ¿qué dijo y qué le respondió?

-Conocíla -respondió don Quijote- en que trae los mismos vestidos que traía cuando tú me le
mostraste. Habléla, pero no me respondió palabra; antes, me volvió las espaldas, y se fue
huyendo con tanta priesa, que no la alcanzara una jara. Quise seguirla, y lo hiciera, si no me
aconsejara Montesinos que no me cansase en ello, porque sería en balde, y más porque se
llegaba la hora donde me convenía volver a salir de la sima. Díjome asimismo que, andando el
tiempo, se me daría aviso cómo habían de ser desencantados él, y Belerma, y Durandarte, con
todos los que allí estaban; pero lo que más pena me dio de las que allí vi y noté, fue que
estándome diciendo Montesinos estas razones, se llegó a mí por un lado, sin que yo la viese
venir, una de las dos compañeras de la sin ventura Dulcinea, y llenos los ojos de lágrimas, con
turbada y baja voz, me dijo: «-Mi señora Dulcinea del Toboso besa a vuestra merced las
manos, y suplica a vuestra merced se la haga de hacerla saber cómo está; y que, por estar en
una gran necesidad, asimismo suplica a vuestra merced cuan encarecidamente puede sea
servido de prestarle sobre este faldellín que aquí traigo, de cotonía nuevo, media docena de
reales, o los que vuestra merced tuviere; que ella da su palabra de volvérselos con mucha
brevedad.» Suspendióme y admiróme el tal recado, y volviéndome al señor Montesinos, le
pregunté: «-¿Es posible, señor Montesinos, que los encantados principales padecen
necesidad?» A lo que él me respondió: «-Créame vuestra merced, señor don Quijote de la
Mancha, que ésta que llaman necesidad adondequiera se usa, y por todo se extiende, y a
todos alcanza, y aun hasta los encantados no perdona; y pues la señora Dulcinea del Toboso
envía a pedir esos seis reales, y la prenda es buena, según parece, no hay sino dárselos; que,
sin duda, debe de estar puesta en algún grande aprieto.» «-Prenda, no la tomaré yo -le
respondí-, ni menos le daré lo que pide, porque no tengo sino solos cuatro reales.» Los cuales
le di (que fueron los que tú, Sancho, me diste el otro día para dar limosna a los pobres que
topase por los caminos), y le dije: «-Decid, amiga mía, a vuesa señora que a mí me pesa en el
alma de sus trabajos, y que quisiera ser un Fúcar para remediarlos; y que le hago saber que yo
no puedo ni debo tener salud careciendo de su agradable vista y discreta conversación, y que
le suplico cuan encarecidamente puedo sea servida su merced de dejarse ver y tratar deste su
cautivo servidor y asendereado caballero. Diréisle también que cuando menos se lo piense oirá
decir como yo he hecho un juramento y voto, a modo de aquel que hizo el Marqués de Mantua
de vengar a su sobrino Baldovinos, cuando le halló para expirar en mitad de la montiña, que
fue de no comer pan a manteles, con las otras zarandajas que allí añadió, hasta vengarle; y así
le haré yo de no sosegar, y de andar las siete partidas del mundo, con más puntualidad que las
anduvo el infante don Pedro de Portugal, hasta desencantarla.» «-Todo eso, y más, debe
vuestra merced a mi señora» - me respondió la doncella. Y tomando los cuatro reales, en lugar
de hacerme una reverencia, hizo una cabriola, que se levantó dos varas de medir en el aire.

-¡Oh santo Dios! -dijo a este tiempo dando una gran voz Sancho-. ¿Es posible que tal hay en el
mundo y que tengan en él tanta fuerza los encantadores y encantamentos, que hayan trocado
el buen juicio de mi señor en una tan disparatada locura? ¡Oh señor, señor, por quien Dios es
que vuesa merced mire por sí, y vuelva por su honra, y no dé crédito a esas vaciedades que le
tienen menguado y descabalado el sentido!

-Como me quieres bien, Sancho, hablas desa manera -dijo don Quijote-; y como no estás
experimentado en las cosas del mundo, todas las cosas que tienen algo de dificultad te
parecen imposibles; pero andará el tiempo, como otra vez he dicho, y yo te contaré algunas de
las que allá abajo he visto, que te harán creer las que aquí he contado, cuya verdad ni admite
réplica ni disputa.



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Capítulo XXIV

Donde se cuentan mil zarandajas tan impertinentes como necesarias al verdadero
entendimiento desta grande historia


Dice el que tradujo esta grande historia del original, de la que escribió su primer autor Cide
Hamete Benengeli, que llegando al capítulo de la aventura de la cueva de Montesinos, en el
margen dél estaban escritas de mano del mismo Hamete estas mismas razones:

«No me puedo dar a entender, ni me puedo persuadir, que al valeroso don Quijote le pasase
puntualmente todo lo que en el antecedente capítulo queda escrito: la razón es que todas las
aventuras hasta aquí sucedidas han sido contingibles y verisímiles; pero esta desta cueva no le
hallo entrada alguna para tenerla por verdadera, por ir tan fuera de los términos razonables.
Pues pensar yo que don Quijote mintiese, siendo el más verdadero hidalgo y el más noble
caballero de sus tiempos, no es posible; que no dijera él una mentira si le asaetearan. Por otra
parte, considero que él la contó y la dijo con todas las circunstancias dichas, y que no pudo
fabricar en tan breve espacio tan gran máquina de disparates; y si esta aventura parece
apócrifa, yo no tengo la culpa; y así, sin afirmarla por falsa o verdadera, la escribo. Tú, letor,
pues eres prudente, juzga lo que te pareciere, que yo no debo ni puedo más; puesto que se
tiene por cierto que al tiempo de su fin y muerte dicen que se retrató della, y dijo que él la había
inventado, por parecerle que convenía y cuadraba bien con las aventuras que había leído en
sus historias.» Y luego prosigue, diciendo:

Espantóse el primo, así del atrevimiento de Sancho Panza como de la paciencia de su amo, y
juzgó que del contento que tenía de haber visto a su señora Dulcinea del Toboso, aunque
encantada, le nacía aquella condición blanda que entonces mostraba; porque si así no fuera,
palabras y razones le dijo Sancho, que merecían molerle a palos; porque realmente le pareció
que había andado atrevidillo con su señor, a quien le dijo:

-Yo, señor don Quijote de la Mancha, doy por bien empleadísima la jornada que con vuestra
merced he hecho, porque en ella he granjeado cuatro cosas. La primera, haber conocido a
vuestra merced, que lo tengo a gran felicidad. La segunda, haber sabido lo que se encierra en
esta cueva de Montesinos, con las mutaciones de Guadiana y de las lagunas de Ruidera, que
me servirán para el Ovidio español que traigo entre manos. La tercera, entender la antigüedad
de los naipes, que, por lo menos, ya se usaban en tiempo del emperador Carlomagno, según
puede colegirse de las palabras que vuesa merced dice que dijo Durandarte, cuando al cabo
de aquel grande espacio que estuvo hablando con él Montesinos, él despertó diciendo:
«Paciencia y barajar.» Y esta razón y modo de hablar no la pudo aprender encantado, sino
cuando no lo estaba, en Francia y en tiempo del referido emperador Carlomagno. Y esta
averiguación me viene pintiparada para el otro libro que voy componiendo, que es Suplemento
de Virgilio Polidoro, en la invención de las antigüedades; y creo que en el suyo no se acordó de
poner la de los naipes, como la pondré yo ahora, que será de mucha importancia, y más
alegando autor tan grave y tan verdadero como es el señor Durandarte. La cuarta es haber
sabido con certidumbre el nacimiento del río Guadiana, hasta ahora ignorado de las gentes.

-Vuestra merced tiene razón -dijo don Quijote-; pero querría yo saber, ya que Dios le haga
merced de que se le dé licencia para imprimir esos sus libros (que lo dudo), a quién piensa
dirigirlos.

-Señores y grandes hay en España a quien puedan dirigirse -dijo el primo.

-No muchos -respondió don Quijote-; y no porque no lo merezcan, sino que no quieren
admitirlos, por no obligarse a la satisfación que parece se debe al trabajo y cortesía de sus
autores. Un príncipe conozco yo que puede suplir la falta de los demás, con tantas ventajas,
que si me atreviere a decirlas, quizá despertara la invidia en más de cuatro generosos pechos;
pero quédese esto aquí para otro tiempo más cómodo, y vamos a buscar adonde recogernos
esta noche.



El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
Miguel de Cervantes Saavedra Página 383

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-No lejos de aquí -respondió el primo- está una ermita, donde hace su habitación un ermitaño,
que dicen ha sido soldado, y está en opinión de ser un buen cristiano, y muy discreto y
caritativo además. Junto con la ermita tiene una pequeña casa, que él ha labrado a su costa;
pero, con todo, aunque chica, es capaz de recibir huéspedes.

-¿Tiene por ventura gallinas el tal ermitaño? -preguntó Sancho.

-Pocos ermitaños están sin ellas -respondió don Quijote-; porque no son los que agora se usan
como aquellos de los desiertos de Egipto, que se vestían de hojas de palma y comían raíces de
la tierra. Y no se entienda que por decir bien de aquéllos no lo digo de aquéstos, sino que
quiero decir que al rigor y estrecheza de entonces no llegan las penitencias de los de agora;
pero no por esto dejan de ser todos buenos: a lo menos, yo por buenos los juzgo; y cuando
todo corra turbio, menos mal hace el hipócrita que se finge bueno que el público pecador.

Estando en esto, vieron que hacia donde ellos estaban venía un hombre a pie, caminando
apriesa, y dando varazos a un macho que venía cargado de lanzas y de alabardas. Cuando
llegó a ellos, los saludó y pasó de largo. Don Quijote le dijo:

-Buen hombre, deteneos; que parece que vais con más diligencia que ese macho ha menester.

-No me puedo detener, señor -respondió el hombre-, porque las armas que veis que aquí llevo
han de servir mañana, y así, me es forzoso el no detenerme, y a Dios. Pero si quisiéredes
saber para qué las llevo, en la venta que está más arriba de la ermita pienso alojar esta noche;
y si es que hacéis este mismo camino, allí me hallaréis, donde os contaré maravillas. Y a Dios
otra vez.

Y de tal manera aguijó el macho, que no tuvo lugar don Quijote de preguntarle qué maravillas
eran las que pensaba decirles; y como él era algo curioso y siempre le fatigaban deseos de
saber cosas nuevas, ordenó que al momento se partiesen y fuesen a pasar la noche en la
venta, sin tocar en la ermita, donde quisiera el primo que se quedaran.

Hízose así, subieron a caballo, y siguieron todos tres el derecho camino de la venta, a la cual
llegaron un poco antes de anochecer. Dijo el primo a don Quijote que llegasen a la ermita, a
beber un trago. Apenas oyó esto Sancho Panza, cuando encaminó el rucio a ella, y lo mismo
hicieron don Quijote y el primo; pero la mala suerte de Sancho parece que ordenó que el
ermitaño no estuviese en casa; que así se lo dijo una sotaermitaño que en la ermita hallaron.
Pidiéronle de lo caro; respondió que su señor no lo tenía; pero que si querían agua barata, que
se la daría de muy buena gana.

-Si yo la tuviera de agua -respondió Sancho-, pozos hay en el camino, donde la hubiera
satisfecho. ¡Ah, bodas de Camacho y abundancia de la casa de don Diego, y cuántas veces os
tengo de echar menos!

Con esto dejaron la ermita y picaron hacia la venta; y a poco trecho toparon un mancebito, que
delante dellos iba caminando no con mucha priesa; y así, le alcanzaron. Llevaba la espada
sobre el hombro, y en ella puesto un bulto o envoltorio, al parecer, de sus vestidos, que, al
parecer, debían de ser los calzones o gregüescos, y herreruelo, y alguna camisa; porque traía
puesta una ropilla de terciopelo, con algunas vislumbres de raso, y la camisa, de fuera; las
medias eran de seda, y los zapatos cuadrados, a uso de Corte; la edad llegaría a diez y ocho o
diez y nueve años; alegre de rostro, y, al parecer, ágil de su persona. Iba cantando seguidillas,
para entretener el trabajo del camino. Cuando llegaron a él acababa de cantar una, que el
primo tomó de memoria, que dicen que decía:

A la guerra me lleva mi necesidad;
Si tuviera dineros, no fuera, en verdad.

El primero que le habló fue don Quijote, diciéndole:

-Muy a la ligera camina vuesa merced, señor galán. Y ¿adónde bueno? Sepamos, si es que
gusta decirlo.
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Miguel de Cervantes Saavedra Página 384

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A lo que el mozo respondió:

-El caminar tan a la ligera lo causa el calor y la pobreza; y el adónde voy es a la guerra.

-¿Cómo la pobreza? -preguntó don Quijote-. Que por el calor bien puede ser.

-Señor -replicó el mancebo-, yo llevo en este envoltorio unos gregüescos de terciopelo,
compañeros desta ropilla; si los gasto en el camino, no me podré honrar con ellos en la ciudad,
y no tengo con qué comprar otros; y así por esto como por orearme voy desta manera, hasta
alcanzar unas compañías de infantería que no están doce leguas de aquí, donde asentaré mi
plaza, y no faltarán bagajes en que caminar de allí adelante hasta el embarcadero, que dicen
ha de ser en Cartagena. Y más quiero tener por amo y por señor al Rey, y servirle en la guerra,
que no a un pelón en la Corte.

-Y ¿lleva vuesa merced alguna ventaja por ventura? -preguntó el primo.

-Si yo hubiera servido a algún grande de España, o algún principal personaje -respondió el
mozo-, a buen seguro que yo la llevara; que eso tiene el servir a los buenos: que del tinelo
suelen salir a ser alférez o capitanes, o con algún buen entretenimiento; pero yo, desventurado,
serví siempre a catarriberas y a gente advenediza, de ración y quitación tan mísera y atenuada,
que en pagar el almidonar un cuello se consumía la mitad della; y sería tenido a milagro que un
paje aventurero alcanzase alguna siquiera razonable ventura.

-Y dígame, por su vida, amigo -preguntó don Quijote-: ¿es posible que en los años que sirvió
no ha podido alcanzar alguna librea?

-Dos me han dado -respondió el paje-; pero así como el que se sale de alguna religión antes de
profesar le quitan el hábito y le vuelven sus vestidos, así me volvían a mí los míos mis amos,
que, acabados los negocios a que venían a la Corte, se volvían a sus casas y recogían las
libreas que por sola ostentación habían dado.

-Notable espilorchería, como dice el italiano -dijo don Quijote-; pero, con todo eso, tenga a
felice ventura el haber salido de la Corte con tan buena intención como lleva; porque no hay
otra cosa en la tierra más honrada ni de más provecho que servir a Dios, primeramente, y
luego, a su rey y señor natural, especialmente en el ejercicio de las armas, por las cuales se
alcanzan, si no más riquezas, a lo menos, más honra que por las letras, como yo tengo dicho
muchas veces; que puesto que han fundado más mayorazgos las letras que las armas, todavía
llevan un no sé qué los de las armas a los de las letras, con un sí sé qué de esplendor que se
halla en ellos, que los aventaja a todos. Y esto que ahora le quiero decir llévelo en la memoria;
que le será de mucho provecho y alivió en sus trabajos: y es que aparte la imaginación de los
sucesos adversos que le podrán venir; que el peor de todos es la muerte, y como ésta sea
buena, el mejor de todos es el morir. Preguntáronle a Julio César, aquel valeroso emperador
romano, cuál era la mejor muerte; respondió que la impensada, la de repente y no prevista; y
aunque respondió como gentil y ajeno del conocimiento del verdadero Dios, con todo eso, dijo
bien, para ahorrarse del sentimiento humano; que puesto caso que os maten en la primera
facción y refriega, o ya de un tiro de artillería, o volado de una mina, ¿qué importa? Todo es
morir, y acabóse la obra; y según Terencio, más bien parece el soldado muerto en la batalla
que vivo y salvo en la huida; y tanto alcanza de fama el buen soldado cuanto tiene de
obediencia a sus capitanes y a los que mandarle pueden. Y advertid, hijo, que al soldado mejor
le está el oler a pólvora que a algalia, y que si la vejez os coge en este honroso ejercicio,
aunque sea lleno de heridas y estropeado o cojo, a lo menos, no os podrá coger sin honra, y
tal, que no os la podrá menoscabar la pobreza; cuanto más que ya se va dando orden cómo se
entretengan y remedien los soldados viejos y estropeados; porque no es bien que se haga con
ellos lo que suelen hacer los que ahorran y dan libertad a sus negros cuando ya son viejos y no
pueden servir, y echándolos de casa con título de libres, los hacen esclavos de la hambre, de
quien no piensan ahorrarse sino con la muerte. Y por ahora no os quiero decir más, sino que
subáis a las ancas deste mi caballo hasta la venta, y allí cenaréis conmigo, y por la mañana
seguiréis el camino, que os le dé Dios tan bueno como vuestros deseos merecen.

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Miguel de Cervantes Saavedra Página 385

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El paje no aceptó el convite de las ancas, aunque sí el de cenar con él en la venta, y a esta
sazón, dicen que dijo Sancho entre sí: «¡Válate Dios por señor! Y ¿es posible que hombre que
sabe decir tales, tantas y tan buenas cosas como aquí ha dicho, diga que ha visto los
disparates imposibles que cuenta de la cueva de Montesinos? Ahora bien, ello dirá.»

Y en esto, llegaron a la venta, a tiempo que anochecía, y no sin gusto de Sancho, por ver que
su señor la juzgó por verdadera venta, y no por castillo, como solía. No hubieron bien entrado,
cuando don Quijote preguntó al ventero por el hombre de las lanzas y alabardas; el cual le
respondió que en la caballeriza estaba acomodando el macho. Lo mismo hicieron de sus
jumentos el primo y Sancho, dando a Rocinante el mejor pesebre y el mejor lugar de la
caballeriza.



















































El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
Miguel de Cervantes Saavedra Página 386

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Capítulo XXV

Donde se apunta la aventura del rebuzno y la graciosa del titerero, con las memorables
adivinanzas del mono adivino


No se le cocía el pan a don Quijote, como suele decirse, hasta oír y saber las maravillas
prometidas del hombre condutor de las armas. Fuele a buscar donde el ventero le había dicho
que estaba, y hallóle, y díjole que en todo caso le dijese luego lo que le había de decir
después, acerca de lo que le había preguntado en el camino. El hombre le respondió:

-Más despacio, y no en pie, se ha de tomar el cuento de mis maravillas: déjeme vuestra
merced, señor bueno, acabar de dar recado a mi bestia; que yo le diré cosas que le admiren.

-No quede por eso -respondió don Quijote-; que yo os ayudaré a todo.

Y así lo hizo, ahechándole la cebada y limpiando el pesebre, humildad que obligó al hombre a
contarle con buena voluntad lo que le pedía; y sentándose en un poyo y don Quijote junto a él,
teniendo por senado y auditorio al primo, al paje, a Sancho Panza y al ventero, comenzó a
decir desta manera:

-Sabrán vuesas mercedes que en un lugar que está cuatro leguas y media desta venta sucedió
que a un regidor dél, por industria y engaño de una muchacha criada suya, y esto es largo de
contar, le faltó un asno, y aunque el tal regidor hizo las diligencias posibles por hallarle, no fue
posible. Quince días serían pasados, según es pública voz y fama, que el asno faltaba, cuando,
estando en la plaza el regidor perdidoso, otro regidor del mismo pueblo le dijo: «-Dadme
albricias, compadre; que vuestro jumento ha parecido.» «-Yo os las mando, y buenas,
compadre; -respondió el otro-; pero sepamos dónde ha parecido.» «-En el monte -respondió el
hallador- le vi esta mañana, sin albarda y sin aparejo alguno, y tan flaco, que era una
compasión miralle. Quísele antecoger delante de mí y traérosle; pero está ya tan montaraz y
tan huraño, que, cuando llegué a él, se fue huyendo y se entró en lo más escondido del monte.
Si queréis que volvamos los dos a buscarle, dejadme poner esta borrica en mi casa; que luego
vuelvo.» «-Mucho placer me haréis -dijo el del jumento-, e yo procuraré pagároslo en la misma
moneda.» Con estas circunstancias todas, y de la misma manera que yo lo voy contando, lo
cuentan todos aquellos que están enterados en la verdad deste caso. En resolución, los dos
regidores, a pie y mano a mano, se fueron al monte, y llegando al lugar y sitio donde pensaron
hallar el asno, no le hallaron, ni pareció por todos aquellos contornos, aunque más le buscaron.
Viendo, pues, que no parecía, dijo el regidor que le había visto al otro: «-Mirad, compadre: una
traza me ha venido al pensamiento, con la cual sin duda alguna podremos descubrir este
animal, aunque esté metido en las entrañas de la tierra, no que del monte; y es que yo sé
rebuznar maravillosamente; y si vos sabéis algún tanto, dad el hecho por concluido.» «-¿Algún
tanto decís, compadre? -dijo el otro-. Por Dios, que no dé la ventaja a nadie, ni aun a los
mismos asnos.» «-Ahora lo veremos -respondió el regidor segundo-; porque tengo determinado
que os vais vos por una parte del monte y yo por otra, de modo que le rodeemos y andemos
todo, y de trecho en trecho rebuznaréis vos y rebuznaré yo, y no podrá ser menos sino que el
asno nos oya y nos responda, si es que está en el monte.» A lo que respondió el dueño del
jumento: «-Digo, compadre, que la traza es excelente y digna de vuestro gran ingenio.» Y
dividiéndose los dos según el acuerdo, sucedió que casi a un mismo tiempo rebuznaron, y
cada uno engañado del rebuzno del otro, acudieron a buscarse, pensando que ya el jumento
había parecido; y en viéndose, dijo el perdidoso: «-¿Es posible, compadre, que no fue mi asno
el que rebuznó?» «-No fue, sino yo, -respondió el otro.» «-Ahora digo -dijo el dueño- que de
vos a un asno, compadre, no hay alguna diferencia, en cuanto toca al rebuznar; porque en mi
vida he visto ni oído cosa más propia.» «-Esas alabanzas y encarecimiento -respondió el de la
traza- mejor os atañen y tocan a vos que a mí, compadre; que por el Dios que me crió que
podéis dar dos rebuznos de ventaja al mayor y más perito rebuznador del mundo; porque el
sonido que tenéis es alto; lo sostenido de la voz, a su tiempo y compás; los dejos, muchos y
apresurados; y, en resolución, yo me doy por vencido y os rindo la palma y doy la bandera
desta rara habilidad.» «-Ahora digo -respondió el dueño- que me tendré y estimaré en más de
aquí adelante, y pensaré que sé alguna cosa, pues tengo alguna gracia; que puesto que
pensara que rebuznaba bien, nunca entendí que llegaba el extremo que decís.» «-También diré
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Miguel de Cervantes Saavedra Página 387

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yo ahora -respondió el segundo- que hay raras habilidades perdidas en el mundo, y que son
mal empleadas en aquellos que no saben aprovecharse dellas.» «-Las nuestras -respondió el
dueño- si no es en casos semejantes como el que traemos entre manos, no nos pueden servir
en otros; y aun en éste plega a Dios que nos sean de provecho.» Esto dicho, se tornaron a
dividir y a volver a sus rebuznos, y a cada paso se engañaban y volvían a juntarse, hasta que
se dieron por contraseño que para entender que eran ellos, y no el asno, rebuznasen dos
veces, una tras otra. Con esto, doblando a cada paso los rebuznos, rodearon todo el monte sin
que el perdido jumento respondiese, ni aun por señas. Mas, ¿cómo había de responder el
pobre y mal logrado, si le hallaron en lo más escondido del bosque, comido de lobos? Y en
viéndole, dijo su dueño: «-Ya me maravillaba yo de que él no respondía, pues a no estar
muerto, él rebuznara si nos oyera, o no fuera asno; pero a trueco de haberos oído rebuznar con
tanta gracia, compadre, doy por bien empleado el trabajo que he tenido en buscarle, aunque le
he hallado muerto.» «En buena mano está, compadre -respondió el otro-; pues si bien canta el
abad, no le va en zaga el monacillo.» Con esto, desconsolados y roncos, se volvieron a su
aldea, adonde contaron a sus amigos, vecinos y conocidos cuanto les había acontecido en la
busca del asno, exagerando el uno la gracia del otro en el rebuznar; todo lo cual se supo y se
extendió por los lugares circunvecinos; y el diablo que no duerme, como es amigo de sembrar y
derramar rencillas y discordia por doquiera, levantando caramillos en el viento y grandes
quimeras de no nada, ordenó e hizo que las gentes de los otros pueblos, en viendo a alguno de
nuestra aldea, rebuznasen, como dándoles en rostro con el rebuzno de nuestros regidores.
Dieron en ello los muchachos, que fue dar en manos y en bocas de todos los demonios del
infierno, y fue cundiendo el rebuzno de en uno en otro pueblo, de manera, que son conocidos
los naturales del pueblo del rebuzno como son conocidos y diferenciados los negros de los
blancos; y ha llegado a tanto la desgracia desta burla, que muchas veces con mano armada y
formado escuadrón han salido contra los burladores los burlados a darse la batalla, sin poderlo
remediar rey ni roque, ni temor ni vergüenza. Yo creo que mañana o esotro día han de salir en
campaña los de mi pueblo, que son los del rebuzno, contra otro lugar que está a dos leguas del
nuestro, que es uno de los que más nos persiguen; y por salir bien apercebidos, llevo
compradas estas lanzas y alabardas que habéis visto. Y éstas son las maravillas que dije que
os había de contar; y si no os lo han parecido, no sé otras.

Y con esto dio fin a su plática el buen hombre, y en esto, entró por la puerta de la venta un
hombre todo vestido de camuza, medias, gregüescos y jubón, y con voz levantada dijo:

-Señor huésped, ¿hay posada? Que viene aquí el mono adivino y el retablo de la libertad de
Melisendra.

-¡Cuerpo de tal -dijo el ventero-, que aquí está el señor maese Pedro! Buena noche se nos
apareja.

Olvidábaseme de decir como el tal maese Pedro traía cubierto el ojo izquierdo y casi medio
carrillo con un parche de tafetán verde, señal que todo aquel lado debía de estar enfermo; y el
ventero prosiguió, diciendo:

-Sea bien venido vuesa merced, señor maese Pedro. ¿Adónde está el mono y el retablo, que
no los veo?

-Ya llegan cerca -respondió el todo camuza-; sino que yo me he adelantado, a saber si hay
posada.

-Al mismo Duque de Alba se la quitara para dársela al señor maese Pedro -respondió el
ventero-: llegue el mono y el retablo, que gente hay esta noche en la venta que pagará el verle,
y las habilidades del mono.

-Sea en buen hora -respondió el del parche-; que yo moderaré el precio, y con sola la costa me
daré por bien pagado; y yo vuelvo a hacer que camine la carreta donde viene el mono y el
retablo.

Y luego se volvió a salir de la venta.

El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
Miguel de Cervantes Saavedra Página 388

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Preguntó luego don Quijote al ventero qué maese Pedro era aquél y qué retablo y qué mono
traía. A lo que respondió el ventero:

-Éste es un famoso titerero, que ha muchos días que anda por esta Mancha de Aragón
enseñando un retablo de Melisendra, libertada por el famoso don Gaiferos, que es una de las
mejores y más bien representadas historias que de muchos años a esta parte en este reino se
han visto. Trae asimismo consigo un mono de la más rara habilidad que se vio entre monos, ni
se imaginó entre hombres; porque si le preguntan algo, está atento a lo que le preguntan y
luego salta sobre los hombros de su amo, y, llegándosele al oído, le dice la respuesta de lo que
le preguntan, y maese Pedro la declara luego; y de las cosas pasadas dice mucho más que de
las que están por venir; y aunque no todas veces acierta en todas, en las más no yerra; de
modo que nos hace creer que tiene el diablo en el cuerpo. Dos reales lleva por cada pregunta,
si es que el mono responde, quiero decir, si responde el amo por él, después de haberle
hablado al oído; y así, se cree que el tal maese Pedro esta riquísimo; y es hombre galante
(como dicen en Italia) y bon compaño, y dase la mejor vida del mundo; habla más que seis y
bebe más que doce, todo a costa de su lengua, y de su mono, y de su retablo.

En esto, volvió maese Pedro, y en una carreta venía el retablo, y el mono, grande y sin cola,
con las posaderas de fieltro, pero no de mala cara; y apenas le vio don Quijote, cuando le
preguntó:

-Dígame vuesa merced, señor adivino: ¿qué peje pillamo? ¿Qué ha de ser de nosotros?. Y vea
aquí mis dos reales.

Y mandó a Sancho que se los diese a maese Pedro, el cual respondió por el mono, y dijo:

-Señor, este animal no responde ni da noticia de las cosas que están por venir; de las pasadas
sabe algo, y de las presentes, algún tanto.

-¡Voto a Rus -dijo Sancho- no dé yo un ardite porque me digan lo que por mí ha pasado!;
porque ¿quién lo puede saber mejor que yo mismo? Y pagar yo porque me digan lo que sé
sería una gran necedad; pero pues sabe las cosas presentes, he aquí mis dos reales, y dígame
el señor monísimo qué hace ahora mi mujer Teresa Panza, y en qué se entretiene.

No quiso tomar maese Pedro el dinero, diciendo:

-No quiero recebir adelantados los premios, sin que hayan precedido los servicios.

Y dando con la mano derecha dos golpes sobre el hombro izquierdo, en un brinco se le puso el
mono en él, y llegando la boca al oído, daba diente con diente muy apriesa; y habiendo hecho
este ademán por espacio de un credo, de otro brinco se puso en el suelo, y al punto, con
grandísima priesa, se fue maese Pedro a poner de rodillas ante don Quijote, y abrazándole las
piernas, dijo:

-Estas piernas abrazo, bien así como si abrazara las dos colunas de Hércules, ¡oh resucitador
insigne de la ya puesta en olvido andante caballería! ¡Oh no jamás como se debe alabado
caballero don Quijote de la Mancha, ánimo de los desmayados, arrimo de los que van a caer,
brazo de los caídos, báculo y consuelo de todos los desdichados!

Quedó pasmado don Quijote, absorto Sancho, suspenso el primo, atónito el paje, abobado el
del rebuzno, confuso el ventero, y, finalmente, espantados todos los que oyeron las razones del
titerero, el cual prosiguió, diciendo:

-Y tú, ¡oh buen Sancho Panza! el mejor escudero y del mejor caballero del mundo, alégrate;
que tu buena mujer Teresa está buena, y ésta es la hora en que ella está rastrillando una libra
de lino, y, por más señas, tiene a su lado izquierdo un jarro desbocado que cabe un buen
porqué de vino, con que se entretiene en su trabajo.

-Eso creo yo muy bien -respondió Sancho-; porque es ella una bienaventurada, y a no ser
celosa, no la trocara yo por la giganta Andandona, que, según mi señor, fue una mujer muy
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Miguel de Cervantes Saavedra Página 389

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cabal y muy de pro; y es mi Teresa de aquellas que no se dejan mal pasar, aunque sea a costa
de sus herederos.

-Ahora digo -dijo a esta sazón don Quijote- que el que lee mucho y anda mucho, vee mucho y
sabe mucho. Digo esto porque, ¿qué persuasión fuera bastante para persuadirme que hay
monos en el mundo que adivinen, como lo he visto ahora por mis propios ojos? Porque yo soy
el mismo don Quijote de la Mancha que este buen animal ha dicho, puesto que se ha estendido
algún tanto en mis alabanzas; pero comoquiera que yo me sea, doy gracias al cielo, que me
dotó de un ánimo blando y compasivo, inclinado siempre a hacer bien a todos, y mal a ninguno.

-Si yo tuviera dineros -dijo el paje-, preguntara al señor mono qué me ha de suceder en la
peregrinación que llevo.

A lo que respondió maese Pedro, que ya se había levantado de los pies de don Quijote:

-Ya he dicho que esta bestezuela no responde a lo por venir; que si respondiera, no importara
no haber dineros; que por servicio del señor don Quijote, que está presente, dejara yo todos los
intereses del mundo. Y agora, porque se lo debo, y por darle gusto, quiero armar mi retablo y
dar placer a cuantos están en la venta, sin paga alguna.

Oyendo lo cual el ventero, alegre sobremanera, señaló el lugar donde se podía poner el
retablo, que en un punto fue hecho.

Don Quijote no estaba muy contento con las adivinanzas del mono, por parecerle no ser a
propósito que un mono adivinase, ni las de por venir, ni las pasadas cosas; y así, en tanto que
maese Pedro acomodaba el retablo, se retiró don Quijote con Sancho a un rincón de la
caballeriza, donde, sin ser oídos de nadie, le dijo:

-Mira, Sancho, yo he considerado bien la estraña habilidad deste mono, y hallo por mi cuenta
que sin duda este maese Pedro su amo debe de tener hecho pacto, tácito o expreso, con el
demonio.

-Si el patio es espeso y del demonio -dijo Sancho-, sin duda debe de ser muy sucio patio; pero
¿de qué provecho le es al tal maese Pedro tener esos patios?

-No me entiendes, Sancho: no quiero decir sino que debe de tener hecho algún concierto con
el demonio, de que infunda esa habilidad en el mono, con que gane de comer, y después que
esté rico le dará su alma, que es lo que este universal enemigo pretende. Y háceme creer esto
el ver que el mono no responde sino a las cosas pasadas o presentes, y la sabiduría del diablo
no se puede extender a más; que las por venir no las sabe si no es por conjeturas, y no todas
veces; que a solo Dios está reservado conocer los tiempos y los momentos, y para Él no hay
pasado ni porvenir; que todo es presente. Y siendo esto así, como lo es, está claro que este
mono habla con el estilo del diablo; y estoy maravillado cómo no le han acusado al Santo
Oficio, y examinádole, y sacádole de cuajo en virtud de quién adivina; porque cierto está que
este mono no es astrólogo, ni su amo ni él alzan, ni saben alzar, estas figuras que llaman
judiciarias, que tanto ahora se usan en España, que no hay mujercilla, ni paje, ni zapatero de
viejo que no presuma de alzar una figura, como si fuera una sota de naipes del suelo, echando
a perder con sus mentiras e ignorancias la verdad maravillosa de la ciencia. De una señora sé
yo que preguntó a uno destos figureros que si una perrilla de falda, pequeña, que tenía, si se
empreñaría y pariría, y cuántos y de qué color serían los perros que pariese. A lo que el señor
judiciario, después de haber alzado la figura respondió que la perrica se empreñaría, y pariría
tres perricos, el uno verde, el otro encarnado y el otro de mezcla, con tal condición, que la tal
perra se cubriese entre las once y doce del día, o de la noche, y que fuese en lunes, o en
sábado; y lo que sucedió fue que de allí a dos días se moría la perra de ahíta, y el señor
levantador quedó acreditado en el lugar por acertadísimo judiciario, como lo quedan todos o los
más levantadores.

-Con todo eso, querría -dijo Sancho- que vuesa merced dijese a maese Pedro preguntase a su
mono si es verdad lo que a vuesa merced le pasó en la cueva de Montesinos; que yo para mí


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tengo, con perdón de vuesa merced, que todo fue embeleco y mentira, o, por lo menos, cosas
soñadas.

-Todo podría ser -respondió don Quijote-; pero yo haré lo que me aconsejas, puesto que me ha
de quedar un no sé qué de escrúpulo.

Estando en esto, llegó maese Pedro a buscar a don Quijote y decirle que ya estaba en orden el
retablo; que su merced viniese a verle, porque lo merecía. Don Quijote le comunicó su
pensamiento, y le rogó preguntase luego a su mono le dijese si ciertas cosas que había pasado
en la cueva de Montesinos habían sido soñadas, o verdaderas; porque a él le parecía que
tenían de todo. A lo que maese Pedro, sin responder palabra, volvió a traer el mono, y puesto
delante de don Quijote y de Sancho, dijo:

-Mirad, señor mono, que este caballero quiere saber si ciertas cosas que le pasaron en una
cueva llamada de Montesinos, si fueron falsas, o verdaderas.

Y haciéndole la acostumbrada señal, el mono se le subió en el hombro izquierdo, y hablándole,
al parecer, en el oído, dijo luego maese Pedro:

-El mono dice que parte de las cosas que vuesa merced vio, o pasó, en la dicha cueva son
falsas, y parte verisímiles; y que esto es lo que sabe, y no otra cosa, en cuanto a esta pregunta;
y que si vuesa merced quisiere saber más, que el viernes venidero responderá a todo lo que se
le preguntare; que por ahora se le ha acabado la virtud, que no le vendrá hasta el viernes,
como dicho tiene.

-¿No lo decía yo -dijo Sancho-, que no se me podía asentar que todo lo que vuesa merced,
señor mío, ha dicho de los acontecimientos de la cueva era verdad, ni aun la mitad?

-Los sucesos lo dirán, Sancho -respondió don Quijote-; que el tiempo, descubridor de todas las
cosas, no se deja ninguna que no las saque a la luz del sol, aunque esté escondida en los
senos de la tierra. Y por hora, baste esto, y vámonos a ver el retablo del buen maese Pedro,
que para mí tengo que debe de tener alguna novedad.

-¿Cómo alguna? -respondió maese Pedro-. Sesenta mil encierra en sí este mi retablo: dígole a
vuesa merced, mi señor don Quijote, que es una de las cosas más de ver que hoy tiene el
mundo, y operibus credite, et non verbis, y manos a labor; que se hace tarde y tenemos mucho
que hacer, y que decir, y que mostrar.

Obedeciéronle don Quijote y Sancho, y vinieron donde ya estaba el retablo puesto y
descubierto, lleno por todas partes de candelillas de cera encendidas, que le hacían vistoso y
resplandeciente. En llegando, se metió maese Pedro dentro dél, que era el que había de
manejar las figuras del artificio, y fuera se puso un muchacho, criado del maese Pedro, para
servir de intérprete y declarador de los misterios del tal retablo: tenía una varilla en la mano,
con que señalaba las figuras que salían.

Puestos, pues, todos cuantos había en la venta, y algunos en pie, frontero del retablo, y
acomodados don Quijote, Sancho, el paje y el primo en los mejores lugares, el trujamán
comenzó a decir lo que oirá y verá el que le oyere, o viere el capítulo siguiente.














El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
Miguel de Cervantes Saavedra Página 391

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Capítulo XXVI

Donde se prosigue la graciosa aventura del titerero, con otras cosas en verdad harto
buenas

Callaron todos, tirios y troyanos,

quiero decir, pendientes estaban todos los que el retablo miraban de la boca del declarador de
sus maravillas, cuando se oyeron sonar en el retablo cantidad de atabales y trompetas, y
dispararse mucha artillería, cuyo rumor pasó en tiempo breve, y luego alzó la voz el muchacho,
y dijo:

-Esta verdadera historia que aquí a vuesas mercedes se representa es sacada al pie de la letra
de las corónicas francesas y de los romances españoles que andan en boca de las gentes, y
de los muchachos, por esas calles. Trata de la libertad que dio el señor don Gaiferos a su
esposa Melisendra, que estaba cautiva en España, en poder de moros, en la ciudad de
Sansueña, que así se llamaba entonces la que hoy se llama Zaragoza; y vean vuesas
mercedes allí cómo está jugando a las tablas don Gaiferos, según aquello que se canta:

Jugando está a las tablas don Gaiferos,
Que ya de Melisendra está olvidado.

Y aquel personaje que allí asoma con corona en la cabeza y ceptro en las manos es el
emperador Carlo Magno, padre putativo de la tal Melisendra, el cual, mohíno de ver el ocio y
descuido de su yerno, le sale a reñir; y adviertan con la vehemencia y ahínco que le riñe, que
no parece sino que le quiere dar con el ceptro media docena de coscorrones, y aun hay
autores que dicen que se los dio, y muy bien dados; y después de haberle dicho muchas cosas
acerca del peligro que corría su honra en no procurar la libertad de su esposa, dicen que le
dijo:

-«Harto os he dicho: miradlo.»

Miren vuestras mercedes también cómo el emperador vuelve las espaldas y deja despechado a
don Gaiferos, el cual ya ven cómo arroja, impaciente de la cólera, lejos de sí el tablero y las
tablas, y pide apriesa las armas, y a don Roldán su primo pide prestada su espada Durindana,
y cómo don Roldán no se la quiere prestar, ofreciéndole su compañía en la difícil empresa en
que se pone; pero el valeroso enojado no lo quiere aceptar; antes, dice que él solo es bastante
para sacar a su esposa, si bien estuviese metida en el más hondo centro de la tierra; y con
esto, se entra a armar, para ponerse luego en camino. Vuelvan vuestras mercedes los ojos a
aquella torre que allí parece, que se presupone que es una de las torres del alcázar de
Zaragoza, que ahora llaman la Aljafería; y aquella dama que en aquel balcón parece, vestida a
lo moro, es la sin par Melisendra, que desde allí muchas veces se ponía a mirar el camino de
Francia, y puesta la imaginación en París y en su esposo, se consolaba en su cautiverio. Miren
también un nuevo caso que ahora sucede, quizá no visto jamás. ¿No veen aquel moro que
callandico y pasito a paso, puesto el dedo en la boca, se llega por las espaldas de Melisendra?
Pues miren cómo la da un beso en mitad de los labios, y la priesa que ella se da a escupir, y a
limpiárselos con la blanca manga de su camisa, y cómo se lamenta, y se arranca de pesar sus
hermosos cabellos, como si ellos tuvieran la culpa del maleficio. Miren también cómo aquel
grave moro que está en aquellos corredores es el rey Marsilio de Sansueña; el cual, por haber
visto la insolencia del moro, puesto que era un pariente y gran privado suyo, le mandó luego
prender, y que le den docientos azotes, llevándole por las calles acostumbradas de la ciudad,

Con chilladores delante
Y envaramiento detrás;

y veis aquí donde salen a ejecutar la sentencia, aun bien apenas no habiendo sido puesta en
ejecución la culpa; porque entre moros no hay «traslado a la parte», ni «a prueba y estése»,
como entre nosotros.



El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
Miguel de Cervantes Saavedra Página 392

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-Niño, niño -dijo con voz alta a esta sazón don Quijote-, seguid vuestra historia línea recta, y no
os metáis en las curvas o transversales; que para sacar una verdad en limpio, menester son
muchas pruebas y repruebas.

También dijo maese Pedro desde dentro:

-Muchacho, no te metas en dibujos, sino haz lo que ese señor te manda, que será lo más
acertado; sigue tu canto llano, y no te metas en contrapuntos, que se suelen quebrar de sotiles.

-Yo lo haré así -respondió el muchacho, y prosiguió diciendo-: Esta figura que aquí parece a
caballo, cubierta con una capa gascona, es la misma de don Gaiferos; aquí su esposa, ya
vengada del atrevimiento del enamorado moro, con mejor y más sosegado semblante, se ha
puesto a los miradores de la torre, y habla con su esposo, creyendo que es algún pasajero, con
quien pasó todas aquellas razones y coloquios de aquel romance que dicen:

Caballero, si a Francia ides,
Por Gaiferos preguntad;

los cuales no digo yo ahora, porque de la prolijidad se suele engendrar el fastidio; basta ver
cómo don Gaiferos se descubre, y que por los ademanes alegres que Melisendra hace se nos
da a entender que ella le ha conocido, y más ahora que veemos se descuelga del balcón, para
ponerse en las ancas del caballo de su buen esposo. Mas, ¡ay, sin ventura! que se le ha asido
una punta del faldellín de uno de los hierros del balcón, y está pendiente en el aire, sin poder
llegar al suelo. Pero veis cómo el piadoso cielo socorre en las mayores necesidades: pues llega
don Gaiferos, y sin mirar si se rasgará o no el rico faldellín, ase della, y mal su grado la hace
bajar al suelo, y luego, de un brinco, la pone sobre las ancas de su caballo, a horcajadas como
hombre, y la manda que se tenga fuertemente y le eche los brazos por las espaldas, de modo
que los cruce en el pecho, porque no se caiga, a causa que no estaba la señora Melisendra
acostumbrada a semejantes caballerías. Veis también cómo los relinchos del caballo dan
señales que va contento con la valiente y hermosa carga que lleva en su señor y en su señora.
Veis cómo vuelven las espaldas y salen de la ciudad, y alegres y regocijados toman de París la
vía. ¡Vais en paz, oh par sin par de verdaderos amantes! ¡Lleguéis a salvamento a vuestra
deseada patria, sin que la fortuna ponga estorbo en vuestro felice viaje! ¡Los ojos de vuestros
amigos y parientes os vean gozar en paz tranquila los días (que los de Néstor sean) que os
quedan de la vida!

Aquí alzó otra vez la voz maese Pedro, y dijo:

-Llaneza, muchacho: no te encumbres; que toda afectación es mala.

No respondió nada el intérprete; antes prosiguió, diciendo:

-No faltaron algunos ociosos ojos, que lo suelen ver todo, que no viesen la bajada y la subida
de Melisendra, de quien dieron noticia al rey Marsilio, el cual mandó luego tocar al arma; y
miren con qué priesa; que ya la ciudad se hunde con el son de las campanas que en todas las
torres de las mezquitas suenan.

-¡Eso no! -dijo a esta sazón don Quijote-. En esto de las campanas anda muy impropio maese
Pedro, porque entre moros no se usan campanas, sino atabales, y un género de dulzainas que
parecen nuestras chirimías; y esto de sonar campanas en Sansueña sin duda que es un gran
disparate.

Lo cual oído por maese Pedro, cesó el tocar, y dijo:

-No mire vuesa merced en niñerías, señor don Quijote, ni quiera llevar las cosas tan por el
cabo, que no se le halle. ¿No se representan por ahí, casi de ordinario, mil comedias llenas de
mil impropiedades y disparates, y, con todo eso, corren felicísimamente su carrera, y se
escuchan, no sólo con aplauso, sino con admiración y todo? Prosigue, muchacho, y deja decir;
que como yo llene mi talego, siquiera represente más impropiedades que tiene átomos el sol.

El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
Miguel de Cervantes Saavedra Página 393

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-Así es la verdad -replicó don Quijote.

Y el muchacho dijo:

-Miren cuánta y cuán lucida caballería sale de la ciudad en siguimiento de los dos católicos
amantes; cuántas trompetas que suenan, cuántas dulzainas que tocan y cuántos atabales y
atambores que retumban. Témome que los han de alcanzar, y los han de volver atados a la
cola de su mismo caballo, que sería un horrendo espetáculo.

Viendo y oyendo, pues, tanta morisma y tanto estruendo don Quijote, parecióle ser bien dar
ayuda a los que huían, y levantándose en pie, en voz alta dijo:

-No consentiré yo en mis días y en mi presencia se le haga superchería a tan famoso caballero
y a tan atrevido enamorado como don Gaiferos. ¡Deteneos, mal nacida canalla; no le sigáis ni
persigáis; si no, conmigo sois en la batalla!

Y diciendo y haciendo, desenvainó la espada, y de un brinco se puso junto al retablo, y con
acelerada y nunca vista furia comenzó a llover cuchilladas sobre la titerera morisma, derribando
a unos, descabezando a otros, estropeando a éste, destrozando a aquél, y, entre otros
muchos, tiró un altibajo tal, que si maese Pedro no se abaja, se encoge y agazapa, le
cercenara la cabeza con más facilidad que si fuera hecha de masa de mazapán. Daba voces
maese Pedro, diciendo:

-Deténgase vuesa merced, señor don Quijote, y advierta que estos que derriba, destroza y
mata no son verdaderos moros, sino unas figurillas de pasta. Mire ¡pecador de mí! que me
destruye, y echa a perder toda mi hacienda.

Mas no por esto dejaba de menudear don Quijote cuchilladas, mandobles, tajos y reveses
como llovidos. Finalmente, en menos de dos credos, dio con todo el retablo en el suelo, hechas
pedazos y desmenuzadas todas sus jarcias y figuras: el rey Marsilio, mal herido; y el
emperador Carlo Magno, partida la corona y la cabeza en dos partes. Alborotóse el senado de
los oyentes, huyóse el mono por los tejados de la ventana, temió el primo, acobardóse el paje,
y hasta el mismo Sancho Panza tuvo pavor grandísimo, porque, como él juró después de
pasada la borrasca, jamás había visto a su señor con tan desatinada cólera. Hecho, pues, el
general destrozo del retablo, sosegóse un poco don Quijote, y dijo:

-Quisiera yo tener aquí delante en este punto todos aquellos que no creen, ni quieren creer, de
cuánto provecho sean en el mundo los caballeros andantes: miren, si no me hallara yo aquí
presente, qué fuera del buen don Gaiferos y de la hermosa Melisendra; a buen seguro que ésta
fuera ya la hora que los hubieran alcanzado estos canes, y les hubieran hecho algún
desaguisado. En resolución, ¡viva la andante caballería sobre cuantas cosas hoy viven en la
tierra!

-¡Vivan en hora buena -dijo a esta sazón con voz enfermiza maese Pedro-, y muera yo, pues
soy tan desdichado que puedo decir con el rey don Rodrigo:

Ayer fui señor de España...,
Y hoy no tengo una almena
Que pueda decir que es mía!

No ha media hora, ni aun un mediano momento, que me vi señor de reyes y de emperadores,
llenas mis caballerizas y mis cofres y sacos de infinitos caballos y de innumerables galas, y
agora me veo desolado y abatido, pobre y mendigo, y sobre todo, sin mi mono, que a fe que
primero que le vuelva a mi poder me han de sudar los dientes; y todo por la furia mal
considerada deste señor caballero, de quien se dice que ampara pupilos, y endereza tuertos, y
hace otras obras caritativas, y en mí solo ha venido a faltar su intención generosa, que sean
benditos y alabados los cielos, allá donde tienen más levantados sus asientos. En fin, el
Caballero de la Triste Figura había de ser aquel que había de desfigurar las mías.

Enternecióse Sancho Panza con las razones de maese Pedro, y díjole:
El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
Miguel de Cervantes Saavedra Página 394

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-No llores, maese Pedro, ni te lamentes, que me quiebras el corazón; porque te hago saber que
es mi señor don Quijote tan católico y escrupuloso cristiano, que si él cae en la cuenta de que
te ha hecho algún agravio, te lo sabrá y te lo querrá pagar y satisfacer con muchas ventajas.

-Con que me pagase el señor don Quijote alguna parte de las hechuras que me ha deshecho
quedaría contento, y su merced aseguraría su conciencia; porque no se puede salvar quien
tiene lo ajeno contra la voluntad de su dueño y no lo restituye.

-Así es -dijo don Quijote-; pero hasta ahora yo no sé que tenga nada vuestro, maese Pedro.

-¿Cómo no? -respondió maese Pedro-. Y estas reliquias que están por este duro y estéril
suelo, ¿quién las esparció y aniquiló, sino la fuerza invencible dese poderoso brazo? Y ¿cúyos
eran sus cuerpos sino míos? Y ¿con quién me sustentaba yo sino con ellos?

-Ahora acabo de creer -dijo a este punto don Quijote- lo que otras muchas veces he creído: que
estos encantadores que me persiguen no hacen sino ponerme las figuras como ellas son
delante de los ojos, y luego me las mudan y truecan en las que ellos quieren. Real y
verdaderamente os digo, señores que me oís, que a mí me pareció todo lo que aquí ha pasado
que pasaba al pie de la letra: que Melisendra era Melisendra, don Gaiferos, don Gaiferos,
Marsilio, Marsilio, y Carlo Magno, Carlo Magno: por eso se me alteró la cólera, y por cumplir
con mi profesión de caballero andante, quise dar ayuda y favor a los que huían, y con este
buen propósito hice lo que habéis visto; si me ha salido al revés, no es culpa mía, sino de los
malos que me persiguen; y, con todo esto, deste mi yerro, aunque no ha procedido de malicia,
quiero yo mismo condenarme en costas: vea maese Pedro lo que quiere por las figuras
deshechas; que yo me ofrezco a pagárselo luego, en buena y corriente moneda castellana.

Inclinóse maese Pedro, diciéndole:

-No esperaba yo menos de la inaudita cristiandad del valeroso don Quijote de la Mancha,
verdadero socorredor y amparo de todos los necesitados y menesterosos vagamundos; y aquí
el señor ventero y el gran Sancho serán medianeros y apreciadores entre vuesa merced y mí
de lo que valen o podían valer las ya deshechas figuras.

El ventero y Sancho dijeron que así lo harían, y luego maese Pedro alzó del suelo con la
cabeza menos al rey Marsilio de Zaragoza, y dijo:

-Ya se vee cuán imposible es volver a este rey a su ser primero; y así, me parece, salvo mejor
juicio, que se me dé por su muerte, fin y acabamiento cuatro reales y medio.

-¡Adelante! -dijo don Quijote.

-Pues por esta abertura de arriba abajo -prosiguió maese Pedro, tomando en las manos al
partido emperador Carlo Magno-, no sería mucho que pidiese yo cinco reales y un cuartillo.

-No es poco -dijo Sancho.

-Ni mucho -replicó el ventero-: médiese la partida y señálensele cinco reales.

-Dénsele todos cinco y cuartillo -dijo don Quijote-; que no está en un cuartillo más a menos la
monta desta notable desgracia; y acabe presto maese Pedro; que se hace hora de cenar, y yo
tengo ciertos barruntos de hambre.

-Por esta figura -dijo maese Pedro- que está sin narices y un ojo menos, que es de la hermosa
Melisendra, quiero, y me pongo en lo justo, dos reales y doce maravedís.

-Aun ahí sería el diablo -dijo don Quijote-, si ya no estuviese Melisendra con su esposo, por lo
menos, en la raya de Francia; porque el caballo en que iban a mí me pareció que antes volaba
que corría; y así, no hay para qué venderme a mí el gato por liebre, presentándome aquí a
Melisendra desnarigada, estando la otra, si viene a mano, ahora holgándose en Francia con su
El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
Miguel de Cervantes Saavedra Página 395

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esposo a pierna tendida. Ayude Dios con lo suyo a cada uno, señor maese Pedro, y
caminemos todos con pie llano y con intención sana. Y prosiga.

Maese Pedro, que vio que don Quijote izquierdeaba y que volvía a su primer tema, no quiso
que se le escapase, y así, le dijo:

-Ésta no debe de ser Melisendra, sino alguna de las doncellas que la servían; y así, con
sesenta maravedís que me den por ella quedaré contento y bien pagado.

Desta manera fue poniendo precio a otras muchas destrozadas figuras, que después los
moderaron los dos jueces árbitros, con satisfación de las partes, que llegaron a cuarenta reales
y tres cuartillos; y además desto, que luego lo desembolsó Sancho, pidió maese Pedro dos
reales por el trabajo de tomar el mono.

-Dáselos, Sancho -dijo don Quijote-, no para tomar el mono, sino la mona; y docientos diera yo
ahora en albricias a quien me dijera con certidumbre que la señora doña Melisendra y el señor
don Gaiferos estaban ya en Francia y entre los suyos.

-Ninguno nos lo podrá decir mejor que mi mono -dijo maese Pedro-; pero no habrá diablo que
ahora le tome; aunque imagino que el cariño y la hambre le han de forzar a que me busque
esta noche, y amanecerá Dios y verémonos.

En resolución, la borrasca del retablo se acabó, y todos cenaron en paz y en buena compañía,
a costa de don Quijote, que era liberal en todo extremo.

Antes que amaneciese, se fue el que llevaba las lanzas y las alabardas, y ya después de
amanecido, se vinieron a despedir de don Quijote el primo y el paje: el uno, para volverse a su
tierra; y el otro, a proseguir su camino, para ayuda del cual le dio don Quijote una docena de
reales. Maese Pedro no quiso volver a entrar en más dimes ni diretes con don Quijote, a quien
él conocía muy bien, y así, madrugó antes que el sol, y cogiendo las reliquias de su retablo y a
su mono, se fue también a buscar sus aventuras. El ventero, que no conocía a don Quijote, tan
admirado le tenían sus locuras como su liberalidad. Finalmente, Sancho le pagó muy bien, por
orden de su señor, y despidiéndose dél, casi a las ocho del día, dejaron la venta y se pusieron
en camino, donde los dejaremos ir; que así conviene para dar lugar a contar otras cosas
pertenecientes a la declaración desta famosa historia.


























El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
Miguel de Cervantes Saavedra Página 396

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Capítulo XXVII

Donde se da cuenta quiénes eran maese Pedro y su mono, con el mal suceso que don
Quijote tuvo en la aventura del rebuzno, que no la acabó como él quisiera y como lo
tenía pensado


Entra Cide Hamete, coronista desta grande historia, con estas palabras en este capítulo: «Juro
como católico cristiano...''; a lo que su traductor dice que el jurar Cide Hamete como católico
cristiano, siendo él moro, como sin duda lo era, no quiso decir otra cosa sino que, así como el
católico cristiano cuando jura, jura o debe jurar, verdad, y decirla en lo que dijere, así él la
decía, como si jurara como cristiano católico, en lo que quería escribir de don Quijote,
especialmente en decir quién era maese Pedro, y quién el mono adivino que traía admirados
todos aquellos pueblos con sus adivinanzas. Dice, pues, que bien se acordará, el que hubiere
leído la primera parte desta historia de aquel Ginés de Pasamonte a quien, entre otros
galeotes, dio libertad don Quijote en Sierra Morena, beneficio que después le fue mal
agradecido y peor pagado de aquella gente maligna y mal acostumbrada. Este Ginés de
Pasamonte, a quien don Quijote llamaba Ginesillo de Parapilla, fue el que hurtó a Sancho
Panza el rucio; que por no haberse puesto el cómo ni el cuándo en la primera parte, por culpa
de los impresores, ha dado en qué entender a muchos, que atribuían a poca memoria del autor
la falta de emprenta. Pero, en resolución, Ginés le hurtó estando sobre él durmiendo Sancho
Panza, usando de la traza y modo que usó Brunelo cuando, estando Sacripante sobre Albraca,
le sacó el caballo de entre las piernas, y después le cobró Sancho como se ha contado. Este
Ginés, pues, temeroso de no ser hallado de la justicia, que le buscaba para castigarle de sus
infinitas bellaquerías y delitos, que fueron tantos y tales, que él mismo compuso un gran
volumen contándolos, determinó pasarse al reino de Aragón y cubrirse el ojo izquierdo,
acomodándose al oficio de titerero; que esto y el jugar de manos lo sabía hacer por extremo.

Sucedió, pues, que de unos cristianos ya libres que venían de Berbería compró aquel mono, a
quien enseñó que en haciéndole cierta señal, se le subiese en el hombro, y le murmurase, o lo
pareciese, al oído. Hecho esto, antes que entrase en el lugar donde entraba con su retablo y
mono, se informaba en el lugar más cercano, o de quien él mejor podía, qué cosas particulares
hubiesen sucedido en el tal lugar, y a qué personas; y llevándolas bien en la memoria, lo
primero que hacía era mostrar su retablo, el cual unas veces era de una historia, y otras de
otra; pero todas alegres, y regocijadas, y conocidas. Acabada la muestra, proponía las
habilidades de su mono, diciendo al pueblo que adivinaba todo lo pasado y lo presente; pero
que en lo de por venir no se daba maña. Por la respuesta de cada pregunta pedía dos reales, y
de algunas hacía barato, según tomaba el pulso a los preguntantes; y como tal vez llegaba a
las casas de quien él sabía los sucesos de los que en ella moraban, aunque no le preguntasen
nada por no pagarle, él hacía la seña al mono, y luego decía que le había dicho tal y tal cosa,
que venía de molde con lo sucedido. Con esto cobraba crédito inefable, y andábanse todos tras
él. Otras veces, como era tan discreto, respondía de manera, que las respuestas venían bien
con las preguntas; y como nadie le apuraba ni apretaba a que dijese cómo adevinaba su mono,
a todos hacía monas, y llenaba sus esqueros. Así como entró en la venta conoció a don Quijote
y a Sancho, por cuyo conocimiento le fue fácil poner en admiración a don Quijote y a Sancho
Panza, y a todos los que en ella estaban; pero hubiérale de costar caro si don Quijote bajara un
poco más la mano cuando cortó la cabeza al rey Marsilio y destruyó toda su caballería, como
queda dicho en el antecedente capítulo.

Esto es lo que hay que decir de maese Pedro y de su mono. Y volviendo a don Quijote de la
Mancha, digo que después de haber salido de la venta, determinó de ver primero las riberas
del río Ebro y todos aquellos contornos, antes de entrar en la ciudad de Zaragoza, pues le daba
tiempo para todo el mucho que faltaba desde allí a las justas. Con esta intención siguió su
camino, por el cual anduvo dos días sin acontecerle cosa digna de ponerse en escritura, hasta
que al tercero, al subir de una loma, oyó un gran rumor de atambores, de trompetas y
arcabuces. Al principio pensó que algún tercio de soldados pasaba por aquella parte, y por
verlos picó a Rocinante y subió la loma arriba; y cuando estuvo en la cumbre, vio al pie della, a
su parecer, más de docientos hombres armados de diferentes suertes de armas, como si
dijésemos lanzones, ballestas, partesanas, alabardas y picas, y algunos arcabuces, y muchas
rodelas. Bajó del recuesto y acercóse al escuadrón, tanto, que distintamente vio las banderas,
El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
Miguel de Cervantes Saavedra Página 397

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juzgó de las colores y notó las empresas que en ellas traían, especialmente una que en un
estandarte o jirón de raso blanco venía, en el cual estaba pintado muy al vivo un asno como un
pequeño sardesco, la cabeza levantada, la boca abierta y la lengua de fuera, en acto y postura
como si estuviera rebuznando; alrededor dél estaban escritos de letras grandes estos dos
versos:

No rebuznaron en balde
El uno y el otro alcalde.

Por esta insignia sacó don Quijote que aquella gente debía de ser del pueblo del rebuzno, y así
se lo dijo a Sancho, declarándole lo que en el estandarte venía escrito. Díjole también que el
que les había dado noticia de aquel caso se había errado en decir que dos regidores habían
sido los que rebuznaron; porque, según los versos del estandarte, no habían sido sino alcaldes.
A lo que respondió Sancho Panza:

-Señor, en eso no hay que reparar; que bien puede ser que los regidores que entonces
rebuznaron viniesen con el tiempo a ser alcaldes de su pueblo, y así, se pueden llamar con
entrambos títulos; cuanto más que no hace al caso a la verdad de la historia ser los
rebuznadores alcaldes o regidores, como ellos una por una hayan rebuznado; porque tan a
pique está de rebuznar un alcalde como un regidor.

Finalmente, conocieron y supieron como el pueblo corrido salía a pelear con otro que le corría
más de lo justo y de lo que se debía a la buena vecindad.

Fuese llegando a ellos don Quijote, no con poca pesadumbre de Sancho, que nunca fue amigo
de hallarse en semejantes jornadas. Los del escuadrón le recogieron en medio, creyendo que
era alguno de los de su parcialidad. Don Quijote, alzando la visera, con gentil brío y continente
llegó hasta el estandarte del asno, y allí se le pusieron alrededor todos los más principales del
ejército, por verle, admirados con la admiración acostumbrada, en que caían todos aquellos
que la vez primera le miraban. Don Quijote, que los vio tan atentos a mirarle, sin que ninguno le
hablase ni le preguntase nada, quiso aprovecharse de aquel silencio, y rompiendo el suyo, alzó
la voz y dijo:

-Buenos señores, cuan encarecidamente puedo os suplico que no interrumpáis un
razonamiento que quiero haceros, hasta que veáis que os disgusta y enfada; que si esto
sucede, con la más mínima señal que me hagáis pondré un sello en mi boca y echaré una
mordaza a mi lengua.

Todos le dijeron que dijese lo que quisiese; que de buena gana le escucharían. Don Quijote,
con esta licencia, prosiguió diciendo:

-Yo, señores míos, soy caballero andante, cuyo ejercicio es el de las armas, y cuya profesión,
la de favorecer a los necesitados de favor y acudir a los menesterosos. Días ha que he sabido
vuestra desgracia y la causa que os mueve a tomar las armas a cada paso, para vengaros de
vuestros enemigos; y habiendo discurrido una y muchas veces en mi entendimiento sobre
vuestro negocio, hallo, según las leyes del duelo, que estáis engañados en teneros por
afrentados; porque ningún particular puede afrentar a un pueblo entero, si no es retándole de
traidor por junto, porque no sabe en particular quién cometió la traición por que le reta. Ejemplo
desto tenemos en don Diego Ordóñez de Lara, que retó a todo el pueblo zamorano, porque
ignoraba que sólo Vellido Dolfos había cometido la traición de matar a su rey, y así, retó a
todos, y a todos tocaba la venganza y la respuesta; aunque bien es verdad que el señor don
Diego anduvo algo demasiado, y aun pasó muy adelante de los límites del reto, porque no
tenía para qué retar a los muertos, a las aguas, ni a los panes, ni a los que estaban por nacer,
ni a las otras menudencias que allí se declaran; pero ¡vaya! pues cuando la cólera sale de
madre, no tiene la lengua padre, ayo ni freno que la corrija. Siendo, pues, esto así, que uno
solo no puede afrentar a reino, provincia, ciudad, república ni pueblo entero, queda en limpio
que no hay para qué salir a la venganza del reto de la tal afrenta, pues no lo es; porque ¡bueno
sería que se matasen a cada paso los del pueblo de la Reloja con quien se lo llama, ni los
cazoleros, berenjeneros, ballenatos, jaboneros, ni los de otros nombres y apellidos que andan
por ahí en boca de los muchachos y de gente de poco más a menos! ¡Bueno sería, por cierto,
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Miguel de Cervantes Saavedra Página 398

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que todos estos insignes pueblos se corriesen y vengasen, y anduviesen contino hechas las
espadas sacabuches a cualquier pendencia, por pequeña que fuese! No, no, ni Dios lo permita
o quiera. Los varones prudentes, las repúblicas bien concertadas, por cuatro cosas han de
tomar las armas y desenvainar las espadas, y poner a riesgo sus personas, vidas y haciendas;
la primera, por defender la fe católica; la segunda, por defender su vida, que es de ley natural y
divina; la tercera, en defensa de su honra, de su familia y hacienda; la cuarta, en servicio de su
rey, en la guerra justa; y si le quisiéremos añadir la quinta (que se puede contar por segunda),
es en defensa de su patria. A estas cinco causas, como capitales, se pueden agregar algunas
otras que sean justas y razonables, y que obliguen a tomar las armas; pero tomarlas por
niñerías y por cosas que antes son de risa y pasatiempo que de afrenta, parece que quien las
toma carece de todo razonable discurso; cuanto más que el tomar venganza injusta (que justa
no puede haber alguna que lo sea) va derechamente contra la santa ley que profesamos, en la
cual se nos manda que hagamos bien a nuestros enemigos y que amemos a los que nos
aborrecen; mandamiento que aunque parece algo dificultoso de cumplir, no lo es sino para
aquellos que tienen menos de Dios que del mundo, y más de carne que de espíritu; porque
Jesucristo, Dios y hombre verdadero, que nunca mintió, ni pudo ni puede mentir, siendo
legislador nuestro, dijo que su yugo era suave y su carga liviana; y así, no nos había de mandar
cosa que fuese imposible el cumplirla. Así que, mis señores, vuesas mercedes están obligados
por leyes divinas y humanas a sosegarse.

-El diablo me lleve -dijo a esta sazón Sancho entre sí- si este mi amo no es tólogo; y si no lo es,
que lo parece como un güevo a otro.

Tomó un poco de aliento don Quijote, y viendo que todavía le prestaban silencio, quiso pasar
adelante en su plática, como pasara ni no se pusiere en medio la agudeza de Sancho, el cual,
viendo que su amo se detenía, tomó la mano por él, diciendo:

-Mi señor don Quijote de la Mancha, que un tiempo se llamó el Caballero de la Triste Figura y
ahora se llama el Caballero de los Leones, es un hidalgo muy atentado, que sabe latín y
romance como un bachiller, y en todo cuanto trata y aconseja procede como muy buen
soldado, y tiene todas las leyes y ordenanzas de lo que llaman el duelo, en la uña; y así, no hay
más que hacer sino dejarse llevar por lo que él dijere, y sobre mí si lo erraren; cuanto más que
ello se está dicho que es necedad correrse por sólo oír un rebuzno, que yo me acuerdo,
cuando muchacho, que rebuznaba cada y cuando que se me antojaba, sin que nadie me fuese
a la mano, y con tanta gracia y propiedad, que en rebuznando yo, rebuznaban todos los asnos
del pueblo, y no por eso dejaba de ser hijo de mis padres, que eran honradísimos; y aunque
por esta habilidad era invidiado de más de cuatro de los estirados de mi pueblo, no se me daba
dos ardites. Y porque se vea que digo verdad, esperen y escuchen; que esta ciencia es como
la del nadar: que, una vez aprendida, nunca se olvida.

Y luego, puesta la mano en las narices, comenzó a rebuznar tan reciamente, que todos los
cercanos valles retumbaron. Pero uno de los que estaban junto a él, creyendo que hacía burla
dellos, alzó un varapalo que en la mano tenía, y diole tal golpe con él, que, sin ser poderoso a
otra cosa, dio con Sancho Panza en el suelo. Don Quijote, que vio tan malparado a Sancho,
arremetió al que le había dado, con la lanza sobre mano; pero fueron tantos los que se
pusieron en medio, que no fue posible vengarle; antes, viendo que llovía sobre él un nublado
de piedras, y que le amenazaban mil encaradas ballestas y no menos cantidad de arcabuces,
volvió las riendas a Rocinante, y a todo lo que su galope pudo se salió de entre ellos,
encomendándose de todo corazón a Dios, que de aquel peligro le librase, temiendo a cada
paso no le entrase alguna bala por las espaldas y le saliese al pecho; y a cada punto recogía el
aliento, por ver si le faltaba. Pero los del escuadrón se contentaron con verle huir, sin tirarle. A
Sancho le pusieron sobre su jumento, apenas vuelto en sí, y le dejaron ir tras su amo, no
porque él tuviese sentido para regirle; pero el rucio siguió las huellas de Rocinante, sin el cual
no se hallaba un punto. Alongado, pues, don Quijote buen trecho, volvió la cabeza y vio que
Sancho venía, y atendióle, viendo que ninguno le seguía.

Los del escuadrón se estuvieron allí hasta la noche, y por no haber salido a la batalla sus
contrarios, se volvieron a su pueblo, regocijados y alegres; y si ellos supieran la costumbre
antigua de los griegos, levantaran en aquel lugar y sitio un trofeo.

El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
Miguel de Cervantes Saavedra Página 399

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Capítulo XXVIII

De cosas que dice Benengeli que las sabrá quien le leyere, si las lee con atención


Cuando el valiente huye, la superchería está descubierta; y es de varones prudentes guardarse
para mejor ocasión. Esta verdad se verificó en don Quijote, el cual, dando lugar a la furia del
pueblo y a las malas intenciones de aquel indignado escuadrón, puso pies en polvorosa, y sin
acordarse de Sancho ni del peligro en que le dejaba, se apartó tanto cuanto le pareció que
bastaba para estar seguro. Seguíale Sancho, atravesado en su jumento, como queda referido.
Llegó, en fin, ya vuelto en su acuerdo, y al llegar, se dejó caer del rucio a los pies de Rocinante,
todo ansioso, todo molido y todo apaleado. Apeóse don Quijote para catarle las feridas; pero
como le hallase sano de los pies a la cabeza, con asaz cólera le dijo:

-¡Tan en hora mala supistes vos rebuznar, Sancho! Y ¿dónde hallastes vos ser bueno el
nombrar la soga en casa del ahorcado? A música de rebuznos, ¿qué contrapunto se había de
llevar sino de varapalos? Y dad gracias a Dios, Sancho, que ya que os santiguaron con un
palo, no os hicieron el per signum crucis con un alfanje.

-No estoy para responder -respondió Sancho-, porque me parece que hablo por las espaldas.
Subamos y apartémonos de aquí, que yo pondré silencio en mis rebuznos; pero no en dejar de
decir que los caballeros andantes huyen, y dejan a sus buenos escuderos molidos como
alheña, o como cibera, en poder de sus enemigos.

-No huye el que se retira -respondió don Quijote-; porque has de saber, Sancho, que la valentía
que no se funda sobre la basa de la prudencia se llama temeridad, y las hazañas del temerario
más se atribuyen a la buena fortuna que a su ánimo. Y así, yo confieso que me he retirado,
pero no huido; y en esto he imitado a muchos valientes, que se han guardado para tiempos
mejores, y desto están las historias llenas; las cuales, por no serte a ti de provecho ni a mí de
gusto, no te las refiero ahora.

En esto, ya estaba a caballo Sancho, ayudado de don Quijote, el cual asimismo subió en
Rocinante, y poco a poco se fueron a emboscar en una alameda que hasta un cuarto de legua
de allí se parecía. De cuando en cuando daba Sancho unos ayes profundísimos y unos
gemidos dolorosos; y preguntándole don Quijote la causa de tan amargo sentimiento,
respondió que desde la punta del espinazo hasta la nuca del celebro le dolía de manera, que le
sacaba de sentido.

-La causa dese dolor debe de ser, sin duda -dijo don Quijote-, que como era el palo con que te
dieron largo y tendido, te cogió todas las espaldas, donde entran todas esas partes que te
duelen; y si más te cogiera, más te doliera.

-¡Por Dios -dijo Sancho-, que vuesa merced me ha sacado de una gran duda, y que me la ha
declarado por lindos términos! ¡Cuerpo de mí! ¿Tan encubierta estaba la causa de mi dolor que
ha sido menester decirme que me duele todo todo aquello que alcanzó el palo? Si me dolieran
los tobillos, aún pudiera ser que se anduviera adivinando el porqué me dolían; pero dolerme lo
que me molieron, no es mucho adivinar. A la fe, señor nuestro amo, el mal ajeno de pelo
cuelga, y cada día voy descubriendo tierra de lo poco que puedo esperar de la compañía que
con vuesa merced tengo; porque si esta vez me ha dejado apalear, otra y otras ciento
volveremos a los manteamientos de marras y a otras muchacherías, que si ahora me han
salido a las espaldas, después me saldrán a los ojos. Harto mejor haría yo, sino que soy un
bárbaro, y no haré nada que bueno sea en toda mi vida, harto mejor haría yo, vuelvo a decir,
en volverme a mi casa, y a mi mujer, y a mis hijos, y sustentarla y criarlos con lo que Dios fue
servido de darme, y no andarme tras vuesa merced por caminos sin camino y por sendas y
carreras que no las tienen, bebiendo mal y comiendo peor. Pues ¡tomadme el dormir! Contad,
hermano escudero, siete pies de tierra, y si quisiéredes más, tomad otros tantos, que en
vuestra mano está escudillar, y tendeos a todo vuestro buen talante; que quemado vea yo y
hecho polvos al primero que dio puntada en la andante caballería, o, a lo menos, al primero
que quiso ser escudero de tales tontos como debieron ser todos los caballeros andantes
pasados. De los presentes no digo nada; que por ser vuesa merced uno dellos, los tengo
El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
Miguel de Cervantes Saavedra Página 400


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